Violencia sexual: una epidemia histórica en El Salvador Amaral Arévalo

A diario encontramos, por lo menos, un titular o encabezado que habla de violencia sexual en los medios de comunicación como los siguientes: “Sexagenario condenado por embarazar a una niña en Santa Ana”; “Una menor de 14 años fue violada por su padrastro, quien la amenazaba de muerte”; “Hombre condenado a 27 años por abusar a niña”; “Pandillero rapta y esclaviza a su víctima en Usulután”; “Con prueba de ADN a bebé, identifican al violador”; “Cinco de diez víctimas de abusos sexuales en el país tenían de 1 a 14 años de edad”. La lamentable abundancia de estos muestra la prevalencia de este tipo de violencia como un fenómeno social con el cual convivimos cotidianamente.

Esta “convivencia” significa la vulneración de derechos y el sufrimiento de seres humanos, casi exclusivamente mujeres. Uno de los casos más perturbadores conocidos en los últimos años fue el de Imelda Cortez. Desde los 12 años, había sido víctima de constantes violaciones ejecutadas por su padrastro, José Dolores Henríquez. Bajo amenazas de asesinar a su madre y hermanos, Henríquez logró que Imelda no dijera nada. Este silencio implicó que ella no contara a nadie que estaba embarazada, ya que, de hacerlo público, implicaba revelar la identidad del padre.

Todo este espectáculo del horror fue descubierto cuando Imelda tuvo un parto extrahospitalario. Pero en lugar de recibir atención médica, esta situación condujo a que fuera acusada injustamente de intento de homicidio y permaneciera 20 meses de prisión mientras se dictaba sentencia sobre su caso.

Casos como el de Imelda, sin embargo, no son para nada nuevos en la historia salvadoreña y sirvieron como referencia para textos que hoy son clásicos de la literatura nacional. Antes de 1932, Salarrué escribió La Petaca. Este cuento consiste, resumidamente, en una familia campesina de origen indígena, en la cual vivía María, la menor de los hijos, que poseía una joroba en la espalda, a la cual se le llama petaca en El Salvador. Para remediar esa enfermedad, el padre de María la lleva donde un “sobador” que le da “tratamiento” a su petaca por varios días en forma de violación sexual. Seis meses después, la petaca estaba igual, pero le comienza a crecer el vientre a causa de su embarazo. Por el estado de desnutrición y el embarazo, al final de este cuento de barro, María muere.

Utilizo La Petaca como un documento histórico, por lo cual aclaro que no quiero decir que Salarrué, al escribir este cuento, promovía la violencia sexual en niñas y adolescentes; más bien lo que hizo fue retratar un fenómeno social que se repetía constantemente en la sociedad salvadoreña y que su pluma y su tinta no pudieron ignorar. Este cuento indica que la violencia sexual contra niñas y adolescentes es un elemento negativo en la cultura salvadoreña sobre el cual no se ha reconocido ni investigado en profundidad los mecanismos que lo mantienen. Ante esta situación, analizaremos el proceso colonial por incesto ejecutado contra Pablo de Jesús y Gregoria Martín, y lo relacionaremos con informes sobre embarazos en la adolescencia y violencia sexual contra niñas y adolescentes realizados en años recientes, para encontrar puntos de conexión y posibles líneas de rupturas al fenómeno de la violencia sexual. También se estudiará la sentencia de 16 años de presidio contra Pablo de Jesús, emitida por Pedro Gonzales, alcalde ordinario de Primera vara del Partido, quien conoció en primera instancia de dicho caso.

Pablo de Jesús y Gregoria Martín

El 3 de julio de 1792, la Real Sala del Crimen analizó el proceso iniciado el 18 de junio del mismo año contra Pablo de Jesús y Gregoria [Petrona] Martín, su hija; ambos indígenas del pueblo de Mexicanos, de la jurisdicción de San Salvador, acusados de “incestuosos”.

Proceso colonial contra Pablo de Jesús y Gregoria Martín, por incesto. Fuente: A.G.C.A. (3) 1205-.167. Cortesía de Amaral Arévalo.
Proceso colonial contra Pablo de Jesús y Gregoria Martín, por incesto. Fuente: A.G.C.A. (3) 1205-.167. Cortesía de Amaral Arévalo.

Los acontecimientos de este caso se saben gracias a la intervención del fiscal en turno que realizó diversos alegatos. En primer lugar, se establece que el nombre de la indígena era Gregoria y no Petrona, como está en el inicio del proceso colonial. El fiscal asevera la culpabilidad de la víctima, aunque Gregoria expresa que no tenía posibilidad de resistir “a la fuerza que dice le hacía su padre”. El fiscal toma como verdad irrefutable la declaración de Ana Silveria, de la cual no se da información sobre su parentesco con Gregoria o Pablo. Silveria indicó: “que estando durmiendo en una cama con la otra, Gregoria advirtió que varias noches se separaba de su compañía, al tiempo que su padre, Pablo, le tocaba en el suelo, como esto sucedía era el reclamo cierto que le hacía, y aquella, la misma Silveria, dice que el citado Pablo llev[ó] varias veces al platanar a su hija Gregoria, con sus noches, cuya frecuencia y continuidad persuade naturalmente la libertad de la hija para condescender a la torpe solicitud de su padre”.

En ese fragmento se evidencia cómo Gregoria Martín padeció reiteradas veces violencia sexual ejecutada por su padre, Pablo de Jesús, que en el transcurso de varias noches violó a su propia hija. Al igual que el caso de Imelda, aunque en la descripción del proceso colonial no se menciona la edad de Gregoria, se puede asumir que tendría una edad entre los 12 y 16 años. También, no es nada novedoso saber que el lugar donde se realizaban los actos de violencia sexual era en el interior de la propia casa de Gregoria, siendo su padre -un familiar- el responsable de cometer los actos de violencia sexual.

Pablo de Jesús confirmó estas acciones, confesando “ser cierto que por medio de estas señas

[tocar el suelo]

insinuaba a su hija se acercase a su dormitorio”. Para encubrir estos actos de violencia sexual, Pablo de Jesús se quiso justificar expresando que “por recelo que le asistía de tener una amistad ilícita con Juan Rosa, hijo de la citada Silveria, y que movido del celo paternal por haberlos visto ejecutando una noche lo que maliciaba, de cuyo [h]echo presume que el citado Juan de la Rosa hubiese sido el autor de la preñez [de Gregoria].”

Si las palabras de Pablo de Jesús fueran verdaderas sobre la existencia de relaciones sexuales entre Gregoria y Juan de la Rosa; quiere decir que la actitud del padre pretendía castigar a su hija por medio del uso de la violencia sexual. La postura del fiscal ante este caso indica que eso no era aislado, sino todo lo contrario, una práctica común difundida en todo el territorio: “[…] en atención a que este delito se ha propagado de tal manera que ni las vírgenes más recatadas pueden estar seguras de los torpes insultos de sus mismos padres”. El “delito” al cual hacía referencia el fiscal eran actos de violencia sexual, que en este caso fue categorizado como “incesto”. No obstante, en los procesos de indagación procesal se logró la confesión de Pablo de Jesús, quien admitió “haber conocido carnalmente a su hija, haberla desflorado y, últimamente, quedar en la presunción de que saldría embarazada”.

