La Columna Liniera

La Columna Liniera
Eduardo Mora Valverde

De su libro “70 años de Militancia Comunista”
Editorial Juricentro
La Columna Liniera
Regresé a la Zona Bananera del Pacífico Sur a continuar las tareas del Partido. El ambiente político nacional era muy tenso, especialmente en la capital. Se sentía ya la cercanía de muy duras y peligrosas jornadas. La oposición al Gobierno de Picado se armaba; se producían atentados terroristas. Realizando mi trabajo en esas apartadas regiones, se produjo, en el mes de julio, de 1947 la “Huelga de Brazos Caídos”, o sea el boicot económico de la más poderosa burguesía; en agosto, el desfile de damas enlutadas. Para el 12 de octubre la Rerum Novarum, del Reverendo Benjamín Núñez, convocó, a una “gran manifestación” en las calles de San José; contaba con el respaldo financiero de las cámaras patronales.
En setiembre regresé a San José, en labores partidarias. Debido a una gira que realicé hasta Panamá, ida y vuelta a pie, a ratos debajo de la lluvia y a ratos bajo el inclemente sol tropical, durmiendo mal y comiendo peor, adquirí un resfriado, con aguda y persistente tos. Como ya lo había hecho otra vez, mi mamá me metió bajo las cobijas, junto con una palangana de agua hirviendo en la que introdujo unas hojas, y me puso a respirar fuerte. A la mañana siguiente me encontraba perfectamente. Mamá llamaba a ese tratamiento “sahumerio”.
Al mediodía me reuní con Calufa y con don Paco Calderón Guardia; discutimos la posible ruta que debería seguir una columna de obreros bananeros y campesinos pobres de las regiones del Pacífico Sur, para participar en una movilización nacional, el mismo 12 de octubre, en respuesta a la convocada por el Padre Núñez.
Previmos algunas medidas de seguridad así como la ruta y los itinerarios. Primero recogeríamos a los trabajadores de las fincas de González Víquez, en la frontera con Panamá, y de último a los de Quepos y Parrita, que llegarían a Dominical. La entrada a San Isidro de El General y Cartago la haríamos juntos.
La entrada a San José, se calculó hacerla exactamente a las 10 de la mañana del 12 de octubre. Me fui rápido a Puerto Cortés, esperé la llegada de Calufa, y comenzamos los preparativos, llenos de entusiasmo y preocupados por el cumplimiento de los plazos y por las dificultades económicas.
La Confederación General de Trabajadores de Costa Rica, CTCR, convocaba a la manifestación nacional, careciendo de los necesarios recursos económicos, e incluso no pudiendo contratar, en muchos casos, líneas de transporte de pasajeros; sus propietarios las habían puesto al servicio exclusivo de la Rerum Novarum.
Era emocionante ver la actitud de los obreros bananeros. Al pasar la cabeza de la columna por las fincas de la United Fruit Co., algunos tal vez indecisos hasta ese momento, tiraban a un lado las mangueras de riego del caldo bordelés o las herramientas de trabajo, y se metían en sus filas. Vi a muchos campesinos salir del rancho, amarrándose apresuradamente los pantalones, e incorporándose a la manifestación.
Larga era la columna integrada por mil hombres dispuestos al mayor sacrificio. Pocos sobreviven hoy. Muchos murieron en la Guerra Civil. Otros por la edad. Los demás siguen de pie. Cuando me encontraba preso en Honduras, en 1951, como lo narrare después, me encontré al más joven de todos, a “Catracho”, sirviendo en la cárcel de Nacaome. Llegó a mi celda, me abrazó como hermano y me sirvió, arriesgando su trabajo y tal vez algo más.
Recuerdo una madrugada cuando subíamos la cuesta de Tinamaste. Vimos salir de unos potreros a dos o tres obreros de la columna con varios tragos entre pecho y espalda. ¿Cómo encontraron al abastecedor en aquellas desconocidas montañas? Fue algo inexplicable sólo atribuible al simple instinto u olfato de los compañeros bananeros, tan brutalmente explotados, sin diversiones y acostumbrados a tomarse sus tragos el día de descanso.
La subida de la cuesta, antes de llegar a San Isidro de El General, fue espantosa. Algunos trabajadores se desplomaban, rendidos. Yo estaba joven, y además tenía alguna experiencia en esas caminatas, y cargué en los hombros a unos de ellos. Fallas era 14 años mayor que yo e iba bien agotado; pero no se daba por rendido. Cerca de San Isidro nos esperaba un pick-up manejado por Rafael Angel Aymerich, mi ex-compañero en la organización juvenil, quien luego moriría en la Guerra Civil; consideró conveniente ir a encontrarnos por si necesitábamos llevar algún enfermo o herido al Hospital.
En la plaza de San Isidro nos concentramos todos; nos esperaba el Jefe Político don José Mora, primera víctima durante la Guerra Civil en la toma de esa plaza, el 12 de marzo de 1948. Doña María de Salas, años después suegra de Manuel, llevó a su casa a Calufa para darle una fricción recuperadora de sus energías. Yo lo acompañé. Al día siguiente reanudamos la marcha.
Cerca de Cartago nos esperaba en la carretera el Comandante de esa provincia, coronel Vaglio, para informarnos, previo a nuestra entrada a la ciudad, sobre la peligrosa situación que nos amenazaba. Las autoridades no se encontraban preparadas para evitar una agresión violenta contra la Columna, de parte de fuerzas contrarias bien pertrechadas. Nos aconsejo seguir un camino hacia Tres Ríos, que se iniciaba en esa bifurcación en que nos había esperado, para evitar un choque sangriento en Cartago.
Calufa, a la cabeza de la Columna, espero a que yo llegara con los últimos linieros. Delante del Coronel Vaglio nos informó de su propuesta y sin ninguna discusión resolvimos no variar la ruta. Los mil obreros y campesinos de la Columna gritaron llenos de entusiasmo, tal el espíritu combativo. Y seguimos adelante.
Acabábamos de pasar por El Tejar cuando fuimos víctimas de un pequeño ataque, sin consecuencias. Al fin entramos a Cartago. La calle principal estaba llena de gente. Distinguimos al Dr. Vesalio Guzmán, adversario vehemente y uno de los principales dirigentes en esa ciudad. Pero ni él ni nadie observó una actitud agresiva. Al contrario, las muchachas, a quienes veíamos como reinas de belleza, se nos acercaban, nos saludaban, y algunas nos abrazaban y besaban, a pesar de nuestra suciedad.
Siendo en la Administración de don Daniel Oduber diputado con doña María Luis Portuguez (luego Gobernadora de Cartago), ésta me contó que una de esas muchachas era ella.
El 12 de octubre de 1947 al fin entramos, por la Avenida Segunda, al Parque Central, en donde estaba concentrado el pueblo convocado por la Confederación de Trabajadores de Costa Rica (CTCR). Cuando asomamos frente a la tribuna principal, al primero que vi en ella, a la par de Manuel y Guzmán, fue al gran poeta y educador Carlos Luis Sáenz. Los linieros, emocionados al verse recibidos por el pueblo, levantaban en alto las rulas. La prensa reaccionaria sacó al día siguiente sus fotografías y en ellas se veían con caras endurecidas por el trabajo, el sol y las hambres, y vistiendo andrajos, debido a la dura jornada. Presentaba esa prensa a la columna como una banda de asesinos, o poco menos. ¡Qué honor el haber sido yo uno de esos “peligrosos malhechores”!
Mi regreso lo coordiné con Calufa. Me fui, con los trabajadores que habían salido de Quepos y Parrita, en una lancha. En Puntarenas dormimos y al día siguiente llegamos a Quepos. Después de chequear la reincorporación de los compañeros a sus respectivas fincas, mi viejo camarada y amigo, Victor Mora Calderón, me llevó a descansar a un modesto y tranquilo hotelito.
Regresé a la capital y participé en una de las discusiones del Buró Político sobre la delicada situación. Estábamos en plenas elecciones en todo el país a fin de elegir Presidente de la República, Diputados y Munícipes. Irresponsablemente, y sin consultar a sus aliados, don Teodoro había entregado el mecanismo electoral a la oposición. (Nadie entendería después en el exterior por qué el Gobierno y las fuerzas populares que lo apoyaban hablaban de fraude en su contra).
Antes de regresar a las regiones bananeras del Pacífico Sur, me fui con el “Cabo” Isaías Marchena a la costa atlántica para participar en mítines de apoyo a la candidatura del diputado Federico Picado. En la provincia de Limón el partido oficial, junto con el partido económicamente poderoso, de la oposición, y el comunista, se disputaban la mayoría de votos y el único diputado. Marchena, Federico y yo hablamos en Matina y Batán.
(Esa elección la ganó, a pesar de todo, nuestro Partido. Pero Federico no pudo llegar a la Asamblea Legislativa. El 19 de diciembre de 1948 lo sacaron de la cárcel de Limón a las 3 de la tarde, junto con Tobías Vaglio, Lucio Ibarra, Octavio Sáenz, Narciso Sotomayor y Alonso Aguilar, y a las nueve de la noche, a la altura de la milla 41, después de pasar Siquirres, en un recodo del Río Reventazón, conocido como el “Codo del Diablo”, fue brutalmente asesinado junto con sus compañeros. Hasta el día de hoy los responsables de ese asesinato permanecen en la impunidad).
En la oficina del Partido en Puerto Cortés, en una de las paredes teníamos el Padrón Electoral enviado a nuestro Partido por el Tribunal de Elecciones. Por él pasaban decenas y decenas de obreros bananeros y otros a comprobar su inscripción y su derecho legal a votar. Cuando no aparecían hacíamos el reclamo correspondiente. Todo marchaba normalmente.
El triunfo electoral lo teníamos asegurado y eso no era de extrañar en una región proletaria, explotada por una odiada empresa imperialista y con hondas tradiciones de lucha. Uno de los últimos en llegar a chequear su inclusión correcta en el Padrón fue el compañero Avendaño, de las fincas bananeras de Puerto González Víquez. (Pocas semanas después nos volvimos a encontrar en La Sierra, combatiendo; murió tres días después, en la batalla de El Tejar).
El día de las elecciones, el Lic. Marco Aurelio Salazar, Alcalde de Puerto Cortés, hermano del leal aliado de nuestro Partido y fundador del periódico “Libertad”, profesor Ovidio Salazar, nos entregó el Padrón Electoral definitivo. Cumplía así una formalidad. Tomamos el padrón nuevo y sin tiempo de hacer comparaciones, lo pusimos sobre el viejo. Pero media hora después de abrirse las mesas de votación comenzaron a llegar furiosos varios militantes y amigos del centro de Puerto Cortés, pues no se encontraban en las listas recibidas por los fiscales de las respectivas urnas de votación.
Unos habían sido trasladados a Guanacaste, otros a la Meseta Central, otros al Atlántico, etc. Reventaban furiosos; pero en ese momento ya nada podíamos hacer. Sólo viajando cada uno al lugar donde lo habían fraudulentamente trasladado, podían no perder el voto. Y eso era imposible por la falta de medios de transporte ese mismo día. Conforme pasaba el tiempo, más personas llegaban ya no sólo del centro de Puerto Cortés sino de toda la región.
Me fui a la plaza frente a la Escuela a calmar los ánimos; la violencia estaba a punto de estallar, promovida por los frustrados votantes. Cuando me encontraba calmando los ánimos, llegó el Coronel Toribio Mora cargando varios tarros de gasolina para incendiar las mesas de votación. Lógicamente eso significaría incendiar la Escuela. Por supuesto, lo impedimos.
Al día siguiente, como lo había convenido con Carlos Luis Fallas, que se encontraba dirigiendo el trabajo electoral en el centro de Puntarenas, tomé sitio en una avioneta de servicio comercial, nos encontramos en el Aeropuerto de Chacarita, y ambos nos fuimos en ese mismo avión hasta el Aeropuerto de La Sabana, en San José.
Las calles de la capital las encontramos llenas de gente protestando por el fraude. “Queremos votar” era el grito de una manifestación a la que Fallas y yo nos unimos. Los dos regresábamos furiosos después de haber palpado el fraude.
Con Antonio Barrantes fui a realizar luego, por encargo del Partido, una misión por los alrededores de La Uruca. Barrantes conducía un viejo automóvil, de color negro y de techo alto. Desde un potrero nos dispararon y una bala penetró por una de las ventanas abiertas. De inmediato sentí un pequeño rasguño en la nuca, e instintivamente me llevé la mano a la cabeza y cogí con los dedos un plomo enredado en el pelo. Un proyectil había entrado al vehículo, había rebotado en las paredes como una bola de billar, y había terminado sin fuerza en mi cabeza.
En otra oportunidad, realizando una tarea en las inmediaciones del Hospital San Juan de Dios, por la calle 14, una bala me llegó en dirección al ombligo; pero por casualidad tenía la ametralladora entre mis manos, sobre mi estómago, y la bala lo que hizo fue destrozar el magazine.
(“Te voy a decir una cosa, puej”, me dijo un día el nica Juan Ramón Leiva, el temerario, con el que había trabajado en el Pacífico Sur en el Partido y con el que estuve después en Ecos del 56. “Son babosadas, pero para morirse hay que tener mucha suerte. Siempre las balas van palotro lado”).
Al ponerse muy grave la situación, la Dirección del Partido resolvió que yo no volviera al Pacífico Sur y me encargó la responsabilidad de proteger con otros compañeros la Estación Ecos del 56. Esta jugaba un papel sumamente importante en la propaganda y agitación, y debíamos protegerla mucho. Por unos días me convertí en el bisoño “comandante” de esa guarnición.
En dos oportunidades me fui a la Finca La Caja, en La Uruca, a recibir alguna instrucción militar con el Mayor Brenes (“Perro Negro”).
Inmediatamente comencé a preparar un plan de defensa de la Estación, y lo discutí con los muchachos. Hicimos una zanja en los costados Este y Sur, en ángulo recto. En caso de un ataque nos iríamos tirando a la zanja, rodearíamos la Estación y la defenderíamos atrincherados en ella.
Un día se encontraba Manuel haciendo una intervención política, sentado por supuesto frente al micrófono, con la vista hacia el norte, hacia la carretera a San Pedro. Desde un lote vacío situado exactamente a la par de la casa donde hoy vive, atrás de la estación, le dispararon con un máuser. Los tiros pasaron cerca de su nuca; por suerte el tirador falló. Los muchachos de inmediato salieron por la puerta lateral, se lanzaron a la zanja, conforme al plan de defensa, previamente elaborado, y formaron una línea de combate alrededor de la Estación. Después de tomar medidas de protección a Manuel y al equipo que atendía en esos momentos la radiodifusora, salimos a la calle para enfrentar directamente al agresor. En ese grupo iba yo, y a la par mía Antonio Barrantes, con un mosquetón en la mano. Casi al solo salir, se le escaparon dos o tres tiros que me aturdieron pues me pasaron muy cerca del oído izquierdo.
El segundo mío en la “comandancia militar” de Ecos del 56, ya he hablado antes, era Juan Ramón Leiva, exmiembro de la Guardia Nacional de Nicaragua; se había venido a trabajar a las bananeras como obrero agrícola. Lo conocí en la finca Puntarenas, en donde llego a ser el responsable de la célula. Mediano de estatura, era vivo, inteligente, activo. Antes de regresar yo de las bananeras, el Partido había promovido una emulación; el premio, un radiorreceptor, lo ganó la finca Puntarenas, de Esquinas, por su magnífico trabajo. Juan Ramón Leiva vino a San José a llevarse el premio; la candente situación política lo envolvió. Ofreció sus servicios de militar conocedor y valiente, que tanta falta nos hacía, y fue enviado a Ecos del 56 para colaborar conmigo.
En calzoncillos y tirados en el suelo dormíamos una noche, cuando llegó el Secretario General acompañado de Manuel Moscoa a indagar preocupado sobre un tiroteo en las inmediaciones de la Estación. Nosotros, quizá por cansancio, no habíamos escuchado nada especial. Como quien estaba comandando en esos momentos la guardia era Leiva, lo llamé para oír sus informes, pero no se encontraba.
Cuando se marchó Manuel sin ninguna información, quedé muy inconforme y molesto. Comencé a ir de un lado para el otro y al rato, encabezados por Leiva, comenzaron a llegar los muchachos que supuestamente deberían haber estado cuidando la Estación, mientras el resto descansábamos.
Según Leiva, había salido precisamente a “rechazar” una agresión y por eso había dejado la guarnición desprotegida y con nosotros adentro, ignorantes de todo.
Me violenté mucho y consideré necesario castigarlo por el mal ejemplo dado, sobre todo él, un militar de formación. Le ordené se metiera a la sala de enfermería, de un área aproximada de dos varas y media por seis, muy incómoda, y se me ocurrió fijar tres días de castigo.
Leiva acató de inmediato la orden, pero cuando el c. Luis Carballo se enteró, dicen que exclamó, y con razón: “Qué sabe Lalo de cuestiones militares”. Y desde el Estado Mayor llegaron a recogerlo. De inmediato lo enviaron a dirigir, o a participar, en un enfrentamiento con fuerzas encabezadas por don Francisco Orlich, más tarde Presidente de la República.
(A Leiva lo volví a ver, en San José, pero después del frustrado intento de liberar a San Isidro de El General, cuando ya nos preparábamos para ir a atacar Cartago. Leiva había llegado con Calufa a la Confederación General de Trabajadores. Traía el ojo derecho inflamado; una esquirla se le había introducido, al hacer un intento para tomar una determinada posición. Al creer que había perdido el ojo se volvió más temerario y siguió atacando con furia. La última vez que hablé con él fue al terminar la Guerra Civil. Me lo encontré en la vieja Casa Presidencial, ya desocupada, intentando encontrar al Presidente para hablarle. Le acompañaba Abelardo Cuadra. El Presidente había abandonado el país y todo era desorden en esa residencia).
La Guerra Civil de 1948
El c. Arnoldo Ferreto, en un “Informe sobre la situación política nacional; antecedentes y perspectivas”, presentado al VII Congreso del Partido, (página 12), afirmó que “Un cierto espíritu aventurerista se apoderó de los dirigentes de nuestro Partido. Todos querían ser militares: Fallas, Lobo, Villalobos, Alvaro Montero y Eduardo Mora se fueron al frente; Rodríguez se hizo carga de la guarnición Ecos del 56…”
Ese criterio del c. Ferreto es respetable pero creo que el aventurerismo existió no cuando él lo señala, sino cuando subestimamos la acción absurda del Presidente de Guatemala Juan José Arévalo, del escritor nicaragüense Edelberto Torres, del periodista dominicano Juan Bosch, del médico nicaragüense Rosendo Argüello, del entonces socialista utópico costarricense José Figueres, y de muchos otros que, como explicábamos antes, pretendían tumbar al Gobierno democrático de Teodoro Picado, no para terminar con las conquistas sociales sino para convertir a Costa Rica en una base de operaciones para una lucha contra las dictaduras del Caribe, que remataría en una República “Socialista”. No sólo no nos esforzamos por convencerlos de su aventura, en la que los estaba metiendo el imperialismo norteamericano, sino que incluso no aprovechamos bien contactos y contradicciones.
