Interseccionalidad: una herramienta para la justicia de género y la justicia económica. 2004

La interseccionalidad es una herramienta para el análisis, el trabajo de abogacía y la elaboración de políticas, que aborda múltiples discriminaciones y nos ayuda a entender la manera en que conjuntos diferentes de identidades influyen sobre el acceso que se pueda tener a derechos y oportunidades.

Este cuadernillo explica lo que es la interseccionalidad, incluyendo su papel fundamental en el trabajo en derechos humanos y desarrollo. Sugiere, además, formas diversas en las que puede ser utilizada por las personas que trabajan en defensa de la igualdad.

A pesar de que la integración económica mundial de las últimas décadas ha producido para algunos una riqueza inmensa, estos ‘ganadores’ son unos cuantos privilegiados.

Insertas en historias de colonización y exacerbadas por ideologías fundamentalistas modernas, nuevas tecnologías y formas contemporáneas de discriminación, las políticas y procesos de la globalización neoliberal están perpetuando el racismo, la intolerancia y la discriminación en contra de las mujeres. Están justificando la exclusión de aquellos a quienes la economía mundial y la creciente pobreza, la desigualdad y las violaciones a los derechos humanos han dejado atrás.

Es claro que la globalización y el cambio económico están afectando a diferentes personas de maneras diferentes.

Aunque todas las mujeres de alguna u otra manera sufren discriminación de género, existen otros factores como la raza y el color de la piel, la casta, la edad, la etnicidad, el idioma, la ascendencia, la orientación sexual, la religión, la clase socioeconómica, la capacidad, la cultura, la localización geográfica y el estatus como migrante, indígena, refugiada, desplazada, niña o persona que vive con VIH/SIDA, en una zona de conflicto u ocupada por una potencia extranjera, que se combinan para determinar la posición social de una persona.

La interseccionalidad es una herramienta analítica para estudiar, entender y responder a las maneras en que el género se cruza con otras identidades y cómo estos cruces contribuyen a experiencias únicas de opresión y privilegio.

Se trata, por tanto, de una metodología indispensable para el trabajo en los campos del desarrollo y los derechos humanos.

¿Qué es la interseccionalidad?

La transversalidad es una teoría feminista, una metodología para la investigación y un trampolín para una agenda de acciones en el ámbito de la justicia social. Comienza con la premisa de que la gente vive identidades múltiples, formadas por varias capas, que se derivan de las relaciones sociales, la historia y la operación de las estructuras del poder. Las personas pertenecen a más de una comunidad a la vez y pueden experimentar opresiones y privilegios de manera simultánea (por ejemplo, una mujer puede ser una médica respetada pero sufrir violencia doméstica en casa).

El análisis interseccional tiene como objetivo revelar las variadas identidades, exponer los diferentes tipos de discriminación y desventaja que se dan como consecuencia de la combinación de identidades. Busca abordar las formas en las que el racismo, el patriarcado, la opresión de clase y otros sistemas de discriminación crean desigualdades que estructuran las posiciones relativas de las mujeres.

Toma en consideración los contextos históricos, sociales y políticos y también reconoce experiencias individuales únicas que resultan de la conjunción de diferentes tipos de identidad.

Por ejemplo, la experiencia de una mujer negra en Ciudad del Cabo es cualitativamente distinta a la de una mujer blanca o indígena en esa misma ciudad. De manera similar, son únicas y distintas las experiencias que implican ser lesbiana, anciana, discapacitada, pobre, del Hemisferio norte, y/u otra serie de identidades.

El análisis interseccional plantea que no debemos entender la combinación de identidades como una suma que incrementa la propia carga sino como una que produce experiencias sustantivamente diferentes. En otras palabras, el objetivo no es mostrar cómo un grupo está más victimizado o privilegiado que otro, sino descubrir diferencias y similitudes significativas para poder superar las discriminaciones y establecer las condiciones necesarias para que todo el mundo pueda disfrutar sus derechos humanos.

Como consecuencia de sus múltiples identidades, algunas mujeres se ven empujadas a los márgenes y experimentan profundas discriminaciones, mientras que otras se benefician de posiciones más privilegiadas. El análisis interseccional nos ayuda a visualizar cómo convergen distintos tipos de discriminación: en términos de intersección o de superposición de identidades.

Más aún, nos ayuda a entender y a establecer el impacto de dicha convergencia en situaciones de oportunidades y acceso a derechos, y a ver cómo las políticas, los programas, los servicios y las leyes que inciden sobre un aspecto de nuestras vidas están inexorablemente vinculadas a los demás.

Por ejemplo, muchas empleadas domésticas son objeto de agresión y de abuso sexual por parte de sus empleadores. La situación de vulnerabilidad de aquéllas es producto de la intersección de varias de sus identidades (mujer, pobre, ciudadana extranjera), reforzada y perpetuada por la intersección de determinadas políticas, leyes y programas (políticas de empleo, leyes de ciudadanía, refugios para mujeres abusadas). Ya que estas políticas no responden a las identidades específicas de las empleadas domésticas, esto impide que las mujeres disfruten del derecho a vivir libres de violencia.

Como paradigma teórico, la interseccionalidad nos permite entender situaciones de opresión, de privilegio y de derechos humanos en todas partes del mundo. Nos ayuda a construir planteamientos en favor de una igualdad sustantiva a partir de historias de mujeres o de estudios de casos de colectividades (mujeres que hablan o escriben desde la experiencia de sus identidades específicas y la intersección de las mismas), mediante la aplicación de sus lineamientos teóricos y de sus amplios principios.

Ello nos permite ver que el reclamo de las mujeres a favor de la igualdad de derechos no es la expresión egoísta de cierto sector que sólo busca promover sus propios intereses, sino que es fundamental para que los derechos humanos plenos, como promesa, pasen a ser una realidad para todos.

Por ende, la transversalidad es una herramienta para construir una cultura de los derechos humanos en todos los niveles del mundo actual, desde lo local hasta lo global.

El análisis interseccional representa un cambio de postura analítico con respecto al pensamiento dicotómico y binario que suele prevalecer acerca del poder. Con demasiada frecuencia, las concepciones teóricas que tenemos acerca de los derechos de las personas se establecen a expensas de los derechos de otros; así, el desarrollo se convierte en un asunto de cómo alcanzar y mantener ciertas ventajas competitivas.

En cambio, al pensar en el desarrollo desde la perspectiva de la interseccionalidad, uno se centra en contextos particulares, en experiencias específicas y en los aspectos cualitativos de temas como la igualdad, la discriminación, la justicia, lo que nos permite actuar al mismo tiempo a favor de nosotras mismas y de otros. Así como los derechos humanos no existen sin los derechos de las mujeres, tampoco existen sin los derechos de los pueblos indígenas, sin los de los discapacitados, sin los de la gente de color, y sin los de gays y lesbianas.

La interseccionalidad difiere de algunos enfoques más conocidos sobre género y desarrollo, pero no es nueva. Como marco conceptual, la interseccionalidad ha sido utilizada durante más de una década; emergió a partir de los intentos por entender las experiencias de las mujeres de raza negra en los Estados Unidos.

Más recientemente, ha sido adoptada por las feministas de los países en desarrollo. Como un componente de nuestras vidas, la interseccionalidad siempre ha estado ahí, en los modos en que vivimos, interactuamos y entendemos la discriminación y la igualdad. No obstante, ahora la estamos discutiendo explícitamente mucho más en los campos del género, del desarrollo y de los derechos humanos, usándola como una herramienta para la abogacía, la planificación de programas y la investigación.

Interseccionalidad: ¿por qué?

En su mayoría, los marcos conceptuales de género se centran únicamente en las relaciones de género. Si bien es habitual afirmar que las mujeres no son un sector homogéneo, las implicaciones de ello suelen perderse al momento de la aplicación. Más bien, se tiende simplemente a señalar que “las mujeres pobres son las más afectadas” y que “las mujeres de otras razas tienen experiencias diferentes”.

Como resultado, ciertos asuntos y experiencias permanecen oscurecidas o invisibles. Problemas que afectan única o principalmente a determinadas mujeres pueden quedarse sin una respuesta apropiada o adecuada.

De manera similar, muchos enfoques de tipo legal conciben la discriminación sobre una base de múltiples factores, que se afectan entre sí, donde cada uno agrega su peso a la carga general de la desigualdad. Pero dichos enfoques no reconocen la unicidad del fenómeno que ocurre allí donde se cruzan los distintos tipos de discriminación. Cuando se pierde de vista el contexto y el carácter cualitativo de la discriminación en tanto experiencia, también se pierde el sentido veraz del reclamo.

Requerimos herramientas como la interseccionalidad para contrarrestar estas tendencias y ver íntegra la complejidad y especificidad de los asuntos de los derechos de las mujeres y el desarrollo, incluyendo la dimensión estructural y dinámica de la interacción entre distintas políticas e instituciones. Más aún, necesitamos un marco teórico de este tipo para identificar prácticas que encajan con patrones discriminatorios y para distinguirlas de aquellos fenómenos que son idiosincráticos con respecto al actor o la comunidad. (Como muestra el ejemplo mencionado al principio, los problemas que enfrentan las mujeres negras solteras que buscan vivienda se derivan de la discriminación sistemática por parte de los arrendadores canadienses.)

La interseccionalidad también es particularmente valiosa para poder llenar y superar vacíos de origen histórico. Hasta ahora, por ejemplo, dentro del sistema de las Naciones Unidas la discriminación racial y la de género han sido tratadas discretamente a través de mecanismos separados y paralelos (los mecanismos de las Convenciones sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial y de todas las Formas de Discriminación en Contra de las Mujeres).

Separaciones de este tipo también pueden verse en los mecanismos establecidos a nivel nacional y en el funcionamiento de las ONG. Esta manera de describir a través de categorías únicas simplemente no refleja la realidad de que todos tenemos identidades múltiples y, por ende, podemos enfrentar formas de discriminación entrecruzadas. Un enfoque interseccional, en cambio, no presupone encasillar a las personas en alguna categoría rígida para poder reivindicarla. Aunque muchas leyes y convenios de derechos humanos vigentes se han interpretado de manera estrecha para tratar sólo una forma de discriminación a la vez, estas interpretaciones contravienen las intenciones explícitas de los instrumentos que buscan precisamente proteger contra la discriminación.[1]

Para construir un sistema de derechos humanos realmente efectivo hay que enfrentar las limitaciones de los marcos conceptuales ya existentes y generar interpretaciones más contextualizadas acerca de las disposiciones relativas a la igualdad.

Más aún, para que nuestra labor sea efectiva requerimos de análisis que den cuenta de los asuntos en forma compleja y entretejida. Si los análisis de información básica y los proyectos que realizamos no empiezan retratando exhaustivamente la respectiva situación económica, social, política y cultural, entonces nuestras intervenciones y programas subsecuentes no podrán alcanzar todo su potencial.

Además, aquello que funciona para impulsar los derechos de ciertas mujeres quizás no sea igualmente efectivo en el caso de mujeres marginadas. La subordinación de tipo interseccional tiende, por naturaleza, a ser oscurecida; tiene lugar en los márgenes, en circunstancias complejas. Si nuestras metodologías de análisis son categóricas y verticales, es poco probable que logren descubrir, en toda su amplitud, las vulnerabilidades, el

quehacer y las experiencias de distintos tipos de mujeres.

Por último, la interseccionalidad es una estrategia que sirve para vincular las bases de la discriminación (raza, género, etc.) con el entorno social, económico, político y legal que alimenta la discriminación y que estructura las vivencias de la opresión y del privilegio. La riqueza descriptiva de los análisis interseccionales arroja luz sobre los distintos actores, instituciones, políticas y normas que se entretejen para intervenir en una situación dada.

Análisis de este tipo, que resaltan las texturas, son fundamentales para poder encauzar efectivamente cambios progresivos que permitan enfrentar las fuerzas del fundamentalismo, las políticas económicas neoliberales, la militarización, las nuevas tecnologías, el patriarcado y el colonialismo arraigados, y el nuevo imperialismo que hoy en día amenazan los derechos de las mujeres y el desarrollo sostenible.

Cómo practicar la interseccionalidad

La manera en que pensamos determina qué hacemos y cómo. Para poder utilizar la interseccionalidad en nuestra labor, antes que nada, tenemos que pensar de otra forma acerca de la identidad, la igualdad y el poder.

Implica centrarnos no en categorías predeterminadas o en asuntos aislados, sino en todo lo que define nuestro acceso a los derechos y a las oportunidades; esto es, en los puntos de convergencia, en la complejidad, en las estructuras y en los procesos dinámicos.

En términos analíticos, implica ver la erradicación de la discriminación y el enaltecimiento de la diversidad como asuntos centrales para el desarrollo y el ejercicio pleno de los derechos humanos. Implica invertir sustancialmente en la fase analítica de nuestra labor; el análisis interseccional tiene, en efecto, un nivel de exigencia intelectual más elevado que muchos otros enfoques de género.

En segundo término, el uso de la interseccionalidad implica valorar un enfoque de “abajo hacia arriba” en la investigación, el análisis y la planeación. Al recopilar información debemos comenzar preguntándonos ¿cómo realmente viven sus vidas las mujeres y los hombres? Así, podemos construir el retrato respectivo desde “abajo para arriba”, dando cuenta de los distintos factores que influyen en las vidas de las mujeres. Se requiere generar investigaciones específicas acerca de las vivencias de aquellas mujeres que viven en los márgenes, las más pobres entre las pobres, y también acerca de aquellas que padecen distintas formas de opresión.[2]

Necesitamos descripciones y testimonios personales, así como información desagregada de acuerdo con la raza, el sexo, la etnia, la casta, la edad, el estatus ciudadano y otras formas de identidad. El análisis debe tratar de revelar cómo determinadas políticas y prácticas configuran las vidas de las personas afectadas, distinguiéndolas de otras que, por el contrario, no se encuentran bajo la influencia de los mismos factores.

Así, por ejemplo, un análisis acerca de la pobreza no se debe limitar a hallar que las mujeres son exageradamente pobres en una región dada; también debe explorar cuáles grupos de mujeres son, en efecto, las más pobres; qué políticas y prácticas inciden en ello; cómo influye la situación histórica y política, y si las políticas propuestas y los proyectos de desarrollo están orientados hacia los problemas específicos que enfrentan distintos grupos de mujeres.

Para que un análisis interseccional resulte útil en el campo del desarrollo, debe nutrirse de las vivencias y las posturas de las mujeres en toda la gama de sus identidades, incluyendo tanto a las del Sur como a las del Norte, y entre estas últimas a las inmigrantes y a las de distintas razas. Las ‘sujetos’ del desarrollo —no los ‘expertos’ extranjeros— deben sentarse a la mesa de discusión e involucrarse en la elaboración de análisis y de las formas de intervención. De manera semejante, las voces de los teóricos y analistas del Sur merecen respeto así como resonancia.

El uso de la interseccionalidad para impulsar los derechos de las mujeres y la igualdad de género

La erradicación de la pobreza no es solamente una lucha de tipo económico. Del mismo modo, para poder terminar con las violaciones a los derechos humanos y establecer el desarrollo sustentable hay que realizar tanto cambios

ideológicos y culturales, como programas técnicamente adecuados y equilibrados desde el punto de vista financiero.

La complejidad de los retos planteados por la liberalización del comercio, la desregulación, la privatización y la intensificación del imperialismo exigen planteamientos analíticos que generen información detallada y matizada y, al mismo tiempo, impulsen el activismo y la abogacía a favor de la igualdad y la justicia. La interseccionalidad es un instrumento para lograr tales fines.

Al igual que sucede con otros enfoques y herramientas, la utilidad de la interseccionalidad dependerá de cómo se utilice. Si se institucionalizara o simplificara, podría perder su valor, tal como ha ocurrido con muchas otras herramientas de análisis de género progresistas.

Mientras que una mala aplicación podría dejar una marca de individualismo inefectivo, propia del posmodernismo.

Pero si se emplea enmarcada dentro de un paradigma de justicia social, la interseccionalidad puede resultar sumamente útil y empoderadora.

El modo en que utilicemos la interseccionalidad siempre depende de nuestra posición, de nuestras necesidades y de nuestros objetivos. He aquí una lista de posibles usos:

? Al recoger datos empíricos y estadísticos acerca del impacto que tienen las políticas económicas sobre las mujeres, hay que indagar acerca de las experiencias de aquellas que pertenecen a sectores pobres, o a otros grupos étnicos, o a otros grupos particulares identificados.

? Al establecer las prioridades de un proyecto, hay que destinar recursos a los más marginados, quienes deben haber sido identificados previamente al analizar el entrecruzamiento de distintas formas de discriminación. Empoderar a quienes tienen menos acceso a recursos y al ejercicio de sus derechos y centrarse en los procesos que conducen a la pobreza y a la exclusión (proporcionando, por ejemplo, servicios básicos de salud, de educación, de seguridad y protección, o suministrando insumos y tecnologías agrícolas apropiadas) puede dar lugar a logros efectivos y tangibles en materia de derechos de las mujeres e igualdad de género. Para ello, desde el inicio de tu trabajo puedes ir haciendo las siguientes preguntas claves:

? ¿Qué formas de identidad son básicas en la organización de esta comunidad (además del género, hay que tomar en cuenta la raza, la etnia, la religión, la nacionalidad, la edad, la casta, las habilidades)?

? ¿Quiénes son las mujeres, las niñas, los hombres y los niños más marginados en la comunidad y por qué?

? ¿Con qué programas sociales y económicos cuentan los distintos grupos en la comunidad?

? ¿Quién tiene acceso a o control sobre los recursos productivos, quién no y por qué? ¿Cuáles grupos están más representados públicamente, cuáles menos y por qué?

? ¿Qué leyes, políticas y prácticas organizativas limitan las posibilidades de desarrollo de los distintos grupos?

? ¿Qué oportunidades tienen a su alcance los distintos grupos para poder avanzar?

? ¿Qué oportunidades facilitan el impulso de ciertos grupos?

? ¿Qué iniciativas abordarían las necesidades de los grupos más marginados o discriminados de la sociedad?

Fuentes y Recursos

“An Intersectional Approach to Discrimination: Addressing Multiple Grounds in Human Rights Claims”, Ontario Human Rights Commission,

Discussion Paper, Policy and Education Branch. (2001) [Disponible en línea en: http://www.ohrc.on.ca/English/publications]

Ching Louie, M. and L. Burnham, WEDGE: Women’s Education in the Global Economy (Women of Color Resource Centre, 2000).

Crenshaw, Kimberley, “Mapping the Margins: Intersectionality, Identity Politics, and Violence Against Women of Color”, in The Public Nature of Private Violence, M. Fineman and R. Mykitiuk (eds.), (Routledge: New York, 1994) pp. 93-118. [También disponible en línea en: http://www.hsph.harvard.edu/Organizations/healthnet/WoC/feminisms/crenshaw.html]

Gender and Racial Discrimination, Report of the Expert Group Meeting, 21-24 de noviembre del 2000, Zagreb, Croatia. [Disponible en línea en: http://www.un.org/womenwatch/daw/csw/genrac/report.html]

“Human Rights for All: Understanding and Applying ‘Intersectionality’ to Confront Globalization,” presentaciones en plenaria, día 3, Noveno Foro Internacional de AWID sobre Derechos de la Mujer y Desarrollo “Reinventando la globalización”. [Disponible en línea en: http://www.awid.org/go.php?pg=forum9 plenaries&theme=forum. También está disponible el video y la guía de estudio.]

Raj, Rita (ed.), en colaboración con Charlotte Bunch y Elmira Nazombe, Women at the Intersection: Indivisible Rights, Identities, and Oppressions (Centre for Women’s Global Leadership, Rutgers, the State University of New Jersey, 2002).

Riley, J., “GAD and Intersectionality in the Region: Forging the Future”, Working Paper No. 8 – Gender and Development Dialogue, (agosto 2003) Melbourne University Private Working Paper Series.

WICEJ, “How Women are Using the United Nations World Conference Against Racism, Racial Discrimination and Related Intolerance (WCAR) to Advance Women’s Human Rights”, Tools for Women’s Advocacy #2 (marzo 2003).

WILD for Human Rights, una ONG en San Francisco (California), ofrece capacitación en insumos sobre procesos de aplicación del marco de referencia interseccional de derechos humanos. Para mayor información puedes contactarlos en: info@wildforhumanrights.org o por teléfono (+1) (415) 355-4744.

Association for Women’s Rights in Development. L’Association pour les droits de la femme et le développement Asociación para los Derechos de la Mujer y el Desarrollo

215 Spadina Avenue, Suite 150 Toronto, Ontario CANADA, M5T 2C7


[1] K. Crenshaw, “The Intersectionality of Race and Gender Discrimination, p.13 (inédito, noviembre 2002).

[2] Ibid., p.14.

El Capitalismo como religión seguido de Fragmento teológico-político. Walter Benjamín. 1921

Unas palabras previas

El fragmento Kapitalismus als Religion (El Capitalismo como Religión), inacabado e inédito en vida de Benjamin, es uno de los textos más herméticos de un autor ya de por sí esotérico. Fue escrito hacia 1921, muy influido por la lectura del libro Thomas Müntzer, teólogo de la revolución de su amigo Ernst Bloch y por las ideas del anarquista Gustav Landauer y, en cierta medida, en confrontación con alguna de las tesis de La ética protestante y el espíritu del Capitalismo de Max Weber.

Pero más allá de la influencia que algunas lecturas pudieron tener a la hora de elaborar estas notas dispersas y fragmentarias, lo que nos interesa destacar de este texto es su carácter anticipatorio y radical.

Benjamín, a contracorriente de la escuela marxista, apunta una crítica que quizás solo décadas después se nos revela en toda su radicalidad.

Para Benjamín, el Capitalismo es el culto más extremo que haya existido. Las prácticas capitalistas, por encima de su utilitarismo, son prácticas cultuales que dirigen las vidas de quienes están sometidos a su imperio sin condiciones ni responsabilidad. El Capitalismo es la religión más extrema, pues ha de ser celebrada en todo momento y lugar, algo que en nuestra época ha alcanzado sus mayores cotas de sometimiento, cuando casi cada cosa y cada relación entre los seres y las cosas está mediado necesariamente por la forma-mercancía, cuando el agua, los cuidados, y hasta la felicidad responden ya a las exigencias del Capital.

El término alemán schuld (que tiene el doble significado de «culpa» y «deuda»), es empleado en varias ocasiones por Benjamín. Un rasgo esencial del capitalismo es la culpabilización generalizada que introduce. En él no hay esperanza de redención, siempre hay una culpa y una deuda. Aquellos que no ganan el dinero suficiente (y ningún dinero es nunca suficiente) son (y se sienten) culpables por ello, y además están en deuda con la Economía, convertida en diosa triunfante que todo lo ve y lo juzga.

Siempre hay que abarcar más, aspirar a más, producir más y ganar más. Ahí reside el carácter totalitario del Capitalismo, pero lejos de corresponder a un carácter meramente materialista y utilitarista, como querrían los marxistas, su verdadera esencia es fundamentalmente religiosa, y ahí eso permite en gran medida su apisonadora expansión alegre y universal. No hace falta la razón, solo la fe, una fe desesperada y suicida, una fe ciega en la propia marcha triunfante del Capital y del reino del consumo. Si no lo derribamos como el ídolo que es seremos todas sacrificadas en un Moloch final.

En esta pequeña y modesta edición hemos decidido incluir el texto Fragmento teológico-político, escrito más o menos en la misma época en que Benjamín redactó El Capitalismo como Religión y en el que deja algunos apuntes sobre un mesianismo revolucionario que ha de apuntar a la ruptura del continuo histórico.

Nada acontece, todo ha de suceder.

Apuntad alto…

El Capitalismo como Religión

Hay que ver en el capitalismo una religión, es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, penas e in- quietudes a las que daban antiguamente respuesta las denominadas religiones. La comprobación de esta estructura religiosa del capitalismo, no sólo como forma condicionada religiosamente (como pensaba Weber), sino como fenómeno esencialmente religioso, nos conduciría hoy ante el abismo de una polémica universal que carece de medida. No nos es posible describir la red en la que nos encontramos. Sin embargo, será algo apreciable en el futuro.

No obstante, son reconocibles tres rasgos de esa estructura religiosa del capitalismo en el presente. Primero, el capitalismo es una pura religión de culto, quizás la más extrema que haya existido jamás. En el capitalismo todo tiene significado sólo en relación inmediata con el culto. No conoce ningún dogma especial, ninguna teología. Desde este punto de vista, el utilitarismo gana su coloración religiosa.

A esa concreción del culto se vincula un segundo rasgo del capitalismo: su duración permanente. El capitalismo es la celebración de un culto sans trêve et sans merci[1]. En él no hay un día señalado a la semana, ningún día que no sea festivo, en el sentido terrible del desarrollo de toda la pompa sacral, de despliegue máximo de aquello que se venera.

Este culto es, en tercer lugar, culpabilizante. Probablemente el capitalismo es el primer caso de culto no expiante, sino culpabilizante. Este sistema religioso se encuentra arrastrado por una corriente gigantesca. Una monumental consciencia de culpa que no sabe sacudirse la culpabilidad de encima echa mano del culto no para reparar esa culpa, sino para hacerla universal, forzarla a entrar en la consciencia y, sobre todo, abarcar a Dios mismo en esa culpa para que se interese finalmente en la expiación.

La expiación, por tanto, no debe esperarse del culto mismo, ni de la reforma de esa religión. Tendría que sostenerse en algo más seguro que en ella misma. Tampoco podría sostenerse en su rechazo.

Es la esencia de ese movimiento religioso que es el capitalismo resistir hasta el final, hasta la culpabilización final de Dios, hasta la consecución de un estado mundial de desesperación que es, precisamente, el que se espera. En esto estriba lo históricamente inaudito del capitalismo, que la religión no es reforma del ser, sino su destrucción. La expansión de la desesperación hasta un estado religioso mundial del cual ha de esperarse la salvación. La trascendencia de Dios se ha derrumbado, pero no ha muerto, sino que está comprendido en el destino de la humanidad.

Ese tránsito del planeta humano por la causa de la desesperación en la absoluta soledad de su trayecto es el ethos determinado por Nietzsche. Ese hombre es el superhombre, el primero que empieza a cumplir, reconociéndola, la religión capitalista. Su cuarto rasgo es que Dios debe permanecer oculto, y sólo debe ser llamado en el cénit de su culpabilización.

El culto es celebrado ante una divinidad inmadura y toda representación, todo pensamiento en esa divinidad daña el secreto de su maduración.

La teoría freudiana pertenece también al dominio sacerdotal de este culto. Lo reprimido, la representación pecaminosa, es –por una analogía más profunda y aún por iluminar– el capital, que grava intereses al infierno del inconsciente.

El tipo de pensamiento religioso capitalista se encuentra magníficamente pronunciado en la filosofía de Nietzsche. El pensamiento del superhombre sitúa el «salto» apocalíptico no en la conversión, en la expiación, en la purificación, en la penitencia, sino en el incremento discontinuo aunque aparentemente constante, que estalla en el último tramo. Es por ello que el aumento y el desarrollo son, en el sentido de un non facit saltum, inconciliables.

El superhombre es aquel que ha arribado sin conversión, el hombre histórico, el que ha crecido atravesando el cielo.

Este asalto al cielo a través de una condición humana aumentada, que es y permanece en lo religioso (también para Nietzsche) como endeudamiento, fue prejuzgado por Nietzsche. Y de manera similar en Marx: el capitalismo sin conversión deviene en socialismo por el interés y los intereses acumulados, que como tales son una función de la culpa (obsérvese la demoníaca ambigüedad de este concepto).

El capitalismo es una religión de mero culto, sin dogma.

El capitalismo –como se evidenciará no sólo en el Calvinismo, sino también en las restantes direcciones de la ortodoxia cristiana– se ha desarrollado en Occidente como parásito del Cristianismo, de tal forma, que al fin y al cabo su historia es en lo esencial la historia de su parásito, el capitalismo.

Comparación entre las imágenes de santos de las diversas religiones, por un lado, y los billetes de los diferentes Estados, por el otro. El espíritu que se expresa en la ornamentación de los billetes bancarios.

Capitalismo y derecho. Carácter pagano del derecho – Sorel: Réflexions sur la violence, p. 262. Superación del capitalismo a través del desplazamiento – Unger: Politik und Metaphysik S44 Fuchs: Struktur der kapitalistischen Gesellschaft, o. ä. Max Weber: Ges. Aufsätze zur Religionssoziologie, 2 vols. 1919/20 Ernst Troeltsch: Die Soziallehren der chr. Kirchen und Gruppen (Ges. W. I 1912) Landauer: Aufruf zum Sozialismus, p. 144

Las preocupaciones: una enfermedad del espíritu que pertenece a la época capitalista. Falta de salida espiritual (no material) en la pobreza, la vagancia, la mendicidad, el monacato. Un estado tan desprovisto de salidas resulta gravoso. Las «cuitas» son el índice de la conciencia de culpa de esta falta de recursos.

Las «preocupaciones» surgen del temor a la falta de recursos a nivel comunitario, ya no individual.

El Cristianismo del tiempo de la Reforma no pro- pició el ascenso del capitalismo, sino que se transformó en el capitalismo. En principio, habría que investigar, metódicamente, a qué conexiones con el mito ha accedido el dinero en el curso de la historia, hasta que pudo apropiarse de tantos elementos míticos del Cristianismo como para constituir el propio mito.

Wergeld / Thesaurus de las buenas obras / Salario que se le adeuda al sacerdote[.] Plutón como dios de la riqueza. Adam Müller: Reden über die Beredsamkeit 1816 p. 56 ss.

Conexión del dogma de la naturaleza disolvente y en esta propiedad al mismo tiempo redentora del saber con el capitalismo: el balance como el saber que redime y liquida.

Contribuye al conocimiento del capitalismo como una religión imaginarse que el paganismo originario –más próximo a la religión– comprendió, con seguridad, la religión no tanto como un «elevado interés moral», sino como el interés práctico más inmediato.

En otras palabras, tenía tan poca noción de su Naturaleza «ideal» o «trascendente» como el capitalismo actual. Y veía antes en el individuo de su comunidad irreligioso o de otro credo un miembro inconfundible de la misma del mismo modo que la burguesía de hoy lo ve en sus integrantes no productivos.

Fragmento teológico-político

Es el Mesías mismo quien sin duda completa todo acontecer histórico, y esto en el sentido de que es él quien redime, quien completa y crea la relación del acontecer histórico con lo mesiánico mismo. Por eso, nada histórico puede pretender relacionarse por sí mismo con lo mesiánico. Por eso, el Reino de Dios no es el télos de la dýnamis histórica, y no puede plantearse como meta. En efecto, desde el punto de vista histórico, el Reino de Dios no es meta, sino que es final. Por eso mismo, el orden de lo profano no puede levantarse sobre la idea del Reino de Dios, y por eso también, la teocracia no posee un sentido político, sino solamente religioso. Haber negado con toda intensidad el significado político de la teocracia es el mayor mérito del libro de Bloch titulado El espíritu de la utopía.

El orden de lo profano tiene que enderezarse por su parte hacia la idea de la felicidad, y la relación de este orden con lo mesiánico es uno de los elementos esenciales de la filosofía de la historia.

Con ello, da lugar a una concepción mística de la historia, cuyo problema es susceptible de exponer a través de una imagen. Si una flecha indica dónde está la meta en que actúa la dýnamis de lo profano, y otra nos indica la dirección de la intensidad mesiánica, la búsqueda de la felicidad de la humanidad en libertad se alejará de dicha dirección mesiánica; pero así como una fuerza que recorre su camino puede promover una fuerza de dirección contraria, también el orden profano de lo profano puede promover la llegada del mesiánico Reino.

Así pues, lo profano no es por cierto una categoría del Reino, sino una categoría (y de las más certeras) de su aproximación silenciosa. Pues en la felicidad todo lo terreno se dirige a su propio ocaso, que solo en la felicidad puede encontrar, mientras que, por supuesto, la intensidad mesiánica inmediata, la pertenencia al corazón, del ser humano individual interno, pasa por la desdicha, por el sufrimiento.

A la restitutio in integrum religiosa que conduce a la inmortalidad le corresponde una restitutio in integrum mundana que a su vez conduce a la eternidad de un ocaso; siendo por su parte la felicidad ritmo de eso mundano eternamente efímero, pero uno efímero en su totalidad, en su totalidad espacial y temporal, a saber, el ritmo de la naturaleza mesiánica. Pues la Naturaleza es sin duda mesiánica desde su condición efímera eterna y total.

Perseguir esta condición efímera, incluso para aquellos niveles del hombre que son ya, como tal, naturaleza, es tarea de esa política mundana cuyo método ha de recibir el nombre de «nihilismo».

El Capitalismo es un vulgar y sucio abrevadero

Es la esencia de ese movimiento religioso que es el capitalismo resistir hasta el final, hasta la culpabilización final de Dios, hasta la consecución de un estado mundial de desesperación que es, precisamente, el que se espera. En esto estriba lo históricamente inaudito del capitalismo, que la religión no es reforma del ser, sino su destrucción.


[1] «Sin tregua y sin piedad». En francés en el original. [N. del E.]

Izquierda que se duerme se la lleva la corriente. Manuel Cabieses. Enero 2021

La inexistencia de una Izquierda de horizonte socialista y anticapitalista, ha dejado un espacio que rellena sectores socialdemócratas. Pero sus vínculos con el neoliberalismo son tan evidentes que despiertan enorme rechazo y repugnancia ciudadana.

Los fundadores de la doctrina revolucionaria rayaron la cancha con las condiciones objetivas y subjetivas. La situación ideal para dar un paso al frente es la conjunción de ambas. Pero ningún revolucionario –desde Lenin a Fidel Castro- esperó ese equinoccio de condiciones para iniciar la lucha. Esas reglas, en cambio, se convirtieron en la biblia del reformismo socialdemócrata, sombra tutelar del capitalismo.

En Chile estamos en presencia de los escombros del Estado oligárquico. Nunca jamás fueron mejores las condiciones objetivas para la insurgencia de una Izquierda socialista. El clamor por una conducción que organice y oriente la lucha social y política, no ha encontrado eco en instancias que podrían tomar iniciativas. Partidos –grandes, medianos y pequeños- y organizaciones sociales -grandes, medianas y pequeñas-, hacen mutis por el foro, de espaldas a la realidad, embebidos en un electoralismo ramplón que promueve un carnaval de candidaturas que atosiga a los ciudadanos.

La situación del país tiene parangón con los años 30 del siglo pasado. La institucionalidad oligárquica estaba en crisis. Un comodoro de la Fuerza Aérea, Marmaduke Grove Vallejo, encabezó el golpe de estado que el 4 de junio de 1932 proclamó la República Socialista. Bastó un empujón para derrocar al presidente Juan Esteban Montero cuya función se limitaba a administrar la crisis. Un general de ejército, Arturo Puga Osorio, encabezó la junta revolucionaria de gobierno. Hasta El Mercurio se declaró socialista y la familia Edwards compartió la propiedad del diario con sus trabajadores. La primera República Socialista de América Latina duró apenas tres meses. Pero en ese breve periodo hizo realidad demandas importantes del pueblo que estaba endeudado hasta la tusa. Los dirigentes del movimiento fueron perseguidos pero de ese grupo audaz nacieron el Partido Socialista e iniciativas que en 1936 cuajaron en el Frente Popular. Dos años más tarde esa coalición ganó las elecciones presidenciales, derrotando al candidato de la derecha, Gustavo Ross, ex ministro de Hacienda. Pedro Aguirre Cerda, líder del ala derecha del Partido Radical, fue el triunfador apoyado por los partidos Comunista, Socialista, Democrático y Radical Socialista. Don Tinto, como lo llamaba el pueblo (Aguirre Cerda era dueño de la Viña Ochagavía), fue derrotado por la tuberculosis tres años más tarde. Sin embargo su gobierno cumplió la promesa de impulsar la industrialización del país. Creó la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo), matriz de numerosas industrias nacionales -privatizadas por la dictadura 35 años más tarde-. Asimismo, hizo realidad su consigna “gobernar es educar”, que rescató a millones de chilenos de las tinieblas del analfabetismo.