El embarazo como resultado de una violación sexual en menores continúa siendo habitual. Según el Informe sobre Hechos de Violencia Contra las Mujeres, en 2018 se registraron 4 028 denuncias por delitos contra la libertad sexual en menores de 18 años. Entre los agresores sobresalen los compañeros de vida, conocidos, amigos y familiares. Además, ese año se registraron 173 embarazos de niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual.

El informe sobre el estado de los derechos sexuales y reproductivos con énfasis en niñas, adolescente y mujeres, muestra que existe una naturalización de los embarazos en la adolescencia, incluso a partir de los 9 años, y las relaciones con hombres con una diferencia de edad de 20 años o más. En este tipo de relaciones prevalece una jerarquía de poder que limita el desarrollo integral de niñas y adolescentes. Así mismo, se sigue considerando que el embarazo en la adolescencia no es consecuencia de una violencia sexual, y, por tanto, no es un delito. No se denuncia, no se procesa y no se sanciona. En el caso del proceso colonial, el fiscal pide en sus alegatos finales una pena de 16 años en prisión para Pablo de Jesús.

Dos meses más tarde, el 12 de septiembre de 1792, la Real Sala del Crimen, reconfiguró la condena pronunciada por el alcalde de Primera Vara del partido. La nueva resolución condenaba al “indio Pablo de Jesús a doscientos azotes y seis años de presidio en el de San Carlos de esta capital, llevando al tiempo de los azotes un rótulo en la frente que diga ‘por incestuoso’, y a Gregoria Martín a cuatro años de reclusión”. Al renombrar este acto como “incesto”, se asume que Gregoria consintió la violencia sexual de la que fue víctima. Esta modificación es relevante, porque indica que las infracciones legales relacionadas con la sexualidad implican que las víctimas, en este caso de violencia sexual, sean tratadas como “cómplices”, ya que se asume que lo pudo haber evitado. Si la violencia sexual recibida hubiera sido catalogada como estupro, tal vez Gregoria no hubiera sido condenada a cuatro años de prisión.

El 16 de octubre de 1792, Pedro Gonzales informó a la Real Sala del Crimen la ejecución de los 200 azotes sobre Pablo de Jesús y su envío a las cárceles de San Carlos en la Ciudad de Guatemala.

Más de 200 años separan el caso de Gregoria Martín con el caso de Imelda Cortez. Sin embargo, guardan una relación extremadamente próxima. En ambos casos, la violencia sexual se ejecuta al interior del hogar por aquel que representa la figura paternal; es decir, por medio de quien tiene el ejercicio del poder y es capaz de someter al cuerpo femenino por medio del dominio patriarcal. Producto de ese hecho existe un embarazo, el cual conlleva una culpa para la víctima. En el caso de Gregoria, el fiscal la acusó de ser responsable de estos actos, asumiendo que tenía la posibilidad de no “condescender a la torpe solicitud de su padre”. La acusación de la Fiscalía en el caso de Imelda daba a entender que ella debía de haber denunciado la violencia sexual que padecía y de llevar control prenatal del embarazo producto de la violación; no haberlo hecho la convirtió de inmediato en sospechosa de haber intentado asesinar a su hija. 

La diferencia entre ambos casos es que Pablo de Jesús fue enjuiciado al mismo tiempo que Gregoria y condenado a cumplir una pena mayor que la de su hija. Mientras que Imelda fue objeto de un proceso judicial que la acusaba de homicidio agravado imperfecto o en grado de tentativa, por lo cual podía ser recluida por 30 años; en contraposición a los 14 años que purgará José Dolores Henríquez por violencia sexual en contra de Imelda.

Reflexiones finales
El proceso colonial contra Pablo de Jesús y Gregoria Martín, padre e hija, datado en 1792, sirve para ejemplificar que la violencia sexual contra niñas y adolescente es un fenómeno social que aparece reiterativamente en la historia salvadoreña, naturalizando y normalizando este fenómeno.

Que existan niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual al interior de sus hogares, es responsabilidad, en gran medida, de sus familiares y conocidos. La sociedad condena el embarazo en la niñez y la adolescencia, que generalmente es consecuencia de violaciones sexuales, y culpa a las víctimas por no haberse protegido o por no denunciar a sus agresores, sin tomar en consideración las amenazas evidentes o sutiles que reciben de parte de sus victimarios, como el caso de Imelda, para ejemplificarlo. Estos son elementos que histórica y socialmente se han constituido como parte de la cultura salvadoreña.

¿Por qué no ha cambiado nada en más de 200 años? Básicamente, porque se le ha dado al problema las mismas respuestas. Por una parte, el tabú para hablar de la sexualidad, y aún más de violencia sexual, fundamentado en el moralismo demagógico, saturado de aspectos religiosos ultraconservadores, que propone expiar los males por medio del sufrimiento, condenación y crucifixión de otros seres humanos. En la práctica, quienes se “sacrifican” y terminan encarceladas son mujeres adolescentes o jóvenes pobres, de baja escolaridad, que han estado sometidas a diversas formas de violencias al interior de sus hogares y comunidades, con un nulo control sobre sus cuerpos.

El abordaje de la sexualidad al interior de las políticas públicas se ha hecho uso de ese proceso de inequidad social que San Romero habló hace más de 40 años, ese que señalaba que “La ley es como una serpiente, únicamente ataca a quien está descalzo”. Esa inequidad social conjugada con el moralismo religioso ultraconservador es lo que permite que los delitos relacionados a la sexualidad sean vistos únicamente como responsabilidad de las víctimas, las cuales son vulnerables para ser acusadas, encarceladas e incluso asesinadas, dependiendo de su clase social, sexo, color de piel u orientación sexual. Podemos retomar como ejemplo los procesos de restricción sanitaria obligatoria a los que han estado sometidas las mujeres que ejercen el trabajo sexual desde finales del siglo XIX, la restricción de su presencia en lugares públicos, como los teatros, en la década de 1910, su encarcelamiento y la represión respaldada por ordenanzas municipales, e incluso la humillación por parte de cuerpos de seguridad pública que exponen abiertamente su estado serológico. Mientras que a los “clientes” o “asiduos” consumidores del trabajo sexual no se les aplica ninguna sanción por sus acciones.

Un segundo ejemplo es la penalización absoluta del aborto. La reforma al Código Penal de 1997, bajo la presión de grupos antiderechos, eliminó la tradición jurídica salvadoreña, de más de 150 años, de tener condiciones específicas para permitir el aborto. Esta modificación tuvo como resultado la criminalización de víctimas de violencia sexual. Al igual que Imelda, tras la lectura de los procesos penales, se puede asegurar que la mayor parte de las mujeres encarceladas, acusadas inicialmente por aborto, fueron víctimas frecuentes de diversas formas de violencia, incluyendo la sexual; además, son mujeres de escasos recursos económicos, del área rural o urbano marginal, con una escolaridad baja, con una situación laboral precaria o inexistente, que en muchos casos ni siquiera se sometieron a control en el sistema de salud público. Ninguna mujer de clase media o alta ha sido acusada por aborto o encarcelada por este hecho. El aborto es un privilegio de clase social en el país.

