Etnocentrismo y colonialidad en los feminismos latinoamericanos: Complicidades y consolidación de las hegemonías feministas en el espacio transnacional. Yuderkys Espinosa . 2009

Introducción.

Desde hace algunas décadas el feminismo latinoamericano[1] viene desarrollando un pensamiento crítico y una política que intente tomar en cuenta las desigualdades de raza y clase en que vive un porcentaje importante de las mujeres de la región. El abordaje planteado desde una perspectiva de inclusión, se evidenció desde el III Encuentro feminista de América Latina y el Caribe celebrado en Brasil en 1985 en términos de la necesidad de que el feminismo incorporara la problemática de la “mujer negra” y a sus “representantes”[2].

Habrá que decir que pese a esta aparición temprana (aunque no tanto, tomando en cuenta la conformación multiétnica y afrodescendiente del continente) de los conflictos por los privilegios de clase y raza-etnia, sin embargo la “cuestión” ha ocupado pocas páginas en los discursos y las preocupaciones del feminismo latinoamericano. Podemos afirmar que por lo regular las tensiones en torno a la multiplicidad de orígenes y condiciones sociales de las mujeres de la región se han mantenido latentes, reapareciendo de tanto en tanto a manera de conflicto no resuelto, o gracias a alguna ocasión de la agenda de Naciones Unidas, sin que ello repercuta ni modifique de forma sustancial las miradas y las prácticas dominantes del feminismo regional.

Por lo general la “cuestión” sigue siendo saldada en términos de “el problema de las mujeres negras o indígenas” a ser incluido en la organización de paneles y encuentros del movimiento[3] y en algunos proyectos y programas de intervención compensatoria generalmente concebidos y administrados por feministas profesionales de clase media y de supremacía blanca del continente.

A pesar de ello, no podemos negar que este es el tiempo en que el debate sobre el multiculturalismo, la explosión de identidades y la reflexión sobre el sujeto de nuestras políticas, marcan las preocupaciones centrales del feminismo a nivel global. La mención reiterada y oportuna “…de clase, raza, género y sexualidad”, como final de frase, no se hace esperar en cualquier texto académico o discurso de cualquier tipo que ostente la pretensión de avanzado y políticamente correcto; y nadie admitiría hoy, mucho menos en el feminismo, que la raza exprese condición natural para algún tipo esperado de conducta o cualidad específica. Así, dentro de un escenario que parecería favorecer como nunca la atención al problema, me anima el interés por develar el abordaje de las problemáticas de raza y clase por el feminismo latinoamericano, identificando aquellas condiciones que han impedido históricamente un tratamiento adecuado de estos sistemas de opresión dentro del análisis y la política del feminismo de la región.

En este trabajo quiero avanzar algunas hipótesis respecto de la particular constitución histórica del feminismo latinoamericano dentro de contextos poscoloniales de largo alcance; la manera en que la desigual condición geopolítica ha producido una dependencia ideológica de los feminismos latinoamericanos a los procesos y producción de discursos en el primer mundo definiendo así los énfasis teóricos políticos del movimiento; y las dificultades y obstáculos para la producción de un pensamiento y una praxis situada que partiendo del reconocimiento de esta impronta constitutiva poscolonial observe la manera en que ésta condición determina indefectiblemente la sujeta del feminismo de la región, así como los objetivos urgentes de su política.

*Cuando se ha instalado como nunca una reflexión sobre el sujeto y los cuerpos del feminismo me pregunto quiénes han ocupado el lugar material de esta reflexión postergada y por qué la preocupación se ha limitado al cuerpo sexuado y generizado sin poder articularla a una pregunta por la manera en que las políticas de racialización y empobrecimiento estarían también definiendo los cuerpos que importan en una región como Latinoamérica.

Cómo ha sido posible que el feminismo latinoamericano no haya aprovechado este estallido de producción teórica sobre el cuerpo abyecto para articular una reflexión pendiente y urgente sobre los cuerpos expropiados de las mujeres dentro de la historia de colonización geopolítica y discursiva del continente.

Cuando se ha abierto dentro de los movimientos sociales, y en particular, dentro del feminismo un espacio para la visibilidad y recuperación de posiciones de sujeto antes no reconocidas ¿qué cuerpos han pasado a ser objeto de la representación de este olvido y cuáles han quedado una vez más desdibujados y por qué?

Dado los límites de extensión de este ensayo, me propongo en esta oportunidad detenerme en la estrategia analítica propuesta por Chandra Mohanty en sus trabajos: “Bajo los ojos de Occidente. Academia feminista y discurso colonial” (2008a [1986])[4] y “De vuelta a “Bajo los ojos de Occidente”: la solidaridad feminista a través de las luchas anticapitalistas” (2008b [2003])[5].

Me interesa focalizarme en al menos tres hipótesis que ella sostiene y desarrolla allí:

1. Hay una colonización discursiva de la práctica académica del feminismo occidental sobre las mujeres del tercer mundo y sus luchas, que es necesario deconstruir y desmantelar.

2. Para pasar de la crítica a la “reconstrucción” el feminismo occidental debe poder identificar los problemas acuciantes de las mujeres más marginadas en el contexto neoliberal. Propone adoptar como metodología la noción de privilegio epistémico, por medio de la cual se asume un punto de vista de abajo hacia arriba, que empieza en las comunidades más pobres y marginales del mundo de forma de poder “acceder y hacer visibles los mecanismo de poder… [en] la escala ascendente del privilegio”.

3. Existe en el contexto actual la necesidad y la posibilidad de una comunidad feminista transfronteriza, anticapitalista y descolonizada sostenida en la idea de “diferencias comunes” que atienda a una lucha contra los efectos nefastos de la globalización, y entable un horizonte de justicia y solidaridad universal.

Para examinar estas tesis desde el contexto latinoamericano, me gustaría traer aquí y contraponer dos tesis del pensamiento de Gayatri Ch. Spivak que me

resultan de alta efectividad a los fines de mi crítica: (1) la imposibilidad del habla (o de la escucha) de la subalterna (Spivak: 2003 [1988]); y (2) la denuncia de la manera en que la razón postcolonial (sostenida desde los proyectos de nación y ciudadanía de las élites dominantes e intelectuales poscoloniales) encripta al subalterno, requiriéndolo y forcluyéndolo a la vez (Spivak: 1999).

Mi inquietud refiere a la posibilidad de que un feminismo transnacional, asentado en la “solidaridad feminista”, y asumiendo el punto de vista del privilegio epistémico, ayude a la superación del estatuto de mudez y subrepresentación de la subalterna[6] latinoamericana, tal como parecería sugerir Mohanty.

Desde mi perspectiva crítica procedente de la conjunción entre activismo y academia, esto no sólo resulta ingenuo sino que tendría que ver con la manera en que las feministas del Norte –incluyendo a oriundas del Sur ubicadas geopolíticamente en el Norte- están lo suficientemente alejadas de los problemas y vicisitudes de las vidas de las mujeres de la región y de los derroteros del feminismo latinoamericano.

Sobre la colonización discursiva.

Por colonización discursiva Mohanty entiende aquella práctica académica del feminismo occidental sobre las mujeres del tercer mundo que tiene repercusiones en sus vidas y luchas (2008b: 1). El concepto lo propone en 1986, cuando en su ensayo “Bajo los ojos de Occidente” intenta revisar críticamente la labor teórica del feminismo occidental, sus metodologías eurocéntricas, falsamente universalizadoras y al servicio de sus propios intereses. Como señala, lo que pretendía con ese ensayo era denunciar el nexo entre poder y conocimiento, a la vez que hacer visible las implicaciones políticas y materiales de esta producción de conocimientos y discursos sobre la mujer (construida monolíticamente) del tercer mundo (2008a: 1-2).

Para Mohanty, “Cualquier discusión sobre la construcción intelectual y política de los “feminismos del tercer mundo” debe tratar dos proyectos simultáneos: la critica interna de los feminismos hegemónicos de “Occidente”, y la formulación de intereses y estrategias feministas basados en la autonomía, geografía, historia y cultura” (2008a:1).

Igual que para ella, hace tiempo mi proyecto fundamental intenta pensar al feminismo latinoamericano en su multiplicidad de discursos, propuestas y prácticas mayoritarias y minoritarias, y como ella, intento hacer una crítica, desde mi particular posición geopolítica, externa, a los feminismos hegemónicos de Occidente, de modo de articularla, con mis intereses histórico-políticos de producción de una crítica, ahora sí, interna, de los feminismos con vocación de poder en mi región.

En particular me interesa hacer una reflexión sobre los modos en que esta colonización discursiva de las mujeres del tercer mundo por parte de las feministas del Norte se alimenta de las complicidades de los feminismos hegemónicos del Sur e indagar no sólo la colonización sino también la colonialidad de los discursos producidos por feministas hegemónicas del Sur.

Si bien Mohanty enuncia esta posible continuidad entre las hegemonías feministas del Norte y del Sur[7], este no será su foco de interés puesto que ella está más interesada en pensar su propia comunidad feminista. Queda, pues, mucho para hacer en este terreno ya que las posibilidades para el ejercicio de la (auto) crítica encuentra una recepción menos acogedora en los restringidos, carenciados y estrechos contextos de producción y praxis política feminista del tercer mundo[8].

Siendo que esta es una tarea que excede los límites de este trabajo, sólo me interesa apurar a manera de programa por hacer, algunas cuestiones.

En primer lugar, señalar lo evidente: como bien se empeñan en recordarnos Ochy Curiel (2009) y Breny Mendoza (2008) hay un origen mayoritariamente burgués, blanco/mestizo, urbano, y heteronormativo del feminismo latinoamericano. Afirmar este origen no es un dato menor porque ya ha sido documentado ampliamente la manera en que las clases dominantes e intelectuales, dentro de las cuales podemos ubicar a las feministas, fueron influenciadas por el programa político e ideológico noreuropeo.

Si efectivamente el feminismo del Sur se alimentó de las ideas emancipatorias y de igualdad de las feministas europeas y estadounidenses, seguramente también, habrá que admitir la herencia etnocéntrica de tal adscripción, en tanto convengamos con las tesis de Spivak y Mohanty sobre el eurocentrismo y el colonialismo inherente a la producción teórica de los feminismos hegemónicos Occidentales.

Avanzando en esta línea de análisis, me gustaría hacer eco de la denuncia propuesta por Breny Mendoza (2008) acerca de la complicidad del feminismo hegemónico local con lo que sería la perpetuación de la ideología euronorcéntrica y, con ello, la continuidad del proyecto colonialista en América Latina. Si Francesca Gargallo (2004:11) se pregunta “¿Por qué, en la década de 1990, el feminismo latinoamericano dejó de buscar en sus propias prácticas, en su experimentación y en la historia de sus reflexiones, los sustentos teóricos de su política?”, Mendoza, demostrará la manera en que esto siempre fue así: “las feministas latinoamericanas se [acogieron] al feminismo anglosajón (tanto el liberal, radical, como marxista) para construir sus organizaciones y planteamientos alternativos de cambio social y cultural” (2008: 171). Pero no sólo.

Esta acogida de la ideología y los proyectos de emancipación occidental si bien han servido a los proyectos feministas latinoamericanos también ha tenido consecuencias nefastas en la instalación de una mirada y unos objetivos políticos productivos exclusivamente a las mujeres de determinadas clases, orígenes y sexualidad del continente.

En esta línea de argumentación y a manera de ejemplo, Mendoza explora en la contemporaneidad las conexiones entre los proyectos de democratización a los que adscribió mayoritariamente el feminismo de la región a finales de los 80 y los nuevos lineamientos de la política imperialista neoliberal para los países de América Latina al fin de la guerra fría.

Ella denuncia “la implantación del ideario de la democracia en las realidades poscoloniales latinoamericanas” por parte de los países centrales, ideario que debemos recordar se desarrolló fundamentalmente a través de los mecanismos de cooperación y del naciente espacio transnacional de producción de discursos y recetas para la ayuda al desarrollo que se conformó alrededor de las megas conferencias de las Naciones Unidas.

Mendoza, reconoce este escenario como parte de la estrategia de restitución y reconfiguración de los vínculos coloniales entre centro y periferia, pero también internamente al interior de cada polo. Al hacer esto desde el discurso académico, al igual que antes desde el activismo las autodenominadas autónomas, ella no puede dejar de ver el papel y las complicidades políticas del feminismo hegemónico con estos planes para la región.

Como ejemplo, recuerda las negociaciones de parte del movimiento feminista latinoamericano con los gobiernos corruptos y neoliberales de los 90 para alcanzar los planes de igualdad de los que hoy se ufanan. Así se pregunta: “¿Cómo es que [las feministas] llegan a transformarse en un suplemento e incluso hasta en cómplices del plan neocolonial…? ¿Cómo es que América Latina continúa en el seno de la democracia cultivando una estructura socio-económica, política-cultural e ideas de género y raza que en muchos aspectos conserva los legados de la colonia, los mismos valores del poder patriarcal y la crueldad y corrupción de los militares y gobernantes del pasado?” (idem: 171-174).

Mendoza, responde admitiendo que lamentablemente: “… las feministas latinoamericanas no pudieron desarrollar un aparato conceptual y una estrategia política que les ayudara a entender y negociar mejor las relaciones neocoloniales que estructuran la vida del subcontinente…. [Recordando que] “el saber feminista latinoamericano se ha construido…a partir de la dislocación del conocimiento de su localidad geocultural, con teoremas venidos de realidades ajenas… [Concluye señalando como] Paradójicamente, esta disfunción del aparato conceptual de las feministas conduce al final a un desconocimiento de lo que le es verdaderamente particular a América Latina y a una práctica política de mayor impacto” (idem: 174-175).

Así, la colonialidad de las prácticas discursivas de los feminismos hegemónicos en el tercer mundo, o en América Latina al menos, no se restringiría solamente a una reproducción de las estrategias de constitución de las Otras del feminismo del continente: mujeres afrodescendientes, indígenas, lesbianas, obreras, trabajadoras del sexo, campesinas, pobres; los efectos de la colonización discursiva de los feminismos occidentales implicaría una colonialidad intrínseca a los discursos producidos por los feminismos latinoamericanos de modo tal que ésta deja de ser sólo atributo de los feminismos del primer mundo, y en nuestras tierras tiene al menos otras dos consecuencias: la definición, en contubernio y franca dependencia de los feminismos hegemónicos del Norte imperial, de los lineamientos y ejes de preocupación y actuación del feminismo local; y, la fagocitación de las subalternas habitantes de estas tierras a través de su (buena) representación por parte de las mujeres de las elites nacionales y los grupos hegemónicos feministas.

*Uno de los mejores ejemplos de lo primero, lo rastreamos en el devenir de los debates fundamentales dentro de la academia y el movimiento feminista, así como en los problemas abordados por las investigaciones y programas de estudios académicos de género y sexualidad ofertados en los últimos años en las universidades latinoamericanas.

No es un secreto para nadie la predominancia que ha pasado a tener el estudio de las identidades dentro de la academia feminista regional. Gioconda Herrera (1999) en su relevamiento de las investigaciones desarrolladas en el campo del género nos muestra una explosión de investigaciones dirigidas al campo de la identidad y señala como las mismas, por un lado, se limitan a la mera descripción y sin poder indagar en cómo estás identidades se producen dentro de contextos específicos de poder; y por el otro, no han permitido estudiar la manera en que se articulan diferentes categorías de identidad entre sí.

Lamentablemente estos estudios, siguiendo los ejes de preocupación, estrategias y conceptualizaciones legitimados en los países centro, se han focalizado fundamentalmente en el estudio de las sexualidades disidentes y la identidad de género sin poder dar cuenta del irremediable entrecruzamiento de estos órdenes (de la producción del deseo, la sexualidad y el género) con los de raza y clase, ni aún la manera en que el estatuto del sujeto de la identidad sexual y de género se estaría produciendo dentro de una determinada constitución de los estados nación latinoamericanos dentro de contextos de herencia colonial, y colonización discursiva.

En este tenor Herrera concluye que:

“Bajo la influencia de algunos feminismos y la política de identidades, el reconocimiento de la heterogeneidad, la particularidad y la diversidad ha ganado cada vez más terreno” [sin embargo] “En la práctica, tanto académica, política y del desarrollo, este reconocimiento tiende a quedarse en lo formal y descriptivo. En ese sentido surgen algunas interrogantes: ¿cómo articular analíticamente el género, la raza, la etnicidad, la clase social para explicar la desigualdad social que atraviesa y obstaculiza todo proceso de desarrollo en nuestros países, más allá de la mera descripción?…” (idem: 6).

En coincidencia con algunas de las hipótesis de Mendoza, el estudio de Herrera estaría mostrando como en un contexto como el latinoamericano la producción de una reflexión sobre la identidad y sobre los cuerpos del feminismo se ha desarrollado en base a marcos conceptuales importados, sin que mediaran intentos de reapropiación que permitieran aterrizar ese cuerpo (muchas veces abstracto de la pregunta por el género) en la materialidad de los cuerpos racializados, empobrecidos, folclorizados, colonizados de las mujeres latinoamericanas[9].

La constatación de esta ausencia de los cuerpos indígenas, afro y carenciados del continente en esta reflexión sobre el sujeto del feminismo y la necesidad de ampliación de sus límites, es preocupante y a la vez sintomática de cómo la producción de conocimientos aún en esta etapa de “descentramiento del sujeto universal del feminismo aún contiene la centralidad euronorcéntrica, universalista y no logra zafarse de esa colonización histórica por más que la critique”, como nos alerta Ochy Curiel (2009: 9).

Tomando este ejemplo paradigmático, propongo pensar la manera en que las agendas de debate y los temas relevantes de investigación feminista de la región no sólo están siendo atrapadas (colonizadas) por los marcos conceptuales y analíticos de los feminismos del norte, sino que juegan un papel sumamente productivo en la universalización de tales marcos interpretativos y de producción contemporánea del(a) sujeto(a) colonial.

Lo que estoy intentando denunciar aquí es que si efectivamente existe una colonización discursiva de las mujeres del tercer mundo y sus luchas, eso no sólo ha sido una tarea de los feminismos hegemónicos del Norte sino que estos han contado indefectiblemente con la complicidad y el compromiso de los feminismos hegemónicos del Sur, dado sus propios intereses de clase, raza, sexualidad y género normativos, legitimación social y estatus quo.

Una buena parte de las feministas de la periferia, gracias a sus privilegios de clase y raza, si bien en desventaja en relación a sus compañeras del Norte, en sus propios países se han beneficiado de los marcos conceptuales occidentales y etnocéntricos que producen -como su otro constitutivo- a la “mujer (negra, india, pobre, lesbiana, ignorante) del tercer mundo”. Ellas participan activamente en el proyecto que hace imposible la agencia y la escucha de la subalterna latinoamericana.

Es debido a esto que, debo confesar, soy escéptica de la propuesta metodológica sostenida por Mohanty que plantea como solución la adopción por parte de un feminismo transfronterizo de la noción de privilegio epistémico. Como en la crítica de Spivak al trabajo de los intelectuales poscoloniales de los Subaltern Studies, me temo que los feminismos hegemónicos de un lado y otro del atlántico han contribuido en el proyecto colonial de encriptar a la “mujer del tercer mundo”.

Encriptamiento que se produce entre su expulsión histórica de la narrativas de conformación del ideal de la nación blanca occidental, y la necesidad de su existencia como el (verdadero) Otro. Si las feministas del Norte han necesitado de la figura de la “mujer del tercer mundo”, las feministas (blanca/mestiza, burguesa) del Sur han necesitado y han trabajado activamente por construir su Otra local para poder integrarse en las narrativas criollas de producción europeizante de los estados-nación latinoamericanos.

La violencia epistémica[10] es tal que la “mujer del tercer mundo” queda atrapada doblemente por la colonización discursiva del feminismo de Occidente que construye a la “Otra” monolítica de América Latina, y por la práctica discursiva de las feministas del Sur, quienes, estableciendo una distancia con ella y, al mismo tiempo, manteniendo una continuidad con la matriz de privilegio colonial, la constituye en la otra de la Otra.

Así pues, dentro de esta doble construcción de “las mujeres más despojadas del mundo”, no hay acceso posible a una verdad revelada de la experiencia de subordinación. Como sentencia Spivak la subalterna nada puede decirnos. Su voz permanece eclipsada por los discursos sobre ella. Su experiencia colonizada por ellos. La esperanza de acceder a ese punto de vista privilegiado no es más que autoengaño. El intento de Mohanty de valerse de la noción de privilegio epistémico parecería sugerirnos la posibilidad de la adopción de “un punto de vista desde el que accederemos a la representación adecuada, verdadera u objetiva” de las vidas y las problemáticas de las mujeres más despojadas del mundo, pero sabemos que la empresa es un fracaso (Tozzi, 2005).

En parte se debe a que “[El] privilegio epistemológicoidentifica una formulación política (opresores y opresoras deberían escuchar las voces y dar crédito a los análisis de las gentes marginalizadas) con una formulación epistemológica (las gentes marginalizadas tienen un acceso inatacable y especial al conocimiento sobre la opresión).

Esto es lo que Bat-Ami Bar On (1993: 96, traducción de Angeleri) argumenta al observar que “los reclamos por el privilegio epistemológico hechos por un grupo socialmente marginado son meramente normativos, obligantes sólo para quienes están ya teóricamente convencidos, generalmente miembros del grupo marginado que se encuentran empoderados por tales reclamos”.

Parece recomendable no hacer hincapié en el privilegio epistemológico sino en el cómo desplazar la autoridad epistemológica, dado que esta autoridad es lo que realmente importa en el esfuerzo por hacer que se escuche el conocimiento insurgente” (Angeleri, 2009).

Quizás, lo que Ch. Mohanty, siguiendo a Sathya Mohanty – reconocido por su defensa y desarrollo minucioso del concepto, están intentando decirnos es “la urgencia y necesidad de preocuparnos por la situación del oprimido y consecuentemente que este encuentro nos haga revisar nuestras propias creencias simplemente por el hecho de descubrir que otros piensan distinto. En un caso se trata sólo de un privilegio o reconocimiento de tipo político y en el otro de una motivación heurística” (Tozzi, 2005).

Es así que si el privilegio epistémico no nos permite un acceso irrestricto a verdad alguna sobre esta “mujer del tercer mundo”, al final volvemos al inicio: no hay ilusión de habla que nos guíe y pueda salvarnos de la pregunta (ética): ¿Cómo podemos las feministas en mejores condiciones del Norte y del Sur asumir una responsabilidad histórica con la transformación de la vida de las mujeres y del planeta? ¿Cómo hacer para que nuestro feminismo no termine siendo cómplice de los intereses (neo)coloniales de producción material y simbólica de sujetos para su explotación y dominio?