El aventurerismo consistió en valorar solamente la magnitud del fraude electoral y limitarnos a repudiar la actitud del Presidente Picado que cometió el acto inexplicable de entregar íntegro el aparato electoral a las fuerzas adversarias e impidió casi a un 30% de nuestros partidarios, votar en las urnas previamente señaladas en los padrones.
También en que cuando el Presidente electo, don Otilio Ulate, se mostró dispuesto a llegar a un arreglo con nosotros, con prepotencia lo rechazamos.
Al declararse la Guerra Civil, el Partido envió a militantes y simpatizantes a combatir, como simples milicianos, bajo la dirección de no pocos oficiales incapaces, deshonestos y cobardes; como si fuera poco, también muchos de ellos enemigos ideológicos o cuando menos personas sin identificación con nosotros.
No afirmo lo anterior para salvar mi responsabilidad personal; precisamente soy uno de los responsables de la anulación de las elecciones de 1948. En el mismo avión, Carlos Luis Fallas y yo regresamos a San José, profundamente indignados por el escandaloso fraude electoral de que fuimos testigos ambos, dos días antes, en la provincia de Puntarenas. Nos bajamos de la nave y nos incorporamos a un acto callejero gritando “queremos votar”. No valoramos objetivamente los factores políticos externos, y las debilidades de nuestros aliados, y nos mantuvimos reclamando hasta el final el desconocimiento de las elecciones. Sólo Manuel Mora y Jaime Lobo, de la Dirección, no cayeron en ese error.
Desde principios de marzo me encontraba al frente de un grupo de compañeros, con unos viejos rifles, y unos pocos revólveres, defendiendo la guarnición “Ecos del 56”.
“Lalo, te llaman al teléfono”, me gritó el locutor en ese momento, de la radiodifusora, Arturo Montero Vega, hoy abogado y hermano de Alvaro. Cuando alcé el auricular oí una voz profundamente emocionada. “Eduardo, Figueres acaba de tomar Villa Mills. En estos momentos está abandonando la Casa Presidencial el Embajador de los Estados Unidos; llegó a exigirle al Presidente el envío de la Unidad Móvil a fin de recuperar ese lugar pues Villa Mills es un campamento de la “Public Road Administration”, de los Estados Unidos; dijo que de lo contrario, las gentes de Figueres serían expulsadas por el Ejército Estadounidense”. Y en tono de consejo me agrego: “Suspendan los programas comerciales, pongan el Himno Nacional e informen a los costarricenses que acaba de iniciarse la Guerra Civil”. Quien me hablaba de esa manera era don Francisco Calderón Guardia.
Su desbordada emoción era explicable; suponía que la interferencia del Gobierno de los Estados Unidos no obstante su grosería, demostraba, si no respaldo, al menos neutralidad de éste con el Gobierno de don Teodoro Picado, a pesar de su alianza con los comunistas.
La presión de uno y la debilidad y consecuente complicidad del otro, nos precipitaron en una trama fatal, de la cual no nos dejarían salir: peleamos en donde el adversario deseaba y necesitaba que peleáramos. Es decir, perdimos la batalla estratégica, la fundamental en una guerra.
Figueres había preparado con anticipación un “Territorio Libre”; lo conocía como a la palma de su mano; se extendía desde La Sierra, iba por el Cerro de Tarbaca, seguía sobre la carretera de San Ignacio de Acosta, pasaba por San Cristóbal Sur, Frailes y Santa Elena, y cubría un territorio montañoso en donde se encontraba San Pablo, San Marcos, Santa María de Dota y San Isidro de El General; cobijaba la Carretera Interamericana, de El Tejar hasta San Isidro, comprendiendo todo el Cerro de La Muerte.
(Un territorio lleno de latifundios, con una población políticamente atrasada. Muy alta y quebrada, con un clima excesivamente frío. A él tuvieron que ir a combatir nuestros camaradas en su mayoría obreros y campesinos de nuestras calurosas costas).
La Misión Militar Norteamericana terminó de dar el empujón al Gobierno: su Escuela Militar envió al coronel Rigoberto Pacheco Tinoco y al mayor Carlos Brenes (quien me había dado rápida instrucción en la Finca La Caja, en La Uruca), a “comprobar” personalmente, y de hecho desarmados, la veracidad del levantamiento. Según me lo confió quien era personaje importante en esta maniobra, el momento de la salida y la ruta fueron comunicados a uno de los jefes de las fuerzas situadas en la Interamericana, por lo que necesariamente cayeron en una fatal emboscada, propósito evidente de la Misión Militar.
La muerte de Pacheco y Brenes indignó al calderonismo y así se precipitó el envio de la Unidad Móvil, al “Territorio Libre”
Las noticias llegadas a San José, indicaban que la muerte de los dos militares obedeció no a un enfrentamiento de emboscados contra emboscadores, sino a un asesinato. Pacheco y Brenes quisieron burlar el cerco pero al verse rodeados alzaron las manos y entregaron sus armas. A sangre fría liquidaron primero a Pacheco y luego a Brenes, a pesar de ofrecer éste diez mil colones si no le quitaban la vida. Esto sucedió el 12 de marzo.
Hasta “Ecos del 56” nos llegaban reclamos de compañeros de la Juventud, o cercanos a ella, que pedían un rifle y un puesto de lucha en los campos de batalla.
En un camión que llevó Franklin Rivero se me encargó recoger, enlistar en la CTCR y llevar por la Interamericana hasta la línea de fuego (Rivero me dijo que a Villa Mills) a ese grupo de jóvenes. Un oficial los recibiría y les daría instrucciones para el manejo de las armas, y otras cuestiones elementales.
Entre los primeros, recogí a Miguel Angel Aymerich. Vivía en un pasaje en calle 6, cerca de La Castellana. “Espérame un momento para llevarme unos calzoncillos”, me dijo tal vez en broma. Salió con el paquetico en la mano y detrás una señora gruesa; lo abrazaba y lo besaba. Presentía que no volvería a ver a su hijo. El último a quien recogí fue a Varelita. Su padre, un artesano de zapatería del Barrio La Constructora, lo despidió con optimismo. (Estando con Fallas y Leiva en los días de la preparación del ataque a Cartago, llegó llorando a informarnos de la muerte de su hijo).
Al salvadoreño Dueñas, encargado de la oficina de registro, dí los nombres de los muchachos voluntarios y salí rápidamente hacia la Interamericana. Pasé antes por “Ecos del 56” pues unos y otros deseaban abrazarse y despedirse.
Varios de los compañeros de la guarnición se subieron “ilegalmente” al camión, “abandonando” sus responsabilidades. No lo pude impedir, básicamente por razones sentimentales. Al pasar por el cruce de Curridabat, y disminuir mucho la velocidad, un muchacho de apellido Zúñiga, de San Pedro, preguntó a los jóvenes que iban parados en el cajón del camión, el motivo del viaje, y se encaramó. ¿Espíritu aventurerista? Pienso que fue la inexperiencia, la falta de formación política, el abundante fervor juvenil, el entusiasmo fresco y comunista. No nos encontrábamos en aquel momento, en aquellas circunstancias, preparados para encauzar debidamente los impulsos de esa muchachada que pasará a la historia del movimiento revolucionario de Costa Rica y ocupará un sitio de honor.
Siendo un muchacho, de unos 14 ó 15 anos, me había internado en el Cerro de La Muerte con Antonio Barrantes y Manuel Vaglio, el hijo de uno de los Mártires de Codo del Diablo. Entonces no había Carretera Interamericana que lo atravesara; los trillos se perdían frecuentemente entre la maleza; varios días anduvimos perdidos. Según me lo informaron después, Manuel pidió ayuda a la policía para que nos encontraran; la casualidad nos llevó a topar con el TI-3, un monomotor que se había perdido hacía mucho.
Lo encontramos clavado verticalmente a una orilla del Río Brujo; cerca había un trillo; avisamos a campesinos, éstos a San José y finalmente logramos llegar a la cumbre del Cerro. Bajamos al día siguiente a Las Vueltas y entramos en la tarde a San Isidro de El General. Esa “aventura” la habíamos iniciado Barrantes, Vaglio y yo a partir de Copey, situado al pie del Cerro, por Dota. De manera que mis conocimientos de la Zona eran muy incompletos.
Cuando a mí me mandaron a la Sierra y a Villa Mills a dejar a dichos voluntarios de la Juventud, no sabía absolutamente nada de esos lugares, como no fuera el conocimiento teórico de que existían. Ni siquiera tenía un mapa para formarme alguna idea. Ibamos atenidos a que la Interamericana en construcción nos llevaría por sí sola a ellos y sería cosa de ir preguntando hasta llegar a la “línea de fuego”.
Pocos minutos después de pasar La Lucha, nos vimos cobijados por una lluvia de balas. Un militar del Gobierno, muerto de miedo, nos dijo que huyéramos con él; nos agregó que nos encontrábamos en El Empalme. Afligido, y mientras se zafaba, nos señaló una loma de donde provenían los tiros del enemigo, comandado éste por un militar norteamericano de apellido Marshall. (El oficial gobiernista, que casi no sabía lo que decía, se refería sin duda alguna a Frank Marshall).
Le pedí a mis compañeros protegerse en un paredón que estaba a la izquierda de la carretera, y formé dos grupos. A uno lo dejé al pie de la loma; me puse al frente del otro para subir y expulsar a los adversarios. No todos los compañeros dejados al pie del pequeño cerro tenían armas, ni en ese momento crítico y de precipitación era posible adquirirlas. Las instrucciones que di, un poco vagas desde el punto de vista militar, eran que nos garantizaran apoyo.
Inicié la marcha cerro arriba, gateando, con un “Mosquetón” en la mano derecha; atrás los demás. De pronto sentí un fuerte golpe en la encía superior. Un muchacho apodado “patas de hule” o “piernas de hule”, que ya se encontraba en el sitio de la balacera cuando llegamos, me sobrepasó y sin quererlo, con la culata de su rifle me golpeó fuertemente, arrancándome casi un diente y aflojandome al otro e inflamándome por varios días la boca. Los adversarios al fin se desplazaron hacia el sur.
Urgido por la necesidad de reincorporarme a la guarnición de Ecos del 56, y por hacerme examinar de un dentista, formalice mi regreso a la capital, no sin remordimiento de conciencia (y éstas son las cuestiones que tal vez no valora bien el c. Ferreto), sobre todo porque los compañeros pedían mi permanencia.
“Oye chico, ¿por qué no le haces caso a Manuel? Te ha andado buscando y tú no lo vas a ver”, llegó a decirme Adolfo Braña en momentos en que me encontraba en “Ecos del 56” haciendo un plan táctico para defender a San José de un ataque sorpresivo. Me lo habían mandado a pedir, con el “Chino” Rodríguez. (Por casualidad lo conservo en un roto y amarillento papel, pues nunca lo entregué, ni hubiera servido para nada debido a mi ignorancia en esa materia).
Con el mismo viejo Braña me fui a explicarle a Manuel que yo no había recibido ningún recado suyo. Pero éste se limitó a obsequiarme personalmente una pistola 45, la cual me acompaño durante toda la Guerra Civil. (Era mi orgullo; luego la presté para siempre a los compañeros nicaragüenses en los días de su lucha contra Somoza).
Manuel me informó que me habían llamado para enviarme al Pacífico Sur, a las regiones bananeras en donde yo había trabajado los años 1946 y 1947, para reclutar obreros de la United, y campesinos pobres, a fin de integrar una columna que dirigiría el general Sandinista Tijerino, para tomar San Isidro de El General. Pero Carlos Luis Fallas, el gran líder de toda esa gente, se fue a cumplir esa misión y las condiciones le hicieron comprender que no podía desligarse de esos camaradas y que debía convertirse en su líder “militar”, junto con Tijerino.
El doctor Fischel, en su consultorio esquina opuesta al Correo, comenzó a tratarme los dientes. Pero debí suspender el tratamiento y salir, por orden de la Dirección del Partido, hacia La Sierra. A Fernando Chaves Molina, a Alvaro Montero Vega y a mí, nos encargaron una tarea políticamente muy delicada: proteger la vida del Jefe de la Iglesia Costarricense, Arzobispo Monseñor Víctor Manuel Sanabria, la del Lic. Ernesto Martén Carranza y la del Dr. Fernando Pinto. Debíamos llevarlos a La Sierra, esperarlos el tiempo necesario mientras en El Empalme, (después supimos que habían llegado hasta Santa María de Dota) conversaban con don Pepe Figueres y ponerlos de regreso en las puertas del Palacio Arzobispal.
Monseñor, buscando la paz, y de pleno acuerdo con don Otilio Ulate, iba a proponer un armisticio bajo la siguiente fórmula: entregar la Presidencia de la República al doctor Julio César Ovares, integrar un Gabinete con representación igual de las dos partes en lucha y decretar una amnistía general. Monseñor le dijo a Manuel: “Ustedes tienen una sola palabra. Ustedes hasta con los adversarios respetan las reglas de la lealtad. Sólo si ustedes garantizan mi seguridad, yo voy hasta donde Figueres”.
Fernando Chaves se fue a preparar un cargamento de medicinas y de equipo médico a fin de llevarles a los combatientes enemigos para atender a los heridos. Surgieron muchas críticas. Se decía, especialmente entre nuestros aliados calderonistas, que eso significaba ni más ni menos darle armas a los adversarios. Pero Chaves llenó un camión, el cual fue “misteriosamente” saqueado en la noche y a la carrera, casi en los momentos mismos de salir con Monseñor, se preparó otro cargamento de medicinas.
Fui a Ecos del 56 y le pedí a un compañero hondureño de apellido Anduray, locutor de la Estación, pero conocedor del manejo de armas, nos acompañara en un jeep con Chaves, con Montero y conmigo, cargando él una ametralladora grande, con trípode. Iríamos exactamente detrás de Monseñor, de Martén y de Pinto.
Delante del jeep de Monseñor iba el camión con las medicinas que tanto nos costó preparar. Lo conducía un militante del Partido. Pero la caravana era más grande; nos seguían otros vehículos con altos militares del Gobierno, como López Mazegosa, López Roig, el “gordo Quintales”…
Como a una hora antes de llegar a La Sierra, en una bifurcación del camino, detuvo el jeep Monseñor y se bajó indignado junto con sus acompañantes. “Mire Eduardo, mejor me devuelvo. Oficiales del Gobierno se llevaron el camión con las medicinas”, me dijo Monseñor señalándome el camino por donde lo habían introducido
Le contesté que nosotros no podíamos abandonarlo por ninguna razón pues debíamos protegerlo a él. Pero después de un intercambio de opiniones Chaves ofreció ir solo, en nuestro jeep, para investigar el paradero del vehículo Al rato regresó con las medicinas.
Al desembocar en La Sierra vimos las tiendas de campaña en donde pasaban la noche, muertos de frío, nuestros camaradas combatientes. Sobre cada tienda una bandera roja, la de nuestro Partido. En La Sierra, como en el resto del país, nuestros militantes y simpatizantes peleaban bajo la dirección de militares, algunos valientes y honrados, pero otros cobardes, anticomunistas, inescrupulosos.
Cuando aparecíamos dirigentes del Partido, como en esa ocasión, los milicianos reclamaban nuestra presencia permanente, no porque supiéramos algo sobre cuestiones militares, sino porque al menos acatarían la autoridad de un cuadro político. Incluso un dirigente del Partido, combatiendo, se constituía en un factor de estímulo, de confianza y de seguridad.
Los coroneles Caballero y Zamora, junto con otros oficiales, nos recibieron evidentemente enterados de la misión de Monseñor. Con gran rapidez dieron todas las facilidades para la continuación de su viaje. Por sugerencia del Jefe de la Iglesia el camión de las medicinas fue cubierto con una gran bandera del Vaticano; el doctor Pinto tomó el volante, Monseñor se sentó a la par suya y don Ernesto Martén en el mismo asiento, al lado de la puerta.
Estaban a punto de salir hacia la “tierra de nadie” cuando llegó apresurado el c. Castillo, ingeniero agrónomo que al terminar la Guerra Civil se fue a Venezuela y aún permanece en ese país. Nos informó que el pequeño aparato de inteligencia del Partido había detectado un atentado contra la vida de Monseñor. Oficiales del Gobierno habían escogido dos cerros no muy altos, a la orilla de la carretera entre La Sierra y El Empalme, y desde allí dispararían con armas pesadas sobre el camión.
Nos apresuramos a llegar hasta don Monseñor, y sus acompañantes, y les explicamos la necesidad de darnos tiempo para desbaratar ese criminal propósito. Ya Castillo estaba llamando a todos los combatientes a una concentración. Resultaba extraña tal disposición, tomada por tres dirigentes comunistas sin consultar para nada al comandante Caballero ni a ninguno de sus oficiales. Todo era el producto de relaciones contradictorias dentro de un ejército improvisado en el cual quienes combatían eran comunistas, y quienes dirigían las acciones militares, los aliados de los comunistas. Por esa razón los camaradas no pusieron en duda que era la disciplina del Partido la que se debía acatar.
De inmediato nos vimos rodeados de dos o tres mil personas, entre ellas los oficiales de la Unidad Móvil, o sea de la Escuela Militar, así como los oficiales que venían con nosotros desde San José. También Monseñor Sanabria, don Ernesto Martén y el doctor Pinto.
Me dirigí a los miles de milicianos comunistas y simpatizantes: “En nombre del partido les exigimos que contribuyan, con todos los medios a su alcance, a proteger la vida del Jefe de la Iglesia del pueblo costarricense, Monseñor Sanabria, y de sus acompañantes. Ellos deben ir a conversar con José Figueres para presentarle una propuesta de armisticio, y deben regresar vivos. Si tuvieran ustedes que disparar contra los oficiales, deben disparar. Es orden de la Dirección del Partido”.
Los soldados se fueron a ocupar sus puestos. Los oficiales guardaron silencio y se dispersaron. Después se le dijo a Monseñor que podía continuar su marcha, si lo consideraba pertinente. Llenos de confianza salieron en el camión cubierto con la Bandera de la Iglesia Católica llevando las medicinas a los soldados de Figueres, las tres ilustres personalidades.
(En 1952, encontrándonos en la clandestinidad, asistí una noche a una reunión del Partido en Grecia. El portero de la Escuela era militante y creó las condiciones preparándonos una de las aulas. Cuando por casualidad se mencionó ese incidente oí una voz que venía del final del salón; en la semi oscuridad no podía precisar de quien era. “Vos sabés, Lalo, quien dirigía al grupo que iba a matar a Monseñor? Era yo. No militaba todavía en el Partido, pero a partir de ese momento comprendí que ahí estaba mi lugar. Por eso estoy aquí”. Después se acercó. Era Mario Segura, de Santo Domingo de Heredia).
Esa noche dormimos en La Sierra “Peor que perros”, como me decía Fernando Chaves Molina. Tirados en el suelo, sin cobijas, pegados lo más posible unos a otros para sentir algo de calor. El c. Avendaño, el mismo que el día de las elecciones llegó a decirme en Puerto Cortés, indignado, que lo habían trasladado a votar a Limón, sin haberlo solicitado, anulándole así su voto, me pidió que me quedara combatiendo en La Sierra. “Ya sé que vos no sabés de estas babosadas, pero venite”.