Como tercer ejemplo tenemos la ausencia de una educación integral de la sexualidad. Sectores conservadores y antiderechos han injerido en la toma de decisiones políticas para que esta sea responsabilidad única de los padres de familia, ya que arguyen, sin mayores fundamentos que su moralismo estrecho, que la educación integral de la sexualidad promovería entre la niñez y la adolescencia las relaciones sexuales prematuras. La iniciación sexual no se puede detener, esta se ejecutará de una u otra forma. Lo que se procura con la educación integral de la sexualidad es que dicha iniciación sea informada, protegida y libre de violencia. Las fuerzas conservadoras y antiderechos accionan como estrategia política un moralismo restringido que procura no reconocer a las niñas, niños, adolescentes y jóvenes como como sujetos de derechos ni como futuros ciudadanos que ejercerán su sexualidad. Bajo esta medida, es lógico que este ciclo histórico de violencia sexual se repita. No es una casualidad que tocar los genitales de una niña de 10 años sea considerado apenas como una falta para la Primera Cámara de lo Penal.

¿Qué se puede proponer para cambiar? En primer lugar, debemos de alejarnos de las respuestas originadas desde moralismos ciegos, que han dado como resultado la naturalización y normalización de la violencia sexual, tanto en discursos como la formulación de políticas públicas. En segundo lugar, necesitamos ensayar respuestas desde otros paradigmas y concepciones. En este caso, dar respuestas desde la óptica de los derechos sexuales y reproductivos. ¿Por qué? Porque los derechos sexuales y reproductivos extraen la sexualidad del armario de la reproducción para pensarla más flexiblemente y reconocer que históricamente ha estado supeditada a discursos, instituciones y prácticas conservadoras. Esto afecta, principalmente, a personas que se alejan del modelo hegemónico de hombres y mujeres heterosexuales, blancos, religiosos, privilegiados, cuya frontera, en el caso de El Salvador, equivale a ganar más de $600 mensuales. 

Los derechos sexuales y reproductivos no son “nuevos derechos”, como los sectores conservadores y antiderechos acusan. Estos son definiciones que deben inspirar a los Estados y a sus instituciones para gestionar políticas públicas en las esferas de la sexualidad, teniendo como guía los principios fundamentales de los derechos humanos. Si apostamos por el cumplimiento de estos, por medio de políticas públicas reales y plenas, podremos romper con este ciclo histórico de la violencia sexual al interior del país. Asumamos este reto.

Las redes de la desigualdad: un enfoque multidimensional (2004) Luis Reygadas

En dónde buscar las causas de las desigualdades? ¿En los diferentes recursos y capacidades que tienen los individuos? ¿En las relaciones que se establecen entre ellos? ¿En las estructuras sociales? Por regla general, los estudios sobre la desigualdad han escogido alguna de estas tres opciones.

Las teorías individualistas han puesto el acento en la distribución de capacidades y recursos entre los agentes, las teorías interaccionistas han hecho énfasis en las pautas de relaciones y en los intercambios desiguales y, a su vez, las teorías holísticas se han concentrado en las características asimétricas de las estructuras sociales. Cada una de estas perspectivas ha arrojado luz sobre un aspecto del fenómeno de las desigualdades pero, tomadas por separado, tienen importantes limitaciones. Este artículo intenta conjugar estas tres perspectivas, con miras a proponer un marco multidimensional para el estudio de la desigualdad.[1]

Para la consideración de estos aspectos de la desigualdad me apoyo en la idea de Eric Wolf acerca de las diferentes dimensiones del poder, ya que la desigualdad es un fenómeno indisoluble de las relaciones de poder; véase Eric Wolf, Figurar el poder: ideologías de dominación y crisis, México, CIESAS, 2001, p. 20.

CAPACIDADES INDIVIDUALES Y DESIGUALDAD

La mayoría de los estudios sobre la desigualdad se enfoca en el plano individual, se centra en la distribución de diferentes atributos entre las personas y analiza cómo esta distribución incide sobre los resultados desiguales que se alcanzan en un contexto social dado. La capacidad que tiene un agente para apropiarse de una porción de la riqueza que se produce en la sociedad depende de muchos factores. Entre los aspectos individuales más conocidos algunos son externos a las personas y otros son inseparables de ellas. Los externos se refieren a la posesión de recursos que permiten producir o extraer más riquezas del entorno: utensilios, herramientas, maquinaria, medios de transporte, locales, dinero, etc. Entre los internos están la propia capacidad de trabajo (en cantidad, calidad y grado de complejidad), los conocimientos, la creatividad y la inteligencia.

Con el tiempo, los recursos externos han adquirido mayor importancia, pues antes se requerían sólo herramientas muy simples que eran una prolongación del cuerpo humano, y ahora se utilizan máquinas e instrumentos complejos que multiplican y diversifican las posibilidades productivas. Esto indica que las capacidades de apropiación de los individuos dependen cada vez más del contexto social: hace siglos bastaban las habilidades aprendidas en el seno de la familia y unas cuantas herramientas simples, hoy se requieren formación especializada y recursos materiales cada vez más complejos.

Las diferencias en cuanto al tipo, la cantidad y la calidad de los recursos externos poseídos por los individuos tienen una incidencia central en los niveles de desigualdad. Los recursos interiorizados también son decisivos, porque es más difícil ser despojado de ellos y condicionan el uso y aprovechamiento de los recursos externos. Un bien externo puede incrementar rápidamente la apropiación de riquezas, pero en el largo plazo los recursos interiorizados pueden ser más importantes, porque aumentan las posibilidades de apropiación y retención de las riquezas.

Para combatir la pobreza hay que incrementar las capacidades de los individuos y no sólo distribuir bienes. Claro que lo inverso también es cierto: las capacidades interiorizadas difícilmente florecerán si no se cuenta con bienes primarios básicos para la subsistencia y el trabajo.[2] Otra ventaja de los recursos interiorizables es que incrementan el poder del receptor y reducen su dependencia respecto al proveedor.

En la capacidad individual para tener acceso a las riquezas sociales intervienen otros factores, menos conocidos o más difíciles de evaluar o cuantificar, pero que también resultan decisivos. Entre ellos pueden mencionarse el capital cultural, las certificaciones, el status, la etnia, el género y otros atributos individuales.

Pierre Bourdieu acuñó el concepto de capital cultural para mostrar la trascendencia de los aspectos simbólicos en la construcción de las diferencias de clase. El capital cultural puede ser material u objetivado (obras de arte, museos, objetos, artefactos), pero también puede ser subjetivo, adquirido por los individuos a lo largo de muchos años de socialización e incorporado en sus esquemas de percepción y pensamiento.[3]

Muchos de los dispositivos más sutiles y más ominosos de la desigualdad tienen que ver con las diferencias en capital cultural subjetivo. Sutiles porque aparentan ser habilidades que merecen recompensa, cuando en buena parte son resultado de inequidades previas; y ominosos, porque son diferencias que se llevan inscriptas en el cuerpo, como estigmas.

No sólo cuentan las capacidades de los individuos, también las certificaciones de que las poseen. En particular, las credenciales escolares se tienen en cuenta para la remuneración de los empleados, pero cada oficio y profesión dispone de mecanismos de certificación específicos y con ritos de paso para reconocer a sus miembros y establecer gradaciones entre ellos. Hay discrepancias entre las capacidades reales y las capacidades certificadas, que pueden derivar de errores en los mecanismos de certificación o, con mayor frecuencia, de la exclusión y discriminación con los que operan.