La pregunta no está afuera de sino en nosotras mismas. Es por eso que finalmente me interesaría abordar una última propuesta que nos hace Ch. Mohanty en su ensayo.

La posibilidad de una “comunidad transfronteriza” como modelo de práctica feminista superada.

En su revisión de “Bajo los ojos de Occidente…”, Mohanty nos dice que se ha visto interpelada a volver al texto luego de dieciséis años, no sólo para aclarar algunas ideas que quedaron implícitas sino para pasar de la “crítica a la reconstrucción”; paso a la propuesta que se da dentro en un contexto que como se lamenta, ha cambiado considerablemente.

Ella está dispuesta a demostrar lo que según afirma pareciera no haber quedado lo suficientemente claro: su confianza en la posibilidad de una práctica académica comprometida con la justicia global más allá de las fronteras de las feministas del primer mundo. En ese sentido, declara que no ve imposibilidad alguna para una “práctica académica transcultural igualitaria y no colonizadora”, y explica que para ella el antagonismo de los feminismos occidentales y tercermundistas no son tales como para no permitir la posibilidad de la solidaridad entre ellos.

Esperanzada por el entusiasmo de las luchas de los movimientos transfronterizos en contra de la globalización del capital y admitiendo la desmovilización actual del feminismo en los países del primer mundo, Mohanty propone al feminismo adoptar la posibilidad que nos brindan estos movimientos para articular una lucha anticapitalista antipatriarcal y antirracista (2008b).

Esta ilusión de Mohanty es compartida. Un nutrido grupo de feministas académicas y activistas de su generación, entre ellas Nancy Fraser[11], y aun más

jóvenes, de un lado y otro del Atlántico, tanto del Norte como del Sur, han apostado a este escenario fuera de las fronteras nacionales para llevar a cabo su acción política. El proceso hacia la IV Conferencia Mundial de la Mujer de Naciones Unidas aglutinó mujeres de todas partes del planeta en una movilización sin precedentes. A partir de allí, este gran mercado desterritorializado de confluencia de movimientos se afianzó y diversificó bajo el patrocinio de la ONU, de los organismos bilaterales y multilaterales de financiación y “ayuda al desarrollo”.

Las conferencias, reuniones y encuentros atendiendo a una agenda diversificada, se han multiplicado; el nacimiento de organizaciones y redes globales de lucha por los derechos humanos (sexuales y reproductivos, aborto legal, economía solidaria, educación, “diversidad sexual”) interconecta feminismos continentales; y como recuerda Mendoza esto significó en concreto un desplazamiento mayoritario del activismo local a uno centrado en la arena internacional (2008:172).

Así, la movilización hacia Beijing en 1995 caracteriza la nueva etapa política de reconfiguración unipolar del mundo después de la caída del bloque socialista y el término de la guerra fría (ibid). Pero a diferencia del entusiasmo mostrado por algunas académicas del sur en los EEUU, Mendoza muestra la conexión entre esta desmovilización feminista a nivel local, de la que se queja Mohanty en su propio contexto (2008b), y la apuesta creciente por esta agenda transnacional bancada fuertemente por los organismos internacionales.

La fractura que se produce al interior del feminismo latinoamericano a inicios de los 90 entre autónomas e institucionalizadas, habla de esta tensión. Mientras el entusiasmo desbordaba el proceso preparatorio hacia la IV Conferencia de la Mujer en mucho de los liderazgos feministas (anclados y fortalecidos en las privatizadas ONGs) y sus bases, un pequeño pero potente grupo de feministas de la región denominado Las Cómplices, haciendo un análisis concienzudo de la  coyuntura y de los nacientes cambios políticos, hizo una advertencia temprana en el VI Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe celebrado en El Salvador en el 1993[12], que terminó configurando una polarización irreconciliable en el movimiento latinoamericano.

Lo que en el Norte puede ser celebrado con buenos ojos (ojos de occidente) tuvo consecuencias nefastas para el movimiento feminista en América Latina. La solidaridad feminista sin fronteras ha sido un espacio usufructuado por unas pocas privilegiadas del Sur que gracias a sus pertenencias de clase, origen, color o gracias a su acceso a fuentes de financiamiento, han obtenido prestigio y mejora del estatus individual.

El surgimiento de este nuevo campo desterritorializado del activismo ha significado una desconexión real de los liderazgos feministas de sus bases, ha implicado un proceso de especialización, profesionalización y tecnocratización del feminismo con sus secuelas de fragmentación y sectorización de las luchas y del movimiento. Implicó la consolidación de una elite feminista que en alianza con las feministas del primer mundo determinan en espacios accesibles solo para unas pocas, los lineamientos del movimiento.

Estos lineamientos, disputados en una negociación sin fin con los poderes económicos mundiales representados en estas instancias y mecanismos transnacionales de toma de decisión, son al mismo tiempo “concensuados” con los intereses y miradas de las feministas del Norte. Así pues poco es lo que queda como esperanza de ver allí representadas las “voces y experiencias de las mujeres del tercer mundo”.

Una vez más ellas quedan folcluidas entre los discursos hegemónicos de los planes neocoloniales e imperialistas pensados para el Sur y los de sus representantes feministas del Norte y del Sur global. Si la afrodescendiente o la indígena o mestiza, madre o lesbiana, trabajadora precarizada, campesina o fuera del mercado laboral, estudiante o analfabeta, monolingüe, bilingüe, expulsada por la pobreza o por la guerra a países del primer mundo… si ellas son nombradas, si ellas son objeto de discursos y políticas, aunque las feministas “comprometidas” del Sur y del Norte “hablen por ella”…ella definitivamente no está ahí.

“La creencia en la factibilidad de las alianzas políticas globales es generalizada entre las mujeres de los grupos sociales dominantes interesados en el “feminismo internacional” en los países compradores. En el otro extremos de la escala, aquellos más separados de cualquier posibilidad de alianza entre “mujeres, prisioneros, soldados reclutas, pacientes de hospital y homosexuales” (FD: 216), están las mujeres del subproletariado urbano. En su caso, la negación y la salvaguardia del consumismo y la estructura de explotación están ajustadas a las relaciones sociales patriarcales.

Al otro lado de la división internacional del trabajo, el sujeto de explotación no puede conocer ni hablar el texto de la explotación femenina incluso si el absurdo de hacerle un espacio a la mujer para que pueda hablar por parte del intelectual que-no-representa es alcanzado” (Spivak, 2003:329-330).

Contrario a la ilusión y la apuesta política de feministas en/del norte preocupadas por el problema real de un feminismo desconectado de “los problemas más acuciantes de las mujeres del tercer mundo” (ya sea dentro de Europa y los EEUU o en el Tercer Mundo), lo cierto es que desde sus inicios este espacio transnacional mostró, para quienes en el Sur (y en el Norte también) supieron mirar, sus límites y sus engaños. Si ciertamente hay una necesidad de afianzar lazos de las feministas a nivel internacional, al menos no es este nuevo espacio globalizado el que nos servirá.

De todas formas no hay que olvidar que las feministas igual que las izquierdas siempre han sido internacionalistas. Los encuentros feministas de América Latina y El Caribe desde principios de los años 80 demuestran esta intencionalidad. Y hay muchos ejemplos entre movimientos. Sin embargo creo que hoy la apuesta, sin perder de vista estás conexiones, es a recuperar el espacio pequeño de la comunidad (en su sentido múltiple). Poner la mirada en los procesos locales, que se están dando dentro de comunidades enteras.

Los ejemplos no son muchos pero están: el movimiento sin tierra en Brasil, la lucha por el territorio de los mapuches en Chile, los sueños y el afán de reconfiguración del Estado en la Gran Comunidad de comunidades[13] en Bolivia, el levantamiento radical de los pueblo amazónicos en contra del TLC, en Perú…

Las feministas comprometidas sabemos que tenemos grandes deudas con las mujeres despojadas del mundo pero las esperanzas no están en que estas mujeres puedan adquirir la voz audible a nuestro discurso porque de ese requerimiento sólo florece la escenificación que las ha atrapado y condenado históricamente.

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SPIVAK, Gayatri Chakravorty (2003 [1988]). “¿Puede hablar el subalterno?”, Revista Colombiana de Antropología, Vol. 39, Colombia, p. 297-364.

—————— (1999). A Critique of Postcolonial Reason: Towards a History of the Vanishing Present. Cambridge, Harvard University Press.

TOZZI, Verónica (2005, noviembre). El “privilegio” de la postergación: Dilemas en las nuevas historiografías de la identidad. En Anal. filos. [online], Vol. 25, Nº 2, p.139-163. Disponible en: http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1851-96362005000200003&lng=es&nrm=iso [2009, 20 de agosto].

VEGA, María José (SF). Gayatri Ch. Spivak: Conceptos críticos. Disponible en: http://turan.uc3m.es/uc3m/inst/LS/apolo/spivak.html. [2009, 20 agosto


[1] En este trabajo daré por sentado el uso siempre problemático de ciertas categorías identitarias como “feminismo latinoamericano”, “feminismo del Tercer Mundo”, “…del Norte”, “…del Sur”, “…occidental”, asumiendo el abordaje crítico que autoras postcolonialistas como Chandra Mohanty nos proponen. Explicitamos, pues, que su uso no implica bajo ningún concepto intento alguno de homogenización, que tales términos deben ser contextualizados geopolítica e históricamente y son usados aquí en el sentido de ubicar y  denunciar la conformación de determinadas “posiciones de sujeto”. En cualquier caso, su uso no renuncia a observar en todo momento la complejidad y la agencia que tales categorías implican, algo que como intentaré demostrar en este ensayo puede llegar a suceder incluso para autoras críticas como la propia Mohanty. Como demostraré la idea de un “feminismo del tercer mundo” representado en el espacio transnacional es el resultado de una consolidación de determinadas hegemonías dentro de los contextos locales. Como siempre la empresa de representación implica juegos de poder, batallas libradas dentro del propio grupo por la definición de la representación. Esta trama de poder hay que develarla en su atravesamiento por posicionamientos de sujeto dentro de los contextos de poscolonialidad.

[2] Recordamos que en este encuentro de Brasil el debate se desató gracias al intento de un grupo de mujeres negras y pobres provenientes de las fabelas de Rio de Janeiro de entrar al encuentro gratuitamente. Si bien la comisión organizadora señaló el gran número de becas que habían sido otorgadas para mujeres negras y pobres y denunció la maniobra política de los partidos políticos para desacreditar al feminismo, el incidente fue motivo para que “muitas das participantes, especialmente militantes do então emergente movimento de mulheres negras, insistiram que as questões de raça e classe não ocupavam um lugar central na agenda do Encontro e que as mulheres negras e pobres não haviam tido uma participação significativa na elaboração dessa agenda” (Sonia Alvarez, et.al., 2003: 548).

[3] Por supuesto, habría que reconocer que este tratamiento “sectorial” o “fragmentación homogénea de las categorías de opresión” a decir de M. Lugones (2005: 66-68), ha sido la manera “típica” en que el feminismo ha podido dar respuesta a las demandas de representación que han surgido del desmoronamiento del sujeto mujer universal del feminismo blanco heterocéntrico occidental. Esto ha sido así ya que “Para el proyecto civilizatorio occidental es mucho más fácil sumar, agregar, como si la diferencia fuera una cuestión aritmética, de suma de identidades, de categorías” como nos recuerda Amalia Fischer (2002, mimeo). Los

intentos de salir del atolladero esencialista a que este tipo de política nos lleva han provenido sobre todo de las teorizaciones del movimiento de mujeres de color y lesbianas en los EEUU. Para una interesante crítica a los intentos de superación de esta fragmentación identitaria a través de propuesta como la de “interseccionalidad” de Kimberlé Crenshaw, puede leerse: Maria Lugones (2005). Para un buen ejemplo de este tratamiento fragmentado y esencialista de las opresiones de las mujeres recomiendo echar un vistazo a la estructura del programa del XI Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe celebrado en marzo de este año en Ciudad de México, así como al proceso preparativo.

[4] El articulo original fue publicado como “Under western eyes: Feminist Scholarship and colonial discourses” en la revista Boundary 2 12(3), 13(1) (Spring/Fall), 1984. Para esta ocasión utilizaremos la versión en español traducida por María Vinós para Rosalva Aída Hernández Castillo y Liliana Suárez Navaz (coord.), (2008), Págs. 117-164, en documento tipeado pre-impresión.

[5] El artículo original en: “Under Western Eyes” revisited: Feminist Solidarity through Anticapitalist Struggles”, Signs, 28, n. 2, 2003. Usaremos la traducción de María y Ricardo Vinós en documento tipeado pre-impresión, publicado también en Descolonizar el feminismo… (2008), págs. 407-464.

[6] Hago una extrapolación del sujeto de preocupación de Mohanty descrito como “mujeres más marginadas del mundo, comunidades de mujeres de color en naciones ricas y neocoloniales, mujeres en el Tercer Mundo/Sur o Dos Tercios del Mundo” (2008b:14) con el sujeto subalterno de Spivak y de los estudios poscoloniales. “El término subalterno procede de la teoría política de Gramsci […] Los grupos de estudios subalternos surgidos en los años ochenta…conceden sentido a la palabra tanto en el plano político como económico…para referirse al rango inferior, o dominado, en un conflicto social, para significar así de modo general a los excluidos de cualquier forma de orden y para analizar sus posibilidades como agentes” (María José Vega, 2009:2). Debo recordar que para Spivak la figura del subalterno en su máximo paroxismo quedaría expresada en la de una mujer negra pobre del tercer mundo (Spivak: 2003).

[7] “Se puede formular un argumento similar en términos de las académicas de clase media urbana en África o Asia que producen estudios académicos acerca de sus hermanas rurales o de clase trabajadora en los que asumen sus culturas de clase media como la norma y codifican las historias y culturas de la clase trabajadora como el Otro. Así pues, si bien este artículo se enfoca específicamente en lo que denomino el discurso del “feminismo de occidente” sobre las mujeres del tercer mundo, la crítica que ofrezco también se aplica a académicas del tercer mundo que escriben acerca de sus propias culturas utilizando las mismas estrategias analíticas” (Mohanty, 2008a: 2-3).

[8] No puedo dejar de mencionar que los intentos de producción de una crítica contundente dentro del feminismo latinoamericano y su complicidad con proyectos ajenos a la transformación radical del patriarcado se han visto continuamente deslegitimados por los feminismos hegemónicos y sus cómplices en la región, incluyendo la academia de los estudios de género. El ejemplo más fehaciente, por ser el de mayor sistematicidad y sostenibilidad en el tiempo, ha sido la crítica producida desde las bases pensadoras autónomas del feminismo. Aunque esta producción es apenas conocida y apenas legitimada al interior de los espacios de producción y acumulación de conocimientos en AL, hay mucha documentación al respecto. Para más información leer: Francesca Gargallo (2004). Ideas feministas latinoamericanas. México DF, Universidad de la Ciudad de México, en especial el Cap. “La utopía feminista latinoamericana”.

[9] Apoyando esta idea, Herrera demuestra en las conclusiones de su estudio preliminar y restringido a los países andinos, la influencia de la agenda transnacional de las Naciones Unidas y los organismos de ayuda al desarrollo (la Plataforma de Beijing, la Campaña por los Derechos Humanos de las Mujeres, las orientaciones generales de los organismos internacionales, entre otros) en la definición de los énfasis de investigación, que como demuestra son muy similares en los cinco países estudiados (idem:3)

[10] Por violencia epistémica estoy entendiendo una forma de invisibilizar al otro, expropiándolo de su posibilidad de representación: “se relaciona con la enmienda, la edición, el borrón y hasta el anulamiento tanto de los sistemas de simbolización, subjetivación y representación que el otro tiene de sí mismo, como de las formas concretas de representación y registro, memoria de su experiencia…”. (Maritza Belasteguigoitia, 2001: 236-237)

[11] Fraser (2004) ve con gratos ojos la producción de este espacio de confluencia de las luchas feministas a nivel global y pone en el su esperanza de un activismo feminista potente hacia futuro: “Para mis fines, la historia del feminismo de la segunda ola se divide en tres fases…la tercera fase, el feminismo es ejercido cada vez más como una política transnacional, en espacios transnacionales emergentes […] En Europa y otras partes…las feministas descubrieron, y las están explotando hábilmente, nuevas oportunidades políticas en los espacios políticos transnacionales de nuestro mundo globalizante. De este modo, están reinventando el feminismo otra vez, pero ahora como un proyecto y proceso de política trasnacional. Aunque esta fase es aún muy joven, augura un cambio a escala de política feminista que permitiría integrar los mejores aspectos de las dos fases anteriores [del feminismo] en una nueva y más adecuada síntesis” (pp. 2).

[12] El documento se llamó: “Manifiesto de las Cómplices a sus compañeras de ruta” firmado por Margarita Pisano, Ximena Bedregal, Francesca Gargallo, Amalia Fischer, Edda Gaviola, Sandra Lidid y Rosa Rojas. (Ver: Gargallo, 2004: 185-213).

[13] Este concepto ha sido propuesto por Julieta Paredes de Comunidad Mujeres Creando Comunidad y Asamblea Feminista. Como ejemplo de intervención feminista en procesos de reestructuración material y simbólica de la “nación” boliviana, ella propone el desarrollo de procesos de “ruptura epistemológica con el feminismo occidental” y la producción de un feminismo comunitario (Julieta Paredes, 2008).

Holding Back the Years.Simple Red

Holding back the years
Thinking of the fear I’ve had so long
When somebody hears
Listen to the fear that’s gone
Strangled by the wishes of pater
Hoping for the arms of mater
Get to me the sooner or later, ohHolding back the tears
Chance for me to escape from all I know
Holding back the tears
‘Cause nothing here has grown
I’ve wasted all my tears
Wasted all those years
Nothing had the chance to be good
Nothing ever could, yeah, ohI’ll keep holding on
I’ll keep holding on
I’ll keep holding on
I’ll keep holding on, so tightWell I’ve wasted all my years
Wasted all of those years
And nothing had…

Saint John Perse: Elogio de la Poesía. 1960

He aceptado para la Poesía el homenaje que aquí se le ha rendido, y que me apresuro a restituirle.

Con frecuencia la poesía no es enaltecida. Es que parece acrecentarse la disociación entre la obra poética y la actividad de una sociedad sometida a servidumbres materiales. Separación aceptada, no buscada por el poeta, y que sería la misma para el científico sin las aplicaciones prácticas de la ciencia.

Pero es, tanto del científico como del poeta, el pensamiento desinteresado que se entiende honrar aquí. Que al menos aquí no sean considerados como hermanos enemigos. Puesto .que es la misma interrogación la que formulan sobre idéntico abismo, y solamente difieren los modos de investigación.

Cuando se mide el drama de la ciencia moderna descubriendo incluso en el absoluto matemático sus límites racionales; cuando se ve, en física, dos grandes doctrinas dominadoras formular, una un principio general de relatividad, otra un principio quántico de incertidumbre y de indeterminismo que limitaría por siempre la exactitud incluso de las medidas físicas; cuando se ha oído al más grande innovador científico de este siglo, iniciador de la cosmología moderna, y responsable de la más vasta síntesis intelectual en términos de ecuaciones, invocar la intuición en socorro de la razón y proclamar que la “imaginación es el verdadero terreno de germinación científica”, llegando incluso a reclamar, para el sabio, el beneficio de una verdadera “visión artística”, ¿no se tiene el derecho de considerar tan legítimo el instrumento poético como el instrumento lógico?

A decir verdad, toda creación del espíritu es primero “poética” en el sentido propio de la palabra; y en la equivalencia de las formas sensibles y espirituales se ejerce una misma función, inicialmente, para la empresa del sabio y para la del poeta. Del pensamiento discursivo o de la elipsis poética, ¿cuál es el que va cada vez más lejos? Y de esta noche primigenia en la que avanzan a tientas dos ciego! de nacimiento, el uno equipado con el instrumental científico, el otro asistido solamente de los fulgores de la intuición, ¿cuál remonta más pronto y más cargado de breve fosforescencia? La respuesta no importa, el misterio es común.

Y la gran aventura del espíritu poético no le cede en nada a las oberturas dramáticas de la ciencia moderna. Los astrónomos han podido obsesionarse con una teoría del universo en expansión; no hay menor expansión en el infinito moral del hombre, ese universo. Tan lejos como la ciencia aleja sus fronteras, y sobre todo el arco extendido de esas fronteras, se oirá correr aun la jauría cazadora del poeta. Pues si la poesía no es, como se ha dicho, lo “absoluto, real”, ella es la más próxima presa y la aprehensión más próxima, en ese límite extremo de complicidad en el que lo real en el poema, parece informarse a sí mismo.

Por pensamiento analógico y simbólico, por iluminación lejana de la imagen mediadora, y por el juego de sus correspondencias, sobre mil cadenas de reacciones y de asociaciones extrañas, en fin, por la gracia de un lenguaje en el que se transmite el movimiento mismo del Ser, el poeta se reviste de una subrealidad que no puede ser la de la ciencia.

¿Existe en el hombre más asombrosa dialéctica y que más le compromete? Cuando los mismos filósofos abandonan el umbral metafísico, corresponde al poeta sustituir ahí al metafísico; y es la Poesía entonces, no la filosofía, la que se muestra como la verdadera “hija del asombro”, según la expresión del filósofo antiguo para quien ella fue la más sospechosa.

Pero más que modo de conocimiento, la Poesía es primeramente forma de vida, y de vida integral. El poeta existía en el hombre de las cavernas, y existirá en el hombre de las edades atómicas, porque es parte irreductible del hombre. De la exigencia poética, exigencia espiritual, han nacido las mismas religiones y, por la gracia poética, chispa de lo divino, vive por siempre en el pedernal humano.

Cuando las mitologías se hunden, es en la Poesía donde encuentra refugio lo divino; quizás incluso su reemplazo. Y hasta en el orden social y el humano inmediato, cuando las Portadoras de pan del antiguo cortejo ceden el paso a las Portadoras de antorchas, es en la imaginación poética donde se enciende aún la alta pasión de los pueblos en busca de claridad.

¡Altivez del hombre en camino bajo su carga de eternidad! Altivez del

hombre en marcha bajo su fardo de humanidad, cuando para él se abre un humanismo nuevo de universalidad real y de integridad psíquica . . . Fiel a su oficio, que es la profundización misma del misterio del hombre, la Poesía moderna se empeña en una empresa cuya prosecución interesa la plena integración del hombre.

No hay nada de pítico en tal Poesía. Nada tampoco de puramente estético. Ella no es absolutamente arte de embalsamador ni de decorador. No crea para sí perlas cultivadas, no trafica con simulacros ni emblemas, no sabría satisfacerse con ningún agasajo musical. Une a sus voces la belleza, alianza suprema, pero no constituye con ella su fin, ni su único alimento.