Por supuesto, por el río de la historia corren hoy otras aguas. No obstante, el recuento de nuestro agitado rosario de guerras civiles, golpes de estado, masacres, motines militares, asesinatos políticos, etc., debe servirnos para sacar lecciones. La crisis (ahora irremediable) de la institucionalidad oligárquica tiene símiles en el pasado. En los años 30 Chile afrontaba un periodo de inestabilidad político-social agudizada por la crisis capitalista mundial. Tal como hoy. El fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán amenazaban la democracia liberal europea y al socialismo soviético. En Chile surgió un partido nazi y las milicias pardas asaltaron locales sindicales y atacaron manifestaciones de socialistas y comunistas. Hoy resurgen amenazas de naturaleza fascista. En Estados Unidos casi 75 millones de votos respaldaron una opción violenta y racista. Brigadas armadas aterrorizan a inmigrantes y negros. En Chile renace una extrema derecha que aspira a convertirse en baluarte de una dictadura. El Partido Republicano de José Antonio Kast tiene raíces históricas en el Movimiento Nacional Socialista de Jorge González von Marées de los años 30; en el Partido Acción Nacional y la revista Estanquero de Jorge Prat en los 60; y del Frente Nacionalista Patria y Libertad de Pablo Rodríguez en los 70. Su objetivo es desplazar a la derecha liberal por caduca e incapaz de contener al socialismo. Busca apropiarse del poder –por la razón o la fuerza- y convertir el Estado en santuario de los valores de Patria, Familia y Propiedad, almácigo de delirios políticos regados por el odio.

La crisis política de hoy se acentúa por la dispersión de candidaturas para la Convención Constitucional que amenaza entregar en bandeja la futura Constitución a una minoría disciplinada y unida en defensa de sus intereses de clase. Casi 80 listas de candidatos demuestran la dramática ausencia del eje rector de una alternativa popular y democrática.

La inexistencia de una Izquierda de horizonte socialista y anticapitalista, ha dejado un espacio que rellena sectores socialdemócratas. Pero sus vínculos con el neoliberalismo son tan evidentes que despiertan enorme rechazo y repugnancia ciudadana.

Bajo la superficie existe, sin embargo, una Izquierda latente. Un vasto sector anhela una democracia participativa que respete la dignidad de las personas. Esa Izquierda en latencia requiere orientación de lucha y organización. Hay que retomar el espíritu combativo y amplio de octubre-noviembre del 2019. Eso permitiría ponerse de pie a la Izquierda socialista, latinoamericanista, feminista y ecologista de estos tiempos.

El complejo de Penélope de los que viven esperando “que se den todas las condiciones”, debe ser derrotado. Las condiciones han madurado y comenzarán a pudrirse si no actuamos ya.

El artículo fue publicado originalmente en www.puntofinalblog.cl

Los falsos marxismos.Frank García. Enero de 2021

En 1965, durante la fundación del nuevo Partido Comunista* nacido con la Revolución Cubana, Fidel Castro insistía en que no se podía concebir al marxismo como “una doctrina religiosa, con su Roma, su Papa y su Concilio Ecuménico”. 

Para entonces, Leonid Brezhnev gobernaba la Unión Soviética. Tras su llegada al poder en 1964 había paralizado las reformas de apertura dirigidas por quien le precediese y protegiera, Nikita  Jruschov. Brezhnev depuso a su antiguo mentor mediante de un golpe palaciego, instaurando una línea política que se ha dado en llamar neoestalinismo. Aunque sin llegar a los extremos de Josif Stalin, sí se restauró una fuerte censura, la intolerancia política y el culto a los dirigentes, los cuales, desde el poder, perdieron todo contacto con la juventud y los problemas de la sociedad en general.

Otra de las principales características de Brezhnev fue intentar controlar aún más los partidos comunistas del mundo, enfrentar a las disidencias del marxismo-leninismo (ya habían roto con la Unión Soviética, Yugoslavia en 1948, Albania en 1961 y China en 1962) y principalmente, establecer la llamada política de coexistencia pacífica con el imperialismo estadounidense. Por tanto, las guerrillas latinoamericanas no tenían cabida en el modelo brezhneviano, como tampoco el socialismo revolucionario que construía la Cuba guiada por Fidel Castro.

Uno de los momentos de mayor tensión entre Cuba y la Unión Soviética se vivió en 1967. Para las actividades por el 50 aniversario de la Revolución de Octubre, La Habana envió a Moscú una delegación encabezada solamente por el Ministro de Salud. El 7 de noviembre, día en que se conmemora el triunfo revolucionario ruso, en el periódico del Partido Comunista de Cuba, Granma, apareció un gran  titular el cual decía: “los bolcheviques de hoy son los guerrilleros venezolanos”.

Para expandir la hegemonía ideológica de Moscú -tratando de suprimir todo cuestionamiento revolucionario-, Brezhnev reforzó la idea ya establecida de que el marxismo-leninismo emanado de la Unión Soviética era el único y verdadero, descalificando así al resto de las tendencias comunistas. Al mismo tiempo, en contraste con el socialismo de la Europa oriental, el cual había llegado en los tanques del Ejército Rojo -que regresarían a Hungría en 1956 y a Checoslovaquia en 1968-, la clase trabajadora cubana sí construía su propia Revolución. Por tanto, era lógico que desarrollara sus propias interpretaciones del marxismo.

Los manuales de filosofía soviéticos eran, según el Che Guevara unos “ladrillos”. Estos devinieron en incuestionables evangelios donde Marx aparecía como un Dios del cual Lenin era su único profeta, Moscú hacía función de Vaticano y el Buró Político del Partido Comunista soviético jugaba un rol de Concilio Ecuménico, donde el secretario general de turno era el Sumo Pontífice. Durante la segunda mitad de los años sesenta, Fidel Castro recurría una y otra vez a esta metáfora, llegando a decir en el Congreso Cultural de La Habana (1968) que algunos marxismos se comportaban “como una iglesia seudorrevolucionaria”.

“Estas son las paradojas de la historia. ¿Cómo cuando vemos a sectores del clero devenir en fuerzas revolucionarias vamos a resignarnos a ver sectores del marxismo deviniendo en fuerzas eclesiásticas? Esperamos, desde luego, que por afirmar estas cosas no se nos aplique el procedimiento de la ‘Excomunión’  y, desde luego, tampoco el de la ‘Santa Inquisición”, anunciaba Fidel ante la incorporación de curas a las luchas de liberación latinoamericanas, en claro contraste contra el inmovilismo de los partidos comunistas prosoviéticos.

Cuba era entonces el centro de la Revolución mundial. Desde la isla, los movimientos de liberación nacional africanos, latinoamericanos, árabes y asiático recibían un apoyo real; ya fuera reconciliando facciones enfrentadas como sucedió con el caso salvadoreño, entrenando guerrillas para derrocar regímenes dictatoriales, o enviando tropas y asesoramiento militar a Angola, Etiopía, entre otros países

Sin embargo, los marxismos enfrentados al dogmatismo soviético –esquematismo que llegaba a todos los partidos comunistas alineados con Moscú- sobrepasaban los límites de La Habana. No solo habían nacido y consolidado diversas tendencias políticas como los trotskismos, maoísmos y guevarismos, o Estados socialistas de encontradas posiciones entre ellos. Después de la Segunda Guerra Mundial emergieron también importantes teóricos marxistas, críticos con la Unión Soviética, como fueron los casos de Ernest Mandel, Nikos Poulantzas, Gilles Deleuze, Felix Guattari, Cornelius Castoriadis, y posteriormente, Rossana Rosanda y Toni Negri.

Aunque como Mandel, muchos de estos intelectuales críticos con la Unión Soviética fueron bien cercanos a la Revolución cubana y otros procesos similares, algunos de ellos, tras la caída del Muro de Berlín terminarían torciendo hacia la socialdemocracia -y en ocasiones un poco más allá-. Sin embargo, negar hoy que en su momento realizaron importantes aportes al marxismo, es caer en un dogmatismo muy similar al profesado por Brezhnev y compañía.

América Latina, tras el triunfo de la Revolución cubana, crearía su propio cuerpo de teóricos marxistas, los cuales rompían todos los esquematismos europeos, destacando los sociólogos e historiadores Darcy Ribeiro, Florestan Fernandes, Rui Mauro Marini, Pablo González Casanova, Antonio García Noa, Tomás Amadeo Vasconi o Martha Harnecker. A su vez, en la misma Habana, se constituía el núcleo teórico del Departamento de Filosofía y su herética publicación Pensamiento Crítico (1966-1971), encabezada por el intelectual revolucionario, Fernando Martínez Heredia.

Mientras tanto, en el mundo anglosajón –el cual por diferentes motivos Estados Unidos nos lo ha limitado- aparecían Eric Hobsbawn, Edward. P. Thompson, el Grupo de Septiembre y su marxismo analítico, Allan Woods, Tariq Alí y Alex Callinicos.

Paradójicamente, tras la desaparición de la Unión Soviética -y durante su proceso de disolución el cual podemos distinguir con mayor claridad entre 1989 y 1991-, los marxismos crecieron aún más. Tenían ante sí lo que para muchos había sido impensable: el gran Estado socialista fundado en 1917, al cual muchos miraban como el Vaticano del marxismo-leninismo, había desaparecido. Pero no heroicamente producto de una guerra mundial con el imperialismo, sino disuelto por la deformada casta burocrática del Partido Comunista que lo dirigía.

El consiguiente retroceso de las fuerzas revolucionarias  durante la década de los años 90 del pasado siglo, hizo que los teóricos marxistas reconfiguraran sus análisis. De esta manera, en América Latina (re) nacían Rosa Luxemburgo, José Carlos Mariátegui, Antonio Gramsci y León Trotski, a la vez que se recuperaba el pensamiento de Che Guevara.

Las prácticas políticas también se transformaron radicalmente. Una organización civil como el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra lograba mucho más que todos los partidos comunistas brasileños (ya fuera el fundado por Prestes o Joao Amazonas), cuestionando con su praxis la efectividad de la vía armada. A su vez, en México, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional demostraba que las organizaciones revolucionarias clandestinas, más que ir del campo a la ciudad, debían ir de la montaña a la sociedad civil, construyendo el socialismo con todes y desde abajo y no por un método de ordeno-mando.

Con el empezar de las Revoluciones de la minorías, los partidos marxistas latinoamericanos -los cuales se constituían, reconstituían y para no perder la tradición, también se fragmentaban-, finalmente comprendieron que la clase trabajadora no era una masa homogénea y sí una clase social formada por múltiples sectores sociales. De este modo, las organizaciones anticapitalistas se percataron que, si no se asumían como parte de las luchas ecologistas, raciales,  y pro derechos LGTBIQ+ -en vez de entenderlas como una “sección del Partido”-, no se podía construir la tan preconizada emancipación total del ser humano. A su vez, los feminismos revolucionarios se expandieron en organización, cobrando una fuerza e independencia nunca antes visto. Pero, además, las lideresas trascendieron las reformas de la mujer y, lo una vez excepcional, se transformó en constante, el movimiento anticapitalista latinoamericano comenzó a ser dirigido también por mujeres. La comandanta Ramona, Gladys Marín, Bertha Cáceres, Milagros Salas, Camila Vallejo y Romina del Pla son solo parte de los ejemplos que hablan de una nueva época.

A su vez, la misma lucha de clases, así como el origen de las batallas por los derechos de la mujer trabajadora –nunca olvidar que la adopción de la fecha 8 de marzo se institucionalizó en la Primera Conferencia de Mujeres Comunistas celebrado en la Rusia bolchevique de 1921-, provoca la natural emergencia y hegemonía del feminismo marxista, superándose la limitada visión del liberalismo dentro de este movimiento. Como parte de ello en 2019 aparecería el Manifiesto de un feminismo para el 99 porciento, escrito por la filósofa italiana, Cinzia Arruzza, la historiadora india, Tithi Bhattacharya y la profesora estadounidense de ciencias sociales, Nancy Fraser. 

Ante tamañas transformaciones -no pocas veces inesperadas y trabajosas de asimilar para las organizaciones herederas del neostalinismo- las interpretaciones de los marxismos crecieron aún más: Naomi Klein desarrolló la Teoría del shock, Eric Toussaint relanzó la importancia de combatir contra la deuda externa, el sociólogo brasileño Michael Löwy (re) formuló el ecosocialismo y Slavoj Zizek cruzó a Marx con Lacan y Emir Kosturica.

Es lógico que el escenario continúe complejizándose. Nadie que tenga una clara interpretación de Marx puede esperar un futuro con procesos sociales simples. Esto es la lucha de clases y por tanto, desde los marxismos nacerán cada vez más nuevas interpretaciones de las realidades sociales.

Esta diversidad es algo lógico. Solamente en una mentalidad dogmática se puede concebir que exista un marxismo puro, el cual por su mera existencia excluya y califique de “revisionista” a toda variante crítica y cuestionadora de lo establecido. De hecho, quien pretenda construirse un pensamiento revolucionario solamente con El Manifiesto Comunista, corre el riesgo de degenerar en una mentalidad de consignas y sin capacidad de análisis.

Si hay un texto a partir del cual puede comprenderse la anatomía del capitalismo y por tanto, tener un sólido punto de partida, ese sería el volumen primero de El Capital. Sin embargo, Marx lo escribió en 1867. Para entonces, Cuba, el único país socialista de América Latina, ni siquiera había iniciado su primera guerra de independencia.

“El marxismo no es una propiedad privada que se inscribe en un registro”, decía Fidel Castro cuando fundaba el Partido Comunista de Cuba el 3 de octubre de 1965 y en 1968 recordaba que “no puede haber nada más antimarxista que el dogma, no puede haber nada más antimarxista que la petrificación de las ideas”.

La crisis del capitalismo, acelerada por la globalización de la pandemia que hoy vivimos, golpea con más fuerza en el llamado Tercer Mundo. América Latina, por su tradición de lucha, sus movimientos sociales organizados durante décadas y con importantes sectores de su clase trabajadora politizados, está llamada a jugar un papel fundamental en el triunfo de la Revolución socialista mundial.

Sin embargo, para lograr que la Revolución se concrete, al menos de manera regional, es necesario que nuestras herramientas de pensamiento se adecúen a las nuevas realidades de lucha. Una de las mejores maneras de hacerlo es ir en búsqueda de nuevos análisis. Los mejores de ellos, por lo general, están desde donde se lanzan las críticas más incómodas. A su vez, creer que en estos otros instrumentos teóricos se encontrará la respuesta a todo problema, es tan dogmático como rechazar incorporarlos. Incluso, en ciertas ocasiones, pensadores revolucionarios que ya han fallecido y sus ideas han sido relegadas, resultan tan novedosos y útiles como la más reciente de las teorías – y no son solamente Marx y Lenin-. No existen los falsos marxismos, pero sí es falso que existe un marxismo puro, único, incuestionable.

*El primer partido comunista cubano nació en 1925. Tras el triunfo de la Revolución en 1959,  el Movimiento 26 de Julio, junto al Directorio 13 de Marzo y el Partido Socialista Popular, los cuales conformaban el Gobierno, crearon las Organizaciones Revolucionarias Integradas (1961), la cual en 1962 pasó a ser el Partido Unido de la Revolución Socialista Cubana (Pursc), para  finalmente, constituirse el Partido Comunista de Cuba el 3 de octubre de 1965.

El capitalismo como religión. Franz Hinkelammert

La siguientes reflexiones parten de un texto de una conferencia de Sung,  Jung Mo: Capitalismo como religiao e o pluralismo religioso: uma aproximação a partir da Teologia da Libertação.[1]

Este texto lleva la problemática a dimensiones muy interesantes, a partir de las cuales nuevos problemas se hacen visibles.

Jung Mo Sung cita allí del primer documento de Santa Fe: “Desafortunadamente, las fuerzas marxistas-leninistas han utilizado a la iglesia como un arma política en contra de la propiedad privada y del capitalismo productivo, infiltrando la comunidad religiosa con ideas que son menos cristianas que comunistas.”[2]

Aparece: el capitalismo como religión define los límites de variabilidad de todas las religiones a partir de una afirmación no teológica (aparentemente), que es perfectamente secular. De la teología de liberación entonces dice, que va contra “la propiedad privada y del capitalismo productivo”, razón suficiente para condenarla y efectuar una persecución en contra de sus partidarios con miles de muertos tanto obispos, sacerdotes, monjas y laicos.

La pregunta es: ¿es esta afirmación aparentemente secular en su raíz una afirmación teológica? Tendría que serlo, porque pretende condenar legítimamente y en nombre de la ciencia una teología, que es de liberación. Es una ciencia empírica que efectúa la condena.

La argumentación detrás y que no se menciona aquí podemos derivar de otra condena de un tipo parecido.

Lo analicé hace años a partir de un análisis de un discurso de Camdessus como jefe del Fondo Monetario sobre la teología de liberación. Camdessus afirma uno de los núcleos de la teología de liberación con su opción por los pobres, pero añade: hay que ser realista. Haciendo esta opción realistamente, nos lleva a asumir los ajustes estructurales del Fundo Monetario, que son las únicas medidas realistas que sirven para tomar esta opción por los pobres.[3]

El argumento detrás es que – según Camdessus y su gente – cualquier otra política daña solamente más a los pobres aunque no quiera hacerlo. Cualquier política de intervención en los mercados daña a la economía de una manera tal que a los pobres le va peor que antes. Para Camdessus el mercado es el instrumento realista del amor al prójimo.

Para ejercer el amor al prójimo hay que introducirse sin reservas en el mercado y someter todo – el otro y el mundo externo – al cálculo de la utilidad propia. Este mercado dice a los pobres lo que según Dante está escrito sobre la entrada al infierno: los que entren aquí, que dejen toda esperanza.

Camdessus dice lo mismo y lo presenta a la vez como el único amor al prójimo eficaz. Camdessus con los neoliberales celebran hasta el infierno para los pobres como lugar del amor. Después de terminar su puesto en el FMI, la iglesia católica lo nombró miembro del Pontificio Consejo Justicia y Paz en el Vaticano en Roma. Tan eficaz ha sido su amor al prójimo.

Aquí una afirmación teológica es sometida a un criterio aparentemente secular y a partir de este argumento secular corregida.

Cuando en la gran persecución de cristianos en los años 70 y 80 del siglo pasado fueron asesinados tanto el arzobispo Romero como todo un grupo de Jesuitas de el Salvador, una parte significante de la iglesia apoyó a los asesinos. El mismo vaticano subrayó de que no se trataba de una persecución religiosa, sino de un conflicto político. Por tanto rechazó considerarlos mártires.

Claro, este argumento cae, si el capitalismo es una religión y hasta, como lo sostiene intuitivamente Walter Benjamin, la ortodoxia cristiana transformada. Entonces los argumentos que vimos en el documento de Santa Fe y en Camdessus pueden ser argumentos seculares y “religiosos” a la vez.

Los textos citados suponen que el mercado es un lugar sagrado. Este hecho se expresa en el pensamiento económico hoy dominante por la afirmación de que el mercado es una institución que se autorregula y que por tanto regula el significado de todas las otras instituciones. Esta autorregulación del mercado tiene un nombre bastante común: se trata de la mano invisible del mercado. Podríamos hacer de la cita del documento de Santa Fe un pequeño cambio para ver lo que hay detrás:

“Desafortunadamente, las fuerzas marxistas-leninistas han utilizado a la iglesia como un arma política ‘en contra de la mano invisible del mercado’, infiltrando la comunidad religiosa con ideas que son menos cristianas que comunistas.”

Este cambio de palabras no cambia el sentido de la frase. Igualmente lo es en la argumentación de Camdessus. Solamente se hace explícito el sentido religioso de lo dicho. ¿Por qué Camdessus sostiene que el realismo de la opción por los pobres está asegurado por los ajustes estructurales que impuso el Fondo Monetario en las décadas del 80 y 90 del siglo XX?

La respuesta es clara: por haber una mano invisible que guía el mercado por medio del automatismo del mercado hacia el interés general. Al sacralizar el mercado, por supuesto se sacraliza a la vez el dinero y el capital. Son diosificados.[4]

La autorregulación del mercado y su sacralización

La tesis de que el mercado conduce siguiendo una mano invisible al interés general de la sociedad, es una novedad que se impuso en el curso del desarrollo de la modernidad.

Adam Smith lo sostiene en el siglo XVIII la primera vez en estos términos directos, aunque ya en los siglos anteriores a partir del siglo XVI aparecen argumentaciones en esta dirección (por ejemplo con Mandeville). Pero a partir del siglo XVIII esta tesis se transforma en verdad absoluta, la única verdad absoluta que la sociedad capitalista moderna conoce.

La expresión de mano invisible viene de la filosofía estoica y es sostenida en relación al cielo en el cual se refiere a los movimientos de las estrellas en el cielo. Newton también asume esta expresión estoica en relación al movimiento de los planetas alrededor del sol. Adam Smith le sigue para el circuito económico. Polanyi pone estos análisis en el centro de sus teorías.[5]

El pensamiento económico burgués sostiene que el mercado es autoregulado realizando en cada momento el óptimo posible de todas las posibilidades dadas. Tiene una derivación que revela en seguida el carácter metafísico de la tesis. Eso empieza con el pensamiento neoclásico hacia fines del siglo XIX.

Esta metafísica implícita a las ciencias empíricas no es la misma como la de la tradición griega. Es una metafísica de conceptos trascendentales referidos a una realidad vista como un mecanismo de funcionamiento. Max Weber habla en relación a estos conceptos, aunque muchas veces sin precisar, de tipos ideales. Sin embargo, las palabras estas esconden el hecho de que efectivamente se trata de una metafísica que atraviesa toda la ciencia empírica.[6]

El correspondiente concepto del pensamiento económico es el tal llamado “modelo de competencia perfecta”, que formula el concepto trascendental clave para las teorías del mercado neoclásicas o neoliberales. Su carácter trascendental es obvio si se toma en cuenta los supuestos teóricos correspondientes. Se trata especialmente del supuesto de que todos los participantes en el mercado tienen conocimiento perfecto de todos los hechos. En este sentido se supone que son dioses metafísicos en sentido del Dios de la teología de la Edad Media.

Por medio de tales supuestos se construyen estas imágenes de perfección, que en economía aparecen también en las teorías de la planificación perfecta y desde los años 80 del siglo pasado de la empresa perfecta. Se trata de conceptos de realidades perfectamente imposibles e infinitamente lejos.

Por eso no son construcciones sin sentido, sino son construcciones que permiten diferencias entre acciones posibles y no posibles y que abren toda una gama de posibilidades (e imposibilidades). Sin embargo, suponer que su contenido sea posible, tiene consecuencias fatales. Son, si se quiere, utopías, que pueden iluminar pero no ser referencias para una realización empírica directa. Sin embarga, sobre todo el pensamiento neoliberal hoy dominante es un pensamiento de este tipo destructor.

Sin embargo, para desarrollar el carácter religioso del capitalismo, sirven mucho. Eso estos economistas logran por esconder la distancia infinita entre la realidad nuestra y su construcción en estos conceptos trascendentales y por eso metafísicos. Normalmente se hace eso por medio del uso del instrumento matemático de la aproximación asintótica.

Con esta muleta se consigue hacer ver tales construcciones como relativamente realizables en sentido de una aproximación lineal y cuantitativa. Es una aproximación de acercamiento al infinito por pasos finitos. Va en contra de toda lógica. Ya Hegel descubrió este problema y lo llamó la “mala infinitud”.

Esta construcción sirve muchísimo para fomentar el carácter religioso del capitalismo.

Hasta lo infinito está ahora a disposición de la sociedad que se quiere sacralizar y que de esta manera resulta sacralizada. Algo muy parecido lo hizo el socialismo soviético. Construyó un concepto de planificación perfecta el cual prometió una aproximación asintótica por medio de tasas de crecimiento económico. También resultó una sacralización parecida del plan a la luz del concepto de la planificación perfecta.

Se trató también de un concepto trascendental infinitamente lejos al cual se prometió la aproximación asintótica como un acercamiento “realista”. Hasta Zbigniew Brzezinski supone que hoy el sistema capitalista está amenazada por una crisis parecida como la que ocurrió en la Unión Soviética. Cuando la población descubre la vaciedad completa de este tipo de sacralizaciones, todo pierde sentido y cualquier cosa puede pasar.

Acabamos de ver que la ley de inercia no puede inferirse directamente de la experiencia, sino mediante una especulación del pensamiento, coherente con lo observado. El experimento ideal, no podrá jamás realizarse, a pesar de que nos conduce a un entendimiento profundo de las experiencias reales.”

Este experimento ideal es el núcleo de la metafísica y adquiere una importancia igual que en la física en la teoría económica. Pero las ciencias empíricas no tienen casi ninguna reflexión sobre esta producción de su metafísica.

Este mecanismo de funcionamiento como lo es el mercado, es ahora la instancia de la culpabilización de todos. El estrés es uno de los peores problemas de esta constante culpabilización. Hay que acumular, hay que apurarse, hay que ganar. Quien pierde tiene la culpa por haber perdido. Nadie se puede quejar. El mismo mecanismo ahora se transforma en una gran máquina de persecución de su propia gente. El mercado ahora condena a la muerte y ejecuta, y es una instancia sagrada que ejecuta.

Y cuanto más gente sacrifica, más se confirma su sacralidad. Aquí habría que integrar las teorías de René Girard. Esta sacralidad es religiosa, pero lo es de una forma completamente secular (o profana). Puede ser atea, puede igualmente hacerse presente en cualquier misticismo o en cualquiera de las religiones tradicionales. Pero se trata de toda una cultura (o, mejor dicho, anti-cultura).

La crítica

Frente a este gran fetiche de la sacralización del mercado aparece la crítica . El texto clásico es de Marx y viene de su artículo: La introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel:

“La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el ser humano es el ser supremo para el ser humano y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el ser humano sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable.” Ver Fromm, Erich: Marx y su concepto del hombre. (Karl Marx: Manuscritos económico-filosóficos). FCE. México, 1964. p.230

Ya antes había dicho que la filosofía hace “su propia sentencia en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra, que no reconocen la autoconciencia humana (el ser humano consciente de sí mismo) como la divinidad suprema”.[7] Aquí la “autoconciencia humana” es llamada la “divinidad suprema” en relación a los “dioses “del cielo y de la tierra”

En alemán, conciencia es “ser consciente”. Marx insiste en eso varias veces. Dice por ejemplo: “La conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente, y el ser de los ser humanos es su proceso de vida real.”[8]

Autoconciencia entonces hay que entenderla como la conciencia del ser humano de sí mismo a partir de su proceso de vida real. Eso adquiere ahora el significado de un criterio de discernimiento de los dioses: la sentencia en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra, que no reconocen que el ser humano es el ser supremo para el ser humano.

Ni el mercado, ni el capital, ni el Estado y ninguna otra institución o ley es el ser supremo para el ser humano. El ser humano mismo es este ser supremo. Ni Dios lo puede ser. Por tanto, todos los dioses que declaran el mercado o el capital o el Estado o cualquier institución o ley el ser supremo para el ser humano, son dioses falsos, ídolos, o fetiches. Un Dios que no sea un falso Dios necesariamente es un Dios para el cual el ser supremo para el ser humano es el ser humano mismo. El teólogo de liberación Juan Luis Segundo ha afirmado explícitamente eso.

En vez de la sacralización del mercado y por tanto de una institución y, por tanto, de una ley, aparece la sacralización del ser humano como el sujeto de toda ley e institución. La sacralización del ser humano resulta ser la declaración de su dignidad y hoy la hacen los indignados de todo el mundo. Tiene que desembocar en una intervención sistemática y duradera en el mercado, las instituciones y en el mundo de las leyes en pos de esta dignidad humana. La política por tanto tiene que ser una política de humanización, no de comercialización. Eso incluye la humanización de la naturaleza que presupone el reconocimiento de la naturaleza como sujeto. En el lenguaje andino se trata de la consideración de la naturaleza como “Pachamama”.

Eso es la declaración de la libertad humana: libertad, igualdad y fraternidad. La otra posición fetichista e idolátrica Marx la denuncia. Es: libertad, igualdad y Bentham. Así lo dice en El Capital. Bentham significa aquí la renuncia a toda fraternidad en nombre de la mano invisible declarada en contra de toda experiencia el realismo del amor al prójimo o de la fraternidad.

La cancillera alemana Merkel decía hacia algunos meses, que la democracia tiene que ser conforme al mercado. Por tanto, el ser supremo para el ser humano es el mercado. Eso se extiende fácilmente: no solamente al mercado, también al dinero y al capital, y como soporte de estos, al Estado. Una carta de lector hacia la pregunta: ¿y por qué no es al revés y el mercado tiene que ser conforme a la democracia? No había respuesta.

Efectivamente vivimos en un mundo que considera el mercado el ser supremo para el ser humano. Según los criterios anteriores, el mercado es el dios falso de nuestra sociedad.

Pero la opinión dominante sigue con el mercado como el ser supremo para el ser humano. El mercado como ser supremo del ser humano implica hoy siempre la transformación de toda la economía en una gran máquina de acumulación de capital vista en función de una maximización del crecimiento económico. El mercado como ser supremo y evaluación de toda la vida no solamente económica, sino también social y cultural igualmente como ser supremo para el ser humano juegan el mismo papel.

Este criterio de discernimiento de los dioses es el juicio sobre las religiones a partir del análisis de la realidad. Donde la declaración de Santa Fe exige que toda religión respete como su límite cualquier acción en “contra de la propiedad privada y del capitalismo productivo” y por tanto en contra de la vigencia de la mano invisible. Pero el criterio mencionado de discernimiento exige de las mismas religiones poner el ser humano como ser supremo por encima de esta “propiedad privada y (d)el capitalismo productivo” y encima de la mano invisible, que considera una idolatría. También la declaración de Santa Fe por supuesto declara el mercado el ser supremo para el ser humano.

El resultado es una realidad secular que desarrolla en su propio interior una religión y hasta una teología y metafísica, que no resultan de ninguna revelación de nadie y que son independiente de cualquier iglesia. Pero no solamente una religión y una teología. Resultan dos religiones contrarias y dos teologías contrarias. El propio análisis de la realidad los revela. En nombre del realismo exige a las religiones en sentido de las religiones tradicionales, asumir este análisis y sus resultados como guía de su propia teología.

Sin embargo, sigue vigente el conflicto entre las posiciones de la sacralización de instituciones y leyes y la sacralización del ser humano en sentido de asumir su dignidad como criterio suprema de la realidad y de todas las religiones.

Ha aparecido una teología secular y hasta profana, producto de la propia modernidad y que se vislumbraba ya en el siglo XVIII, cuando Rousseau empezó a hablar de la religión civil.

Tiene que ver con las teologías anteriores en sentido de una transformación de la ortodoxia cristiana en  teología de la sacralización del mercado.

Se trata de una religión que está en las calle, es la religión de la cual Marx decía “religión de la cotidianidad” (Alltagsreligion). Tiene dioses falsos, pero no tiene dioses trascendentes.

Podría construirlos como dioses, cuya voluntad es, que el ser humano sea el ser supremo para el ser humano. Pero en la lógica del argumento su construcción no es necesaria.

Hay una lucha de los dioses, y toda nuestra sociedad está de lado del dios mercado. Pero se trata de una lucha entre los dioses terrestres falsos y el ser humano que tiene como ser supremo al ser humano.

Max Weber en su tiempo también percibe estos dioses terrestres. Dice en su conferencia “La ciencia como vocación” del año 1918:

Los dioses de la Antigüedad se levantan de sus tumbas y, bajo la forma de poderes impersonales, aunque desencantados, se esfuerzan por ganar poder sobre nuestras vidas, reiniciando sus luchas eternas.

Weber percibe muy realistamente estos dioses terrestres parecido a Marx. Pero se rinde frente a ellos. Renuncia sin cuestionamientos a un discernimiento de los dioses y se escapa por su ya cocido fatalismo de más preguntas. Deja de lado el ser humano, cuyo ser supremo es el ser humano. Lo borra en nombre de una cientificidad falsa. Defiende una cientificidad incompatible con la dignidad humana.

Marx, en cambio, hace un discernimiento de los dioses a partir de su afirmación de que el ser humano es el ser supremo para el ser humano. Weber evita tomar una posición, pero la toma indirectamente en el sentido que la razón humana no puede discernir entre los dioses. Afirma así la sociedad capitalista existente al negar la posibilidad de la misma razón de postular algo distinto.

El pensador humano es Marx, no Max Weber.

Sin embargo, estos dioses Marx los considera como producto humano. Al crear el ser humano las relaciones mercantiles y el Estado crea a la vez la posibilidad de la vida de estos dioses. La vida que quitan a los seres humanos les sirve para vivir, vida propia no tienen. Pero son producto en un sentido determinado: el ser humano los produce “a sus espaldas”, es decir, los produce de manera no intencional.

Por tanto aquellas fuerzas que se veneran como dioses terrestres, los seres humanos los producen. Pero, en la situación que viven, no pueden no producirlos. Pueden hasta cierto grado liberarse frente a mercado y Estado, pero el intento de dejar de producirlos de parte de socialismo histórico en todos los casos ha fracasado. Entonces el producto no intencional de la acción humana se produce, pero no se puede dejar de producir.

En contra de lo que Marx esperaba, estos dioses terrestres falsos están en una lucha sin fin en contra del ser humano en cuanto tiene como ser supremo el ser humano. Luchan para someter al ser humano a las obras de sus propias manos sin que efectivamente el ser humano se puede liberar definitivamente. En cada momento puede liberarse, pero en cada momento también puede perder estas liberaciones. Eso tiene algo como diabólico sin tener en su fondo ninguna sustancia diabólica.

Sin embargo, ninguna sociedad puede organizarse sin determinar quién es el ser supremo.

Por tanto Max Weber al poner la sociedad capitalista como el non plus ultra de la historia humana, necesariamente tiene que poner el mercado como este ser supremo para el ser humano. Lo esconde detrás de su tesis de neutralidad de la ciencia, especialmente de las ciencias sociales y especialmente de la ciencia de la economía.

Hoy el neoliberalismo hace presente eso en la forma hasta ahora más extremista. Quiere tragarse todo lo que no sea mercado y ha reducido el ser humano al “capital humano”. Para lograr eso, transforma la concepción más que nunca en una concepción mágica de un mercado guiado por una mano invisible autoreguladora, que hace , lo es la dialéctica maldita del pensamiento burgués: El ser humano es el ser supremo para el ser humano, cuando el mercado toma el lugar de este ser supremo.

Día y noche nuestros medios de comunicación y la gran mayoría de nuestros economistas repiten sin cesar este sinsentido. Y expresan su desprecio para el ser humano por reducirlo a “capital humano”. No solamente lo hacen con todos los otros, lo hacen también consigo mismo. Aparece un universalismo misógino: desprecio a todos por igual, hombres y mujeres y blancos y negros, y al final, a mí mismo como a todos los otros. Lo que distingue es nada más que la suma de dinero de la cual dispone cada uno.

Marx y Kant

Marx deriva de su afirmación de que el ser humano es el ser supremo del ser humano una exigencia o un imperativo, que presenta como un imperativo categórico. Eso es evidentemente una alusión a Kant, que había empezado de hablar de un imperativo categórico. Pero el imperativo categórico de Marx no es el kantiano. Es más bien su contrario.

La forma más conocida del imperativo categórico de Kant es: «Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal».

Son las normas universales que de esta manera definen el núcleo de la ética kantiana. Por eso las llama imperativo categórico. Son normas, cuyo cumplimiento nunca debe faltar sin consideraciones de la situación en la cual se aplican.

Sin embargo, Marx descubre la injusticia der esta ley universal, en cuanto es tratada como ley de cumplimiento. Es una ley que rige en nuestros mercados y estos, en cumplimiento de la ley, condenan a muerte y ejecutan. Las leyes universales, que Kant puede derivar, casi todas son leyes que conforman lo que Max Weber llama la ética del mercado.

Son leyes en el marco de las cuales se lleva a cabo una lucha a muerte, en la cual los perdedores en gran parte mueren efectivamente. Algo así vivimos hoy con Grecia. Se cobra una deuda a precio de sangre humana. Esta política linda con el genocidio. Pero se trata de un genocidio, que no viola ninguna ley. Los tribunales y la policía colabora con el genocidio, y la opinión publicada lo aprueba o lo esconde.