El prestigio social, además de ser un bien preciado desigualmente distribuido, es fuente de nuevas desigualdades, ya que el acceso diferencial a muchos recursos se encuentra asociado a las distinciones de status. Esto es evidente en las sociedades organizadas en torno a castas, estamentos o grupos étnicos, pero sigue siendo importante en sociedades abiertas o democráticas, en donde las gradaciones de status se reconstruyen en torno a otros criterios, algunos explícitos, como los méritos escolares,[4] los ingresos, la religión o la nacionalidad, y otros más soterrados y cotidianos, pero no por ello menos eficientes, como el acento al hablar, la manera de escribir, el estilo de vida y el consumo cultural.

Las características étnicas han sido fuente de muchísimas desigualdades. Sociedades que en algunos aspectos son muy igualitarias pueden ser tremendamenteasimétricas respecto a sectores que no pertenecen a la misma etnia o elmismo grupo racial que los sectores hegemónicos. A pesar de que casi todos lospaíses prohíben cualquier discriminación étnica, ésta sigue ocurriendo en lapráctica, cuando en forma consciente o inconsciente se asocian las distinciones étnicas con otras formas de clasificación social y con la distribución de tareasy recompensas.

El género ha sido uno de los factores centrales en la construcción de desigualdades. Se han estructurado distinciones sociales y culturales entre los hombres y las mujeres para convertir las diferencias biológicas del sexo en jerarquías de poder, de status y de ingresos. La medición y valoración de las capacidades individuales casi siempre pasa por el tamiz del género, lo mismo que la distribución de cargas y recompensas que se deriva de esa valoración.

Otros atributos individuales, como la talla, el peso, la belleza, la apariencia física, el color de la piel, la fortaleza, la agilidad y la discapacidad física son fuente de muchas inequidades, no sólo en profesiones íntimamente ligadas con las características corporales, como el deporte y el modelaje, sino en muchos empleos, desde la abogacía hasta la terapia sicológica, pasando por el comercio o los trabajos de oficina. Ya sea para tener acceso a puestos privilegiados o para evitar verse confinado a los empleos más despreciados, estos atributos siguen contando, incluso en países que han aprobado leyes ex profeso para evitar este tipo de discriminación.[5]

El análisis de las diferentes capacidades de los individuos arroja luz sobre un aspecto de la desigualdad, en tanto que ayuda a responder las siguientes preguntas: ¿qué características de los sujetos inciden en la apropiación diferencial de los bienes sociales valorados? y ¿cuáles son los factores relevantes que hacen que unas personas puedan tener acceso a mayores riquezas que otras en un contexto social determinado? La contribución es importante, pero un análisis de la desigualdad que sólo se quede en la dimensión individual tiene varios problemas, entre ellos los siguientes.

a) Los atributos individuales tienen un origen social. Las capacidades personales, aunque tengan un componente genético, son resultado de procesos históricos y su adquisición no depende sólo del esfuerzo o de la tenacidad de las personas, sino también de condiciones y procesos colectivos.[6]

Si alguien tiene un desempeño escolar impresionante, que después le lleva a obtener un buen trabajo y grandes ingresos, es algo que no depende sólo de sus genes o de su dedicación al estudio, sino también de la nutrición propia y de sus padres, del capital académico y cultural que adquirió en el seno familiar, de la calidad de sus profesores y de sus escuelas, de las redes sociales en que se movió, etc. Aspectos que en apariencia son naturales y personales, tienen detrás una historia social.

b) Las capacidades individuales también son sociales en su ejercicio, ya que están sujetas a procesos de valoración colectiva. No existen criterios universales para determinar qué capacidad de trabajo, qué conocimientos o qué atributos físicos son los mejores y merecen mayores recompensas. Por el contrario, cada época y cada sociedad tienen sus propias escalas de valoración, de modo que la capacidad individual de apropiación no depende sólo de cualidades intrínsecas a las personas, sino de la apreciación social de esas cualidades.[7]

La valoración de la belleza, de la inteligencia o del trabajo de alguien es un acto cultural que puede ser objeto de interpretaciones encontradas, disputas y negociaciones.[8]

c) Quedarse en el plano de las capacidades de las personas equivale a ver a la sociedad como un mero agregado de pequeños productores aislados, a la manera de Robinson Crusoe, en el que cada quien obtiene de la naturaleza lo que le corresponde de acuerdo con sus habilidades, fuerza, conocimiento e inteligencia, sin reparar en las interacciones de los agentes ni en los constreñimientos de las instituciones y estructuras sociales.[9]

Un enfoque individualista de la desigualdad es útil para determinar los resultados diferenciales que obtienen los agentes, haciendo abstracción del contexto social y de las relaciones sociales.

Pero tendría fuertes limitaciones para considerar los factores metaindividuales. El ambiente del que se extrae la riqueza no se puede considerar como un medio natural intocado, que está ahí virgen y disponible para el primero que llegue a aprovecharlo. Lejos de eso, las riquezas se obtienen de un entorno que es producto social de muchas generaciones, y se recurre a una masa de conocimientos acumulados y de recursos institucionales que son resultado del esfuerzo colectivo de la humanidad, aunque puedan ser objeto de apropiaciones y usos privados.

d) La perspectiva meramente individualista de la desigualdad se queda en el terreno de la apropiación, pero no logra explicar la expropiación. Contribuye a esclarecer las diversas capacidades de los agentes para apropiarse de diferentes proporciones de la riqueza, pero deja fuera del campo de su análisis los procesos de explotación y acaparamiento de oportunidades que desempeñan un papel central en la generación de las desigualdades de mayor magnitud.

Las mejores estrategias que proponen los enfoques individualistas para reducir la desigualdad apuntan hacia la elevación de las capacidades de los sujetos, en particular de los más pobres o excluidos, mediante la educación y la capacitación[10].

Dichas propuestas no son negativas, es más, son fundamentales, ya que si no se fortalecen las capacidades de apropiación de la mayoría de la población, la desigualdad persistirá. Pero son insuficientes. Las relaciones de poder, el entramado institucional y las estructuras sociales que sostienen la desigualdad, también tienen que ser transformadas para que se desarrollen en todo su potencial las capacidades de quienes enfrentan las mayores desventajas.

El análisis de la dimensión individual muestra que diferentes sujetos tienen diferentes capacidades, pero no explica cómo se construyeron esas diferencias, ni las relaciones entre los agentes. Tampoco dice mucho sobre el contexto social en el que operan. Utilizando una metáfora, puede decirse que el plano individual del análisis permite ver que cada persona tiene una red para pescar diferente, más grande o más pequeña, hecha con material más resistente o más frágil, con un entramado más cerrado o más abierto, y que cada quien tiene más o menos fuerza y más o menos habilidad y conocimientos para pescar, de modo que, al conjugarse todos esos factores, algunos atrapan más peces que otros.

También nos recuerda que para enfrentar la pobreza y la desigualdad no sirve de mucho repartir pescado a los que no lo tienen, que es mejor enseñarles a pescar. No es poca cosa ayudar a entender esto, pero muchas cuestiones quedan sin explicar.