Al despedirme al día siguiente le prometí a él y a otros excompañeros de la Zona Bananera y de la Juventud volver a La Sierra. El regreso a la capital lo hicimos más o menos siguiendo el mismo orden. Detrás del de Monseñor, iba el jeep nuestro. No sabíamos del fracaso de la gestión de paz, pero regresábamos contentos de haber cumplido exitosamente la tarea encargada por la Dirección del Partido.
La “Public Roads” no había terminado de construir la carretera. Si el serpenteo y el declive hoy son muy peligrosos, en aquél tiempo eran mucho mayores, y la bajada la íbamos haciendo con cuidado. No habíamos recorrido la mitad cuando pasaron en sentido contrario dos vehículos; el primero, una camioneta Willis nueva; en ella el Jefe de la Policía del Gobierno, el coronel de nacionalidad cubana Juan José Tavío, furibundo anticomunista, perteneciente al FBI. Después de la Guerra Civil regresó a su patria y se convirtió en uno de los torturadores de Batista. La Revolución Cubana lo ajustició al triunfar.
Cuando lo vimos pasar comenzamos a especular sobre si no sería él quien como jefe de la policía había planeado el crimen del Jefe de la Iglesia, para frustrar un arreglo político a base del Dr. Ovares, fundador de la Liga Cívica y un hombre antiimperialista, y a la vez para culparnos a los comunistas del crimen. Supusimos que se dirigía a La Sierra a investigar personalmente los entretelones del frustrado asesinato y, de ser posible, ejecutarlo mediante otro plan.
Al poco rato Anduray nos avisó la cercanía de Tavío detrás de nuestro jeep. Evidentemente el agente del FBI al ver pasar en sentido contrario a Monseñor Sanabria resolvió regresar. Aumentando la velocidad sobrepasó a los vehículos de la cola y sólo le faltaba adelantar al nuestro, cuando Anduray lo descubrió. Chaves Molina conducía nuestro jeep y comenzó a zigzaguear para no dejarlo pasar. Teníamos no sólo el temor sino el convencimiento de que Tavío y sus gentes, al situarse a la zaga del vehículo de Monseñor, procederían de inmediato a liquidarlo, talvez empujándolo a un precipicio en una de las numerosas vueltas.
Le pedimos a Anduray que la mira de su ametralladora la pusiera sobre la cara de Tavío y ante el primer intento de sobrepasarnos, disparara sin vacilación.
Al evadir Chaves un hueco, la Willis de Tavío pasó como un rayo, sin darle tiempo a Anduray de actuar, y se situó detrás de su objetivo. Por suerte en ese momento llegábamos al Tejar; Monseñor debió darse cuenta de esa situación extraña al ver el vehículo de Tavío al lado suyo, y no el nuestro; entonces en vez de seguir hacia Cartago entró a la población y se detuvo frente a la Iglesia del lugar. Con más rapidez que Tavío y sus subalternos, nosotros nos tiramos del jeep y corrimos hacia donde Monseñor Sanabria. Pero de inmediato Tavío se nos acercó y nos dio la mano a todos.
Con facilidad organizamos la protección del Jefe de la Iglesia y sus acompañantes hasta San José. En la puerta del Palacio Arzobispal nos despedimos de ellos.
Después de los hechos narrados, la Dirección del Partido no me envió a combatir a La Sierra; sería faltar a la verdad afirmarlo; no actué correctamente al permitir que mis compromisos morales determinaran mi incorporación a las filas de combatientes de la Interamericana. Alguna vez Manuel, pasados varios años de los acontecimientos, en tono burlón me dijo: “Usted no pidió perniso para irse”, y yo le contesté: “Ustedes tampoco pidieron que no lo hiciera”.
Mi incorporación a ese ejército popular, sin preparación, sin confianza política, y sin dirección y orientación diaria, permanente, directa, del Partido, no puede interpretarse como una decisión aventurerista. Tampoco la de Fallas, ni la de Montero, ni la de Payín Rodríguez, ni la de otros cuadros dirigentes. En el caso mío acepto que fue equivocado mi proceder; me llevó a él no sólo la presión de algunos de mis compañeros de la Juventud y de las bananeras, sino la experiencia misma de la lucha, producto de mi contacto directo con la realidad viva en los frentes de combate.
Era necesaria la presencia permanente de cuadros del Partido, a la par de los militantes y simpatizantes dispuestos a toda clase de sacrificios, a dar sus vidas, aunque inconformes con decisiones y procedimientos de jefes militares, ideológica y hasta políticamente extraños, cuando menos desconocidos e incluso hasta temerosos de ellos.
Nunca hablé con Fallas al respecto, pero reconociendo a Calufa como lo conocí, estoy absolutamente seguro de que su decisión de seguir con sus compañeros bananeros hasta San Isidro de El General, después de reclutarlos, fue consecuencia de su conciencia política y de su responsabilidad, aunque procediera sin previa autorización. La Dirección del Partido nunca mostró celo por evitar la incorporación directa de él, como de otros de sus dirigentes, a la lucha armada. Es más, al regresar de una operación éramos enviados a otra.
Con la pistola 45 y un mosquetón salí para La Sierra junto con otros compañeros. Antes de llegar a Casa Mata vimos a varios hombres armados en la Interamericana. Distinguí a Antonio Valerín, el padre de Menchita y suegro de Payín, y a Adolfo García Barberena, a quien llamábamos el “Nica Garcillón”, y al que mucho queríamos por su valentía y lealtad. (Murió combatiendo en Nueva Guinea, Nicaragua, en la lucha del FSLN. Antes de salir a su última batalla estuvimos en las oficinas del Partido conversando sobre la situación militar contra Somoza y oyendo unos cassettes sobre una operación militar reciente, que dirigió).
Salí de la CTCR y no lo hice a escondidas sino como la cosa más natural del mundo. Repito, reconozco no haber recibido una orden, pero de hecho la Dirección aceptó mi traslado; prueba de ello fue el nombramiento como comandante de la guarnición Ecos del 56, en sustitución mía, de Efraín Rodríguez.
Una madrugada, tan fría o más que las anteriores, me encontraba en un punto avanzado de la Interamericana, tendido sobre la carretera, con una ametralladora de trípode mirando hacia las posiciones enemigas, listo a disparar en cualquier momento, cuando oí el motor de un camión que se avecinaba por detrás, como a una distancia tal vez de doscientos metros. A la par mía se encontraba tirado Fredy, un negrito de Limón, sencillo y generoso, con quien había hecho mucha relación amistosa. Varias veces sacó de su inseparable mochila un pedazo de “dulce de tapa”, y después de morderlo y dejarlo babeado, me lo pasaba para que yo mordiera y recuperara energías. Le grité: “Fredy, ve quién viene”.
Poco después se encontraba casi a mis pies el Presidente don Teodoro Picado, acompañado de Claudio Mora Molina, ex campeón nacional de boxeo, militar del Gobierno, comandante en las primeras batallas que se dieron en el Tejar y luego muerto en 1955 en La Cruz, cuando se produjo la condenable invasión a Costa Rica, desde Nicaragua.
No me levanté a saludar al Presidente pues suponía que las reglas militares me lo impedían. Sin embargo me quité del cuello la cobija y sin levantarme me volví a conversar con don Teodoro, con Mora Molina y otra u otras personas de la protección del Presidente. Al despedirse, don Teodoro me obsequió un máuser frances, diferente a los demás, pues al bajársele un seguro podía descargar completa la cejilla de cinco tiros, como si se tratara de una ametralladora.
Al día siguiente, entre los compañeros combatientes, ese máuser se convirtió en centro de atención. Cuando se salía de inspección, o a alguna acción bélica, siempre alguien me lo pedía para llevarlo. Con él se quedó posteriormente Alvaro Montero cuando llegó con Guillermo Fernández, munícipe del Partido electo en 1932, a decirme que la Dirección me pedía regresar de inmediato a fin de cumplir una tarea muy delicada. Le dije a Alvaro que era inconveniente mi retiro de La Sierra si no se nombraba un sustituto. “Andate vos y yo me quedo”, me dijo Alvaro. Le dejé el máuser de don Teodoro y salí hacia San José con el Ñato Fernández.
Cuando llegué a San José en la C.T.C.R. Manuel me dijo que se me había llamado para que fuera a reclutar bananeros, unos 200, a fin de ir a San Isidro de El General a respaldar a Fallas y a Tijerino los cuales se encontraban en difícil situación. Nos reportamos en la CTCR y me fui a reunir con mi familia, y a comer. En la noche regresé pero los planes de lucha habían cambiado y, por supuesto, también las tareas que uno debía realizar.
Manuel y Ferreto, según me informo el c. José Merino y Coronado, a cargo de labores de inteligencia, había salido en un jeep a hacer un recorrido hasta San Cristóbal. Después me enteré, por boca del mismo Manuel, que el propósito de esa arriesgada gira consistió en comprobar si las autoridades militares del Gobierno habían tomado medidas para impedir el ingreso a Cartago de las fuerzas adversarias. Pero habíamos sido traicionados. Figueres entró con su gente en la madrugada del día siguiente, sin disparar un solo tiro.
Don Francisco Calderón Guardia le había confiado privadamente a Manuel que el Gobierno de los Estados Unidos y el de Somoza se habían puesto de acuerdo para manipular, en la medida de lo posible, al Presidente Picado y a otros funcionarios, a fin de facilitar la llegada de Figueres sin contratiempos a Cartago.
El Gobierno, a partir de entonces, debería abandonar la capital y trasladarse a Liberia para que los comunistas quedáramos con la responsabilidad de defender solos la ciudad capital; así se produciría el enfrentamiento armado entre nosotros las fuerzas de Figueres y se justificaría internacionalmente una invasión de Somoza a Costa Rica. Don Paco le dijo a Manuel que el Gobierno de los Estados Unidos y Somoza “sabían” que Figueres no estaba actuando en Costa Rica para defender la elección de don Otilio Ulate, sino para establecer una base militar, bajo la dirección del mismo Figueres, y posteriormente organizar el derrocamiento de los Somoza y de los gobiernos dictatoriales de Honduras, El Salvador, y otros, e integrar una República Socialista en el Caribe.
La entrega de Cartago a las fuerzas de Figueres debió en efecto ser el producto de esa intriga internacional y de la complicidad del Presidente Picado, pues se dieron estos otros hechos: Teodoro no quiso atender el informe de una elevadísima personalidad costarricense que confiadamente le detalló cómo y en qué día las gentes de Figueres avanzarían sobre Cartago, incluso indicando detalles como trillos por donde marcharían.
Poco antes del “ataque” a Cartago, René Picado, Ministro de Seguridad y hermano de don Teodoro, retiró la Unidad Móvil de la Interamericana (dato muy curioso pues don René Picado se encontraba en los Estados Unidos y regresó apresuradamente a dar esa y otras órdenes aparentemente dirigidas a lograr el objetivo denunciado por don Paco).
En una carta privada, más tarde dada a la publicidad, don Teodoro le hablaba a Manuel y al doctor Calderón de “fuerzas incontrastables” (refiriéndose al gobierno de los Estados Unidos) que ejecutarían un “vejamen” contra Costa Rica (se refería a la invasión de Somoza) si él se mantenía en el Poder.
Por esos días, en efecto, nuestro país se quedó sin Gobierno y los comunistas, organizados y mal armados, quedamos dueños de hecho de la situación. Recuerdo la siguiente anécdota: estando yo un día en el Anexo del Hotel Costa Rica, fue anunciada la llegada del comandante Vega, de Puntarenas; necesitaba urgentemente hablar con Manuel. Se había venido del Puerto en un tren expreso y al ser recibido, se paró frente a Manuel, irguió el pecho, y lo saludó militarmente llamándolo “comandante”, cosa muy cómica para nosotros, por nuestra formación.
Fallas y Leiva regresaron a San José, en vista de que Figueres ya se encontraba en Cartago y las acciones contra San Isidro habían perdido sentido. Estuvimos conversando en el local de la CTCR. Leiva llegaba con un ojo muy inflamado. Una esquirla se le había incrustado cuando atacaba una posición enemiga. Me contaron que él creyó haber perdido el ojo y entonces se volvió más temerario de lo acostumbrado. Fallás fue nombrado miembro del nuevo Estado Mayor, como jefe, y al coronel nicaragüense Abelardo Cuadra, como principal consejero militar.
“Abelardo quiere hablar con vos”, me llegó a decir Calufa una tarde mientras conversaba con Antonio Barrantes, “Ameba”. Salí entonces de la oficina en que nos encontrábamos e inmediatamente me tomó Cuadra por un brazo y me invitó a salir en la madrugada del día siguiente hacia Rancho Redondo, en Guadalupe, a impedir, según él, que las fuerzas de Figueres, muy bien armadas, entraran a San José.
En la Plaza de Guadalupe un militar de apellido Serrano, de la Escuela Militar, entregó a Abelardo un croquis señalando el camino a seguir hasta el beneficio de café del Conde Tatembach; verbalmente le explicó características del lugar.
Cuando marchábamos en dirección a Rancho Redondo observamos una ambulancia de la Cruz Roja, siguiéndonos permanentemente. Eso nos disgustó mucho pues nos parecía ya sospechosa la publicidad dada a la operación. Se le pidió retirarse.
Al recibir los primeros tiros, Abelardo resolvió dejar en ese mismo lugar una “línea de retaguardia” al mando de Martínez, conocido como “Pico de oro” y escogió a unos 12 combatientes, incluyéndome a mí, e incluyéndose él, para romper la línea de fuego y penetrar la infraestructura industrial en donde al parecer estaba concentrado, según suposiciones o informes, el adversario.
Le pregunté a Cuadra la razón por la cual dejaba una retaguardia tan numerosa. Me contestó que el grueso del enemigo nos pensaba atacar por detrás. “Andan cerca y debemos tomar medidas”, afirmó. (Después supimos que iban comandadas por Marcial Aguiluz).
Comenzamos a saltar zanjas y obstáculos, escapando al fuego de las ametralladoras, con Cuadra a la cabeza. Nos separamos tanto de la retaguardia, dentro de una concepción táctica concebida por Cuadra, que en determinado momento nos sentimos rodeados de fuego de ametralladoras. Pero la retaguardia no daba señales de vida. En un bajo, cerca de donde estábamos, divisamos una hermosa y salvadora residencia.
Los tiros nos silbaban cerca cuando a la carrera bajamos hasta la casa. Estaba por supuesto desalojada. Me impresionó encontrar en el jardín un papel con el nombre de un ex-condiscípulo del Liceo, de quien hablé antes, hijo de Zeledón Castro. ¿Estaríamos en una propiedad del terrateniente de Vuelta de Jorco?
El coronel Cuadra se encontraba muy molesto con Martínez, a cargo de la línea de retaguardia. Resultaba totalmente inexplicable que habiendo pasado tantas horas no diera señales de vida.
Avanzaba la tarde, y las perspectivas no eran halagüeñas. Yo tenía entonces fama de poseer un gran sentido de orientación. Cuadra me pidió buscar una salida de aquel encierro. Arrastrándome a ratos, en otras caminando agachado, y cuando era posible trepándome a algún árbol, para formarme una mejor idea de los alrededores y de las salidas menos peligrosas, volví donde Cuadra. Por supuesto no podía dar seguridad absoluta ni mucho menos, pues el enemigo era superior a nosotros, debido a la ausencia de Martínez.
Cuadra se encontraba sentado en la cima de una loma; a su alrededor picaban los tiros de las ametralladoras y de los rifles. Posiblemente el suyo era un arranque de temeridad, o una forma de sugerirnos la ausencia del peligro inminente. En vez de bajar para enterarse de mis investigaciones y discutirlas y ajustarlas, me llamó a la cima; yo le indicaba que llegara hasta donde estaba yo para ponernos de acuerdo; pero insistía en llevarme a su lado; no quise demostrar temor, y con precaución fui subiendo.
Cuando estuve a la par suya se quitó de la muñeca de su brazo izquierdo una pulsera y me la obsequio; era una brújula, (Cuando después de la Guerra Civil llegué a México, se la enseñé a Manuel y a Carmen Lyra, con satisfacción, y así la conservé hasta que se me extravió; o mejor dicho hasta que un camarada se la dejó como recuerdo).
Nos disponíamos a salir del cerco, pasara lo que pasara, con la complicidad de la oscuridad, cuando comenzamos a oír intercambio de tiros; gracias al olfato o a la experiencia de Cuadra, y también a que nuestros socorristas traían datos muy aproximados del lugar, entramos en contacto con dos columnas enviadas desde San José en nuestro auxilio, precisamente por donde le había sugerido a Cuadra.
Mientras tanto Pico de Oro había llegado a San José con todos los integrantes de la línea de retaguardia; Manuel les preguntó por los 12 que faltábamos. Según Martínez, su línea de retaguardia había abandonado el lugar, por orden suya, pues evidentemente los 12 habíamos perecido. Manuel no quedó satisfecho, ni mucho menos, y fue así cómo organizó las dos columnas de voluntarios, muy ágiles, muy valientes, muy astutos y muy solidarios.
Cuando regresamos a San José, ya el Estado Mayor nuestro había elaborado en lo fundamental el plan de ataque a Cartago y sólo esperaba el regreso de Cuadra para completarlo. En esencia consistía en lo siguiente: una columna de unos 300 hombres, yo entre ellos, bajo la dirección de Fallas y Cuadra, entraríamos a la vieja capital a las 4 de la mañana y haríamos contacto, en el Cuartel, con el valiente coronel Roberto Tinoco. Otra atacaría desde Tres Ríos. Los jefes de esta última serían Salamanca, el discreto y capaz militar que tomo Buenos Aires, y Leiva, el impetuoso, el que adelantó el ataque a San Isidro, poniendo en un aprieto a Tijerino. La tercera la integrarían los compañeros de la Interamericana y atacarían por El Tejar. En total seríamos unos 3 ó 4.000 hombres contra 700 de Figueres.
La columna nuestra se integraba, repito, por unos 300 combatientes. Yo iba adelante, al mando de unos 50. Muchos de ellos de la Juventud. Recuerdo a Guillermo y a Noe Carvajal Cabezas; (uno salió herido en el codo del brazo izquierdo y el otro murió) a Edgar Campos, que después fue funcionario de un organismo internacional; al hijo de don Víctor Lorz y a otros cuyos apellidos se me escapan de la memoria.
Al entrar a la falda del monte situado frente al Cristo, en el Alto de Ochomogo, a pesar de que la operación la creíamos secreta (un miembro del Estado Mayor del Gobierno al parecer era un agente yanqui), fuimos atacados por sorpresa desde el costado sur, es decir desde la carretera.
Volví a ver hacia el Cristo y noté que bajo su protección se escondía un ametralladorista, logrando abarcar así, con mayor amplitud, el potrero en que nos encontrábamos. Saqué mi pistola 45 e hice un primer intento de apagar el fuego de esa máquina, apuntando a la cabeza del ametralladorista. Por inmadurez comencé a avanzar en esa dirección, sin protegerme. A Campos lo veía haciendo gestos retadores. Un hijo de Fallas, corneta, daba clarinasos envalentonadores. Detrás mío, desde la pendiente, vi bajar corriendo al teniente Quintanilla con una pesada ametralladora, y a su ayudante, Pablo Chaves, hoy gerente de la “Coope-Sierra Cantillo”, del Pacífico Sur.
De pronto caí al suelo y comencé a sangrar por el lado derecho del cuello. Mis compañeros se asustaron mucho. Fallas llegó corriendo y al ver un simple rasponazo me dijo: “Guevón, me asustase; ¿vos sabés lo que hubiera sido llevarte con las patas “padelante” donde Manuel?”.
Cuadra ordenó a Quintanilla que con su poderosa ametralladora protegiera la continuación de nuestra marcha hacia Cartago. Así llegamos a una casona e hicimos una breve parada; matamos un buey utilizando bayonetas propias o prestadas, lo asamos en pedazos individuales y lo comimos sin sal.
El c. Pablo Chaves se me acercó y me contó que era originario de Cachí de Cartago; sus padres desgraciadamente adversarios políticos suyos; su padre combatiente de Figueres. Cuando tenía 11 ó 12 años se impresionó con la firmeza y combatividad de nuestro Partido y con las grandes movilizaciones promovidas para conseguir y consolidar las conquistas sociales, y razonó de esta manera: “Soy hijo de papá, pero no estoy obligado a pensar como él”.
Y se fue a las bananeras del Pacífico Sur a ganarse la vida trabajando como obrero agrícola Cuando comenzó la Guerra Civil trabajaba en Finca 16; buscó a Santiago Flores, dirigente del Partido, y se incorporó a las milicias. Peleó en Dominical, llegó a San José y se alistó supuestamente para ir a tomar Limón, pues así se lo dio a entender Abelardo Cuadra. En esa marcha hacia Llano Grande para atacar Cartago fue que lo conocí.
Estando en la casona divisamos dos mujeres. ¿Qué hacían en ese momento y en ese lugar? ¿Andarían en labor de espionaje?
Cuadra dispuso que Pablo y otro compañero fueran tras ellas hasta sus casas, situadas a unos 400 metros del lugar, y las observaran bien a fin de comprobar si en efecto eran maestras.
(Años después me contó Chaves que efectivamente lo eran. Una de ellas se llamaba Carmen Naranjo, la cual llegaría a convertirse en una distinguida escritora. También me contó que cuando llegó de regreso a la casona, nosotros ya habíamos partido. Como oían fuego de fusilería y ametralladoras en Cartago, dieron por hecho que nuestra columna había penetrado en esa ciudad y decidieron contactar.
De pronto se vieron en el centro de un cerco cada vez más reducido y no encontraron escapatoria. El comandante adversario, con acento extranjero, los interrogó. Pablo se puso insolente y la respuesta fue una trompada que lo tiró al suelo. El comandante era Marcial Aguiluz, uno de los hombres a quienes posteriormente más llegó a querer nuestro Partido por su hidalguía, por su lealtad, por su devoción a la lucha contra las injusticias.
Pablo Chaves fue a parar a la cárcel acusado de haber asaltado una Iglesia. Pero el papá, activo “figuerista”, puso de lado las discrepancias y actuó. A partir de entonces al jefe de detectives, patrón de Pablo cuando éste era un niño, “extrañamente” se le perdió la tarjeta de “delincuencia”. Luego Pablo se escapó de la cárcel porque el guarda que era su tío, se descuidó inexplicablemente.
Antes de llegar a Llano Grande, a esperar las 4 de la mañana para entrar a Cartago, capturamos a dos combatientes enemigos en una lechería. Los llevamos con nosotros. En un galerón lleno de papas nos reunimos Fallas, Cuadra y yo con los presos, en procura de obtener información sobre las posiciones del adversario.
“Fusilalos si se niegan a hablar”, me dijo Fallas con fingido matonismo y con el propósito de atemorizarlos. Dichosamente no tuve necesidad de continuar el simulacro; ellos nos enteraron de nuestra situación en la batalla del Tejar.
Poco antes de abandonar Llano Grande y comenzar el ataque a Cartago se recibió por radio, desde la Estación Ecos del 56, la orden de regresar a San José. Toda la noche caminamos, habiéndosenos prohibido hablar y fumar. Marchábamos en fila india y las órdenes de detenernos o continuar nos llegaban en voz baja, desde atrás.
Entrada la noche, antes de llegar a Tres Ríos, terriblemente empapados debido a un aguacero que duró hasta la madrugada, resolvimos dormir y descansar. En un potrero buscamos un declive, a fin de que la lluvia no se estancara debajo de nuestros cuerpos, y dormimos profundamente. Tan profundamente que los dos presos aprovecharon la oportunidad para escaparse.
En las puertas de Tres Ríos formamos dos columnas, una encabezada por Fallas y otra por mí; en el centro, el hijo de Calufa haciendo sonar su corneta; en las calles nos recibieron calurosamente. (Por casualidad, al mismo tiempo entraban a Tres Ríos compañeros participantes de la batalla de El Tejar; entre ellos distinguí a Emilio Braña, el hijo del querido “viejo” Braña).
Fallas y yo continuamos hacia San José y nos fuimos directamente al anexo del Hotel Costa Rica, en donde estaba reunido el Buró Político el Partido.
A poco de regresar de Llano Grande comencé a enterarme de gestiones de paz realizadas a iniciativa de la Embajada de México, por el Cuerpo Diplomático. Manuel intervenía en nombre del Partido.
Me encontraba realizando, dentro de ese paréntesis de combate directo, algunas tareas de seguridad. Por eso acompañé a Manuel, con su equipo de protección, a una de esas históricas sesiones.
El Embajador Davis de los Estados Unidos, llevó al Presidente Teodoro Picado un mensaje del Secretario de Estado Norteamericano Marshall, despachado desde América del Sur. En efecto, en una conferencia en Colombia se encontraba ese alto funcionario estadounidense; en nombre de su gobierno amenazaba con una invasión de marines yanquis si no renunciaba Teodoro.
El Gobierno de México, enterado de esas presiones (coincidentes con el denunciado plan de don Paco Calderón Guardia) ordenó a su Embajador intervenir ante el Cuerpo Diplomático para evitar esa nueva desvergüenza en la historia de América Latina.
No sé si los representantes de México cometieron algún error, difíciles por lo demás de evadir en aquellas complejas circunstancias. En todo caso, lo cierto es que hicieron lo posible por evitar un agravio a nuestro país y llegar a un acuerdo de paz.
En las reuniones organizadas en la sede de la representación por el Embajador Ojeda, el de los Estados Unidos, señor Davis, cuando supo que la Guardia Nacional de Nicaragua se encontraba en nuestro territorio, anuncio el retiro de ésta pero sólo previa garantía de que el “comunismo internacional” no sería una amenaza en Costa Rica para la seguridad del Canal de Panamá y del Caribe.
Manuel consideró necesario alcanzar un entendimiento patriótico para enfrentar la intervención extranjera y en nombre del Partido llegó hasta la línea final, aparentemente, en esas gestiones de dignidad nacional: ofrecer a Figueres un entendimiento inmediato orientado a lograr la unidad de todas las fuerzas en ese momento en pugna para enfrentar la agresión promovida por los Estados Unidos.
Para quienes formábamos la guardia de protección del Secretario General ese día, y estoy convencido que para todos los muchachos que empuñábamos las armas, eso era anímicamente muy difícil. Pero por respeto y absoluta confianza en el Partido, quienes supimos de esa gestión la aceptamos, y se llegó al llamado Pacto de Ochomogo.
¿Cometimos errores? Eso no debe ni preguntarse. Seguramente se cometieron. En ellos no incurren sólo quienes están al margen de la lucha. Pero recibimos una lección: para los comunistas, el patriotismo no es un concepto hueco, formal, integrado por la celebración de fechas conmemorativas. El patriotismo es parte de nuestra vida. Es un elemento esencial de nuestra lucha. Los ciudadanos pueden o no cometer errores, y corresponde a ellos mismos tolerarlos o enmendarlos, así como buscar las formas para hacerlo. Concretamente, en abril de 1948 éramos los costarricenses quienes teníamos que resolver, mal o bien, la suerte de nuestra Patria; aunque cometiéramos errores; lo fundamental era salvar la dignidad del pueblo costarricense.
El Acuerdo de Ochomogo garantizó las conquistas sociales y económicas y garantizó el respeto a la CTCR, a nuestro Partido y a todos los demás partidos revolucionarios y democráticos que se llegaran a formar en el futuro.
El Padre Benjamín Núñez y el periodista Guillermo Villegas Hoffmeister, para crear seguramente mayores motivos de roces en la izquierda, han afirmado que no hubo tales promesas de Figueres a Manuel Mora en Ochomogo, ni mucho menos fueron las que éste nos informó, en la Comisión Política. Por supuesto, según ellos no hubo ningún documento escrito al respecto.
Sin embargo el Padre Núñez y el periodista Villegas cometen un error en el libro que le atribuyen a Figueres. En la página 273 de “El Espíritu del 48”, don José Figueres dice textualmente: “En realidad, el documento no venía a ser otra cosa que la expresión escrita del espíritu y la letra de la Segunda Proclama de Santa María de Dota, que la opinión pública conocía. Era la reiteración de la conversación que yo sostuve con Manuel Mora en Ochomogo”.
Y a continuación reproducen textualmente la carta, enviada el 19 de abril de 1948, por el Presbítero Benjamín Núñez, como Delegado del Ejército de Liberación Nacional, a nuestro Partido. La carta es un compromiso, que no fue cumplido íntegramente, de respeto a todas las conquistas democráticas, incluso a las alcanzadas durante los gobiernos del doctor Calderón Guardia y del Lic. don Teodoro Picado.
En el punto 7 de la larga carta, o Pacto de Ochomogo, sin dejar lugar a dudas aclara lo que el Padre Núñez y el periodista Villegas pusieron en duda ante un compañero: el respeto a la legalidad del Partido de los comunistas; en el artículo tres el respeto a la CTCR. Etc.
En fin, el acuerdo de Ochomogo garantizó las conquistas sociales y económicas ya alcanzadas, por las que tanto luchó nuestro pueblo encabezado por nuestro Partido, y la legalidad de los comunistas y sindicalistas.
El 27 de abril, en el Parque España, frente al viejo local de la CTCR, y como parte de los compromisos alcanzados, nos reunimos los combatientes. Simbólicamente deberíamos entregar las armas al Lic. Miguel Brenes Gutiérrez encargado de la Fuerza Pública para ese efecto. La Presidencia de la República la había asumido ya el tercer designado, don San tos León Herrera.
En una breve y emotiva intervención Manuel informó sobre los compromisos y el acuerdo de paz alcanzado. De pronto los excombatientes apuntaron sus armas hacia el cielo y dispararon, una, dos, tres veces. Caras enérgicas, cansadas, llorosas algunas, llenas de emoción y de esperanza.
Previamente se había organizado un pequeño aparato para ayudar económicamente al regreso de los combatientes a sus casas. La mayoría era de las costas; otros del interior del país pero de lugares lejanos; otros del Valle Central; algunos, no pocos, de la capital.
Una vez terminada la entrega, en un jeep conducido por Antonio Barrantes, nos fuimos Rodolfo Guzmán, Manuel y yo, los últimos en permanecer en la Plaza España, (cuando ya se oían descargas de los adversarios que posiblemente comenzaban a entrar a la capital), a los refugios señalados previamente. Como la casa de Carmen Lyra, en donde ella se encontraba enferma, estaba a unas pocas cuadras del lugar, fui el primero en bajar.
Tenía la tarea de protegerla con mi ametralladora y la pistola 45, y funcionar como una especie de enlace entre la Dirección y los compañeros que irían llegando “perdidos”, o militantes no excombatientes que necesitaban orientación para desarrollar su trabajo en la clandestinidad. A pocas cuadras de la casa de Chabela vivía doña Rosita Quirós, gran amiga del Partido y estrechamente vinculada a dirigentes militares adversarios; allí se quedaría Manuel, junto con Ferreto y Carlos Luis Sáenz, radicados de previo en esa residencia. Barrantes al final iría a dejar a Guzmán. Y también esta tarea fue cumplida valiente y disciplinadamente por Barrantes, aunque como me decía años más tarde Guzmán, gozando de lo lindo, antes se tomaron unos tragos de despedida.
En la prensa internacional se llegó a decir, durante el desarrollo del conflicto, que Carmen Lyra se paseaba durante la Guerra Civil con dos pistolas al cinto, presumiblemente cometiendo crímenes. Teníamos temor sobre la veracidad de los rumores de que las fuerzas de Frank Marshall pensaran sacarla de la casa, del pelo, para asesinarla como castigo.
Me acomodé en la sala y en presencia de Chabela tomé la ametralladora, me fui al patio, separado de la acera por una tapia, y sobre ella, entre unas matas, coloqué el arma. Me dejé la 43.
Dormía profundamente, quizás en la madrugada, y oí la débil voz de Chabela: “Eduardo, Eduardo se cayó la ametralladora”. Extrañado me levanté, corrí a la tapia, me subí y la encontré en donde la había dejado. Eran alucinaciones de nuestra dulce y bondadosa Chabela, la más grande escritora de Costa Rica, que amaba profundamente a su patria, a su casa, a la tapia, a las guarias de su patio… y que luego fue expulsada y obligada a vivir enferma y a morir en el exilio.
En la mañana de ese día llegó Adán Guevara. Lo había visto la última vez, tirado en una butaca, fatigado, en Tres Ríos, después de un combate. Llegó por orientaciones y le pedí su regreso rápido, pero cuidadoso. Luego supimos de su detención y del intento en Liberia de ahorcarlo. Colgando de un árbol, con un lazo en su fuerte cuello, fue encontrado con vida por un campesino, el cual de un machetazo cortó el mecate y le permitió a Adán huir y refugiarse.
Una noche llegó a la casa de Chabela el abogado Fernando Castro, yerno de don Ramón Madrigal. Llevaba el vehículo lujoso de su rico y anticomunista suegro. Bajo esa protección me trasladó a una casa cerca del Parque Central en donde seguí cumpliendo mis tareas en relación con los camaradas aún no orientados en su trabajo. Ya Carmen Lyra había sido llevada a la Embajada de México
En mi nuevo escondite recibí instrucciones de atender a varios compañeros. El último fue Abraham Marenco, ex-coronel de Sandino. Lo había conocido en Esquinas, en la finca Alajuela, en donde trabajaba como peón bananero. Era el encargado del periódico en ese conjunto de fincas conocidas con los nombres de las provincias de Costa Rica. Con él estuve en La Sierra. Durante la batalla de El Tejar fue herido en la espalda; en una cama del Seguro Social se encontraba, con la cara tapada y un cuello ortopédico, cuando llegaron a buscarlo para darle “el castigo que merece”.
Un funcionario lo llevó a una sala contigua, dándole tiempo a Marenco para su escape. Este se quitó el aparato ortopédico y se puso los pantalones; al fin un compañero lo puso en contacto conmigo. Le di 125 colones, pues ya no tenía más y un revólver desarmable en dos partes, con los cinco tiros. Salió así hacia Nicaragua, para hacer contactos en la frontera e ingresar ilegalmente a su patria. Al despedirnos calurosamente, me dio su última broma: “Lalo, me alegré pues decían que te habían metido un tiro en la frente”.
Ciertamente circulaba el rumor de mi muerte y lo llevaron a conocimiento de mi familia, por dicha al terminar la Guerra, cuando ya me sabían vivo.
Fallas y yo teníamos una amiga llamada Aurea Alvarado, nicaragüense; vivía muy cerca del Partido, por el Teatro Moderno. Preocupada llevó a mi casa esa “información”, recibida de militares “figueristas”, agregando que el coronel Elías Vicente (mi excondiscípulo del Liceo de Costa Rica) me había dado un tiro en la frente, con su ametralladora. Según Aurea, Elías era el ametralladorista del Cristo, en Ochomogo.
En esa misma semana se me avisó del viaje a México, a terminar mis estudios universitarios. Me enviaron el tiquete y el pasaporte. El sábado llegó Dueñas, el salvadoreño a quien ya me referí, todavía con una pequeña molestia en una nalga, debido al tiro recibido en la Interamericana cuando combatíamos. El tenía contactos en el Aeropuerto de La Sabana, y pasamos sin dificultad.
Dueñas hacía mucho tiempo no iba a su patria. En el avión, lleno de infantil emoción, me iba contando de su pueblo “Mexicanos”, y me invitó a ir a una poza muy linda en donde él aprendió a nadar. En efecto fue lo primero que hicimos pues al día siguiente yo tendría necesariamente que despedirme de él y de su patria. Llegamos a Mexicanos, buscamos el río, pero se había secado. Muy triste me invitó entonces a ir a comer pupusas.
Al día siguiente llegué al Distrito Federal de México. Me esperaba otro tipo de tareas.