Rehusándose el disociar el arte de la vida, y el amor, del conocimiento, la poesía es acción, es pasión, es poder y renovación continua, que desplaza los límites. El amor es su hogar, la insumisión su ley, y su sitio está en todas partes, en la anticipación. Ella no se quiere nunca como ausencia o negación .. No espera, sin embargo, ventajas del siglo.

Atada a su propio destino y libre de toda ideología, se reconoce como la vida misma, que no tiene que ser justificada. Y es con un solo abrazo, como una sola gran estrofa viva, como abarca en el presente, todo el pasado y el porvenir, lo humano con lo sobrehumano, y todo el espacio planetario con el espacio universal. La oscuridad que se le reprocha no es su propia naturaleza, que es la de aclarar, sino de la noche misma que ella explora: la del alma misma y del misterio en que flota el ser humano. Su expresión siempre se ha prohibido lo oscuro, y esta expresión no es menos exigente que la de la ciencia.

Así, por su adhesión total a lo que es, el poeta tiene, para nosotros, alianza con la permanencia y la unidad del ser. Y su lección es de optimismo. Una misma ley de armonía rige para él el mundo entero de las cosas. Nada puede suceder ahí que por naturaleza exceda la medida del hombre. Los peores trastornos de la historia no son sino ritmos estacionarios en un ciclo más vasto de encadenamientos y de renovaciones. Y las Furias que atraviesan la escena, antorcha en alto, no aclaran sino un instante el largo tema en curso.

Las civilizaciones que maduran no mueren de las angustias de un otoño, ellas no hacen más que madurar. Sólo la inercia es amenazante. Poeta es, para nosotros, aquel que rompe la costumbre. y es así como el poeta se encuentra también ligado, a pesar suyo, al acontecimiento histórico. Y nada del drama de su tiempo le es ajeno. ¡Pues a todos dice claramente el gusto de vivir este tiempo intenso! Pues la hora es grande y nueva, acogerse a lo nuevo. ¿Y a quién pues cederíamos el honor de nuestro tiempo … ?

“No temas, –dice la Historia, alzando un día su máscara de violencia, y con su mano en alto hace ese gesto conciliador de la Divinidad asiática en lo más intenso de su danza destructora, ni temas ni dudes, pues la duda es estéril y el temor es servil.

Escucha más bien este agitar rítmico que mi mano alzada imprime, innovadora, a la gran frase humana en vía siempre de creación. No es cierto que la vida pueda negarse a sí misma. No hay nada viviente que proceda de la nada, ni que de la nada se ofusque. Pero tampoco nada guarda forma ni medida bajo el incesante flujo del Ser. La tragedia no está en la metamorfosis misma.

El verdadero drama del siglo está en la separación que se deja crecer entre el hombre temporal y el hombre intemporal. ¿El hombre, iluminado por una vertiente, va a oscurecerse por la otra? ¿Y su madurez forzada, en una comunidad sin comunión, no será falsa madurez? . . . ..

Al poeta indiviso corresponde testimoniar entre nosotros la doble vocación del hombre. Y es levantar delante del espíritu un espejo más sensible a sus posibilidades espirituales. Es evocar en el siglo mismo una condición humana más digna del hombre original. Es en fin, asociar más ampliamente el alma colectiva con la circulación de la energía espiritual en el mundo . . . Frente a la energía nuclear, ¿la lámpara de arcilla del poeta, bastará para su propósito? Sí, si de la arcilla se acuerda el hombre.

Y es bastante para el poeta, el ser la mala conciencia de su tiempo.

Discurso en la recepción del premio Nobel (10 diciembre 1960). Trad. de Sira Jaén.

Saint-John Perse. José Emilio Pacheco

Nota introductoria

La imagen de aquel Libro de Arena sin principio ni fin podría aspirar a describir la obra de Saint-John Perse: a despecho de cambios y variaciones, su poesía es la misma desde “Imágenes para Crusoe”, que escribió en 1904, hasta “Canto para un equinoccio”, publicado en 1971. Abiertas en cualquier parte sus Oeuvres complètes (Bibliothèque de la Pléiade, 1972), siempre serán tan nuevas como el asombro que producen.

Silenciosamente como había vivido, Saint-John Perse murió el 20 de septiembre de 1975. Podemos aplicarle sin riesgo un calificativo que abaratamos al dilapidarlo: un gran poeta, el mayor de este siglo para algunos con derecho a ser oídos porque se llaman T. S. Eliot o Giuseppe Ungaretti.

Perse es un poeta latinoamericano: nació en el Caribe recreado por Carpentier en El Siglo de las Luces. El 31 de marzo de 1887 abrió los ojos en la isla de Saint-Leger-les-Feuilles, propiedad de su familia, cerca de Guadalupe, Antillas francesas. Criollo en el sentido novohispano del término, Alexis Saint-Leger Leger proviene de otro paraíso de los colonos e infierno para los colonizados, un lugar de encuentro de civilizaciones: americana, europea, africana, asiática. No regresó nunca pero la presencia del Caribe y el sentimiento de orfandad y exilio por haber perdido un mundo que fue el suyo lo acompañaron siempre.

En Elogios, que André Gide le publicó en 1911, Perse celebra su infancia, habla de la isla que sería idílica si no supiéramos el precio en sufrimiento humano que exige el colonialismo; fija una niñez poblada por la imaginería de los tristes tropiques que pagaron la Bella Época europea y norteamericana.

Aquel joven trasladado a Europa, que de algún modo iba a ser en su obra el enlace entre los poetas videntes del XIX y los surrealistas del XX, se salvó de ir al matadero en que sucumbió su generación. A principios de 1916 fue a China como diplomático. Viajó por el Tibet, el desierto del Gobi, los mares del Sur. En 1924 publicó Anábasis, ya con el nombre de Saint-John Perse pues Saint-Leger se había convertido en el segundo de Aristide Briand en el Ministerio de Asuntos Extranjeros: la política exterior de Francia no podía estar en manos de alguien dedicado a un oficio tan poco respetable socialmente como el de escribir poemas.

Nada era semejante a Anábasis en la poesía europea de ese momento. Perse hablaba en el francés más elegante pero en él había ecos de los poetas que aparecieron con la invención del alfabeto y su voz era la de un bárbaro, alguien que definitivamente no miraba al mundo desde París. Anábasis deslumbró a los pocos capaces de conseguir el breve cuaderno. Eliot lo tradujo dos veces. En español Perse encontró muchos buenos traductores y uno excepcional que fue el mejor intérprete de toda su obra: el poeta colombiano Jorge Zalamea. (Este Material de Lectura quiere ser también un mínimo homenaje a él.)

El poeta se vio obligado a callar públicamente mientras el diplomático negociaba los acuerdos de Locarno, el pacto franco-soviético, la entrada de la URSS en la Sociedad de las Naciones y, en la conferencia de Munich, se oponía en vano a la política de apaciguamiento que dejaba sucumbir a la República española y entregaba a Hitler el dominio de Europa.

Cuando los nazis entraron en París, Saint-Leger renunció y se exilió en los Estados Unidos antes que colaborar con el gobierno de Vichy. Pétain lo despojó de su nacionalidad francesa; la Gestapo allanó su departamento y quemó los tres libros escritos por Saint-John Perse durante los años en que no publicó nada.

En Washington sobrevivió como asesor de la Biblioteca del Congreso. El diplomático quedó abolido, se mantuvo únicamente el poeta. Fue su etapa más fecunda: de 1941 a 1946 Exilio, Lluvias, Nieves, Poema a la extranjera, Vientos. Once años después Amers, (“Marcas””, “Señales en el mar”, pero también y como es obvio “Amargos”). En 1960, el año en que recibió el Premio Nobel, Crónica, poema de la vejez. En 1972, Pájaros. Fuera de algunas composiciones sueltas, cartas y textos de homenaje a otros escritores y artistas, ésta es toda la obra de Saint-John Perse.

Jamás leyó sus poemas en público ni participó en mesas redondas: hizo una breve aparición la noche en que recibió el Nobel. Allí dijo: “La poesía se niega a disociar el arte de la vida y el amor del conocimiento. Es acción, poder, innovación que desplaza los límites… La oscuridad que se le reprocha no le es consustancial. Lo propio de la poesía es iluminar…”

¿De qué trata la obra de Perse? Él mismo dio la respuesta: “Pero es del hombre de quien se trata, de su presencia humana.” Leerla es como observar las olas que se rompen contra la escollera. Un espectáculo que de tan fascinante puede resultar abrumador. Este gran poeta no escribió versos: sus formas fueron el poema en prosa (que Baudelaire consideró la expresión del mundo moderno) y el versículo, la forma de una sociedad primitiva en que el asombro ante la materia lleva a deificarla y el sol se convierte en dios dador de la vida.

Dios está ausente de esta épica/crónica/tragedia, relatada (cantada) por un espectador que habla desde una eternidad a ras de tierra, no cede a la angustia, expresa su confianza en los seres humanos que habitan un mundo en descomposición y renovación incesantes; en la humanidad que permanece cuando todo —nieves, lluvias, vientos, señales en el mar— se ha evaporado.

Su poesía crece con la naturalidad majestuosa de un gran árbol del trópico y mira la corriente de la historia en su fluir perpetuo: guerras, conquistas, imperios, exilios, rebeliones. Se refiere a la sociedad actual como si estuviera en el alba de las comunidades humanas y a los primitivos como si fuesen nuestros contemporáneos. Su visión es planetaria, es la mirada abarcadora de un poeta nacido en una isla sudamericana, fiel a la utopía que junto a la violencia explotadora fundó este nuevo mundo. Sin decirlo Perse nunca renuncia al anhelo de una sociedad menos injusta y desdichada que la nuestra. Su interminable alabanza de la Tierra no le impide ver que el hombre marcha siempre y edifica; cree que la historia ha llegado al lugar de su quietud, pero al plantar el árbol que de sombra a sus construcciones pone la semilla de la raíz que cuarteará el muro; en su bagaje lleva las termes que carcomerán sus palacios. La ciudad será ruina, morada del desierto y de la vegetación devoradora. A lo lejos la nueva caravana proyecta su sombra en las arenas. Nada perdura, sí, pero tampoco nada detiene el peregrinaje en busca de la Ciudad Justa.

Perse escribió que el objeto más hermoso del mundo era el cráneo de cristal de roca que preside como una deidad subterránea la sala azteca del Museo Británico. Acaso cuando nuestra civilización sea polvo y ceniza como lo es ahora el mundo de Moctezuma, la poesía de Saint-John Perse será ese cráneo de cristal de roca pulido por las tempestades y los siglos, invulnerable en su enceguecedora fijeza.

El Salvador: mitos y rituales del momento electoral 2021. Roberto Pineda.15 de febrero de 2021

El capitalismo es una pura religión de culto, quizás la más extrema que haya existido jamás. (Walter Benjamín, 1921)

1.Introducción: un orden oligárquico disfrazado de democracia

El actual balance de fuerzas políticas y sociales en que descansa la realidad salvadoreña, -en un claro periodo de transición histórica-  puede ser analizado como un caleidoscopio cultural de mitos y rituales que se ejecutan periódicamente,  y en particular los vinculados al escenario electoral, con sus actores y actrices,  que nos deleitan y sorprenden con sus ocurrencias  o nos entristecen y confunden con sus voces de derrota y amargura.

Para nuestro bicentenario ordenamiento oligárquico hoy globalizado, -con sus subyacentes relaciones de poder inalteradas- los territorios de lo imaginario y de lo simbólico son los lugares sagrados, desde donde se edifican los palacios y los castillos de la legitimación ideológica del sistema capitalista y su itinerante rostro político-electoral, sea en su vertiente de democracia liberal o incluso autoritaria.

Es lo electoral un turbulento escenario cíclico de enfrentamiento de clase, por lo que es fundamental percatarse políticamente, tanto de los intereses de las partes en pugna como de los movimientos para asegurar ventajas en el tablero movedizo del actual juego electoral, con sus discriminaciones y privilegios, e incrustado en la perentoria crisis  de la institucionalidad oligárquica, de la crisis sanitaria global, de la crisis de la derecha y de la izquierda, así como de la actual ausencia de un movimiento popular significativo, que amenace al sistema.  

A continuación revisamos estos escenarios de la crisis de la institucionalidad oligárquica  y de su Estado, de los mitos y rituales de su sistema democrático  y del desenlace de la actual coyuntura: que todo cambie para que todo siga igual, con algunas proyecciones electorales.  

2. Legitimar, renovar o subvertir la crisis de la institucionalidad oligárquica

La actual dominación social a la base de nuestro sistema político, es el resultado de relaciones históricas de poder,  culturalmente violentas, de las ya lejanas conquistas azteca e  ibérica,  así como de la reproducción bicentenaria e interseccional de discursos oligárquicos, patriarcales y racistas  que se expresan  y reproducen desde las entrañas de nuestro imaginario social, así como de sus respectivas instituciones, procesos y  entornos culturales.

Como resultado de esto, presenciamos por una parte, el actual esfuerzo electoral por la legitimación de los símbolos del viejo orden oligárquico,  con su disputa  por recuperar el  sentir popular, y convencernos que su mundo hoy asediado, es el mejor de los mundos posibles.  

Por otra parte, se encuentra la cruzada por establecer un nuevo poder político, con sus nuevos símbolos y discursos, avanzando aparentemente sin ningún tropiezo significativo y esperando el día de la cosecha. Presenciamos un gran enfrentamiento social y político, entre sectores oligárquicos y de la burguesía emergente. 

Y en tercer lugar, como una alternativa debilitada pero presente, -de naturaleza subversiva-, el convencimiento que cualquier tipo de desenlace tendrá  un carácter contingente, histórico, provisional, transitorio,  no obstante su innegable solidez actual. Estas son las alternativas planteadas, junto con la certeza que la gente al tomar conciencia de sus intereses y luego de hacer su propia experiencia, sea esta en las urnas o en las calles, siempre premia y castiga[1].

Estas tres vertientes son afectadas por el ejercicio del poder, -que  se realiza en diversas formas- incluyendo el uso y la amenaza del uso de la fuerza, coercitivamente, pero  principalmente por los senderos de la ideología  y particularmente de la profunda naturaleza ideológica del  lenguaje, del discurso y de la imagen, como mecanismos  de control social y de construcción de consenso.   

Es por medio del lenguaje que se construye el sentido común que naturaliza los patrones de dominación, moldeados ideológicamente por relaciones de poder.  Pero esto puede y ha sido en diversas ocasiones modificado por el ejercicio de la resistencia y lucha popular, como en los años veinte, y en los años setenta-ochenta del siglo pasado. Es un gigantesco desafío cultural y político repetirlo.

Es por medio de las luchas de  resistencia en lo político y lo cultural que se deconstruyen los procesos orientados a ocultar de manera institucional –en la familia, escuela, iglesia, partido político, oficina, etc.,- la relación entre los discursos y las relaciones sociales y de esta forma lograr la desautorización  de la hegemonía del orden oligárquico vigente, su deslegitimación en las conciencias.  

Los partidos políticos como operadores del orden oligárquico

Los partidos políticos dentro del actual sistema,  en sus prácticas proselitistas y particularmente de campaña electoral actúan en su carácter de empresas de negocios que compiten para vender sus productos (candidatos) a los consumidores (ciudadanos votantes). Esto como resultado de la ofensiva neoliberal que con su diseño publicitario expansionista ha colonizado abiertamente el territorio de la política electoral, así como de la educación, la salud, la vivienda, la seguridad social, etc.

El desafío desde la izquierda de educar políticamente ha desaparecido, bajo la presión del marketing electoral, y recuperar esa responsabilidad es un desafío estratégico, para poder así recuperar la confianza popular perdida.

Lamentablemente prevalece en la actualidad, la socialdemocratización del pensamiento de la izquierda y de algunos sectores del  movimiento popular,  que incluso  proclaman en sus campañas el discurso  de enfrentar el odio con amor (sic), en una huida estrepitosa de las categorías de la lucha de clases, y confiando ciegamente en que la democracia liberal es el mejor de los mundos posibles.

Ejecutan consciente o inconscientemente, una cerrada defensa de la modalidad liberal de la democracia, obviando la naturaleza capitalista de la maquina estatal y favoreciendo el parlamentarismo como la vía soñada de la actividad del instrumento político de la izquierda. No sería extraño que también se asumiera en el futuro la peregrina tesis que la pobreza es mental.

Olvidan que el poder real radica en aquellos sectores que no tienen que acudir a las urnas para renovar su autoridad, e incluye al capital nacional y transnacional,  a las Fuerzas Armadas así como al peso de gobiernos influyentes como el de Estados Unidos, mientras el poder formal se refiere a los diversos componentes del aparato de Estado. 

Un Estado Históricamente al servicio de la oligarquía

El capital nacional se bifurca en un sector oligárquico transnacionalizado y un sector nacional marginal. Este sector oligárquico –añilero, luego cafetalero, y finalmente hotelero-ha conducido el Estado desde su fundación en 1841, aunque durante buena parte del siglo XX permitió que este fuera administrado por las fuerzas armadas (1932-1992), y a partir de 1992, confió su conducción a los partidos políticos.

No obstante esto, durante todo el siglo XX, incluso durante las épocas de mayor autoritarismo castrense,  la modalidad de gobierno ha sido la de una democracia liberal. Pero, desde el 2009  esta dominación oligárquica del Estado,  entra en crisis y se ve desafiada primeramente por un partido de izquierda, el FMLN, y a partir de 2019, por un proyecto populista y autoritario, de naturaleza burguesa, Nuevas Ideas.  

La oligarquía se encuentra confundida y sorprendida por este poder emergente de Nuevas Ideas que no solo lo desplaza del manejo del Estado sino amenaza con destruir electoralmente su instrumento político (ARENA) y asumir un nuevo modelo de gobernanza “democrática”, pero de naturaleza populista y autoritaria.

3. De los mitos y rituales de la democracia oligárquica: que todo cambie para que todo siga igual

El discurso electoral en El Salvador es históricamente el discurso del  poder, de la fuerza de la legitimidad jurídico-política oligárquica, fundada en la Constitución, pero a la vez es el discurso de la religión, de la magia: de las elecciones como tiempo y lugar sagrado, desde donde los poderes constituidos por medio del mito de la “igualdad ciudadana” legitiman y reproducen el sistema capitalista, porque el poder del orden económico nunca está en disputa. Nunca lo ha estado. Están en disputa exclusivamente los manejadores del sistema, no los así llamados “artículos pétreos del orden constitucional.”

Existen diversos mitos de la narrativa democrática, el de la igualdad del ciudadano, el de la separación de poderes, el de la Constitución, y el de las elecciones, entre otros.

Los sectores populares son reducidos a ciudadanos individuales, para ser invitados a la fiesta electoral, a ejercer su “sagrado” derecho al voto libre, igualitario y secreto, el día de las elecciones, para luego regresar a sus comunidades inseguras y sin servicios públicos y a su situación de marginalidad y desempleo.

Los eventos electorales son grandes espectáculos de masas, en los que los actores ciudadanos  participan pero no deciden y en donde se oxigenan periódicamente las relaciones entre el poder y sus súbditos, entre la finca del patrón y la fiesta del pueblo.

Desde las grandes catedrales de la religión electoral se difunde el viejo catecismo de votar para decidir, pero en la práctica supone como nos lo mostró Lampedusa en el Gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.

Proyecciones electorales 2021

Con base en la última encuesta de la UCA, (La población salvadoreña de cara a las elecciones)[2] que abarca cuatro departamentos (San Salvador, Santa Ana, La Libertad y San Miguel) realice las proyecciones a los restantes diez departamentos, a partir de un 70% de Nuevas Ideas (NI)  y un 30% de los demás partidos, y tomando como criterio las elecciones legislativas de 2012, 2015 y 2018.

Anteriormente,  en agosto de 2020, a 6 meses del 28 de febrero de 2021, había considerado como probable los siguientes resultados:     

“1. Situación de equilibrio. Surge cuando bloque gubernamental (NI (39), GANA (8), cuenta con 47 votos y bloque opositor (ARENA (20), FMLN (10); PDC (1), con 31 votos. En este escenario el Bloque Gubernamental no obstante contar con mayoría simple, necesitaría llegar a acuerdos con ARENA o con el FMLN para lograr superar barrera de los 56. Esta posibilidad fue vislumbrada por el analista Francisco Martínez el 1 de julio y la retomo porque me parece ser la tendencia que más se aproxima a la correlación real de fuerzas existente en el país.

Martínez estima los resultados electorales de la siguiente manera:

“ SAN SALVADOR: NI:14, ARENA:6,FMLN:2,GANA:1, NP:1, (24) SANTA ANA: NI: 3, ARENA:1, FMLN:1,GANA:1,PCN:1 (7) SAN MIGUEL: NI: 2, ARENA:1, FMLN:1, GANA:1, PDC:1 (6) LA LIBERTAD: NI:5, ARENA: 2, FMLN:1, GANA:1, NP:1 (10) USULUTAN: NI: 2, ARENA.1, FMLN:1, GANA:1 (5) SONSONATE: NI: 2, ARENA:1, FMLN:1, GANA:1, PCN:1 (6) LA UNION: NI: 1, ARENA: 1 GANA:1 (3) LA PAZ: NI: 2, ARENA:1, FMLN:1 (4) CHALATENANGO: NI: 1, ARENA: 1, FMLN:1 (3) CUSCATLAN: NI:2 ARENA:1 (3) AHUACHAPAN: NI:2 ARENA: 1, PCN:1 (4) MORAZAN: NI:1, ARENA:1 FMLN:1 (3) SAN VICENTE: NI:1 ARENA:1 PCN:1 (3) CABAÑAS: NI: 1, ARENA:1 GANA:1 (3) TOTAL DIPUTADOS: NI:39,ARENA:20,FMLN:10,GANA:8,PCN:4,PDC:1,NP:2 (84)”[3]

Hoy, a dos semanas del evento electoral, mi valoración es la siguiente:

En San Salvador (24), según la UCA, NI  obtiene 16 diputados. ARENA pasa de  12 a 2 (pierde 10), FMLN pasa de 6 a 2 (pierde 4). GANA pasa de 2 a 1 (pierde 1). PCN pierde 1. PDC se mantiene con 1. Nuestro Tiempo gana1, Vamos gana 1 y CD pierde representación. Según mis cálculos GANA se mantiene con 2 y PCN con 1. Nuestro Tiempo y Vamos no logran representación.

En La Libertad (10), según la UCA, NI obtiene 7. ARENA pasa de 5 a 1(pierde 4) FMLN pasa de 3 a 1 (pierde 2). GANA se mantiene con 1.

En Santa Ana (7), según la UCA, NI obtiene 5. ARENA pasa de 3 a 1(pierde 2). FMLN pierde representación. GANA se mantiene con 1.