No sabemos nada sobre las reglas que regulan la pesca, o por qué algunos pueden pescar en donde hay peces más grandes y de mejor calidad mientras que para otros esos lugares están vedados, por qué algunos no tienen acceso a las mejores redes o cómo fue que algunos nacieron en pueblos en donde nadie sabía pescar, por no mencionar a aquellos que nunca han visto el mar. Tampoco nos explica cómo es que algunos se quedan con una parte de los peces de otros ni qué hacen para sobrevivir aquellos que no pudieron pescar. Para contestar estas preguntas es necesario considerar otras dimensiones de la desigualdad.

LA DESIGUALDAD EN LOS CAMPOS DE INTERACCIÓN

Las personas, las cosas y los conocimientos circulan, se intercambian, se distribuyen y se apropian de acuerdo con reglas específicas, bajo la influencia de instituciones económicas, políticas, sociales y culturales. Los mercados y otras formas de intercambio e interacción están incrustadas en relaciones de poder y tradiciones culturales. Funcionan de acuerdo con trayectorias históricas e institucionales en las que operan muchos filtros y condicionamientos.[11]

Además de la competencia entre personas con diferentes capacidades, existen muchos otros factores que regulan la circulación y apropiación de las riquezas sociales. De ahí que sea importante estudiar las interacciones y las instituciones.

La desigualdad se re-produce en las relaciones sociales. En ellas, las potencialidades y capacidades individuales se ponen en acción y se entablan relaciones de poder que si bien se basan en esas capacidades, pueden generar algo nuevo, tienen propiedades emergentes cuyos resultados no se pueden prever considerando a los individuos de manera aislada.

El análisis de la desigualdad como producto de las relaciones sociales y del poder es un tema clásico de las ciencias sociales, abordado tempranamente por autores como Marx, Durkheim, y Weber.[12] Marx analizó la explotación como fruto de las relaciones de producción asimétricas entre los poseedores de los medios de producción y los trabajadores, que constituyen la matriz básica de las desigualdades en las sociedades capitalistas. Debemos a Durkheim y Mauss, en su trabajo sobre las clasificaciones primitivas, la idea de que, por medio de símbolos, las sociedades y grupos establecen límites que definen conjuntos de relaciones. Así, al clasificar las cosas del mundo se establecen entre ellas relaciones de inferioridad/superioridad y exclusión/inclusión, directamente vinculadas con el orden social.[13] Por su parte, Max Weber habló de los cierres sociales que permiten la exclusión y el acaparamiento de recursos y oportunidades, procesos que están ligados de manera directa con operaciones simbólicas que establecen qué características se requieren para pertenecer a un grupo de status, al que se le ha asignado cierta estimación social, positiva o negativa.[14]

En un registro más contemporáneo, diversos autores han reflexionado sobre la producción de desigualdades en la interacción social. Por ejemplo, Erwing Goffman estudia los estigmas, que marcan de manera profunda a quienes los sufren y definen el tipo especial de relaciones que se debe establecer con ellos.[15]

Para él, los pequeños actos de deferencia o rebajamiento son los que, al acumularse, constituyen las grandes diferencias sociales. A su vez, los estudios de género han contribuido a mostrar que las asimetrías entre hombres y mujeres están asociadas con construcciones simbólicas sobre lo que significa ser varón y ser mujer, y con las relaciones de poder entre personas de distinto sexo.

Bourdieu encontró mecanismos velados de diferenciación clasista en las sociedades modernas. Sostuvo que las desigualdades están relacionadas con los habitus de clase, es decir, con los esquemas de disposiciones duraderas que gobiernan las prácticas y los gustos de los diferentes grupos sociales, que resultan en sistemas de enclasamiento, que ubican a los individuos en una posición social determinada no sólo por su dinero, sino también por su capital simbólico.[16]

Hasta en detalles aparentemente insignificantes, como la manera de hablar o la forma de mover el cuerpo, estaría inscrita la ubicación de un sujeto en la división social del trabajo. Los habitus crean distancias y límites, que se convierten en fronteras simbólicas entre los grupos sociales. Esas fronteras fijan un estado de las luchas sociales y de la distribución de las ventajas y las obligaciones en una sociedad.

El concepto de campos, también propuesto por Bourdieu, ayuda a entender que las interacciones entre los agentes se producen en espacios sociales que siguen determinadas reglas, de acuerdo con las cuales los poseedores del capital cultural legítimo reciben los mayores beneficios que se producen en ese campo. No son, entonces, las capacidades en abstracto las que permiten apropiarse de la riqueza, sino capacidades que se ejercen a partir de relaciones de poder y son sancionadas, ya sea en forma positiva o negativa, por la cultura.

Charles Tilly ha hecho un detallado análisis sobre lo que él llama la desigualdad categorial. De acuerdo con este autor, la cultura separa a las personas en clases o categorías, sobre la base de algunas características biológicas o sociales. La institucionalización de las categorías y de sistemas de cierre, exclusión y control sociales que se crean en torno a ellas es lo que hace que la desigualdad perdure.

Tilly critica las aproximaciones individualistas al fenómeno de la desigualdad, es decir, aquellas que se centran en la distribución de atributos, bienes o posesiones entre los actores. En contrapartida, propone un enfoque relacional de la desigualdad, atento a las interacciones de grupos de personas. Le interesa el trabajo categorial que establece límites entre los grupos, crea estigmas y atribuye cualidades a los actores que se encuentran a uno y otro lado de los límites.[17]

Los límites pueden separar categorías internas, o sea, específicas de una organización o grupo (por ejemplo, los que separan a directivos vs. trabajadores), o distinguir categorías externas, comunes a toda la sociedad (hombre/mujer, blanco/negro).

Cuando coinciden las categorías internas con las externas, la desigualdad se ve reforzada.[18] La desigualdad categorial tiene efectos acumulativos, a la larga incide sobre las capacidades individuales y se crean estructuras duraderas de distribución asimétrica de los recursos, de acuerdo con las categorías.

Considera que para eliminar la desigualdad no basta con eliminar las creencias y las actitudes discriminatorias, es necesario transformar las estructuras institucionales que organizan los flujos de recursos, cargas y recompensas.

Es posible identificar algunas de las principales estrategias político-simbólicas que intervienen en la construcción de la desigualdad en el ámbito de las interacciones sociales.

En primer término, están todas aquellas que imputan características positivas al grupo social al cual se pertenece. En la misma línea opera la sobrevaloración de lo propio, las autocalificaciones de pureza y todas aquellas operaciones que presentan los privilegios que se poseen como resultado de designios divinos o de la posesión de rasgos especiales.

Como complemento de lo anterior están todos aquellos dispositivos simbólicos que atribuyen características negativas a los otros grupos: estigmatización, satanización, señalamientos de impureza, rebajamiento e infravaloración de lo ajeno o extraño.

Todas ellas legitiman el status inferior de los otros por la posesión de rasgos físicos, sociales o culturales poco adecuados o de menor valor. También se requiere preservar la separación entre las agrupaciones conformadas, por lo que entra en juego un tercer mecanismo, consistente en establecer fronteras y mantener las distancias sociales.