Marx descubre eso en relación a casi todo lo él denuncia como explotación. Aunque se explote hasta la muerte, casi nunca la explotación del otro viola una ley. Los asesinos cumplen la ley, los asesinados al no pagar sus deudas la violan. Los asesinos, al cumplir la ley, tienen una conciencia completamente tranquila y defienden la ley.

Marx no enfrenta esta situación con lo que en el lenguaje de Nietzsche se llama “moralina”.

Pero contesta con un argumento, que también Nietzsche despreciaría. Declara, como vimos, aquí el ser humano es el ser supremo para el ser humano. Denuncia estos crímenes que se cometen en nombre de leyes abstractas e instituciones que se basan en estas leyes y deriva de la situación su respuesta. Es según Marx una respuesta a los falsos dioses, que exigen sacrificios de vidas humanas.

Según Marx estas instituciones y sobre todo la del mercado son levantadas como el ser supremo para el ser humano y en tal rol son dioses falsos. Ninguna institución es ser supremo para el ser humano. Posteriormente Marx llama estos dioses falsos fetiches y los analiza en sus varias teorías del fetichismo.

De esta afirmación del ser humano como ser supremo para el ser humano Marx deriva lo que él postula como su imperativo categórico enfrentando a la formulación kantiana. Marx dice después de haber declarado el ser humano el ser supremo para el ser humana, que eso desemboca, “por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el ser humano sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable.” Ver Fromm, Erich: Marx y su concepto del hombre. (Karl Marx: Manuscritos económicofilosóficos). FCE. México, 1964. p.230

La afirmación implica necesariamente este enfrentamiento con cualquiera explotación y desprecio hacia el ser humano. Hoy, evidentemente, incluiríamos aquí toda la naturaleza externa al ser humano también.

No hay duda, Marx supone que la ética kantiana es incompatible con la ética de humanización del ser humano, que necesariamente subyace a cualquier política de transformación. Por eso no se condena la ética de Kant, sino se la pone en un segundo lugar. Siempre que entra en conflicto con la humanización del ser humano, tiene que o suspendida o complementada por leyes del tipo de decretos, que limitan la validez universal de las normas derivadas por Kant.

Con eso Marx se inscribe en una tradición de crítica de la ley, que hasta cierto grado se ha desarrollado durante la Edad Media. Hay dos formulaciones que hacen ver eso: “Fiat iustitia, pereat mundus” y “Summa lex, maxima iniustitia”.

Se nota que ha habido cierta conciencia de esta problemática de la ley. Pero no se la ha elaborado. Más presente es esta crítica de la ley en los análisis de las relaciones de endeudamiento que efectúa Jesús según los relatos de los Evangelios y con mucha precisión la crítica de la ley que hace Pablo de Tarsus.

Pero es Marx quien da a esta crítica un significado de transformación de nuestra sociedad por la praxis humana. Posteriormente Marx deja de hablar del imperativo categórica y habla de la sociedad en la cual “el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos”. (Manifiesto Comunista)

Enfrenta entonces por un lado en vez de los dioses terrestres los fetiches que se enfrentan con la exigencia del libre desarrollo de cada uno como condición del libre desarrollo de todos, lo que sustituye la proclamación del nuevo imperativo categórico. Pero el contenido del enfrentamiento sigue siendo el mismo.

La transformación del cristianismo en capitalismo y modernidad en general

Walter Benjamin percibe este hecho de que el mismo capitalismo es una religión, aunque lo percibe como una intuición.

Escribe en su fragmento Capitalismo como Religión:

“El capitalismo se ha desarrollado en Occidente –como se puede demostrar no sólo en el calvinismo, sino también en el resto de orientaciones cristianas ortodoxas– parasitariamente respecto del cristianismo, de tal forma que, al final, su historia es en lo esencial la de su parásito, el capitalismo.” Y “El cristianismo no favoreció en tiempo de la Reforma el surgimiento del capitalismo, sino que se transformó en el capitalismo.”

Por un lado habla de la ortodoxia cristiana que se transformó en capitalismo, por el otro habla simplemente del cristianismo que se transformó en capitalismo. Su formulación revela algunas dudas que tiene.

El texto es de 1920. Sin embargo, en su texto sobre la filosofía de la historia del año 1940 ya no caben las dos formulaciones, sino solamente aquella que considera el capitalismo como transformación de la ortodoxia cristiana. Ya no es solamente el capitalismo un producto de la transformación del cristianismo (en forma de la ortodoxia cristiana) sino el mismo pensamiento crítico ahora también.

Benjamín percibe este pensamiento crítico ahora también como el resultado de una transformación del cristianismo (pero del cristianismo anterior de la formulación del cristianismo como ortodoxia, que podemos ubicar en los siglos III y IV; especialmente descubre una relación positiva entre Pablo de Tarso y el pensamiento crítico hoy.). Con eso toda la modernidad resulta ser una transformación del cristianismo. No se trata simplemente de una secularización. Es una recreación a partir de una mundo hecho secular.

Podemos preguntar ahora en qué análisis se puede basar esta percepción de Benjamin, que efectivamente tiene más bien el carácter de una intuición. Hay varios trabajos que enfocan este problema de la transformación del cristianismo.

El reino y la gloria.

Quiero empezar con un trabajo de Agamben, publicado en el año 2008. Se trata de un libro con el título: Regno e la Gloria. (El reino y la Gloria. Una genealogía teológica de la economía y del gobierno. Adriana Hidalgo editora. Buenos Aires 2008)

Agamben no trata directamente sobre el problema de la transformación del cristianismo (ortodoxo) en capitalismo, del cual habla Walter Benjamin. Sin embargo, el libro elabora algunos elementos claves para entender lo de que implica Walter Benjamin en su percepción de la transformación de la ortodoxia cristiana en capitalismo. Eso ya deja claro el comienzo del análisis de Agamben en un texto de Pablo de Tarso. De hecho se trata de un concepto que Pablo usa. Es su referencia a las administración de los misterios:

“Que todos nos consideren como servidores de Cristo y administradores (oikonómous) de los misterios de Dios 1 Cor 4,1

Esta referencia la repite después en la carta a los Ephesos:

…llevar a la luz cuál es la oikonomía del misterio, escondido por siglos en Dios… Eph 3,9

Los misterios de Dios tienen que ser administrados, es decir, tienen que ser hechos presentes por una actividad de los “administradores”.

Ahora Agamben descubre, que a partir de fines del siglo II se abandona esta referencia y se invierte el texto. A partir de Hipólito y Tertulian se pone en el lugar de la administración del misterio de Dios lo que ahora se llama el misterio de la administración. Ya no se trata de hacer presente activamente los misterios de Dios, en el mundo, sino de asumir el misterio de la administración del poder de Dios y, en consecuencia, del poder de los poderosos del mundo.

El reino es ahora el ejercicio del poder y la gloria es la gloria de aquellos que ejercen el poder. En Pablo había una economía del misterio de Dios, mientras ahora hay un misterio de la economía de Dios y en general de aquellos que ejercen el poder. Pablo desarrolló el concepto de un sujeto frente al poder, mientras ahora se piensa el ser humano como servidor del poder, que por su lado es poder de la gracia de Dios.

Vale la pena preguntar cuál es este misterio de Dios. Agamben no hace esta pregunta. Si se refiere a ello hacen afirmaciones completamente generales sobre el misterio de la redención en general.

Sin embargo la referencia a la administración de los misterios de Dios en la carta a los Corintios nos permite ver en términos bastante concretos este misterio. Se trata de lo que Pablo en los primeros capítulos ha dicho sobre la sabiduría de Dios de la cual entonces dice: “sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para nuestra gloria.” 1 Cor 2,7

Se nota que Pablo no se refiere ni a la gloria de Dios ni a la de los poderes. Se trata de “nuestra gloria”, es decir de la gloria de todos, por tanto de la dignidad humana.

En el capítulo anterior ha definido explícitamente esta sabiduría de Dios diciendo: “Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es” 1 Cor 1, 27/28 (este reducir a la nada tiene más bien el significado de hacer inoperante)

Esta es la sabiduría de Dios. Es de hecho un marco categorial para ver el mundo críticamente. Es el marco categorial del pensamiento crítico todavía hoy. La inversión que denuncia Agamben marginaliza esta sabiduría de Dios y la sustituye por el misterio de la ejecución del gobierno, desde el gobierno de Dios hasta el gobierno de las autoridades humanas. Se trata del termidor del cristianismo.[9]

Para poder cristianizar el imperio, tiene que imperializarse el cristianismo.

Agamben muestra magistralmente el desarrollo de este misterio de la administración y de la economía hasta el surgimiento definitivo del capitalismo en el siglo XVIII. Puede mostrar, que esta historia desemboca en la  concepción de la mano invisible del mercado y la imposición del mercado como un mercado autorregulado. La transformación del cristianismo en capitalismo pasa por el termidor del cristianismo y la consiguiente formación

de la ortodoxia cristiana. Es esta la que desemboca en el capitalismo que es una religión que ahora controla al propio cristianismo en cuanto iglesia tradicional.

¿Viene toda autoridad de Dios?

Desde muchos años me encuentro para una semana con un grupo de teólogos suizos para la discusión de temas que se encuentran en conexión con el desarrollo del pensamiento teológicos y de ciencias sociales de nuestro tiempo. Los últimos encuentros nos dedicamos a la lectura de las cartas de Pablo de Tarsus, en especial de la primer carta a los corintios y la carta a los romanos. Discutimos estos textos siempre en el contexto de la crítica de la ley que expresan.

En estos discusiones resultó cada vez de nuevo el hecho, de que una parte clave del texto de la carta a los romanos resulta un cuerpo extraño en el conjunto del argumento de Pablo. Se trata de Rom 13,1-7, donde Pablo según el texto sostiene que toda autoridad proviene de Dios y de quien se opone a la autoridad se rebela en contra del orden divino.

En general, todo el texto de la carta a los romanos es rebelión frente a la autoridad del emperador. Es difícil imaginarse que Pablo puede haber formulado una sumisión general a estas autoridades.

Por tanto, concluimos que hay que ver si esta parte del texto puede ser una inserción posterior o eventualmente resultado de una mala traducción. En el contexto de esta discusión uno de las participantes, Ivo Zurkinden, quien tiene un gran dominio del idioma griego, presentó un extenso análisis y una correspondiente crítica a la traducción. Presentó una proposición de una traducción diferente. Justifica su nueva traducción con las siguientes palabras:

“En los evangelios exousía se refiere siempre a un poder de Jesús, (es el poder de un apoderado por Dios) que este también lo puede transferir a sus seguidores: ‘Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene poder, y no como los escribas.’ (Marc 1,22) Los discípulos, por ejemplo, tienen el poder, de expulsar los espíritus malos (Mt 10,1 y otros) y más allá de los discípulos todos aquellos tienen poder ‘a todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre.’ (Juan 1,12) Marc 1,22 también deja claro: el poder, que Jesús hace presente, es completamente diferente que lo que los señores de este mundo reivindican, más todavía: Marcus les niega toda reivindicación de esta exousía: no como los escribas.

De eso mismo habla Pablo en Rom 13,1: la exousía no tiene nada que ver con lo que reivindican los señores de este mundo. Pablo da a aquellos a los cuales habla, en la carta a los Romanos igual como en otras partes el título de hijos e Hijas de Dios. Como este título hijo de Dios ha sido ya una provocación frente al emperador, así es ahora la asignación de exousía una provocación frente a cualquier señorío. Esta segunda provocación, sin embargo, es solamente consecuente, porque Pablo sigue fiel al Mesías (y a sí mismo), como podemos suponer.”[10]

Haciendo esta lectura, el mundo cambia. Los que provienen de Dios no son las autoridades (políticas y otras), sino los apoderados del mensaje del Mesías de redención y de liberación. Las autoridades precisamente son los rebelados contra el orden divino, cuya perspectiva es el reino de Dios en la tierra.

Los que provienen de Dios, son sus apoderados de Dios y del Mesías. Por supuesto, el mismo Pablo de Tarso es un apoderado como estos. Si pensamos en nuestra sociedad actual, lo son los Gandhi, los Martin Luther King, los Romero, las Rosa Luxemburg y las Rosa Parks. Pero a la vez muchos otros, aunque no los podemos nombrar porque muchas veces ni las conocemos.

Hay un cambio radical desde el tiempo de Pablo de Tarso hasta el cristianismo imperializado del siglo IV, representado mejor por Agustín. En los textos este cambio se hace visible en la traducción de los documentos cristianos del primer siglo escritos en griego al latín con la edición de la vulgata, la traducción de la Biblia al latín de fines del siglo IV.

De nuevo estamos en el termidor del cristianismo. Del apoderado del mensaje de liberación a la autoridad del poder político y posteriormente desde el renacimiento cada vez más del propietario privado como el poder a partir de la santa propiedad privada. El poder político cada vez más se transforma en representación del poder económico en nombre de la propiedad privada sacralizada y, por supuesto, del misterio de la administración, que es la mano invisible del mercado. Y el amor al prójimo es ahora el mismo mercado y tiene en el mercado su criterio de realismo.

El cristianismo se ha transformado en religión del sistema y es ahora religión del mercado.

Pero lo que se transformó es la ortodoxia cristiana, como se había formado en los siglos III y IV en el termidor del cristianismo. Su teología son las ciencias empíricas y en especial la ciencia de la economía – más teología en cuanto más es positivista. Su Dios es tan escondido que hasta es capaz de declararlo como muerto. Pero no está muerto, vive en los movimientos de la mano invisible de la autoregulación del mercado. Lo sustenta la metafísica de las ciencias modernas. Es hasta Dios de los ateos a condición que estos lo acepten de hecho.

El pensamiento crítico

Sin embargo, el cristianismo tiene una relación con la modernidad muy especial y en todas las formas que la modernidad desarrolla. De hecho, el cristianismo no se transformó solamente en el capitalismo como religión. Se transformó también en pensamiento crítico que pasa igualmente por toda la modernidad. La misma crítica al capitalismo y el intento de ir más allá de él tienen esta misma raíz. Por eso resulta muy importante el análisis del termidor del cristianismo.

Siempre ha habido un cristianismo que se enfrenta a la ortodoxia cristiana, aunque haya estado siempre bajo la sospecha de la herejía. En la lista de los sospechosos de herejía tiene el propio Pablo de Tarso un lugar de honor. Esta posición del pensamiento crítico se desarrolla también durante toda la historia del cristianismo, pero no vive algo igual al termidor del cristianismo ortodoxo.

Ya habíamos visto el núcleo del pensamiento crítico como aparece en Pablo de Tarso con la denominación sabiduría de Dios. Pablo define esta sabiduría, especialmente en tres puntos:

1. Primero: en la debilidad está la fuerza

2. Segundo: Los escogidos de Dios son los plebeyos y los despreciados

3. Tercero: Lo que no es, amenaza a lo que es, lo hace inoperante. Para Pablo lo que no es es el reino de Dios (en términos seculares es el: otro mundo es posible). Se trata, como ya vimos, de una visión del mundo bajo el punto de vista de los dominados y explotados. Esta visión del mundo no desaparece con la transformación de la ortodoxia cristiana en un capitalismo que es religión.

Se hace más fuerte, porque la sociedad que resulta, es el sistema económico y social más agresivo y más explotador que la historia humana conoce. Sin embargo, este núcleo del pensamiento crítico también se transforma, aunque en sentido diferente de lo que ocurre con la transformación de esta ortodoxia.

Si podemos hablar de una transformación, eso tiene otras razones. El concepto que Pablo tiene de esta visión del mundo y por tanto, lo que Pablo parece entender cuando habla de la administración de los misterios de Dios (o de el misterio de Dios), es el concepto de una espera activa a la segunda venida del Mesías, es decir, una segunda venida de Jesús para rehacer todas las cosas en el mundo y establecer el reino de Dios.

La espera es activa en el sentido en una preparación para una vida en la cual los pobres son el criterio sobre relaciones humanas que se vive. Pero es una preparación a través de la reformulación de las relaciones sociales en el contexto de las iglesias de cristianos y de las familias entre sí.

Hay una rebelión, pero no se la piensa en términos de una reformulación de toda la sociedad. Esta reformulación se espera, pero se la espera de la segunda venida del Mesías. Pablo espera una nueva tierra. Pero la espera por la vuelta del Mesías y los seres humanos la preparan por su manera de vivir lo que Pablo llama la administración de los misterios de Dios y por tanto la sabiduría de Dios.

La esperanza de Pablo es una gran transformación en una nueva tierra, a la cual espera como esta tierra sin la muerte. Como tal no la puede presentar como un programa de transformación del mundo por la acción humana. Por tanto, esta definitiva transformación deja en las manos del Mesías.

La transformación ocurre en el siglo XIX y especialmente por el pensamiento de Marx. Marx lo formula como pensamiento de la praxis. Praxis no es cualquier práctica. Es una manera de actuar, que es emancipadora frente a lo que ocurre en la sociedad capitalista y que actúa con la perspectiva de humanizar las relaciones humanas. Pero esta humanización es ahora praxis que se refiere al conjunto de esta sociedad tanto como a cualquiera de sus particularidades.

En este sentido, en Marx se transforma el núcleo del pensamiento crítico en visión de una praxis humana. Es praxis emancipadora, que Marx resume en lo que llama imperativo categórico: echar por tierra todas las relaciones en que el ser humano sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable. Pero no aparece en Marx por haberlo leído en Pablo, sino por mirar la realidad desde una perspectiva parecida a la perspectiva que Pablo llama la de la sabiduría de Dios.

Toda la izquierda se forma en esta perspectiva y Bertold Brecht es un poeta que la presenta en toda su obra.

Pero también este pensamiento tiene su historia y sus problemas. Surgió como una praxis de abolición del capitalismo en todas sus dimensiones para construir un mundo diferente a todos los mundos anteriores. Como tal desembocó en la aspiración de un mundo completamente y definitivamente liberado. Precisamente eso llevó a tantos fracasos del socialismo resultante. Se produjeron muchas deshumanizaciones que antes se habían criticado en los otros. En cuanto sufrieron este fracaso, volvieron al capitalismo.

Habían caído en los horrores criticadas en relación al capitalismo y por tanto no veían razones para mantener las nuevas sociedades que habían intentado a construir.

De eso siguió una concepción muy diferente de una sociedad alternativa. Ya no es concebida como una sociedad sin mercado o sin Estado, sino ahora como una sociedad capaz de canalizar el mercado en un grado tal, que deja de ser un ámbito de destrucción humana. Lo alternativo está ahora en la capacidad de realizar intervenciones sistemáticas y continuas en el mercado, realizadas por una democracia que permite efectivamente un voto libre. Las imágenes de un mundo totalmente otro por eso no pierden su importancia.

Pero ahora son imágenes más bien trascendentales, que iluminan caminos y permiten juzgar racionalmente sobre los marcos de las posibilidades. Por tanto, ahora se puede hacer camino al andar.

Con este concepto de praxis emancipadora frente a la sociedad en conjunto podía aparecer después de la II Guerra Mundial la teología de liberación y primero en América Latina.

Conclusión

El resultado es, que el propio pensamiento de un mundo secular necesariamente produce una teología, aunque no tenga ni conciencia ni intención al respecto. Se trata de una teología profana y conflictiva. El sistema desarrolla una teología perfectamente idolátrica con su centro en la sacralización del mercado y en consecuencia, el dinero y el capital.

Frente a eso aparece la crítica de esta idolatría que parte igualmente del mundo secular. Este hecho del mundo secular es uno de los grandes descubrimientos desde los comienzos de la modernidad.

Desde esta teología las teologías de las religiones tradicionales están constantemente provocadas. Empezamos este texto con una cita del primer documento de Santa Fe que establece a partir de esta teología secular lo que la teología cristiana tiene que decir para que su ortodoxia no fuera puesta en duda por el sistema y sus representantes en este mundo.

Sin embargo, si la teología cristiana acepta este criterio inquisitorial de parte del sistema, viene la crítica de la idolatría y, por tanto, del fetichismo, que juzga igualmente a partir del mundo secular, que declara toda esta fe, sea del sistema o de la teología cristiana en cuanto se somete al juicio de este sistema, como una gran idolatría.

Su tesis básica será siempre: el ser supremo para el ser humano es el ser humano. Para esta visión de lo humano desde el mundo secular vale siempre: Dios se ha hecho humano. Otro humanismo no hay. Se nota entonces, que esta teología del mundo secular no tiene nada que ver con la pregunta si Dios existe o no. Esta teología sigue válida independiente de la respuesta que damos a esta pregunta. Eso implica: independientemente de esta respuesta, la vida tiene sentido. El sentido de la vida es, vivirla entre todos los seres humanos y otros seres vivos.

No se puede evitar esta discusión teológica en el interior del mundo secular. Al tratar de no hacerla, se la hace a pesar de todo, pero de una forma mediocre.

Lo dicho hasta ahora nos lleva al análisis de una ética de la convivencialidad. Encontré en el “Tao Te King” de Lao tse la siguiente constatación:

”Una puerta bien cerrada no es la que tiene muchos cerrojos, sino la que no puede ser abierta” (Ed. Diana, México 1972; pág.116)

Se trata de una paradoja. Una puerta que no se puede abrir, deja de ser una puerta. Esta constatación se puede ampliar: Para tener una casa segura, no es suficiente, tener muchos cerrojos. Todo el tiempo se inventan nuevos cerrojos, pero aquellos, que los inventan fácilmente en ladrones, que saben, como abrir los cerrojos más refinados. Por eso vale`:

Una casa segura es una casa, que no tiene ni puertas ni ventanas. Sin embargo, si las casa no tiene ni puertas ni ventanas, la casa sin duda es segura, pero deja de ser una casa.

Podemos entonces hacerle a Lao Tse la siguiente pregunta: ¿No hay ninguna casa segura?

De las otras sabidurías de lao Tse y de Tsuang Tsu, el gran filósofo taoista que ha vivido probablemente unos 200 años antes de nuestro tiempo, podemos derivar su posible respuesta: Si, hay una casa segura. La casa segura tiene ventanas y puertas, pero ni siquiera necesita cerrojos. Es segura, porque su habitantes conviven ˙armónicamente con todos sus vecinos. Se trata entonces de esta ética de la convivencialidad.

Sin esta ética de la convicencialidad no hay nada seguro. Ni las torres de Nueva York han sido seguras. Pero la racionalidad de nuestra sociedad no puede reaccionar sino por el constante desarrollo de cerrojos todavía más seguros, por guerras antiterroristas y de conquista. Quieren aniquilar a aquellos, que hacen que nuestro mundo sea inseguro, sin darse cuenta, que son precisamente ellos que lo hacen especialmente inseguro. A aquellos, que efectúan las decisiones, ni se les ocurre pensar en una ética de convivencia.

Ni ven el problema. Eso ocurre por el hecho, que lo indispensable es inútil en términos de un cálculo de utilidad y ellos no pueden ver sino lo útil en términos este cálculo.

Sin embargo, esta imaginación de una convivencialidad perfecta es una idea trascendental y por tanto algo, que tampoco se puede realizar por una aproximación linear del tipo de una aproximación asintótica. Pero no se trata de una imaginación de perfección instrumental como lo son las construcciones metafísicas de los mecanismos de funcionamiento ideal. La idea trascendental de la convivencia perfecta es una imaginación necesaria para enfrentar estas construcciones metafísicas y para darles un significado secundario.

Deben orientar, pero no determinar. Las construcciones metafísicas en cambio tienen que ser reducidas a simples ciencias auxiliares porque no conocen sino una empiría construida abstractamente. Para conocer la realidad, hay que verla desde las ideas trascendentales como ideas reguladoras. Pero estas ideas tampoco se realizan, sino tienen que tener un carácter regulativo. Parece que ideas trascendentales de este tipo existen en todos las culturas humanas. En nuestra cultura occidental se trata sobre todo de imaginaciones como el reino mesiánico, el reino de Dios, la anarquía o el comunismo.

Sin embargo, ninguna ética es completa sin que se enraizara en tales ideas trascendentales regulativas. Son parte de la ética como también los conceptos metafísicas de las ciencias empíricas son parte del conocimiento de la empiría. Sin estas referencias a mundos imposibles ningún conocimiento de la realidad es posible.


[1] Jung Mo Sung: Capitalismo como religiao e o pluralismo religioso: uma aproximação a partir da Teologia da Libertação. Ver: www.pensamientocritico.info(Capitalism as religion and religious pluralism: an approach from Liberation Theology)

[2] “Unfortunately, the Marxist-Leninist forces used the church as a political weapon against private property and the capitalist system of production, infiltrating the religious community with ideas that are less Christian than Communist.”

[3] Franz J. Hinkelammert: La teología de la liberación en el contexto económico-social de América Latina: economía y teología o la irracionalidad de lo racionalizado. Publicado en la Revista Pasos Nro.: 57-Segunda Época 1995: Enero – Febrero

[4] Dice Benjamín en su fragmente: El capitalismo como religión: “La trascendencia de Dios se ha derrumbado. Pero Dios no está muerto, está comprendido en el destino humano. Este tránsito del planeta hombre por la casa de la desesperación en la soledad absoluta de su trayecto es el ethos que Nietzsche determina. Este hombre es el superhombre, el primero que comienza a cumplir, reconociéndola, la religión capitalista. Su cuarto rasgo es que su dios tiene que ser ocultado, sólo en el cenit de su culpabilización debe ser mencionado. El culto se celebra ante una divinidad inmadura, toda imaginación, todo pensamiento en esa divinidad lesiona el secreto de su madurez.” Eso se refiere a la sacralización del mercado, del dinero y del capital.

[5] Polanyi, Karl: La gran transformación. Crítica del liberalismo económico. Endymion. La piqueta. Madrid, 1984

[6] Einstein e Infeld lo sintetizan con el ejemplo de la física clásica: A sus conclusiones llega la física de Galilei “imaginando un experimento ideal que jamás podrá verificarse, ya que es imposible eliminar toda influencia externa. La experiencia idealizada dio la clave que constituyó la verdadera fundamentación de la mecánica del movimiento…. La conclusión de Galileo, que es la correcta, la formuló, una generación después Newton, con el nombre de principio de inercia… Einstein, Albert/Infeld, Leopold: La Física. Aventura del Pensamiento. Editoria Losada, S.A. Buenos Aires, 1939 P.14/15. Ver también Hinkelammert, Franz: Crítica a la razón utópica. Editorial DEI, San José, 1984

[7] Karl Marx, “Prólogo” de su tesis doctoral. En: Marx Engels Werke. Ergänzungsband. Erster Teil, marzo de 1841, p. 262.

[8] En Marx, Karl y Engels, Friedrich; La ideología alemana, Montevideo, Pueblos Unidos, 1958, p. 25, citada por Fromm, Erich; Marx y su concepto del hombre, p. 31-32

[9] Esta referencia al termidor viene de la revolución francesa. Marx hablaba del termidor en relación a la toma del poder primero del directorio y después de Napoleón como imperador. En Marx esta expresión adquirió el significado de un cambio de la revolución francesa en su contrario, es decir, de una revolución popular hacia una revolución nítidaamente burguesa. Trotzki empezó en los año 30 hablar de Stalin como el termidor de la revolución rusa, otra vez de una revolución popular hacia una revolución de la burocracia. En este mismo tiempo, Crane Brinton escribe un libro en el cual generaliza esta expresión a las varias revoluciones del occidente desde la inglesa, la francesa hasta la revolución rusa. (Brinton, Crane: The anatomy of revolution. Vintage Books, New York 1965 última edición)Yo uso este concepto en forma más amplia todavía para hablar del termidor del cristianismo entre el cristianismo del comienzo y por tanto del siglo I y su transformación en el cristianismo imperializado del III y IV siglo. El primero es un cristianismo popular y rebelde y el otro un cristianismo cada vez más sometido a la lógica del imperio, primero romana, después del impero de la Edad Media manteniendo mucho de estos rasgos igualmente durante la modernidad. Hay muchos parecidos entre los termidores de la modernidad y el termidor del cristianismo. Pero hay también hasta relaciones de parentesco.

[10] El texto completo de Ivo Zurkinden está disponible en alemán en la página web www.pensamientocritico.info. También en Hinkelammert, Franz J.: Der Fluch, der auf dem Gesetz lastet. Paulus von Tarsus und das kritische Denken, Exodus. Luzern, 2011. P. 141-152

La recuperación imperial fallida de EE UU I. Claudio Katz. Enero 2021

El intento estadounidense de recuperar dominio mundial es la principal característica del imperialismo del siglo XXI. Washington pretende retomar esa primacía frente a las adversidades generadas por la globalización y la multipolaridad. Confronta con el surgimiento de un gran rival y con la insubordinación de sus viejos aliados.

La primera potencia ha perdido autoridad y capacidad de intervención. Busca contrarrestar la diseminación del poder mundial y la sistemática erosión de su liderazgo. En las últimas décadas ensayó varios cursos infructuosos para revertir su declive y continúa tanteando esa resurrección.

Todas sus acciones se cimientan en el uso de la fuerza. Estados Unidos perdió el control de la política internacional que exhibía en el pasado, pero mantiene un gran poder de fuego. Expande un destructivo arsenal para forzar su propia recomposición. Esa conducta confirma la aterradora dinámica del imperialismo como mecanismo de dominación.

En la primera mitad del siglo XX las grandes potencias disputaban el liderazgo mundial por medio de la guerra. En el período subsiguiente, Estados Unidos ejerció esa conducción con intervenciones armadas en la periferia para confrontar con la amenaza socialista. En la actualidad el capitalismo occidental afronta una crisis muy severa con su timonel averiado.

Washington pretende reconquistar supremacía en tres áreas que definen el dominio imperial: el manejo de los recursos naturales, el sometimiento de los pueblos y la neutralización de los rivales. Todos sus operativos apuntan a capturar riquezas, sofocar rebeliones y disuadir competidores.

El control de las materias primas es indispensable para sostener la primacía militar y garantizar los abastecimientos que impactan sobre el curso de la economía. La contención de las sublevaciones populares es esencial para estabilizar el orden capitalista que el Pentágono aseguró durante décadas. Estados Unidos intenta mantener la fuerza que tradicionalmente utilizó para intervenir en América Latina, África, Medio Oriente y el Sur de Asia. Necesita también lidiar con el desafiante chino para doblegar a otros rivales. En esas batallas se dirime el éxito o naufragio de la resurrección imperial estadounidense.

La centralidad bélica

El imperialismo es sinónimo de poder militar. Todas las potencias han dominado mediante esa carta sabiendo que el capitalismo no podría subsistir sin ejércitos. Es cierto que el sistema recurre también a la manipulación, el engaño y la desinformación, pero no sustituye la amenaza coercitiva por la simple preeminencia ideológica. Combina la violencia con el consentimiento y hace valer un poder implícito (soft power) que se asienta en el poder explícito (hard power).

Conviene recordar estos fundamentos, frente a las teorías que reemplazan el imperialismo por la hegemonía como concepto ordenador de la geopolítica contemporánea. Ciertamente los poderosos han reforzado su prédica a través de los medios de comunicación. Desenvuelven un sistemático trabajo de desinformación y ocultamiento de la realidad. También perfeccionaron el uso de las instituciones políticas y judiciales del estado para asegurar sus privilegios. Pero en el orden internacional la supremacía de las grandes potencias se dirime por medio de amenazas militares.

El sistema global opera con un resguardo bélico comandado por Estados Unidos. Desde 1945 la primera potencia emprendió 211 intervenciones en 67 países. Mantiene actualmente 250.000 soldados estacionados en 700 bases distribuidas en 150 naciones (Chacón, 2019). Esa mega-estructura ha guiado la política norteamericana desde el lanzamiento de las bombas atómicas en Nagasaki e Hiroshima y la conformación de la OTAN como brazo auxiliar del Pentágono.

Las tres principales incursiones de la guerra fría (Corea en 1950-1953, Vietnam en 1955-1975 y Afganistán en 1978-1989) demostraron el mortífero alcance de ese poder. Washington ha edificado un tejido internacional de instalaciones militares sin precedentes en la historia (Mancillas, 2018).

El control de las materias primas ha sido determinante de muchas operaciones bélicas. Las masacres que padece Medio Oriente para dirimir quién maneja el petróleo ilustran esa centralidad. Esa disputa detonó la sangría de Irak y Libia e influyó en las incursiones de Afganistán y Siria. Las reservas es crudo son también el botín ambicionado por los generales que organizan el acoso de Irán y el cerco de Venezuela.

Economía armamentista

La política exterior estadounidense está condicionada por la red de contratistas que se enriquecen con la guerra. Lucran con la fabricación de explosivos que deben probarse en algún rincón del planeta. El aparato industrial-militar necesita esas confrontaciones. Se nutre de un gasto que no aumenta sólo en períodos de intenso belicismo, sino también en las fases de distensión.

Gran parte del cambio tecnológico se procesa en la órbita militar. La informática, la aeronáutica y la actividad espacial son los epicentros de esa experimentación. Los grandes proveedores del Pentágono aprovechan el resguardo del presupuesto estatal, para fabricar artefactos veinte veces más costosos que sus equivalentes civiles. Operan con cuantiosas sumas, en un sector autonomizado de las restricciones competitivas del mercado (Katz, 2003).

Ese modelo armamentista se desenvuelve al compás de las exportaciones. Las 48 grandes firmas del complejo industrial-militar manejan el 64% de la fabricación bélica mundial. Entre el 2015 y el 2019 el volumen de sus ventas ascendió un 5,5% en comparación al quinquenio anterior y un 20% en relación al período 2005-2009.

El gasto militar global alcanzó en 2017 su mayor nivel desde el final de la guerra fría (1,74 billones de dólares), con Estados Unidos a la cabeza de todas las transacciones (Ferrari, 2020). La primera potencia concentra la mitad de los desembolsos y patrocina a las cinco primeras empresas de esa actividad.

El protagonismo tecnológico norteamericano depende de esa primacía internacional en el sector bélico. El desarrollo del capitalismo digital de la última década ha transitado por fabricaciones militares previas y es congruente con el uso de armas dentro del país. Estados Unidos es el principal mercado de las 12.000 millones de balas que se fabrican anualmente. La Asociación Nacional del Rifle brinda sostén material y cultural a la continuada centralidad del Pentágono.

Pero esa gravitación de la economía armamentista también genera muchas adversidades al sistema productivo. Exige un volumen de financiamiento que el país no puede proveer con recursos propios. El bache es cubierto con un déficit fiscal y un endeudamiento externo que amenazan el señoreaje del dólar.

Estados Unidos sostuvo su andamiaje militar desde la posguerra con el gran tributo que impuso a sus socios. Esa carga es actualmente resistida por los aliados europeos y ha desencadenado una crisis de financiamiento de la OTAN. Desaparecida la Unión Soviética, el Viejo Continente objeta la utilidad de un dispositivo que Washington utiliza para sus propios intereses.

La economía militar estadounidense se asienta en un modelo de altos costos y baja competitividad. El gendarme del capitalismo pudo forzar durante mucho tiempo la subordinación de sus desarmados rivales. Pero ya no cuenta con el mismo margen para administrar sus gravosas innovaciones en el área militar. Otros países desenvuelven los mismos cambios tecnológicos con operaciones más baratas y eficientes en la esfera civil.

El gasto bélico influye en forma muy contradictoria sobre el ciclo de la economía norteamericana. Apuntala el nivel de actividad cuando el estado canaliza impuestos hacia una demanda cautiva. También absorbe capitales excedentes que no encuentran inversiones rentables en otras ramas. Pero en las coyunturas adversas, incrementa el déficit fiscal y captura porciones del gasto púbico que podrían destinarse a numerosas asignaciones productivas. En esos momentos los réditos que generan las erogaciones militares para la tecnología y las exportaciones, no compensan el deterioro (y nefasto direccionamiento) de los recursos públicos.

Las guerras de nuevo tipo

La actual intervención exterior de Estados Unidos recrea los viejos patrones de la acción imperial. La conspiración persiste como el componente central de esas modalidades. La vieja tradición de la CIA en golpes de estado contra los gobiernos progresistas ha reaparecido en numerosos países.