En San Miguel (6), según la UCA, NI obtiene 3. ARENA pierde representación. FMLN pasa de 2 a 1(pierde 1). GANA se mantiene con 1.

Y según mis cálculos:

En Sonsonate (6), NI obtiene 3. ARENA pasa de 2 a 1 (pierde 1). FMLN pasa de 2 a 1(pierde 1). GANA se mantiene con 1.

En Usulután (5), NI obtiene 3. ARENA pasa de 2 a 1(pierde 1) y FMLN pasa de 2 a 1 (pierde 1). GANA pierde representación.

En Ahuachapán (4), NI obtiene 3. ARENA pasa de 2  a 1(pierde 1). FMLN y PCN pierden representación.

En La Paz (4) , NI obtienen 3. ARENA pasa de 2 a 1         (pierde 1). FMLN pierde representación.

En La Unión (3), NI obtiene 2. ARENA pasa de 2 a 1 (pierde 1). FMLN pierde representación.

En Chalatenango (3), NI obtiene 2. PCN se mantiene con 1.

En Cuscatlán (3), NI obtiene 2, y ARENA se mantiene con 1. FMLN y PCN pierden representación.

En San Vicente (3), NI obtiene 2. ARENA pasa de 2 a 1 (pierde 1). FMLN pierde representación.

En Morazán (3), NI obtiene 2. ARENA se mantiene con 1. FMLN y GANA pierden representación.

En Cabañas (3) NI obtiene 2. ARENA se mantiene con 1. GANA y PCN pierden representación.

En suma, NI logra probablemente casi llegar a la mayoría calificada, con 55 diputados, ARENA baja de 37 a 13 (pierde 24 diputaciones), FMLN baja de 23 a 6, (pierde 17 diputaciones), GANA baja de 10 a 5 (pierde 5 diputaciones) , PCN baja de 9 a 1 (pierde 8 diputaciones). PDC baja de 3 a 2 (pierde 1 diputación). CD pierde representación. En términos de alianzas a futuro, el bloque gubernamental contará con NI+GANA+PCN: 61 diputados mientras el bloque antigubernamental ARENA+FMLN+PDC-NT+Vamos: 23 diputados.

El peso de la alianza legislativa de NI con GANA podrá ser determinante, necesaria o irrelevante en dependencia de las necesidades  de NI para alcanzar la mayoría calificada, la cifra mágica de 56 votos. En el caso de ARENA, la alianza legislativa con el FMLN dependerá de la decisión post-electoral de ARENA de confrontar o conciliar.

Dptos/ Partidos/ (2012, 15,18) y 21NIARENA  FMLNGANAPCNPDCNTVamosCD
SS (24)16(11,11, 12) 2(9,10.6)2(2,1,2) 1(0,1,1) 0(1,1,1) 111(1,0,1) 0
LL (10)7(5,5,5) 1(4,2,3) 1(1,1,1) 1     
SA (7)5(3,3,3) 1(2,2,1) 0(1,1,1) 1(1,0,0) 0    
SM (6)3(2,2,2) 0(3,3,2) 1(1, 1,1) 1 1   
SO (6)3(2,2,2) 1(2,2,2) 1(1,1,1) 1(1,0,0) 0    
US (5)3(2,2,2) 1(2,2,2) 1(0,1,1) 0(1,0,0) 0    
AH (4)3(1,2,2) 1(1,1,1) 0(1,0,0) 0(1,1,0) 0    
LP (4)3(1,1,2) 1(2,1,1) 0(1,1,0) 0(0,1,0) 0    
LU (3)2(1,1,2) 1(1,1,1) 0(1,0,0) 0     
CH (3)2(1,1,1) 0(1,1,1) 0 (1,1,1)1    
CUS (3)2(1,1,1) 1(1,1,1) 0 (1,1,1)0    
SV (3)2(1,1,2) 1(1,1,1) 0(1,0) 0(1.0,0)0    
MO (3)2(1,1,1) 1(1,1,1) 0(1,1,1) 0     
CA (3)2(1,1,1) 1(1,1,0) 0(1,1,1) 0(0,0,1)0    
TOTAL 20215513651211 

Conclusiones

Las elecciones del 28 de febrero de 2021 vendrán a favorecer claramente los planes del proyecto político-social de Nuevas Ideas y de su líder, el presidente  Nayib Bukele, de posicionarse como la fuerza constructora y dirigente de un nuevo sistema político de naturaleza autoritaria y populista, pero en el marco del orden oligárquico vigente.  Y en este sentido no constituye una amenaza ni para la dominación del sistema oligárquico, ni tampoco para el gobierno estadounidense y el capital transnacional.

Las fuerzas oligárquicas como fuerzas desplazadas de la conducción directa del Estado, se verán en la necesidad de reformular su estrategia con respecto al proyecto político de Bukele, ante la nueva realidad política, sea para ahondar su enfrentamiento político-mediático y continuar o incluso escalar el conflicto o llegar a un acuerdo de sometimiento político, que sea ventajoso para ambas partes. Me parece que se inclinaran por la segunda opción.

Los sectores populares, debilitados y divididos, necesitaremos asimismo reformular nuestra estrategia,  en el entendido que este nuevo proyecto hegemónico y sus relaciones de poder seguramente nos va demandar nuevos sacrificios (ya hay dos nuevas víctimas) , así como se modificara lo que Foucault llama la “tecnología del poder”, pero  que la clave se encuentra -en sentido gramsciano -de pasar de la guerra de movimientos a la guerra de posiciones, enrumbar la resistencia popular: pasar de ciudadanos  y consumidores satisfechos y sometidos, a críticos y enérgicos  luchadores sociales.-


[1] Ver Pineda, Roberto. https://rebelion.org/un-nuevo-orden-burgues-y-la-continuidad-de-la-izquierda-en-el-salvador/

[2] https://www.uca.edu.sv/iudop/wp-content/uploads/Boletin-Preelectoral-enero-febrero-2021.pdf

[3] Pineda, Roberto. El Salvador: horizonte electoral 2021. 31 de agosto de 2020. https://www.alainet.org/es/articulo/208702

La interseccionalidad: una aproximación situada a la dominación. Mara Viveros. 2016

Introducción

Desde hace algunos años, la interseccionalidad se ha convertido en la expresión utilizada para designar la perspectiva teórica y metodológica que busca dar cuenta de la percepción cruzada o imbricada de las relaciones de poder. Este enfoque no es novedoso dentro del feminismo y, de hecho, actualmente existe un acuerdo para señalar que las teorías feministas habían abordado el problema antes de darle un nombre.

En este artículo voy a rastrear los orígenes de este enfoque teórico-metodológico y político, sabiendo que el trabajo de construir una genealogía va más allá de identificar en el pasado las huellas de un saber o perspectiva.[1]

Se trata, por el contrario, de explorar la diversidad y dispersión de las trayectorias del entrecruzamiento de las diferentes modalidades de dominación, para entender la posibilidad de existencia actual de este enfoque. Dicho de otra manera, se trata de mostrar cómo han surgido las diversas historias de su desarrollo, como producto de relaciones de fuerza, incluyendo el conflicto entre distintas posiciones al respecto.

En concordancia con esta perspectiva, en un segundo momento voy a señalar algunas delas principales críticas que se han formulado sobre esta perspectiva. En tercer lugar, voy a dar cuenta de la forma como son experimentadas concretamente las intersecciones de raza y género, clase y género y la consubstancialidad de estas relaciones para los grupos sociales involucrados, examinando tanto mis propios trabajos investigativos como los de otras autoras.

Igualmente, voy a considerar las dimensiones políticas de estas intersecciones y los cuestionamientos que ofrece esta perspectiva al universalismo de los distintos movimientos sociales; en particular haré referencia a los aportes del black feminism, el feminismo de color y el feminismo latinoamericano como enfoques epistémicos descolonizadores.

Por último, voy a abordar las políticas de alianzas y las tensiones que se generan entre distintos movimientos sociales. A partir de este recorrido analítico señalo la importancia de mantener la reflexividad autocrítica que los estudios de interseccionalidad estimulan para evitar el riesgo de convertir esta perspectiva en la repetición despolitizada de un mantra multiculturalista.

Genealogías de la interseccionalidad

Algunas de las perspectivas que hoy llamamos interseccionales fueron expuestas hace más de dos siglos por personalidades como Olympia de Gouges, en Francia: en La declaración delos derechos de la mujer (De Gouges, 1791), la autora comparaba la dominación colonial con la dominación patriarcal y establecía analogías entre las mujeres y los esclavos.

En Estados Unidos, las tempranas y cortas alianzas entre las luchas abolicionistas y las luchas feministas del siglo xix y las superposiciones de estas reivindicaciones en campañas comunes por el sufragio de la población negra y de las mujeres pusieron en evidencia las similitudes de funcionamiento del racismo y del sexismo.[2]

Otro ejemplo notable es el discurso Ain’t I a woman pronunciado por Sojourner Truth, una exesclava, en la convención por los derechos de las mujeres en Akron, Ohio, en 1851. En ese discurso,Truth (Truth, 1997/1851), quien padeció la esclavitud por más de 40 años, confronta la concepción burguesa de la feminidad con su propia experiencia como mujer negra, trabajadora incansable y madre de muchos hijos vendidos como esclavos, mediante la pregunta insistente al auditorio:“¿Acaso no soy una mujer?”.

También vale la pena señalar al sociólogo W. E. B. Du Bois, quien en una compilación de ensayos publicados en 1903 escribe, a propósito de la experiencia cotidiana de pobreza de su pueblo en el periodo de la segregación racial: “Es duro ser un hombre pobre, pero ser una raza pobre en el país de los dólares es la peor de las pruebas” (Du Bois, 2004/1903,p. 16). En el contexto latinoamericano poscolonial, algunas escritoras y artistas puntearon también desde fecha temprana estas intersecciones. En la literatura peruana se ha reconocido el lugar pionero de las denuncias realizadas en 1899 por Clorinda Matto de Turner en su libro Aves sin nido.

Este texto reveló los abusos sexuales perpetrados por gobernadores y curas locales sobre las mujeres indígenas, señalando la vulnerabilidad que generaba en este contexto su condición étnico-racial y de género. En Brasil, se pueden nombrar trabajos artísticos como el famoso cuadro cubista A negra (1923) (fig. 1) de Tarsila do Amaral, que representa a una mujer negra desnuda con los labios y los senos hipertrofiados, y ha sido interpretado como una alegoría del lugar de las nodrizas negras en la sociedad brasileña (Vidal, 2011).

Ambos ejemplos revelan la mirada crítica de algunas mujeres blancas de las élites latinoamericanas sobre las opresiones de raza, género y clase vividas por las mujeres indígenas y negras. Ya en el siglo xx, la emblemática Colectiva del Río Combahee y feministas como Angela Davis, Audre Lorde, bell hooks, June Jordan, Norma Alarcón, Chela Sandoval, Cherríe Moraga, Gloria Anzaldúa, Chandra Talpade Mohanty, María Lugones, entre otras, se expresaron contra la hegemonía del feminismo “blanco” por los sesgos de raza y género de la categoría mujer empleada por este (Viveros Vigoya, 2009).

Por otra parte, desde los movimientos sociales ya se habían definido con claridad los alcances de una perspectiva interseccional. El “Manifiesto de la Colectiva del Río Combahee” (1983/1977), uno de los grupos más activos del feminismo negro de la década de 1960, es uno de los más claros ejemplos. Su declaración reunió las orientaciones políticas, teóricas, metodológicas y los principios normativos que constituirán más adelante el paradigma interseccional: la extensión del principio feminista, “lo personal es político”, al abordar no solo sus implicaciones de sexo, sino también de raza y clase; el conocimiento centrado en lo que constituye la experiencia de las mujeres negras (stand point theory); la necesidad de enfrentar un conjunto variado de opresiones al tiempo sin jerarquizar ninguna; la imposibilidad de separarlas opresiones que no son únicamente raciales, sexuales, ni de clase.

La política de la identidad feminista afroamericana de este colectivo ilustra lo que Patricia Hill Collins (2000) llamará, años más tarde, el punto de vista de las mujeres negras. En Brasil, las problemáticas de las mujeres negras como temas de debate político al interior del Partido Comunista Brasileño (Barroso y Costa, 1983) fueron planteadas desde la década de 1960;diversas activistas e intelectuales (Thereza Santos, Lelia González, Maria Beatriz do Nascimento, Luiza Bairros,[3]Jurema Werneck y Sueli Carneiro, entre otras)[4]promovieron la teoría de la tríada de opresiones “raza-clase-género” para articular las diferencias entre mujeres brasileñas que el discurso feminista dominante había pretendido ignorar.

Por otra parte, desde el Segundo Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe celebrado en 1983 en la ciudad de Lima (Curiel, 2007), distintos movimientos feministas han puesto en evidencia la ausencia de la cuestión del racismo en los debates políticos del movimiento feminista. Todos estos debates muestran que el problema de las exclusiones creadas por la utilización de marcos teóricos que ignoraban la imbricación de las relaciones de poder circulaba desde hacía mucho tiempo en contextos históricos y geopolíticos diversos.

Sin embargo, no sobra precisar que en esta construcción genealógica he utilizado, siguiendo a Nina Lykke, la noción de interseccionalidad, como “un lugar discursivo donde diferentes posiciones feministas se encuentran en diálogo crítico o de conflicto productivo” (Lykke, 2011, p. 208).

Esta perspectiva inclusiva debe ser, no obstante, utilizada, como señala esta misma autora, con precaución, para no convertirla en una caja negra en la que todo cabe. Este riesgo puede evitarse, al menos parcialmente, contextualizando las teorías o posturas teóricas que se ponen en diálogo y sacando provecho de ellas para aplicarlas políticamente de forma creativa y crítica.

Los debates en torno de la interseccionalidad

El concepto mismo de interseccionalidad fue acuñado en 1989 por la abogada afroestadounidense Kimberlé Crenshaw en el marco de la discusión de un caso concreto legal, con el objetivo de hacer evidente la invisibilidad jurídica de las múltiples dimensiones de opresión experimentadas por las trabajadoras negras de la compañía estadounidense General Motors.

Con esta noción, Crenshaw esperaba destacar el hecho de que en Estados Unidos las mujeres negras estaban expuestas a violencias y discriminaciones por razones tanto de raza como de género y, sobre todo, buscaba crear categorías jurídicas concretas para enfrentar discriminaciones en múltiples y variados niveles.

En numerosas oportunidades[5]Kimberlé Crenshaw ha aclarado que su aplicación de la interseccionalidad ha sido y continúa siendo contextual y práctica, y que su pretensión nunca fue crear una teoría de la opresión general, sino un concepto de uso práctico para analizar omisiones jurídicas y desigualdades concretas. Sin embargo, el hecho es que, en los contextos académicos anglófonos, la interseccionalidad parece haberse convertido en el tropo feminista más difundido para hablar ya sea de identidades o de desigualdades múltiples e interdependientes (Brah y Phoenix, 2004; Bilge, 2010).

En el campo del feminismo estructuralista, Patricia Hill Collins (2000) fue la primera en hablar de la interseccionalidad como un paradigma; sin embargo, fue Ange Marie Hancock (2007) quien propuso una formalización de este paradigma, entendido como un conjunto que engloba a la vez teoría normativa e investigación empírica.

Para tal objeto, Hancock identificó los siguientes seis presupuestos básicos en aras de responder a problemáticas de justicia distributiva, de poder y gobierno, y de analizar situaciones concretas y específicas:                                  1. En todos los problemas y procesos políticos complejos está implicada más de una categoría de diferencia.                                                                              2. Se debe prestar atención a todas las categorías pertinentes, pero las relaciones entre categorías son variables y continúan siendo una pregunta empírica abierta.                                                                                                    3. Cada categoría es diversa internamente.                                                             4. Las categorías de diferencia son conceptualizadas como producciones dinámicas de factores individuales e institucionales, que son cuestionados e impuestos en ambos niveles.                                                                                  5. Una investigación interseccional examina las categorías a varios niveles de análisis e interroga las interacciones entre estos.                                                    6. La interseccionalidad como paradigma requiere desarrollos tanto teóricos como empíricos.

Esta formalización encontró un eco favorable en quienes se enfocan en los aspectos estructurales de la interseccionalidad, pero para autoras como Kathy Davis (2008) el intento de estabilizar y sistematizar este enfoque no es necesariamente un avance, ya que para ella la fuerza de esta perspectiva radica precisamente en la vaguedad, la cual le permite reunir dos importantes corrientes feministas que se ocupan de la diferencia: el black feminism y la teoría posmodernista/postestructralista.

Otro punto de debate entre las distintas aproximaciones a la interseccionalidad gira en torno a los niveles de análisis que debe comprender. Para autoras como Patricia Hill Collins (2000), la interseccionalidad requiere abordar cuestiones tanto macrosociológicas como microsociológicas. Esta dualidad analítica se traduce para ella en una diferencia léxica.

Cuando esta articulación de opresiones considera los efectos de las estructuras de desigualdad social en las vidas individuales y se produce en procesos microsociales, se designa interseccionality; cuando se refiere a fenómenos macrosociales que interrogan la manera en que están implicados los sistemas de poder en la producción, organización y mantenimiento de las desigualdades, se llama interlocking systems of oppression.

Los debates sobre los niveles macro y micro del análisis están marcados por una divergencia de perspectivas: mientras que para unas los análisis se han vuelto excesivamente introspectivosy se concentran demasiado en la narración de las identidades (Collins, 2000, p. ix), para otras hay demasiado énfasis en las estructuras, en detrimento del análisis de las dimensiones subjetivas de las relaciones de poder (Staunæs, 2003, citada en Bilge, 2010, p. 73).

Collins atribuye el retroceso de los enfoques estructurales en los estudios sobre las desigualdades sociales al auge delas teorías postestructuralistas en menoscabo de los aspectos organizacionales e institucionales de las disimetrías de poder. Esta diferenciación macro y micro no está, por supuesto, disociada de la doble afiliación teórica y genealógica que se atribuye a la interseccionalidad: el black feminism y el pensamiento posmo-derno/postestructuralista.

Mientras que la primera es ampliamente reconocida, la segunda lo es menos. Kimberlé Crenshaw no tiene problema en plantear que la interseccionalidad es un concepto de apoyo que vincula las políticas contemporáneas a la teoría posmoderna, pero para Hill Collins “la interseccionalidad es un paradigma alternativo al antagonismo positivismo/postmodernismo que haría parte de las dicotomías que estructuran la epistemología occidental” (en Bilge, 2009,p. 74).

Esta doble afiliación genealógica imputada a la interseccionalidad se configura de manera distinta según los contextos nacionales: mientras en Estados Unidos la mayoría de los trabajos que utilizan la interseccionalidad están fuertemente influidos por el black feminism, en Europa del norte la interseccionalidad se vincula más bien con el pensamiento posmoderno (Bilge, 2009,pp. 74-75).

Por ejemplo, para autoras como Kathy Davis (2008, p. 71) la interseccionalidad se inscribe en el proyecto posmoderno de conceptualización de las identidades como múltiples y fluidas, y se encuentra con la perspectiva foucaultiana del poder en la medida en que ambas ponen el énfasis en los procesos dinámicos y en la deconstrucción de las categorías normalizadoras y homogeneizantes.

Más allá de estas afiliaciones, lo cierto es que la amplia aceptación de este enfoque ha sido facilitada por las críticas posmodernas al positivismo y su búsqueda de explicaciones más complejas de la desigualdad social. Kathy Davis (2008) advierte que hoy en día es inimaginable que un programa de estudios de las mujeres o de estudios feministas se centre solo en el sexo, y Leslie McCall presenta la inter-seccionalidad como la “contribución más importante que los estudios de las mujeres han hecho hasta ahora” (McCall, 2005, p. 177).

Como han señalado Maria Carbin y Sara Edenheim (2013),la interseccionalidad pasó de ser una metáfora, y un signo de conflicto y amenaza para un feminismo al que se le reveló su carácter “blanco”, a convertirse en la teoría feminista por excelencia. Desde su punto de vista, el éxito de este significado consensual deriva en gran parte de su falta de teorización sobre el tema del poder; así, una parte de la teoría interseccional que ellas denominan constructivista ignora la existencia del feminismo que ha trabajado sobre el carácter multidimensional del poder desde un marco ontológico distinto al de la interseccionalidad.

Esta ausencia le permitiría borrar los conflictos epistemológicos que han opuesto el feminismo estructuralista al feminismo posestructuralista, el black feminism al feminismo blanco, el feminismo poscolonial y decolonial al feminismo occidental que parten de premisas diferentes y utilizan estrategias distintas.

Para Carbin y Edenheim, la interseccionalidad inclusivista anularía conflictos necesarios y productivos dentro del feminismo. En otros contextos, como el francófono o el latinoamericano, el concepto empezó a divulgarse en el ámbito académico solo a partir de 2008 (Dorlin, 2009; Viveros Vigoya, 2012). La variedad de formulaciones utilizadas para describir las relaciones entre género, raza y clase revela las dificultades para abordarlas.

Mientras algunas se refieren al género, la raza y la clase como sistemas que se intersectan, otras las entienden como categorías analógicas o como bases múltiples de la opresión, como ejes distintos o ejes concéntricos. Cada una de estas enunciaciones tiene implicaciones teóricas propias. El razonamiento analógico permitió, por una parte, la teorización de la categoría “mujeres” como clase, producida por un sistema de dominación autónomo e irreductible a las relaciones de producción capitalista, y por otra, la construcción del concepto de sexismo con base en el modelo del racismo.

Autoras como Colette Guillaumin utilizaron este tipo de razonamiento para mostrar las similitudes de los mecanismos de producción de las categorías “raza” y “sexo”, a través de su naturalización y deshistorización. Estos usos productivos de la analogía no son, sin embargo, los más comunes; y la mayoría de los usos que se han hecho del razonamiento analógico han servido para establecer una jerarquía entre las dominaciones y para instrumentalizar las opresiones que no son objeto de la política de quien la utiliza (Bilge, 2010,p. 55).

Según la filósofa Elsa Dorlin (2009), las teorías de la interseccionalidad se han movido entre dos aproximaciones a la dominación: una analítica y una fenomenológica. Desde la primera perspectiva, toda dominación es, por definición, una dominación de clase, de sexo y de raza, y en este sentido es en sí misma interseccional, ya que el género no puede disociarse coherentemente de la raza y de la clase.

Para la segunda perspectiva, lo que es interseccional es la experiencia de la dominación, como en el caso de la compañía General Motors analizado por Crenshaw a propósito de la violencia ejercida contra las mujeres racializadas o de los empleos de los que quedan excluidas. Para Dorlin, la vacilación de las teorías de interseccionalidad entre aproximaciones analíticas y fenomenológicas ha sido costosa, porque reduce su alcance teórico y político.