Las capitanas de la cofradía de San Lucas Cuisnagua

Las capitanas de la cofradía de San Lucas Cuisnagua
Elena Salamanca *
Las cofradías coloniales eran un mundo de hombres y fe, sin embargo, desde finales del siglo XVIII, veintiocho mujeres irrumpieron la tradición del pueblo de indios de San Lucas Cuisnagua cuando llegaron a ser elegidas capitanas en la cofradía de su pueblo.
ElFaro.net / Publicado el 20 de Junio de 2012
El 17 de octubre de 1795, en víspera de las fiestas dedicadas a San Lucas Evangelista, Fransisca de Rosario[i] fue nombrada como tenance de la Cofradía de San Lucas Evangelista. Fue la primera mujer en ser elegida para ejercer un cargo de orden público en el pueblo de indios de Cuisnagua, actualmente Cuisnahuat.

Fransisca de Rosario. Acta de elección de miembros de Cofradía de 1795. En este registro se encuentra la elección de cargo público de Fransisca de Rosario, que será reelegida en años siguientes. Foto de Elena Salamanca.
Aunque la figura de tenance aparecerá en las demás cofradías novohispanas, sobre todo en México y Guatemala, a Cuisnahua llegará tarde, ya rozando los finales del siglo XVIII. Esta figura era la encargada de auxiliar a los mayordomos en los quehaceres de la celebración del santo patrón; era un cargo más devocional que administrativo y era desempeñado por mujeres en otras cofradías de América.
En Cuisnagua el cargo de tenance apareció hasta que en 1795 fue adjudicado a Fransisca del Rosario, quien compartió el cargo con un hombre, Alexandro Martin. El cargo como tal desparecerá relativamente pronto para entregar a las mujeres un cargo de mayor rango.
Fransisca del Rosario será la primera de las mujeres que participen en la vida institucional de este pueblo de indios habitado por 200 personas. Los libros de cuentas, desde 1665 hasta 1808, permiten establecer que Fransisca de Rosario es la primera mujer de Cuisnahuat elegida de manera pública un cargo en la cofradía del santo patrón del pueblo.
Asumió su cargo por elección popular en una asamblea conformada mayormente por hombres. El acto se dio en presencia de un cura párroco y a repique de campana. El tañido de campana anunciaba un suceso importante en el pueblo de indios.
Los cargos de la cofradía repetían de cierto modo la estructura de las ciudades, había un alcalde, un alguacil, un regidor, y mayordomos, encargados de realizar las fiestas en honor al santo patrón de su pueblo; en algunos casos había tenances. La cofradía será una de las instituciones más importantes en la vida colonial.
A través de ella se evangelizará y se congregará a fieles en el Nuevo Mundo, ya fueran españoles, criollos, ladinos o indios. Las cofradías de indios son las que tendrán más relevancia en la Colonia, pues de ellas dependerá la evangelización de los hombres y mujeres arrumbados en las zonas más inhóspitas del Nuevo Mundo. La cofradía, que tiene su origen en la Europa medieval, tendrá en el Nuevo Mundo un perfil bastante festivo, y muchas serán criticadas por los arzobispos visitadores como excesivas: habrá alcohol, música y sensualidad, reseñarán los visitadores pastorales en el siglo XVIII y XIX.
Muchas cofradías llegarán hasta nuestros días con ese enfoque de fiesta, y en El Salvador sobreviven sobre todo las de la zona occidental del país. Nuestras cofradías han sido estudiadas a profundidad por el etnoantropólogo Santiago Montes. También, y por los sacerdotes Jesús Delgado y Rodolfo Cardenal con énfasis en la historia del catolicismo en este país. Cada investigador da significativos aportes para comprender esta institución.
Cuisnahuat de las mujeres

La mayordoma Hilda Hermenegilda Valladares muestra la vara de la Cofradía de San Lucas Evangelista. Probablemente elaborada en el siglo XVIII o el XIX. Foto Elena Salamanca

La Cofradía de San Lucas Cuisnagua guardó durante más de 350 años tres riquísimos libros que nos hablan de su organización pero, con una lectura avezada, nos señalan más rasgos de la población devota. En estos libros aparecieron 28 nombres de mujeres indígenas que fueron elegidas en asamblea pública, con los protocolos de todo evento de carácter público, es decir frente a cura párroco y a repique de campana; 28 mujeres, algunas con apellido, otras apenas con un primer nombre, que irrumpen en la escena de una de las instituciones coloniales más presentes en nuestra historia; 28 mujeres comunes de un pueblo inhóspito.
La generación encabezada por Fransisca de Rosario romperá con la vinculación de la mujer en la cofradía con un rol únicamente doméstico. Para ocupar un cargo doméstico, por ejemplo, no es necesaria una elección pública, ni el registro escrito, ni la creación de un nuevo cargo. El acta de 1795 no detalla el trabajo específico de Fransisca Rosario ni de las demás mujeres pero hay en esta acta un rasgo importante de la transformación de esa institución, al menos para este caso.
Esta acta, un ejercicio casi cotidiano en la vida de la institución, un registro como se acostumbra en la época, representa una ruptura para la historia de las mujeres en las cofradías que conocemos hasta ahora. Ninguno de los investigadores de las cofradías en El Salvador ha explorado la participación femenina, de hecho algunos la relegan a rol doméstico.
En su libro “El poder eclesiástico en El Salvador”, el jesuita Rodolfo Cardenal dirá que en la cofradía solamente podían ser electos hombres mayores adultos; y el cargo de mayordomo “sólo podía ser desempeñado por quien hubiese sido antes alguacil. Debía ser casado, reconocido por la comunidad como adulto y por su probada religiosidad. El cargo implicaba el patrocinio de las fiestas y el cuidado del santo bajo su responsabilidad”. Lo mismo sostendrá Jesús Delgado en “Sucesos de la Historia de El Salvador. Introducción a la Historia de la Iglesia en El Salvador (1525-1821)”.
Como en toda la vida colonial, los protagonistas de los hechos serán los hombres. Las mujeres del México y la Guatemala virreinales sólo tendrán accesos a la educación mediante escuelas de primeras letras o el convento; sin embargo, el panorama para los pueblos de indios será diferente. A la llegada del obispo Pedro Cortés y Larraz, por ejemplo, en Cuisnahuat, y en todo el curato de Guaymoco, no habrá una escuela de primeras letras.
La mujer, sobre todo la indígena, tendrá un papel menor en los registros y en todas las actividades de esfera pública, como ya hemos visto; de hecho, Cardenal dirá sobre las mujeres en la cofradía: “Las esposas algunas veces desempeñaban un papel importante en el ritual de las cofradías (…) las esposas y los hijos eran indispensables en la preparación y el servicio de los alimentos y las bebidas con que el mayordomo brindaba a sus compañeros y amigos”, lo que las relegaba a un rol doméstico, lejos de la participación institucional y su incidencia en las decisiones o acciones de la corporación.
Cuisnahuat, ese pueblo de al que solo se llegaba “reptando”, como describía Cortés y Larraz, abre un nuevo eje de estudio de la institución colonial.
Capitanas

Hilda Valladares, mayordoma (en el centro), y Pedrina Hernández (al costado derecho), cabecilla o capitana, muestran el libro de cuentas de la cofradía, que data del siglo XVII. Foto Elena Salamanca

Al revisar los libros de la cofradía, se constata que durante diez años, desde 1795 hasta 1805, la participación femenina aumentará, desde Fransisca de Rosario hasta llevar a las 28 mujeres mencionadas a ser capitanas, en 1805. Ya no serán tenances, cargo por demás femenino, sino que lograrán escalar los rangos de la cofradía hasta convertirse en capitanas. Esto descarta por completo el papel doméstico y supeditado a los esposos que han dado a las mujeres los estudiosos de las Cofradías en El Salvador hasta estos días.
Un libro de cuentas de una cofradía puede decir muchas cosas sobre la institución: sus gastos, su estructura y sobre todo la manera en que se vivía la fe, eje vital del mundo colonial. Pero una lectura de resquicios, puede colocarnos ante hechos excepcionales. Como que durante una década, las mujeres de un pueblo de indios avancen en protagonismo en una institución, y lleguen incluso a triplicar la participación de los hombres, como sucedió en San Lucas Cuisnagua.
En ese mundo ínfimo del universo colonial, la vida se reducía al trabajo en el campo y la observancia piadosa, la elección de los miembros de la cofradía se convertía en un suceso de relevancia y cada elegido pasaba a ser un miembro respetado de su pequeña sociedad, como destaca cardenal. Cada elección debía ser supervisada por el cura párroco, para lo que en 1795 Diniosio Pérez de Vielma, párroco de Guaymoco, debía movilizarse por los varios kilómetros “intransitables” descritos por Cortés y Larraz.
En las actas levantadas por el cura Pérez de Vielma, los nombres de mujeres irán apareciendo de manera sucesiva. Esto nos habla de una participación bastante activa de las mujeres, que en varias ocasiones serán reelegidas para el mismo cargo. En el registro no existe ninguna nota o acuerdo que indique la creación de un cargo nuevo, las mujeres aparecen, “naturalmente”, en los registros, aunque para la época esta fluctuación de la vida doméstica a la pública no sea completamente natural, sino más bien un tránsito político.
En 1796, en la siguiente víspera de la fiesta de San Lucas, Pérez de Vielma levantará otra acta:
“En este Pueblo de San Lucas Cuisnagua a diez y siete de octubre de 96, los Alcaldes y Mayordomos y demás ofisiales de la Cofradia del Patron San Lucas se juntaron a son de campana a fin de aser nueva eleccion de Alcaldes y Mayordomos a fin deque gobiernen dicha Cofradia por haber acabado los del año de noventa y cinco cuya elección se iso con asistencia del Bn Don Dionisio Perez de Vielma Ministro inter deste Curato y habiéndole hecho fue de la manera siguiente:
Primeramente Vitoriano Obispo y Pedro Pablo Ferrer entraron de Alcaldes. De mayordomos Jose de los Relles, y Jose Thomas, regidor mayor Juan Ebangelista, primera capitanas Fransisca Rosario, Atanasia de la Crus.
Y se concluyo esta elecsion en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espiritu Santi. Amen
Dionisio Perez de Vielma”
Fransisca aparece de nuevo, ahora como Fransisca Rosario y con un cargo nuevo: capitana; además la acompaña otra mujer: Atanasia de la Crus.
En una década, se sumarán más mujeres: Juana Ygnocente, como tenance mayor, y Maria Tomasa y Dominga de la Cabrada sus compañeras, en 1797; y “1º Capitana Maria del Socorro, su compañera Maria de la Asuncion, Juana Eligilca, Maria Ramos, Micaela Geronima, las demas como se estaban” en 1799.
Ya para el siglo XIX, los cargos femeninos ha aumentado significativamente y 28 mujeres son elegidas como capitanas, como consta en el acta levantada por Fray Mariano Vargas, cura interino del pueblo de Guaymoco, el 17 de octubre de 1805:
“En este Pueblo de San Lucas Cuisnagua en siete días del mes de octubre de 1805 años, con asistencia de Nuestro Padre Predicador Fray Mariano de Vargas cura interino de dicho pueblo nos juntamos en esta Santa Yglesia Parroquial a son de campana tañida como es deuido y costumbre; los Alcaldes y demas Oficiales de la Cofradia de el Patron San Lucas Evangelista sita en dicha Parroquia, á haizen elescion de las Personas que han de servir dicha Cofradia y la hicieron de la
Manera que sigue=
Primeramente salieron electos por Alcaldes Francisco de Dios y don Thomas= Mayordomo Patricio Hernandez, y Jose Santiago Ramirez= Hermanos mayores Ramon Moyses, Jose Innegorio, Fermin Antonio, Diego Martin, Thomas de Aquino Matias [borrado por la humedad] Juan Evangelista, Pedro Nolasco, Lauriano Atanasio, Innegorio Canales, Nicolas Obispo, Manuel Pasqual Ramon, Juan Chrisostomo, Pablo Jasinto, Victoriano Perez, Pedro Herrera, Juan Esteban Martin, y Antonio Jose de los Reyes=
Capitanas= Asension y sus compañeras Maria Visenta, Maria Basilia Ramírez, Clara, Maria Ramos, Marselina Regina, Juana Inosenta, Maria, Salvadora, Luisa Ramírez, Maria Alejandrina, Maria de la Vesa, Pasquala, Benansia, Maria Siprriana, Martina Gertrudis, Luisa Canisales, Thomasa de la Crruz, Dominga de la Calzada, Atanasia de la Crruz, Thomasa Hernandez, Leandra Martin, Chrisanta, Maria, Martina, Pasquala Nieves, Juana Albina, Petrona Paula, y Maria Leocadia; Con qual se concluio dicha elesion, la hubo Por buena dicho Cura; y la Confirmo, en el nombre del Padre, y del hijo y de el Espiritu Santo, Amen
Fray Mariano de Vargas”
En otras cofradías de la época habrá también participación femenina. Una investigación de María Celestina de Benítez, de la carrera de Historia de la UES, sobre la cofradía de la Sangre de Cristo en San Salvador entre 1765-1823 destaca que “a partir de 1781 ya no se encuentran registros de elecciones de mujeres para el cargo de tenances” en esta cofradía; ya entre 1769 y 1783, los cargos disminuirían. Otra mención sobre la participación de las mujeres en este plano la hará Cardenal, pero de manera sucinta: “las esposas debían pedir permiso a sus padres y maridos respectivamente”.
La herencia de estas mujeres en Cuisnahuat ha trascendido siglos, y actualmente las mujeres llevan cargos de importancia en las cofradías que aún se conservan en el país. Entre 2008 y 2010, años de la investigación de la que parte este artículo, el cargo de mayordomo fue ocupado por una mujer, dos mujeres, una de ellas, Hilda de Valladares, reelegida entre 2007 y 2008.
La presencia femenina, una presencia devocional y organizativa, en la Cofradía de San Lucas, en el actual Cuisnahuat, ha aumentado. Actualmente el cargo de capitana designa a una o dos mujeres que deben estar presentes en todas las celebraciones o encuentros de la cofradía y acompañan al mayordomo o mayordoma como anfitrionas y supervisoras de la fiesta del santo patrón, en noviembre de cada año; el papel de anfitriona es de gran responsabilidad debido a que San Lucas es uno de los santos con más compadrazgos en la Costa del Bálsamo: al menos cuatro patronos, San Antonio del Monte, San Cristóbal de Jayaque, San José de Los Sitios, y San Esteban de Tepecoyo, visitan al patrón de Cuisnahuat cada noviembre. La visita incluye una vela adonde se reúnen los santos y se reparte comida entre los compadres, o compas, o cumpas, visitantes.

Portada del Libro de cuentas de la Cofradía de San Lucas Evangelista, de Cuisnahuat. Este libro comprende los años de 1768 a 1808 y en él se encuentran los registros de elecciones de miembros de la cofradía y visitas pastorales.
El cargo doméstico se ha transformado, y probablemente tenga la misma vocación de la tenance colonial. En Cuisnahuat es llamado “cabecilla de cocina”, y consiste en organizar las comidas que se ofrecerán a los compadres visitantes entre el 25, 26, 27 y 29 de noviembre de cada año, fechas en que actualmente se celebran las fiestas patronales.
Fransisca de Rosario no aparecerá más en los libros de la cofradía de San Lucas Evangelista, podrá haber muerto por estos años; no tenemos más datos de ellas ni de las demás capitanas de la cofradía; los libros de enterramientos de los siglos XVIII y XIX de Cuisnahuat no se conservan, como se constató en el Archivo del Arzobispado de San Salvador. Ya en 1805 aparecerá de nuevo Atanasia de la Crus, segunda mujer capitana de San Lucas, por lo que debió pasar alrededor de nueve años de su vida vinculada a la institución.
Reseñar la participación de estas 28 mujeres arroja más incertidumbre que claridad sobre la cotidianidad de las mujeres en los pueblos de indios de lo que constituyó posteriormente El Salvador. Conoceremos solo sus nombres y cargos, y de algunas de ellas, debido al registro, no conoceremos ni siquiera sus apellidos.
El tema de las mujeres avanzando en su participación en instituciones públicas representa un hallazgo en la investigación tanto de la historia de esa cofradía específica como de esa institución colonial en El Salvador. El siglo XVIII fue uno de los siglos más registrados, debido a los requerimientos de la corona borbónica, que, entre otras cosas, solicitaba un exhaustivo registro de lo que sucediera en sus territorios, y producto de ello son los detallados archivos de fiestas reales, comercio, migración e instituciones religiosas.
Hay sin embargo, en El Salvador, una escasez de fuentes para acercarnos a los siglos XVI y XVII, y a la vida cotidiana, debido a los incendios que ha sufrido el Archivo General de la Nación, saqueos, y otros perjuicios. Por el momento, no podemos establecer nada más sobre las vidas de las mujeres indias de la Cofradía de San Lucas, como en el caso de las mujeres de Nueva Guatemala de la Asunción: ¿estaban casadas, viudas o solteras?, ¿qué hacía específicamente la capitana?
Estas mujeres probablemente no sabían leer ni escribir, ni siquiera firmar, como ningún otro miembro de la cofradía, por lo que se ha estudiado del manuscrito y por las referencias que dio en 1776 Cortés y Larraz; tampoco debían vestir los atavíos que conocemos en las ilustraciones de los libros, pues ya nos dijo el arzobispo de Guatemala que la gente vestía con suma simplicidad rayando en la desnudez. Tampoco podemos saber a qué se dedicaban en su vida fuera de la institución.
Joseph de Castañeda, el cura que recibirá a Cortés y Larraz, le dirá que en el pueblo los indios se dedican a la agricultura, y no habrá ningún rasgo de más para perfilar una vida cotidiana más allá de la religiosidad y el campo.
La vida, cotidiana o pública, de las mujeres del siglo XVIII en los pueblos de indios es un tema por estudiar en este país. Estos apuntes arrojan un atisbo de lo que investigaciones posteriores podrían arrojar para poder contribuir a la construcción de un retrato hablado de la vida femenina en el siglo XVIII: una vida de mujeres en espacios inaccesibles, poco transitables, poco estudiados, que llegan a nuestros días por lo extraordinario de su cotidianidad.
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El Cuisnahuat del siglo XXI
El San Lucas Cuisnagua de este hallazgo es actualmente Cuisnahuat, un municipio de Sonsonate ubicado en la Costa del Bálsamo, zona caliente y rodeada de bálsamos.
En 1770, 25 años antes de la elección de Fransisca de Rosario, cuando el arzobispo de Guatemala Pedro Cortés y Larraz hizo su visita pastoral, Cuisnahuat era San Lucas Cuisnagua y era un pueblo anexo al curato de Guaymoco, actual Armenia. Vivían ahí 208 personas, repartidas en 58 familias; era un pueblo de indios que hablaban náhuat entre ellos pero comprendían y hablaban el castellano, sobre todo con su padre cura, entonces Joseph de Castaneda. “La gente anda en suma desnudez; las cosechas se reducen a maíces y frijoles y poco ganado”, escribió Cortés y Larraz.
Con el paso de los siglos las cosas han cambiado, pero no tanto. En Cuisnahuat solo hay una escuela, un par de tiendas, y una iglesia de 1803 sin techo desde el 2001, cuando dos terremotos dañaron gran parte de la infraestructura colonial de este país.
Cuisnahuat es el décimo de los 32 municipios de El Salvador sumidos, literalmente, en la pobreza extrema, cuyos habitantes viven con menos de un dólar al día, según el Mapa de Pobreza realizado por el Ministerio de Economía en 2010; en ese municipio la única fuente de trabajo es la milpa y hasta el año 2008 había una carretera que lo conectara con el municipio de San Julián, su salida a la carretera y a servicios como un mercado.

Iglesia de San Lucas, en Cuisnahuat. Data del año 1803 según una placa en su entrada y fue dañada por los terremotos de 2001. Desde entonces no tiene techo y los devotos realizan sus fiestas a la intemperie.

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Lea la primera entrega: Las mujeres de Nueva Guatemala en la jura de Carlos IV
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  • Elena Salamanca es escritora y periodista. Este texto está basado en un capítulo de la tesina de maestría en Historia Iberoamericana Comparada en la Universidad de Huelva, España, “Los libros de San Lucas. Paleografía de un libro facticio de la cofradía de indios de San Lucas Cuisnagua, siglos XVII y XVIII”.

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FUENTES
Fuentes primaria:
+ Libro de cuentas de la Cofradía de San Lucas Cuisnagua. Tomo II: 1769-1809. Los libros de esta cofradía han permanecido en el poblado desde la fundación de la institución, por lo que no tienen clasificación archivística.
Funetes bibliográficas:
+ Cardenal, Rodolfo S.J. El poder eclesiástico en El Salvador. UCA Editores, San Salvador, 1980.
+ Cortes y Larraz, Pedro. Descripción geográfico-moral de la Diócesis de Goathemala. DPI, San Salvador, El Salvador. 2000.
+ Delgado, Jesús. Sucesos de la Historia de El Salvador. Introducción a la Historia de la Iglesia en El Salvador (1525-1821). Arzobispado de San Salvador, 1991.
+ Montes, Santiago. Etnohistoria de El Salvador. Cofradías, Hermandades y Guachivales. Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación, El Salvador, 1977.

Artículos:
+ Benítez Castillo, María Celestina. La Cofradía de la Sangre de Cristo del convento de San Francisco en San Salvador: una descripción de la institución 1769-1831.
+ Ruz, Mario Humberto. Una muerte auxiliada. Cofradías y hermandades en el mundo maya colonial, en Revista Relaciones, N. 94, 2003. Colegio de Michoacán.

Las mujeres de Nueva Guatemala en la jura de Carlos IV

Las mujeres de Nueva Guatemala en la jura de Carlos IV
Por Elena Salamanca *
Martes, 29 de Mayo de 2012

La fiesta tuvo una víspera que duró tres días, hubo corridas de toros durante tres tardes. Pasada la víspera, el frontispicio del cabildo se decoró con tela de Bramante y se iluminó con cera toda la ciudad de Nueva Guatemala de la Asunción. En el banquete se usó vajilla de plata, se bebió vino y horchata, se sirvieron marquesotes, espumillas, gaznates, panales, frutas en conserva y dulces de colación; también se contrataron músicos.
En la plaza mayor se reventaron canchinflines silbadores y fuegos artificiales. Era 17 de noviembre de 1789, la Capitanía general de Guatemala celebraba la jura de Carlos IV como Rey de España, casi un año después de su coronación en la capital del reino, y sus súbditos lo festejaban con una serie de actos políticos cuyos sabores y brillos fueron encargados a mujeres muy influyentes en la cotidianidad e identidad de la ciudad.

María Basconcelos, la pintora. Recibió sesenta y cinco pesos por los retratos de la reina María Luisa de Parma, consorte de Carlos IV de Borbón.
Estas mujeres no aparecen en las crónicas de la época. Para encontrarlas y estudiarlas debemos llegar a los espacios más íntimos: a los resquicios de los archivos, a las notas en los márgenes de las reseñas y crónicas. A los márgenes del papel. Propongo comprender a los márgenes no como marginalidad, no como exclusión, sino como un ejercicio de interpretación de mundo, de comprensión de una época, de tratamiento de una fuente y de discusión.
De esta ruta trazada en los márgenes, de ese mi interés por los resquicios, nace este artículo. Al leer documentos marginados, anexos, que en el momento de ser encontrados no tienen relación con el tema que investigo, pero en los que me detengo con una curiosidad mayor que en el tema capital, he encontrado a estas mujeres comunes en el siglo XVIII: unas de oficios domésticos en Guatemala de la Asunción y otras de oficios religiosos en San Lucas Cuisnagua, actual Cuisnahuat, en El Salvador.
Estas mujeres, con sus oficios de mano y aguja, como eran conocidos, en la cocina y en la costura, tuvieron incidencia cotidiana en el mundo manejado por hombres. Desde la cocina y el cuarto de costura se puede hacer política, y desde ahí las mujeres de Guatemala y Cuisnahuat participaron en momentos definitorios, como rendir fidelidad a un nuevo rey o custodiar al santo patrón del pueblo para sus ciudades o comunidades.
Se habla de la participación política de las mujeres en la Colonia vista desde el espacio público en las participaciones de insurgencia, como los movimientos emancipatorios o de independencia en América en el siglo XIX. Habría que pensar qué comprendemos por participación política y cómo los espacios delimitan lo que creemos que es.
Hay, sin embargo, que mirar la participación política de la mujer desde espacios más cotidianos, como sucede con estos casos. La fundadora de los estudios de cultura femenina novohispana, Josefina Muriel, miraba como acción política el momento en que una zapatera limeña del siglo XVIII pudo inscribirse en el registro municipal como lo que era: una zapatera. Estas incidencias deberían llevarnos a examinar cómo las mujeres coloniales, en este caso del siglo XVIII, tuvieron una participación en eventos de impacto político, para la ciudad y en relación al reino, sin salir a manifestarse a una plaza, sin ser encarceladas o sin haber escrito manifiestos, simplemente realizando los oficios que conocieron y heredaron de otras mujeres.

Josepha o Josephina María recibió el 12 de noviembre el pago puntual por entregar la tela de Bramante para cubrir el frontispicio del cabildo.
Las mujeres comunes de Guatemala de La Asunción
En el fondo documental que en el Archivo General de Centroamérica se dedica a las fiestas reales celebradas en Guatemala –nacimientos de infantas e infantes, juras de reyes, natalicios de monarcas o consortes–, se encuentra uno que registra estas fiestas dedicadas a la jura del rey Carlos IV de España, en 1789.
Ahí hay un legajo de cuentas de la mayordomía de la fiesta de jura del rey, y entre listas de gastos y demás trámites van apareciendo nombres de mujeres: Juana Solórzano, panadera y cohetera; las hermanas Heredia, refresqueras: Manuela, la que firma, y su hermana que nunca firma; Francisca Velásquez y Juana Nevera, dulceras; Josepha María, que vendió telas para decorar el cabildo; y María Basconcelos, pintora de dos retratos de la reina María Luisa de Parma –que en el recibo ella llamará de Borbón–, consorte de Carlos IV. En este artículo se conservarán los nombres y apellidos de estas mujeres tal y como fueron escritos en los documentos.