Washington retoma también las “guerras de aproximación” (proxy war), en las áreas priorizadas para hostilizar a las naciones crucificadas por el Departamento de Estado (China, Rusia, Irán, Corea del Norte, Venezuela) (Petras, 2018).

Pero el fracaso de Irak marcó un giro en las modalidades de intervención. Esa ocupación desembocó en un gran fracaso por la resistencia afrontada en el país y por la propia inconsistencia del operativo. Ese fiasco indujo la sustitución de las invasiones tradicionales por una nueva variedad de guerras híbridas (VVAA, 2019).

En esas incursiones las acciones bélicas corrientes son reemplazadas por una amalgama de acciones no convencionales, con mayor peso de fuerzas para-estatales y uso creciente del terror. Este tipo de operaciones ha predominado en los Balcanes, Siria, Yemen y Libia (Korybko, 2020).

En esos casos la acción imperial asume una connotación policial de hostigamiento, que privilegia el sometimiento a la victoria explícita sobre los adversarios. Esas intervenciones amplían los operativos que la DEA perfeccionó en su pulseada con el narcotráfico. El control del país acosado se torna más relevante (o factible) que su derrota y la agresión con alta tecnología ocupa un lugar preeminente (“guerras de quinta generación”).

En incontables casos el componente terrorista de esas acciones ha desbordado el curso diseñado por la Casa Blanca, generando una secuencia autónoma de acciones destructivas. Ese descontrol se verificó con los talibanes, inicialmente adiestrados en Afganistán para acosar a un gobierno pro-soviético. Lo mismo ocurrió con los yihadistas, entrenados en Arabia Saudita para erosionar a los gobiernos laicos del mundo árabe.

A través de guerras hibridas Estados Unidos intenta controlar a sus rivales, sin consumar intervenciones bélicas en regla. Combina el cerco económico y la provocación terrorista, con la promoción de conflictos étnicos, religiosos o nacionales en los países diabolizados. También propicia la canalización derechista del descontento a través de los líderes autoritarios que han usufructuado de las “revoluciones de colores”. Esos operativos han permitido incorporar a varios países del Este Europeo al cerco de la OTAN contra Rusia.

Las guerras híbridas incluyen campañas mediáticas más penetrantes que la vieja batería de posguerra contra el comunismo. Con nuevos enemigos (terrorismo, islamistas, narcotráfico), amenazas (estados fallidos) y peligros (expansionismo chino), Washington despliega sus campañas, mediante una extendida red de fundaciones y ONGs. También utiliza la guerra de la información en las redes sociales.

Las agresiones imperiales incluyen una novedosa variedad de recursos. Basta observar lo sucedido en Sudamérica con la operación implementada por varios jueces y medios de comunicaciones contra los líderes progresistas (lawfare), para mensurar el alcance de esas conspiraciones. Pero esos atropellos suscitan inéditas conmociones en incontables planos.

Escenarios caóticos

Durante la primera mitad del siglo XX imperaron las conflagraciones a escala industrial, con masas de uniformados exterminados por la maquinaria bélica. En esas guerras totales con muertes anónimas se impuso el indiscriminado entierro de los “soldados desconocidos” (Traverso, 2019).

En las últimas décadas ha prevalecido otra modalidad de acciones con decreciente compromiso de tropas en los campos de batalla. Estados Unidos perfeccionó ese curso, mediante los bombardeos aéreos que destruyen aldeas sin la presencia directa de los marines. Ese tipo de intervención se afianzó con la generalización de drones y satélites.

Con esas modalidades el imperialismo del siglo XXI destruye o balcaniza a los países que obstaculizan el resurgimiento de la dominación norteamericana. El aumento del número de miembros en las Naciones Unidas es un indicador de esa remodelación.

La población desarmada ha sido la principal afectada por incursiones que disolvieron la vieja distinción entre combatientes y civiles. Solamente el 5% de las víctimas de la Primera Guerra Mundial eran ciudadanos no alistados. Esta cifra se elevó al 66% en la Segunda Guerra y promedia el 80-90% en los conflictos actuales (Hobsbawm, 2007: cap 1).

Las operaciones que sostiene el Pentágono han barrido definitivamente con todas las normas de las Convenciones de La Haya (1899 y 1907), que distinguían a los uniformados de los civiles. La misma disolución se verifica en los conflictos externos e internos de numerosos estados. La frontera entre la paz y la guerra se ha diluido, potenciando el indescriptible sufrimiento de los refugiados. El organismo que computa el número de esos desamparados registró en 2019 un total de 79,5 millones de personas desplazadas de sus hogares (Unhcr-Acnur, 2020).

Esa monumental cifra de traslados forzosos ilustra el grado de violencia imperante. Aunque los conflictos no alcancen la generalizada escala del pasado, sus consecuencias sobre los civiles son proporcionalmente mayores.

La agresión imperial quebranta en forma sistemática las fronteras entre los países. Impone una remodelación geográfica que contrasta con las rígidas barreras limítrofes de la guerra fría. Esas líneas definan estrictos campos de confrontación y contenían a las poblaciones en sus localidades de origen.

Los estallidos bélicos actuales potencian los efectos de la creciente presión emigratoria hacia los centros del hemisferio norte. La huida de la guerra confluye con la masiva escapatoria de la devastación económica que padecen varios países de la periferia.

El imperialismo estadounidense es el principal causante de las tragedias bélicas contemporáneas. Provee armas, auspicia tensiones raciales, religiosas o étnicas y promueve prácticas terroristas que destruyen a los países afectados (Armanian, 2017).

Lo ocurrido el mundo árabe ilustra esa secuencia. Bajo las órdenes de sucesivos presidentes, Estados Unidos implementó la demolición de Afganistán (Reagan-Carter), Irak (Bush) y Siria (Obama). Esas masacres implicaron 220.000 muertos en el primer país, 650.000 en el segundo y 250.000 en el tercero. La disgregación social y el resentimiento político generado por esas matanzas desencadenaron, a su vez, atentados suicidas en los países centrales. El terror desembocó en enceguecidas respuestas de más terror.

Las atrocidades imperiales han socavado los propios objetivos de esas incursiones. Para desplazar a Gadafi el imperialismo pulverizó la integridad territorial de Libia y deshizo el sistema de tapones construido en el Norte de África para contener la emigración hacia Europa. El país se convirtió en un centro de explotación de migrantes, gestionado por las mafias que Occidente financió para apoderarse de Libia. Frente a semejante desmadre, los viejos colonialistas ya no diseñan nuevas fronteras formales. Sólo improvisan mecanismos de contención de los refugiados (Buxton; Akkerman, 2018).

El Pentágono ha desplegado, además, unas 50 bases ocultas en África, mientras las compañías petroleras occidentales controlan a los tiros sus yacimientos de Nigeria, Sudan y Níger (Armanian, 2018). Ese apetito por los recursos naturales es el trasfondo de las tragedias en el continente negro. La acción imperial ha incentivado los enfrentamientos étnicos ancestrales para incrementar su manejo de esos recursos.

La fractura interna

El principal obstáculo que afronta la recomposición imperial estadounidense es la ruptura de la cohesión interna del país. Ese cimiento sostuvo durante décadas la intervención de la primera potencia en el resto del mundo. Pero el gigante del Norte ha registrado un cambio radical como consecuencia del retroceso económico, la grieta política, las tensiones raciales y la nueva conformación étnico-poblacional. La uniformidad cultural que nutría el “sueño americano” se ha diluido y Estados Unidos afronta una fractura sin precedentes.

Las divisiones han erosionado el sustento de la injerencia norteamericana en el exterior. Las operaciones militares no cuentan con el aval del pasado y han quedado afectadas por el fin de la conscripción. Washington ya no embarca en sus incursiones a un ejército de reclutas, ni justifica esas acciones con mensajes de ciega fidelidad a la bandera. Para consumar operativos quirúrgicos opta por un armamento más acotado y de mayor precisión. Prioriza el impacto mediático y la contención de bajas en sus propias filas.

La privatización de la guerra sintetiza esas tendencias. Se ha generalizado el uso de mercenarios y contratistas que negocian el precio de cada masacre. Esta modalidad de belicismo sin compromiso de la población, explica la pérdida de interés general por las acciones imperiales. Las guerras sin reclutas exigen mayores gastos, pero atenúan las resistencias internas. Impiden incluso percibir los fracasos en territorios lejanos (Irak, Afganistán) como adversidades propias.

Pero la contrapartida de ese divorcio es la creciente dificultad imperial para incursionar en proyectos más ambiciosos. Resulta muy difícil recuperar el liderazgo mundial, sin la adhesión de segmentos significativos de la población.

El imperialismo de posguerra se asentaba en una autoridad oficial que se ha disipado. El fin del alistamiento masivo introdujo un nuevo derecho democrático, que paradójicamente deteriora la capacidad del estado norteamericano para recuperar su decaído poder imperial (Hobsbawm, 2007: cap 5).

La privatización de la guerra acentúa, a su vez, los traumáticos efectos del divorcio entre los gendarmes y la población. El trauma de los retornados de Irak o Afganistán ilustra ese efecto. El uso de mercenarios también expande la militarización interna y la incontrolable explosión de violencia que suscita la libre portación de armas.

Esta secuencia de corrosiones asume un alcance mayor con la canalización derechista del descontento social. Esa captación política despuntó con el TEA Party y se afianzó con el Trumpismo.

La xenofobia, el chauvinismo y el supremacismo blanco se han extendido con discursos racistas que culpabilizan a las minorías, los migrantes y los extranjeros del declive estadounidense. Pero esa furia nacionalista sólo ahonda la fractura interna, sin recrear la base social extendida que utilizaba el imperialismo estadounidense para incursionar en el exterior.

Los fallidos de Trump

Los últimos cuatro años aportaron un categórico retrato del fracasado intento estadounidense de recuperar dominio imperial. Trump privilegió la recomposición de la economía y pretendió utilizar la superioridad militar del país para apuntalar el relanzamiento productivo.

Con ese soporte encaró durísimas negociaciones externas, a fin de extender al plano comercial las ventajas monetarias que mantiene el dólar. Propició acuerdos bilaterales y cuestionó el libre-comercio para aprovechar la primacía financiera de Wall Street y la Reserva Federal.

Trump intentó preservar la supremacía tecnológica mediante crecientes exigencias de cobro de la propiedad intelectual. Con ese control de la financiarización y del capitalismo digital esperaba forjar un nuevo equilibrio entre los sectores globalistas y americanistas de la clase dominante. Apostó a combinar la protección local con los negocios mundiales.

El multimillonario priorizó la contención de China. Encaró una brutal pulseada para reducir el déficit comercial, a fin de repetir el sometimiento que impuso Reagan a Japón en los años 80. Buscó además afianzar las ventajas sobre Europa, aprovechando la existencia de un aparato estatal unificado, frente a competidores transatlánticos que no logran extender su unificación monetaria al plano fiscal y bancario. Bajo la apariencia de un improvisado desorden, el ocupante de la Casa Blanca concibió un ambicioso plan de recuperación estadounidense (Katz, 2020).

Pero su estrategia dependía del aval de los aliados (Australia, Arabia Saudita, Israel), la subordinación de los socios (Europa, Japón) y la complacencia de un adversario (Rusia) para forzar la capitulación de otro (China). El magnate no consiguió esos alineamientos y el relanzamiento norteamericano falló desde el principio.

La confrontación con China fue su principal fracaso. Las amenazas no amedrentaron al dragón asiático, que aceptó mayores compras y menores exportaciones, sin convalidar la apertura financiera y el freno de las inversiones tecnológicas. China no acomodó su política monetaria a los reclamos de un deudor, que ha colocado el grueso de sus títulos en los bancos asiáticos.

Tampoco los socios de Estados Unidos resignaron los negocios con el gran cliente asiático. Europa no se sumó a la confrontación con China e Inglaterra continuó jugando su propia partida en el mundo. El gigante oriental incrementó para colmo su intercambio comercial con todos los países del hemisferio americano (Merino, 2020).

Trump sólo logró inducir un alivio de coyuntura, sin revertir ningún desequilibrio significativo de la economía. Esa carencia de resultados salió a flote en la crisis que precipitó la pandemia y en su propia eyección de la Casa Blanca.

Las mismas adversidades se verificaron en la órbita geopolítica. El magnate intentó neutralizar la pesada herencia de fracasos militares. Propició un manejo cauto de las aventuras bélicas frente al fiasco de Irak, el pozo de Somalia y los despistes de Siria.

Para desandar las infructuosas campañas de Bush forzó retiradas de tropas en los escenarios más expuestos. Transfirió operaciones a sus socios sauditas e israelíes y redujo el protagonismo previo. Sostuvo la anexión de Cisjordania y las masacres de los yemenitas, pero no comprometió al Pentágono con otra intervención. Prescindió de los marines de la crisis libia, sustrajo efectivos de Siria y abandonó a los aliados kurdos. En esa zona avaló la gravitación de Turquía y consintió la preeminencia de Rusia.

Trump volvió a experimentar la misma impotencia de sus antecesores en el control de la proliferación nuclear. Esa incapacidad para restringir la tenencia de bombas atómicas a un selecto club de potencias ilustra las limitaciones norteamericanas. Estados Unidos no puede dictar el rumbo del planeta, si una pequeña franja de países comparte el poder de chantaje que otorgan las cargas nucleares.

Las fracasadas tratativas con Corea del Norte confirmaron esas flaquezas de Washington. Kim perfeccionó la estructura de misiles y rechazó la oferta de desarme a cambio de provisiones de energía o alimentos. Sabe que únicamente el poderío nuclear impide la repetición en su país de lo ocurrido en Irak, Libia o Yugoslavia.

Ese resguardo atómico es la carta contra un imperio que impuso la división de la  península coreana y rechaza cualquier tratativa de reunificación. Estados Unidos veta constantemente los avances en la propuesta ruso-china de frenar la militarización de ambos lados (Gandásegui, 2017). Pero al cabo de varias amenazas Trump archivó su pose de fanfarrón y aceptó la simple continuidad de las conversaciones.

Una barrera muy semejante encontró en Irán. También ahí la prioridad imperialista ha sido el freno del desarrollo nuclear para garantizar el monopolio atómico regional de Israel. Trump rompió el acuerdo de desarme suscripto por Obama y viabilizado a través de una verificación internacional.

El magnate redobló las provocaciones con embargos y atentados. El asesinato del general Soleimani fue el punto culminante de esa agresión. Implicó un descarado acto de terrorismo hacia el jefe del ejército de un país, que no perpetró ninguna agresión contra Estados Unidos. Pero ese tipo de crímenes -seguido por la eliminación de varios científicos de alto rango- no ha logrado detener la paulatina incorporación de Irán al club de los países protegidos con la coraza atómica.

Esa misma diseminación del poder nuclear impide a Washington imponer su arbitraje en otros conflictos regionales. Las tensiones entre Pakistán e India oponen, por ejemplo, a dos ejércitos con ese tipo de armamento y consiguiente capacidad para autonomizarse del tutelaje imperial

Trump falló también en sus agresiones contra Venezuela. Propició todos los complots imaginables para recuperar el control de la principal reserva petrolera del hemisferio y no pudo doblegar al chavismo. Sus amenazas chocaron con la imposibilidad de repetir las viejas intervenciones militares en América Latina.

La nueva estrategia de rearme

Trump no se limitó a retacear la presencia militar en el exterior con la expectativa de relanzar la economía. Incrementó en forma drástica el presupuesto militar para descartar cualquier sugerencia de efectivo repliegue imperial. Esas erogaciones saltaron de 580.000 millones de dólares (2016) a 713.000 millones (2020). Garantizó ganancias récord a los fabricantes de misiles y ensayó una mega-bomba de inédito alcance en Afganistán.

El magnate relanzó la guerra de las galaxias y rompió los tratados de desarme nuclear. También avaló al giro hacia la “Competencia entre los Principales Poderes” (GPC), en reemplazo de la “Guerra Global contra el Terrorismo” (GWOT). Ese cambio tiende a sustituir la identificación, rastreo y destrucción de fuerzas adversas en remotas áreas de Asia, África o Medio Oriente por un rearme preparatorio de conflictos más convencionales. Con ese viraje propició cerrar el capítulo-Bush de incursiones en áreas alejadas, para retomar la confrontación tradicional con los enemigos del Pentágono (Klare 2020).

Con esa óptica el magnate complementó las presiones comerciales sobre China con un gran despliegue de la flota del Pacífico. Exigió la desmilitarización de los arrecifes del Mar del Sur para quebrantar el escudo defensivo de su rival. Reforzó drásticamente el desplazamiento de tropas iniciado por Obama desde Medio Oriente hacia el continente asiático.

La presión sobre China escaló con la ampliación de la marina y la adquisición de un asombroso número de buques y submarinos. La fuerza aérea fue modernizada en sintonía con todas las innovaciones de la inteligencia artificial y el adiestramiento en ciberguerras.

Para hostilizar a China, Trump reforzó el bloque forjado con India, Japón, Australia y Corea del Sur (Quad). Ese alineamiento militar presupone que los eventuales choques con Beijing se librarán en el Océano Pacífico e Índico. Un connotado asesor del Departamento de Estado localiza en esa región el desenlace de la confrontación sino-estadounidense (Mearsheimer, 2020).

La estrategia frente a Rusia fue más cautelosa y amoldada al intento inicial de atraer a Putin a un acuerdo contra Xi Jin Ping. Del fracaso de ese operativo emergieron las iniciativas de reequipamiento de los ejércitos terrestres en el continente europeo. La Casa Blanca continuó su trabajo de cooptación militar de los países fronterizos con Rusia y extendió la red de misiles de la OTAN desde las Repúblicas Bálticas y Polonia hasta Rumania.

Con esa nueva estrategia el despliegue de armas nucleares retomó su vieja centralidad. Trump aprobó el desarrollo de municiones atómicas basadas en ojivas de alcance acotado y misiles balísticos de lanzamiento marítimo. Las primeras series de estas bombas ya fueron fabricadas y entregadas al alto mando.

Para desenvolver esos fulminantes artefactos Trump rompió los tratados de racionalización nuclear concertados en 1987. Puso fin al mecanismo de compatibilizar con Rusia la destrucción del armamento obsoleto. Apadrinó, además, la primera prueba de un misil de mediano alcance desde el final de la guerra fría.

La nueva estrategia bélica explica la brutal exigencia de mayor financiación europea de la OTAN. Con actitudes de matón, el magnate recordó que Occidente debe solventar los auxilios prestados por Estados Unidos. Esa demanda generó la mayor tensión transatlántica desde la posguerra.

Trump buscó arrastrar a sus aliados a conflictos con China y Rusia, que socavan los negocios del Viejo Continente. En esa región existe una seria resistencia a la militarización que propicia Estados Unidos. Pero el capitalismo europeo no ha podido emanciparse de la tutela bélica norteamericana y por eso acompañó las incursiones de Irak y Ucrania. Rechaza la demanda de mayor gasto en la OTAN, pero sin romper la subordinación a Washington.

El alterimperialismo europeo concibe su propio sistema de defensa en estrecha conexión con el Pentágono y por esa razón no logra consumar la unificación de su propio ejército. Existe un divorcio entre la supremacía militar de Francia y el poder económico de Alemania que impide materializar esa iniciativa (Serfati, 2018).

Trump no pudo someter a Europa, pero sus interlocutores de Bruselas, Paris y Berlín continuaron careciendo de una brújula propia. Esa indefinición acrecentó la capacidad exhibida por Rusia para contener la recomposición imperial estadunidense.  Putin reforzó el dique defensivo que estableció con Xi Jinping y salió airoso de las pulseadas geopolíticas en Siria, Crimea y Nagorno-Karabaj. Es muy visible el abismo imperante entre estos resultados y la disgregación que prevalecía en la era de Yeltsin.

Como China no disputa con la misma frontalidad geopolítica sus logros son menos visibles, pero exhibe resultados económicos impresionantes en su puja con Estados Unidos. El mandato de millonario retrató la incapacidad norteamericana para recuperar primacía imperial.

El asalto al Capitolio

Trump se despidió con una aventura que retrata la magnitud de la crisis política estadounidense. La invasión al Congreso no fue un acto improvisado. Los grupos ultraderechistas difundieron previamente el plan, financiaron viajes, reservaron hoteles y transportaron armas. Al interior del recinto siguieron las rutas de acceso a los despachos señaladas por los diputados cómplices.

La policía creó una zona liberada y aseguró durante horas la presencia de los asaltantes. Si un grupo de afroamericanos hubiera intentado una acción semejante habría sido acribillado al instante. Las manifestaciones pacíficas en ese mismo lugar concluyeron en los últimos años con centenares de heridos y detenidos.

Trump participó directamente en la asonada. Instigó a los manifestantes, mantuvo comunicaciones con sus líderes y les prometió apoyó. El objetivo de la acción era presionar a los congresistas republicanos que cuestionaban la impugnación de la elección. Ese apriete incluía amenazas para forzarlos a seguir la instrucción presidencial. Con la provocación en el Capitolio el magnate intentó sostener su absurda denuncia de fraude. Consiguió mantener la lealtad de un centenar de legisladores y demorar el desalojo, pero al final abandonó la partida y condenó a los ocupantes.

La incursión fue tan surrealista como los especímenes que la perpetraron. El grupo de alucinados que se retrató en los sillones del Congreso parecía extraído de una tira fantástica de la televisión. Pero el bizarro acto que consumaron no borra la huella fascista del operativo.

Todos los delirantes que intervinieron en la toma integran algún grupo de las milicias supremacistas. Actúan en sectas fanáticas (QAnon Shaman) o se referencian en la congresista que ganó su mandato con el símbolo de la ametralladora (Marjorie Taylor Greene). Los gendarmes que abrieron las puertas del Congreso participan en esas formaciones ultra-derechistas.

Los grupos paramilitares cuentan con 50.000 miembros bien pertrechados. Se especializan en atacar manifestaciones juveniles o democráticas y hace pocos meses realizaron un ensayo del asalto frente a la legislatura de Michigan. Una cuarta parte de esas milicias está integrada por soldados o policías y esa afiliación quedó confirmada en la lista de detenidos por el ataque al Capitolio.

La elevada presencia militar en los pelotones fascistas forzó dos pronunciamientos del alto mando, rechazando el involucramiento de las fuerzas armadas en las aventuras del trumpismo. Diez ex secretarios de Defensa firmaron esa advertencia y el FBI organizó la ceremonia de nombramiento de Biden con un inédito operativo para desmantelar eventuales atentados. Al cabo de muchos años de libre circulación y prédica, los grupos fascistas se han transformado en la principal amenaza terrorista. Los supremacistas (y no lo herederos de Bin Laden) son señalados como el gran peligro en ciernes. A diferencia de lo ocurrido con las Torres Gemelas esta vez el enemigo es interno.

Esos grupos se sostienen en una base social racista que actualizó los emblemas neo-confederados. Retoman las periódicas oleadas de reacción contra las conquistas democráticas. En el pasado ajusticiaban a esclavos liberados o atentaban contra los derechos civiles. Ahora rechazan la integración racial, el multiculturalismo y la acción afirmativa.

Los afroamericanos persisten como el principal blanco de un resentimiento que se extiende a los inmigrantes. Por esa razón la impugnación del resultado electoral anti-Trump fue tan intensa en los estados con votantes negros y latinos. Los extremistas evangélicos añaden su cruzada contra el aborto y el feminismo a la campaña ultra-conservadora.

El asalto al Capitolio no fue la antítesis de la realidad estadounidense que imagina Biden. Expresa el agonizante estado del sistema político y complementa todas las anomalías que salieron a flote durante los comicios. La irrupción de fascistas armados en el Congreso no es ajena al sistema electoral antidemocrático que digita la plutocracia gobernante.

Las tentativas de golpe eran el único ingrediente que faltaba en ese infame dispositivo. Las hordas de Trump llenaron ese vacío, sepultando todas las burlas hacia los regímenes políticos de América Latina. Esta vez el típico episodio de una Republicana Bananera se localizó en Washington. Los bandoleros no asaltaron el Parlamento de Honduras, Bolivia o El Salvador. El operativo que exporta el Departamento de Estado y organiza la embajada yanqui fue implementado en casa.

Las consecuencias políticas de ese episodio son inconmensurables. Afectan directamente la capacidad de intervención imperial. La OEA tendrá que reinventar sus guiones para condenar “las violaciones a las instituciones democráticas”, en los países que simplemente imiten lo ocurrido en Washington. También deberá explicar por qué razón la cúpula de los Republicanos y Demócratas toleraron esa incursión, sin ninguna represalia contundente contra sus responsables.

Los efectos más perdurables aún son nebulosos, pero las comparaciones que se establecieron con la captura de Roma por los bárbaros o con las marchas de Mussolini ilustran la gravedad de lo ocurrido. Varios historiadores estiman que el país afronta el mayor enfrentamiento interno desde la guerra civil del siglo XIX.

En lo inmediato se perfilan dos escenarios contrapuestos de declive o resurgimiento de Trump. Los exponentes de la primera previsión destacan que la aventura golpista acentuó un deterioro ya soportado por el magnate, como consecuencia de la pandemia y la derrota electoral (PSL, 2021; Naím, 2021). Zafó de la destitución (25ª Enmienda), pero no de un impechment que podría inhabilitarlo a futuro. Se despidió con la deserción de funcionarios, rechazos de congresistas republicanos y un vergonzoso auto-indulto de sus cómplices. La ceremonia militarizada del traspaso disuadió las marchas previstas de apoyo a su gestión.

Trump fue abandonado por sectores de las finanzas y la industria que solventaron su campaña y el poder tecnológico lo repudió cortando sus cuentas en Twitter y Facebook. El establishment teme los incontrolables efectos de las jugadas del ex presidente. Si la decadencia de Trump se corrobora, el asalto al Capitolio será recordado como el “Tejerazo” de España en 1981 (intento final y fallido del franquismo para conservar el poder).

Pero una biblioteca opuesta de analistas estima que lo ocurrido no modificará la sólida inserción política del trumpismo (Vandepitte, 2021; Farber, 2021; Post, 2020). El millonario cuenta con una base social que reunió al 47 % de los votantes y sometió al partido republicano a su liderazgo. Muchos legisladores han repetido su fábula del fraude electoral, con el alocado agregado que fue perpetrado por un fantasmal grupo izquierdista (Antifas).

Esta visión postula que el trumpismo se ha consolidado dentro de la estructura estatal (gendarmes, jueces, funcionarios) y podría construir una tercera formación para desafiar el bipartidismo, si no logra domesticar el hervidero republicano. La inhabilitación de Trump sería contrarrestada por el protagonismo de sus hijos o algún otro sucesor. Y la animadversión de los financistas sería compensada con otros contribuyentes.

Pero las dos opciones de caída o persistencia del trumpismo no dependen sólo del comportamiento de las elites y los realineamientos de los Republicanos. Aún está pendiente la reacción en el polo opuesto de jóvenes, precarizados, afroamericanos, feministas y latinos, que antes del período electoral ocuparon las calles con enormes manifestaciones. Si esas voces retoman su presencia -con la demanda de democratizar el sistema electoral- el futuro del magnate se dirimirá en otro escenario.

Continuidades e interrogantes

La salida de Trump reducirá el tono de la retórica imperial, pero no la intensidad de las agresiones estadounidenses. Con mayor uso de la diplomacia y la hipocresía, Biden comparte las políticas de estado de su antecesor.

Los dos partidos del establishment se han alternado en el manejo de las estructuras que sostienen la preeminencia militar de la primera potencia. Las evidencias de este belicismo compartido son incontables. Los Demócratas no sólo iniciaron las grandes guerras de Corea y Vietnam. Tanto Clinton como Obama autorizaron más incursiones externas que Trump y en el 2002 el propio Biden apoyó la invasión a Irak, supervisó la intervención en Libia y avaló el golpe en Honduras (Luzzani, 2020).

El dispositivo imperial norteamericano se asienta en un sistema político antidemocrático, que garantiza el periódico reparto de los cargos públicos entre las dos formaciones tradicionales. En la última elección fue particularmente visible cómo operan esos mecanismos de manipulación. En Estados Unidos no funciona el principio elemental de una persona-un voto. Tampoco existe un padrón federal o una autoridad electoral única. Hay que inscribirse y el ganador de cada estado se queda con todos los electores.

La plutocracia que maneja ese sistema asegura su continuidad con los descomunales gastos de campaña que proveen las grandes empresas (10.800 millones de dólares en el 2020). Los 50 estadounidenses más ricos -que poseen una riqueza equivalente a la mitad de los habitantes del país- tienen garantizado su control del régimen. Con ese basamento se definen las estrategias imperiales que utiliza la primera potencia para dictar lecciones de democracia al resto del mundo.

Biden se apresta a retomar la política externa tradicional manchada por los exabruptos de su antecesor. Intentará en esa esfera el mismo retorno a la “normalidad” que promete en el ámbito interior. Los medios de comunicación acompañan ese maquillaje.

El nuevo morador de la Casa Blanca apuntala el neoliberalismo con algunas pinceladas de progresismo en la agenda de las minorías, el feminismo y el cambio climático. Esa misma mixtura instrumentará en la arena exterior, rodeando los lineamientos básicos del imperio con mayores ornamentos de retórica amigable. Esa línea ha sido sugerida por los tradicionales asesores del Departamento de Estado (Nye, 2020). Biden implementará esa combinación aprovechando su larga experiencia de medio siglo en los intersticios de Washington.

Ya colocó el mismo equipo de funcionarios de Obama en los puestos claves de la política exterior. Pero no podrá repetir simplemente el globalismo multilateral de esa gestión. Con los Tratados de Libre-comercio Transpacíficos (TTP) y Transatlánticos (TTIO), Obama propiciaba una red de alianzas asiáticas para rodear a China y un tejido de acuerdos con Europa para aislar a Rusia. Ninguno de esos convenios pudo concretarse, antes de su brutal entierro por el bilateralismo mercantilista de Trump. Es muy improbable que Biden pueda retomar el curso precedente, como pilar económico de su estrategia imperial.

Para comandar los mega-tratados comerciales con Europa y Asia se requiere una economía de alta eficiencia que Estados Unidos ya no maneja. No alcanza con el dólar, la alta tecnología y el Pentágono. Ni siquiera en el propio hemisferio americano la primera potencia logró consumar una estrategia librecambista. Sólo consolidó el T-MEC con México, sin reinstalar ninguna variante del ALCA en el resto de la región.

Por otra parte, la crisis de la globalización persiste y la prédica de Trump para confrontar con los adversarios comerciales ha calado en el electorado. Existe una fuerte corriente de opinión hostil al globalismo tradicional de las elites costeras. A ese malestar se añade el Gran Confinamiento generado por la pandemia y la inédita paralización del transporte y el comercio internacional. La confluencia de obstáculos para retomar el multilateralismo es muy significativa.

Biden deberá concebir un nuevo pilar para su programa externo con otro equilibrio entre americanistas y globalistas. De la misma forma que Trump se distanció del intervencionismo de Bush, Biden deberá ensayar algún coctel más alejado del formato Demócrata tradicional.

Sus primeros pasos apuntarán a recomponer relaciones tradicionales con los aliados de la OTAN. Intentará cicatrizar las heridas dejadas por su antecesor, retomando proyectos para lidiar con el cambio climático (Acuerdo de Paris). Buscará “descarbonizar” el sector eléctrico con incentivos a las energías renovables e impulsos al auto eléctrico. Pero esas iniciativas no resuelven el gran dilema de la estrategia frente a China.

En este terreno sobran los indicios de continuidad. Biden intensificará la presión para gestar una OTAN del Pacífico-Índico (Dohert, 2020). Australia ya decidió participar en ejercicios navales con Japón y transformarse en el gran portaviones regional del Pentágono. A su vez, Taiwán ha sido provisto de un novedoso armamento aéreo y la India brinda señales de aprobación al acoso en el Mar de China (Donnet, 2020).

El nuevo presidente tratará de incorporar a Europa a esta campaña. Se apresta a suturar las heridas dejadas por Trump, aprovechando el novedoso clima de adversidad con China que despunta entre las elites del Viejo Continente. La Unión Europea designó al gigante oriental como un “competidor estratégico” y los gobiernos de Alemania, Francia e Inglaterra negocian el veto a Huawei en sus redes 5G. Macron acaba nombrar incluso un representante galo en el cuarteto belicista que formó el Pentágono en Asia (Quad).

Pero nadie sabe aún cómo se financiará la OTAN y la lista de temas en conflicto con Viejo Continente es muy extendida. Incluye la postura estadounidense frente al Brexit y una definición frente al proyecto trumpista de tratado de libre comercio anglo-americano. También sigue pendiente la postura del Departamento de Estado frente al gasoducto que conectará a Alemania con Rusia.

Biden adscribe al fanatismo pro-israelí de su antecesor, pero Europa propicia un contrapeso más equilibrado con el mundo árabe. Deberá resolver si mantiene la presión bélica sobre Irán, o si por el contrario restablece el tratado nuclear que propician las empresas de Alemania y Francia.

Estas definiciones incidirán en la estrategia bélica de Biden. Tendrá que optar entre el retaceo de tropas que caracterizó a Trump o el intervencionismo que propiciaban Obama-Clinton. Apuntalar las guerras hibridas o el rearme para grandes conflagraciones involucra otra definición de peso. Pero en cualquiera de esas variantes, se dispone a insistir en el proyecto imperial de recuperación estadounidense.

Atascos en la ideología

Es probable que Biden retome el estandarte de los derechos humanos como justificación de la política imperial. Esa cobertura ha sido tradicionalmente utilizada para enmascarar los operativos de intervención. Trump abandonó esos mensajes y simplemente optó por disparatadas afirmaciones sin ninguna pretensión de credibilidad.

La presión sobre China que concibe Biden seguramente incluirá alguna alusión a la falta de democracia. En ese caso difundirá condenas de los mismos atropellos que se realizan en los países asociados con la primera potencia. Lo que se silencia de Arabia Saudita, Colombia o Israel ocuparía la primera plana de cuestionamientos a Beijing.

Biden reemplazaría las burdas acusaciones de competencia desleal o fabricación del coronavirus por críticas a la ausencia de libertad de expresión y reunión. Quizás señale también la responsabilidad china en el deterioro del medio ambiente, para atraer al subordinado cómplice europeo.

Pero no será sencillo colocar a China en la lista de países afectados por una tiranía. El imperialismo de los derechos humanos ha sido habitualmente instrumentado para tutelar pequeñas (o medianas) naciones. En esos casos se realza la inoperancia de un “estado fallido” y la consiguiente necesidad del socorro humanitario. Con esa cobertura se arremetió en Somalia, Haití, Serbia, Irak, Afganistán o Libia.

Los invasores nunca explican la selectividad de ese padrinazgo. Excluyen a incontables países sujetos a las mismas anomalías. Además descalifican a la población “rescatada” presentándola como una multitud incapaz de gestionar su propio destino.

La contención de masacres derivadas de enfrentamientos étnicos, religiosos o tribales ha sido otro pretexto de la intervención. Se lo utilizó en África y en los Balcanes, alegando la necesidad de contener matanzas entre poblaciones enemistadas. También en esos casos se ha supuesto que sólo una fuerza armada foránea puede pacificar a los pueblos enfrentados.

Pero ese padrinazgo imperial contrasta con la frecuente incapacidad para arbitrar los propios conflictos internos. Nadie sugiere una mediación externa para resolver esas tensiones. La esencia del imperialismo justamente radica en el auto-asignado derecho a intervenir en otro país, para administrar los problemas que en casa se gestionan sin ninguna injerencia foránea.

Lo mismo ocurre con el enjuiciamiento de los culpables. Los acusados de los países periféricos quedan sujetos a normas del derecho internacional, que no se aplican a sus pares del Primer Mundo. Milosevic puede enfrentar un tribunal, pero Kissinger está invariablemente exento de ese infortunio.

 Con esa conducta Estados Unidos actualiza el acervo de hipocresía heredada de Gran Bretaña. En el siglo XIX la flota inglesa hostigaba el tráfico internacional de esclavos con argumentos libertarios, que encubrían su propósito de controlar la totalidad del transporte marítimo. Washington recurre a un estandarte parecido y olvida los monumentales desastres que generan las potencias auto-concebidas como salvadoras de la humanidad. Esas intervenciones suelen empeorar los escenarios que prometían enmendar.