La idea según la cual toda dominación es, por definición, interseccional implica, por ejemplo, que tanto las mujeres blancas y ricas como las mujeres pobres y negras son producidas por las relaciones de género, raza y clase; la dificultad para asumirlo de esta manera reside en que las primeras, al gozar de privilegios de clase y color, no perciben ni experimentan las relaciones imbricadas de clase, raza y sexo que las producen, mientras que las segundas sí lo hacen.

Los análisis interseccionales ponen de manifiesto dos asuntos: en primer lugar, la multiplicidad de experiencias de sexismo vividas por distintas mujeres, y en segundo lugar, la existencia de posiciones sociales que no padecen ni la marginación ni la discriminación, porque encarnan la norma misma, como la masculinidad, la heteronormatividad o la blanquitud.

Al develar estos dos aspectos, este tipo de análisis ofrece nuevas perspectivas que se desaprovechan cuando se limita su uso a un enfoque jurídico y formalista de la dominación cruzada, y a las relaciones sociales—género, raza, clase— como sectores de intervención social. El concepto de interseccionalidad ha sido muy útil para superar la conceptualización aritmética de las desigualdades sociorraciales como fruto de la convergencia, fusión o adición de distintos criterios de discriminación de las mujeres (Dorlin, 2008).

A la par, ha servido para desafiar el modelo hegemónico de “La Mujer” universal, y para comprender las experiencias de las mujeres pobres y racializadas como producto de la intersección dinámica entre el sexo/género, la clase y la raza en contextos de dominación construidos históricamente. Sin embargo, es importante señalar que, aunque las metáforas geométricas de la interseccionalidad son más complejas que las formulaciones aritméticas, también ofrecen problemas.

Según Danièle Kergoat (2009), el término “intersección” supone la existencia de grupos que estarían en la intersección del sexismo, el racismo y el clasismo, y no permite pensar una relación de dominación cambiante e histórica. La interseccionalidad estabiliza las relaciones en posiciones fijas y sectoriza las movilizaciones sociales, de la misma manera en que el discurso dominante naturaliza y encierra a los sujetos en unas identidades de alteridad preexistentes.

Para dar cuenta del carácter dinámico de las relaciones sociales y de la complejidad de los  antagonismos que se subsumen muy rápidamente debajo del tríptico sexo, raza, clase, Kergoat plantea la necesidad de considerar, desde una perspectiva feminista materialista, que las relaciones sociales son consubstanciales y co-extensivas.

Son consubstanciales en la medida en que generan experiencias que no pueden ser divididas secuencialmente sino para efectos analíticos, y son co-extensivas porque se coproducen mutuamente. En algunas ocasiones, el género crea la clase, como cuando las diferencias de género producen estratificaciones sociales en el ámbito laboral. En otras, las relaciones de género son utilizadas para reforzar las relaciones sociales de raza, como cuando se feminiza a los hombres indígenas o se hipermasculiniza a los hombres negros; inversamente,las relaciones raciales sirven para dinamizar las relaciones de género, como cuando se crean jerarquías entre feminidades y masculinidades a partir de criterios raciales (Kergoat, 2009).

En resumen, la consubstancialidad y la co-extensividad de las relaciones sociales significa que cada una de ellas deja su impronta sobre las otras y que se construyen de manera recíproca (Dorlin,2009).

La trayectoria del concepto de interseccionalidad en América Latina es muy distinta. Autoras como Martha Zapata Galindo (2011) plantean que, a diferencia de lo que sucede en Europa y en Estados Unidos, en América Latina la interseccionalidad no ha alcanzado el estatus de concepto hegemónico y para muchas feministas latinoamericanas no aporta nada nuevo.

Como se señaló al inicio del artículo, desde hace mucho tiempo las experiencias sociales de una gran parte de las mujeres latinoamericanas las han forzado a tomar en cuenta y a hacer frente, en niveles teóricos, prácticos y políticos, a distintas, simultáneas e intersectadas formas de opresión (Wade, 2009).

A pesar de que la interseccionalidad invoca el cruce necesario entre género, raza y clase, en la práctica los trabajos estadounidenses han privilegiado la intersección entre raza y género, y han dejado la clase únicamente como una mención obligada. Esta ausencia no está disociada del surgimiento de esta reflexión en un contexto como el estadounidense, el cual presume mayoritariamente que el único factor de diferenciación importante es la raza y que se vive en una sociedad sin clases, que todos están dotados de oportunidades iguales y que, por lo tanto, las desigualdades con causadas por diferencias individuales.

Esta no era la perspectiva política de la Colectiva del Río Combahee, ni de muchas de las teóricas de la interseccionalidad, pero no se puede desconocer el efecto que tienen estos presupuestos en la producción académica estadounidense. En los últimos tiempos, las críticas internas del feminismo latinoamericano se hicieron explícitas, en particular las que se refieren a la colonialidad discursiva (Mohanty, 1991) de la diversidad material e histórica de las mujeres latinoamericanas por parte de los feminismos hegemónicos.

Estos cuestionamientos, planteados fundamente por el movimiento social de mujeres, permiten recordar que no se puede asumir, ni teórica ni políticamente, que las desigualdades de género y raza y sus articulaciones son universales.

Así, los trabajos de Ochy Curiel (2013), Yuderkys Espinosa (2007) y Breny Mendoza (2010) han puesto en el centro del debate latinoamericano el asunto de la heterosexualidad obligatoria, señalando que esta institución social tiene efectos fundamentales en la dependencia de las mujeres como clase social, en la identidad y ciudadanía nacional y en el relato del mestizaje como mito fundador de los relatos nacionales.

Por otra parte, se ha difundido mucho la crítica que hace la filósofa argentina María Lugones(2005) al concepto de intersección de opresiones por considerarlo un mecanismo de control, inmovilización y desconexión; para Lugones esta noción estabiliza las relaciones sociales y las fragmenta en categorías homogéneas, crea posiciones fijas y divide los movimientos sociales, en lugar de propiciar coaliciones entre ellos.

Para argumentar su punto de vista, Lugones identifica como opuestas la perspectiva de Audre Lorde y la de Kimberlé Crenshaw, caracterizándolas como dos maneras distintas de entender las diferencias: la primera las aborda como diferencias no dominantes e interdependientes, y la segunda, como categorías de opresión separables que al entrecruzarse se afectan.

Lugones (2005) plantea que la intersección nos muestra un vacío, una ausencia, donde debería estar, por ejemplo, la mujer negra, porque ni la categoría “mujer” ni la categoría “negro” la incluye. Pero una vez identificado este vacío debe actuarse políticamente.

Recogiendo el legado de Lorde,[6] Lugones propone la lógica de la fusión como posibilidad vivida de resistir a múltiples opresiones mediante la creación de círculos resistentes al poder desde dentro, en todos los niveles de opresión, y de identidades de coalición a través de diálogos complejos desde la interdependencia de diferencias no dominantes (Lugones, 2005, p. 70)

Opresiones cruzadas: formaciones históricas y experiencias concretas

La interseccionalidad también es una problemática sociológica: la articulación de las relaciones de clase, género y raza es una articulación concreta, y las lógicas sociales no son iguales a las lógicas políticas. En este sentido, las propiedades de los agentes sociales no pueden ser comprendidas en términos de ventajas o desventajas, desde una lógica aritmética de la dominación.

Así, la posición más “desventajosa” en una sociedad clasista, racista y sexista no es necesariamente la de una mujer negra pobre, si se la compara con la situación de los hombres jóvenes de su mismo grupo social, más expuestos que ellas a ciertas formas de arbitrariedad, como las asociadas a los controles policiales. El análisis de configuraciones sociales particulares puede relativizar las percepciones del sentido común sobre el funcionamiento de la dominación.

La raza, la clase y el género son inseparables empíricamente y se imbrican concretamente en la “producción” de las y los distintos actores sociales (Bereni, Chauvin, Jaunait y Revillard, 2008, p. 194). El análisis de estas imbricaciones concretas y sus transformaciones históricas ha sido el objeto de estudio de trabajos como los de Angela Davis (2004/1981) y Hazel Carby (2000) sobre la sociedad esclavista y postesclavista en los Estados Unidos.

Ángela Davis, por ejemplo, muestra cómo los hombres esclavos no disponen de casi ninguna de las características que se atribuyen generalmente a los hombres para definir su dominación: no son propietarios, no proveen a las necesidades de su familia, no controlan la relación conyugal; a veces, incluso, se encuentran obligados a realizar actividades de costura, limpieza y cocina que se asocian generalmente con el trabajo femenino.

Sin embargo, “nada indica que esta división del trabajo doméstico hubiera sido jerárquica, ya que las tareas de los hombres no eran, en absoluto, superiores ni, difícilmente, inferiores al trabajo realizado por mujeres” (Davis, 2004, p. 25).

El hombre esclavo no puede ser descrito como un actor social dominante, ya que los atributos de su virilidad están “devaluados” por su posición en la división social del trabajo. Además, si las negras difícilmente eran “mujeres”, en el sentido aceptado del término, el sistema esclavista también desautorizaba el ejercicio del dominio masculino por parte de los hombres negros.

Debido a que tanto maridos y esposas como padres e hijas estaban, de la misma forma, sometidos a la autoridad absoluta de sus propietarios, el fortalecimiento de la dominación masculina entre los esclavos podría haber provocado una peligrosa ruptura en la cadena de mando (Davis, 2004, p. 16).

Por esto es difícil sostener que la dominación masculina negra se ejercía de la misma manera que la dominación masculina blanca. De la misma forma, es importante señalar, como hace Carby (2008, p. 92), que el concepto patriarcado, aplicado a diversos tipos de situaciones coloniales, es insatisfactorio; no permite explicar, por ejemplo, por qué los hombres negros nunca tuvieron los beneficios del patriarcado blanco y por qué las mujeres negras fueron dominadas “patriarcalmente” de diferentes maneras por hombres de “colores diferentes”.

Los sistemas de esclavización, colonialismo e imperialismo no solo rehusaron sistemáticamente a los hombres negros una posición en la jerarquía de los hombres blancos, sino que emplearon formas específicas de terror con el fin de oprimirlos, como lo señalaron Aimé Césaire (1950) y Frantz Fanon (1952).

En contrapunto, la posición de las mujeres esclavas contrasta mucho con las representaciones clásicas de la subordinación femenina. La mujer esclava no trabajaba menos que los hombres ni se le exigía menos fuerza y resistencia que a los hombres, como lo describe muy bien Angela Davis en el trabajo mencionado anteriormente.

Al trabajar como un hombre esclavo, la mujer esclava construía un grado de autonomía que la opresión de género no les autorizaba a las demás mujeres. Por otra parte, en el contexto de la esclavitud, el trabajo doméstico que hacían las mujeres esclavas para satisfacer las necesidades de los niños negros, no necesariamente los suyos, era el único trabajo no alienado que podían realizar para escapar a la estructura de apropiación esclavista del trabajo por parte del dueño de la plantación.

Así, en el texto From Margin to Center (1984) bell hooks plantea que a lo largo de la historia estadounidense: las mujeres negras han identificado el trabajo en el contexto de la familia como una labor humanizadora, como un trabajo que afirma su identidad como mujeres y como seres humanos que muestran amor y cuidado, los mismos gestos de humanidad que, según la ideología de la supremacía blanca, la gente negra era incapaz de expresar (hooks, 1984, pp. 133-134).

El entrecruzamiento de las relaciones sociales en estos ejemplos muestra la dificultad para pensar una dominación de género o de raza aisladas, cuyos efectos serían invariables, y los límites de una representación aritmética de la dominación en la cual se sumarían o se restarían las propiedades sociales en una escala unidimensional que atribuiría a la mujer esclava el estatus de mujer doble-mente oprimida.

El aporte de este tipo de trabajos ha sido el de poner en evidencia que la dominación es una formación histórica y que las relaciones sociales están imbricadas en las experiencias concretas que pueden vivirse de muy variadas maneras. Los parámetros feministas universales son inadecuados para describir formas de dominación específicas en las cuales las relaciones se intrincan y se experimentan de diversas formas.

La consubstancialidad de las relaciones sociales

En su artículo “Dark Care, de la servitude à la sollicitude” (2005), Elsa Dorlin muestra que la génesis de la feminidad moderna, tal como se construyó a lo largo del siglo xix, debe buscarse no en la oposición a la masculinidad, sino en una doble oposición de raza y clase. Según Dorlin, la feminidad de las amas de casa (house wife), definida en términos de piedad, pureza, sumisión y domesticidad, no se oponía a la masculinidad del jefe de hogar, sino a la feminidad de la sirvienta doméstica negra (house hold), reputada por ser lúbrica, amoral, rústica y sucia.

Dicho de otra manera, lo que constituyó el reverso de lo femenino fue una norma racializada de la domesticidad y no una hipotética masculinidad preexistente. En mis investigaciones sobre identidades masculinas en Quibdó y Armenia[7](2002 y 2009)[8]encontré también que las normas, posiciones e identidades masculinas no se construían en relación con una feminidad preexistente, sino en relación con categorías de clase y raza.

Los casos que estudié muestran que las relaciones étnico-raciales y de clase sirven para establecer jerarquías entre varones y masculinidades en función de sus comportamientos en el ámbito familiar, parental y sexual. Así, los varones de la ciudad “blanco-mestiza” de Armenia encarnarían los valores asociados con la masculinidad hegemónica en el contexto colombiano, pues asumen los comportamientos de las clases dominantes como “pro-veedores responsables” y “padres presentes”, y los comportamientos de los grupos étnico-raciales dominantes como hombres sexualmente contenidos y esposos aparentemente monógamos.

 Sus atributos constituirían el criterio con base en el cual se mide la masculinidad de los otros varones colombianos y a la cual se les enseña a aspirar. Desde este punto de vista, los varones quibdoseños, tachados de “padres ausentes”, “proveedores irresponsables” y “maridos infieles”, se convierten en ejemplos de las masculinidades “marginadas”.

El segundo ejemplo proviene de una reflexión sobre las relaciones conyugales interraciales en la capital de Colombia en el contexto de una investigación sobre discriminación racial en esta ciudad (Viveros Vigoya, 2008). Mi trabajo muestra cómo el análisis del mercado matrimonial en Bogotá no puede hacerse desde una comprensión aritmética de la dominación y sus efectos aditivos. En este sentido, el capital del que disponen las mujeres y los hombres que entran a este “mercado” no puede ser evaluado como el producto de la suma de sus distintas fuentes de estatus, en una escala unidimensional de valor. Por el contario, requiere incluir las articulaciones, intersecciones y efectos mutuos entre sus distintas propiedades de género, clase y raza. En efecto, el acto matrimonial, como símbolo de estatus, no vale lo mismo si es realizado entre parejas blancas y ricas que si se efectúa entre parejas interraciales.

Así, en la unión entre un varón negro y una mujer blanca la mujer no solo pierde estatus social, sino prestigio como mujer, al revestirse de connotaciones sexuales indeseables en una mujer blanca. Una de nuestras entrevistadas blanco-mestizas, compañera de un líder negro, comenta haberse sentido discriminada, en primer lugar, porque su sexualidad se convirtió en motivo de recelo y, en segundo lugar, porque se la rotuló como una mujer disponible sexualmente: la pregunta eterna que debía responder era por qué me había enamorado de un negro [. . .];esa es la pregunta social que le hacen a uno, entonces siempre hay el imaginario de que a uno le gusta un negro simplemente por la cuestión sexual o porque uno es una ninfómana insatisfecha total. Cuando los hombres ven que tu marido es negro, creen tener el derecho de pasarse del límite, y si no eres casada es peor, su comentario es: “esa se revuelca con cualquiera” (p. 264).

En efecto, el matrimonio, institución patriarcal que debería normalmente protegerla contra las acusaciones de promiscuidad sexual, pierde su poder porque su cónyuge es un hombre negro. En resumen, la apuesta de la interseccionalidad consiste en aprehender las relaciones sociales como construcciones simultáneas en distintos órdenes, de clase, género y raza, y en diferentes configuraciones históricas que forman lo que Candace West y Sarah Fentersmaker llaman “realizaciones situadas”, es decir, contextos en los cuales las interacciones de las categorías de raza, clase y género actualizan dichas categorías y les confieren su significado.

Estos contextos permiten dar cuenta no solo de la consustancialidad de las relaciones sociales en cuestión, sino también de las posibilidades que tienen los agentes sociales de extender o reducir una faceta particular de su identidad, de la cual deban dar cuenta en un contexto determinado. El ejemplo de las acusaciones de acoso sexual hechas por Anita Hill, una profesora negra de derecho, contra Clarence Thomas, un magistrado negro de la Corte Suprema estadounidense, durante las audiencias para su confirmación en ese cargo en 1991, es emblemático de estas posibilidades y de sus efectos políticos (Fraser, 1997), pues generó divisiones en torno a las solidaridades de género y de raza en el campo del feminismo entre el white feminism y el blackfeminism.

Esta capacidad de anteponer un aspecto más que otro de la identidad, tanto a nivel individual como colectivo, me permite iniciar una reflexión sobre la dimensión política de las cuestiones de la interseccionalidad.

Dimensiones políticas de la interseccionalidad

La corriente feminista conocida como black feminism propició un verdadero giro teórico-político para el feminismo estadounidense al exigir la inclusión de las experiencias de género,  raza y clase de las mujeres no blancas en la agenda feminista. El interrogante planteado por Sojourner Truth, ¿Acaso no soy una mujer?, fue retomado por bell hooks y otras militantes del movimiento feminista negro en la década de 1980 para sentar las bases de su pensamiento y accionar político.

A partir de la crítica a instituciones patriarcales (de las cuales estaban excluidas las mujeres negras) como la domesticidad conyugal, que instituía a las mujeres como tales, el feminismo negro redefinió su propia tradición histórica, vinculándola con las luchas de las pioneras del movimiento negro y diferenciándola de las teorías de género surgidas de la tesis de Simone de Beauvoir según la cual “no se nace mujer, sino que se llega a serlo” (Jabardo Velasco, 2012;Dorlin, 2008).

Si bien el planteamiento de De Beauvoir —que buscaba desnaturalizar y oponerse a la caracterización de las mujeres como frágiles y débiles tanto física como intelectualmente, recluidas en el ámbito doméstico y pasivas sexualmente— fue muy importante en su momento, no explicitó que estas características solo construían a las mujeres blancas y burguesas.

En la búsqueda de visibilizar la experiencia de las mujeres de color como grupo minoritario al interior del feminismo, el black feminism logró transformar su lucha estratégica en una perspectiva epistemológica que llevó a redefinir el sujeto político central del movimiento feminista (Bereni et al., 2008, p. 216).

Dicho de otra manera, planteó la necesidad de desplazar progresivamente la problemática del feminismo desde la cuestión de sus fronteras internas (la composición interna del movimiento feminista) hasta sus fronteras externas y hacia las alianzas y solidaridades que se deben anudar con otros movimientos sociales que defienden los intereses de los grupos minoritarios (hooks, 2008).

En este sentido, el sujeto político planteado por el black feminism y su crítica interseccional se define como una minoría que forma una coalición con otras minorías. Su propuesta política se funda en la construcción de un movimiento social sensible a todos los tipos de opresión, exclusión y marginación: clasismo, sexismo, racismo, heterosexismo, sin priorizar ninguno de ellos de antemano, sino en forma contextual y situacional.

Trabajos como el de Chandra Talpade Mohanty (2008) van en esta misma dirección cuando muestran que, desde las posiciones marginales, se pueden interrogar las identidades hegemónicas. Para ella, se puede leer la escala ascendente del privilegio, acceder y hacer visibles los mecanismos del poder a partir de las vidas e intereses de las comunidades marginadas de mujeres, “que son quienes llevan la carga más pesada de la globalización” (p. 430).

Su afirmación no es que toda situación marginada sea capaz de producir un conocimiento crucial sobre el poder y la desigualdad, sino que, dentro de un sistema capitalista sólidamente integrado, el punto de vista particular de las niñas y mujeres indígenas despojadas y las niñas y mujeres del Tercer Mundo/Sur ofrece la visión más inclusiva del poder sistémico del capitalismo global.

Igualmente, señala que estas experiencias de género, clase y raza de la globalización abren el espacio para formular preguntas sobre conexiones y desconexiones entre lo local y lo global, y generar alianzas entre movimientos activistas de las mujeres en todo el mundo (Mohanty, 2008,p. 445).

En América Latina, este debate sobre el sujeto del feminismo comenzó en la década de1980, cuando las mujeres de los llamados feminismos disidentes (mujeres de color y lesbianas, fundamentalmente) empezaron a cuestionar por qué el feminismo no había considerado que este sujeto podía ser víctima del racismo y del heterosexismo, pues presuponía que aquel sujeto era la mujer blanca —o quien oficiaba como tal en el contexto latinoamericano— y que era heterosexual.

Por otra parte, a partir de la década de 1990 empezaron a visibilizarse movimientos de mujeres indígenas (Masson, 2009) y afrodescendientes que planteaban críticas al feminismo urbano y blanco-mestizo hegemónico hasta entonces, al señalar la necesidad de articular las relaciones de género con las relaciones de raza y colonialidad. Para estos movimientos y otras corrientes feministas que han entablado puentes teórico-políticos con el grupo del Proyecto Modernidad/Colonialidad,[9]el sujeto del feminismo debía ser heterogéneo, dar cuenta de sus pertenencias cruzadas y ubicar el proyecto feminista en el marco de un proyecto de descolonización del pensamiento y de las relaciones sociales.

De manera diferente —pero sinérgica con la propuesta de Chandra Mohanty (2008) de articular distintos movimientos feministas en contra de la globalización en torno a una práctica feminista transnacional—, pensadoras como María Lugones (2010) han invitado a resistir desde la colectividad identitaria del feminismo decolonial.

Es decir, desde coaliciones fundadas en la autoconciencia como sujetas y sujetos colonizados y en el reconocimiento mutuo como sujetos de opresión insurgentes. En resumen, estos distintos feminismos críticos han buscado construir un sujeto político uni-versalizable y relacionarse con otros movimientos sociales sin tener que escoger entre las luchas de distintos movimientos sociales.

Sin embargo, esta estrategia no ha estado desprovista de contradicciones. El riesgo inherente a una estrategia política contra-hegemónica construida sobre el “reconocimiento mutuo como sujetos de opresión insurgentes” es que puede hacernos olvidar que esta posición de sujeto no es anterior a las relaciones sociales que la constituyeron como tal y que, por lo tanto, no le pertenece esencialmente a ningún grupo (Bereni et al., 2008:219).