Todas estas mujeres firman recibos de la administración o del ayuntamiento de la ciudad. Todas firman. Algunas tienen una caligrafía más fluida que otras, esto puede identificarse en el trazo de las letras, en los puntos que se dibujan en el papel cuando una detiene el ritmo de la pluma o si levanta la pluma del papel, si hay interrupción… Esto nos dice la frecuencia con que escriben y cómo escriben: Juana Solorzano firma con una letra humanística fluida, de un solo trazo, mientras que Josepha María y María Basconcelos dibujan con dificultad la letra de su nombre, pausan su escritura, pero finalmente rubrican. Esto implica, claro, que fueron mujeres con acceso a cierta educación, sabían leer, escribir y hacer cuentas. Hacían negocios.
La fiesta
La ascensión al trono de Carlos IV, rey de la familia de los Borbones, fue celebrada con pompa en el mundo novohispano. La jura de un rey consistía en un acto público de fidelidad, lealtad y vasallaje. El acto reunía a todos los habitantes de la ciudad o pueblo y podía durar días, semanas de fiesta, consistía en pasear el pendón por la ciudad y jurar, precisamente, la fidelidad en público. Muchas veces, como en el caso de las colonias novohispanas y en nuestro caso guatemalteco, la jura se realizaba en ausencia del soberano. Entonces era importante erigir un altar con el retrato del nuevo rey, al que sus súbditos conocían y reconocían por primera vez.
En Nueva Guatemala de la Asunción, actual ciudad de Guatemala, se festejó en aquel noviembre de 1789 y las cuentas de gastos se pagaron entre noviembre y diciembre del mismo año.
Son las cuentas de la ceremonia las que testifican que la fiesta tuvo una víspera de tres días, que se celebró con corridas de toros por las tardes, como consta en la cuenta entregada por Nicolás de Obregón y Pedro de Ayzinena. Pasada la víspera, en la fiesta propiamente dicha, se decoró el frontispicio del cabildo con tela de Bramante –género fino de común uso en la vida colonial–, y se iluminó toda la ciudad, como consta en un legajo destinado únicamente a la administración de los pagos de las ceras que iluminaron Nueva Guatemala. Se bebió vino y horchata hecha con pepitas de melón, tostadas. Los recibos dan cuenta de los marquesotes, las espumillas, los gaznates, los panales, las frutas en conserva y los dulces de colación. La vajilla de plata, los músicos y los fuegos artificiales también fueron debidamente pagados. En los recibos también consta que se mandaron a pintar dos retratos de cuerpo entero del rey Carlos IV, por Juan Josef Rosales, y dos de la reina María Luisa de Parma, por María Basconcelos.

Juana Solórzano recibió 53 pesos por los marquesotes y los cachinflines que se usaron en los tres días de corridas de toros como víspera para la ceremonia de jura. Firmó el recibo el 28 de noviembre de 1789.
La celebración se extendió por varias partes del mundo novohispano y se manifestó igual: fiestas, banquetes, arquitecturas efímeras e iluminaciones. Hay registros de la celebración en Guatemala, Caracas, Panamá, Nueva Granada, Cali y otras ciudades de la actual América. “En Nueva España y en el resto de las posesiones de ultramar este tipo de festejo tuvo una gran repercusión al constituir una ocasión única para representar con toda pompa y boato el poder mayestático y se aprovechó para manifestar de forma pública la lealtad al nuevo rey que, aunque ausente físicamente, se materializaba de manera simbólica a través de la expresión artística”, explica la historiadora Fátima Halcón, de la Universidad de Sevilla en un artículo relacionado a estas celebraciones.
Varias de las labores que se llevaron a cabo en esta celebración fueron realizadas por mujeres que con su trabajo desde el hogar tuvieron relevancia en una de las celebraciones políticas y simbólicas más importantes del mundo novohispano. Un mundo que estaba a punto de transformarse: Carlos IV sería quien enfrentaría la Guerra de Independencia de 1808 y abdicaría al trono; estos momentos son el parteaguas de la relación del reino con el Nuevo Mundo, América. En los años siguientes, América entraría en un proceso de independencia de España, las naciones en formación atravesarían guerras regionales y nacionales y comenzaría una búsqueda de identidades.
La contabilidad y las mujeres en la fiesta
Ahora conocemos de estas mujeres lo que nos cuentan sus recibos. Esas cuentas que fueron escritas en la mitad de una hoja de papel y que fueron adjuntas a los libros de cuentas de las fiestas. Sabemos, por ello, únicamente su nombre, su oficio, lo que entregaron para la fiesta y el costo que tenía su trabajo. A través de estos recibos o estados de cuentas vamos conociendo lo que constituyó la fiesta, y vamos reconstruyendo su participación en ese entramado de historia colonial.
En mis lecturas no caza la manera de ver a la mujer como sujeto histórico únicamente cuando se relaciona directamente a la insurgencia o a la ejecución de un cargo público. Desde la esfera más íntima: la cocina, la labor manual, la mujer incide en la vida pública de manera crucial. En nuestro caso, en la fiesta novohispana, aún barroca, en sus altares de papel y luz, en su fiesta interminable. El altar dedicado al regente, por ejemplo, era sumamente importante, con su retrato. Ningún guatemalteco del siglo XVIII conocería a la reina María Luisa de Parma, nunca, pero la imaginaría, la sabría desde ese retrato pintado por María Basconcelos.
“Recibí del señor don Cayetano José Pavon sesenta y cinco pesos dos reales por los dos retratos que hice de nuestra Reina y Señora doña Luisa de Borbon, y para que conste firmo este en la Nueva Guatemala a noviembre de 1789”: firma María Basconcelos. De ella hay poco: este recibo, una firma y una intriga: ¿quién era esta mujer que pintaba en Guatemala y a la que se le solicitó el retrato de la nueva reina de España?, ¿dónde se educó?, ¿quién le enseñó a pintar?, ¿firmaba sus cuadros? ¿Por qué ella pintó los cuadros de la reina y no los hizo el mismo pintor de los retratos del rey?, ¿quién fue su modelo?, ¿había visto antes algún retrato de la María Luisa de Parma? Pero nuestra vislumbre de María Basconcelos es un registro administrativo, no hay más de ella, como no hay más de las otras mujeres.
Los recibos agrupados en las cuentas entregadas siguen dándonos información. En la fiesta se consumieron barquillos hechos por una mujer llamada Juana Nevera, se tomaron aguas de leche, limón, canela y horchata. Fueron, en total, 32 tinajas de aguas y dos de leche, por eso se entregaron 176 pesos y seis reales a Manuela Heredia, la que firma los recibos de las hermanas Heredia. Esto consta en la “Cuenta jurada que yo don José Mariano doy al Ayuntamiento de lo que se gastó en la Mesa de Refresco que en la Sala Capitular el día de la jura de nuestro católico señor don Carlos IV y es de la manera siguiente: 172 pesos y seis reales pagados a Manuela Heredia por los dulces y demás que hizo como pormenor consta de su cuenta que acompaño”. A las Heredia, conocidas como “Señoras Heredia” se les pagó también por los dulces de colación y las frutas servidas con los refrescos. Un informe de los dulces de colación reseña que se sirvieron además pasas y almendras, y “Se dieron a las Heredia por la colación de frutas, espumillas, gaznates, y panales, 301 pesos”. El final del informe de gastos se acompaña con la firma de Manuela Heredia.

Las Heredia. Cuenta de pagos del Ayuntamiento a Manuela Heredia, por los refrescos servidos en la sala capitular, noviembre de 1789.
Para el banquete se pagaron 28 pesos por las dos arrobas de dulces que hizo Francisca Velasquez (sic). Las cuentas también demuestran el papel preponderante del dulce, o de lo dulce, en la celebración; el dulce, lo azucarado, por estas épocas, y hasta el siglo XIX, se considerará como un lujo.
Los recibos arrojan información sobre prácticas culturales, muchas relacionadas con el consumo alimenticio, como sucede con el pan, el marquesote, que ahora conocemos como pan dulce. En otro recibo se lee “Entregado el dinero a la Juana Solorzano por los cachinflines y marquezotes (sic) que le mandamos hacer. Consta de recibo”. Juana Solórzano, panadera y cohetera, recibe 53 pesos por esta entrega.
El marquesote fue consumido en las corridas de toros de la víspera y se consumió acompañando al vino. Actualmente, esta práctica puede sorprendemos, pues consumimos el marquesote con café o chocolate, con bebidas calientes, donde la mayoría de veces lo chuponeamos –hundimos, mojamos, o sopeamos–.
Un estudio realizado en México por el historiador Sergio Antonio Corona Páez que localizó la receta del marquesote del siglo XVIII y la contrastó con la del actual puede ilustrarnos sobre el uso del marquesote de Juana Solorzano. El marquesote del siglo XVII, dice Corona Páez, “es algo reseco y bastante insípido (…) Esta clase de pan iba siempre acompañada del chocolate caliente. El uso masivo de tenedores y cucharas no era usual, así que en un acto público con muchos invitados los comensales sopeaban (…) Se trata de un tipo de repostería “de apoyo” para otros alimentos de sabor predominante, chocolate o vino”.
La parte estética de la celebración llega a nosotros con el recibo extendido a Josepha o Josephina María –a quien llamaremos Josepha por lo extendido del nombre pero que firma Jhp–: el 8 de diciembre de 1789, la mujer entregó esta constancia: “Recibi (sic) del señor mayordomo de esta ciudad don Juan Presilla diez (sic) y seis pesos y cuatro reales importe de sesenta y seis varas de Bramante, abrigo que vendi (sic) para parte del forro del frontispicio que se puso en la Azotea del Cabildo en la Jura del Rey, y para que conste lo firmo ut supra”, y rubricará como “Jhp (Josephina o Josepha) María”.
Muchos de estos recibos fueron escritos con la misma letra que se firmaba, como el de Juana Solórzano, pero en algunos casos, como el de Josepha María y el de María Basconcelos, la mano que redactaba el recibo no era la mano que firmaba.
La fiesta barroca como es esta fiesta de jura es vivencia alegre y desbocada: la comida, la bebida, la arquitectura efímera –enormes esculturas de papel, altares barrocos cargados de frutas y flores–, la pompa y el fuego de artificio son definitorios. Sin la obra de estas mujeres los días de fiesta no habrían tenido el mismo sentido; todos los elementos aportados por ellas constituyen la celebración, una celebración que, con sus variantes locales, era una tradición de años, de siglos, y se ceñía a los ceremoniales reales traídos a América.
Las mujeres de esta serie no son heroínas, no fueron mártires, tampoco fueron esposas de héroes, próceres, alcaldes, capitanes generales o virreyes. Son mujeres que con su trabajo desde el hogar contribuyeron en la ciudad, en el reino, aunque sus escenarios, por comunes, sean inusitados para las lecturas presentes. Son mujeres comunes.
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Fuente:
Archivo General de Centroamérica:
A1. 2 Legajo 6118 Cuenta que presentaron los regidores Don Nicolás de Obregón y don Pedro de Ayzinena de los gastos otorgados en las tardes de toros en nueva Guatemala, octubre 29 de 1789.
A1. 2 Legajo 1994 Mayordomia de propios de Guatemala rinde cuenta de lo gastado en la jura de Carlos IV, 1789.

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Próxima entrega:
Mujeres comunes del siglo XVIII: Las mayordomas de la cofradía de San Lucas
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  • Elena Salamanca es escritora y periodista, cursa una maestría en Historia Iberoamericana Comparada en la Universidad de Huelva, España.

Escribir historia desde las periferias

Escribir historia desde las periferia
Elena Salamanca
Entre la maza y la cruz, todas las naciones de la región tienen una fuerte raíz de formación normativa en la etapa colonial. ¿Cómo crear un nuevo modelo de ciudadanía, y desde la diversidad de las periferias sociales, sino superamos antiguos modos de ver y contar la historia?

La Zebra | #13 | Enero 1, 2016
Este texto es más militante que académico, dado de que para mí toda construcción de intimidad es un acto político. Para muchas mujeres, para muchas ciudadanías periféricas, lo íntimo no es aún lo propio, lo íntimo continúa siendo intervenido, continúa siendo regulado. Oponerse a esas regulaciones —muchas veces vejatorias, intimidatorias— es un acto de resistencia.
Por lo mismo, quiero empezar esta reflexión con mi trayectoria alrededor de la mirada hacia las mujeres y otras ciudadanías que me gusta llamar periféricas en el archivo y en la escritura de la Historia.
No me alegra, pero la construcción de un corpus de pensamiento, reflexión y escritura desde miradas más androcéntricas de la Historia —más vinculada, en peso simbólico y praxis, al uso del pronombre HIStory que HERstory (la historia del hombre versus la de la mujer)— es lo que finalmente me ha llevado a entender la mirada de la periferia: de las mujeres biológicas y de las mujeres no biológicas, de los hombres biológicos y no biológicos, de los migrantes, los exiliados y los diaspóricos, de los periféricos, esos que no están sujetos al centro porque el centro quiere aplastarlos, esos que desde lo excéntrico, sea la identidad sexual o la condición territorial de patria, construyen la historia. No solo desde abajo, sino desde los lindes, atrincherados, constituidos en los márgenes.
Mi tesis doctoral es un ejercicio de historia intelectual y político que se centra en lo descentrado: en el ejercicio de la ciudadanía en el exilio a través de la investigación de varios centroamericanos asilados políticamente en México entre 1930 y 1950.
Hay ahí testosterona, estudio a hombres que imaginan una nación, ya la historiografía nos ha demostrado que son los hombres lo que imaginan la nación y que la feminidad ha sido usada como contra-nación, contra-masculinidad, cuando los hombres mismos no quieren defender esa nación.
Mi tesis de maestría es sobre el papel: sobre el papel como soporte para la Historia de una escritura de los procesos de la Iglesia a través de una Cofradía de indios en los siglos xvii y el xviii. En ambas investigaciones la reflexión no tenía un cruce de género, pero el género estaba ahí.
Las mujeres estaban ahí, atravesando los siglos, atravesando la Historia, desde sus acciones que por íntimas eran políticas. Lo he pensado por años y lo escribí hace años también: en los márgenes de los documentos está la Historia, en una forma de aplicar lo que sugiere Ranajit Guha como “prosa de la constrainsurgencia” y que por alguna razón contextual y relacionada al proceso histórico centroamericano quiero llamar “periférica”.
Mi experiencia con las mujeres del XVIII y las mujeres del XX, en ambos trabajos, es la siguiente: las mujeres han construido los procesos históricos desde espacios menos recluidos que el gineceo o el hogar, como hemos pensado maniqueamente. Las mujeres se han situado en el espacio político desde esos roles de género tradicionales y desde esos roles asignados tradicionalmente han logrado transgredir.
Para ello quiero tomar dos ejemplos de mis hallazgos en los márgenes: en el siglo XVIII, las mujeres de Nueva Guatemala de la Asunción movieron las celebraciones de la jura del rey Carlos IV, Movieron, digo, porque desde su “espacio tradicional” orquestaron la celebración política: cocinaron, hicieron frescos, hornearon panes, pintaron, incluso, el retrato de la reina María Luisa de Parma que fue exhibido en el cabildo, vendieron los materiales necesarios para la celebración, desde los cohetes hasta los dulces, entregaron recibos y firmaron.
Algunas podían escribir, otras presentaban documentos escritos por otras manos, de hombres, supongo. Ese mismo siglo, en un pueblo de indios del curato de Guaymoco, que después de la independencia sería jurisdicción de la nueva república de El Salvador, 30 mujeres fueron elegidas para cargos en sus cofradías, por primera vez en los más de 130 años de existencia de la institución. Por religiosos, los espacios eran políticos, y las mujeres de ese pueblo de indios comenzaron a aparecer en los documentos, comenzaron a tener nombre, cargo, jerarquías.
Pienso en las mujeres que durante siglos han construido otras narrativas, desde lo íntimo para lo político, que no han podido escribir y con ello no han podido enunciar pero han sabido resistir, permanecer y disentir.
Ahora, mientras escribo mi tesis, encuentro a las mujeres como protagonistas de prácticas disidentes. Están en el exilio en México empleando el lenguaje político: buscan la democracia, luchan contra las dictaduras. Guatemaltecas y hondureñas están asiladas en México según la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, que les sigue el paso en su condición de exiliadas.
Representan esa otra historia del destierro y la persecución política que no se cuenta, que está por escribirse. Son maestras, son viudas, están solas en una ciudad más grande que sus países enteros, más grande que su región entera, pensando también una nación, una nación unionista. Las mujeres de mi tesis están también en las calles de Tegucigalpa y San Pedro Sula, vestidas de negro, performando, como los hermanos Flores Magón, la muerte de la Constitución.
Las hijas y las esposas de los exiliados en México, las viudas de los asesinados por Carías, desfilan en la calle vestidas de negro, llevando arreglos florales a un funeral incierto: el de la democracia (Barahona, 2005, p. 111). En la historia centroamericana esta me parece una acción sin parangón que coloca a las mujeres en espacio público como sujetos, como protagonistas de la Historia, aunque la historia —esa oficial, con minúscula— las considera sujetas de ella.
Las mujeres están en la Historia, están en el espacio de quienes hacen la Historia desde abajo: en las comisuras de las memorias orales, en los márgenes de los documentos. Esas mujeres del siglo XX, entre el exilio y la nación, actúan, piensan se saben ciudadanas, pero no son ciudadanas, no las reconocen las constituciones, no pueden, siquiera, votar.
Toda mirada al siglo XIX o al XX que nos inserta en el sistema republicano que conocemos, complejidades más complejidades menos, nos coloca en el espacio preponderante de una Historia androcéntrica, pero donde la mirada desde la periferia ya está ahí.
Las mujeres estaban y no estaban en los papeles del Estado. Estaban porque representaban, como ahora incluso, la fuerza reproductiva de la nación, fuerza la llamo porque su útero en condición de depositario de la raza o la nacionalidad, como quieran llamarlo, era el motor de la nación. Le daba cuerpo. La nación necesita ciudadanos; ellas parían. Las mujeres creaban a la nación desde el parto, entregaban esos ciudadanos para el origen y para la nomenclatura, para mitología y para la ley, y aun entregando ciudadanos no eran, no podían ser, ciudadanas. No estaban dentro del lenguaje de la representación: no podían elegir ni ser elegidas, no en la esfera política, sino del cuerpo propia.

Como esas mujeres de otros siglos nosotras no estamos aún. A pesar de la representatividad, que no es representación, y debido a que precisamente toda representación es mediación y artificio. Y aunque sigamos votando, pagando impuestos, pariendo, educando, construyendo, no estamos en el lenguaje de la ley, que nos sigue enunciando hacia la estructura mayor, hacia el Estado.

La escritura es una posición de extremos y quien escribe está situado en el lugar menos amable: en los espacios rotos.

¿Por qué la autonomía de las mujeres es un espacio de contienda para el Estado que vuelve, como en el Antiguo régimen, a una operación de conquista y sometimiento? Tengo muchas más preguntas, pero tengo un punto de partida para formular una respuesta a esta, que me parece fundamental.
La respuesta es la ciudadanía. La comprensión de la ciudadanía. La elección no es solo partidaria, la democracia no es manchar un papel, con una equis, para elegir instituciones y símbolos. La ciudadanía no consiste en la mera mención en el lenguaje del Estado, la ciudadanía consiste en el ejercicio de la política desde los escenarios más diversos, lejanos todos de las urnas: desde la elección de concebir y desde la elección de no concebir, desde el placer y el goce, desde la lucha contra las represiones que la ley ha interpretado a través de lo moral, de contornos católicos o pentecostales.
Como apunto insistentemente, nacionalidad y ciudadanía no son lo mismo y desde el lenguaje de la nación la nacionalidad se interpreta como sometimiento, someterse a una ley, a una estructura, muchas veces de andamios podridos, el sometimiento no es bajo ninguna circunstancia, libertad.
Las mujeres tenemos aún pendiente la ciudadanía plena porque el Estado está, de nuevo, atravesado por la iglesia y la legislación se convierte en un ejercicio religioso. Por eso que hay que insistir en mirar lo anómalo, esas historias disidentes que por ser disidentes son —oh, sorpréndete, Iglesia— menos perversas.
Pienso en las mujeres que durante siglos han construido otras narrativas, desde lo íntimo para lo político, que no han podido escribir y con ello no han podido enunciar pero han sabido resistir, permanecer y disentir. Pienso en mis queridas exiliadas, con sus nombres y apellidos, con sus casos de asilo en un archivo gubernamental, y en su resistencia: en nombrarse como parte de una nación que no las nombra, que, al contrario, las expulsa.
Pienso en la caravana de madres de centroamericanos desaparecidos en México que el mes pasado atravesó este país y buscó en lo innombrable, en los NN, en las fosas comunes, y preguntó por su ciudadanía a los Estados que no les responden, que las empujan hacia las fronteras que, en estos casos, son precipicios. El barranco es el Estado.
Pienso que la escritura de la Historia desde los márgenes se resiste al barranco, es como un nuevo andamio construido por otras voces que por el encierro que han tenido en los campos interpretativos son más fuertes. La narrativa del centro-periferia se repite también en una escritura binomial de la Historia como si del triste binomio sexual se tratara.
La escritura es una posición de extremos y quien escribe está situado en el lugar menos amable: en los espacios rotos. La Historia, en tanto narración, también está ahí. No busco una historia de mujeres donde no hay hombres, no busco esa repetida historia de hombres donde no hay mujeres —excepto sus madrecitas queridas; sus esposas, sus amantes—. Busco la mirada que comprenda que entre los héroes y las narrativas oficiales hay también espacios de disidencia, y que la disidencia es también una narración de autonomías, un andamiaje de la Historia.
ELENA SALAMANCA (San Salvador, 1982). Poeta, narradora y ensayista. Ha publicado, en cuento: Último viernes (San Salvador, 2008); en poesía: Peces en la boca (San Salvador, 2011, reeditado en México en 2013), y Landsmoder(San Salvador, 2012).
Este texto es parte de una conferencia leída en Guatemala, en el pasado foro Arte y cultura para la paz (2016), dedicado a la prevención de la violencia hacia las mujeres.

Aproximación a la obra de Rosa Mena Valenzuela (2013)

Aproximación a la obra de Rosa Mena Velenzuela (2013)

A propósito de la trayectoria y el trabajo de esta artista plástica salvadoreña.
Por Mario Castrillo
El 12 de septiembre se desarrolló en el Museo de Arte de El Salvador un conversatorio sobre la vida y obra de Rosa Mena Valenzuela en el cual participaron Luís Lazo, Jaime Balseiro, Marta Eugenia Valle, Mario Castrillo y Roberto Galicia, quien coordinó el evento.
Antecedentes inmediatos
Haré un intento de situar a Rosa Mena Valenzuela coma artista plástica en su contexto histórico en El Salvador.
En nuestro país, la mujer se desarrolló primeramente en el ámbito literario y político. Es hasta en la década de los años 50 del siglo pasado cuando incursiona en las artes plásticas, siendo Rosa Mena Valenzuela es una de las más destacas artistas.
Dentro de la literatura, Ana Guerra de Jesús incursiona en la literatura en el siglo XVII, es la primera mujer en desarrollar actividades que no fueran las del trabajo domestico de la cual tenemos registro.

Elena Salamanca ha desarrollado una investigación sobre el papel de las mujeres salvadoreñas dentro de las estructuras de las cofradías de San Lucas Cuisnaguat. Registra el nombramiento de Francisca de Rosario como “tenance” de la Cofradía de san Lucas Evangelista, cargo que compartió con Alexandro Martín. Salamanca afirma que el pueblo de Cuisnauat guardó durante más de 350 años una serie de libros de la Cofradía en la que figuran 28 nombres de mujeres indígenas que fueron elegidas a cargos públicos en 1795. Una década después se registra la actividad de Juana Ygnocente, como tenance mayor, y María Tomasa y Dominga de la Cabrada sus compañeras, en 1797; y “1º Capitana María del Socorro, su compañera María de la Asunción, Juana Eligilca, María Ramos, Micaela Gerónima, en 1799. Salamanca, Elena. Mujeres comunes del siglo XVII. Segunda entrega. El Faro, El Ágora, 20 de junio de 2012.

Por su parte Carlos Cañas Dinarte hace referencia a las sublevaciones ocurridas en Santa Ana, el 17 y el 24 de noviembre de 1811, de igual manera registra levantamiento en Metapán, entre el 24 y el 26 de noviembre y el 29 de diciembre de 1811 se alzó Sensuntepeque, participando en estos levantamientos decenas de mujeres.