Si Biden intenta retomar ese vetusto guión liberal incrementará la pérdida de credibilidad que afecta actualmente a Estados Unidos. El discurso oficial de los derechos humanos está desgastado. Fue la gran bandera de la Segunda Guerra y perdió consistencia durante el macartismo. Reapareció con la implosión de la URSS, pero volvió a quedar descascarada con las tropelías de Bush y las complicidades de Obama.

Lo mismo ocurre con el estandarte de la democracia, que en la variante imperial estadounidense siempre combinó el universalismo con la excepcionalidad. Con el primer pilar se justificó el rol misionero providencial de la primera potencia y con el segundo el periódico repliegue aislacionista.

La mitología que cultiva Washington mixtura un llamado al protagonismo planetario (“el mundo está destinado a seguirnos”) con mensajes de protección del propio territorio (“no involucrar al país en causas ajenas”). De esa mixtura emergió la autoimagen de Estados Unidos como una fuerza militar activa, pero sujeta a operaciones solicitadas, remuneradas o mendigadas por el resto del mundo (Anderson, 2016).

Las facetas intervencionistas y aislacionistas siempre tuvieron basamentos divergentes en las mistificaciones de las elites de las costas y los prejuicios del interior norteamericano. Ambas corrientes se complementaron, fusionaron y volvieron a fracturarse. Ese contrapunto fue actualizado por los globalistas contra los americanistas y ahora por Biden contra Trump.

Pero las dos vertientes se sostienen en la misma obsesión inmemorial por la seguridad, en un país curiosamente privilegiado por la protección geográfica. El temor a la agresión externa alcanzó picos de paranoia durante la tensión con la URSS y resurgió con oleadas de pánico irracional durante la reciente “guerra contra el terrorismo”.

La ideología imperial estadounidense afronta las mismas dificultades que la concepción americanista del mundo. Ambas enaltecen los valores del capitalismo, ponderan el individualismo, idealizan la competencia, glorifican el beneficio, mistifican el riesgo, alaban el enriquecimiento y justifican la desigualdad.

Estos fundamentos consolidaron la hegemonía estadounidense de posguerra y lograron cierta sobrevida adicional bajo el neoliberalismo. Pero ya no se sostienen en la primacía económica de Norteamérica y han quedado transformados por su reconversión en ideales de otras clases capitalistas del mundo. Los mitos estadounidenses no tienen la preeminencia del pasado (Boron, 2019).

En la segunda mitad del siglo XX el imperialismo estadounidense complementó la coerción, con una ideología que conquistó preeminencia en el lenguaje y la cultura. Esa influencia persiste pero con modalidades más autonomizadas de la matriz estadounidense y los intentos de recomposición imperial deben lidiar con ese dato. La crisis de largo plazo -que analizaremos en nuestro próximo texto- determina irresolubles tensiones en múltiples planos.

28/01/2021

Claudio Katz. Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz

Referencias

-Anderson, Perry (2016). Entrevista, sobre geopolítica imperial y resistencias, 16-04, http://www.pvp.org.uy

-Armanian, Nazanín (2017). EE.UU. y el 11-S, un inepto yihadismo y un fallido gaseoducto, 2 sept https://blogs.publico.es/puntoyseguido/4174/ 12 sept

-Armanian, Nazanín (2018). El barco Aquarius y cinco muestras de la militarización, http://www.redeco.com.ar/internacional/europa/24272.

-Boron, Atilio (2019). La irreversible (pero laboriosa) construcción de un orden multipolar 23 sept. https://kaosenlared.net/

-Buxton, Nick; Akkerman, Mark (2018). África. El ascenso del imperialismo de las fronteras, 22-11. https://www.resumenlatinoamericano.org

-Chacón, Rodrigo (2019). ¿Imperios por doquier? Usos y abusos del concepto de imperio. Foreign Affairs Latinoamerica, vol 19, n 4.

-Dohert, Alex (2020) La guerra fría con China no desaparecerá si Joe Biden, 13-oct https://www.resumenlatinoamericano.org

-Donnet, Pierre Antoine (2020). Con la Quad, EEUU trata de reunir una alianza contra China, 23-10 https://rebelion.org

-Farber, Samuel (2021). Las causas del trumpismo y por qué perdurará, 10/01/ https://www.sinpermiso.info/

-Ferrari, Sergio (2020). Más balas que seres humanos. Un Far West denominado Tierra 25/11, https://rebelion.org/un-far-west-denominado-tierra

-Gandásegui  Marco A (2017). Corea del Norte: Paz, desmilitarización y unificación 14 sept https://www.alainet.org/es/articulo/188060

-Hobsbawm, Eric, (2007). Guerra y paz en el siglo XXI, Editorial Crítica, Barcelona.

-Katz, Claudio (2003). Tecnología y economía armamentista, Oikos , n 15, año 7, primer semestre, Santiago, Chile.

-Katz Claudio (2020). El “resurgimiento americano” que no logró Trump, 28-7-, www.lahaine.org/katz

-Klare, Michael (2020). El pernicioso legado militar de Trump. De las guerras eternas a las guerras cataclísmicas, 11-12. https://vientosur.info

-Korybko, Andrew (2020). Estados Unidos intenta contener a China y Rusia con la Guerra Híbrida, https: //www.tiempoar.com.ar/nota, 2 feb

-Luzzani, Telma (2020). Elecciones en Estados Unidos: el gatopardismo de Biden, 8 de noviembre https://www.pagina12.com.ar/304393

-Mancillas, Miguel Ángel Cruz (2018). La carrera armamentista estadounidense y la acumulación de capital”, mayo  //www.researchgate.net/publication/337884501

-Mearsheimer, John (2020). “Es posible una guerra entre Estados Unidos y China en 2021” 25/07, https://www.perfil.com

-Merino, Gabriel E (2020). La reconfiguración imperial de Estados Unidos y las fisuras internas frente al ascenso de China. Las venas del sur siguen abiertas: debates sobre el imperialismo de nuestro tiempo. Batalla de Ideas, Buenos Aires.

-Naím, Moisés (2021) Malo para Trump, bueno para EE.UU. 10-1, https://www.lanacion.com.ar.

-Nye, Joseph (2020). Con Donald Trump, Estados Unidos ha perdido respeto, 1-11 https://www.clarin.com/

-Petras, James (2018). A World of Multiple Detonators of Global Wars, 11-12, http://www.unz.com/

-PSL (2021). Partido por el Socialismo y la Liberación  La parálisis de la clase dirigente capitalista de los Estados Unidos después del asalto del 13-1, www.liberationnews.org

-Post, Charlie (2020) El trumpismo, 26/12/ https://www.facebook.com

-Serfati, Claude (2018). Las teorías marxistas del imperialismo 04/06/  https://vientosur.info/spip.php?article13866

-Traverso, Enzo (2019). Interpretar la era de la violencia global, Viento Sur, 23-04.

-Unhcr-Acnur (2020). https://www.acnur.org/datos-basicos.html

-Vandepitte, Marc (2021). Por qué el asalto al Capitolio es sólo el comienzo 13/01 https://rebelion.org/

-VVAA (2019). Venezuela y las guerras híbridas en Nuestra América, Dossier no 17 Instituto Tricontinental de Investigación Social, 6,https://www.thetricontinental.org/wp-content/uploads/2019/06/190604.

[Este es el primero de tres artículos del autor sobre el “Imperialismo del siglo XXI”. El próximo responderá a la pregunta de si el estado de ese imperialismo puede analizarse como “Ocaso, supremacía o transnacionalización”. Y el tercero analizará la “Indefinición imperial contemporánea”. Todo ello es, sin duda, una cuestión de gran actualidad.]

Tecnofeudalismo: la nueva gleba digital. Cédric Durand. Enero 2021

“Como un típico milenial, pegado constantemente al móvil, mi vida virtual se ha fusionado con mi vida real. Ya no se diferencia de ella”. Judith Duportail

La teoría de Zuboff se sustenta en la premisa atomista liberal de un ser humano libre y autónomo. Precisamente, es este presupuesto el que Fréderic Lordon hizo trizas en Imperium, criticando la idea de que lo social no es más que un conjunto de individuos soberanos que solo están vinculados entre sí cuando lo deciden ellos.

Un efecto trascendental inmanente

Renovando el sesgo holístico de la sociología heredada de Emile Durkheim, Lordon considera que “el todo está por encima de las partes” (Lordon, 2015):

“Lo social es necesariamente transcendencia, si bien una transcendencia de un tipo bastante particular: una transcendencia inmanente. No existe colectivo humano de un tamaño significativo que no se construya sin proyectar sobre sus miembros producciones simbólicas de todo tipo, que todos han contribuido a generarlas, aunque estén dominados por ellas y no reconozcan en ella su trabajo” (ibid.).

Dos investigadores que, respectivamente, trabajan para Amazon y Microsoft, Brent Smith y Greg Linden, sugieren que los Big Data se basan en una lógica similar:

    “Las recomendaciones y la personalización se alimentan del mar de datos que creamos nosotros cuando nos desplazamos por el mundo, con las cosas que encontramos, lo que descubrimos y lo que amamos (…). Los algoritmos no son mágicos, simplemente comparten con nosotros lo que otras personas ya han descubierto” (Smith y Linden).

Producciones simbólicas que emanan de los individuos, pero que multiplicándose y agregándose adquieren una forma que las hace irreconocibles. Eso son los Big Data: un mar de datos en los que se basan los algoritmos, una nueva creación fruto de acciones individuales que, mediante un proceso de agregación, se ven transcendidas y vuelven a los individuos metamorfoseadas.

Entre lo social y los Big Data existe más de una analogía. Evidentemente, los Big Data no son en absoluto lo social, pero forman parte de lo social. Ambos proceden de un movimiento dialéctico: en un primer momento, cristalización simbólica de la potencia colectiva recogida en las regularidades estadísticas; después, retroacción de ella sobre los individuos y sus comportamientos. Lo que la mayoría de las plataformas tienen en común es que los datos que acumulan de sus usuarios le permiten realizar el servicio que proporcionan.

Bien sea mediante el rastro que dejan las búsquedas realizadas [en Internet], las muestras vocales o al calificar los servicios recibidos, “las y los usuarios se sitúan en un bucle retroactivo al que contribuyen los productos que utilizan. Es el ABC de la ciencia de los datos” (Loukides, 2010). La captación de datos alimenta los algoritmos y estos, a su vez, guían las conductas, reforzándose ambos en un bucle de retroacción.

El poder de los Big Data se debe a su gran volumen. Dicho de otro modo, la excedencia algorítmica, el efecto de transcendencia que resulta de la recolección y el tratamiento de datos inmanentes, es tanto más fuerte cuanto mayor sea la cantidad de datos recogidos. Pero el reverso de este poder de la gran cantidad de datos es el riesgo de perder el control[1]/.

Lo que a una pequeña escala de datos resulta factible en términos de una conciencia total compartida de los resortes y efectos de la vida colectiva, cuando el nivel de datos es enorme se convierte en un asunto de especialistas, un trabajo de científicos de datos. A la multitud le resulta difícil apropiarse de ese poder a partir del momento en el que no lo reconoce porque se ha convertido en algo extraño para ella. “Componer es algo más que añadir: es obtener un complemento”, escribe Lordon (2015: 224). El drama es que, en ese movimiento vertical de la composición de lo social, el poder que se manifiesta está expuesto al riesgo de la desposesión:

“Porque la potentia multitudinis [el poder de la multitud] es el objeto de la captura, el elemento a captar (…). Podríamos caracterizar como captura al propio hecho institucional. La autoridad de las instituciones, su poder normalizador, el poder efectivo de hacer que nos comportemos de una determinada manera, de llevarnos a hacer determinadas cosas, cosas dictadas por sus normas…; esta autoridad no tiene otro origen que el poder de la multitud, que ellos captan y le dan una forma, por decirlo de alguna manera, cristalizada: las instituciones son cristalizaciones de potentia multitudinis” (Lordon, 2015: 221).

Reemplazad “instituciones” por Big Data y sabréis lo que significa Big Data. O, más bien, ved en Big Data no un hecho técnico, sino un hecho institucional; algo que, como escribe uno de los padres del institucionalismo, John R. Commons, “controla, libera y favorece la expansión de la acción individual” (Commons, 1995: 479-489).

En el movimiento ascendente de la caza de datos, el objetivo no lo constituyen, fundamentalmente, los propios datos, sino lo que contienen de poder social. En el movimiento descendente, esta potencia invierte a los individuos, amplía su capacidad de acción dotándoles de recursos cognitivos de la fuerza colectiva.

Pero ese retorno del poder de lo social opera bajo el imperio de los poderes que lo organizan: de ese modo, el individuo se refuerza por el poder de lo social restituido por los algoritmos, al mismo tiempo que su autonomía decrece por la forma como se da esta restitución. Este doble movimiento constituye una dominación, porque la captación institucional está organizada por compañías que persiguen objetivos propios, que no tienen nada que ver con los que podrían perseguir las comunidades afectadas.

Los Big Data proceden mediante el efecto de una transcendencia inmanente de un tipo particular, situado bajo el imperio del capital y de las empresas digitales. El proceso ascendente de cristalización simbólica del poder colectivo (potentia) reacciona bajo forma de poder (potestas) ejercido sobre los individuos por organizaciones que persiguen sus propios objetivos. Es ahí donde radica el núcleo de este dispositivo, que Zuboff solo explica parcialmente con su concepto de capitalismo de vigilancia.

Las plataformas como feudos

El ser humano engrandecido de nuestra era digital no es más inmune al imperio de los algoritmos que el ser humano socializado al imperio de las instituciones. La cristalización en la Nube [Cloud] de la excedencia social impregna las existencias individuales, las sujeta, como antaño los siervos estaban sujetos a la gleba del dominio señorial. Esta fuerza de lo social, que emana de las comunidades humanas y da forma a los individuos, se objetiva en parte en los Big Data. Hay que ver los Big Data como un nuevo tipo de medio de producción, un campo de experimentación en el que se afianzan las subjetividades del siglo XXI.

En lo sucesivo, nuestras complementariedades se encarnan en un restringido número de dispositivos informáticos hegemónicos con gran capacidad de atracción. El lugar que aún hoy ocupa Microsoft Word ilustra este mecanismo de forma elemental. Word me es útil porque me ofrece una herramienta para escribir y dar forma a mi trabajo, pero sobre todo porque mis editores, mis colegas, mis coautores y coautoras, mis estudiantes, la administración de la universidad y más de 1.200 millones de potenciales correspondientes[2]/ también trabajan con este programa, lo que garantiza la integridad de los documentos que quiero enviar o recibir.

La atención que hemos dedicado a aprender el interfaz de Office, las rutinas que hemos aprendido para su uso y los datos del o la usuaria que hemos aceptado transmitir al editor del programa nos inscriben en un ecosistema sociotécnico controlado por Microsoft, del que es difícil salir.

Además, no hay mecanismos de coordinación simples que permitan una migración simultánea a otro programa de todas las personas que utilizan Word. Al final, si Word perdura es porque su progresiva difusión, tras su primera versión en 1983, ha creado un pasaje obligado, un efecto de bloqueo[3]/.

La dificultad para renunciar al desarrollo de Microsoft, aun cuando existen alternativas eficaces y gratuitas, es el reverso de la medalla de las complementariedades de red que nos vinculan unos a otros. Para la compañía de Seattle es una ganga que no tiene mucho que ver con la calidad intrínseca de sus productos. Quienes los utilizan son empujados a utilizar el Pack Office para garantizar la continuidad de sus actividades. Esto implica activar un código preciso, propiedad intelectual de Microsoft, que le genera decenas de miles de millones de dólares cada año[4]/.

Sin embargo, el apego a este programa es liviano comparado con la fuerza de atracción generada en el seno de otros ecosistemas de los gigantes digitales. Google se ha convertido en un auxiliar indispensable para la vida cotidiana de la mayoría de las y los occidentales. Si Google Maps es capaz de proponerme un itinerario óptimo, es porque dispone en tiempo real de geolocalizaciones suministradas por otros terminales que utilizan sus programas.

Gracias al análisis de mis e-mails o de mi agenda, Google conoce mi destino y me informa sobre mi trayecto antes incluso que yo se lo pregunte. También sabrá ofrecer de forma espontánea el resultado de un partido sobre el que yo haya realizado una búsqueda el día anterior.

Observándonos y testándonos, las plataformas nos brindan poderosos efectos útiles. Es la fuerza de nuestras complementariedades la que nos viene de vuelta. Ya podemos ver la fuerza de esta dominación. En el verano de 2014, cuando Facebook dejó de funcionar durante unas horas en varias localidades estadounidenses, los servicios de urgencias se vieron inundados de llamadas[5]/.

Llegadas a ser indispensables, las plataformas debemos entenderlas como infraestructuras (Plantin et al., 2018: 293-310), al mismo nivel que las redes de suministro eléctrico, las ferroviarias o las telecomunicaciones. Su gestión está relacionada con el mismo tipo de problemas que el de las infraestructuras críticas, cuya importancia social se mide en función de los trastornos que puede generar su disfuncionamiento.

La arquitectura de las infraestructuras digitales está organizada en torno a tres elementos clave: componentes centrales poco variables, componentes complementarios muy variables e interfaces que gestionan la modularidad entre los componentes centrales y los complementarios. Esta estructuración permite conciliar fortaleza fundamental y flexibilidad evolutiva.

El precio de ello es una asimetría radical entre quienes están encargados de los componentes centrales, quienes intervienen sobre los elementos complementarios y, al final de la cadena, las y los usuarios que pueden navegar entre los módulos pero que siguen sujetos a la plataforma a la que han confiado su rastro. Son cautivos en la medida que con el paso del tiempo han depositado un conjunto de elementos que les singularizan: la red de la gente que conocen, sus hábitos de navegación, su histórico de búsquedas, sus centros de interés, sus claves de acceso, sus direcciones…

El desarrollo de estos ecosistemas de aplicación basados en plataformas cerradas marca una ruptura fundamental con el principio de organización que presidió la concepción original del World Wide Web. La web reposa sobre una arquitectura descentralizada en la que un protocolo genérico de transacción (http) y un formato de identificación uniforme (URI/URL) generan un espacio de contenido plano al que pueden tener acceso los agentes humanos e informáticos de forma uniforme y sin mediación alguna.

Por el contrario, la plataforma recrea la mediación: pone en marcha bucles retroactivos en los que las interacciones son más densas. El objeto técnico que sostiene esta arquitectura jerarquizada es la interfaz de programación de las aplicaciones (API), cuya propietaria es la plataforma. Por una parte, las grandes plataformas, vía las API, ofrecen a las aplicaciones que incorporan los datos básicos indispensables para que puedan prosperar allí; por otra parte, la plataforma accede a las informaciones adicionales que estas API generan. Y a medida que el ecosistema se va agrandando, la plataforma acumula cada vez más datos. Es lo que muestra el ejemplo de Google Maps:

“En 2005, Google lanzó Google Maps y casi al mismo tiempo ofreció una API [Application Programming Interfaces, o sea, interfaz de programación de aplicaciones]. Esta API permitía a terceras personas añadir o sobreponer otros datos sobre el mapa básico de Google, creando así superposiciones cartográficas. En otras palabras, con Google Maps como plataforma, Google transformó los mapas en objetos programables.

Ejemplos similares se han multiplicado mediante la adición de API a la mayoría de los productos Google. Al igual que para Facebook, las principales ventajas para Google son los datos sobre la actividad de las y los usuarios reenviados por la API y la omnipresencia de su interfaz de marca, mientras que la miríada de aplicaciones conectadas a la plataforma Google se benefician de la posibilidad de apoyarse sobre los datos suministrados por Google”[6]/.

El paso de la arquitectura abierta y horizontal de la web a la estructura en capas jerarquizadas de las plataformas coincide con la acumulación de una excedencia socionumérica en la Nube. La puesta a disposición individualizada e instantánea de estos recursos colectivos conlleva un trastorno de nuestra existencia personal y nuestra vida social. Conectado permanentemente, nuestro ser-cibernético se hace cada vez más denso.

Proponiendo despojarnos de lo que hay de más mecánico en nuestras actividades cognitivas (Cardon, 2015), los algoritmos aportan, a cada uno de nuestros roles, la ayuda inmediata y continua de nuestra fuerza común. A medida que estas intervenciones se multiplican, nuestras vidas se vinculan cada vez más estrechamente a la Nube.

Las formas de este arraigo en las capas digitales de las plataformas están modeladas por las estrategias de rentabilidad de las empresas. La calidad del servicio propuesto crece con los beneficios a medida que las y los usuarios generan más datos. Por tanto, las plataformas tienen interés en encerrar a las y los usuarios en su ecosistema, limitando la interoperabilidad con sus competidores (Plantin et al., 2018: 299-300). Así pues, el aumento de su poder va de la mano de una lógica de fragmentación de Internet.

Las plataformas están en vías de convertirse en feudos. Más allá de la lógica territorial para el acaparamiento de las fuentes de datos originales, el bucle de retroacción inherente a los servicios digitales genera para la gente una situación de dependencia. No solo porque los algoritmos que se alimentan de la observación de nuestras prácticas están en vías de convertirse en medios de producción indispensables para la existencia ordinaria, sino también porque la inscripción de los individuos en las plataformas se ha hecho duradera mediante un efecto de bloqueo fruto de la personalización del interfaz y los elevados costes de salida (Candeub, 2014: 409).

A fin de cuentas, el territorio digital organizado por las plataformas está fragmentado en infraestructuras rivales y relativamente independientes las unas de las otras. Quien controla estas infraestructuras concentra un poder, tanto político como económico, sobre quienes están vinculados a ellas. La otra cara de la lógica de vigilancia propia de la gubernamentalidad algorítmica es la sujeción de las personas a la gleba digital.

Una falsa autonomía

La cuestión de la naturaleza del vínculo entre las plataformas de movilidad y los trabajadores ha suscitado grandes controversias a propósito de las relaciones laborales en la era de la gestión algorítmica. Al respecto, el caso Uber es paradigmático, con una pregunta recurrente para los 3,9 millones de chóferes inscritos en dicha plataforma al 31 de diciembre de 2018: ¿son, como afirma Uber, trabajadores independientes que llegan a acuerdos libremente con la plataforma, o deben ser considerados como empleados de la plataforma y, en función de ello, gozar de la protección propia que goza cualquier persona asalariada?

La respuesta no está clara en el plano jurídico, más aún cuando el problema no se plantea de la misma manera según qué contexto local y nacional. Por ejemplo, en 2019, el legislador californiano se pronunció a favor de la segunda interpretación, señalando que los trabajadores de las plataformas son asalariados y que, en consecuencia, las plataformas deben asumir sus responsabilidades como empleadores en materia de seguridad social, seguro de desempleo, impuestos sobre los salarios, cobertura por accidentes de trabajo, así como respetar la regulación del salario mínimo.

A la inversa, las autoridades francesas han seguido más bien los argumentos de las plataformas que, como Uber, niegan ser empresas de servicio tradicionales y se presentan como empresas tecnológicas que ponen en relación consumidores y empresarios individuales. De ese modo, desde 2016, en el Hexágono se han adoptado una serie de dispositivos legislativos orientados a “asegurar el modelo de las plataformas”[7]/.

En el fondo, la cuestión es, de entrada, la que se refiere a la remuneración del trabajo. Si Uber insiste tanto en la independencia de los chóferes, es porque su recalificación en asalariados representaría un sobrecosto muy significativo, del orden del 20 al 30% en Estados Unidos (Conger y Scheiber, 2019). Su modelo, aún frágil en el plan financiero, no es viable más que a condición de generar un trabajo infrapagado; es decir, con salarios/hora que se sitúan al nivel de los salarios bajos en la restauración y el comercio[8]/, y libres de las obligaciones de las empresas.

La justificación de este arreglo contractual se basa en un argumento central: la autonomía. Los chóferes utilizan su propio vehículo, eligen sus días y horas de trabajo y tienen la posibilidad de marcharse a otra plataforma cuando quieran. Esta flexibilidad constituye, de forma innegable, un aspecto importante de la relación, como se desprende realmente de las encuestas realizadas entre los trabajadores afectados.

Como lo resume un chófer de Uber de Nueva York: “Tú eres tu propio patrón. Si quieres, trabajas; si no quieres trabajar, te quedas en casa. Depende de ti” (Möhlmann y Zalmanson, 2017: 7). Para aclarar el asunto, los investigadores, entre los cuales se encontraba un economista que trabajaba para Uber, realizaron un ejercicio de modelación empírica con el fin de cuantificar el valor de esta flexibilidad, que estimaron en un 40% de la renta de los chóferes (Chen, Chevalier, Rossi y Oehlsen, 2019: 2735-2794).

Para Uber y los adeptos del modelo de la gig economy [trabajos esporádicos para una plataforma], esta flexibilidad y la oportunidad que ella representa para los chóferes suponen una ausencia de subordinación y, recíprocamente, el carácter no salarial de la relación laboral.

Si la cuestión de la subordinación no se plantea exactamente en los mismos términos que en el empleo clásico, sin embargo, aparece claramente que la relación entre trabajadores y plataforma se basa en una asimetría radical, tanto desde la perspectiva de los sistemas de información como desde el punto de vista del análisis jurídico.

Los especialistas de los sistemas de información hablan de gestión algorítmica para designar las prácticas de vigilancia, de dirección y de control desplegadas a distancia con ayuda de dispositivos de software (Möhlmann y Zalmanson, 2017: 3).

Esta forma de gestión pasa “por el seguimiento y la evaluación permanente del comportamiento y rendimiento de los trabajadores, así como por la ejecución automática de las decisiones”. De ese modo, estos agentes interactúan no con supervisores humanos sino principalmente con un sistema rígido y poco transparente, en el que una gran parte de las reglas que ordenan los algoritmos le son inaccesibles. En el caso del chófer de Uber, esto lleva a una situación paradójica, en la que la aspiración a la autonomía choca con el control extremadamente fuerte de la plataforma sobre su actividad (Mishel y McNicholas, 2019): control en tiempo real de sus trayectos, sumisión a la evaluación de los pasajeros, opacidad en cuanto a la fijación de tarifas, prohibición de hacerse con las coordenadas de los clientes, bonificaciones con incentivos orientados a retener a los chóferes o a incrementar la oferta en determinada área, sanciones que pueden llegar hasta la desactivación de la cuenta.

La asimetría radical incorporada en la arquitectura del software debilita drásticamente el poder de negociación de los trabajadores, lo que desmiente totalmente la afirmación de que la plataforma se dedicaría solo a realizar una función de intermediaria[9]/.

Por eso, a lo que los dirigentes de Uber consagran toda su energía es a mantener esa ficción. En California, con la entrada en vigor de la ley a principios de 2020, la empresa de San Francisco se enfrenta a una recalificación masiva de los acuerdos con los chóferes existentes en contratos laborales. Para tratar de evitarlo, ha iniciado una reconfiguración de los parámetros que rigen el funcionamiento de la aplicación en ese Estado a fin de ampliar el margen de maniobra de los chóferes.

En lo sucesivo, estos podrán conocer de antemano la duración, la distancia, el destino y el precio estimado del trayecto que les proponen. También podrán rechazar las solicitudes sin riesgo de ser penalizados. En fin, en algunas ciudades también se ha introducido a título experimental una especie de subasta a la inversa, mediante la cual son los chóferes quienes fijan el precio (Rana, 2020). Las circunvalaciones de la gestión algorítmica de Uber en California, así como las dificultades de las autoridades francesas para asegurar jurídicamente este tipo de actividad, muestran que las y los trabajadores de las plataformas se encuentran “al borde del vínculo de la subordinación propia del contrato laboral”[10]/.

Pero más allá de la cuestión de la subordinación, la relación de dependencia económica se mantiene. Las plataformas de transporte de viajeros, de la distribución o de los pequeños trabajos a domicilio permiten una organización de servicios que no existiría sin la intervención de dispositivos de software.

Efectivamente, lo que da a estos servicios una cualidad particular, inaccesible a los productores individuales dispersos, es el poder de los bucles de retroacción algorítmica: reputación, ajuste en tiempo real, simplicidad, histórico de los comportamientos… En otras palabras, incluso si se considera que los trabajadores disponen de un margen de autonomía esencial para producir los servicios en cuestión, no pueden alcanzar el mismo grado de calidad fuera del marco de la plataforma. Es por ello por lo que la plataforma está en posición de beneficiarse de su trabajo.

Aquí estamos ante un punto fundamental, reconocido por el derecho social francés. El criterio de “ganancia económica obtenida de la actividad ajena” se aplica incluso en ausencia de vínculo de subordinación y justifica la contribución de quien lo ordena a la financiación de protección social, por ejemplo, para la seguridad social de los artistas autores (Larrazet).

De ese modo, la producción de un servicio medido mediante dispositivos algorítmicos, incluso cuando no implique más que una subordinación muy limitada, no excluye una relación de dependencia económica total entre el trabajo y el capital que lo explota. Esta disyunción posible es precisamente lo que singulariza la relación con el trabajo en el contexto de las plataformas de movilidad. Mientras que la cuestión de la subordinación constituye el núcleo de la relación salarial clásica, en el contexto de la economía de las plataformas la relación preeminente es la relación de dependencia económica.

Cédric Durand es economista, profesor de la Universidad de París XIII y colaborador de Contretemps. Es autor de Le capitalisme est-il unsurpassable? (Textuel, 2010) y El Capital ficticio (NED, 2018).  Traducción: viento sur

Referencias

Candeub, Adam (2014) “Behavioral economics, Internet search, and antitrust”, I/S. A Journal of Law and Policy for the Information Society, vol. 9. p. 409.

Cardon, Dominique (2015) À quoi rêvent les algorithmes. Nos vies à l’heure des Big Data. Paris: Seuil.

Chen, M. Keith; Chevalier, Judith A.; Rossi, Peter E. y Oehlsen, Emily (2019) “The value of flexible work: evidence from Uber drivers”, Journal of Political Economy, vol. 127, n° 6, pp. 2735-2794.

Commons, John R. (1990) Institutional Economics. Its Place in Political Economy, vol. 1. Londres: Transaction Publishers, pp. 73-74.

Conger, Kate y Scheiber, Noam (2019) “California bill makes app-based companies treat workers as employees”, The New York Times, 11 de septiembre.

Duportail, Judith (2017) “I asked Tinder for my data. It sent me 800 pages of my deepest, darkest secrets”, The Guardian, 26 de septiembre.

Larrazet, Coralie (2019) “Régime des plateformes numériques, du non-salariat au projet de charte sociale”, ISSN, nº 2.

Lordon, Frédéric (2015) Imperium. Structures et affects des corps politiques. Paris: La Fabrique, p. 61.

Loukides, Mike (2010) “What is data science? The future belongs to the companies and people that turn data into products”, O’Reilly Radar Report.

Mishel, Lawrence y McNicholas, Celine (2019) “Uber drivers are not entrepreneurs. NLRB General Counsel ignores the realities of driving for Uber”, Economic Policy Institute Report, 20 de septiembre.

Möhlmann, Mareike y Zalmanson, Lior (2017) “Hands on the wheel: navigating algorithmic management and Uber drivers’ autonomy”, International Conference On Information (ICIS), Association for Information System.

Plantin, Jean-Christophe et al. (2018) “Infrastructure studies meet platform studies in the age of Google and Facebook”, New Media & Society, vol. 20, n° 1, pp. 293-310.

Rana, Preetika (2020) “Uber tests feature allowing some California drivers to set fares”, Wall Street Journal, 21 de enero.

Smith, Brent y Linden, Greg (2017) “Two decades of recommender systems at Amazon.com”, IEEE Computer Society, vol. 21, p. 18.

Villeval, Marie-Claire: “Une théorie économique des institutions” in Boyer, Robert y Saillard, Yves (dir.) (1995), Théorie de la régulation. L’état des savoirs. Paris: La Découverte, pp. 479-489.


[1] La transcendencia inmanente es precisamente ese complemento que nace de las sinergias afectivas en grandes cantidades, ahí donde las pequeñas cantidades, satisfaciendo la condición sinóptica, pueden esperar guardar el dominio pleno de sus producciones colectivas (Lordon, 2015: 74).

[2] Según John Callaham, este era el número de usuarios del Pack Office en marzo de 2016 (Callaham, John, 2016).

[3] A este respecto, los economistas hablan de lock-in fruto de los rendimientos crecientes y de los efectos de red. Un artículo clásico que aborda el papel de las ventajas iniciales en las dinámicas históricas de desarrollo tecnológico es el de Arthur, W. Brian (1989) “Competing technologies, increasing returns, and lock-in by historical events”, The Economic Journal, vol. 99, n° 394, pp. 116-131.

[4] 26.000 millones en 2016 solo por el Pack Office. Cf. Bishop, Todd (2016) “This is the new Microsoft: Windows slips to No. 3 amid shift to the cloud”, GeekWire.com, 2 de agosto.

[5] “911 calls about Facebook outage angers L. A. county sheriff’s officials”, Los Angeles Times, 1 de agosto de 2014.

[6] Esto también dificulta el trabajo de los desarrolladores de aplicaciones, que deben dedicarse a una sola plataforma o mantener múltiples versiones del mismo producto.

[7] Con el fin de limitar las posibilidades de recalificación en contrato de trabajo, se ha optado por convertir en operativo el concepto de responsabilidad social de las plataformas. Cf. Struillou, Yves (2019) “De nouvelles dispositions législatives pour réguler socialement les plateformes de mobilité et sécuriser leur modèle économique”, contribución de la Dirección General de Trabajo al informe 2019 del grupo de expertos sobre el Smic [salario mínimo], pp. 144-148; Larrazet, Coralie (2019) “Régime des plateformes numériques, du non-salariat au projet de charte sociale”, Droit social, vol. 2, pp. 167-176.

[8] Entre la documentación que acompaña su lanzamiento en Bolsa, Uber asume frente a su futuro accionariado la insatisfacción de los chóferes en cuanto a su magra remuneración y anticipa que se acentuará: “Aunque nuestro objetivo es proveer una oportunidad de salario comparable a la ofrecida por los sectores del comercio al por menor o al por mayor, de la restauración o de otros trabajos similares, un número importante de conductores está insatisfecho con nuestra plataforma. Dado que pensamos reducir los incentivos monetarios de los conductores para mejorar nuestros resultados financieros, pensamos que su malestar va a aumentar” cf. “Uber technologies, inc., form s-1 – Registration statement under the Securities Act of 1933”, United States Securities and Exchange Commission, 11 de abril de 2019, p. 30.

[9] Ver al respecto la interpretación del Tribunal de Justicia de la Unión Europea: Gomez, Bárbara, (2018) “Les plateformes en droit social: l’apport de l’arrêt Elite Taxi contre Uber”, Revue de droit du travail, vol. 2, pp. 150-156; Hatzopoulos, Vassilis (2019) “After Uber Spain: the EU’s approach on the sharing economy in need of review”, European Law Review, vol. 44, n° 1, pp. 88-98

[10] “Étude d’impact. Projet de loi pour la liberté de choisir son avenir professionnel”, Assemblée nationale, 27 de abril 2018, art. 28, p. 234.

Alle origini della Bolognina e della «mutazione genetica» del Pci. Fausto Sorini. Enero 2021

In occasione dei 100 anni della nascita del Partito Comunista d’Italia riproponiamo questo articolo. Nell’analisi delle cause piú profonde del processo di «mutazione genetica» del Pci, destinato a sfociare nella svolta della Bolognina e quindi nella sua tragica auto-dissoluzione, è necessario riprendere la riflessione sulla storia dei comunisti italiani dal 1945 al 1989.

Si è trattato infatti di un processo storico profondo, ma tutt’altro che lineare e fino alla fine sempre aperto a sviluppi e a esiti diversi e perfino contrapposti tra loro: la «mutazione genetica» che gradualmente e nelle forme di una trasformazione tanto profonda quanto «molecolare» ha investito una parte importante dei gruppi dirigenti a tutti i livelli del partito, la loro prassi concreta come la loro ideologia e cultura politiche, nel corso dei drammatici e travagliatissimi anni Settanta e Ottanta, ha incontrato ostacoli e resistenze tenaci, generando sempre contraddizioni e conflitti anche aspri, non solo tra i quadri del partito, ma anche nel suo corpo, ovvero nella massa degli iscritti e dei militanti.