Reflexiones finales

El origen social de quienes crearon las teorizaciones llamadas hoy interseccionales es fundamental para entender su génesis y desarrollo, y el lugar que ocupan la raza y el racismo como modalidades particulares de la dominación; igualmente, para explicar la importancia de la experiencia y la práctica social como fuentes de conocimiento, y el lugar asignado a la resistencia, la revuelta y la emergencia de nuevos sujetos políticos.

Sin embargo, al convertirse la interseccionalidad en la “metáfora feminista más difundida en Europa y los Estados Unidos”, muchos de los trabajos escritos sobre interseccionalidad perdieron conexión con los movimientos sociales que le dieron origen e ignoraron contribuciones importantes hechas por fuera de los contextos universitarios noratlánticos y escritos en lenguas distintas al inglés.

La pregunta sobre quién produce el conocimiento, qué conocimiento es válido y quién tiene el poder para decidir estas cuestiones sigue teniendo pertinencia en un campo de conocimiento que no está por encima ni por fuera de las asimetrías en la producción y circulación del conocimiento ni en la participación y representación políticas (ver Coronil, 1998; Roth, 2013).

Los análisis interseccionales permiten y propician una reflexión permanente sobre la tendencia que tiene cualquier discurso emancipador a adoptar una posición hegemónica y a engendrar siempre un campo de saber-poder que comporta exclusiones y cosas no dichas o disimuladas. Sin embargo, no se pueden contentar con repetir lo que Wendy Brown (1995) denominó el “mantramulticulturalista” (raza, clase, género, sexualidad), descuidándonos y cerrándonos frente a la intervención de nuevas diferencias que pueden generar desigualdades significativas y dominación en la vida social (Purtschert y Meyer, 2009).

En efecto, si bien estas cuatro categorías han sido las más consideradas, en los últimos tiempos distintos movimientos sociales han hecho un llamado a pensar otras fuentes de desigualdad social en el mundo contemporáneo como la nacionalidad, la religión, la edad y la diversidad funcional,10 por su pertinencia política.

Gudrun-Axeli Knapp (2005, citada en Roth, 2013) ha señalado además el peligro de que esta teoría se convierta en lo que Derrida llamó un “discurso doxográfico”, es decir, un discurso que corre el riesgo de incurrir en un academicismo capitalista y un uso mercantil de la mención obligada a la interseccionalidad, pero despojada de su concreción, contexto e historia, y por lo tanto de su ímpetu político.

Por esta razón, si bien hasta ahora la interseccionalidad ha mostrado ser una teoría y una perspectiva política feminista fructífera, no debemos adoptar frente a ell auna actitud prescriptiva. Los cuestionamientos teóricos que suscitó el concepto de género —en los términos planteados por una de sus primeras teóricas, la historiadora Joan Scott (2010),cuando subraya que el género solo es útil como una pregunta, y que en tanto tal no encuentra respuesta sino en contextos específicos y a través de investigaciones concretas— son también válidos para la interseccionalidad.

Por esta razón, no basta con preguntar si se trata de una teoría, de un método, de una perspectiva, de una categoría analítica o simplemente jurídica; se requiere formular interrogantes en función de los objetos de estudio. El reto no es encontrar la metáfora más adecuada para expresar las relaciones entre distintas categorías de dominación y orientar las alianzas políticas que se derivan; el reto es preservar “el principio de apertura a las diferencias como una condición y no como un límite de la interseccionalidad” (Purtschert y Meyer, 2009,p. 146).

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[1] Este artículo amplía, sintetiza y reúne distintas reflexiones presentadas en diversos seminarios y en el artículo publicado recientemente en francés por la revista Raisons Politiques (Viveros Vigoya, 2015). Se ha beneficiado también de intercambios intelectuales con Eric Fassin, Joan W. Scott y Sara Edenheim, y de los debates planteados por mis estudiantes y colegas en los cursos de Teoría Feminista de la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia.

[2] Un ejemplo de ello lo constituye la Female Antislavery Society, una asociación fundada en 1833, compuesta por mujeres blancas y negras, de diversas iglesias (cuáqueras, presbiterianas, bautistas, etcétera), que participó en la red clandestina que organizó la huida de los esclavos desde los estados sureños hacia el norte del país (Davis, 2004/1981

[3] Ministra de la Igualdad Racial entre 2011 y 2014

[4] Ver, por ejemplo, Carneiro (2005).

[5] Por ejemplo, durante la conferencia realizada en 2009 para celebrar el vigésimo aniversario de su artículo “Demarginalizing the Intersection of Race and Sex” (1989

[6]

[7] Quibdó y Armenia son dos ciudades colombianas asociadas a dos contextos culturales regionales y a composiciones étnico-raciales muy distintas. La primera está ubicada en la zona del Pacífico y tiene una población predominantemente “negra”; la segunda está en la zona andina y tiene una población predominantemente “blanco-mestiza”.

[8] En estas investigaciones buscaba describir y analizar cómo se construye la masculinidad en Colombia y de qué forma la clase, la región, el color de piel y la sexualidad generan normas de masculinidad conflictivas, que permiten historizar y relativizar la supuesta universalidad de la masculinidad

[9] Un colectivo de pensamiento crítico latinoamericano que visibiliza la colonización de América como acto constitutivode la modernidad y de ese nuevo patrón de dominación material y simbólico denominado colonialidad del poder a pensar otras fuentes de desigualdad social en el mundo contemporáneo como la nacionalidad,la religión, la edad y la diversidad funcional,

Editorial: Ruptura del orden constitucional. La Nación. Costa Rica. 11 de febrero de 2021

Los autoritarismos de nuevo cuño, en particular el llamado socialismo del siglo XXI, obligaron a hacer una profunda reflexión sobre la democracia y la complejidad del andamiaje institucional requerido para sustentarla. En Venezuela, las mayorías respaldaron al chavismo a lo largo de varios procesos electorales y le suplieron la base política requerida para oprimir a sectores disidentes, temporalmente confinados a la minoría. El grupo gobernante aprovechó la legitimidad conferida por las urnas para erosionar las instituciones y garantías democráticas. Cuando el país entendió lo sucedido, era demasiado tarde.

La democracia es mucho más que el sufragio. A ninguna mayoría puede permitírsele, por ejemplo, decidir sobre el respeto a los derechos humanos, y ninguna minoría puede quedar sometida a la dictadura de la voluntad mayoritaria. El respeto al diseño constitucional de las repúblicas democráticas no puede ser sustituido por la coyuntural expresión de una mayoría en las urnas y, si el soberano encuentra esas limitaciones, con mucha mayor razón deben observarlas los órganos del Estado.

Ayer, nuestro país fue testigo de una peligrosa ruptura del orden constitucional. Sin autoridad alguna para hacerlo, la comisión legislativa encargada de investigar la Unidad Presidencial de Análisis de Datos (UPAD) citó al presidente de la República a comparecer en el plenario para someterlo a interrogatorio. Nunca antes se había dado un hecho semejante bajo el orden constitucional inaugurado en 1949. La razón es sencilla: la Constitución Política no faculta a los diputados para interpelar al mandatario.

No es una omisión del constituyente, sino su manifiesta voluntad para preservar la separación de poderes, uno de los elementos esenciales del diseño republicano democrático. Los redactores de la Constitución de 1949 solo establecieron la posibilidad de interpelar a los ministros y aun censurarlos.

Los legisladores entienden la ilicitud de su empeño. Especialmente reveladoras fueron las palabras iniciales de la presidenta de la comisión, Silvia Hernández, quien insistió en negarle carácter de interpelación al interrogatorio y afirmó el apego de la comisión al texto constitucional, aunque reconoció la excepcionalidad de la comparecencia presidencial ante «una comisión investigadora».

El intento de curarse en salud no solo responde a las declaraciones del mandatario sobre la ilicitud del procedimiento, sino también a dos dictámenes del Departamento de Servicios Técnicos que, en el 2014 y el 2021, apoyaron la misma tesis.

Por su parte, el presidente admitió la contradicción entre su asistencia al plenario y el juramento de observar y defender la Constitución y las leyes. Estaba obligado a negarse a comparecer o, cuando menos, a acudir a la Sala Constitucional para plantear el conflicto de poderes, pero no lo hizo. Como justificación, alega que todo esfuerzo por evitar la comparecencia se habría utilizado para minar la confianza de los ciudadanos preguntando qué procura ocultar. Por otra parte, plantear el conflicto de poderes ante los magistrados habría significado un enfrentamiento con los legisladores justo cuando los necesita para impulsar la aprobación del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.

No obstante las razones prácticas alegadas durante la comparecencia y en días previos, el precedente es nefasto y no lo borran los buenos deseos del mandatario: «No puedo dejar de advertir de que el capítulo de la historia que hoy se escribe no debe repetirse jamás y que sus posibles consecuencias todavía no somos capaces de dimensionarlas. No por Carlos Alvarado, sino por la institución de la presidencia de la República, por los mandatarios o mandatarias que vendrán, pero sobre todo por nuestra democracia».

La separación de poderes, tan importante para la república democrática como el ejercicio del sufragio, sufrió ayer menoscabo y no está de más recordar las consecuencias de semejantes ligerezas en otras latitudes.

Decolonising Global (Public) Health: from Western universalism to Global pluriversalities. Clara Affun-Adegbulu. 2020

‘The struggle of our times, one that has hitherto had no name, is the struggle against this overrepresentation of the western bourgeois Man’ —Sylvia Wynter1

‘They(We) are in effect still trapped in a history which they(we) do not understand and until they(we) understand it, they(we) cannot be released from it’ —James Baldwin2

INTRODUCTION

A quick Google search using the keywords ‘Ebola deaths’ produces a series of images showing people in various stages of death and suffering. Two, which appear towards the top, are particularly striking. In one, a woman crawls towards a body, in the other, a man lays motionless on the ground. Both are clearly identifiable. A similar search, this time, using the keywords ‘COVID-19 deaths’ does not produce comparable results, even though we scrolled much further down the list of results than we had done for Ebola. Why is this the case?

One could answer this question by talking about differences in the places of care and sites of death for the two diseases, the relative newness of COVID-19, or even the algorithms that search engines use. Yet, the truth is, it is hard for us to imagine a situation where such images would ever emerge from a Western country.

In our opinion, this points to the larger issue of the dehumanisation of Black and Brown peoples, which is both a symptom and outcome of the hierarchisation of humanity.

At first glance, the field of Global (Public) Health appears to be untouched by this hierarchisation, given that the words ‘global’ and ‘public’ connote a universality of humanity and interests. Yet, as we will show, the hierarchisation of humanity is very much an issue in Global (Public) Health.

ON THE WESTERN UNIVERSAL ONTOLOGY OF GLOBAL (PUBLIC) HEALTH

The terms ‘global’ and ‘public’ which areunderpinned by ideas of what is and what it means to be human,[1] emerged from a Eurocentric imaginary of a world system and a western concept of the human. This conceptionof the human which can be traced asfar back as Grotius’ ‘of things which belongin common to all men’[2], [3]in defining who exactly can be considered human and under which circumstances, fails to recognize and/or erases the existence of other peoples, categorisations of humanity andgeopolitical and historical realities. This has two mainconsequences.

First is the portrayal and framing of Eurocentric references as neutral and as the norm. These references, guaranteeing themselves through self-erasure, self-appropriation and self-referentiality, present(ed) provincial logic as universal rationality and reject(ed) and constrain(ed) other ways of being and knowledges as peculiar or inferior.

Second and most importantly, in this Eurocentric conception of the human, humanity is hierarchised[4] and separated into Man and the liminally deviant category of Other, that is, male and female racialised people who are not-humans- as not women/men.1 The (western) Man is, in so doing, represented as what is and what it means to be human. This conception of the human, which was central to the colonial venture and supported assertions of moral claims related to the concept of a civilised man, led to processes of dehumanisation which tacitly justified colonialism, imperialism and the civilising project.[5]

Since Global (Public) Health (International Health, Tropical Medicine and Colonial Medicine in its previous incarnations) was, ab initio, created to look after the (western) Man, and further empire expansion and the colonial project.[6] It is inextricably linked to the Eurocentric conception of the human, and inevitably (re)produces processes of othering and dehumanisation.

These processes of dehumanisation and othering have continued beyond the dismantling of many direct colonial administrations, because of the replacement of colonialism by coloniality[7] i.e. the patterns or matrix of power, born of colonialism, which define and control the economy, culture, knowledge production, body and psyche, and authority, beyond the limits or end of colonialism.

The legacies of these processes of dehumanisation and othering are still being felt in Global (Public) Health, with significant consequences. One example is the racial bias in pain management which is linked to ideas of Black people having ‘thicker skin’ or less sensitive nerve endings than white people, and being less likely to feel pain. Another is the ‘Yellow Peril’ trope which others Chinese people and characterises them as carriers of disease.

This othering, which was/is evident in the discourses of many in the West, led to hubris and complacency in Western countries, and explains their initial responses to the pandemic. Othering, and in this case, the characterisation of Africa as a disease-ridden continent, is also the reason why many are puzzled by the relatively low COVID-19 case and death rates in Africa. A third example is the dehumanising comment made by Camille Locht during the French TV debate about clinical trials to investigate the use of the BCG vaccine for COVID-19.

TOWARDS PLURIVERSAL AND DECOLONIAL ONTOLOGIES IN GLOBAL (PUBLIC) HEALTH

There is emerging consensus about the need to decolonize Global Health. This is evidenced by a proliferation of seminars and conferences in recent times, including those organised by the Karolinska Institute, the School of Global Health at the University of Copenhagen, the Harvard TH Chan School of Public Health, the Decolonize Global Health Working Group at the University of Edinburgh and the Duke Decolonizing Global Health student working group at Duke University. One also sees a rise in the number of publications on the subject.[8], [9], [10], [11]

In many cases, however, the focus and scope of efforts to decolonise Global Health are on the Global South and on representation (diversity and equality), practice and the (re)production of knowledge. Yet decolonization is not ‘merely about altering the content but also very much the term on which we are having the conversation’.

This requires engagement with all the issues ‘that maintain the present asymmetrical global relations’.[12]

Global (Public) Health, as currently conceptualised, reflects, produces and reproduces the hierarchies of humanity on which it is based. These hierarchies operate in a way that ensures that the Other cannot be potential subjects of rights and citizenship, define their own interests, self-determine, intervene in the relations of power, or participate in global society.5

They also reproduce the various dehumanising structures that infuse the historical and ‘geopolitical conditions through which diverse bodies and experiences are socially and politically produced’.[13]

The concept therefore reflects a global racist, heterosexist, capitalist, ableist system which is unresponsive to the realities of many peoples, and therefore serves very few (sections of the Global North).

Since the coloniality of being and the coloniality of knowledge are both central to decolonial theory and integral to the arguments that follow,[14] the decolonization of the concept of Global (Public) Health must take place at the epistemic AND ontological levels. Doing this requires addressing the lack of ontological pluralisms in the conceptualisation of humanity (that underpins the concept), redefining what is and what it means to be human and reimagining humanity in the pluriverse. This must necessarily begin with a deconstruction and dismantling of the concept of humanity as currently conceived, the uncoupling of Man from human and the unsettling of the hegemonic western universalist conception of the human which normalises and over-represents the (western bourgeois) Man.

CONCLUSION

Global (Public) Health is one of those ‘labels that lead away from empire and push analysis away from colonial histories and in other directions[15], and which focuses on consequences such as health inequalities and inequities rather than their root causes. A critical reflection about the very genealogy of the concept is indispensable to the articulation of a public health that is truly global, and which reflects, satisfies and serves all.

The question is, what does a decolonial investigation of the concept of Global (Public) Health entail in terms of scope, methods and objectives? In our opinion, there can be no one-size-fits-all approach, as this would again mean (re)producing the universalism that is inherent to coloniality.

Rather than answering this question, therefore, our aim with this commentary is to sound the decolonial alarm on the conceptualisation of Global (Public) Health and bring to light an issue that has been neglected and overlooked for far too long.

Global (Public) Health, as currently conceptualised, presupposes a notion of a universal human subject, yet the concept by virtue of its claims to universality and rejection of that which does not conform to it, is totalitarian.

By pointing out the problematic nature of this, we hope to contribute to moving the debate on coloniality and efforts to decolonise Global (Public) Health, beyond their current and often superficial focus and scope on the Global South and representation, practice and the (re)production of knowledge.

True decolonisation is based on demythologising the origins of the concept, desilencing/legitimising other systems of thoughts, practices and knowledges, and embracing the impossibility of objectivity in knowledge production.12 This must necessarily begin with acknowledging that there are many ways of being and doing, unlearning the universality of being and actively engaging with pluriversalities of being. We invite the Global Health community to embark on this journey.


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[15] Stoler A. Imperial debris: on ruins and Ruination. Durham: Duke University Press, 2013.

Interseccionalidad, un “concepto viajero”: orígenes, desarrollo e implementación en la Unión Europea. La Barbera, Maria. 2015

Introducción

La interseccionalidad[1]es sin lugar a duda una de las contribuciones de la teoría y praxis feministas más importante de los últimos veinticinco años (McCall 2005). Desde su primera formulación por Kimberlé Crenshaw (1989), el concepto de interseccionalidad se ha desarrollado y elaborado en distintas maneras, transformando profundamente los estudios feministas.

Habiéndose nutrido del pensamiento feminista afroamericano, el enfoque de la interseccionalidad ha permitido reconocer la complejidad de los procesos formales e informales que generan las desigualdades sociales. Este enfoque revela que las desigualdades son producidas por las interacciones entre los sistemas de subordinación de género, orientación sexual, etnia, religión, origen nacional, (dis)capacidad[2] y situación socio-económica, que se constituyen uno a otro dinámicamente en el tiempo y en el espacio. Así, permite concebir el posicionamiento individual como un conjunto indivisible (Anthias 2002; 2009; Brah y Phoenix 2004; Brah 2012; La Barbera 2012; Yuval-Davis 2006; Nash 2008).

Además, invita a examinar en qué manera la interconexión inextricable de sexismo, racismo y clasismo —junto con otros sistemas de subordinación— contribuye en la creación, mantenimiento y refuerzo de las desigualdades formales e informales que sufren las mujeres (Berger y Boiroz 2009).

El enfoque de la interseccionalidad se convirtió en la última década en una palabra clave en los estudios feministas de habla inglesa, y representa actualmente un tema de investigación de crucial importancia para las ciencias sociales anglosajonas (Cho et al. 2013). Sin embargo, a pesar de la popularidad que ha ido ganando, el enfoque de la interseccionalidad se desarrolló a nivel teórico de forma controvertida y su difusión tanto a nivel geográfico como disciplinar fue desigual. Es un concepto que requiere por tanto exploraciones teóricas ulteriores y mayor difusión fuera del ámbito académico anglosajón. En especial, en el Sur de Europa donde este enfoque ha sido hasta ahora casi del todo ignorado.

Con el objetivo de explicar a qué nos referimos cuando hablamos de interseccionalidad, este artículo aborda los orígenes del concepto, su vinculación con el movimiento de los Critical Legal Studies, su desarrollo como concepto viajero (travelling concept) desde una disciplina a otra y desde un sistema jurídico a otro, y finalmente los desafíos que los distintos sistemas jurídicos y marcos institucionales suponen para su implementación, en particular en el marco de la Unión Europea (UE).

Asimismo, el artículo pretende transmitir tres ideas fundamentales. La primera es que la interseccionalidad no es un concepto sin precedentes. Fue el resultado de largos debates y discusiones en ambos lados del Atlántico sobre la transversalidad del género como categoría analítica y el esencialismo como peligro para la teoría feminista.

En contra de las posiciones que argumentan que la interseccionalidad es dañina para la igualdad de género (Zack 2005), este artículo reivindica que se trata de un desarrollo ineludible del feminismo no-hegemónico que desde los años setenta ha cuestionado la perspectiva blanca, heterosexual y de clase media.

Se hará referencia al feminismo “negro” o afroamericano, chicano y poscolonial con el objetivo de trazar una genealogía del concepto. Con esta estrategia no se pretende anular la originalidad de la interseccionalidad o restarle importancia. Al contrario, lo que se pretende poner de relieve es que la interseccionalidad aborda cuestiones aún abiertas dentro de los debates feministas que tuvieron (y siguen teniendo) gran relevancia para el feminismo y las ciencias sociales en general.

La segunda idea fundamental es que, aunque la interseccionalidad se nutrió de conceptualizaciones previas, no se trata de una palabra extraña y complicada para referirse a la tríada género-raza-clase. Si es verdad que nombrar constituye un momento de creación de la realidad (Dewey y Bentley 1949), la introducción del termino interseccionalidad en el debate añadió una perspectiva nueva. Su novedad consistió en el énfasis sobre la constitución mutua y simultánea de discriminaciones y privilegios en base al género, la orientación sexual, la etnia, la religión, el origen nacional, la (dis)capacidad y la situación socio-económica.

La tercera idea es que, al ser un concepto generado dentro del sistema jurídico estadounidense, la implementación de la interseccionalidad en sistemas jurídicos distintos conlleva problemas técnicos y conceptuales que son a menudo menospreciados. Además, es importante recordar que el enfoque de la interseccionalidad en Europa ha sido utilizado fundamentalmente en el campo de la sociología y la ciencia política. Debido a la profunda fragmentación disciplinaria que existe en la academia europea (La Barbera 2013), la implementación de este concepto en el sistema jurídico es particularmente compleja. Además, los operadores jurídicos lo perciben como un concepto demasiado abstracto e, incluso, contradictorio (Cruells y La Barbera, en prensa).

Finalmente, el artículo ofrece un recorrido del desarrollo reciente del derecho y las políticas de la UE en esta materia como ejemplo de la evolución, desafíos y perspectivas relacionadas con la implementación de la interseccionalidad.

Una genealogía

Desde sus orígenes el feminismo afroamericano ha criticado el esencialismo del concepto de género. Durante los años ochenta, el colectivo Combahee River (1977), bell hooks (1981; 1984), Audre Lorde (1982), Angela Davis (1983) y Elisabeth Spelman (1988), entre otras, sostuvieron que, al considerar como estándares las experiencias de las mujeres blancas heterosexuales y los modelos familiares de la clase media, el feminismo no consiguió entender cómo la raza, la clase y la orientación sexual pluralizan y particularizan el significado de ser mujer. Alertaron que las distintas posiciones sociales, y las relacionadas diferencias de privilegios y poder, entre las mujeres hacen profundamente distintas sus experiencias de la discriminación.

La crítica posmoderna del esencialismo ha sido una herramienta analítica fundamental para los afroamericanos a la hora de recrear una noción de identidad más inclusiva (hooks 1990). Desde esta premisa teórica, el feminismo afroamericano ha criticado al feminismo hegemónico como una voz que pretende hablar por todas y que descansa en una supuesta universalidad y neutralidad que se construye atribuyendo las características del grupo dominante a todas las demás (Harris 1989, 588).