En San Miguel, Santa Ana y San Vicente durante el segundo intento emancipador de San Salvador y en San Salvador mismo, realizado el 24 de enero de 1814, participan igualmente mujeres.

En la fundación de la Sociedad Confraternidad de Señoras de la República de El Salvador juega un papel destacado María Solano Álvarez de Guillén, esto sucede el 19 de abril de 1922.

En el siglo XIX destaca Ana Dolores Arias y Aurelia Lara. Dentro del modernismo que impulsara en nuestro país Francisco Gavidia destacan en las letras las escritoras María Álvarez de Guillén Rivas, María Mendoza de Bratta, María Loucel y Soledad Mariona Alas. A ellas debemos agregar a Antonia Galindo, Luz Arrué de Miranda, María Teresa de Arrué, Florinda B. González, Jesús López, Mercedes Quinteros, Antonia Navarro, primera mujer graduada en la Universidad de El Salvador. Hay que mencionar de igual manera en la órbita literaria, a Alice Lardé de Venturino. Mención especial merece Lilian Serpas, Amparo Casamalhuapa, Tula Van Severén, Blanca Lidia Trejo, Bertha Fúnez Peraza.

Dentro del Grupo Cactus (1933) junto a Alberto Guerra Trigueros, Salarrué, José Mejía Vides destacan Emma Posada y Mercedes Viau Rochac. Seis años después (1940) se conforma el Grupo Seis a los cuales pertenece Antonio Gamero, Manuel Alonso Rodríguez, Oswaldo Escobar Velado, Alfonso Morales, Cristóbal Humberto Ibarra y las mujeres Matilde Elena López, Margot O´connor y Pilar Bolaños. A finales de los años 40 y principios del 50 del siglo pasado publican obra poética Dora Guerra, Juanita Soriano de Ayala y Claribel Alegría de Flakol. (Luis Gallegos Valdés. Panorama de la Literatura Salvadoreña, Juan Felipe Toruño, Desarrollo Literario de El Salvador).
Durante el siglo XX, en 1944 durante el derrocamiento del régimen martinista” una serie de mujeres se dedican al periodismo e inician el cultivo de las artes, entre ellas: Lydia Valiente, María Loucel, Ana Rosa Ochoa, Claudia Lars, Lilian Serpas, Lavinia de Flores, Margarita de Nieva, Rosa América Herrera, Laura de Paz, Mercedes Maití de Luarca, Rosa Amelia Guzmán, Clara Luz Montalvo, Tránsito Huezo Córdova de Ramírez y Mercedes de Altamirano. Cañas Dinarte, Carlos. El poder del voto femenino. El largo camino hacia el voto femenino. http://www.elsalvador.com/vertice/2004/210304/deportada.html
En el derrocamiento de Martínez jugaron un papel importante María Loucel, Lydia Valiente, Pilar Bolaños y Matilde Elena López. Es imprescindible mencionar a Altagracia Kalil y a Adelina Suncín a quienes el poeta Oswaldo Escobar Velado dedicara uno de sus más ardorosos poemas: Romance de las dos mujeres, en su libro inigualable: Árbol de Lucha y Esperanza editado por la imprenta Arias en 1951.
Durante el gobierno del coronel Oscar Osorio, quien dirigió el destino del país durante los años de 1950-1956, se emprendieron unas series de reformas sociales y de modernización del país. Contradictoriamente a su programa populista se adhirió la corrupción y una férrea represión al movimiento popular.
En ese ámbito surge la Generación Comprometida que marcó un hito en la literatura nacional; dentro de esta Generación podemos mencionar a Mercedes Durand e Irma Lanzas. Dentro del área de lo identitario, María de Baratta juega un papel fundamental con su investigación Cuzcatlán típico editado en dos tomos por el Ministerio de Cultura en 1952.
Mujeres en las artes plásticas
Como precursor de la plástica salvadoreña es identificado Wenceslao Cisneros (1823-1878) pero la mayor parte de su trabajo artístico lo realizó en el exterior. Cisneros se fue muy joven del país hacia Europa primero y luego hacia Cuba, país en donde murió.
Es más tarde que surgen personalidades que tendrán mayor impacto en el desarrollo de las artes plásticas en el país, entre ellos figuran Alberto Imery.
En este ámbito cultural y político hacen incursión las mujeres en las Artes Plásticas, siendo ellas Zélie Lardé y Ana Julia Álvarez. Zélie Lardé se desarrolló dentro del arte ingenuo o naif. Sin formación académica alguna en lo que a la plástica se refiere, esta mujer desarrolló un mundo donde reina la imaginación y lo espontáneo, lo ingenuo y lo intuitivo. Ana Julia Álvarez recibió formación plástica con Miguel Ortiz Villacorta, con Salarrué y con el guatemalteco Carlos Mérida. Ana Julia Álvarez se desarrolló dentro del Art Decó y el Fauvismo.
En esa época le fue concedida una beca a Julia Díaz en 1948 junto a Noé Canjura y Raúl Elas Reyes para estudiar pintura en Europa. Julia Díaz, alumna de Valero Lecha, es la primera mujer becada por el Estado salvadoreño y la primera en abrir una galería de Arte en El Salvador, la Galería Forma en 1958, después convertida en Museo.
En ese período se erige el Monumento a la Revolución de 1948, que diera origen a la Constitución de 1950, la más democrática que haya existido en El Salvador hasta estos días. En la elaboración de este monumento laboró Violeta Bonilla, quien cursó estudios en la Academia Valero Lecha, posteriormente, en México, fue asistente del muralista Diego Rivera, así mismo, estudió en la Academia de San Carlos y en la Esmeralda.
Olga Salarrué, hija mayor del matrimonio de Salvador Salazar Arrué (Salarrué) y Zélie Lardé, al igual que su madre y su hermana Maya, se dedica a las artes plásticas. Su producción es parca.
En este ámbito destaca en la plástica salvadoreña Rosa Mena Valenzuela (1924-2004), quien cursara sus primeros estudios en la Academia de Valero Lecha, Academia que mantuvo abierta sus puertas desde 1935 a 1968, siendo sus compañeros de generación Pedro Acosta García , Miguel Ángel Orellana , Ernesto San Avilés , Víctor Manuel Rodríguez Preza, María Teresa Ticas, Miguel Ángel Polanco, Bernardo Crespín. Rosa Mena Valenzuela continuó sus estudios en Europa gracias a una beca gestionada por Salarrué en 1960 ante el gobierno de Italia.

Influencias predominantes en la obra de Rosa Mena Valenzuela.
Para aproximarnos a su obra, es necesario remitirnos al surrealismo, al expresionismo, a las técnicas del grafismo, el papel y los objetos encolados y el collage. A nivel filosófico podemos ubicar a Rosa Mena Valenzuela dentro de la filosofía de Bergson, sobre todo en lo referente al concepto del Tiempo, tan importante en su obra.
La concepción del tiempo bergsoniano parte de que la vida es tiempo. No tiempo abstracto, sino tiempo real, concreto. Es una evolución, algo que se está haciendo a cada instante, el despliegue temporal de una fuerza libre y creadora, de un impulso vital. En Bergson, el tiempo está cualificado por la duración, que se presenta como una corriente de nuestros estados de conciencia, sin establecer separación entre el estado presente y los anteriores. La duración no es homogeneidad, sino heterogeneidad. En la duración no predomina la cantidad, sino la cualidad. El tiempo es la duración, el movimiento, el flujo de la conciencia, el prolongar el pasado en el presente.
En arte, la filosofía de Bergson se manifestó por excelencia en el cine, donde el límite del espacio y el tiempo son fluctuantes. El espacio pierde su estado estático y se torna dinámico, móvil, fluyente.
Su obra
Las obras de madurez de Rosa Mena Valenzuela producen la impresión de emplear el tiempo bergsoniano, donde los límites espaciales y temporales son flotantes, en ciertas formas difusas, donde acontecimientos concurrentes y simultáneos pueden ser mostrados sucesiva y simultáneamente en múltiples exposiciones y montajes. No solamente son simultáneos y concurrentes los acontecimientos sino también, y sobre todo, los estados del Alma.
En las obras de Mena Valenzuela tiene preponderancia lo gráfico, cobrando vital importancia la línea y sus valores, las manchas, las zonas raspadas sobre el lienzo, produciendo efectos de formas fantasmales, siendo consecuente con el expresionismo que se niega a reproducir lo burdo de la realidad e intenta alejarse de la lógica y del racionalismo.
En su obra, el dibujo espontáneo tiene prominente importancia. Interpreta gráficamente y de una manera personal lo que el tema le inspira. Sus obras están impregnadas de grafía, de signos, de símbolos. Todos ellos entremezclados con las figuras que insinúan y materializan a sus personajes y sus temas.
La iluminación es artificiosa. Sus personajes son seres retorcidos, la generalidad de las veces apenas insinuados por unas breves temblorosas líneas de pincel. Sus colores son fuertes y puros.
Rosa mena Valenzuela ha desarrollado el retrato, temas religiosos, la realidad nacional, especialmente durante el conflicto bélico del siglo recién pasado, y obras de desbordante y rica imaginación. Dentro de su producción destacan algunas apropiaciones, que ya es signo de posmodernidad, especialmente del artista español Diego da Silva Velázquez, en concreto las obras Las Meninas y las Hilanderas.
Muchos de los elementos que figuran en su obra han perdido sus funciones para desempeñar otras: las ventas, las puertas, las calles… Por ellos se penetra a un mundo desconocido que la artista va develando en sus obras.
En 1973 funda la Academia de Dibujo y Pintura “Rosa Mena Valenzuela” extendiendo desde ese año el cúmulo de sus conocimientos a sus alumnos y de donde han surgido importantes jóvenes valores formados por ella. Dos años después, se edita el libro “Rosa Mena Valenzuela” dedicado exclusivamente a su obra. El mismo año, la Asamblea Legislativa de El Salvador en Sesión Solemne le otorga “Pergamino de Reconocimiento”. Ilustra el Periolibro dedicado al antipoeta chileno Nicanor Parra, tarea que le es encomendada por los responsables del proyecto “Periolibros” de la UNESCO. En 1997, viaja a España en calidad de Invitada Especial para participar en la inauguración de la muestra itinerante IBEROAMERICA PINTA parte del Proyecto Periolibros, la cual se inauguró en la Casa de América, Madrid, España en el mes de octubre. El Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (CONCULTURA), en 1998, organizó una Exposición Retrospectiva de la obra de Rosa Mena Valenzuela en la Sala Nacional de Exhibiciones en San Salvador. En los últimos años, la Maestra ha sido homenajeada por importantes instituciones gubernamentales y de la sociedad civil en reconocimiento a su genial labor dentro de la plástica nacional.
Su vida en fechas

1960 Su primera exposición la realizó en las instalaciones del Instituto Salvadoreño de Turismo (Istu) que aún se encuentra en la Calle Rubén Darío.
1963 Realizó un viaje a Nueva York (Estados Unidos) y a diversos países de Europa donde visita varios museos de arte contemporáneo.
1964 Ganó el premio República de El Salvador.
1973 Fundó su Academia de Dibujo.
1990 El Gobierno de Francia le otorgó la Orden de las Artes y las Letras.
2004 Murió el 6 de enero.

Navidad 1922

Navidad 1922
Miércoles, 04 Enero 2012
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Edgardo Quintanilla (*)

LOS ÁNGELES – A finales de diciembre de 2011 me encontré con el muralista, visionario, y artista salvadoreño Héctor Ponce, en la celebración de un cumpleaños para una amiga en común en una casa en las colinas de Hollywood cerca del observatorio Griffith. Ver www.hectorponce.com

Salió a cuento en nuestra plática su observación que El Salvador es un país maldito ya que en toda su historia siempre ha tenido que lidiar con la violencia a todo nivel social. Mi ciudad no es tampoco una excepción ya que terminó el 2011 con una racha de varios incendios de autos, garajes, y casas de parte de un incendiario de origen europeo que afectaron West Hollywood y el Valle de San Fernando. Pero nunca he escuchado a nadie decir que mi metrópolis angelina padece de una maldición sobre todo cuando es la capital del entretenimiento a nivel mundial. Escuchar www.jazzandblues.org.

Al contemplar la llegada del 2012 y recordar el terruño maldecido que Ponce rememora, reparo que pronto llegarán a esa vieja patria los usuales discursos políticos haciendo de la matanza del ’32 una lección para el presente. Asimismo se dejarán caer las huestes rojas que irán a la tumba de Farabundo Martí (1893-1932) en el Cementerio de los Ilustres en San Salvador para corear y vivar al líder comunista fusilado por un pelotón del ejército salvadoreño un primero de febrero.

Farabundo, ó Farrabundo como era también llamado por gustar a lo grande de la bebida alcohólica (uno de los hechos que lo alienó del abstemio líder Augusto César Sandino), nunca supo que en su nombre una revolución iba a ser pretendida ó un partido político salvadoreño iba a ser fundado y que a diferencia de Sandino nadie lo vería como un mesías de la luz y la verdad. Ver Marco Aurelio Navarro-Génie, “Augusto ‘César’ Sandino: Messiah of Light and Truth” (Syracuse University Press 2002).

Lo más seguro es que las reseñas oficiales del actual gobierno efemelenista no hagan ninguna referencia a la masacre de un lunes, 25 de diciembre de 1922, en el entonces glorificado “Paseo de la Independencia” de San Salvador. Ver Héctor Ismael Sermeño, “El Paseo Independencia”, contrACultura (Diario Digital), 5 de octubre de 2011. Debería de existir una mejor remembranza ya que casi han pasado 90 años del acontecimiento en un país donde han habido masacres al escoger, pero lo que distingue a esta masacre es que fue básicamente una masacre de una manifestación política de mujeres en una época en que la mujer salvadoreña no tenía el voto, no tenías los mismos derechos legales que un hombre, y era vista como el sexo débil. Ver Edgardo Quintanilla, “Consuelo Suncín en San Francisco,” ContraPunto, 17 de septiembre de 2010 (republicación).

Los académicos americanos Jeffrey Gould y Aldo Lauria-Santiago hacen una breve referencia a la única matanza política navideña en toda la historia de San Salvador en “To Rise in Darkness: Revolution, Repression, and Memory in El Salvador, 1920-1932” (Duke University Press 2008). Haciendo uso de un escrito hecho por un simpatizante de las marchantes, Miguel Ángel Hernández, dicen que ese día como un millar de mujeres de todas la clases sociales de San Salvador vestidas de azul ó con un botón azul en apoyo a un hombre político de oposición, un tal Tomás Molina, se congregaron a las dos de la tarde con pancartas para manifestarse y marchar por el lujoso Paseo Independencia bajo la mirada de sus compañeros de vida y familiares masculinos que iban a llevarlas a casa al terminar el evento, que empezaron a marchar a las cuatro de la tarde, que luego fueron agredidas por ametralladoras disparadas por elementos de las fuerzas armadas de El Salvador, y por macheteros de una organización paramilitar llamada Liga Roja compuesta de campesinos é indígenas, resultando con varias mujeres muertas y heridas. Ni Gould, Lauria-Santiago, ó Hernández dan por lo menos el nombre de una de estas mujeres que participaron en esa marcha fatídica.

Hay muchas preguntas que se forman sobre el incidente, empezando con los y las organizadores reales de la marcha, los nombres de testigos y testigas del suceso que debieron de haber contado lo que pasó en una narrativa que debió haberse repetido a lo largo de cuatro generaciones, si existen actas de defunción de las muertas, y por qué la ausencia de fotografías, de mujeres muertas tendidas en la tarde de una Navidad sansalvadoreña. No se sabe cuántas murieron.

Luego viene la duda, el escepticismo sobre lo que Gould, Lauria y Hernández pretenden recontar. En 1922 existía una amplia y clara división social de mujeres de alta sociedad y sus sirvientas en San Salvador, y si por ejemplo iban a misa, no iban a la misma iglesia, ni se sentaban en la misma banca. Ver Dana G. Munro, “The Five Republics of Central America” (Oxford University Press 1918). Dudo que haya sido una marcha de mujeres de todas las clases sociales.

Espero que desde el país maldito que me habla Ponce surja una novela, una película, una recreación imaginativa de esta masacre, ya que el arte ayuda a re-entender y cuestionar el pasado. Si era Navidad en el opulento Paseo Independencia, el olor a pólvora de la quema de cuetes de la noche anterior no se había ido, y la tarde bajo un cielo azul intenso bien pudo haber estado fresca en un San Salvador rodeado de cafetales donde las cortas ya habían terminado, mujeres sin nombre con vestidos largos hasta el calcañal con botones azules en el pecho, mirando impaciente hacia el poniente, hacia donde el sol caía sobre el volcán de San Salvador, esperando que la marcha empezara ó que 90 años más tarde se les diera un nombre.

(*) Abogado de ley migratoria en los Estados Unidos y columnista de ContraPunto

El largo camino hacia el voto femenino

El largo camino hacia el voto femenino
Carlos Cañas Dinarte
Durante los siglos de gobierno español, las vidas de las mujeres criollas, mestizas, indígenas y negras esclavas se desarrollaron entre el hogar, la iglesia, el hospital y la labranza.

Privadas de asistencia médica ginecológica y de acceso masivo a la educación elemental, salvo que se educaran mediante el sacrificio de su libertad al ingresar a alguno de los conventos de monjas de la región centroamericana, muchas de esas mujeres dependían de los hombres de su casa —padres, hermanos, esposos, cuñados— para escribir o leer documentos personales y judiciales.

Los hombres eran los únicos que poseían los rudimentos necesarios para leer, escribir y hablar “en Castilla”, el lenguaje importado por las tropas europeas de conquista y colonización.

Pese a ello, las leyes imperiales ibéricas cobraban tributo a las mujeres, por lo que les permitían realizar transacciones de fuertes sumas monetarias por tierras o por hatos de ganado, a la vez que les negaban derechos políticos como participar en las elecciones periódicas de autoridades municipales o de la intendencia.

Por estas y otras razones, no resulta extraño que las mujeres hayan tomado parte en muchos de los más importantes motines y alzamientos populares que hubo en la provincia sansalvadoreña y sonsonateca entre los siglos XVI y XVIII. Abrigaban la esperanza de que los cambios radicales les legaran una nueva sociedad que reconociera sus aspiraciones femeninas y les abrieran, de lleno, las puertas de la política, la educación y de la historia.

Aunque la participación política directa de las mujeres era casi nula en la Intendencia de San Salvador y en la Alcaldía Mayor de Sonsonate, la población femenina no se mantenía indiferente a los afanes por separarse de la corona española. Influidas por un fuerte sentido libertario, algunas “exaltadas mujeres” —como las definieron los informes judiciales de la época— tomaron parte en las acciones independentistas de noviembre y diciembre de 1811, realizadas en San Salvador, Metapán y Sensuntepeque.

Entre aquellas olvidadas mujeres destacan las metapanecas Juana de Dios Arriaga, Úrsula Guzmán, Gertrudis Lemus, Micaela Arbizú, Sebastiana Martínez, Manuela Marroquín, Patricia Recinos, Rosa Ruiz, María Isabel Fajardo, Luciana Vásquez, Juana Vásquez, Juliana Posada, Feliciana Ramírez, Petrona Miranda, Teresa Sánchez, Eusebia Josefa Molina y María Teresa Escobar, al igual que las santanecas Juana Ascencio, Dominga Fabia Juárez de Reina, Juana Evangelista, Inés Anselma Ascencio de Román, Cirila Regalado, Irene Aragón, Romana Abad Carranza, María Nieves Solórzano y Teodora Martín Quezada.

Estos grupos estuvieron encabezados por la viuda María Madrid y la joven Francisca de la Cruz López, quienes, tras ser capturadas y sometidas a largos interrogatorios y acusaciones de alta traición contra el imperio ibérico, fueron liberadas gracias al indulto promulgado el 3 de marzo de 1812.

Pero también hubo bajas en el sector libertario femenino. Así, María Feliciana de los Ángeles Miranda fue procesada y ejecutada, en público, en la plaza central de la ciudad de San Vicente de Austria y Lorenzana, a inicios de 1812. Hasta la fecha, es la única independentista salvadoreña que ha sido reconocida como prócer, mediante un decreto legislativo de noviembre de 1976.

Aparte de estas mujeres a las que la historia tradicional salvadoreña ha alejado del sitial de promotoras de la independencia centroamericana y fundadoras del Estado salvadoreño, a partir de 1814 otras mujeres sirvieron como defensoras judiciales de sus esposos, padres o hermanos, encarcelados en las ciudades de Guatemala y San Salvador, de las que los liberaron con éxito.

Este fue el caso de María Teresa Escobar, María Felipa de Aranzamendi y Aguilar, Ana Andrade Cañas y Manuela Antonia de Arce y Fagoaga.

Mujeres y feminismo

Durante buena parte del Siglo XIX, las salvadoreñas sólo tuvieron presencia en tres terrenos sociales.

El magisterio, la poesía y los campos de batalla fueron esos escenarios. Por esto, no es raro encontrar vagas referencias a mujeres connacionales que, en compañía de los soldados regulares, defendieron al país y a la ciudad de San Salvador en acciones bélicas contra el Imperio Mexicano del Septentrión (1822-1823) o contra las tropas guatemaltecas que invadieron y sitiaron a San Salvador, en 1863, para derrocar al general Gerardo Barrios.

Como el Siglo XIX estuvo marcado por las guerras centroamericanas y las revoluciones nacionales, tampoco resulta extraño que una de las primeras organizaciones de notable presencia femenina fuera la de la Cruz Roja Salvadoreña, fundada en 1885 y una de cuyas primeras acciones fue la de auxiliar a los heridos en la batalla de Chalchuapa de inicios de abril de ese año, librada contra las fuerzas invasoras guatemaltecas.

Después, los intereses organizativos femeninos se volcarán hacia la organización y edición de revistas literarias, como “Ramo de violetas”, publicada en 1890 en San Salvador, bajo la dirección de Rafaela Contreras (1869-1893), escritora que hizo suyo el nuevo lenguaje “azulino” propuesto por Rubén Darío, al grado tal que escribió muchos cuentos modernistas que, por décadas, fueron confundidos con los del escritor nicaragüense. En junio de 1889 se convirtió en la primera esposa del bardo.

Hacia el fin de esa centuria e inicios del Siglo XX, El Salvador contaba ya con algunos de los primeros clubes o asociaciones femeninas que trabajaban por la regeneración social de las mujeres y por obtener el derecho al voto.
Una de estas organizaciones fue el club feminista “Adela de Barrios”, establecido en la ciudad de Ahuachapán en momentos en que comenzaba a estremecerse la sociedad salvadoreña con la llegada de ideas femeninas sufragistas, las faldas cortas y los reducidos cortes de pelo. Eran corrientes que provenían de Europa y Norteamérica que pronto fueron condenadas por los sacerdotes desde sus púlpitos, que no tuvieron mucho éxito con las amenazas de excomunión.

¡A las calles!

En 1890, algunas salvadoreñas de espíritu combativo iniciaron un proceso que estaba llamado a causar una verdadera revolución legal en el país.

Se trataba de alcanzar el que fue denominado por la revista “La juventud salvadoreña”, como “el más importante y elemental de los derechos del ciudadano en la democracia moderna”: el sufragio o derecho al voto para todas las salvadoreñas, hasta entonces excluidas de las decisiones políticas del país.

Influidos por las ideas modernas vigentes en otras latitudes, esas mujeres y algunos intelectuales alabaron los inicios del proceso, que contaba con fuertes apoyos en la recepción de socias en la Academia de Ciencias y Bellas Artes de San Salvador (mayo de 1888) y en la graduación de la primera universitaria centroamericana, con el doctorado obtenido en septiembre de 1889 por la salvadoreña Antonia Navarro Huezo (1870-1891).

Para muchos de sus contemporáneos masculinos, esos esfuerzos fueron atrevidos, pioneros, abanderados o locos, según quien los interpretara.

Incluso, algunos llegaron a tildarlos de descabellados, cuando los diputados de tres países centroamericanos, reunidos en la capital hondureña, promulgaron la última Constitución Federal del Istmo, en septiembre de 1921. Allí, en letra muerta desde el inicio mismo de su redacción, quedó consignado el derecho al voto para las guatemaltecas, salvadoreñas y hondureñas.

Ciudadanía y sufragio
En San Salvador este logro fue celebrado con repique de campanas, misas solemnes de acción de gracias y otros eventos sociales.

Después de eso, el silencio electoral fue evidente.

Estimulada por aquella acción legal, el 19 de abril de 1922, una salvadoreña de ascendencia colombiana, María Solano Álvarez de Guillén Rivas, fundó la Sociedad Confraternidad de Señoras de la República de El Salvador, la que contó con el apoyo de la Liga de Mujeres Neoyorquinas.
En una de sus primeras marchas por el centro capitalino, realizada el día de Navidad para apoyar al candidato presidencial de la oposición, doctor Miguel Tomás Molina, la respuesta gubernamental fue de fuego y sangre: uniformadas de azul, veintidós de las participantes murieron acribilladas a tiros.