Así, el trabajo de construcción y reproducción de límites simbólicos crea situaciones de inclusión y exclusión y sostiene los límites materiales, económicos y políticos que separan a los grupos. La creación de una distancia cultural es fundamental para hacer posibles distancias y diferencias de otra índole.

El grado de desigualdad que se tolera en una sociedad tiene que ver con qué tan distintos, en términos culturales, se considera a los excluidos y explotados, además de qué tanto se han cristalizado esas distinciones en instituciones, barreras y otros dispositivos que reproducen las relaciones de poder. Puede añadirse una cuarta estrategia, enfocada en el trabajo de legitimación.

Se trata de recursos simbólicos que presentan los intereses particulares de un grupo como si fueran universales, es decir, cuya satisfacción redunda en el beneficio de toda la sociedad o de todo el grupo. Aquí entran también todos los discursos que naturalizan la desigualdad o la consideran inevitable o normal.

En los espacios colectivos la desigualdad se re-produce en torno a las fronteras que separan a los diferentes grupos. Estas fronteras pueden tomar la forma de barreras físicas (muros, rejas, puertas, barrancos, detectores de metales, etc.), de dispositivos legales (prohibiciones, permisos, aranceles, concesiones, cotos, patentes, restricciones, derechos, etc.) o de mecanismos simbólicos, más sutiles y efectivos (techos de cristal, estigmas, clasificaciones, distinciones en la indumentaria o en el cuerpo, decoración de los espacios, etc.).[19]

Estas fronteras rigen los flujos de las personas, los conocimientos, las mercancías, los objetos, los servicios, el trabajo, los símbolos y todo aquello que sea susceptible de intercambio. Estas fronteras nunca están fijas, constantemente son cruzadas, reforzadas, desafiadas, levantadas, reconstruidas, transgredidas. Las personas se encuentran condicionadas por dichas fronteras, pero a la vez las modifican en forma constante.

Hay tres características de esas fronteras que son cruciales para la desigualdad: el grado de impermeabilidad, el grado de bilateralidad y el tipo de flujos que permiten.

Las fronteras sociales pueden ser más o menos impermeables, más o menos porosas, pueden permitir que pasen a través de ellas muchas cosas o muy pocas. Un grupo puede estar muy interesado en hacer más permeable determinada frontera, para tener un mejor acceso a los recursos de los otros, pero en cambio le interesa cerrar otra frontera, para proteger de sus competidores o enemigos alguna ventaja que ya posee. Por lo general, los grupos tienen actitudes mixtas hacia las fronteras: quieren que se abran unas y se cierren otras.

En segundo término, hay que tener en cuenta el grado de bilateralidad de una frontera, saber si permite el flujo de recursos en los dos sentidos o sólo en uno de ellos. En muchas empresas se observa gran unilateralidad en las fronteras internas: hay mucha dificultad para que la mayoría de los empleados tenga acceso a conocimientos estratégicos o a una parte importante de la riqueza generada en ellas, mientras que puede haber pocas barreras para que la empresa se apropie de los excedentes generados por los empleados.

En organizaciones o sociedades muy desiguales habrá que esperar que la unilateralidad sea mayor. Por último, está la cuestión del tipo de flujos que permite una frontera.

Una barrera social puede ser muy impermeable para las mercancías pero estar muy abierta para el tránsito de personas, o viceversa. En ocasiones, lo que se filtra o se deja pasar son los conocimientos. Hay empresas que han eliminado todas las distinciones de status, con el fin de estimular el flujo interno de conocimientos y promover la innovación productiva, pero en cambio mantienen estructuras de retribución muy rígidas, que dan lugar a una distribución polarizada de los ingresos, sus empleados forman una comunidad cognoscitiva e incluso afectiva, pero brutalmente dual en términos económicos.

Las interacciones dentro de los campos sociales inciden sobre la desigualdad. Las capacidades individuales se entrelazan con las reglas, los dispositivos de poder, los procesos culturales y todos los demás entramados institucionales que organizan esos espacios. Dos personas con capacidades similares (un hombre y una mujer, por ejemplo) pueden alcanzar ingresos, status o poder diferentes, de acuerdo con la dinámica del campo. Además de eso, el funcionamiento reiterado de los campos de interacción incide sobre los individuos, provoca que las capacidades de ciertos grupos se fortalezcan mientras que las de otros se debilitan, con lo cual se consolidan las desigualdades persistentes, porque aparentan ser resultado de los méritos de las personas.

Pensemos en una sociedad en la que hay dos grupos étnicos y en la que las capacidades individuales estén distribuidas por igual entre ambos grupos. Si durante varias décadas en esa sociedad se discrimina en forma sistemática a los miembros de uno de los grupos étnicos, tanto en el trabajo como en la escuela y en la vida cotidiana, al cabo de algunas generaciones los individuos del grupo discriminado pueden tener capacidades individuales disminuidas.

En ese momento podría suprimirse la discriminación y recompensar a cada quien de acuerdo con su trabajo, pero a pesar de ello la desigualdad entre los grupos persistiría porque ya se ha convertido en una desigualdad de capacidades. Por ello, además del combate a prácticas y creencias discriminatorias, se plantea el problema de las discapacidades acumuladas por una larga historia de intercambios desiguales y exclusión.

En los campos de interacción se construyen cadenas de dependencia, dispositivos de explotación, acaparamiento de recursos, procesos de exclusión y otras formas de relaciones de poder que permiten el flujo de riquezas de unos grupos hacia otros y dan lugar a desigualdades de mayor magnitud que las que brotan sólo de los diferentes atributos de las personas. En el funcionamiento de estos mecanismos adquieren gran relevancia las capacidades relacionales y la posesión de recursos que permiten asumir posiciones dominantes en las interacciones.

Las redes de relaciones de las que dispone un actor y el grado de confianza y reciprocidad que existe en ellas, que en conjunto forman el llamado capital social, pueden ser fundamentales para obtener o conservar un empleo, para controlar una porción del mercado o para obtener conocimientos.[20] Si tomamos a dos personas con condiciones idénticas en cuanto a otras características (edad, inteligencia, estudios, capacidad de trabajo, propiedades, etc.), pero una de ellas tiene acceso a más y mejores redes que la otra, es probable que a la larga obtenga mayores beneficios y ventajas. Muy ligadas al capital social, las influencias políticas pueden ser determinantes para la desigualdad de desempeños.

Contactos con personas poderosas, acceso a ciertas instituciones, parentesco o amistad con agentes políticos, todos éstos son recursos valiosos, tanto para prominentes empresarios que han hecho fortunas cobijados por servidores públicos y organismos gubernamentales, como para modestos ciudadanos que tienen conocidos que les abren puertas que permanecen cerradas para otros.

La estructura y la dinámica familiares tienen repercusiones centrales en su desempeño como unidades económicas, en particular por la proporción que existe entre productores y consumidores y por las relaciones que se establecen entre los géneros y las generaciones. Diversos estudios empíricos han encontrado que una parte de las desigualdades de ingresos en las sociedades contemporáneas tiene que ver con la estructura familiar: hay una capacidad de ahorro y de inversión en educación mayor en familias en las que ambos cónyuges tienen empleos remunerados y tienen pocos hijos o ninguno, que en familias con muchos hijos y en las que sólo uno de los esposos recibe ingresos; más desventajosa todavía es la situación de los hogares monoparentales.