Aunque las feministas blancas siempre cuestionaron el uso de la norma masculina como estándar, a su vez, aunque no siempre conscientemente, incurrieron en generalizaciones similares construyendo la norma femenina en base a la experiencia de las mujeres blancas, heterosexuales, de clase media y de formación cristiana. La concepción esencialista del género derivó entonces en una forma de reduccionismo que identifica en él la forma fundamental de subordinación de todas las mujeres, minimizando todos los demás factores, como la orientación sexual, etnia, religión, origen nacional, (dis)capacidad y situación socio-económica.

Las feministas afroamericanas pusieron de relieve que la concepción esencialista del género no permite considerar las interacciones entre el género y otras formas de subordinación (Barlett y Harris 1998, 1007-1008). Así, las mujeres afroamericanas se vieron obligadas a fragmentar sus experiencias entre las que luchan en contra de la discriminación racial y las que luchan en contra de la discriminación de género. Pero, al aislar un solo aspecto de su identidad y ofrecerlo como si fuera un conjunto significativo, tuvieron que renegar de todas las demás partes constitutivas de su ser (Lorde 1984, 120).

De esta forma, el esencialismo de género redujo la discriminación múltiple a un problema de suma aritmética, como si añadir el racismo al sexismo pudiese explicar las experiencias de las mujeres afroamericanas, o añadiendo el racismo al sexismo y a la homofobia se pudiese dar cuenta de las experiencias de las mujeres lesbianas afroamericanas (Spelman 1988, 128). Sin embargo, las mujeres nunca son sólo mujeres y como afirma Norma Alarcón:

The inclusion of other analytical categories such as race and class becomes impossible for a subject whose consciousness refuses to acknowledge that ‘one becomes a woman’ in ways that are much more complex than in a simple opposition to men. In cultures in which ‘asymmetric race and class relations are a central organizing principle of society’, one may also ‘become a woman’ in opposition to other women. (Alarcón 1990, 356)

“La inclusión de otras categorías de análisis como la raza y la clase se convierte en algo imposible para un sujeto cuya conciencia se niega a reconocer que “una se convierte en mujer” de maneras que son mucho más complejas que en simple oposición a los hombres. En culturas donde las relaciones asimétricas tanto raciales como de clase son un principio organizador central de la sociedad, una también “se convierte en mujer” en oposición a otras mujeres” (traducción propia).

A través de la noción de conciencia múltiple, las feministas afroamericanas describieron las causas de la subordinación de las mujeres como vinculadas a un entramado inextricable de factores. Reconceptualizando la identidad como múltiple y contradictoria, el primer objetivo de las afroamericanas fue poner en el centro la identidad como algo que no es fijo y alcanzado una vez y para siempre, sino como un proceso continuo de construcción social en el que tanto el contexto social como las voluntades individuales están involucradas (Harris 1990, 584).

De forma parecida, también las feministas chicanas utilizaron la identidad múltiple y “opositiva” (Sandoval 1991, 2004) como conceptos cruciales para entender las desigualdades sociales. En su elaboración de la metodología de los oprimidos, Sandoval teorizó estrategias de resistencia para transformar las condiciones materiales de subordinación en el motor de los procesos de liberación.

Así, el espacio ambiguo y polivalente de la hibridez cultural de las fronteras fue teorizado como el posible terreno para la creación de nuevas representaciones posmodernas de la identidad.

De forma análoga, usando las categorías de colonización y diáspora, las feministas poscoloniales alertaron que la producción de un particular discurso cultural sobre la “Mujer del Tercer Mundo” usurpó sus experiencias vitales. Al colocar la “Mujer” fuera de la historia y de las estructuras sociales, este discurso ocultó que las mujeres se constituyen como sujetos dentro y a través de estas estructuras (Mohanty 1988, 80).

Las feministas poscoloniales argumentaron que “la ‘raza’ no es ni separable ni secundaria a la opresión de género, sino co-constitutiva” (Lugones 2012). El objetivo de las feministas poscoloniales en los años ochenta fue desmantelar la alterización discursiva que situó a las mujeres dentro de las estructuras sociales como si fuera un material inerte.

Las feministas poscoloniales contestaron la sororidad asumida en base a una discriminación de género supuestamente común y reclamaron la posibilidad de formar alianzas en momentos históricos concretos y praxis políticas determinadas con el fin de alcanzar algunos objetivos sociales compartidos (Ahmed 1992, 15; Mani 1987, 130; Obiora 1993, 237; Spivak 1988, 306).

La estrategia de recurrir a la literatura afroamericana, chicana y poscolonial para reconstruir una genealogía del concepto de interseccionalidad persigue una finalidad doble. Por una parte, permite demostrar que el origen de la interseccionalidad está fuertemente insertado en el desarrollo del pensamiento y praxis feministas no-hegemónicos. Por otra parte, siendo un concepto crucial en la teoría feminista contemporánea, identificar los orígenes del concepto en las voces no-hegemónicas y marginalizadas del feminismo pone de relieve la necesidad de, parafraseando a bell hooks (1984), moverse desde el centro hacia las periferias del feminismo y (re)imaginar el feminismo como multicéntrico (La Barbera 2009).

El nacimiento de un nuevo concepto: la interseccionalidad

El debate sobre la tríada género-raza-clase como matriz de subordinación se

revitalizó cuando en 1989 Kimberlé Crenshaw acuñó el término intersectionality (Davis 2008). Para entender a qué nos referimos cuando hablamos de interseccionalidad es indispensable entender las novedades que esta nueva terminología aportó al debate ya existente. Con este fin es necesario encuadrar la interseccionalidad en el particular contexto histórico en el que este concepto se generó.

A partir de los años sesenta, en los EEUU se introdujeron acciones afirmativas como respuesta a las críticas de las prácticas de contratación excluyentes que habían creado una academia toda blanca, masculina y heterosexual. Esto permitió el acceso a las facultades de derecho y a las profesiones jurídicas de un número creciente de afroamericanos y mujeres. A lo largo de los años setenta, la mayor presencia de mujeres y afroamericanos entre los abogados y teóricos del derecho permitió empezar a cuestionar las categorías jurídicas tradicionales que excluían tanto las unas como los otros. Durante los años ochenta, muchos juristas afroamericanos llamaron la atención sobre este vacío en la doctrina, en la jurisprudencia feminista, e incluso en la entonces emergente Critical Race Theory.

La interseccionalidad emergió en los Estados Unidos cuando el derecho anti-discriminación estaba siendo sometido a una re-teorización crítica en los ambientes jurídicos reformistas de izquierda, que pretendían poner de relieve la invisibilidad de “los que no eran blancos” y “de los negros que no eran hombres” (Crenshaw 2011). Fue el movimiento de los Critical Legal Studies (Minda 1995) el que ofreció las herramientas discursivas y la masa crítica para estructurar este proyecto como una empresa colectiva (Crenshaw 2011). En particular, permitió conectar la teoría crítica feminista, la critical race theory y la teoría posmoderna de una manera que no hubiese sido posible con anterioridad (Davis 2008, 73).

Estas características únicas de la historia social americana fueron el terreno fundacional para el desarrollo del concepto de la interseccionalidad. Sin embargo, la interseccionalidad es normalmente representada como si los textos del feminismo afroamericano hubiesen sido bajados en un fichero comprimido y convertidos automáticamente para correr en el sistema operativo del derecho (Crenshaw 2011, 224).

En cambio, entender cómo y para qué este concepto se originó y se utilizó en su inicio nos ayuda a entender su naturaleza y límites, así como los problemas que se presentan a la hora de implementarlo en otros contextos jurídicos e institucionales.

El caso que se suele mencionar como momento inicial es De Graffenreid c. General Motors de 1977. En esta sentencia se reafirmó la posibilidad de recurrir a la justicia por discriminación racial o discriminación sexual, excluyendo la posibilidad de alegar la combinación de ambas (De Graffenreid v. General Motors Assembly Division, St. Louis, 413 F. Supp. 142, 143 (E.D.Mo.1976). Con esta sentencia se estableció que las mujeres afroamericanas no constituían una clase especial y por lo tanto no se permitió el uso de un “súper-remedio” que combinara remedios previstos para tipos de discriminación distintos.

De acuerdo con Crenshaw, De Graffenreid y las otras demandantes que habían sido despedidas por General Motors se encontraban en un cruce particularmente peligroso debido a su posición en el lado subordinado tanto de la raza como del género. Pero la Corte estableció que las demandantes no podían ser indemnizadas porque el tipo de daño alegado no podía ser identificado con claridad.

Usando la metáfora del accidente de tráfico, Crenshaw comentó el caso comparando la decisión de la Corte a la decisión de una ambulancia que, llegando al sitio de la colisión, en lugar de socorrer a los heridos, los deja sin atención médica porque la causa del accidente es distinta de las conocidas (Crenshaw 2011).

En su análisis de las experiencias de discriminación sufridas por las mujeres afroamericanas, Crenshaw usó el término “interseccionalidad” para argumentar que género, raza y clase interactúan y definen conjuntamente su particular situación de desventaja social. Además, señaló que tanto el derecho anti-discriminación como las políticas anti-racistas y feministas, al considerar sólo una dimensión de discriminación a la vez, terminaron por excluir a las mujeres afroamericanas reforzando paradójicamente su situación de subordinación y desventaja (Crenshaw 1991, 1252).

Crenshaw distinguió entre tres niveles interconectados de interseccionalidad: el estructural, el político y el representacional o simbólico.

A nivel estructural, el enfoque de la interseccionalidad permite centrarse en la manera en que las mujeres afroamericanas se encuentran en el cruce entre diferentes sistemas de subordinación y que, por lo tanto, sufren una situación de discriminación distinta a la de las mujeres blancas y de los hombres afroamericanos.

Para abordar su situación es necesario considerar en qué medida el racismo amplifica el sexismo y en qué medida la homofobia amplifica el racismo (Matsuda 1991). A nivel político, el enfoque de la interseccionalidad ofrece una perspectiva a través de la cual analizar el sexismo, el racismo, la homofobia y la explotación de clase en las políticas y en los procesos de policy making, considerando por ejemplo en qué medida el discurso feminista marginaliza a las minorías étnicas o a las mujeres con (dis)capacidad (Verloo 2006), y en qué medida los instrumentos adoptados para garantizar la igualdad de género desempoderan a las mujeres migrantes (La Barbera 2012).

A nivel representacional o simbólico, el enfoque de la interseccionalidad permite explorar la construcción cultural de los sujetos subordinados, considerando en qué medida el discurso público y los medios de comunicación (re)producen su situación de desventaja y marginalización (Verloo 2006).

Cuando fue invitada para discutir cuestiones de discriminación de género y raza en el grupo de expertos de las Naciones Unidas, Kimberlé Crenshaw afirmó:

Si bien es cierto que todas las mujeres son de alguna manera sujetas a la discriminación de género, también es cierto que otros factores relacionados con las identidades sociales de las mujeres, tales como la clase, la casta, la raza, el color, el origen étnico, la religión, el origen nacional, la orientación sexual son “diferencias que marcan la diferencia” en la manera en que los distintos grupos de mujeres experimentan la discriminación.

Estos elementos diferenciales pueden crear problemas y vulnerabilidades que son exclusivos de grupos particulares de mujeres, o que afectan de manera desproporcionada a algunas mujeres con respecto a las demás (traducción propia, Crenshaw 2000).

Se puede entonces hacer referencia a la interseccionalidad como una metáfora (Garry 2011, Platero 2014) usada para mostrar cómo las distintas formas de discriminación interactúan y se constituyen mutuamente una a otra. Se puede definir como una perspectiva que se centra en las desigualdades sociales y analiza las interacciones entre estructuras sociales, representaciones simbólicas y procesos de construcción de la identidad que son específicos de cada contexto e inextricablemente vinculados a la praxis política (Winker y Degele 2011).

En resumen, las novedades introducidas por la aparición del término interseccionalidad son: i) se ubica el foco de atención en el sujeto que se encuentra en el cruce entre distintos sistemas de discriminación, cuya experiencia de discriminación no puede ser explicada usando las categorías de clasificación social de forma aislada; ii) se coloca el acento en la simultaneidad de los factores de discriminación; y iii) se subrayan los efectos paradójicos de análisis, intervenciones y políticas públicas basadas en un solo eje de discriminación que, abordando separadamente raza, género y clase, crean nuevas dinámicas de desempoderamiento.

La implementación de la interseccionalidad en la agenda política de la Unión Europea

Después de la primera formulación de Crenshaw, durante las últimas dos décadas, el concepto de la interseccionalidad ha ganado amplia aceptación en los estudios feministas y viajado desde el derecho estadounidense a la sociología (Collins 1990; 1998; Brah y Phoenix 2004; Bilge 2013; Ferree 2009; McCall 2005; Yuval-Davis 2006; Walby 2009), a la filosofía (Garry 2011; Zack 2005), a la ciencia política (Bustelo 2009; Hancock 2007; Kantola y Nousiainen 2009; Lombardo y Verloo 2009; Squires 2008; Verloo 2006) y a la psicología (Cole 2009; Grenwood 2008; Shields 2008).

En las ciencias sociales, estos viajes a través de las disciplinas han fomentado la búsqueda de nuevas epistemologías y metodologías interdisciplinares para abordar la complejidad de los procesos en juego (La Barbera 2013).

Sin embargo, en Europa, la interseccionalidad ha recibido atención por parte del derecho sólo después de su introducción en la agenda política y la legislación de la UE (Añon Roig 2013; Barrérre 2010; Barrére y Morondo 2011; Hannett 2003; Moon 2011; Rey Martínez 2008; Satterthwaite 2005; Schiek y Lawson 2011).

Antes de recorrer las fases de la implementación de la interseccionalidad, se hace necesario recordar las diferencias entre sistemas jurídicos. Los sistemas de common law, como el estadounidense o el británico, están construidos caso por caso a través del uso de precedentes vinculantes. En cambio, los sistemas de civil law, como los de los países europeos, se basan en la codificación de normas generales y abstractas. Hemos ya mencionado que la interseccionalidad es una herramienta que se ha generado y ha encontrado aplicación en el sistema estadounidense de common law, donde se ha utilizado para identificar, en los casos concretos, la intersección entre distintos sistemas de discriminación que generaron situaciones de desventaja particulares.

En los países de common law, existe además un cuerpo creciente de jurisprudencia en la que se ha utilizado la interseccionalidad en la argumentación jurisprudencial para reconocer e indemnizar violaciones del principio de no discriminación en base a más de una causa.[3]

Por el contrario, la necesidad de determinar de forma general y abstracta todas las posibles intersecciones entre los sistemas de subordinación ha dificultado la incorporación de la interseccionalidad en la legislación de los países europeos de civil law.

Además, para entender el desarrollo en esta materia de la legislación y de las disposiciones no vinculantes (soft-law) a nivel comunitario, es útil recordar la distinción que ofrece Marie-Angie Hancock (2007) entre los enfoques unitario, múltiple e interseccional. El enfoque unitario considera sólo un eje de discriminación a la vez, por ejemplo la discriminación de género. En cambio, el enfoque múltiple considera dos o más ejes de discriminación de forma paralela. Finalmente, el enfoque interseccional considera las interacciones entre los distintos ejes de discriminación y explora las relaciones entre éstos como una cuestión abierta y vinculada al contexto específico.

También es importante remarcar, tal y como hizo Myra Marx Feree (2009), que el papel hegemónico que pueda tener una desigualdad en determinados contextos afecta la manera de diseñar las políticas para abordar los otros ejes de discriminación. Piénsese, por ejemplo, en la raza en EEUU o la clase en Alemania.

En cambio, el marco normativo de la UE se ha desarrollado de manera irregular, pero con un claro privilegio inicial del género en el ámbito laboral con respecto a los otros ejes de discriminación (Lombardo 2014). Un ejemplo son las Directivas del Parlamento Europeo de 2006 que ha sistematizado la normativa existente en materia de igualdad de oportunidades y de trato entre hombres y mujeres en materia de empleo (2006/54/CE) y la Directiva del Consejo Europeo del 2004 sobre acceso a bienes y suministro de servicios (2004/113/CE).

Un recorrido de la evolución legislativa puede ilustrar el papel hegemónico del género en Europa y el cambio lento y gradual desde el enfoque unitario al múltiple y, muy recientemente, al interseccional. Mientras hasta el 2000 la discriminación de género ha sido abordada desde un enfoque unitario, en los últimos quince años el enfoque múltiple ha empezado a ser adoptado en la legislación y en la agenda política de la UE. A partir del 2000, el concepto de discriminación múltiple ha sido introducido en la legislación europea.

Los primeros ejemplos han sido la Directiva de la Comisión Europea 2000/43/CE para la implementación del principio de igualdad de trato sin distinción de origen racial y la 2000/78/CE, que estableció un marco general para combatir la discriminación en base a la religión o creencia, discapacidad, edad y orientación sexual en materia laboral.

Con tales directivas se pretendían eliminar las desigualdades y promover la igualdad entre hombres y mujeres, considerando que éstas están especialmente expuestas a ser víctimas de la discriminación múltiple. Sin embargo, estas directivas abordan separadamente las dimensiones de desigualdad y no incluyen ninguna mención a la interseccionalidad (Lombardo 2014; Schiek y Lawson 2011).

Un paso ulterior en la implementación de la interseccionalidad ha sido el reconocimiento de las discriminaciones múltiples como razón estructural de la especial vulnerabilidad de grupos específicos. Algunos ejemplos son las resoluciones no vinculantes adoptadas por el Parlamento Europeo en los últimos cinco años.

En particular, la resolución de 2013 sobre mujeres con discapacidad (2013/2065/INI), donde se ha reconocido que las mujeres con discapacidad estánexpuestas a discriminaciones múltiples que derivan de la desigualdad degénero, edad, religión, comportamientos culturales y sociales, estereotipos relativos a la discapacidad que necesitan ser enfrentados; o la resolución de 2014sobre violencia contra las mujeres (2013/2004/INL) que menciona que, debidoa factores como raza, etnia, religión o creencias, salud, estado civil, vivienda,estatus migratorio, edad, discapacidad, orientación sexual e identidad de género,las mujeres pueden tener especiales necesidades y ser más vulnerables a las discriminaciones múltiples.

Además, se puede detectar un desplazamiento desde el enfoque múltiple al enfoque interseccional en algunas de las resoluciones del Parlamento Europeo más recientes en esta materia. La resolución de 2011 sobre igualdad entre mujeres y hombres (2010/2138/INI) establece que las mujeres de las minorías, especialmente las mujeres de etnia Romaní, se enfrentan sistemáticamente a discriminaciones múltiples e interseccionales ya que se encuentran en una situación de desventaja no sólo con respecto a las mujeres pertenecientes a grupos mayoritarios, sino también con respecto a los hombres de la misma minoría.

También la resolución de 2013 sobre los aspectos de género de las estrategias de inclusión de las mujeres de etnia Romaní (2013/2066/INI) recuerda a los

Estados miembros la necesidad de tomar en consideración la situación de discriminación múltiple e interseccional a la que se enfrentan las mujeres, especialmente por lo que concierne al empleo, la vivienda, la salud y la educación.

Finalmente, la resolución de 2014 sobre explotación sexual y prostitución (2013/2013/INI) invita los estados miembros a adoptar políticas que ayuden a mujeres vulnerables y menores a salir de la prostitución a través de un enfoque holístico que involucre los servicios de policía, migración, salud y educación.

Conclusiones

El concepto de interseccionalidad ha llegado a la agenda política y la legislación de la UE desde la ciencia política y la sociología, sin haber sido previamente recibido, discutido y adaptado por la doctrina jurídica en Europa. Sin embargo, los viajes del concepto de una disciplina a otra y de un lado al otro del océano han producido unos efectos que merecen la atención de las investigadoras y especialistas.

Las distintas disciplinas académicas atribuyen al mismo concepto distintos matices y significados (Platero 2014). Además, las diferencias entre los sistemas jurídicos implican la existencia de mecanismos e instituciones que posibilitan u obstaculizan la implementación de esta herramienta conceptual. Haber menospreciado las alteraciones que la interseccionalidad ha sufrido a lo largo de sus viajes interdisciplinares y transoceánicos genera problemas conceptuales y técnicos tanto a la hora de implementar la interseccionalidad en la agenda política como en el marco jurídico de la UE.

Estos problemas conceptuales y técnicos explican por qué la perspectiva de la interseccionalidad de momento ha sido implementada, tal y como se ha mostrado anteriormente, sólo en disposiciones normativas no vinculantes de la UE.

No obstante, el cambio en el soft-law comunitario desde el enfoque múltiple al interseccional es una novedad importante para el derecho y las políticas anti discriminación de la UE. Si tomamos en serio la distinción entre enfoque unitario, múltiple e interseccional antes mencionada, no se trataría de una transformación puramente nominal, sino más bien de un cambio de perspectiva que permite considerar dos o más ejes de discriminación en su intersección, y atender a sus causas estructurales.

Sin embargo, aún hay un largo camino por recorrer. Obviamente, la inclusión de la expresión “discriminación interseccional” en textos normativos no vinculantes es algo que hay que saludar muy positivamente, pero se trata solamente de un primer paso. Los operadores jurídicos todavía ignoran el concepto de interseccionalidad y los más receptivos confunden el enfoque múltiple con el interseccional (Cruells y La Barbera, en prensa). A modo de ejemplo, vale la pena mencionar la sentencia reciente del Tribunal de Derechos Humanos, S.B. c. España.

S.B. c. España fue utilizado como caso de litigación estratégica[4] por Women’s Link World Wide, una organización sin ánimo de lucro que se dedica a la tutela de los derechos fundamentales de las mujeres desde una perspectiva interseccional.

En este caso, el término interseccionalidad fue utilizado, en su versión en inglés, por las terceras partes intervinientes para argumentar la importancia de considerar la situación de vulneración sufrida por la demandante como el producto de la intersección entre género, origen nacional y situación social. Sin embargo, en las versiones francesa y española de la sentencia se tradujo “interseccionalidad” como “discriminación multifactorial”, dificultando así la posible referencia a una doctrina jurídica elaborada en los últimos veinticinco años sobre el concepto.

El caso B.S. c. España es especialmente importante también porque demuestra que, después de haber viajado durante más de dos décadas de un continente a otro y de una disciplina a otra, la interseccionalidad está actualmente regresando a la praxis jurídica en Europa gracias al trabajo de la sociedad civil organizada (Cruells y La Barbera, en prensa). Activistas y organizaciones sin ánimo de lucro trabajan en el día a día desde la perspectiva interseccional para proteger a aquellas personas que se encuentran en los márgenes de nuestras sociedades.

Por esta vía, después de un largo viaje, parece que la interseccionalidad se está abriendo un camino para volver al derecho y la argumentación jurisprudencial desde la que partió inicialmente.