Sin embargo, el baño de sangre no detuvo los ímpetus y afanes de las organizaciones de mujeres sufragistas, pues el fin era lograr apoyo político para alcanzar el derecho al voto y el reconocimiento a su ciudadanía. Por entonces toda mujer nacida en suelo salvadoreño estaba privada de nacionalidad propia, por lo que al casarse con un extranjero adoptaba, de inmediato, la nacionalidad de su esposo.
Así lo denunció la escritora Alice Lardé de Venturino en una carta dirigida a su cuñado Salarrué, la cual le remitió desde Buenos Aires, en enero de 1928: “Amo a mi patria hasta el dolor. Amo a esta patria mía que me niega —por sus leyes arbitrarias y crueles—, a esta patria mía que me ha visto crecer, y que ha presenciado los terribles sacudimientos de amor y dolor con que me abrió los ojos a la Verdad, el Destino, y que, a pesar de todo esto, por sus leyes antipatrióticas, me niega el derecho de llamarme suya, de llamarme salvadoreña, que al casarme, por una cláusula que deben abolir cuanto antes, perdí o quieren que pierda y que yo, a pesar de todo esto, grito con más amor que nunca: ¡Soy salvadoreña! ¡Soy salvadoreña! Que mi grito tremendo llegue hasta el corazón de mi patria y al ser conmovido por él, griten los salvadoreños en mi nombre para que reformen la ley, aboliendo esta cláusula que hace perder a la mujer su derecho de nacionalidad patria”.

El sufragismo femenino internacional había cobrado presencia en países anglosajones y europeos, al grado tal que España había ya consignado el voto femenino en su legislación, a partir del primer día de octubre de 1931, gracias a las encendidas intervenciones hechas por la activista y diputada Clara Campoamor (1888-1972).

Cuatro años más tarde, en enero de 1935, las capitalinas Emma Aguilar, Nelly Hernández, Irene Chicas, Amanda Rodríguez, Paula Alvarenga, Juana Araujo, Dominga López y Elvira Vidal se convirtieron en las primeras salvadoreñas en ejercer el voto, aunque, por decisión del Dr. José Casimiro Chica, presidente de la junta electoral de San Salvador, sus papeletas les fueron tomadas en forma honoraria, pero sin que contaran para el escrutinio final, en franca violación al Artículo 180 de la Constitución de 1886 y a las listas de personas electoras del municipio capitalino.

Por la creciente presión social, el 5 de diciembre de 1938 la Asamblea Legislativa emitió una ley en la que reconoció que tenían derecho al voto las casadas mayores de 25 años, que presentaran su cédula de vecindad y su acta matrimonial, mientras que las solteras debían tener más de 21 años de edad y un título profesional o ser mayores de 30 años y poseedoras, al menos, del certificado de sexto grado de escolaridad. Así quedó consignado en la Constitución Política de 1939, aunque tuvo poca aplicación práctica.

Frente a la dictadura

Durante el régimen dictatorial de 1931 a 1944, algunas salvadoreñas se dedicaron al periodismo como profesión. Asimismo cultivaron las letras, las artes y las ciencias; algunas veces a través de medios de moda, como la radiodifusión.

Allí se consolidaron nombres de escritoras y sufragistas, como Lydia Valiente, María Loucel, Ana Rosa Ochoa, Claudia Lars, Lilian Serpas, Lavinia de Flores, Margarita de Nieva, Rosa América Herrera, Laura de Paz, Mercedes Maití de Luarca, Rosa Amelia Guzmán, Clara Luz Montalvo, Tránsito Huezo Córdova de Ramírez y Mercedes de Altamirano.

En sus programas de radio, estas mujeres abarcaban temas propios de su momento: discusiones en torno al sufragio femenino parcial, los derechos ciudadanos de las mujeres, la prostitución, la violencia intrafamiliar, la educación femenina formal e informal, el alcoholismo, la mortalidad infantil, la maternidad y paternidad irresponsables, la delincuencia organizada, el trabajo femenino y otros más.

Estas escritoras y periodistas, en su mayoría jóvenes, contaban con el apoyo del semanario capitalino “Azogue”, editado en febrero de 1938 con la misión de contribuir al mejoramiento social de la mujer salvadoreña, entendida “no sólo como mantenedora del hogar, sino como opinante y como fuerza social”, que se puso de manifiesto en las acciones cívico-militares de abril y mayo de 1944, cuando varios sectores del pueblo salvadoreño se organizaron y derrocaron la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez.

Tras superar muchos prejuicios, las mujeres que luchaban por el voto universal y los demás derechos femeninos contaron con poderosos aliados en los gremios obreros y en el ambiente prodemocrático creado en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Esto condujo a una toma colectiva de conciencia, en especial en organizaciones como la Juventud Democrática Salvadoreña (1941) y el Frente Democrático Femenino, cuyas acciones serían decisivas en la lucha antitotalitaria de abril y mayo de 1944, que condujo al derrocamiento del régimen martinista.

Pese a que, en septiembre de 1944, millares de mujeres marcharon por las calles de San Salvador para solicitar la puesta en marcha del voto irrestricto, el Poder Ejecutivo declaró que ese no era un tema de su competencia, sino de la Asamblea Legislativa. El voto universal aún tendría que esperar mejores momentos políticos.

Tras nuevas discusiones, en enero de 1946, el derecho y deber ciudadano al voto fue universalizado hasta que entró en vigencia la nueva Constitución política, promulgada en septiembre de 1950. Por entonces hacía ya varios meses que funcionaba la Liga Femenina Salvadoreña y estaba en circulación su fuerte órgano informativo titulado, “El heraldo femenino”, que fue fundado el 14 de julio de 1950. Sin embargo, el trabajo publicitario por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres en El Salvador fue realizado por la Liga desde 1947, mediante las páginas editoriales de periódicos como “El Diario de Hoy”, “La Tribuna” y “Tribuna Libre”.

Si bien es cierto que medio siglo más tarde ese panorama ha cambiado, aún falta mucho trabajo por hacer y muchos cambios por lograr para que la igualdad de derechos entre hombres y mujeres sea una realidad cotidiana en El Salvador. Y, para eso, el voto es una arma poderosa en manos de hombres y mujeres de cualquier credo, razón social o ideología política, porque es una de las más altas expresiones de su libertad y de su apoyo al ejercicio democrático que el sufragio representa.

Las Mujeres en la Independencia

Las Mujeres en la Independencia
Patricia Iraheta
Publicado el 05 Septiembre 2008

Mujeres en la Independencia

Los acontecimientos históricos del proceso independentista dieron vida a una serie de expresiones y movimientos socio-políticos que hasta la fecha se consideran poco investigados y analizados, pero sólo se conocen las versiones tradicionales de los acontecimientos y actores, invisibilizando hechos y protagonistas importantes.
Hasta hace poco tiempo que el proceso independentista está siendo investigado rescatando la participación y rol de las mujeres; de ahí que investigaciones realizadas como la de Carlos Cañas Dinarte sobre las mujeres en la independencia nos proporcionan evidencias importantes sobre el rol de las mujeres en esa época, que es fundamental reflexionar.
Cañas Dinarte constata que “Las mujeres de esa época: criollas, mestizas, indígenas y negras esclavas, compartían algunas funciones y labores comunes, a las que se les denominaba: “oficios mujeriles”. El hogar, la iglesia, el hospital y el campo de labranza eran sus principales espacios para desempeñar éstas labores. La mayoría de mujeres eran excluidas del derecho a la educación, siendo esta, además de exclusividad de una élite, eminentemente religiosa y segregada para hombres y mujeres.
Sin embargo, la historia de la independencia está sellada por la firma sólo por próceres y fue hasta 1975, que en el marco del Año Internacional de la Mujer y a iniciativa de la Liga Femenina de El Salvador, se reconoció la participación de una prócer: María de los Ángeles Miranda, declarada Heroína de la Patria mediante el decreto legislativo 101 (30 de septiembre de 1976).
Estos datos nos indican que las mujeres independientemente de sus condiciones sociales y étnicas compartían un mismo ámbito y espacio que las colocaba en una misma condición de género, determinada por su exclusión de otros espacios sociales en el ámbito público–político y destinadas a sus roles de madres, esposas, cuidadoras.
A pesar de este contexto, fueron muchas las mujeres que formaron parte de este proceso independentista – que según la investigación citada – tuvieron que intervenir activamente y haciendo aportes importante a este momento histórico; entre ellas recordamos:
Las metapanecas Juana de Dios Arriaga, Inés Anselma Ascencio de Román, Dominga Fabia Juárez de Reina, Úrsula Guzmán y Gertrudis Lemus. Las dos últimas suministraron piedras y armas a los indios y mulatos que, el 24 de noviembre de 1811, participaron en enfrentamientos en esa localidad santaneca, dirigidos por el prócer Juan de Dios Mayorga.
María Madrid –viuda oriunda de Tejutla (Chalatenango), de 43 años de edad- y Francisca de la Cruz López –joven de 30 años de edad, soltera y nativa del lugar-, quienes fueron liberadas gracias al indulto promulgado el 3 de marzo de 1812, tras ser capturadas y sometidas a largos interrogatorios y acusaciones de alta traición contra el imperio ibérico.
Se reconoce como una mártir a Mercedes Castro –fusilada en San Miguel por sus afanes libertarios-, al igual que los de las viroleñas Josefina Barahona, Micaela y Feliciana Jerez.
Las más destacadas en la historia salvadoreña están hermanas María Feliciana de los Ángeles y Manuela Miranda, quienes, entusiasmadas por los afanes libertarios en San Salvador, propagaron las noticias independentistas por la campiña de Sensuntepeque, misión patriótica llevada a cabo con sus fuertes voces y un tambor. La zona se alzó en insurrección el 29 de diciembre de 1811, en el punto conocido como Piedra Bruja. Capturadas por las autoridades españolas, las hermanas Miranda fueron procesadas en Sensuntepeque y fueron recluidas después en el Convento de San Francisco de la localidad de San Vicente de Austria y Lorenzana, las hermanas Miranda escucharon la sentencia que las condenó a sufrir cien azotes cada una, para ingresar más tarde como siervas sin paga en el convento local y en la casa del cura párroco. María de los Ángeles murió a principios de 1812, cuando su espalda desnuda recibió las descargas del látigo de su verdugo frente a la multitud reunida en la Plaza Central de San Vicente. Al momento de su muerte, rondaba los 22 años de edad.
María Felipa Aranzamendi y Aguiar, Ana Andrade Cañas, Manuela Antonia de Arce y María Teresa Escobar, abogaron por la libertad de sus cónyuges: Manuel José Arce, Santiago José Celis, Domingo Antonio de Lara y Juan de Dios Mayorga y les apoyaron de diversas maneras – visitas, bienes, exilio, privaciones, mensajería y más- para lograr la emancipación centroamericana, mientras purgaban sus penas en las cárceles, entre 1814 y 1819.
El 15 de septiembre de 1821, en las afueras del Palacio de los Capitanes Generales, una mujer fue determinante para decidir la balanza de la historia a favor de la Independencia. María Bedoya de Molina, esposa del prócer guatemalteco doctor Pedro Molina, hizo que una banda tocara música en la plaza y llamó al pueblo a concentrarse en el lugar, mediante la quema de cohetes de vara. A los pocos minutos, una multitud se reunió frente al edificio y así los notables se vieron obligados a decretar la emancipación política de las provincias centroamericanas.
Las labores hechas por las mujeres como activistas, como defensoras públicas, convocantes, mensajeras, así como los registros de mujeres presas políticas y mártires, han sido hechos menos valorados, y consideradas como tareas de apoyo y no determinantes en este proceso histórico, se confirma el carácter sexista de la historia escrita que ha destacado el protagonismo masculino como lo determinante para los cambios socio–políticos y desvirtúa el valor “político” al aporte y acciones de las mujeres.
Se confirma entonces que el registro de los acontecimientos políticos y sociales no es neutral en cuanto al sexo de las personas. En los procesos sociales participan hombres y mujeres en determinados espacios, pero al darse en un sistema socio político que privilegia lo masculino e invisibiliza y subvalora el aporte de las mujeres.
La reproducción de este sistema de valores ha sido el principal motor de las desigualdades sociales entre hombres y mujeres – la historia oficial lo demuestra – por el que las mujeres seguimos luchando por ocupar espacios, donde no somos nuevas, sino donde se nos ha valorado de manera inequitativa.
Patricia Iraheta
Coordinadora de Programa de Educación para la Equidad de Género

Silvia Rivera Cusicanqui: Contra el colonialismo interno

Silvia Rivera Cusicanqui: Contra el colonialismo interno
Verónica Gago
18 junio 2017 0
Silvia Rivera Cusicanqui tiene un arte: escapar de las clasificaciones y los lugares exotizantes donde se la quiere ubicar. A veces se refiere a sí misma como sochóloga, un mix de chola y socióloga que alguna vez le dijeron para desacreditarla y ella lo convirtió en bandera. Hace pocos días visitó Buenos Aires para brindar un seminario organizado por la UNSAM, la UBA y la UNTREF, y presentar su libro “Sociología de la imagen”. Verónica Gago la siguió de cerca, debatió y pensó con ella y escribió este perfil de una de las pensadoras indispensables de la historia oral andina.
Leer a Lenin como se lee el I Ching, abriendo al puro azar, y quedarse con una frase: “Hay que soñar, pero a condición de creer firmemente en nuestros sueños, de cotejar día a día la realidad con las ideas que tenemos de ella; de realizar meticulosamente nuestra fantasía”.
Silvia Rivera Cusicanqui cuenta que esta cita fue la clave de su salvataje ante un tribunal de tesis que le reclamaba pruebas de pureza que su trabajo teórico no tenía. Nadie iba a objetar una frase de Lenin y encontrar a Lenin hablando de fantasía era un hallazgo para atesorar. Eran los años 70 en Bolivia, y Silvia se recibía de socióloga.
Más tarde, su tesis de maestría se perdió por un allanamiento del gobierno militar. Estuvo exiliada en Buenos Aires, a principios de aquella década, cuando estaba embarazada de su primer hija y tras haber estado presa. Pero duró poco: hacía encuestas en el conurbano y apenas le respondían. “Parecía invisible”, recuerda. Se fue al norte y ahí ya se sintió más a gusto y adquirió para siempre los saberes del contrabando y la costumbre de no comprar muebles sino fabricarlos como desmontables, con ladrillos y tablas.
Silvia Rivera Cusicanqui deriva una serie de principios metodológicos que se vuelven un banquete para lxs más de cien alumnxs que concurren durante tres días a un seminario co-organizado entre tres universidades públicas: el Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la UNSAM, la carrera de Sociología de la UBA y el programa Pensar en movimiento de UNTREF.
Ser “iconoclastas e irreverentes” con la teoría son dos palabras que se le escuchan una y otra vez y repercuten como un mantra: primero se las repite, luego se las saborea y cuando adquieren un ritmo y se entonan con la respiración, abren otras vías de transmisión.
En Bolivia, la academia fue siempre un bien “elusivo y lejano”, comenta Silvia. Esa “desventaja”, sin embargo, se convirtió en ventaja a la hora de relacionarse con los libros y la teoría en general. “Descubrimos el provincianismo europeo. Por ejemplo, que los ingleses no leen a los franceses. Claro que desde acá eso no se ve porque les atribuimos universalidad. Pero en este continente somos menos provincianos: leemos todo lo que nos llega y bajo el principio de selectividad de que todo sirve según las emergencias sociales. Así tenemos la suerte de saltearnos varias modas, porque llegaron tarde o porque nos parecen de otro planeta, y de entrenarnos en una libertad combinatoria”.
Tener pocos libros, en contraste con la “híper accesibilidad actual”, exigía “sacarles el jugo desde lo propio pero también fragilizar la seguridad de nuestro pensamiento a partir de la realidad, así como lo propone Marx, para quien prima lo real frente al pensamiento”.
Curiosear, averiguar, comunicar [1].
Con estos tres verbos, Rivera Cusicanqui enhebró su propuesta metodológica como una serie de gestos. Primero, la curiosidad, que proviene de ejercitar una mirada periférica: la del vagabundeo, la poética figura del flanneur que evocaba Benjamin, como una capacidad de conectar elementos heteróclitos gracias al modo mismo de discurrir, transitar, vagar. La mirada periférica incorpora una percepción corporal. Metaforiza la investigación exploratoria.
Envuelve un estado de alerta. Se hace en movimiento y guarda cierta familiaridad con lo que se ha llamado la atención creativa. Averiguar, como segundo paso, es seguir una pista. Es la mirada focalizada. Y para eso, como insiste Silvia: “lo primero es aclararse el por qué motivacional entre uno mismo y aquello que se investiga”. Lo dice porque subraya una tarea irreemplazable: descubrir “la conexión metafórica entre temas de investigación y experiencia vivida”, porque sólo escudriñando ese compromiso vital con los “temas” es posible aventurar verdaderas hipótesis, enraizar la teoría, al punto de volverla guiños internos de la propia escritura y no citas rígidas de autorización.
Por último, ¿cómo comunicar? Hablar a otrxs, hablar con otrxs. Hay un nivel expresivo-dialógico que incluye “el pudor de meter la voz” y, al mismo tiempo, “el reconocimiento del efecto autoral de la escucha” y, finalmente, el arte de escribir, o de filmar, o de encontrar formatos al modo casi del collage. Hablar después de escuchar, porque escuchar es también un modo de mirar, y un dispositivo para crear la comprensión como empatía, capaz de volverse elemento de intersubjetividad. La epistemología deviene así una ética. Las entrevistas un modo del happening. Y la clave es el manejo sobre la energía emotiva de la memoria: su polivalencia más allá del lamento y la épica, y su capacidad de respeto por las versiones más allá del memorialismo de museo.
En un pequeño cuaderno verde, Silvia tiene unas breves notas que cuando pasan a su oralidad crecen, proliferan y edifican una arquitectura de imágenes, conceptos y narraciones que le permite afirmar –“suelta de cuerpo”, como a ella le gusta– que la sociología es una rama de la literatura.
Leer a Fanon a través de Fausto Reinaga
Cierta alquimia en el proceso de conexiones revela una singularidad. Así, por ejemplo, la lectura de Frantz Fanon en Bolivia se hizo a través de Fausto Reinaga, referente del katarismo, la guerrilla indigenista de los años 70 y autor del clásico La revolución india.
Silvia estuvo involucrada con aquella corriente como un momento colectivo de radicalización política. Años después, en los 80 fue una de las fundadoras del Taller de Historia Oral Andina (THOA), desde donde se exploró la vertiente comunitaria y anarquista de las luchas, se la difundió en folletos y radionovelas y repercutió en las movilizaciones populares de los años siguientes, especialmente en la organización de los ayllus del occidente de Bolivia, la CONAMAQ.
Fruto de ese trabajo, se volvió a editar recientemente el libro Lxs artesanxs libertarixs (Tinta Limón y MadreSelva) donde se recopila la historia sindical de los años 20, previa a la Guerra del Chaco, pero también, tras la matanza (se perdieron más de 100 mil vidas de ambos bandos), el protagonismo de los gremios femeninos que agruparon a floristas, amas de casa, vendedoras de mercado y cocineras.
Antes había escrito un libro que devino imprescindible: Oprimidos pero no vencidos. Luchas del campesinado aymara y qhichwa, 1900-1980, donde muestra la “lógica de la rebeldía” que nutrió las revueltas de todo ese período, hasta el golpe de García Meza en julio de 1980. Fue realizado mientras Silvia vivió en el campo, donde entró en contacto con dirigentes kataristas e indianistas.
Primero editado por una editorial paceña y la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), luego, según palabras de la autora, el libro fue objeto de una “apropiación reformista por parte de una generación de intelectuales de lo “pluri-multi”, lo cual me ha convencido de las capacidades retóricas de las élites y de su enorme flexibilidad para convertir la culpa colectiva en retoques y maquillajes a una matriz de dominación que se renueva así en su dimensión colonial”.
Rivera Cusicanqui tiene un arte y es escapar de las clasificaciones, especialmente de los lugares exotizantes donde se la quiere ubicar. Dice que por eso creen a menudo que es antropóloga. Se ríe y se auto-bautiza como “objeto étnico no identificado”. A veces también se refiere a sí misma como sochóloga, un mix de chola y socióloga que alguna vez le dijeron para desacreditarla y ella se lo convirtió en bandera.
Así también juega con el término birchola (una mezcla entre chola y birlocha que era como se decía, en contraste, a las mujeres de vestido) y que son figuras que Silvia investigó entre las migrantes de la populosa ciudad de El Alto, el cordón conurbano que rodea La Paz. No son piruetas. Son los destellos de una risa más profunda y una crítica despiadada sobre la esencialización de lo indígena.
“Indixs somos todxs en tanto personas colonizadxs. Descolonizarse es dejar de ser indix y volverse gente. Gente es una palabra interesante porque se dice de maneras muy distintas en cada idioma”, dijo en el auditorio Roberto Carri de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, donde Rivera Cusicanqui dio la conferencia magistral de cierre de las Jornadas de Sociología.
Y agregó a esta idea una vuelta más: “Estoy en contra de la metáfora falocéntrica y cristiana de la torre de Babel porque en ella la diversidad lingüística es pensada como castigo. Esta pluralidad se debe a que la tierra necesita muchas lenguas para decirse y no una maldición de un Dios cristiano que se enojó con los hombres”.
En esa invectiva, lo originario es otra palabra a la que Rivera Cusicanqui le ha dedicado sustanciosas críticas. “Es una palabra que divide, que aísla a los indios y, sobre todo, les niega su condición de mayoría para que se reconozcan en una serie de derechos que los restringe a ser una minoría desde el punto de vista estatal”.
Además, importantes investigaciones históricas ya demostraron la versatilidad de esa figura: como cuando Tristan Platt narra la conversión en originario del forastero, recuerda Silvia. Las filiaciones son así también efecto de montaje y, cuando no se congelan en estereotipos, procesos en devenir. “Debe tener que ver con que en Bolivia en vez de psicoanalizarnos como aquí, nos farreamos”, especula.
Hay que recordar que la primera traducción al castellano de los debates poscoloniales se hizo en Bolivia, en una compilación a cargo de la propia Silvia junto a Rossana Barragán. Rivera Cusicanqui vuelve a saltar las categorías y revolverlas: “Lo poscolonial es un deseo, lo anti-colonial una lucha y lo decolonial un neologismo de moda antipático”, sintetiza. Para radicalizar la alteridad, “hay que profundizar y radicalizar la diferencia: en, con y contra lxs subalternxs”.
Esta es una fórmula que permite sortear también la relación perversa que se construye cuando la estructura es “el resentimiento indígena y la culpa del no-indígena”, base afectiva del populismo. No se trata simplemente de “invertir la jerarquía sin tocar el dualismo (Guha dixit)” y usar la muletilla del eurocentrismo para construir nuevos binarismos límpidos.
Este movimiento desclasificatorio que Silvia detalla es el que permite incluso entender los “procesos de blanqueamiento como estrategias de sobrevivencia: hay que leer ahí quién se apropia de la fuerza y no quién se regodea en la lástima o quién deja de ser puro”. De ahí, también, la fuerza de los lenguajes combinatorios junto a la capacidad de enfrentar la contingencia e integrar lo ajeno.
El efecto es una condición de “palimpsesto” con el que Silvia lee las capas superpuestas en una ciudad (una “estratigrafía de lo urbano”), en las memorias colectivas, en las lenguas y en los trajines comerciales y de resistencia.
El colonialismo se expresa negando la humanidad de otros: “por eso hoy aparecen figuras desechables sobre las que se actualiza la dinámica colonial”, dice en conversación con teorizaciones como las de Achille Mbembe. Pero, aclara, la descolonización es una tarea de grupo: “Uno no se puede descolonizar solito porque, como decía Jim Morrison y también Foucault, a los señores los llevamos adentro por cobardía y pereza”.
La noción que Silvia trabaja para esta epistemología como práctica descolonizadora es lo ch´ixi: una versión de la noción de lo abigarrado que conceptualizara el sociólogo René Zavaleta Mercado, con quien ella mantuvo un intenso intercambio político e intelectual. “Creo que es una palabra-talismán, que nos permite hablar más allá de las identidades emblemáticas de la etnopolítica. Y creo también que tiene su aura en ciertos estados de disponibilidad colectiva para hacer polisémicas las palabras”.
Y también que permite leer hacia atrás y hacer de la escritura una capacidad de afiliación. Silvia Rivera Cusicanqui confesó tener “nostalgia de ancestros”. La nostalgia devino deseo y finalmente encontró a un tío mecánico mientras investigaba el archivo anarquista: Luis Cusicanqui fue el escritor de un manifiesto anarquista dirigido a indios y campesinos en 1929.
Muerte de una disciplina. Génesis de una (in)disciplina
Silvia habla del aymara como un idioma “aglutinante”, porque es capaz de que un mismo término varíe según los sufijos, los contextos de enunciación y con cada operación de significación específica, así como alrededor de las estrategias retóricas. Esa variación también es a la que se somete su propia teoría, al punto de decir: “Hace algún tiempo he adquirido la costumbre de expresar en público el repudio por mi obra anterior”.
Que esa posibilidad esté ligada a una trayectoria femenina no es menor: pone en acto, de nuevo, “la ventaja de la desventaja, el lado afirmativo de nuestra desvalorización”. Y también performativiza esa “episteme propia” sobre la que insiste con desacato e irreverencia, capaz de incluir términos no lineales, opuestos, zonas de conflicto y encuentro, nuevos puntos de partida.
Cuando Gayatri Spivak visitó Bolivia a pesar de que había una lista de traductores oficiales propuestos, fue Silvia quien se animó a la simultaneidad pero, sobre todo, la que puso en escena la indisciplina del texto y de la traducción lineal. “¿Cómo traducir al castellano el término double bind propio de lo esquizo que usa Spivak?
En aymara hay una palabra exacta para eso y que no existe en castellano: es pä chuyma, que significa tener el alma dividida por dos mandatos imposibles de cumplir”. Además, estos ejercicios de traducción, dice Silvia, revelan que hoy todas las palabras están en cuestión: “eso es signo de Pachakutik, de un tiempo de cambio”.
En ese tembladeral, hay procedimientos que ayudan: con el flash back y el deja vu (que usa en sus libros pero también en varios de los videos que ha guionado y filmado) Silvia vuelve sobre la memoria colectiva como una serie de montajes que se actualizan según el flujo y el reflujo de las luchas pero que se despliegan como lenguajes propiciatorios de justicia. “Hay una guía que nos hacemos y que tiene que ver con los pensamientos producidos justamente en momentos de peligro”.
Así, por ejemplo, se teje alianza con Waman Puma de Ayala, el autor de la Primer Nueva Coronica y Buen Gobierno (1612-1615 aprox.): una carta al rey de España de mil páginas y con más de trescientos dibujos hechos con tinta que Silvia analiza bajo la luz de su “sociología de la imagen”. Ese libro permite contrabandearla a ella misma en uno de esos dibujos, sobreimprimirla anacrónicamente.
El montaje nos daría una poeta-astróloga: “caminar, conocer, crear” los verbos de un método en movimiento, con el horizonte de una “artesanía intelectual”, que no se deja expropiar el debate sobre la idea misma de qué es otra mirada sobre la totalidad. Así quedó expuesto en el proyecto Principio Potosí Reverso, un catálogo-libro que Silvia realizó junto al Colectivo Ch´ixi y que narra una historia que va de las minas coloniales al neoextractivismo.
La imagen, así interrogada, deviene teoría. No es ilustración. Exige una confianza en la autonomía de la percepción que consiste en mirar con todo el cuerpo, como dijo mientras se presentaba su flamante libro en la Cazona de Flores ante casi doscientas personas: Sociología de la imagen.
Miradas ch´ixi desde la historia andina (Tinta Limón). Sus textos e intercambios con colectivos aquí ya habían circulado y amasado amistades a través de encuentros y de dos libros: un diálogo con los colectivos Simbiosis Cultural y Situaciones en De chuequistas y overlockas. Una discusión en torno a los talleres textiles y Chi’ixinakax utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores. Aquella noche Silvia estaba feliz. Antes había cocinado para editores y amigxs una deliciosa sopa de maní. Todo terminó con brindis y música ya comenzado el día siguiente.