Sappiamo che il tema delle cause della «mutazione genetica» del Pci è destinato a rimanere ancora per molto tempo oggetto di una riflessione aperta e problematica. Ma sarebbe assai negativo non discuterne, non affrontare nemmeno o rimuovere il tema di enorme rilievo storico e politico, o riducendo tutto ad un colpo di testa dell’ultima ora della gestione occhettiana.

Non c’è dubbio che con la segreteria di Achille Occhetto la mutazione giunge a compimento. Serve un pretesto, un’occasione propizia per giustificare una svolta drastica, in un partito in cui forte è ancora il legame degli iscritti e dei militanti con il suo nome e i suoi simboli legati alla tradizione della III Internazionale.

Sebbene da lungo tempo attraversato da una crisi strisciante, il Pci è peraltro ancora un grande partito, fortemente radicato nel movimento dei lavoratori e piú in generale nella vita del Paese. Perciò serviva un pretesto per giustificare il suo scioglimento: un pretesto che sarà rappresentato dalla tragica caduta del Muro di Berlino.

Ma «un metro di ghiaccio non si forma in una sola notte di gelo». La Bolognina fu certamente una scelta drammatica e insieme il compimento di un lungo e complesso processo. In questo senso, l’analisi delle cause della mutazione genetica non può prescindere da una ricostruzione critica dell’intera storia del Pci dell’Italia repubblicana a partire dalla vicenda del suo costituirsi come «partito nuovo» già nel corso della Resistenza fino al suo trasformarsi nel corso degli anni Cinquanta e Sessanta in un grande partito di massa operaio e popolare, insieme di classe e nazionale.

 Diverse interpretazioni

Molte sono, e diverse, le interpretazioni, le sottolineature, le scuole di pensiero che si confrontano a tale proposito.

Vi è chi pone l’accento sulla emarginazione di Secchia e della vecchia guardia partigiana alla vigilia del 1956, quella piú legata ad una concezione leninista e rivoluzionaria del partito, e il venir meno quantomeno del suo ruolo di contrappeso alle tendenze piú apertamente riformiste.

Vi è chi invece difende in toto l’intera gestione togliattiana e sottolinea invece il ruolo non sempre positivo svolto da una nuova leva di quadri venuta alla ribalta dopo la morte di Togliatti.

Vi è chi evidenzia la politica dei quadri della nuova generazione promossi a ruoli dirigenti negli anni Settanta e che hanno poi prevalso dopo la morte di Berlinguer; chi la de-ideologizzazione del partito e del processo formativo dei quadri (la cosiddetta lai- cità); chi l’allontanamento e poi la rottura con il movimento comunista internazionale; chi la crescente integrazione nella sinistra europea socialdemocratica; chi il mutamento nella composizione di classe degli organismi dirigenti e degli apparati.

E sottolinea, ad esempio, che già nel 1980 i quadri di origine proletaria, operai e salariati agricoli, che rappresentano il 45,6% degli iscritti, sono solo il 17,5% dei membri dei comitati regionali, e ancor meno se si considerano il Comitato centrale e i gruppi parlamentari. Mentre la piccola e media borghesia, artigiani, piccoli imprenditori, intellettuali di origine non proletaria, liberi professionisti, commercianti, coltivatori diretti e mezzadri, che rappresentano il 24,9% degli iscritti al partito, sono il 78,7% nei comitati regionali.

De-ideologizzazione e de-proletarizzazione

Non c’è dubbio, a nostro avviso, che la combinazione de-ideo- logizzazione/de-proletarizzazione è devastante. Non si tratta di un processo contingente o di breve periodo; esso infatti si sviluppa e si consolida nel corso di decenni. Dopo il 1975, anche in conseguenza del successo nelle elezioni amministrative, c’è un drastico trasferimento di quadri – i migliori, i piú preparati, i piú capaci – negli enti locali, per far fronte all’amministrazione delle città, delle province; uno svuotamento del ruolo di questi quadri sperimentati nel partito e un ingresso vasto e tumultuoso di piccola e media borghesia nelle strutture di partito, nelle sezioni, che non è di per sé un fatto negativo, ma che diventa devastante in quanto si accompagna alla de-proletarizzazione nella composizione degli organismi e alla de-ideologizzazione del clima culturale interno al partito.

Sono proprio queste classi medie progressiste, orientate a sinistra, assieme ai loro intellettuali di riferimento, che portano nel partito le ideologie piú eclettiche e stravaganti senza trovare un adeguato contrappeso, una massa critica sufficiente di anticorpi.

Tutto ciò si combina con la graduale scomparsa delle cellule sui luoghi di lavoro, con il primato delle sezioni territoriali e della dimensione elettorale, propagandistica, istituzionale della politica; l’assenza di una formazione politico-ideologica dei quadri e delle nuove generazioni.

  L’influenza del contesto internazionale

Vi sono poi anche altri fattori oggettivi del quadro internazionale che in varia misura contribuiscono a favorire i promotori della mutazione, come ad esempio la stagnazione nell’Unione sovietica, gli elementi indiscutibili di crisi che si manifestano nell’esperienza del socialismo reale in Europa; la controffensiva politico-ideologica che dopo il ’75 viene condotta dagli Stati Uniti – dopo la sconfitta in Vietnam – dall’amministrazione Carter.

Ma essi di per sé non possono spiegare la mutazione, dato che nella maggior parte dei partiti comunisti del mondo (da Cuba al Vietnam, dalla Cina all’India, dal Portogallo al Sudafrica…) essi producono sí una spinta alla discussione e al rinnovamento, ma su basi leniniste e rivoluzionarie, non liquidazioniste. Ma cerchiamo di riprendere il ragionamento dal principio.

 Togliatti, Longo, Secchia e il «partito nuovo»

Il Pci che esce dalla Resistenza è un partito di tipo nuovo rispetto a quello che era stato il Pcd’I di Gramsci prima e di Togliatti dopo. È infatti ancora un partito di quadri, di «rivoluzionari di professione», secondo il tradizionale modello leniniano, ma anche di massa. L’esperienza della lotta armata contro l’occupazione tedesca dell’Italia del Nord insieme con la partecipazione a governi di unità antifascista hanno rafforzato il carattere nazionale e di massa del partito.

La conquista della Costituzione democratica e antifascista sarà certamente uno dei maggiori risultati storici della politica di unità nazionale perseguita dal Pci: un risultato che consentirà a quest’ultimo, negli anni a venire, di poter agire in un quadro democratico e legale e di radicarsi cosí profondamente nel tessuto della società italiana.

Il Pci di Togliatti, Longo e Secchia seppe ricollegarsi all’eccezionale esperienza dei Fronti popolari e della lotta contro il fascismo negli anni Trenta, in una stretta linea di continuità con l’elaborazione strategica del VII Congresso dell’Internazionale comunista. Tuttavia, nel 1947, con l’inizio della guerra fredda, si apre una nuova fase.

In Italia, a seguito della scelta di De Gasperi di escludere comunisti e socialisti dal governo, si interrompe l’esperienza della partecipazione del Pci ai governi di unità nazionale. La violenta offensiva del campo imperialista e il brusco mutamento della situazione internazionale che essa comporta richiedono non solo un mutamento tattico della linea politica ma anche una ridefinizione di alcune delle sue basi strategiche.

Certo, non si trattava di rimettere immediatamente in discussione il terreno di lotta democratico e legale e neanche la prospettiva della democrazia progressiva come fase di transizione al socialismo: ma non v’è dubbio che la violenza dell’offensiva borghese imponeva al partito una diversa e piú efficace articolazione del terreno di lotta legale e parlamentare con quello della mobilitazione e della lotta di massa.

È in questo contesto che matura la scelta da parte del Pci e di Togliatti di inviare Secchia a Mosca: in un colloquio con Stalin, Secchia esporrà la situazione italiana e tenterà di capire la posizione sovietica, al di là dei suoi ondeggiamenti e delle sue oscillazioni tattiche. Si tratta infatti di capire meglio quali fossero le «compatibilità» internazionali nell’ambito delle quali agire: non erano piú soltanto gli accordi di Jalta a condizionare l’iniziativa e l’azione politica del partito ma anche l’inizio della contrapposizione politico-militare tra il campo imperialista guidato dagli Usa e quello socialista egemonizzato dall’Urss di Stalin.

La relazione scritta che Secchia farà a Stalin e al gruppo dirigente sovietico è estremamente interessante: il vicesegretario del Pci vi sostiene che il privilegiare il terreno istituzionale a scapito di quello della mobilitazione della classe operaia e delle masse popolari, anche nei momenti in cui piú forte era stata l’iniziativa dei gruppi monopolistici tesa ad una piena «restaurazione capitalistica», aveva finito per indebolire gravemente il partito e condurlo ad un atteggiamento eccessivamente passivo.

E già qui traspare l’embrione di una dialettica, di una differenziazione all’interno del gruppo dirigente del Pci. Non appare tuttavia chiaro se tale dialettica riflettesse una differenziazione strategica tra Togliatti e Secchia. Quest’ultimo ha condiviso pienamente la strategia del «partito nuovo»: come responsabile dell’organizzazione egli è stato tra i costruttori, insieme a Longo e a Togliatti, del «partito di massa».

La stessa vicenda del cosiddetto «comunismo italiano» non sarebbe concepibile senza il fondamentale contributo politico e non solo organizzativo dato da Secchia alla costruzione di un partito insieme di classe e di popolo, dotato dei caratteri di una organizzazione rivoluzionaria e di combattimento ma in grado al contempo di porsi alla testa di uno schieramento di forze democratiche e progressive anche molto ampio ed eterogeneo: l’esperienza della guerra partigiana aveva, non a caso, rappresentato per Secchia come comandante delle Brigate Garibaldi, come del resto per lo stesso Longo, uno straordinario laboratorio politico, nel corso del quale la classe operaia e la sua avanguardia politica rivoluzionaria avevano mostrato di sapere collegare in termini concreti e dialettici la lotta per la democrazia a quella per la costruzione anche dal basso di un potere proletario e popolare in grado di aprire la strada al socialismo.

Del resto, la concezione togliattiana della «democrazia progressiva», pur privilegiando l’esigenza dell’accordo tra i partiti di massa e quindi il terreno della mediazione e del compromesso parlamentari, non sfociava per questo in una visione gradualistica della transizione al socialismo e non sottovalutava di certo la necessità della massima vigilanza rivoluzionaria di fronte ai pericoli di possibili tentativi reazionari.

In questo senso la presenza di diverse posizioni e sensibilità politiche all’interno del gruppo dirigente del partito, ovvero di quello che si può considerare il suo nucleo piú importante, la triade composta da Togliatti, Longo e Secchia, non sembra riflettere radicali o incomponibili divaricazioni strategiche. Né appaiono chiari quali fossero in quel momento, gli orientamenti strategici di fondo di Stalin e del gruppo dirigente sovietico, stretti tra l’esigenza di serrare le fila di fronte all’offensiva del campo avverso e quella di evitare insieme ad un’eccessiva acutizzazione dello scontro di classe sul piano internazionale, un suo esito catastrofico. La teoria dell’inevitabilità della guerra non significava che essa dovesse essere considerata dall’Urss e dall’insieme del movimento comunista mondiale una prospettiva imminente e non escludeva di per sé l’esistenza di margini ancora ampi di manovra e di iniziativa politica.

 Il «rinnovamento» del Pci

Il 1954 è una data importante, «periodizzante» nella storia del Pci: è infatti l’anno della «defenestrazione» di Pietro Secchia. Stalin è morto da un anno. Il vertice del partito sovietico è attraversato da uno scontro durissimo che dopo l’eliminazione di Berija porterà all’elezione di Krusciov, quindi al famoso «rapporto segreto», ovvero alla traumatica demolizione di tutta l’opera di Stalin in nome della critica al «culto della personalità». La morte del capo indiscusso del Pcus chiude un’epoca nella storia del movimento comunista internazionale, aprendone un’altra assai diversa. Lo scontro al vertice del partito sovietico non è perciò riducibile ad una mera lotta per il potere: al centro di esso vi sono infatti nodi e temi strategici che riguardano non soltanto la costruzione del socialismo e perfino del comunismo in Urss ma anche il nuovo ruolo internazionale di quest’ultima in una fase di straordinario ampliamento del campo socialista e dello schieramento delle forze democratiche e antimperialistiche su scala mondiale.

Con la conclusione, nell’estate del 1953, della guerra di Corea si chiude infatti il periodo piú aspro e drammatico della «guerra fredda». Nello stesso campo socialista vengono maturando nuovi equilibri e rapporti interni: la riconciliazione nel maggio 1955 dei sovietici con la Jugoslavia di Tito è il segno dell’emergere di una nuova concezione dell’unità del movimento comunista mondiale e dell’internazionalismo proletario.

Si avvia cosí un tentativo di superamento non soltanto di alcuni tratti burocratici e autoritari dei tradizionali metodi di governo della società e dell’economia propri dei partiti comunisti al potere, caratterizzati da una imitazione spesso troppo meccanica della pur grandiosa esperienza sovietica degli anni Venti e Trenta, ma anche di un certo modo di intendere il ruolo di direzione politica dei comunisti nelle società di transizione.

Sono i prodromi della crisi drammatica e non priva di passaggi tragici del ’56, per molti versi decisiva dei destini dell’Urss e di tutto il movimento comunista internazionale, Pci compreso. Non solo nel Pcus infatti ma anche all’interno di tutti gli altri partiti comunisti si aprono spazi molto piú ampi per uno sviluppo della loro dialettica politica interna, in termini piú vicini ai criteri di una direzione collegiale e quindi alla originaria concezione leniniana delle regole del centralismo democratico.

Anche in Italia, la sconfitta della legge truffa alle elezioni del giugno ’53, merito fondamentale della straordinaria iniziativa politica messa in atto dal Pci, pone le premesse per l’aprirsi di una fase diversa, destinata a sfociare nella svolta del centro-sinistra. La prospettiva della cosiddetta «apertura a sinistra» appare perfino imminente e chiama il Pci a nuovi compiti, dopo i grandi successi nella lotta politica e di massa contro la reazione e per la difesa della legalità repubblicana.

È in questo clima di transizione e di cambiamento, sia sul piano interno che internazionale, che si colloca l’operazione di «rinnovamento» politico-organizzativo del Pci che viene promossa da Togliatti e dal gruppo dirigente. Si tratta di un passaggio cruciale nella storia del Pci non soltanto per i cambiamenti che esso introduce nell’organizzazione e nel modo di funzionare del partito, ma anche per il ricambio di quadri dirigenti a livello intermedio che seguí ad esso. Un ricambio che per il modo in cui venne politicamente gestito certo non sarebbe stato privo di conseguenze nella vicenda successiva del partito come anche nella stessa evoluzione della sua identità e cultura politica di organizzazione di classe e rivoluzionaria.

Difficile è infatti non pensare che l’eliminazione politica di Pietro Secchia, ossia di uno dei fondatori e costruttori del «partito nuovo», non solo abbia drammaticamente segnato un momento fondamentale nel processo di rinnovamento, ma abbia anche finito per condizionarne pesantemente esiti e risultati, soprattutto nel medio-lungo periodo.

Una riflessione sulla storia e sulla evoluzione del Pci non può eludere questo passaggio storico, quali che siano le interpretazioni di merito. Un passaggio ancora oggi non privo di aspetti da chiarire e approfondire e quindi difficile da interpretare e valutare sul piano della riflessione storica: la defenestrazione del vicesegretario del Pci avvenne attraverso un’utilizzazione del tutto strumentale del famoso caso Seniga, cioè senza alcuna discussione delle sue vere o presunte ragioni politiche di fondo.

All’interno del nucleo dirigente dell’organizzazione del Pci, Nino Seniga è il primo collaboratore di Secchia, occupandosi degli aspetti piú riservati dell’apparato semilegale del partito, quindi dei rapporti con le ex formazioni partigiane. Già da alcuni anni era venuto assumendo nelle conversazioni private, con Secchia e con alcuni compagni, una posizione apertamente antitogliattiana, basata sulla convinzione che tutto l’indirizzo politico del segretario del Pci fosse teso ad una sostanziale svendita del suo patrimonio rivoluzionario.

È senz’altro significativo che Secchia respingerà sempre le pressioni di Seniga nei suoi confronti tese a spingerlo verso una posizione di aperta rottura con Togliatti. La fuga di Seniga con la cassa e importanti documenti riservati del partito diventa, tuttavia, l’occasione per il segretario del Pci di eliminare Secchia, evitando una discussione politica che evidenziasse e precisasse gli elementi di differenziazione politica che, sia pure sotto traccia, erano emersi all’interno del gruppo dirigente e dello stesso partito. La richiesta di dimissioni colpisce Secchia tragicamente. C’è una fase in cui addirittura dichiara di volersi suicidare per l’onta e la vergogna di essere stato incauto e di aver affidato a un uomo che aveva finito per tradire il partito in quel modo delle responsabilità cosí delicate.

E a tutt’oggi rimangono, sulla figura di Seniga e sulla natura effettiva della sua provocazione, molti punti interrogativi, tra cui il sospetto che egli fosse da tempo un agente dell’Intelligence Service britannico, paracadutato dagli inglesi nelle formazione partigiane italiane durante la Resistenza, al fine di penetrare gradualmente nell’organizzazione del Pci.

L’allontanamento di Secchia dal vertice del partito trascina con sé la liquidazione di tutta una rete di quadri dirigenti che aveva rappresentato una parte importante della vecchia guardia partigiana e che aveva continuato a costituire negli anni della costruzione del «partito nuovo» un’area organizzativamente e politicamente fondamentale di quest’ultimo. Nello stesso periodo, sarà Amendola, chiamato da Togliatti già nel gennaio del ’55 a svolgere la relazione introduttiva alla IV Conferenza nazionale di organizzazione, a iniziare il processo di riorientamento e riorganizzazione di quelle strutture del partito finalizzate a rendere quest’ultimo pronto a difendersi o a reagire a eventuali colpi di mano reazionari.

Tale operazione si accompagna al graduale smantellamento di quella rete di quadri articolati in micro-cellule (i gruppi di 5 o di 10, sia su base territoriale che nei luoghi di lavoro) che aveva costituito una delle esperienze organizzative piú efficienti del «partito nuovo». Il carattere popolare e di massa di quest’ultimo non doveva mai essere disgiunto, nella concezione originaria del «partito nuovo», dalla sua natura di organizzazione di classe e di combattimento.

È infatti negli anni Cinquanta che il Pci raggiunge l’apice del suo radicamento capillare e organizzato, come partito della classe operaia, con la ramificazione in oltre 50.000 cellule nelle fabbriche e nei luoghi di lavoro. Si trattava, al fondo, di uno sviluppo originale e flessibile della concezione leniniana e gramsciana del partito che si radica in primo luogo dove c’è il conflitto di classe. E che lí si prepara anche a diventare classe dirigente anche nella fabbrica, nella produzione, e quindi nel processo di costruzione del socialismo. In questo senso il «partito nuovo» riprendeva il nucleo piú fecondo dell’elaborazione teorica del Gramsci «consiliarista» dell’«Ordine Nuovo»: la fabbrica è il primo terreno della lotta per l’egemonia, ovvero per la costruzione di un nuovo potere e di un nuovo Stato.

Il superamento di questo impianto organizzativo portava con sé il rischio di favorire, anche al di là delle intenzioni, un graduale ma progressivo smantellamento della organizzazione capillare e rivoluzionaria del partito nella società, e segnatamente – come poi avvenne – delle cellule nei luoghi di lavoro, nelle quali era stata organizzata fino a quel momento la maggioranza degli iscritti. Favorendo una crescente prossimità al tradizionale modello socialdemocratico di organizzazione politica, articolata nelle sezioni territoriali, piú adeguate alla lotta sul terreno elettorale, ovvero maggiormente corrispondenti alle esigenze di un partito teso prevalentemente ad agire nell’ambito istituzionale e parlamentare.

In questa trasformazione, che in parte modifica le forme del suo radicamento sociale, il Pci imbocca una nuova strada. E questa dinamica lo differenzia sempre di piú dall’esperienza di altri partiti comunisti dell’Europa occidentale, come ad esempio il partito comunista portoghese, il partito comunista greco e anche il partito comunista francese (almeno fino alla direzione di Marchais).

Ed anche sugli effetti di lungo periodo di questa differenziazione permangono interpretazioni diverse: vi è chi ritiene che l’esperienza del Pci negli anni Sessanta-Settanta, che lo porterà a diventare il piú grande Pc del mondo capitalistico in termini di voti e di iscritti, lo differenzi in positivo rispetto all’esperienza di altri Pc dell’Europa occidentale;una tesi contrapposta a quella di chi invece ritiene che già in quegli anni si manifestino tendenze e pulsioni che, nel tempo, ne mineranno al suo interno la natura di partito rivoluzionario e di classe.

 Togliatti e il ’56

Sarà proprio dalla Conferenza di organizzazione del gennaio 1955 che prenderà le mosse quel processo di rinnovamento non solo organizzativo ma anche politico e perfino culturale e ideologico del Pci destinato a sfociare nell’VIII Congresso del partito del dicembre ’56, ovvero nella piú organica e compiuta elaborazione della «via italiana al socialismo».

Questo congresso rappresenta sicuramente un grande passo avanti nell’elaborazione teorica e strategica del Pci. Esso è però preceduto anche dalla rottura del nucleo dirigente storico del Pci che aveva fatto la Resistenza, imperniato sulla triade Togliatti, Longo, Secchia, con l’emarginazione di quest’ultimo e di una parte importante di quadri che erano stati l’ossatura della guerra partigiana; e l’emergere di una nuova leva che sarà poi alla testa del Pci dopo la morte di Togliatti (Ingrao, Amendola, Napolitano, Berlinguer).

Vi è chi sostiene che la rottura di Togliatti con Secchia rappresentò una necessaria, sebbene dolorosa e drammatica, rottura con posizioni «settarie» presenti all’interno del partito, inadeguate a fronteggiare una fase nuova di sviluppo della società italiana e del contesto internazionale. Ma non possiamo al contempo escludere che tale passaggio, anche per le forme e le modalità drammatiche con cui fu gestito, abbia potuto finire per determinare uno sbilanciamento dell’equilibrio interno che, nel tempo, avrebbe fatto venir meno l’esistenza di robusti anticorpi al processo di socialdemocratizzazione del Pci, al suo snaturamento come partito rivoluzionario.

Certo è che difficili e complessi, anche perché in larga parte nuovi, furono i problemi e i compiti politici che si imposero non solo al Pci, ma a tutto il movimento comunista mondiale. Il togliattiano «rinnovamento nella continuità» richiedeva perciò un difficile equilibrio, e ciò rimane tutt’oggi oggetto di una complessa riflessione storica, anche alla luce degli sviluppi successivi.

Nel corso dell’VIII Congresso, Togliatti fa seriamente i conti con i grandi temi politici e strategici che la crisi terribile del ’56 ha messo drammaticamente in primo piano. Acutamente il segretario del Pci coglie tutte le novità positive emerse in Urss con il XX Congresso ma anche tutti i limiti e le ambiguità con cui Krusciov e i sovietici gestiscono la cosiddetta «destalinizzazione».

La liquidazione, peraltro ingiusta e per molti versi superficialmente autolesionista, dell’immensa opera ed eredità di Stalin non è certo la premessa piú adeguata all’avvio di un processo di superamento degli errori commessi nella prima fase dell’edificazione del socialismo in Urss, in grado di rilanciare anche la funzione di quest’ultima nella lotta per la pace e il socialismo in tutto il mondo.

Togliatti capisce come non si tratti di liquidare il passato, quanto di attrezzarsi per affrontare le nuove contraddizioni e i problemi inediti che l’inizio di una nuova fase della storia dell’Urss pone drammaticamente al gruppo dirigente sovietico. In questo senso, la lotta contro il revisionismo non poteva andare disgiunta da quella contro il settarismo e il dogmatismo.

In alcuni scritti e interventi fondamentali del ’56, Togliatti procederà ad una prima analisi critica dei problemi e delle contraddizioni anche tragiche che avevano scandito il processo di costruzione di una democrazia socialista in Urss in alcuni momenti della direzione staliniana, rivendicando con forza l’attualità dei tratti essenziali della concezione leninista del processo rivoluzionario, fondata su una visione dialettica del nesso tra democrazia e socialismo, ovvero del rapporto direzione politica del partito comunista e autogoverno delle masse.

La rivendicazione gramsciana del nesso dialettico tra il momento dell’«egemonia» del proletariato e quello della sua «dittatura» è non a caso al centro dell’elaborazione togliattiana della fine degli anni Cinquanta, tutta tesa a definire sulla base della nozione gramsciana di egemonia una politica di alleanze sociali e politiche anche molto ampia ma mirante a spezzare il potere dei grandi monopoli e aprire cosí la strada al potere della classe operaia e quindi al socialismo.

Nei primissimi anni Sessanta Togliatti e una parte della cultura economica legata al Pci svilupperanno in termini ancora piú concreti questa riflessione individuando proprio nelle forme e negli istituti piú avanzati e moderni del capitalismo monopolistico di Stato degli strumenti formidabili di lotta contro il dominio del capitale finanziario e per l’introduzione di una programmazione economica di tipo democratico e potenzialmente socialista.

È evidente come uno sviluppo ed una applicazione coerenti di una siffatta impostazione strategica richiedessero però una lotta a fondo non soltanto contro le tendenze settarie certo presenti in una parte consistente del partito ma anche contro i non meno pericolosi orientamenti di «destra» tesi a una interpretazione sostanzialmente riformistica e socialdemocratica della «via italiana al socialismo».

Non v’è dubbio che l’eliminazione di Secchia favorí il rafforzamento di tali orientamenti. Né si può dire che a Togliatti sfuggisse l’importanza della lotta contro le tendenze di tipo «socialdemocratico» ai fini del mantenimento dell’identità di classe e rivoluzionaria del partito come a quelli della salvaguardia di un’effettiva unità del suo gruppo dirigente. La sua ferma denuncia del carattere reazionario della rivolta ungherese insieme con la rivendicazione altrettanto netta del legame di ferro con l’Urss e il campo socialista rivelano quanto profonda fosse nel segretario del Pci la consapevolezza del nesso dialettico tra la lotta contro il settarismo e quella contro il revisionismo.

Togliatti reagisce addirittura ferocemente a certe spinte interne al partito, come quelle evidenziatesi con il caso Giolitti, e nello stesso momento rivela una grande fermezza contrastando l’emergere, all’interno di una grande organizzazione di massa quale la Cgil, di posizioni critiche dell’intervento sovietico in Ungheria come quella espressa da Di Vittorio.

L’idea che il partito comunista si diriga sempre «dal centro», ovvero sulla base di una sintesi politica superiore sia alle tendenze settarie che ad ogni forma di «opportunismo di destra», lungi dall’esprimere una deteriore tendenza al compromesso e alla «mediazione» eclettica, rivela al contrario uno dei nuclei del leninismo di Togliatti, già evidenziatosi peraltro negli anni della stretta collaborazione con Gramsci e del Congresso di Lione del 1926.

Nel periodo compreso tra il XX Congresso e la sua morte nell’agosto del ’64, Togliatti si scontrerà piú volte con quegli orientamenti interni che vorrebbero spingere avanti il processo di socialdemocratizzazione del Pci. Nel corso della stessa polemica con i comunisti cinesi, il tema delle nuove forme di transizione al socialismo e della necessità di uno sviluppo originale della teoria marxista e leninista dello Stato e della rivoluzione ritorna al centro della riflessione del segretario del Pci.

Ai comunisti cinesi l’interpretazione togliattiana della «via italiana al socialismo» sembra infatti discendere da una grave sottovalutazione della natura pur sempre borghese della macchina statale nelle società capitalisticamente avanzate come quella italiana: una sottovalutazione che finiva per considerare, almeno in linea di fatto se non anche sul piano teorico, la via pacifica e parlamentare come l’unica forma possibile di transizione al socialismo in Occidente.

Ed è appena il caso di notare che, considerando anche alcune esperienze rivoluzionarie successive condotte sul terreno democratico e legale nel corso del Novecento – come ad esempio quella cilena – la riflessione problematica su questo punto di enorme rilievo strategico sarebbe apparsa tutt’altro che infondata. Del resto anche all’interno del Pci la questione appare tutt’altro che scontata o rimossa. Lo stesso documento congressuale del X Congresso (1962) ribadisce come la via pacifica non possa essere considerata l’unica prospettiva possibile. «Che la insurrezione e la guerra civile possano venire evitate non è una certezza. È ciò che noi ci proponiamo, pur sapendo che i gruppi reazionari borghesi sono sempre disposti a fare ricorso alla violenza per sbarrare la via al progresso politico e sociale».

  La segreteria di Luigi Longo

La rottura della triade Togliatti, Secchia, Longo finisce per indebolire anche quest’ultimo. Longo ha infatti rappresentato, lungo un’intera fase, un elemento di trait d’union tra Togliatti e Secchia. Nel partito avanza una nuova leva di quadri: nel contesto di un processo di rinnovamento non solo politico ma generazionale, assumono funzioni dirigenti sempre piú importanti gli Amendola, gli Ingrao, i Berlinguer. Non a caso saranno proprio questi tre dirigenti i rappresentanti delle tendenze piú importanti che caratterizzeranno la vicenda storica e l’evoluzione politica ed ideologica del Pci dopo la morte di Togliatti, avvenuta nel 1964.

Gli anni dal 1964 al 1969 sono quelli della segreteria di Luigi Longo. Sono anni ricchissimi di eventi importanti nella storia dell’Urss e del movimento comunista internazionale, dalla destituzione di Krusciov all’intervento armato in Cecoslovacchia. Longo ha il merito indubbio di riprendere alcune delle indicazioni teoriche e strategiche contenute nel Memoriale di Jalta di Togliatti, rilanciando su basi rinnovate l’impegno internazionalista del partito: un impegno in cui Longo ravviserà sempre il nucleo fondamentale dell’identità stessa del Pci, anche nei momenti di piú drammatico confronto con le posizioni dell’Urss e dei comunisti sovietici.

Eppure è proprio nel breve ma intensissimo periodo della segreteria di Longo, che talune tendenze interne al Pci, che nel ’56 Togliatti aveva saputo respingere e contenere, vengono per cosí dire allo scoperto, aprendo un dibattito nei gruppi dirigenti e nelle stesse file del partito, finalmente piú esplicito e aperto.

Non a caso è proprio all’indomani della morte di Togliatti che Amendola pone, in un articolo famoso, la questione dell’unificazione dei due partiti storici della sinistra italiana, sulla base del convincimento secondo cui le ragioni del ’21 fossero da considerarsi sostanzialmente superate: l’esperienza storica dei partiti socialisti e comunisti nei paesi dell’Occidente, ovvero di capitalismo maturo, era stata infatti scandita secondo Amendola sia dalla sconfitta dell’ipotesi leninista di conquista del potere per via rivoluzionaria che dal fallimento dell’ipotesi riformista della socialdemocrazia.

La strategia e la tattica leninista non ci ha un permesso e non ci permettono di conquistare il potere, in questa parte del mondo e nelle condizioni in cui ci troviamo a operare, e non solo per l’oggi – dice Amendola – ma per una lunga fase. La socialdemocrazia, che forse si è adattata alle caratteristiche delle società dell’Europa occidentale di quanto non abbiano saputo fare i partiti comunisti di orientamento leninista, ha però rinunciato all’obiettivo della trasformazione socialista della società. In fondo è proprio in questo articolo di Amendola che occorrerebbe individuare le radici lontane di quella idea di «terza via» che molti anni dopo sarà, com’è noto, fatta propria da Pietro Ingrao, sia pure sulla base di una sua diversa interpretazione.

Per Amendola, tuttavia, la prospettiva di un partito unico del movimento operaio non comportava la rottura con l’Urss e quindi l’abbandono della scelta di campo antimperialista. Uomo pragmatico, con una visione della politica internazionale improntata ad un solido realismo politico, Amendola ritiene infatti che l’Unione Sovietica e il campo socialista rappresentino un contrappeso fondamentale all’imperialismo: un contrappeso che consente non solo ai comunisti ma alle stesse forze di sinistra di stampo socialdemocratico operanti nel campo imperialista di avere uno spazio di manovra e di azione politiche.

Con la sua proposta di partito unico Amendola tenta di aprire una discussione di grande rilevanza strategica e perfino teorica, che però viene subito chiusa dalla immediata bocciatura da parte della maggioranza della Direzione del Pci della sua proposta. Certo, anche Luigi Longo e la direzione del Pci avevano avanzato nel ’45, all’indomani della Liberazione l’idea di un partito unico dei lavoratori.

Tuttavia quella prospettiva era stata avanzata su basi politiche e ideologiche del tutto diverse: si trattava in quel caso di dar vita ad un partito operaio, saldamente ancorato ai principi del marxismo-leninismo e dell’internazionalismo proletario, sull’esempio delle esperienze di unificazione tra partiti comunisti e socialisti che avevano condotto nella Ddr alla nascita della Sed e in Polonia a quella del Poup.

Lo scontro tra Amendola e Ingrao che caratterizza l’XI Congresso del 1966, e che a nostro avviso, per quanto importante, non investe il tema della natura del Pci – si risolve con una classica mediazione centrista, con la conferma di Longo alla segreteria generale e la nomina di Berlinguer a vicesegretario del partito. E il ’68 è ormai alle porte.

Il «biennio rosso» ’68-69 sembrerà porre, perfino in termini perfino politicamente immediati la questione del governo, ovvero del potere: dalla tribuna del XII Congresso, Luigi Longo si spinge fino ad affermare che «il socialismo è all’ordine del giorno in Italia».

L’esplodere del movimento degli studenti nel ’68 e poi le lotte operaie del ’69 pongono problemi nuovi, sul piano dell’organizzazione e del modo di agire del partito come su quello delle sue prospettive politiche immediate. Significativa è l’apertura di Longo al movimento degli studenti: nel protagonismo sociale e politico di una nuova generazione che individua nel socialismo e nel comunismo i propri riferimenti ideali, il segretario del Pci coglie lucidamente uno straordinario potenziale rivoluzionario, l’emergere di forze e soggetti sociali nuovi da conquistare ed integrare nel sistema di alleanze della classe operaia.

In fondo Longo vede nel movimento degli studenti l’occasione per integrare dentro il Partito comunista forze nuove in grandi di spostarne a sinistra l’asse politico e ideologico, in una prospettiva non molto distante da quella che ispirerà l’atteggiamento di Pietro Secchia, pure ormai del tutto emarginato all’interno del Pci (ma vicino al movimento studentesco).

Nello stesso intervento nella discussione sul Manifesto nel Comitato centrale dell’ottobre del 1969, pur nel contesto di una polemica durissima contro qualunque forma di estremismo e di avventurismo politico, Secchia sottolineerà con grande forza la necessità di una maggiore apertura del partito ai movimenti di massa e alle stesse nuove e originali forme di organizzazione dal basso che vengono via sorgendo dentro di essi; mentre Amendola, si dimostra piú preoccupato del fatto che alcune posizioni estremiste del movimento degli studenti possano diffondersi dentro il partito ostacolandone proprio quella evoluzione in senso riformista già evocata nel suo articolo del 1964.

Nel frattempo emerge all’interno del filone ingraiano il gruppo del «Manifesto» che, fortemente influenzato dalle tesi maoiste della Rivoluzione culturale e dalle posizioni piú «antisovietiche» presenti nel movimento degli studenti, si spingerà fino a teorizzare «la maturità del comunismo». Ed emergono anche posizioni favorevoli allo scioglimento della Fgci nel movimento, che segnalano drammaticamente una difficoltà del Pci a proseguire su una linea di effettivo «rinnovamento» di sé, come partito di avanguardia e insieme di massa, in una fase di grave crisi e transizione, sul piano interno e internazionale.

Il diffondersi del mito della Rivoluzione culturale cinese tra le giovani generazioni, insieme al prevalere in larghe fasce di esse di una dura contrapposizione alla realtà del socialismo sovietico e alla stessa politica di «coesistenza pacifica» condotta dall’Urss sul piano internazionale, segneranno profondamente la vicenda del ’68 italiano.