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[2] Aunque en la literatura más reciente se hace referencia al concepto de diversidad funcional (Rodríguez Díaz y Ferreira 2010), utilizo aquí el termino (dis)capacidad para referirme a la “discapacidad” como sistema de subordinación y la vez a la capacidad como condición de privilegio y poder invisibilizado.

[3] Véase por ejemplo en EEUU el caso Lam v. University of Hawaii [1998], en Canadá el caso de la British Columbia Human Rights Tribunal, Comeau v. Cote [2003] y en Reino Unido el caso Ministry of Defence v. Tilern De Bique, [2010] IRLR 471.

[4] La litigación estratégica consiste en seleccionar y presentar a los tribunales casos de violaciones de derechos humanos con el objetivo no sólo de establecer precedentes jurisprudenciales, sino también de sugerir cambios en la legislación, las prácticas jurídicas y las políticas públicas. Pero, sobre todo, su objetivo es exponer públicamente la injusticia para sensibilizar a la opinión pública y generar un cambio social.

Subjetividad esclava, colonialidad de género, marginalidad y opresiones múltiples. María Lugones* 2012

Empiezo este trabajo con varias aseveraciones que se pueden recibir como duras o tiernas, dependiendo de la relación que quienes las reciben tienen con el poder. En el resto del trabajo voy a presentar razones, argumentos y narrativas que intentan apoyarlas para inclinarlas(los) a considerar un marco distinto hacia un feminismo decolonial. Afirmo que:

1. No hay despatriarcalización sin descolonización que no sea racista.

2. No hay descolonización si no se desliga de la introducción colonial de la dicotomía jerárquica hombre-mujer, macho-hembra.

3. El feminismo hegemónico, blanco en todas sus variantes, es eurocéntrico, universalista, racista.

4. La introducción colonial de la dicotomía hombre-mujer, macho-hembra no es solo heterosexual sino heterosexualista, ya que el significado de la heterosexualidad depende de la dicotomía.

Conclusión: debemos trabajar hacia una organización social sin dicotomías jerárquicas. No es el nombre ‘mujer’ el que me importa. Pero tenemos muchos otros nombres que si los decimos rompemos con la universalidad.

El argumento: colonialidad de género y feminismo decolonial

El pensamiento moderno está caracterizado por el énfasis en el principio de no contradicción y en las dicotomías jerárquicas. Tal vez la dicotomía jerárquica fundamental es la distinción entre lo humano y lo no-humano. O una es humana o no lo es; ser las dos es una contradicción. Esta dicotomía es central en la introducción colonial capitalista de un sistema de género que separa lo humano y lo no humano.

El desarrollo de la Conquista, la Colonia y el capital se volvió el proyecto por excelencia de España y Portugal en el siglo XVI y de Inglaterra, Holanda y Francia en el siglo XVIII. Los europeos introdujeron la dicotomía racial con respecto a las personas, el trabajo, las prácticas sociales, la lengua, la sociedad misma, es decir, lo que Aníbal Quijano llama la colonialidad del poder. Los europeos se consideraban seres de razón, y consideraban a la razón como la característica central del ser humano. La introducción de la dicotomía racial requiere que los colonizados sean constituidos como seres sin razón.

Los europeos eran seres humanos, los colonizados no. A los que llamaron ‘indios’ y ‘negros’ fueron entonces concebidos como bestias, seres naturales, y tratados como tal en el pensamiento occidental moderno. La naturaleza fue concebida como instrumento para el beneficio de los seres de razón. Toda la naturaleza estaba y sigue estando concebida como instrumento del hombre humano (una tautología) para sí, para acumular riqueza infinitamente, extraída de todo lo natural.

Por racismo no me refiero necesariamente a la relación legal entre los que han sido y siguen siendo percibidos como seres humanos, superiores y aquellos y aquellas que son percibidos, tratados, juzgados como bestias, seres inferiores, sin conocimiento ni saber, sin lengua, sin religión, sin razón. Quiero más bien a apuntar a la dicotomía moderna entre lo humano y lo no humano (que a veces se expresa como “no completamente humano”) y a la reducción de facto de gentes a animales y como tales a instrumentos de los seres humanos.

La interiorización que constituye el racismo deshumaniza a seres que son percibidos como bestias a través del trato en la producción económica, en la producción del conocimiento, en la imposición sexual, en la determinación a destruir sus formas de vida, en su sentido de sí mismos, en su relación con todo lo que sustenta su vida.

Necesariamente los indios y negros no podían ser hombres y mujeres, sino seres sin género. En tanto bestias se los concebía como sexualmente dimórficos o ambiguos, sexualmente aberrantes y sin control, capaces de cualquier tarea y sufrimiento, sin saberes, del lado del mal en la dicotomía bien y mal, montados por el diablo. En tanto bestias, se los trató como totalmente accesibles sexualmente por el hombre y sexualmente peligrosos para la mujer. “Mujer” entonces apunta a europeas burguesas, reproductoras de la raza y el capital.

Lo humano mismo está dividido por dicotomías jerárquicas entre hombre (Europeo-después blanco-burgués en la metrópolis o en la Colonia) y mujer (europea-después blanca-burguesa en la metrópolis o en la Colonia.) El hombre, el ser humano superior en la jerarquía de género es un ser de razón, un sujeto, mente en vez de cuerpo, civilizado, público. Es el único ser al que se le atribuye la posibilidad de objetividad e imparcialidad que con el uso de la razón permite el alcance de verdades universales. No hay ni conocimiento ni saber que no sea la producción de la razón.

La mujer, la única mujer que hay, está subordinada necesariamente al hombre porque, de acuerdo al pensamiento moderno, está dirigida más por la emoción que la razón, está más cerca de la naturaleza porque reproduce con el hombre burgués a la próxima generación de hombres y mujeres, de seres humanos y, al mismo tiempo, reproduce el capital y la raza. La mujer burguesa ha sido mujer e inseparablemente humana por su ligazón reproductiva con el hombre moderno, precisamente porque reproduce el capital y la raza. Asegurar ese legado requirió que la mujer burguesa sea concebida como heterosexual, casta, sexualmente pura y pasiva, relegada al espacio doméstico donde, gracias a su ser patológico (emocional), está capacitada para inculcar su “conocimiento” a los niños y solamente a los niños, antes de la edad de la razón.

Lo que se desarrolló en la Conquista y la Colonia, y que hoy se sigue aplicando en todo el mundo, es la negación y la destrucción de todo lo que constituía a cada persona, a cada comunidad, a todas sus prácticas, saberes, relaciones con todo lo que existe en un universo donde todo está interconectado, su comprensión del universo, su manera de hacer comunidad.

El poder colonial, capitalista, racializó el trabajo y reservó para los indios y los negros los trabajos que deshumanizan y matan. El proceso de negación y destrucción incluyó el intento de vaciar la memoria, de llenarla con la cristiandad y la cosmología dicotómica, jerárquica, violenta, cristiana, racional, que los relegaría a bestias. El proceso de negación y destrucción lo hizo el hombre, el europeo, como el individuo que puede porque tiene razón y poder. El proceso de destrucción de la comunidad está íntimamente ligado a la relación entre sexualidad y raza, y el sistema de género entiende al género como necesariamente humano, dicotómico, jerárquico, heterosexual, sexualmente dimórfico.

La distinción sexual moderna/capitalista/colonial no es biológica sino política. La distinción “biológica” entre macho y hembra que introdujo la modernidad a través del desarrollo de la ciencia depende de la dicotomía de género. Es una distinción política, axial que, al usar la distinción como “natural” y “biológica”, es en sí misma un esconder las contradicciones del sistema de género moderno colonial capitalista.

El escindir lógicamente la distinción hombre-mujer de la distinción entre macho y hembra permite pensar a los animales y a los seres subhumanos como sexualizados dimórficamente. Ya que concebir, percibir, clasificar algo como natural es entenderlo como instrumento, su explotación y reducción se piensan justificadas por su condición “natural.” Es decir, la distinción entre humano civilizado y naturaleza es otra distinción colonial fundamental.

Una de las técnicas colonizadoras de destrucción de la comunidad fue tratar al macho noble indígena como una autoridad entre los comuneros y como mediador en la organización de la producción. A la hembra india el colonizador le negó toda autoridad. En la relación comunal, la imposición colonial consistió también en relegar a las hembras a una posición de inferioridad. Los machos indios tenían que pagar tributo con su trabajo para el colonizador y para la iglesia. La hembra tenía que ocuparse de todas las tareas que antes eran tareas complementarias en la comunidad mientras. Creo que el aceptar esa posición superior fue difícil para los machos indios porque fue impuesta a la fuerza por el poder colonial, el de la Iglesia católica y el de la Corona.

Pero también creo que tenemos que mirar hasta qué punto los jaqui, okinrin y muchos otros nombres que constituían a la persona indígena (de Abya Yala, de EE UU, de África) resistieron esa posición de superioridad que permitió al colonizador destruir las comunidades indígenas.

Creo asimismo que, poco a poco, en vez de opuestos en un sentido que necesita igualdad y respeto en todo lo que tiene que ver con la vida, los indígenas, designados como machos y bestias por la Colonia, desarrollaron el odio y el gusto por la violencia del hombre eurocéntrico, acumulador de riquezas, moderno. Un odio en tanto aquel es un ser que los niega y deshumaniza, y que, dada su superioridad concedida por la Colonia sobre su opuesta, lo cegó y lo volvió leal a la Colonia.

Esa lealtad es profunda porque la posición de los opuestos era generadora de comunidad, de saber ritual, de vida. Los indígenas africanos, andinos, lakota, cherokee colonizados, en su lealtad a la Colonia, o bien han rechazado y rechazan el cuestionar la subordinación de la “mujer” o prestan atención a la concientización y lucha contra esa subordinación pero la piensan como “una cosa de mujeres”.

Cuando escucho decir a intelectuales subalternos que ellos no solo no tratan de género, sino que además su cultura, tradición, cosmología, organización comunal no subordina a la “mujer indígena,” se olvidan de los 500 años de la Colonia, moderna, capitalista y de la enorme resistencia ejercitada por las personas reducidas a bestias. Estoy apuntando con esta pregunta al meollo de la cuestión comunal, generada por la oposición que crea vida en un sentido muy amplio: en esos 500 años, los jaqui reducidos a animales machos por la imaginación y práctica colonial, ¿resistieron y resisten la posibilidad de volverse hombres?; ¿resistieron y resisten la posibilidad de subordinar a lo opuesto?; ¿continuaron y continúan usando las palabras chacha-warmi, obinrin-okinrin en su sentido cosmológico de contribuir a la infinita generación de la vida, la comunidad, el universo, desde una constitución que no adopta la empresa de cambiar al mundo, y así obtener poder?; ¿o tradujeron y traducen “chacha” a “hombre” en el sentido colonial, capitalista, moderno?

Yo entiendo que si uno separa la “cuestión de género” como “cosa de mujeres” de la política real, de los problemas importantes en la reconstitución decolonial, uno esconde de sí mismo y de la comunidad intelectual y socioeconómico-política, y de la producción de conocimiento decolonial, precisamente la lealtad a la Colonia que esa posición implica.

Una manera importante de pensar la relación entre género, raza y burguesía es lo que venimos pensando como “interseccionalidad.” Si en el sistema de género moderno, eurocentrado, capitalista, colonial, por un lado, la categoría “mujer” significa ideológicamente, apunta, a una persona frágil, sexualmente contenida, relegada a lo doméstico, sin razón y sin rol público, y por el otro, la clasificación racial -y por lo tanto racista- “negro” o “indio” apunta ideológicamente a seres primitivos en todo sentido, no realmente humanos, capaces de gran violencia, sexualmente sin control, con enorme capacidad y resistencia para el trabajo físico, ¿qué quiere decir “mujer indígena,” “mujer negra?”

No hay mujeres indígenas ni negras. La frase “mujer indígena” es una contradicción. Aunque las mujeres eurocentradas, burguesas, blancas hayan usado el término “mujer” como universal, en su lucha por la liberación de la mujer solo entendieron por “mujer” el significado ideológico moderno, capitalista, colonial que excluye a todos los negros, a todos los indios. Por lo tanto, necesitamos escuchar las palabras como problemáticas.

El movimiento de liberación de la mujer hegemónico ha apuntado a que las mujeres consigan lo que tiene el hombre blanco, universalizando el término “mujer” sin conciencia ni conocimiento de la colonialidad de género. Pero el punto de partida excluyó a las indígenas del mundo, ya que querer los que quiere el hombre blanco requiere una asimilación a la Colonia y al eurocentrismo que presupone un abandono de prácticas, creencias, lenguajes, concepciones de comunidad y relaciones con lo que constituye el cosmos.

Elsa Barkley Brown, historiadora feminista negra, dice:

Necesitamos reconocer no solamente diferencias sino también la naturaleza relacional de esas diferencias. Las mujeres blancas y las mujeres de color no solamente viven vidas diferentes sino que las mujeres blancas viven las vidas que viven en gran parte porque las mujeres de color viven las vidas que viven […] (1991: 86)

Y Yen Lee Espíritu, feminista filipino-americana, afirma que:

   Los blancos y la gente de color viven vidas que están estructuradas racialmente. Las intersecciones entre estas categorías de opresión (clase, raza, género) significan que hay jerarquías entre mujeres, entre hombres, y que algunas mujeres tienen poder cultural y económico (1997: 99).

Ahora, si pensamos en el negro o en el indio como bestializados en la concepción y prácticas coloniales, si la resistencia a ser negro o a ser indio va a dar lugar a ser persona en un sentido no colonial, ni moderno, ni capitalista, entonces es posible que la categoría “mujer” incluya a la mujer negra. Pero si negro o indio se ha envuelto en una competencia racial con el hombre blanco por estatus, por poder en el sentido colonial, entonces esas categorías no incluyen a la negra o a la india, ni a la warmi ni a la obinrin.

Es decir que la adición de negro y mujer o indio y mujer nos presenta una combinación absurda, monstruosa, o nos marca una ausencia. Yo veo en esa interseccionalidad una ausencia precisamente porque el feminismo decolonial no puede querer que warmi se traduzca o se perciba como mujer india, ya que el significado es colonial y contradictorio. De ahí la ausencia.

Raza, género, y sexualidad se co-constituyen. El paso de colonización a colonialidad en cuestión de género centra la complejidad de las relaciones constitutivas del sistema global capitalista de poder (dominación, explotación). En los análisis y prácticas de un feminismo decolonial, “raza” no es ni separable ni secundaria a la opresión de género, sino co-constitutiva. Y eso es precisamente lo que los feminismos blancos han terminado por excluir del análisis, aunque versiones coloniales de la diversidad étnica/cultural han sido incorporadas en feminismos que enfocan la globalización.

Es decir, la colonialidad del poder, del saber, del ser, de género, no importan, no pesan. La solidaridad feminista que enfrenta las violencias de la globalización está pensada como cruzando culturas traducibles, ignorando la colonialidad del poder, la racialización de la población, del trabajo, del saber, del género. Esta forma de llamado a una solidaridad entre “mujeres” se hace cómplice de la Colonia y su sistema de género.

Muchos programas de estudios sobre la mujer se han hecho cómplices de la colonialidad de género. Lideradas por las afroamericanas, todas las mujeres ni eurocentradas ni blancas estamos luchando para que la interseccionalidad se vuelva una característica metodológica necesaria de los estudios de género: raza, clase y género son inseparables y la intersección de las categorías homogéneas dominantes que borran la heterogeneidad interna y borran a la afroamericana, la afrocaribeña, la cherokee, la siux, la navajo, la africana, la indocaribeña, la afrocolombiana, la afrolatinoamericana, la guaraní, la mapuche, la aymara, la toba, la quechua. En nuestros movimientos decoloniales es importante que usemos la interseccionalidad de las dos maneras y dejemos de pensar que hay movimientos negros, movimientos indígenas, movimientos de la mujer, como si mujer indígena, mujer negra no fueran contradicciones. ¿Dónde vamos a pregonar nuestra lucha y con quién?

Creo que la colonialidad de género nos muestra grados de opresión mayores y complicidades mayores que la interseccionalidad. Llamo “colonialidad de género” precisamente a la introducción con la Colonia de un sistema de organización social que dividió a las gentes entre seres humanos y bestias. Los seres humanos, europeos y europeas burgueses/burguesas, fueron entendidos como humanos, y una de las marcas de la humanidad es una organización social que constituye al hombre europeo blanco burgués como el ser humano por excelencia: individuo, ser de razón, de mente, capaz de gobernar, el único capaz de ser cura/mediador entre el dios cristiano y las gentes, el único ser civilizado, el que puede usar la naturaleza de la cual no participa y usarla para su exclusivo beneficio, el único capaz de usar bien la tierra y de crear una economía racional, el único que tiene derechos, el único que puede saber.

La mujer burguesa europea blanca es humana por ser su compañera, la que reproduce la raza superior, la que reproduce el capital, pero que en sí es inferior por su emocionalidad y cercanía a lo natural, pero es casta. Ella no se ensucia con el trabajo, cultiva su fragilidad física y es débil emocional y mentalmente. No puede gobernar porque no tiene un uso desarrollado de la razón.

Pero así como los humanos son característicamente hombres o mujeres, los racializados como no-humanos, seres inferiores como las bestias, no tienen género y son para el uso del ser humano. Son instrumentos como la naturaleza, seres que tienen que ser guiados por los seres de razón para ser productivos en una economía racional. Como seres racializados, como inferiores, pueden ser usados de manera justificada de cualquier manera concebida por el hombre: pueden ser usados como carne para perros, pueden ser puestos a trabajar hasta morir en la mita, pueden ser violados/as, destrozados/as por caballos o armas. Es decir, la colonialidad del género significa que los colonizados, los racializados como no humanos en la Colonia -y después- somos pensados como bestias, sin género. El género es una dicotomía jerárquica. No un par sino una dicotomía, los dos separados, uno superior y otro inferior.

Lo que la colonialidad de género nos permite ver es un ser negado que no está determinado/a ni en términos lógicos ni en términos de poder, sino que puede rechazar la imposición jerárquica. No es una cuestión de categorías sino de seres donde la imposición dehumanizante colonial es vivida por seres que no son describibles como una unión de categorías.

Kimberly Crenshaw nos explica que ella está pensando en la intersección de categorías dominantes. Lo hace porque ella está pensando en la ley de EE UU y la ley incorpora categorías dominantes, homogéneas. Por lo tanto la mujer chicana, por ejemplo, no es la intersección de la categoría “mujer” y la categoría “chicano.” Eso implicaría ser una suma de dos categorías homogéneas y separadas, atómicas: mujer blanca y “hombre” chicano, un ser imposible.

Me di cuenta por primera vez, leyendo El Pensamiento Indígena y Popular en América de Rodolfo Kusch (2010), que las dicotomías jerárquicas, características del pensamiento, y las prácticas modernas no existen en el pensar indígena. Después me fui dando cuenta de que la dicotomía jerárquica no ha existido entre muchas gentes indígenas, africanas y del Caribe.

Llamo “feminismo decolonial” al que empieza por tomar conciencia del sistema de género basado en la dicotomía humano-no humano y la reducción de las gentes y la naturaleza a cosas para el uso del hombre y la mujer eurocentrados, capitalistas, burgueses, imperialistas. El camino a recorrer es un camino que empieza por entender la resistencia a la imposición colonial con referentes colectivos, comunales, contra ese sistema de género, contra esa reducción a animales. Es un camino complejo, un espacio-tiempo que no se puede medir. La historia lineal occidental moderna lo encubre, la concepción abstracta y cuantitativa occidental moderna también lo encubre. Por eso creo que tenemos que empezar a ver lo encubierto, a usar maneras de habitar nuestras posibilidades de una manera distinta, enfatizando saberes distintos, prácticas distintas, maneras de pasarnos resistencias oralmente y corporalmente, maneras de resistir y de ver resistir a otras indígenas del mundo con historias coloniales deshumanizantes.

Entonces, cuando pensamos en la “mujer” indígena y la “mujer” negra, nos urge preguntar ¿cómo es que las indígenas colonizadas llegaron a ser subordinadas en nuestras propias comunidades indígenas, afro, mestizas, cuando la paridad/la binaria, que es incompatible con la dicotomía jerárquica, es lo importante en la organización de la vida en esas comunidades? ¿Qué camino colonial moderno capitalista nos llevó a adentrarnos, a asumir, a internalizar en nuestras comunidades y en nuestros corazones que somos mujeres subordinadas? ¿Por qué entre nosotros hay seres que fueron colonizados como no-humanos y que quieren ir al camino de la decolonialidad pero -contradictoriamente- también quieren ser seres humanos hombres como los hombres blancos modernos, y subordinar a las compañeras?

¿Es por eso que hemos empezado a tomar decisiones comunales sin la necesaria voz de las opuestas, sin lideresas? ¿Y de dónde salió la golpiza? ¿Y de dónde salió toda esa forma de disminuirnos que hace que no podamos saber, saber cómo chamanes, saber como yatiris, saber como sabias, saber como filósofas, saber como maestras, saber como médicas?

En mi propia experiencia veo que hemos internalizado la colonialidad de género en nuestras propias comunidades. Pero también veo que no hemos internalizado esta subordinación totalmente. Tenemos curanderas, médicas, yerberas, historiadoras orales, parteras, pero también estamos subordinadas y deshumanizadas. Tenemos que repensarnos para realmente poder escuchar la voz de ellas las indígenas, las afro, las mestizas que nos entendemos como partidas por la herida colonial, como se conciben las chicanas, y rechazamos ser eurocentradas. Las mujeres blancas prestaron atención en su feminismo solamente a la dicotomía que las subordinaba, no a la dicotomía que las hacía a ellas humanas y a nosotras bestias. Por eso es que la universalidad de “mujer” es el canto global del feminismo hegemónico. Sugiero aquí que la organización del cosmos, la realidad, los valores en el pensar y en las prácticas no-modernas están profundamente viciadas por la colonialidad de género.

Que la descolonización/decolonialidad tiene que incluir necesariamente como inseparable de toda descolonización/decolonialidad la constitución de toda relación afectada por la inferiorización de las indígenas del mundo, por la subordinación, por lo tanto, del dar vida, de crear, de dar aliento sobre las cosas y dar ánimo a los seres, las cosas y los pensamientos. Hacer otra cosa no es solamente dejarnos de lado sino dejar de lado la descolonización de la comunidad y de nuestro propio ser.

Las aseveraciones con las que comencé se deducen; su verdad es revelada por mi argumentación.

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*Directora del Centro de Investigación Interdisciplinaria en Filosofía, Interpretación y Cultura (CPIC), Binghamton University. Codirectora de la Escuela Popular Norteña (centro de educación popular). marialugones@gmail.com