Encontrar la voz propia: de leer a escribir
Entramos en el penal de mujeres de Ezeiza con un frío que helaba, junto a talleristas y docentes. Pero una vez adentro, el clima cambió. Estaban algunas presas que estudian la carrera de sociología y otras que participan de talleres con la organización Yo no fui. La charla se desparramó sobre los saberes de sobrevivencia, los más inteligentes, los que hacen de la debilidad, una potencia. Era un auditorio pero Silvia no se subió a la tarima. Se sentó y luego empezó a caminar mientras hablaba.
“La voz insustituible es la de una misma. Contar la propia vida a una compañera de celda en una noche de insomnio es co-investigar, ser ya parte de la artesanía de la historia oral. Por eso lo fundamental es cuidar la libertad que se siente dentro de cada una y usarla para leer por afinidad: ustedes deben sentir que gobiernan la lectura, leer sólo lo que huele mejor, de atrás para adelante, por pedazos y, luego, escribir como un gesto de cuidado y de fidelidad con ustedes mismas, como un ejercicio de libertad”.
Silvia contó que cuando daba clases de sociología en el penal de Chonchocoro (la cárcel de varones en La Paz), hizo un taller de “voladores”: unos barriletes con los que se comunicaban con los presos de la cárcel de San Pedro, desde el patio donde pasaban el día. “Era sólo un pequeño gesto, pero liberaba energía. Y la libertad es un gesto”. Para ella la cárcel era como un “mundo al revés”, “porque lo que afuera es pequeño adentro se engrandece y viceversa”. Las presas que hablaron coincidieron con esa imagen.
También contaron que nunca se habían imaginando leyendo a Nietzsche pero que a todas les impactó ese aforismo que dice que lo que no mata, fortalece, de la importancia de saber que están ahí por un tiempo pero que desde ahora deben proyectar también el afuera y de animarse a hacer cosas que nunca se imaginaron que harían. Habían terminado hace dos días con una huelga de brazos caídos contra una medida que les descuenta las horas de estudios y de talleres de la contabilidad de las horas de trabajo.
Silvia, huelguista de trayectoria, contó también estrategias de resistencia que se hicieron en 2008 cuando se intentó un golpe contra Evo por los industriales que manejan el comercio del arroz, el aceite, la carne y la harina. “Empezaron a circular todo tipo de recetas para prescindir de esos alimentos, por entonces signados por una maldad de clase. Ese tipo de sabiduría popular, que es la que puede demostrar que el consumo es político por ejemplo, es de pequeños actos pero fundamental a la hora de hacer grietas en las relaciones de fuerza”, graficó Silvia.
Y volvió a una receta, según ella imbatible: “cuando escriban, respiren profundo. Es una artesanía, es un gesto de trabajadora. Y cuando lean lo que escribieron, vuelvan a respirar hasta sentir que hay un ritmo. Los textos tienen que aprender a bailar”.
Pensar en movimiento
De nuevo, se trata de una cuestión de ritmo: “Se trata de conocer con el chuyma, que incluye pulmón, corazón e hígado. Conocer es respirar y latir. Y supone un metabolismo y un ritmo con el cosmos”. Así conocer es una práctica política: “La práctica de la huelga de hambre y la caminata durante días en una marcha multitudinaria tiene el valor del silencio y la generación de un ritmo y una respiración colectiva que actúan como verdadera performance”, dice para recordar las largas manifestaciones en defensa del territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS), en 2011.
“Hay entonces, en estos espacios de lo no dicho, un conjunto de sonidos, gestos, movimientos que portan las huellas vivas del colonialismo y que se resisten a la racionalización, porque su racionalización incomoda, te hace bajar del sueño cómodo de la sociedad liberal”.
El desplazamiento de los centros es un hecho, dice Silvia (que además, insiste con que si nombramos desde donde estamos situadxs, ¡el oriente refiere a Europa!). Pero en las periferias también hay un impulso a construir nuevos centros. Es lo que pasa, dice, con el proceso boliviano: “Evo eclipsa la incertidumbre, el principio de pluralidad propio de las luchas. Todo el aparato de estado ahora se dirige a eso”.
Silvia actualmente es parte de un emprendimiento que se llama El Tambo Colectivo, donde se hacen cursos y actividades, fiestas y presentaciones. Tuvo un muy breve paso por el gobierno del MAS en sus inicios, en una campaña por la legalización de la hoja de coca. Hoy su postura es de crítica radical y puede leerse en un artículo que escribió y cuyo título anticipa el argumento: “Mito y desarrollo en Bolivia. El giro colonial del gobierno del MAS”.
Hay que discutir lo que se obtura. Por ejemplo, qué sería “una versión propia del desarrollo, casi como una economía del deseo. Una suerte de empate entre lo que se tiene y lo que se desea”. Silvia cuenta cómo la noción de Buen Vivir es parte de un aforismo más amplio, que le pone exigencias concretas y que impide reducirlo a una fórmula sencilla o gubernamental. Además, el deseo de cambio y “en general el deseo colectivo está fuera de todo realismo tal como se presenta desde el poder. Esa es la brasa que hay que cuidar”.
[1] Gunnar Mendoza Loza, director del Archivo Nacional de Bolivia, acuñó esta idea para definir el “núcleo primordial del oficio” de investigar. Su trabajo será publicado a fines de este año en el volumen Desde los márgenes. Pensadorxs bolivianxs de la diáspora, CLACSO (colección Antologías del Pensamiento Crítico Latinoamericano), antologado por Silvia Rivera Cusicanqui y Virginia Aillón.
Este texto se publicó originalmente en la revista Anfibia de la Universidad Nacional de San Martín

Algunos estereotipos sobre cristianos y marxistas

EL SEMINARIO EN BREVE: CONTRA LOS ESTEREOTIPOS

En América Latina ‘cristianismo’ y ‘marxismo’ son referencias muy cargadas de estereotipos. Sobre el cristianismo, en especial el católico, probablemente porque se lo considera por una parte importante de la población como culturalmente ‘natural’. Sobre el marxismo, por lo contrario: muchas personas y sectores lo resienten como ‘antinatural’ y hasta perverso o diabólico.
También estas apreciaciones tienen fundamentos complejos: una economía/cultura señorial y la Guerra Fría que nutrió por un tiempo extendido el siglo XX son dos de sus factores. El texto que sigue, breve y esquemático para su propósito, busca ayudar en la superación de esos estereotipos apoyándose en un sentimiento: resulta más útil para todos y cada uno comprender que desconocer. Investigar para informarse y no solo repetir.

1.- El seminario versa sobre encuentros o desencuentros entre cristianos y marxistas, gente viviente, o de Cristianismos y Marxismos, visiones de mundo, ideologías, en América Latina especialmente después de 1959 (Rev. Cubana) y hasta la década de los 90 (levantamiento zapatista o neozapatismo, 1994).
Como los término ‘marxismo’ y ‘marxistas’ comprenden posicionamientos diversos se escogió la propuesta analítica y política original de Marx-Engels en el siglo XIX como determinación para el primero y los marxismos militantes latinoamericanos más significativos durante el período para el segundo.
Para cristianos y cristianismos se prefirió una vivencia religiosa no necesariamente adherida a iglesias institucionales y, como referencia eclesial, al catolicismo por constituir la opción que más latinoamericanos consideran la suya, entiendan o no en qué consiste esa opción. El catolicismo hace también parte de la cultura difusa de los latinoamericanos, vía la tradición familiar, debido a su peso durante el período colonial ibérico.
El anticomunismo, que puede transformarse en sinónimo de repulsión a un muy desconocido ‘marxismo’, también hace parte de esta cultura difusa de una mayoría de latinoamericanos. En América Latina muchas personas se declaran todavía ‘naturalmente’ católicas con lo que básicamente quieren decir que asisten a sus templos, participan de sus liturgias y han internalizado creencias que estiman católicas (los “milagros” son una de ellas, la vida eterna tras una resurrección es otra. Tienen distinto carácter).
Hasta hace poco ‘católico’ quería decir asimismo que se leía poco la Biblia, a diferencia de los creyentes protestantes que suelen estudiarla o al menos deletrearla mucho. Tampoco muchos católicos experimentan la necesidad de testimoniar permanentemente (y fuera del templo) su opción. Se diferencian en esto de los cristianos carismáticos o neo-pentecostales que también existen en América Latina.
La autoridad católica, que ha creado su propio movimiento pentecostal, suele llamar despectivamente “sectas” a algunos de estos grupos neopentecostales. Básicamente los grupos cristianos carismáticos sostienen que si el individuo cambia la sociedad también podrá cambiar. Existen neopentecostales de la ‘prosperidad’ y neopentecostales de sectores empobrecidos. Aquí cuando se habla de ‘cristianos’ básicamente remitimos al catolicismo institucional y su jerarquía. Este cristianismo es, a la vez, permisivo y autoritario. No importa tanto lo que se haga sino la adscripción del fiel a una iglesia de masas.

2.- Siempre manteniéndonos dentro de los cristianismos y cristianos latinoamericanos el período a que nos referimos abunda en ‘novedades’. En 1969 aparecen los primeros textos de una Teología latinoamericana de la liberación, nombre específico de un tipo de reflexión teológica, pero que también comprende movimientos y personalidades en un amplio espectro social que podría cubrir a Comunidades Eclesiales de Base separadas de la autoridad del obispo, y que se deseó por algunos embrión de una Iglesia del Pueblo, a Cristianos por el socialismo, a grupos de teólogos profesionales (Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff, entre los más publicitados), a la insurrección popular nicaragüense contra Somoza, o el muy polémico discurso ético del arzobispo Óscar Arnulfo Romero en El Salvador, por mencionar distintos frentes.
Contra varios de estos aspectos, aunque hablando de una indeterminada Teología de la liberación, se pronunció tardíamente la autoridad vaticana en 1984 (Instrucciones sobre Algunos Aspectos de la Teología de Liberación [Libertatis Nuntius]) condenándola sin demasiada argumentación como “marxista”. La alarma política vaticana se había encendido por la situación centroamericana (Nicaragua, El Salvador principalmente) y la participación masiva de creyentes probablemente católicos en ambos bandos en los sucesos político-militares.
El punto es que muchos no se alzaban como ‘católicos’ sino como sectores populares antidictaduras familiares y señorial-militares que condenaban a mayorías a la miseria. Tampoco los militares ‘católicos’ torturaban (Guatemala) o masacraban por ser creyentes religiosos, sino como parte o sección del bloque de poder dominante.
En este mismo período largo (1959-1994) aparecen los trabajos iniciales de Paulo Freire (1921-1997), un católico de toda la vida, que exponen una antropología/pedagogía que no es exactamente la de la Iglesia católica institucional: los seres humanos pueden crecer humanamente desde sí mismos.
A su manera, se trata de una opción por los empobrecidos. También se genera la propuesta de una Teoría de la marginalidad cuyo autor es un jesuita, Roger Vekemans (1921-2007), que no participa de la antropología de Freire ni tampoco de los criterios de una Teoría de la Dependencia cuyos primeros escritos son de 1965.
Son muchos y encontrados sucesos en el mundo cristiano-católico. Un autor, Hugo Latorre Cabal, publicó en 1969 su libro “La revolución de la Iglesia latinoamericana”, señal de la agitación en el campo de las ideas y sentimientos religiosos. Al mismo período pertenecen los oficiales Documentos de Medellín (1968) el documento episcopal regional más progresivo del catolicismo, texto que bebe, sin duda, del Concilio Vaticano II (1959-1965) y de la realidad latinoamericana.
Costa Rica puede considerarse como relativa (o conservadoramente) al margen de esta agitación. No resulta extraño, por ello, que ustedes estén poco enterados de este contexto o lo ignoren. Sin embargo, antes del período que nos ocupa, en la primera parte de la década de los 40, la cabeza de la Iglesia católica (Arzobispo Víctor Manuel Sanabria), un sector de la también católica oligarquía tradicional en el Gobierno y el Partido Comunista local se articularon constructivamente para avanzar las Garantías Sociales, un Código del Trabajo y la Universidad de Costa Rica.
Todavía a finales del siglo XX algunos católicos polemizaban respecto a la existencia de esta articulación. Retornando a los creyentes religiosos cristianos, distintos sectores y personalidades de iglesias protestantes que participan en el Consejo Mundial de Iglesias (CMI) y en el Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI) adhirieron, de acuerdo con su espiritualidad, a los variados frentes propuestos por los movimientos de reivindicación popular en el período.

3.- En el frente marxista la fase que nos ocupa muestra la novedad de la coexistencia de un tradicional marxismo-leninismo (con baja presencia material en América Latina, exceptuando Chile y Costa Rica, pero que monopolizaba la representación ‘oficial’ de la revolución social) con un castro-guevarismo inédito ya que proponía una estrategia político-militar para la revolución popular y posicionaba esta revolución como parte de las necesidades de un Tercer Mundo (Guerra Popular Prolongada).
Para América Latina la línea oficial del marxismo-leninismo (con centro en la Unión Soviética) era la de una revolución por etapas: una primera, democrático-burguesa encabezada por una burguesía nacional (Figueres Ferrer, para la situación costarricense), y una posterior, socialista o comunista, con un eje obrero gestado por el desarrollo capitalista previo.
Marxismo-leninismo y castro-guevarismo coinciden en un discurso antiimperialista y anticapitalista pero difieren respecto a cómo enfrentar a estos enemigos. No se han considerado en este seminario los posicionamientos militantes trotskistas ni maoístas (o coreanos) que también existieron en el período porque las líneas marxistas enfrentadas más fuertes fueron las generadas desde el proceso revolucionario cubano y el marxismo-leninismo propuesto el último a inicios del siglo XX por la Internacional Comunista (1919, Lenin, Trotsky, Stalin, bolchevismo), inmediatamente después de la Revolución Rusa (1917).
Sobre el marxismo-leninismo hemos advertido varias veces que su nombre es engañoso porque básicamente fue constituido por Stalin y se trató más de una ideología funcional para la defensa del Estado Soviético que de una línea socio-histórica de acción revolucionaria aunque también pretendiese jugar el papel de guía de una Revolución Mundial. En el período compitió un tiempo corto con China (maoísmo) en este último frente. La Unión Soviética y China se distanciaron, tras muchos desencuentros políticos, en 1962.

4.- En relación con peculiaridades en los frentes del marxismo militante durante el período mencionado han de mencionarse, además del proceso revolucionario cubano, la constitución de un Ejército de Liberación Nacional (ELN, 1964)) en Colombia que tuvo entre sus comandantes a un sacerdote de origen español (Manuel Pérez Martínez, 1943-1998)) y como referencia icónica a Camilo Torres Restrepo (1929-1966), un religioso, sociólogo y político que se unió a la lucha armada y murió en ella. Los dos religiosos vinculaban sus posiciones populares y socialistas con su interpretación de una Teología latinoamericana de la liberación y del carácter emancipador de la Revolución Cubana.

En su frente parlamentario, partidos marxista-leninistas (el Comunista de Chile y el Socialista de Chile) fueron los más importantes en la coalición electoral (Unidad Popular) que llevó en 1970 a la Presidencia constitucional en Chile a Salvador Allende (1908-1973). Chile fue el único país que avanzó en una mal llamada ‘vía pacífica al socialismo’ (debió llamarse vía parlamentaria o institucional) abierta como propuesta por el Partido Comunista de la Unión Soviética en su XX Congreso (1956).

De acuerdo a esta línea si una clase obrera era estratégica para la economía de una sociedad, y era además portadora de una unidad ideológica y por ello podía ser eje de un movimiento social y ciudadano amplio, este movimiento podía llegar electoralmente al Gobierno (o participar decisivamente en él) y desde allí avanzar hacia el socialismo.

La cuarta exigencia era que el país en cuestión contase con un Estado de derecho consolidado o sólido. La propuesta tenía en mente la realidad política de entonces en Francia e Italia. De los cuatro condicionantes Chile solo contaba con uno (el primero), pero aun así se intentó el despliegue de esta vía. La experiencia fue cortada tras tres años de Gobierno de Allende por un golpe de Estado empresarial-militar que estableció una dictadura de Seguridad Nacional y gobernó hasta 1990. El gobierno de Estados Unidos creó condiciones para el golpe. La institucionalidad católica fue crítica con el gobierno de Allende y pasiva con la brutalidad de la dictadura. Algunos grupos protestantes dieron públicamente ‘gracias a Dios’ por el golpe de 1973.

En el frente insurreccional y político-militar destacan asimismo en el período la movilización popular amplia nicaragüense con dirección sandinista que derrocó a Anastasio Somoza en 1979. La población nicaragüense mayoritaria se declara católica y su fervor religioso es generoso y constante, pero esto no le impidió tomar todo tipo de armas contra la dictadura somocista. Para el imaginario popular y de otras capas sociales, también católicas, sus creencias religiosas no resultaban incompatibles con participar en una insurrección contra el dictador ni en una guerra de matar o morir contra su Guardia Nacional.

La epopeya cristiano-popular y ciudadana se dio hasta una Misa Campesina Nicaragüense (Carlos Mejía Godoy) que la autoridad católica prohibió tocar y cantar en los templos. Igual se hizo mundialmente famosa. La dirección sandinista tampoco se componía solamente de marxistas de un mismo tipo. Tampoco todos se reconocían marxistas. Existía un grupo ‘guevarista’, marxista antiimperialista, partidario del alzamiento de todo el pueblo, catalizado por la lucha en las montañas, un sector ‘proletario’, más cercano a una lucha en la que se constituyera un ‘partido de vanguardia’ (en la línea marxista-leninista) que dirigiría la lucha antisomocista, y un sector ‘tercerista’ en el que compartían fervores revolucionarios socialcristianos, marxianos, socialdemócratas, profesionales y empresarios antisomocistas partidarios de crear, mediante acciones militares, un amplio movimiento nacional con apoyo internacional que liquidara la dictadura.
De este grupo hacía parte el actual Presidente de Nicaragua, Daniel Ortega. De modo que ni entonces ni ahora los sandinistas podían ni pueden ser llamados sin más “comunistas”. En el inicial gobierno sandinista revolucionario hubo Ministros de Estado que eran religiosos ordenados (Ernesto Cardenal y Edgar Parrales, diocesanos, Miguel d’Escoto, jesuita). Ninguno de ellos encontraba dificultades entre su fe religiosa y un proyecto político centrado en el antiimperialismo y la reivindicación de las necesidades populares.

En El Salvador, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional tampoco puede ser considerado “comunista” o “marxista” en bloque. En su formación (1970-1980) influyeron comunistas tradicionales (marxista-leninistas) pero críticos, socialdemócratas y socialcristianos. También trotskistas o considerados como tales. En lo que coincidían era en la lucha político-militar contra el régimen dictatorial. En cómo llevarla a cabo y cuál era su finalidad no existía coincidencia. Cuando se constituye como Partido (1992), tras las negociaciones de paz, su declaratoria de identidad reza: “El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional es un Partido Político democrático, revolucionario y socialista; de lucha permanente, que busca aglutinar y defender los intereses de las grandes mayoría s populares y de las fuerzas democráticas y progresistas”.
Ni una palabra sobre vanguardia obrera, clases, dictadura del proletariado ni socialismo marxista. Por supuesto en su seno existen sectores marxistas o que se proclaman tales. Pero su propuesta es amplia. Y si un ‘cristiano’ se inclina por un régimen democrático, o sea antidictatorial, de gobierno, la transformación social para que los intereses sociales mayoritarios primen sobre los individuales y para que todos tengan o puedan darse un nivel de existencia humana, pues nada en su conciencia le impide militar en el FMLN o sufragar por sus candidatos. Esto, por supuesto, en el concepto. En la práctica las cosas pueden resultar distintas.
Todavía conviene mencionar dentro de este cuadro de las expresiones del marxismo en el período que nos ocupa el levantamiento zapatista o neozapatista de 1994 en Chiapas, México. Este alzamiento quiso constituirse como catalizador de una movilización de todos los discriminados, explotados y violentados del país. La acción deseaba al mismo tiempo desnudar el carácter antipopular, antiplaneta y antihumano de la mundialización en curso y el acceso oficial de México a las economías que la dirigen.
El referente de este deseo de reconocerse como minoría hoy pero con la potencialidad para generar un movimiento amplio de ciudadanos y sectores sociales proviene del pensamiento de Ernesto Guevara. Y el lugar epistémico específico lo constituyen sectores rurales deprimidos y comunidades de los pueblos profundos (indígenas) en la zona de mayor pobreza económica y social de México.
Pero la zona es también una región vital desde el punto de vista de las culturas de los pueblos profundos. ¿Será esto marxismo? Si Guevara inspira, pues lo es. Y cuando el alzamiento fracasa, ayuda a impedir su aplastamiento la dirección de una pastoral católica (obispo Samuel Ruiz García) no coincidente, más bien paralela, con su ideario político. Hablamos entonces, en América Latina, de una realidad ‘marxista’ compleja. Tan compleja como puede llegar a serlo una experiencia cristiana. Y como lo es la existencia humana.
5.- Mi opinión es que el mejor enfoque respecto de los vínculos entre cristianismos y marxismos en América Latina en el período señalado pasa por determinar primero los lugares epistémico-político-culturales de las revoluciones (intentadas o juzgadas necesarias) que estimaríamos radicales o antisistémicas e investigar luego qué papel han jugado y podrían jugar en ellas tanto quienes se estiman cristianos como quienes se han estimado marxistas.