Al fondo, era il tema gramsciano della «rivoluzione in Occidente» a tornare ancora una volta drammaticamente al centro non solo dello scontro sociale e politico in atto nel Paese, ma anche nella discussione interna al Pci e al suo gruppo dirigente. L’esplodere dei nuovi movimenti coincide non a caso con l’emergere di contraddizioni anche drammatiche all’interno dei Paesi socialisti e del campo antimperialista. La rottura tra Cina e Urss e l’intervento sovietico in Cecoslovacchia rimettono al centro il tema dell’internazionalismo, confermando la lucidità di alcune preoccupazioni dell’ultimo Togliatti sull’unità del movimento comunista internazionale e sulla sua capacità di tenuta nel nuovo contesto mondiale.

Lo sforzo, certo difficile e non privo di passaggi anche tragici, di Luigi Longo, di affrontare l’insieme di tali questioni nel solco togliattiano del «rinnovamento nella continuità» appare particolarmente evidente nel corso della crisi in Cecoslovacchia.

La «riprovazione» dell’intervento promossa dal segretario del Pci insieme con Cossutta e altri non viene spinta fino a un punto di rottura, come invece vorrebbero alcuni ambienti e settori piú oltranzisti interni al Pci, mentre alcuni quadri legati a Secchia, ad Arturo Colombi, ad Ambrogio Donini e allo stesso Longo, tentano di condurre una battaglia politica tesa a impedire il prevalere di posizioni di aperto scontro con i sovietici.

È interessante notare come è proprio nel corso della crisi cecoslovacca che si manifestano all’interno del Pci orientamenti tesi alla formazione di un «polo comunista occidentale», all’origine del tentativo «eurocomunista» di Berlinguer della metà degli anni Settanta. Il dissenso con i sovietici non si spinse tuttavia fino alla rottura e il Pci decise di partecipare alla conferenza dei partiti comunisti convocata a Mosca nel giugno del 1969.

Il dissenso con i sovietici sulla questione della Cecoslovacchia provoca in un uomo come Longo una sofferenza e uno stress di enorme portata. Colpito da una paralisi, Longo è costretto a lasciare di fatto la segreteria generale e ad accelerare la promozione di Berlinguer, che al XII Congresso (1969) diventa vicesegretario del partito: un incarico che manterrà fino al 1972 quando diventerà segretario generale.

Durante gli anni della segreteria di Berlinguer, Longo si troverà via via sempre piú emarginato. Ciò provocherà in lui una profonda crisi depressiva e perfino sensi di colpa per alcune delle sue scelte politiche passate. Non mancano a tal proposito significative (e dirompenti) testimonianze personali da parte di dirigenti politici autorevoli del Pci come Ambrogio Donini (di cui chi scrive può portare diretta testimonianza) e in alcuni casi dello stesso Armando Cossutta, che con Luigi Longo e sua moglie Bruna intrattennero intensi rapporti personali e politici, fino alla morte dell’ex segretario del Pci avvenuta nel 1980.

Tra le tante, ne citiamo qui due (per la prima volta) perché esse rivestono un significato inquietante dal punto di vista del bilancio storico che Longo, depresso e malato, sembra trarre negli ultimi anni della sua vita, col «senno di poi».

Alla luce degli sviluppi successivi al 1968, Longo confida a pochi intimi di essersi «pentito» di aver portato Berlinguer alla segreteria generale del Pci, proprio in considerazione dell’accelerazione che, anche sull’onda della condanna dell’intervento in Cecoslovacchia da lui stesso promossa, Berlinguer e il gruppo dirigente del Pci avrebbero poi impresso all’evoluzione politico-ideologica del partito nel corso degli anni Settanta.

E negli ultimi anni di vita confida ad Ambrogio Donini che, se egli avesse potuto immaginare nel 1968 le conseguenze che la dissociazione aperta dall’intervento sovietico in Cecoslovacchia – al di là del giudizio sull’evento in sé – avrebbero prodotto nel dibattito interno del Pci e nella sua evoluzione politico-ideologica, probabilmente quella dissociazione cosí esplicita non l’avrebbe incoraggiata.

 La segreteria di Enrico Berlinguer

Gli anni dal 1972 al 1984 sono quelli della segreteria di Berlinguer. È un periodo scandito dalle grandi avanzate elettorali del Pci, che porranno quest’ultimo di fronte al problema del governo. Sono gli anni che portano il Pci, alla metà degli anni Settanta, al 35-36%, ovvero al quasi sorpasso elettorale nei confronti della Democrazia cristiana. Ma è proprio in questo periodo che si accelera il processo di mutazione interna del partito, destinato a sfociare, dopo la morte di Berlinguer, nella svolta della Bolognina.

È interessante notar come personalità al di sopra di ogni sospetto di filo-comunismo, già allora, soprattutto negli ultimi anni della segreteria di Berlinguer, nella seconda metà degli anni Settanta e nei primi anni Ottanta, dimostrano di avere consapevolezza di quanto i comunisti italiani siano profondamente mutati.

C’è una dichiarazione di Ronald Reagan, dimenticata e apparsa ai piú quasi incomprensibile, che dice: tra i «partiti comunisti» dell’Europa occidentale, il Pci è il piú «debole».

Lo stesso Aldo Moro, che pure pagherà a caro prezzo il suo tentativo di coinvolgere in qualche modo il Pci nella direzione politica del Paese, dà dei grandi successi elettorali del Pci del ’75 e del ’76, una lettura tutt’altro che superficiale e che oggi non può non apparirci di una sorprendente lucidità. Per lo statista democristiano quei successi sono destinati a mutare in profondità la natura non solo ideologica ma anche sociale, di classe, del Pci, proprio nella misura in cui essi sono l’espressione di uno spostamento a sinistra di ampi strati di ceto medio, i quali, entrando a far parte della base elettorale e della stessa composizione sociale del Pci, non potranno non costituire all’interno di esso un elemento di contraddizione con l’originaria vocazione rivoluzionaria di quel partito.

La valorizzazione del consenso elettorale conquistato non poteva allora non comportare, secondo Moro, una accentuazione degli elementi di mutazione in senso riformista della propria natura, in contraddizione con i settori sociali e politici del partito piú rivoluzionari e classisti.

Una contraddizione – secondo Moro – da cui non era detto che il Pci sarebbe uscito: perché se avesse fatto «marcia indietro», nel senso di recuperare una prospettiva antisistemica, avrebbe dilapidato gran parte del suo successo elettorale tra le classi medie.

E se viceversa avesse voluto conservare ed estendere tale consenso, sarebbe stato costretto ad accentuare gli elementi di mutazione, anche in campo internazionale, creando cosí contraddizioni di natura opposta con i settori sociali e politici del partito piú rivoluzionari, classisti e internazionalisti.

    Compromesso storico e unità nazionale

La politica di unità nazionale ha senz’altro favorito quello che abbiamo definito il processo di mutazione genetica del Pci. Essa non può, tuttavia, essere considerata come una mera conseguenza della strategia del compromesso storico. Tale strategia viene definita da Berlinguer all’indomani della tragedia cilena, sulla base di un’analisi particolarmente lucida dei pericoli reazionari cui in quella fase appare effettivamente esposta la democrazia italiana. Di fronte a quei pericoli, il segretario del Pci rivendica la necessità di una politica di larghe alleanze, che isoli e sconfigga i gruppi borghesi piú reazionari, secondo un’impostazione teorica e strategica classicamente togliattiana.

La politica di unità nazionale deve piuttosto essere considerata come una determinata applicazione «tattica» di tale impostazione strategica, la quale finirà per condurre il Pci ad un’integrazione dentro il quadro delle compatibilità del sistema capitalistico, già peraltro entrato in una fase di acuta difficoltà economica e di crisi generale. Un’integrazione che spingerà il Pci a far propria una politica di sacrifici e di «austerità» a senso unico, con conseguenze drammatiche per le condizioni di lavoro e i livelli salariali della classe operaia.

Berlinguer avverte però che tale politica sta determinando una crisi profonda nel rapporto tra Pci e classe operaia e, contrastando la linea interna dei cosiddetti «miglioristi» (che fa capo a Napolitano e Lama), decide di rompere con la politica di unità nazionale e ricolloca il partito su una linea di lotta e di opposizione, che avrà come momenti emblematici il sostegno alla lotta dei lavoratori della Fiat («se voi occupate la Fiat il Pci vi sosterrà»), la scelta del referendum contro il taglio del punto della scala mobile voluto da Craxi (dove Berlinguer contrasta apertamente l’opposizione di Lama e di una parte importante del gruppo dirigente). E piú complessivamente reagisce al craxismo, come punta avanzata di un anticomunismo di tipo nuovo, che si afferma nell’ambito del Psi (ma penetra anche in settori del partito).

Non si trattava probabilmente, da parte di Berlinguer, di scelte solo difensive. Dietro di esse c’era infatti lo sforzo di ridefinire una prospettiva strategica nuova, dopo la grave sconfitta della politica di unità nazionale. Tanto è vero che un giornale come la Repubblica, sorto alla metà degli anni Settanta proprio per incoraggiare la socialdemocratizzazione del Pci, condurrà in quegli anni una polemica contro questo Berlinguer che torna alla lotta, accusandolo di operare una «francesizzazione» del Pci, una «regressione» politico-ideologica verso le posizioni del Pcf di Georges Marchais, additato allora da Eugenio Scalfari come simbolo negativo di una «ortodossia» da cui prendere nettamente le distanze.

Ma le cose erano ormai andate troppo avanti, e dopo la morte di Berlinguer (1984) quelle correzioni di linea che egli aveva cercato di apportare su alcuni aspetti della politica nazionale del Pci, sarebbero state rapidamente abbandonate.

Ma nella elaborazione e nella cultura politica del Pci durante la seconda parte della segreteria di Berlinguer, maturano anche altri elementi su cui è necessario soffermarsi e che sono tutt’oggi oggetto di una riflessione problematica e diversificata tra i comunisti, in Italia e nel mondo.

    Partito laico o ideologico?

Un fattore che sicuramente contribuisce alla mutazione genetica molecolare del Pci, è la concezione (e la pratica) di partito «laico» e non «ideologico», in cui si attenua il ruolo di una teoria rivoluzionaria come fondamento della cultura politica del partito; una graduale rimozione, cioè dell’importanza del dibattito e del confronto sul terreno teorico, e della conseguente formazione dei quadri.

Questo distacco dalla dimensione «ideologica» (non nel senso marxiano di falsa coscienza, ma nell’accezione leniniana e gramsciana di teoria generale e concezione complessiva del mondo; questa graduale rimozione dell’idea che un partito deve avere fondamenta teoriche solide, sia pure nell’ambito di un confronto e di una dialettica; questa concezione per cui l’unità ideologica del partito non è un bene e un valore da perseguire, si riveleranno, persino al di là delle intenzioni originarie dei loro ispiratori, come componenti essenziali del processo di snaturamento e mutazione dei partiti comunisti che ne assumono i presupposti.

Berlinguer riprende e rilancia, a metà degli anni Settanta, il concetto di «laicità» del partito, di partito non «ideologico», soprattutto in funzione del rapporto e del dialogo con i cattolici. Viene soppresso l’articolo dello sStatuto che fa riferimento al «marxismo-leninismo» come metodo di analisi, posto a fondamento del processo di formazione dei quadri.

Ed anche qui sorge una riflessione legittima su come vada interpretato questo passaggio: come la rinuncia a formulazioni considerate arcaiche e foriere di una interpretazione dogmatica del marxismo e del pensiero di Lenin? Come una concessione tattica alle pressioni che vengono dagli ambienti cattolici progressisti, volta a favorire un processo di avvicinamento tra Pci e mondo cattolico? O come qualcosa che piú in profondità investe la natura del partito?

    Eurocomunismo, socialdemocrazia e «ombrello» Nato

Berlinguer spinge avanti l’integrazione del Pci nell’Unione Europea, che fino a quel momento era contestata come componente organica del blocco imperialista; e con l’eurocomunismo si sviluppa il tentativo di creare un polo comunista europeo, destinato a sfociare nell’incontro tra Berlinguer, Marchais e Carrillo nel 1977.

E si determina, in parallelo, un processo di avvicinamento alla sinistra europea socialdemocratica. Si tratta di una presa d’atto della realtà (la Comunità economica europea come terreno ineludibile di confronto e di lotta, almeno per una certa fase) e di una tattica volta a stabilire con le socialdemocrazie piú avanzate una convergenza sul terreno della pace e delle politiche sociali, oppure – come evidentemente avverrà dopo la morte di Berlinguer – di una piú organica integrazione ideologica e strategica nella sinistra europea socialdemocratica?

La svolta «europeista» si intreccia peraltro a quella che potremmo definire «atlantista». L’accettazione dell’«ombrello» della Nato, nei termini in cui viene formulata da Berlinguer nel 1976, costituisce, infatti, un altro passaggio essenziale nella evoluzione politica e nella collocazione internazionale del Pci.

Certo, già al XIII Congresso del 1972, Berlinguer aveva di fatto abbandonato la parola d’ordine dell’uscita dell’Italia dalla Nato; una posizione resa ancora piú chiara al XIV Congresso nel corso del quale il segretario aveva affermato: «Noi non poniamo la questione dell’uscita dell’Italia dal Patto Atlantico». Ma nel 1976 tale scelta non appare già piú ispirata solo dalla preoccupazione di rafforzare il processo di distensione, ovvero di garantire l’equilibrio tra i blocchi, sia pure nella prospettiva di un loro graduale superamento, cosí favorendo il processo di distensione, ma si presenta come una vera e propria «svolta», giustificata sulla base di un giudizio piú di fondo sul carattere e la natura stessa dell’Alleanza Atlantica.

Berlinguer sembra infatti affermare, sia pure con formulazioni tortuose e non sempre coerenti, che l’ombrello della Nato dia al Pci un margine di manovra maggiore nella lotta per il «socialismo nella libertà» rispetto a quello che gli fornirebbe lo stesso Patto di Varsavia.

In un’intervista rilasciata a Giampaolo Pansa pochi giorni prima delle elezioni del 20 giugno 1976, egli si spinge fino ad affermare «che non appartenendo l’Italia al Patto di Varsavia, da questo punto di vista c’è l’assoluta certezza che possiamo procedere lungo la via italiana al socialismo senza alcun condizionamento» e al giornalista che lo incalza, chiedendogli se ritiene che il Patto Atlantico possa essere «uno scudo utile per costruire il socialismo nella libertà», egli risponde: «Io voglio che l’Italia non esca dal Patto Atlantico anche per questo […]. Mi sento piú sicuro stando di qua […]». Ovvero: l’ombrello della Nato, rispetto a quello del Patto di Varsavia, consente al Pci un margine di manovra maggiore per poter praticare una esperienza originale di transizione al socialismo.

Enormi sono le implicazioni di un giudizio di questa natura. E non perché ci sfugga la consapevolezza che il Patto di Varsavia determinasse una forte limitazione della sovranità dei Paesi dell’Est e dei rispettivi partiti comunisti; ma da qui a trarre la conclusione che sotto l’ombrello della Nato vi fossero condizioni piú favorevoli per la costruzione di una via originale verso il socialismo, il passo è lungo…

Sta di fatto che, dopo l’assassinio di Aldo Moro (riconducibile alla sua linea di dialogo col Pci) e dopo la morte di Berlinguer, il Pci abbandonerà ogni antagonismo nei confronti dell’appartenenza dell’Italia alla Nato e alla stessa presenza di basi militari statunitensi sul territorio italiano, dotate di armi nucleari e di uno status di extra-territorialità, esterne allo stesso sistema Nato, quindi senza alcun tipo di controllo – per quanto fragile e formale – da parte delle istituzioni italiane.

 L’esaurimento della spinta propulsiva

Ma è dopo la crisi in Polonia e la proclamazione in quel paese dello stato d’assedio nel dicembre del 1981, che Berlinguer procederà al tentativo di portare alle sue estreme conseguenze il processo di distacco dall’Urss e dal campo socialista.

Vi sono diverse formulazioni di quella che verrà ricordata come la storica frase di Berlinguer sull’«esaurimento della spinta propulsiva», ognuna delle quali ha un significato diverso (esaurimento delle capacità di auto-rinnovamento interno di quelle società, esaurimento di un modello politico-statuale di socialismo, esaurimento della spinta della rivoluzione d’Ottobre).

Ma la piú impegnativa (e forse anche la meno ricordata) è quella in cui Berlinguer sostiene che siamo entrati in una terza fase dello sviluppo del movimento operaio rivoluzionario mondiale: dove la prima fase era quella della Prima e della Seconda Internazionale fino al 1917; la seconda fase quella imperniata sul campo socialista e sull’Unione sovietica, mentre questa terza fase avrebbe visto come soggetto rivoluzionario fondamentale e trainante («epicentro» del processo rivoluzionario mondiale) il movimento operaio dell’Europa occidentale.

Gli eventi degli anni successivi alla morte di Berlinguer, mentre confermeranno la crisi e il crollo del sistema sovietico, si incaricheranno di smentire in modo evidente la seconda parte di tale assunto.

Certo, l’affermazione berlingueriana sull’esaurimento delle capacità di auto-rinnovamento interno del sistema sovietico coglieva indubbi elementi di contraddizione e di crisi in quel sistema, di effettivo blocco del processo di transizione al socialismo e al comunismo, sebbene non sarebbero mancati nella fase immediatamente successiva alla morte di Breznev e prima del disastro gorbacioviano, tentativi anche significativi di «autoriforma» e rinnovamento del sistema sovietico da parte di taluni settori di esso ancora vitali e dinamici. Tuttavia, la tesi dell’esaurimento della spinta propulsiva della Rivoluzione d’ottobre si collegava strettamente ad una analisi della situazione internazionale e delle prospettive della lotta per il socialismo nel mondo profondamente sbagliata.

Il punto cruciale, e anche il piú dimenticato di tale analisi era rappresentato, infatti, dalla tesi già formulata al XV Congresso, secondo cui la storia del socialismo nel mondo stava entrando in una nuova fase dopo quelle socialdemocratica e sovietica, nella quale sarebbe stato il movimento operaio dell’Europa occidentale a svolgere il ruolo di soggetto rivoluzionario fondamentale.

Una tesi destinata a essere clamorosamente smentita non solo dal rapido esaurirsi dell’«eurocomunismo» e dalla stessa involuzione neoliberale dei partiti socialisti e socialdemocratici europei ma anche dagli sviluppi successivi del quadro mondiale, segnati dalla crescita impetuosa della Cina popolare e dall’emergere di nuove potenti forze antiimperialiste e rivoluzionarie in America Latina, in Africa e nel continente euro-asiatico.

    La discussione degli ultimi anni

Negli ultimi anni della segreteria di Berlinguer la direzione del Pci è sempre piú divisa sulle prospettive. E la discussione vera, non quella che viene enunciata pubblicamente, ha poco a che vedere con la crisi del «modello sovietico». Gli orientamenti politici delle componenti socialdemocratiche interne, quelle che prenderanno il sopravvento dopo la morte di Berlinguer, appaiono discendere da un presupposto, ovvero dall’idea secondo cui nel quadro della contrapposizione tra i blocchi e quindi della divisione dell’Europa, e dopo il trauma dell’assassinio di Moro, l’ingresso del Pci al governo non sarebbe potuto avvenire senza una chiara scelta di campo «occidentale» ed euro-atlantica: una scelta che avrebbe certamente investito l’identità stessa del partito e la rinuncia al «superamento del capitalismo».

Si trattava cioè, in parole povere, di collocarsi come componente di sinistra all’interno dello schieramento borghese e atlantico, conformandosi cosí alla medesima scelta di campo delle socialdemocrazie europee. Non era tuttavia chiaro come convincere tutto il partito, e soprattutto le sue componenti proletarie e/o ideologicamente piú solide, ad accettare una linea di cosí grave rottura con la originaria natura e identità comunista, internazionalista e di classe del Pci. Dato che le motivazioni reali di tale «mutazione» non potevano essere apertamente dichiarate.

Sarà proprio questo il problema che poi risolverà Occhetto, cogliendo al volo l’emozione e lo smarrimento che si determina a livello popolare per il crollo del Muro di Berlino: approfitterà di quel momento, di quella situazione eccezionale per realizzare qualcosa che è già in gestazione in una parte della direzione del Pci, ancora vivo Berlinguer, e che Berlinguer contrastava.

Berlinguer muore l’11 giugno 1984. Si è sostenuto che la sua morte possa essere dovuta, almeno in parte, a un eccesso di stress che l’uomo sopporta da anni, avendo la percezione di questa frattura ormai insanabile che si è determinata all’interno della Direzione del Pci; una frattura da cui egli sente di non essere in grado di uscire né in una direzione né in un’altra, senza scontare una rottura clamorosa del partito.

Ci sarà poi il breve interregno di Natta, con cui il Pci prende tempo con una figura considerata molto vicina a Berlinguer: un elemento di continuità per far fronte insieme alla costruzione di un nuovo gruppo dirigente, perché la morte di Berlinguer è un evento improvviso e coglie il Pci del tutto impreparato. Poi Occhetto e la sua segreteria – dopo aver liquidato malamente Natta, approfittando di un suo malore – coglieranno, all’indomani del crollo del Muro di Berlino, il momento opportuno per dare il colpo finale della Bolognina. Sarà l’ultimo atto del processo di formazione di quel «metro di ghiaccio che non si era certo formato in una sola notte di gelo»

1989 visto desde la Bolognina. Acchille Occhetto. Junio 2019

No hay ninguna duda de que por muchas razones el año 1989 ha sido una gran ocasión fallida, «la ocasión» –como escribe Micromega– «de liberarse de las deformaciones autoritarias y totalitarias recuperando las tradiciones heréticas libertarias del pensamiento comunista y socialista, la ocasión de salir de las crisis de la URSS “por la izquierda”, al estar todavía en pie todas las razones de un empeño político por la igualdad, la justicia y la libertad que finalmente se habría podido expresar sin el lastre soviético».

Y es también verdad que por lo general el «socialismo real», con su desmoronamiento, arrastró consigo a toda la izquierda, que ha girado hacia la derecha con las diversas «terceras vías».

El hecho de volver a recorrer hoy los sucesos de aquella caída del Muro debería, en mi opinión, permitirnos superar las ingenuas interpretaciones que lo han situado en un contexto distinto, proporcionando la imagen de una especia de relámpago en un cielo sereno.

Micromega hace bien, en sus preguntas, en focalizar la cuestión del disenso en el interior del llamado socialismo real. El no haber escuchado aquellas voces con la debida seriedad crítica ha hecho que la crisis de los regímenes autoritarios del Este fuese percibida como inesperada. ¡Se veía venir el colapso del 89!

A finales de los años setenta nos encontrábamos ya frente a un vuelco que asume el tono del sarcasmo. Asistíamos por tanto a un movimiento paradójico, casi diría a un quiasmo, entre el campo del comunismo –nacido ante la historia como la quintaesencia del internacionalismo, que se descomponía en contraposiciones incurables, en guerras entre China, Vietnam, Camboya, en diferencias entre la URSS y China, entre eurocomunismo y degeneraciones autoritarias y policiales en la Europa del Este– y un mundo llamado occidental que experimentaba estrategias transnacionales que se encaminaban en la dirección de una globalización en cuyo centro se situaban las nuevas técnicas de comunicación.

Este proceso y el repentino golpe de la protesta interna y externa habían ya puesto en evidencia la pérdida de centralidad del mundo comunista, y tenían que haber hecho comprender a tiempo que se encontraban ante un declive inexorable. Lo repito: ¡Se veía venir el colapso del 89! Los partidarios de un comunismo nacional que podría haber sobrevivido a la caída de la Casa madre no verán, ni siquiera más tarde, que con el fracaso del internacionalismo la esencia se había ido, la raíz vital de un movimiento que, precisamente gracias a esa raíz internacionalista, había cambiado la historia del siglo XX. Es verdad que no desaparecían todas las aspiraciones, pero cambiaba el escenario histórico en el que esas aspiraciones podrían haber sobrevivido. La reducción de este terremoto a la cuestión de la defensa de un nombre sólo parecerá la manifestación de una mitología infantil, que no se dará cuenta de que las denominaciones, por mucho menos, ya habían cambiado desde la transformación de socialdemócrata a la comunista, buscada por Lenin.

En realidad el auténtico problema sobre el que se tenía que haber reflexionado es que el comunismo, entendido como movimiento real, estaba perdiendo desde hacía ya tiempo su vocación universal, destinada a la liberación humana. Desaparecía definitivamente el proyecto alternativo del comunismo y se reforzaba la globalización occidental, destinada a marcar nuestro tiempo con su fuerza expansiva y sus nuevas y profundas contradicciones.

En el terreno de la cultura comenzó a dejarse sentir el límite no secundario de una parte significativa de las viejas ideologías de izquierda. El de una idea lineal del progreso, que se basaba en la fe en los fines últimos de la historia y en una visión decididamente teleológica, en contradicción con todo el pensamiento moderno, abiertamente crítico respecto a toda forma de finalismo inherente a la naturaleza y a la misma historia. Además, como he subrayado ya en otras ocasiones, la hegemonía del llamado Occidente no se basaba simplemente en la fortaleza industrial, financiera y militar, sino sobre múltiples instrumentos y recursos económicos y culturales que soportaban un sistema internacional multilateral. No nos encontrábamos ya solo ante la contraposición de aparatos coercitivos. Cada vez más aparecía como decisiva la existente entre los aparatos de hegemonía. Y todo ello mientras en el campo del socialismo real se pagaban las antinomias no resueltas que funcionaban en las tripas del propio sistema. En definitiva, desde hacía ya tiempo estaba en marcha una incesante decadencia incrementada por la continua actividad de erosión de la carcoma, de lo que ya hablé en mi libro sobre el eclipse de la izquierda [La lunga eclissi. Passato e presente del dramma della sinistra, Sellerio, palermo, 2018], y que fue anulando progresivamente toda capacidad hegemónica por parte de una ideología que había levantado auténticos muros dogmáticos ante los desarrollos de la modernidad.

Sin embargo, hay que subrayar que, hablando de la forma en que el mundo de la izquierda occidental reaccionó ante 1989, lo que ha sucedido en Italia merece un discurso separado. De hecho, es solo en nuestro país donde coincide la caída del Muro con la transformación del partido comunista más grande de Occidente. Esta transformación, sea cual sea el juicio que de ella se haga, representó el testimonio de una gran e inmediata reactividad a aquella caída y marcó uno de los eventos más importantes de la historia de la izquierda de la postguerra. La fecha de la Bolognina está indisolublemente ligada a la de la caída del Muro. Por esto responderé indirectamente a las preguntas y a las interesantes sugerencias presentadas por vuestra revista siguiendo como hilo conductor los sucesos que llevaron a la svolta de la Bolognina. El hilo conductor de un intento de salida de izquierda de las ruinas del comunismo, que fue en gran parte combatido y pirateado desde el interior.

Fueron muchos los intentos de nuevo comienzo que circularon por Europa y fue en Italia donde se experimentó el más significativo. Pero todos tuvieron un defecto fundamental, el de no haber elaborado el luto con la debida atención. También en Italia, a pesar de notables innovaciones, la llama de los males del pasado, aunque claramente sofocada, continuó abrasando bajo las cenizas, manteniendo la retórica nostálgica del hermoso tiempo perdido. Visto desde esta perspectiva, estoy convencido de que los sucesos del comunismo italiano nos dan un punto de observación privilegiado. No por casualidad ha sido en Italia donde se ha experimentado el único suceso de huida consciente y voluntaria de aquella experiencia.

Apenas habían comenzado los primeros golpes a aquel Muro cuando declaré que estaban cambiando todos los parámetros que habían marcado los trazos fundamentales de la geopolítica del planeta. Y, a diferencia de muchos comentaristas, puse pronto en evidencia que estaba cayendo no solo el comunismo sino el modo mismo de ser y de hacer política de los principales protagonistas que se habían definido en contraposición, o como escudo, al comunismo.

Sin embargo, la cosa más extravagante es que, a la izquierda, ha hecho falta una treintena de años para darse plenamente cuenta. De hecho, solo los últimos sucesos europeos y mundiales nos han situado brutalmente ante el tema del eclipse de la izquierda a escala mundial. Un eclipse que puede ser leído en filigrana con la crisis del comunismo y la expansión de la globalización en dirección neoliberal y que ha hecho surgir nuevas tendencias populistas. El drama, por tanto, viene de lejos, del «fin de la política» del siglo XX, que puede remontarse a la caída del Muro de Berlín.

Desde entonces todos los parámetros de la vieja política se han trastocado de hecho poniendo en crisis tanto a la izquierda reformista como a la radical. Uno de los motivos de esta crisis, aunque no sea completo, es que hemos tardado, como había indicado desde los primeros instantes de la svolta del 89, en comprender que había que ir más allá de las viejas ideologías del siglo XX.

Los acontecimientos europeos, aun con soluciones lamentablemente insatisfactorias, se encargaron de dar la razón a aquella intuición. No puede dejarse de ver que la importancia de aquella caída está en el paso histórico de un mundo gobernado por la confrontación entre dos bloques opuestos a un mundo caracterizado por la expansión de la globalización, con sus luces y sombras, y por el ocaso de las viejas ideologías.

La Unión europea, y respondo así a vuestras preguntas, ha tenido un doble papel. En un primer momento, uno positivo: favorecer un clima de paz y colaboración en el marco de un notable impulso a las instituciones democráticas bajo el signo de una democracia liberal, hoy abiertamente combatida por la denominada democracia autoritaria.

En un segundo momento, uno claramente negativo caracterizado por la subalternidad a una visión neoliberal de la globalización y por haber subordinado la necesaria política de profundización de las instituciones en la dirección de los Estados unidos de Europa a una irreflexiva política de ampliación de la UE.

En Italia, se puede decir que se ha producido la más espectacular superación de todos los algoritmos de la política del pasado. El panorama político es completamente irreconocible: la ola de fondo ha erradicado a todas las fuerzas que basaban sus raíces en el siglo XX, fueran estas socialistas, centristas o moderadas de centro-derecha. Esto explica el desconcierto que padecen muchos ciudadanos. Por esto sugeriría no limitarse en este treinta aniversario solo a la celebración de una fecha. Hay que reanudar el hilo entre aquel pasado y el presente.

Para ese fin me parece útil recordar que la svolta de la Bolognina tuvo lugar antes del definitivo derrumbe de la URSS y del campo socialista, y que el pronóstico del final de aquel equilibrio mundial no podía dejarnos indiferentes. Tal afirmación significaba supuestamente encerrar en un contexto provincial la historia del movimiento comunista internacional del que forma parte integrante la indudable originalidad italiana.

Éramos diferentes, pero no inocentes. El comunismo nació como movimiento internacional y murió como movimiento internacional, independientemente de la svolta. Diferentes han sido las formas de salida de sus escombros. La italiana, si la comparamos con otros países, aunque marcada con defectos, hundimientos, posteriores degeneraciones y engañosas desviaciones, ha sido la más digna.

Con acierto se nos pregunta acerca de cómo es posible que precisamente allí donde el disenso democrático al régimen soviético fue más fuerte se asista hoy a una peligrosa deriva autoritaria. Yo diría que las soluciones en la madre patria del comunismo han sido desconcertantes y en casi todo el campo socialista han dado vida a soluciones autoritarias y de derecha. Esta, en mi opinión, es la prueba de que desde hace tiempo los llamados países socialistas no tenían nada que ver con el socialismo. Esto plantea la seria sospecha de que durante el tiempo precedente no se habían tirado las semillas de una cultura democrática y socialista.

En esencia, hemos aistido a una fuerte regresión, caracterizada, como sostiene el economista francés Thomas Piketty, por la combinación del éxito de las doctrinas conservadoras de la Reagan-economía y el colapso de la Unión Soviética, es decir, de dos acontecimientos que han suscitado una exagerada confianza en la autorregulación del mercado, precisamente en Rusia donde, entre otros, todos los recursos naturales están en manos de diez oligarcas.

Al mismo tiempo las políticas sociales del siglo socialdemócrata han sido sometidas a dura prueba por aquella caída, y al difundido pensamiento único neoliberal se han contrapuesto, durante demasiado tiempo, solo movimientos populistas de derecha y movimientos de protesta de izquierda que no reivindican ni el nombre ni la tradición del movimiento comunista; e incluso aquellos que los reivindican se esconden tras denominaciones diferentes. Hoy es evidente que era muy difícil, si no extravagante, creer en un nacional-comunismo completamente italiano en la era de la globalización y en un mundo que estaba cambiando todos los pilares de la política del siglo XX.

Precisamente entonces no se advirtió el alcance de aquel cambio. No se comprendió que aquellos acontecimientos no tenían que ver solo con los comunistas. Durante los días de aquella svolta dije, ante la incredulidad general, que la campana del nuevo comienzo sonaba para todos. Hoy, si observamos el panorama político que nos rodea, vemos que no queda traza de lo que existía antes de la caída del Muro.

Al mismo tiempo no podemos dejar de darnos cuenta de que toda la reorganización de las fuerzas políticas ha estado inducida o influida por aquel giro. Así ha ocurrido en la derecha con la transformación del Movimiento social, en el centro con el paso de la Democracia cristiana al Partido popular y con el consiguiente final de la unidad política de los católicos. Sin aquella svolta no habría nacido el Olivo.

Naturalmente no todo anduvo bien en la izquierda. No se comprendió que había que salir por la izquierda del derrumbe del comunismo, mediante una redefinición política e ideológica de ese campo. No se trató, como alguno pretende, del día del coraje, de la sublime improvisación que llevó al inexorable y precipitado final del comunismo.

No fue una casualidad que me dirigiera, primero, a los partisanos de la Bolognina. Esa elección implicaba un «nuevo comienzo» de la izquierda que ya no se refería a una única matriz histórica, la comunista, sino que abarcaba el horizonte más amplio de todo el reformismo, laico y católico, del que era rico el paisaje político y de ideas italiano. ¿No era este quizás el testimonio de una cultura política que debía ser cultivada y cosechada? Toda la historia de la traición de la cultura democrática del antifascismo por parte del comunismo internacional de matriz soviética demuestra que no se trató de una elección banal sino de una consciente visión cultural.

En la caída del Muro vemos sustancialmente una potencial liberación de nuevas energías: caía no solo el muro de piedra sino también el muro ideológico que había dividido, en Italia, a los diversos reformismos de nuestra rica tradición política. «Existe la posibilidad», dije entonces, «de recoger nuevas energías, pero también veo la posibilidad de volver a poner en marcha a todas las fuerzas dispersas de una izquierda difusa, de una izquierda sumergida y abatida.

Lo que nos debe guiar es una gran visión, la visión de una gran fuerza democrática que responda a las demandas de la nación […] asumiendo también una función más general de recomposición de la izquierda». La fecha de la Bolognina está indisolublemente ligada a la de la caída del Muro porque, como se puede ver, aquella propuesta de cambio no partía de mezquinos cálculos provincianos; al contrario, estábamos orgullosos de nuestras ideas y de nuestra función.

Nuestra reflexión nacía de algo mucho más importante, de una mutación de la realidad del mundo. Teníamos tras nuestras espaldas años de investigación, de duras autocríticas y de grandes cambios. En aquel informe en el que se proponía la apertura de una constituyente para la formación de un nuevo sujeto político, se hablaba ya de la exigencia de democratizar la globalización, de una new governance del mundo, de la unificación de Alemania, de la centralidad de la integración europea y se preconizaba, a pesar de la incredulidad general, el cambio de todo el panorama político nacional. De ahí que hiciera falta imaginar nuevas rutas con el fin de llegar al objetivo: la fecunda contaminación entre las diversas culturas reformadoras. Subrayo: fecunda contaminación al servicio de una verdadera recomposición unitaria de los diversos reformismos laicos y católicos y no de la multiforme repetición de simples carteles electorales o de fusiones en frío.

Naturalmente no todo funcionó de acuerdo con el proyecto. Caímos atrapados por el tormentoso asunto del nombre. Lo cual fue engañoso en comparación con las perspectivas verdaderas y mucho más completas en las que habría valido la pena centrar la atención. Si nos fijamos en los textos, el punto central de mi propuesta al partido y a la izquierda en su conjunto no era el cambio de nombre, sino el de un proceso constituyente para una nueva formación política que necesariamente requeriría nuevas identidades simbólicas.