Además de la desigualdad entre familias, habría que considerar la desigualdad dentro de las familias, ya que también se han documentado muchos casos en los que las mujeres experimentan desventajas sistemáticas en lo que se refiere a educación, alimentación y cuidado de la salud.

Para muchos especialistas, el capital, es decir, la propiedad de los recursos económicos (tierras, edificios, maquinaria, acciones, dinero, etc.) es el factor

principal de la desigualdad, ya que permite contratar trabajo ajeno y apropiarse de una parte sustancial del excedente social. Es importante señalar que lo que cuenta no es sólo la propiedad formal, sino el control real del acceso a los recursos.[21]

Se han escrito toneladas de páginas para argumentar que en las sociedades contemporáneas ya no es la propiedad el principal factor de estratificación social, que ese lugar lo ocupa ahora el conocimiento. Al respecto, habría que irse con cuidado. Es cierto que entre los trabajadores y empleados la cantidad y el tipo de conocimientos resultan fundamentales para obtener o no un empleo, ascender en él o estancarse y obtener altos o bajos salarios. También ocurre que en la competencia entre empresas o entre países resulta crucial la capacidad de generación, institucionalización y aplicación de los avances científicos y nuevas tecnologías. Pero eso no quiere decir que la propiedad haya dejado de desempeñar un papel relevante.

Los grandes millonarios se distinguen por sus propiedades, no por sus conocimientos, aunque algunos cuantos de ellos hayan comenzado a amasar su fortuna gracias a sus conocimientos o al aprovechamiento de nuevas tecnologías. No es el conocimiento aislado, sino su apropiación en forma de patentes, marcas registradas y control de centros de innovación y desarrollo lo que hace posible la obtención de grandes riquezas.

El conocimiento es crucial para la desigualdad en la capacidad de apropiación, pero sólo vinculado a la propiedad, a procesos de monopolización y a otras formas de poder da lugar a mecanismos de acumulación que conducen a las desigualdades más grandes.

El control del trabajo ajeno es una fuente de poder que hoy en día permite que muchos gerentes, administradores, tecnócratas, burócratas y supervisores tengan acceso a porciones importantes de la riqueza. En las grandes empresas se han separado las funciones de propiedad y control, y en las organizaciones públicas y sociales también se han formado complejos esquemas administrativos en los que algunas personas se especializan en la conducción, gestión y coordinación de las labores de otros empleados y trabajadores. En diferentes escalas, estos especialistas de la gestión adquieren dinero, poder y prestigio, que en ocasiones combinan con la adquisición de propiedades dentro o fuera de la organización en la que trabajan.[22]

El acceso a los mercados requiere conocimientos especializados (mercantiles y de otro tipo, por ejemplo lingüísticos y culturales), contactos y redes de relaciones, medios de transporte y almacenamiento, locales o medios de venta, capacidad para adelantar dinero y otros recursos que no están al alcance de todo el mundo. Quienes los poseen, pueden reclamar una parte de la riqueza que hacen circular. Desde un cacique local que acapara la cosecha de los campesinos de la región para venderla en la ciudad hasta una compañía que vende un producto en todo el mundo a través de internet, los intermediarios comerciales y financieros retienen un porcentaje del valor del producto, a veces mayor al que obtienen los productores, a veces muy pequeño, pero que adquiere relevancia por el volumen de las operaciones.

En los campos de interacción social entran en juego cadenas de relaciones de poder que, aunadas a las diferencias en las capacidades individuales, generan distribuciones desiguales de las cargas y los beneficios. Siguiendo la metáfora de la pesca, puede decirse que la dimensión de la interacción muestra que la desigualdad no depende sólo de las destrezas y conocimientos individuales que cada quien utiliza al pescar por su cuenta en su porción de la ribera del río, sino de las dinámicas que se generan dentro de un grupo de pescadores o de una compañía pesquera, en donde unos ponen el capital, otros tienen barcos y redes, otros controlan la venta del pescado, otros saben manejar el barco o las máquinas, algunos coordinan a las cuadrillas de trabajo, otros dirigen a los coordinadores y otros más se dedican a pescar o a limpiar la cubierta del barco. Entre todos ellos se dan relaciones de poder y transacciones que pueden ser inequitativas, en parte en función de los recursos y conocimientos que poseen, y en parte por las rutinas y clasificaciones, la cultura, las normas y la distribución de recursos en las que se han cristalizado relaciones y transacciones previas.

Las capacidades individuales y las interacciones en los espacios colectivos

muestran muchas de las aristas clave de la desigualdad social, pero es necesario incorporar una tercera dimensión: la de las estructuras sociales más amplias.

Hasta el momento sabemos que algunos tienen mayores o menores capacidades para pescar y el tipo de relaciones que se dan entre ellos al subir al barco, pero no sabemos por qué algunos no consiguen trabajo en el barco, por qué otras se quedan en la casa o a qué se debe que algunas compañías pesqueras tengan mayores recursos que otras. Para entender esto es necesario dirigir la, mirada hacia las relaciones entre los campos y hacia el contexto social en que se encuentran.

LAS REDES ESTRUCTURALES DE LA DESIGUALDAD

Para explicar por qué algunos colectivos tienen más beneficios que otros hay que estudiar las capacidades acumuladas en cada colectivo, las relaciones entre ellos, la distribución de las riquezas entre los diferentes ámbitos sociales, ya sean empresas, organizaciones del tercer sector, dependencias públicas, ciudades, regiones, países.

Hay que considerar la capacidad de apropiación de riquezas que tiene cada agregado social, es decir, los recursos acumulados dentro de cada campo, en lo que se refiere a propiedades, capital, talentos, destrezas, relaciones, prestigio, etc., que son algo más que la suma de las cualidades de los individuos que forman parte de ese colectivo. No sólo importa el volumen de los elementos reunidos, sino también la coordinación, cooperación, organización y complementariedad entre ellos. Entre los factores más conocidos que inciden en las capacidades colectivas de apropiación están las redes de conocimientos, la escala, la innovación y la calidad.

Las redes de conocimiento.

La capacidad de apropiación de un grupo tiene mucho que ver con la cantidad de talento que reúne y con la integración de esos talentos en una red que los enlace de manera productiva. Hay organizaciones que tienen un entorno propicio al aprendizaje, es decir, logran convertir en patrimonio colectivo las experiencias de sus miembros (independientemente de que los retribuyan o no por ese conocimiento), mientras que en otras los conocimientos no se recuperan ni se comparten, por lo que los activos cognoscitivos del grupo son menores. Las empresas y las organizaciones compiten para atraer y retener a los expertos creativos. Otro aspecto crucial es la intensidad y la calidad de los procesos de retroalimentación de conocimientos entre los centros de enseñanza, los de investigación y los de producción o aplicación.[23]

La escala.