Sin embargo, todo se redujo al drama del nombre. De esta forma se ironizó sobre la primacía de la «cosa» olvidándose del dicho, se supone que aprendido en la escuela, según el cual «nomina sunt consequentia rerum». Lo cual fue un testimonio de la necesidad de una prioridad. Y es que no se trataba simplemente de un cambio de nombre efímero, sino de una nueva estrategia.

Al esbozar el camino de lo que debería haber sido el futuro partido democrático y del progreso, afirmaba la necesidad de un verdadero proceso unitario. Lo que significaba la voluntad de poner nuestra fuerza autónoma al servicio de la recomposición unitaria de la izquierda.

Pero la cuestión central que proponía la svolta –un proceso constituyente de las fuerzas reformistas y reformadoras sobre la base de una contaminación capaz de permitir la convivencia de los diversos reformismos– fue ignorada. No se desarrolló un auténtico proceso constituyente con fuerzas externas.

Y precisamente se frenó esta opción de forma activa a través de un comportamiento hostil hacia todo aquel que se acercase desde posiciones externas. Si se excluye la fase extremadamente dichosa del primer Olivo, no por casualidad combatida desde el propio interno, se prefirió ir por el camino catastrófico que condujo a los estados críticos de los que hoy día somos espectadores. Se escogió, tanto en la izquierda reformista como en la radical, la vía de las rupturas de la izquierda y de las fusiones burocráticas entre despojos de aparatos, provocadores en numerosas ocasiones. No se quiso tener en cuenta la palabra clave: contaminación. La posición de aquellos que querían marchar de acuerdo con los pilares claramente definidos por la Bolognina fue derrotada.

Pero –precisamente porque no soy propenso a dejarme llevar por la mística de la derrota– sigo pensando, para evitar equívocos, que teníamos razones de sobra. Como lo vienen demostrando las contumaces réplicas de la historia. Por ello creo que el camino que hay que recorrer continúa siendo el de la reorganización global del reformismo y de las fuerzas democráticas que, naturalmente, no puede quedarse en la mera ingeniería organizativa sino, al contrario, debe tomar impulso a partir de una nueva svolta en el proyecto de la izquierda y de toda la democracia militante, por un salto cultural, un proceso constituyente de las ideas, como entonces dije, por la movilización de un saber renovado que todos juntos, y de forma autocrítica, estábamos, y todavía hoy, estamos llamados a elaborar.

Por eso creo que todavía es posible confiar en un cambio siempre que la socialdemocracia se comprometa a fin de salir de un eclipse que espero no sea eterno. Pero para salir del mismo es necesario pensar en algo radicalmente nuevo

¿De dónde debe volver a partir la izquierda? Los asuntos son muchos y merecerían un ensayo aparte. Pero sería importante tener la conciencia de la necesaria radicalidad en la búsqueda de ideas. Una búsqueda que tenga como faro el de la efectiva liberación humana, más allá de cualquier distinción entre democracia formal y democracia real y cualquier hipótesis de tercera vía.

[Artículo publicado originalmente en la revista Micromega 6/2019. Esta publicación en castellano, con traducción de Javier Aristu, cuenta con el acuerdo de Micromega y del propio autor]

Achille Occhetto. Fue secretario general del PCI a partir de 1988. Tras la caída del Muro de Berlín propuso un cambio de rumbo (svolta) del partido a fin de constituir una nueva formación política de la izquierda italiana. El PCI se disolvió en 1991 en el nuevo partido PDS. La propuesta de Occhetto se planteó por primera vez en un mitin en el recinto llamado de la Bolognina (en Bologna, región de Emilia-Romagna) ante un público de antiguos guerrilleros de la resistencia. Por dar mayor énfasis a la fuerza simbólica del cambio de estrategia, hemos preferido mantener el original italiano svolta (traducido al castellano como cambio de rumbo, giro), dado que ha pasado a la historia de la cultura política italiana como significado de una histórica modificación de la estrategia de un partido político. Así fue en el PCI, primero con la svolta di Salerno propiciada por Togliatti en 1944 en esa ciudad y, ya en 1989, con la nueva estrategia y el cambio de denominación del PCI auspiciado por Occhetto.

El análisis crítico del discurso y la mercantilización del discurso público: las universidades. Norman Fairclough. 2008

Hacia una teoría social del discurso

La teoría social más reciente ha producido importantes aportes acerca de la naturaleza social del lenguaje y su funcionamiento en las sociedades contemporáneas, aportes que no han sido aprovechados de manera extensiva por los estudios lingüísticos (y por cierto, menos aún por las corrientes dominantes en el campo de la lingüística).

Por lo general, los mismos teóricos sociales han articulado sus aportes de manera abstracta, sin un análisis específico de los textos lingüísticos (i). En los estudios lingüísticos se hace imprescindible una síntesis entre estos aportes y las tradiciones de análisis textual. El enfoque que se desarrolla en esta parte del trabajo se orienta en ese sentido.

‘Discurso’ es una categoría empleada tanto por los teóricos y analistas sociales (e.g. Foucault 1972; Fraser, 1989) como por los lingüistas (e.g. Stubbs, 1983; van Dijk, 1987). Como muchos otros lingüistas, emplearé el término ‘discurso’ para referirme primordialmente al uso lingüístico hablado o escrito, aunque al mismo tiempo me gustaría ampliarlo para incluir las prácticas semióticas en otras modalidades semióticas como la fotografía y la comunicación no verbal (e.g. gestual).

Pero, al referirme al uso lingüístico como discurso, estoy señalando un deseo de investigarlo como una forma de práctica social, con una orientación informada por la teoría social.

Considerar el uso lingüístico como una práctica social implica, en primer lugar, que es un modo de acción (Austin 1962; Levinson 1983), y, en segundo lugar, que siempre es un modo de acción situado histórica y socialmente, en una relación dialéctica con otros aspectos de ‘lo social’ (su ‘contexto social’) –que está configurado socialmente, pero también, que es constitutivo de lo social, en tanto contribuye a configurar lo social –.

Es vital que el Análisis Crítico del Discurso explore la tensión entre estos dos costados del uso lingüístico, el de estar constituido socialmente y el de ser socialmente constitutivo, en lugar de optar unilateralmente por una posición estructuralista (como hizo, por ejemplo, Pêcheux, 1982) o una posición centrada en la ‘acción’ [‘actionalist’] (como tiende a hacer, por ejemplo, la pragmática).

El uso lingüístico, aunque con diferentes grados de prominencia según los diferentes casos, siempre es simultáneamente constitutivo de

(i) las identidades sociales

(ii) las relaciones sociales y

(iii) los sistemas de conocimiento y de creencias

Por lo tanto, necesitamos una teoría del lenguaje, como la de Halliday (1978, 1985), que destaque su multifuncionalidad, que considere que el texto (en el sentido señalado en la nota 2) realiza simultáneamente lo que Halliday denomina como funciones ‘ideacional’, ‘interpersonal’ y ‘textual’ del lenguaje.

Además, el uso lingüístico es constitutivo, tanto de manera convencional y socialmente reproductiva como de manera creativa, socialmente transformadora, y el énfasis en una u otra modalidad constitutiva depende de las circunstancias sociales de cada caso particular (es decir, si se genera en el interior de relaciones de poder relativamente estables y rígidas, o relativamente flexibles y abiertas).

Aunque el uso lingüístico está configurado socialmente, esta configuración del discurso no es monolítica ni mecánica. Por un lado, las sociedades y las instituciones, y los dominios particulares dentro de ellas, mantienen (sustentan) una variedad de prácticas discursivas que coexisten, contrastan y a menudo compiten entre sí (‘discursos’ en la terminología de muchos analistas sociales).

Por otra parte, existe una compleja relación entre eventos discursivos particulares (‘instancias’ particulares de uso lingüístico) y de normas o convenciones subyacentes del uso lingüístico. En ocasiones, la lengua puede emplearse ‘adecuadamente’, adhiriendo y aplicando directamente las convenciones, pero esto no ocurre siempre, ni tan generalmente como lo sugieren las teorías de la adecuación lingüística.

Es importante concebir las convenciones que subyacen a los eventos discursivos como ‘órdenes del discurso’ (Fairclough 1989, 1992a), lo que los analistas del discurso francés llaman ‘interdiscurso’ (Pêcheux 1982; Maingueneau, 1987). Una razón que justifica esto es precisamente la complejidad de la relación entre evento discursivo y convención, donde los eventos discursos por lo común combinan dos o más tipos convencionales de discurso (por ejemplo, la ‘charla’ en televisión es en parte una conversación, y en parte, una actuación: Tolson 1991) y donde los textos son por lo común heterogéneos en sus formas y sus significados.

El orden del discurso de algunos dominios sociales es la totalidad de sus prácticas discursivas, y las relaciones (de complementariedad, inclusión/exclusión, oposición) entre ellas –por ejemplo en las escuelas, las prácticas discursivas de la clase, de la evaluación de trabajos escritos, de la sala de juegos y de la sala de profesores.

Y el orden del discurso de una sociedad es el conjunto de estos órdenes del discurso más ‘locales’, y las relaciones entre ellos (es decir, la relación entre el orden del discurso de la escuela y los del hogar y el vecindario). Los límites y separaciones entre, y dentro de los órdenes del discurso, pueden ser puntos de conflicto y de disputas (Bernstein, 1990), que pueden debilitarse o fortalecerse, como parte de conflictos y luchas sociales más amplios (los límites entre la escuela, la casa y el vecindario podrían ser un ejemplo).

La categorización de tipos de prácticas discursivas –los elementos de los órdenes del discurso – es difícil y controvertida: para los propósitos de este artículo simplificaré a partir de la distinción entre discursos (empleando discurso como sustantivo contableii), como modos de significar áreas de la experiencia desde una perspectiva determinada (por ejemplo, discursos patriarcales vs. discursos feministas de la sexualidad), y géneros, usos lingüísticos asociados con tipos de actividad socialmente ratificadas, tales como la entrevista de trabajo o los artículos científicos (ver Kress, 1988, sobre la distinción entre discursos y géneros).

Con análisis ‘crítico’ del discurso quiero decir un análisis del discurso que pretende explorar sistemáticamente las relaciones a menudo opacas de causalidad y determinación entre:

(a) prácticas discursivas, eventos y textos

(b) estructuras, procesos y relaciones sociales y culturales más amplios para investigar de qué modo esas prácticas, relaciones y procesos surgen y son configuradas por las relaciones de poder y en las luchas por el poder, y para explorar de qué modo esta opacidad de las relaciones entre discurso y sociedad es ella misma un factor que asegura el poder y la hegemonía (ver más abajo).

Al referirme a la opacidad, estoy sugiriendo que los vínculos entre discurso, ideología y poder pueden muy bien ser ambiguos, difusos y poco claros para quienes están involucrados en las prácticas sociales, y en general, que nuestra práctica social está ligada a causas y efectos que pueden no ser en absoluto visibles y claros (Bourdieu, 1977) (iii).

Marco analítico

Para explorar esos vínculos en eventos discursivos particulares, empleo un encuadre tridimensional del análisis. Cada evento discursivo tiene tres dimensiones o facetas:

1. es un texto, oral o escrito

2. es una instancia de una práctica discursiva que implica la producción y la interpretación del texto

3. y es parte de una práctica social.

Estas son tres perspectivas que pueden adoptarse, tres modos complementarios de leer un evento social complejo. Al analizar la dimensión de la práctica discursiva, mi interés es político, se centra en el evento discursivo en el interior de relaciones de poder y dominación. Una característica de mi encuadre analítico es que trata de combinar una teoría del poder basada en el concepto de ‘hegemonía’ de Gramsci, con una teoría de la práctica discursiva basada en el concepto de intertextualidad (más exactamente, de la interdiscursividad –ver más abajo).

La conexión entre texto y práctica social se considera mediada por la práctica discursiva: por una parte, los procesos de producción e interpretación textual son conformados por (y, a su vez, ayudan a conformar) la naturaleza de la práctica social, y, por otra, el proceso de producción conforma (y deja ‘rastros’) en el texto, y el proceso interpretativo opera sobre la base de las ‘señales’ del texto.

El análisis del texto es un análisis de forma-contenido –lo formulo de este modo para acentuar su necesaria interdependencia. Como indiqué más arriba, puede considerarse que cualquier texto entreteje significados ‘ideacionales’, ‘interpersonales’ y ‘textuales’.

Sus dominios son, respectivamente, la representación y la significación del mundo y la experiencia; la constitución (el establecimiento, la reproducción, la negociación) de las identidades de los participantes y de las relaciones interpersonales que se establecen entre ellos, y la distribución entre la información dada vs. nueva, y entre la que se destaca en primer plano vs. el trasfondo, o se coloca en último plano (en el más amplio sentido).

Considero que esto ayuda a distinguir dos subfunciones de la función interpersonal: la función de ‘identidad’ – el texto en la constitución de relaciones –, y la función ‘relacional’ – el texto en la constitución de relaciones.

El análisis de estos significados entretejidos en los textos está ligado al análisis de la forma de los textos, incluyendo sus formas genéricas (por ejemplo, la estructura global de una narración), su organización dialógica (por ejemplo, en términos del sistema de cambio de turnos), las relaciones cohesivas entre oraciones y las relaciones entre cláusulas en las oraciones complejas, la gramática de la cláusula (que incluye las cuestiones de transitividad, el modo y la modalidad), y el vocabulario.

Gran parte de lo que se conoce como análisis pragmático (por ejemplo, el análisis de la fuerza de las emisiones) se encuentra en el límite entre el texto y la práctica discursiva (Ver Fairclough, 1992a, para un mayor desarrollo de este marco analítico, y ver más abajo los ejemplos).

El análisis de la práctica discursiva se ocupa de los aspectos sociocognitivos (Fairclough 1989) de la producción y la interpretación de los textos, opuesta a los aspectos socioinstitucionales (que se discuten más adelante). Este análisis involucra tanto la explicación paso a paso del modo en que los participantes producen e interpretan los textos, en lo que sobresalen los análisis conversacionales y pragmáticos, como así también los análisis que se centran en la relación entre el evento discursivo y el orden del discurso, y en la determinación de qué prácticas y combinaciones discursivas están siendo configuradas.

El interés principal, y mi mayor preocupación en este trabajo, se centra en este último aspecto (iv). El concepto de interdiscursividad destaca la normal heterogeneidad de los textos al ser constituidos por combinaciones de diversos géneros y discursos. El concepto de interdiscursividad se basa en, y se relaciona estrechamente con el de intertextualidad (Kristeva, 1980) y, al igual que la intertextualidad, pone de relieve una perspectiva histórica de los textos como transformadores del pasado, las convenciones existentes, o los textos previos, en el presente.

El análisis del evento discursivo como práctica social puede referirse a diferentes niveles de organización social – el contexto de situación, el contexto institucional y el contexto social más amplio o ‘contexto de cultura’ (Malinowski, 1923; Halliday y Hasan, 1985). Las cuestiones sobre el poder y la ideología (sobre la ideología, ver Thompson, 1990) pueden surgir en cada uno de estos tres niveles. Considero útil pensar las relaciones entre discurso y poder en términos de hegemonía (Gramsci, 1971; Fairclough, 1992a).

Las posibilidades creativas, aparentemente ilimitadas, de las prácticas discursivas, sugeridas por el concepto de interdiscursividad –una infinita combinación y recombinación de géneros y discursos – en la práctica están limitadas y restringidas por el estado de las relaciones hegemónicas y las luchas por la hegemonía.

Por ejemplo, donde existe una hegemonía relativamente estable, las posibilidades creativas tienden a estar fuertemente restringidas. Por ejemplo, se puede señalar un contraste bastante burdo entre el predominio de prácticas normativas en la interacción entre géneros en la década de 1950, y la explosión creativa de las prácticas discursivas, ligada con la protesta feminista contra la hegemonía machista en los años ’70 y ’80.

Esta combinación entre hegemonía e interdiscursividad que propongo en mi encuadre del análisis crítico del discurso es concomitante con una definida orientación hacia el cambio histórico.

A los lectores les puede resultar útil tener a mano un resumen de algunos de los términos más importantes que he introducido en estas dos partes:

discurso (nombre abstracto)uso lingüístico concebido como práctica social
evento discursivoinstancia de uso lingüístico, analizada como texto, práctica discursiva, práctica social
Textolengua hablada o escrita producida en un evento discursivo
práctica discursivala producción, distribución y consumo de un texto
Interdiscursividadla constitución de un texto a partir de diversos discursos y géneros
discurso (sustantivo ‘contable’)modo de significar la experiencia desde una perspectiva particular
Génerouso lingüístico asociado con una actividad social particular
orden del discursototalidad de las prácticas discursivas de una institución, y las relaciones que se establecen entre ellas

Lenguaje y discurso en la sociedad del capitalismo tardío

El Análisis Crítico del Discurso tiende a ser considerado en muchos departamentos de Lingüística como un área marginal del estudio del lenguaje, aunque desde mi punto de vista debería ocupar el centro de una disciplina lingüística reconstruida, la adecuada teoría social del lenguaje recientemente solicitada por Kress (1992).

El primer objetivo que persigo en este apartado es sugerir que un fundamento fuerte de esta posición proviene de un análisis de la ‘situación’ del lenguaje y el discurso (por ejemplo, de los ‘órdenes del discurso’) en las sociedades contemporáneas: si los estudios lingüísticos tienen que conectarse con las realidades del uso lingüístico¿ contemporáneo, entonces debe producirse un giro histórico, social y crítico.

El segundo objetivo se completa en el contexto más amplio de los procesos de comercialización del discurso público que se discutirán en la próximo apartado.

Aquí, mi premisa es que la relación entre el discurso y otros aspectos de lo social no es una constante transhistórica, sino una variable histórica, de manera que existen diferencias cualitativas entre diferentes períodos históricos en relación con el funcionamiento social del discurso.

También existen continuidades inevitables: sugiero que no existe una disyunción radical entre, digamos, la sociedad premoderna, moderna y ‘posmoderna’, sino cambios cualitativos en la ‘dominante cultural’ (Williams, 1981) (v) en relación con las prácticas discursivas, es decir, en la naturaleza discursiva de las prácticas discursivas que más se destacan y que tienen mayor impacto en un período histórico determinado.

Más abajo me referiré en particular a Gran Bretaña, pero está surgiendo un orden global del discurso y muchos de sus cambios y características tienen un carácter cuasi internacional.

Las investigaciones de Foucault (1979) sobre el cambio cualitativo en la naturaleza y el funcionamiento del poder entre las sociedades premoderna y moderna sugieren algunas de las características distintivas del discurso y el lenguaje en las sociedades modernas.

Foucault ha mostrado cómo el  ‘biopoder’ moderno se apoya en tecnologías y técnicas de poder que se incrustan en las prácticas cotidianas de las instituciones sociales (por ejemplo, en las escuelas o las prisiones), y producen sujetos sociales.

La técnica de ‘examen’, por ejemplo, no es exclusivamente lingüística sino que se define sustancialmente mediante prácticas discursivas –géneros— tales como los de la consulta/examen médico y otras diferentes variedades de entrevistas (Fairclough 1992 a). Ciertos géneros institucionales clave, como las entrevistas, pero también el asesoramiento [vi], se encuentran entre las características más destacadas de los órdenes del discurso en las sociedades modernas.

En éstas, en contraste opuesto con las sociedades premodernas, el discurso se caracteriza por cumplir un rol distintivo y más importante en la constitución y reproducción de las relaciones de poder y de las identidades sociales que entraña.

Esta explicación foucaultiana del poder en la modernidad también permite explicar el énfasis que la teoría social del siglo XX colocó en la ideología como medio a través del cual se sostienen las relaciones sociales de poder y dominación (Gramsci 1971; Althusser, 1971; Hall, 1982), la normalidad de sentido común de las prácticas cotidianas como base para la continuidad y la reproducción de las relaciones de poder.

Y Habermas (1984) realiza un giro histórico y dinámico en el análisis del discurso de la modernidad con su postulación de la progresiva colonización del ‘mundo de la vida’ por parte de la economía y el estado, que entraña un desplazamiento desde las prácticas ‘comunicativas’ a las prácticas ‘estratégicas’, que encarnan la (moderna) racionalidad puramente instrumental. Este proceso se ejemplifica bien a partir de los modos en que la publicidad y el discurso promocional han colonizado muchos dominios de la vida en las sociedades contemporáneas (ver próximo apartado).

En esta breve revisión de la modernidad, no debo omitir los fenómenos de estandarización del lenguaje, que están estrechamente ligados con la modernización; una de las características de la modernidad es la unificación del orden del discurso, del ‘mercado lingüístico’ (Bourdieu, 1991) mediante la imposición de lenguas estandarizadas en los estadosnaciones.

Muchas de estas características de la sociedad moderna son todavía evidentes en las sociedades contemporáneas del ‘capitalismo tardío’ (Mandel, 1978), pero también se han producido ciertos cambios significativos que afectan los órdenes del discurso contemporáneos que manifiestan una mezcla de caracteres modernos con lo que algunos comentaristas (Jameson, 1984; Lash, 1990) caracterizan como ‘posmodernos’.

La identificación de los caracteres ‘posmodernos’ de la cultura es difícil y necesariamente controvertida, tanto en la esfera del discurso como en otras. A continuación bosquejaré, muy selectivamente, dos definiciones recientes de la cultura contemporánea, la de ‘modernidad tardía’ (ver Giddens, 1991) y la de ‘sociedad de riesgo’ de Beck (1992) estrechamente vinculada a ella, y luego de ‘cultura publicitaria’ (ver Wernick, 1991; y Featherstone, 1991, sobre la ‘cultura de consumo’), para identificar de manera tentativa tres conjuntos de desarrollos que se interrelacionan en las prácticas discursivas contemporáneas.

1. La sociedad contemporánea es ‘post-tradicional’ (Giddens, 1991). Esto significa que las tradiciones, en lugar de darse por sentadas, deben justificarse en relación con otras posibilidades alternativas; que las relaciones en público que se basan automáticamente en la autoridad están en decadencia, porque son relaciones personales basadas, por ejemplo, en derechos y deberes de parentesco; y que la propia identidad de la gente, en lugar de ser una característica propia de las posiciones y los roles, se construye reflexivamente mediante un proceso de negociación (ver también punto 3. más abajo).

Las relaciones y las identidades necesitan, cada vez más, ser negociadas a través del diálogo, una apertura que entraña mayores posibilidades que las identidades y relaciones fijas de las sociedades tradicionales, pero también entraña mayores riesgos.

Una consecuencia de la naturaleza, cada vez más, negociada de las relaciones es que la vida social contemporánea demanda habilidades dialógicas altamente desarrolladas. Esto es así en el trabajo, donde se ha producido un incremento en la demanda de ‘trabajo sensible’ (Hochschild, 1983), y, como consecuencia, un incremento de trabajo comunicativo, como parte de la expansión y transformación del sector de servicios. También es así en los contactos entre profesionales y su público (‘clientes’), y en la interrelación entre socios, parientes y amigos. Estas demandas pueden ser una fuente de dificultades mayores, porque no todos pueden cumplirlas fácilmente; actualmente se ha producido un notable interés en la educación lingüística por el entrenamiento de las ‘habilidades comunicativas’ en la interacción grupal y cara a cara.

Esto proporciona un marco dentro del cual podemos encontrar sentido a los procesos de ‘informalización’ (Wouters, 1986; Featherstone, 1991) que han tenido lugar desde los años ’60 en su aspecto específicamente discursivo, que he denominado ‘conversacionali-zación’ del discurso público (Fairclough, 1992a, 1994 (vii).

La conversacionalización es una característica contundente y penetrante en los órdenes del discurso contemporáneos. Por un lado, puede considerarse como una colonización del dominio público por parte de las prácticas del dominio privado, una apertura de los órdenes públicos del discurso a prácticas discursivas que son más accesibles que las prácticas elitistas tradicionales del dominio público, y, de esta manera, considerarla como un acceso más abierto al dominio público.

Por otro lado, puede considerarse como una apropiación de las prácticas del dominio privado por parte del dominio público: la infusión de prácticas requeridas en los escenarios públicos posttradicionales por los complejos procesos de negociación de identidades y de relaciones al que aludíamos antes.

La ambivalencia de la conversacionalización va más allá: a menudo es una ‘personalización sintética’ asociada con los objetivos publicitarios del discurso (ver 3. más abajo) y ligada a la ‘tecnologización’ del discurso (ver 2. abajo).

2. La reflexividad, en el sentido de empleo sistemático del saber acerca de la vida social para organizarlo y transformarlo, es una característica fundamental de la sociedad contemporánea (Giddens).

En su forma contemporánea distintiva, la reflexividad está ligada a lo que Giddens llama sistemas de expertos: sistemas constituidos por expertos (como los médicos, los terapeutas, los abogados, los científicos y los técnicos) con conocimientos técnicos altamente especializados de los cuales somos cada vez más dependientes. La reflexividad y los sistemas de expertos se ‘expanden incluso hasta el corazón del yo’ (Giddens, 1991: 32) con la muerte de los roles y posiciones impuestos en las prácticas tradicionales, la construcción de la propia identidad es un proyecto reflexivo, que implica recurrir a sistemas de expertos (por ejemplo, la terapia o el asesoramiento).

Las prácticas discursivas mismas son un dominio de experticia y reflexividad: la tecnologización del discurso puede comprenderse, en términos de Giddens, como la constitución de sistemas de expertos cuyo dominio son las prácticas discursivas, particularmente, las de las instituciones públicas.

3. La cultura contemporánea se ha caracterizado como cultura ‘publicitaria’ o cultura ‘de consumo’ (Wernick, 1991; Featherstone, 1991) (viii). Estas denominaciones apuntan a las consecuencias culturales del mercado y la producción masiva –la incorporación de nuevos dominios en el mercado de artículos de consumo (como las ‘industrias culturales’) y la reconstrucción general de la vida social sobre la base del mercado – y un relativo cambio de énfasis en la economía desde la producción al consumo.

El concepto de cultura publicitaria puede comprenderse en términos discursivos como generalización de la publicidad como una función comunicativa (Wernick, 1991:181) –el discurso como un instrumento para ‘vender’ bienes, servicios, organizaciones, ideas o personas – entre diferentesórdenes de discurso.

Las consecuencias de la generalización de la publicidad para los órdenes de discurso contemporáneos son bastante radicales. Primero, hay una reestructuración de los límites entre órdenes de discurso y entre prácticas discursivas; por ejemplo, el género de la publicidad de consumo ha colonizado los órdenes de discurso de los servicios públicos y profesionales en una escala masiva, generando muchos géneros híbridos parcialmente publicitarios (como el género de los prospectos universitarios contemporáneos que se considerarán en el próximo apartado).

Segundo, se ha producido una instrumentalización generalizada de las prácticas discursivas, que incluye la subordinación y la manipulación del significado para el logro de efectos instrumentales. En Fairclough (1989), por ejemplo, consideré el caso de la ‘personalización sintética’, la simulación de la conversación cotidiana persona a persona, en espacios institucionales (recordar la discusión acerca de la conversacionalización en 1. Más arriba).

Este es un caso de manipulación del significado interpersonal con un efecto estratégico, instrumental. En tercer lugar, hay un cambio más profundo y también más contencioso, en lo que Lash (1990) llama el ‘modo de significación’, la relación entre significante, significado y referente. Un aspecto de este cambio es el relativo desplazamiento de la prominencia de diferentes modalidades semióticas: por ejemplo, la publicidad ha experimentado una tendencia muy bien documentada a depender cada vez más de las imágenes visuales, a expensas de la semiosis verbal.

Pero considero que también existe un significativo desplazamiento desde lo que podríamos llamar significación–con referencia a la significación–sin referencia: en la primera se produce una triple relación entre ambos ‘lados’ del signo (significante, significado) y un objeto del mundo real (un evento, una propiedad, etc.); en cambio, en la última no existe objeto real, sólo la constitución de un ‘objeto’ (significado) en el discurso.

Por cierto, la posibilidad de ambas formas de significado es inherente al lenguaje, pero de cualquier modo, puede rastrearse comparativamente su relativa importancia en diferentes tiempos y lugares.

La colonización del discurso por la publicidad también puede tener efectos más patológicos sobre los sujetos, y conlleva implicaciones éticas más importantes. Todos estamos, por cierto, sujetos constantemente al discurso publicitario, hasta el punto de que existe un serio problema de confianza: dado que gran parte de nuestro entorno discursivo se caracteriza por una intencionalidad publicitaria más o menos explícita, ¿cómo podríamos estar seguros de qué es lo auténtico y qué no lo es? ¿Cómo sabemos si una conversación amistosa no es sólo algo simulado con un efecto instrumental? (ix)

Este problema de confianza se complejiza por la significación que tienen las elecciones realizadas entre ‘estilos de vida’ proyectados en relación con los bienes de consumo publicitarios para la construcción reflexiva de la propia identidad. Pero las consecuencias patológicas van mucho más profundo; es cada vez más difícil no quedar uno mismo involucrado en la publicidad, dado que mucha gente tiene que hacerlo como parte de su trabajo, pero también porque la autopromoción se está volviendo parte de la propia identidad (ver 1. más arriba) en las sociedades contemporáneas.

La expansión colonizadora del discurso publicitario arroja así problemas más serios para lo que razonablemente podríamos llamar la ética del lenguaje y el discurso.

Todo esto, repito, es un intento de identificar los cambios en las prácticas discursivas y su relación con cambios sociales y culturales más amplios. No obstante espero que esta exposición esquemática sea capaz de plantear algunos de los aspectos de la ‘cuestión del lenguaje’, tal como se experimenta en la sociedad contemporánea. Si esto resulta convincente, entonces es vital que la gente sea cada vez más consciente del papel del lenguaje y el discurso. Los niveles de conciencia son, sin embargo, muy bajos.

Poca gente posee siquiera un metalenguaje elemental para hablar y pensar acerca de estas cuestiones. Lograr una conciencia crítica del lenguaje y las prácticas discursivas es a mi entender un prerrequisito para ser un ciudadano democrático, y una prioridad urgente en la educación lingüística, y la gran mayoría de la gente (ciertamente esto es así en Gran Bretaña) está muy lejos de haberlo logrado (ver Clark et al. 1990, 1991).

Esta es una oportunidad para que los estudios lingüísticos aplicados ocupen un papel importante en esas cuestiones, aunque no serán capaces de asumir esta responsabilidad si no introducen un giro histórico, social y crítico como el que estoy proponiendo.

La estructuración de un mercado del discurso público: las universidades

En este apartado me referiré a un caso particular y a textos específicos para ilustrar la posición teórica y el marco analítico que planteé en los dos primeros apartados, y al mismo tiempo concretaré la explicación algo abstracta sobre las prácticas discursivas a las que me referí en el apartado anterior. Me centraré en el caso de la constitución de un mercado de prácticas discursivas en las universidades británicas contemporáneas (x), y con esto quiero decir la reestructuración del orden del discurso apoyado en el modelo del mercado. Para algunos puede parecer inadecuado que un académico analice introspectivamente el caso de las universidades como un ejemplo de mercado, pero yo no lo veo así; los cambios recientes que han afectado a la educación superior son un caso típico, y un buen ejemplo, de los procesos más generales de creación de mercados y de bienes de consumo en el sector público.

El mercado de las prácticas discursivas de las universidades es una de las dimensiones del mercado de la educación superior en general. Las instituciones de educación superior han llegado a operar, cada vez más (bajo la presión gubernamental), como si fueran empresas de negocios que compiten para vender sus productos a los consumidores (xi).

Esto no es un simulacro. Por ejemplo, se requiere de las universidades que aumenten sus fondos incrementando proporcionalmente los recursos privados, y que realicen ofertas cada vez más competitivas para el financiamiento (por ejemplo, para atraer grupos adicionales de estudiantes en determinadas áreas).

Pero hay muchas otras cosas en las que las universidades se parecen a las empresas –gran parte de sus ingresos, todavía provienen de subvenciones del gobierno. No obstante, las instituciones están realizando cambios organizativos más amplios que concuerdan con el modo operativo del mercado, como por ejemplo, la introducción de un mercado ‘interno’ haciendo que los departamentos sean cada vez más autónomos, empleando enfoques administrativos ‘empresariales’, por ejemplo, para la evaluación y la capacitación del personal, introduciendo planificación institucional y prestando mayor atención al estudio de mercado.

También se ha presionado a los académicos para que consideren a sus alumnos como ‘consumidores’, y a dedicar sus mayores energías a la enseñanza y al desarrollo de métodos de enseñanza centrados en el alumno. Se considera que estos cambios requieren nuevas habilidades y cualidades de parte de los académicos, y, por cierto, una transformación de su identidad profesional. Ellas se instancian y se constituyen a través de cambios de diferentes niveles en las prácticas discursivas y en el comportamiento,

Notas

La versión original, en inglés, de este artículo fue publicado en Fairclough, N. L. (1993). Critical Discourse Analysis and the Marketization of Public Discourse: The Universities. Discourse & Society 4(2), 133-68.

1 Nota del Autor: Empleo el término ‘texto’ tanto para referirme a textos escritos y transcriptos como a la interacción oral.

2 Nota de traducción: La distinción entre nombres ‘contables’ / ‘no contables’ pertenece a la gramática del inglés y permite distinguir sustantivos que tienen una forma singular y una plural, como house, flower, boy, hat [casa, flor, niño, sombrero] (contables) y otros como water, air, beauty [agua, aire, belleza], que en inglés no tienen forma plural y no pueden ser ‘contados’ (no contables).

3 Nota del Autor: El péndulo de la moda académica parece oscilar contra esta perspectiva ‘ideológica’ y a favor de un mayor énfasis en la autoconciencia y en la reflexividad (ver Giddens, 1991) Aunque acepto la necesidad de una corrección en este sentido (ver más abajo, acerca de la reflexividad) creo que es equívoco abandonar la perspectiva ideológica. Ver Introducción General.

4 NA. Ambos no son independientes, por cierto. La naturaleza de los detallados procesos de producción e interpretación en casos particulares, depende del modo en que se está configurando el orden del discurso. Ver Fairclough (1992 a: 18-19) para una discusión crítica del análisis de la conversación en estos términos.

5 N.A. Empleo este término de una manera más laxa que Williams, para quien las culturas dominante, emergente y opositiva estaban ligadas a las clases dominantes, emergentes u opositoras. Ver Wermick (1991) y también Fairclough (1989).

6 N.T. El término empleado es ‘counselling’ que puede traducirse como ‘asesoramiento’ de tutores o tutorías.

7 N.A. Wouters (1986), considera sin embargo, que la formalización y la informalización son fenómenos cíclicos, y sugiere que se ha producido una nueva ola de formalización desde los años ’70.

8 N.A. Aquí la discusión se apoya fuertemente en Wernick (1991) y en Fairclough (1989)

9 N.A. Otra cuestión es si las prácticas simuladas no son, por la misma razón, devaluadas en general.

10 N.A. En el momento de escribir este artículo, la división binaria entre universidades y los politécnicos se está disolviendo.

11 N.A. Este parágrafo es resultado de un trabajo en colaboración con Susan Condor, Oliver Fulton y Celia Lury.

Discurso & Sociedad, Vol 2(1) 2008, 170-185

Notas Biográficas

Norman Fairclough es profesor emérito de la Universidad de Lancaster y es uno de los fundadores del Análisis Crítico del Discurso. Actualmente contribuye a la enseñanza de cursos de Master en la Universidad de Bucarest e imparte cursos a nivel de doctorado en Dinamarca. Sus principales libros son Language and Power, Londres: Longman 1989 (segunda edición revisada 2001) ; Discourse and Social Change, Cambridge: Polity Press 1992; Critical Language Awareness (libro editado), Londres: Longman 1992; Media Discourse, Londres: Edward Arnold 1995; Critical Discourse Analysis, London: Longman 1995; Discourse in Late Modernity – Rethinking Critical Discourse Analysis, Edinburgh: Edinburgh University Press 1999 (con Lilie Chouliaraki); New Labour, New Language? Londres: Routledge, 2000; Analysing Discourse: Textual Analysis for Social Research, Londres: Routledge 2003; Language and Globalization, Londres: Routledge 2006; Discourse in Contemporary Social Change (libro co-editado), Peter Lang 2007.