El tamaño cuenta. Las economías de escala son uno de los procedimientos más sencillos para incrementar la capacidad de apropiación, ya que los ahorros que se logran son impresionantes. Es cierto que algunas organizaciones muy grandes tienen problemas de falta de flexibilidad y de adaptación al cambio, pero pese a toda la palabrería que hay en torno a la idea de small is beautiful, las operaciones en gran escala siguen siendo muy rentables. En el mundo globalizado las posibilidades de realizar economías de escala se han multiplicado y las enormes ganancias de las empresas transnacionales lo confirman cada día. Bill Gates alguna vez fue innovador, pero lo que lo hace tremendamente millonario es que cada vez que se instala Windows en una computadora (esto ocurre decenas de miles de veces cada día) algunos dólares van a parar a las arcas de Microsoft.

La innovación .

La capacidad para adaptarse a los cambios y generar cosas nuevas es fundamental, en particular en el mundo actual donde cada semana aparecen nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos, y donde hay una carrera delirante por producir y consumir nuevos productos, nuevos ídolos y nuevas ilusiones. De ahí que flexibilidad e innovación sean recursos valiosos para incrementar la capacidad de apropiación de un grupo.

La calidad .

En muchos casos, la reducción de costos por economías de escala no es suficiente para ser competitivo, en particular cuando se trata de mercados diversificados con consumidores exigentes. En ese contexto, la calidad del producto también resulta fundamental. Y esto no sólo opera para las empresas: también los países, los gobiernos, los partidos políticos o las organizaciones no gubernamentales pueden ver modificada la porción de la riqueza que obtienen en función de la calidad de los servicios que proporcionan.

Además de estos aspectos, ampliamente analizados por los economistas, hay otros factores menos conocidos pero que también son fundamentales, entre ellos, los siguientes: densidad organizativa y calidad institucional, que se relacionan con el capital social, pero ya no visto desde la perspectiva del individuo (las redes en las que participa ego) sino desde una perspectiva colectiva (la cantidad y calidad de las redes que funcionan dentro de una organización y que enlazan a esa organización con otras).

Esto tiene que ver con la confianza, con el buen funcionamiento de las instituciones, con su transparencia y eficacia, en suma, con la capacidad de gestión. Un colectivo con alta densidad organizativa y elevada calidad institucional logra captar y retener muchos recursos. Se ha dicho que una cultura compartida contribuye a la calidad institucional, pero no se ha podido comprobar esa correlación, además de que hay organizaciones multiculturales que funcionan de manera eficiente. Más que la homogeneidad cultural, parecen ser decisivas la fluidez de la comunicación, la capacidad para lograr consensos y construir marcos normativos eficaces, claros y flexibles.

La imagen.

Hay empresas que entregan productos prácticamente similares, pero uno de ellos es más caro que los otros, debido a que la marca es más famosa o más conocida. Esa fama puede derivarse de su calidad, pero también de la eficacia propiamente simbólica de la marca o de la publicidad asociada a ella. La mala imagen también puede reducir en forma considerable la capacidad de apropiación de un colectivo. La distribución de recursos pasa por la valoración que se tiene de los diferentes grupos.

Los medios de destrucción.

La apropiación de recursos no siempre discurre por canales pacíficos. Algunos países, empresas o grupos han incrementado sus riquezas mediante la destrucción de competidores reales o potenciales, recurriendo a medios muy diversos. Es un tipo de expropiación singular: en vez de explotar a otros, se destruye su capacidad para producir o adquirir riqueza, y se aprovecha el vacío generado. La violencia puede tener consecuencias de enorme magnitud sobre la distribución de los recursos, al margen de que estas repercusiones hayan sido planeadas o fortuitas.

Medios de transmisión.

Si una parte de la riqueza social tiene la forma de símbolos y conocimientos, un recurso clave es la propiedad y el acceso a los medios de transmisión de información y mensajes. Muchas de las grandes fortunas contemporáneas están ligadas a los medios de transmisión.

La capacidad de apropiación de un país, de una empresa, de una ciudad o de una organización no depende de uno solo de estos factores, sino de las combinaciones que se den entre ellos. El conocimiento desempeña un papel cada vez más relevante, pero no opera en forma aislada, sino en combinación con el capital, con la operación en redes de gran escala, con la capacidad de gestión, con la imagen y con muchos otros elementos. Esta conjunción de capacidades es la que va a determinar las ventajas y desventajas de un colectivo. Los flujos de riquezas más significativos involucran a instancias colectivas e influyen de manera importante en las desigualdades sociales.

Distintas agrupaciones compiten y luchan por conseguir y retener los recursos: países y regiones, empresas, sindicatos y comunidades, partidos políticos y organizaciones no gubernamentales, instituciones filantrópicas y bandas criminales.

La parte que obtiene cada una de estas instancias colectivas depende tanto de sus capacidades (que, como vimos, es algo más que la suma de las capacidades individuales que reúne), como del sistema de relaciones entre ellas.

No se trata de una mera competencia económica, intervienen también variables políticas y culturales. La legitimidad de las apropiaciones está siempre en disputa. Operan procesos de valorización y desvalorización que establecen los merecimientos relativos de cada una de las partes, procesos que entrañan contiendas simbólicas sobre la utilidad y la pertinencia de las aportaciones que hace cada una de ellas y, por lo tanto, sobre la distribución de los beneficios. Los resultados de esas confrontaciones se decantan y cristalizan en estructuras de distribución desigual de los beneficios y de las cargas entre los diferentes sectores e individuos que conforman la sociedad.

Estas estructuras de la desigualdad son más duraderas, no son inmóviles, pero cambian con lentitud, sólo se modifican en la larga duración y mediante esfuerzos de gran magnitud. Constituyen arreglos institucionales y persistentes que regulan los mecanismos macrosociales de asignación de empleos, ingresos, ganancias, presupuestos, status, poder y prestigio entre las clases, los géneros, los grupos étnicos, las regiones y otros agregados sociales.

Para comprender la solidez y persistencia de las estructuras de la desigualdad podría utilizarse la metáfora de un barco trasatlántico.[24] Existen unos cuantos camarotes de primera clase, reservados para la élite que tiene enormes recursos de capital y de otro tipo, después un número un poco mayor de cuartos de segunda clase, ocupados por empresarios medianos, con capitales más modestos, y para las clases medias, que tienen conocimientos, certificados educativos, control sobre la fuerza de trabajo, etc. Vienen después los congestionados compartimentos de tercera clase en los que se encuentran los trabajadores manuales con empleos formales. En las bodegas se apiñarían los más pobres, los excluidos y marginados, con calificaciones mínimas y sin empleos estables.

La estructura se refiere al número de lugares disponibles en cada una de las clases, que establecen límites para la movilidad social y la igualdad. Suponiendo que los ocupantes de tercera clase incrementaran sus capacidades y adquirieran certificados educativos, no por eso crecería el número de lugares disponibles en segunda clase, tal vez algunos pasajeros de segunda clase tendrían que pasarse a tercera y viceversa, pero la desigualdad de la estructura sería la misma. Si se incrementaran las capacidades individuales de todos los desempleados y excluidos, no por ello aumentaría el número de empleos formales, por lo que la exclusión y la desigualdad persistirían. Del mismo modo, si la estructura se mantuviera intacta y sólo se modificara el nivel de las interacciones, por ejemplo, con el combate a la discriminación y la puesta en práctica de medidas de acción afirmativa, es probable que algunas mujeres y algunos indígenas alcanzaran lugares en las clases superiores que antes estaban reservados a los hombres no indígenas, pero no cambiaría la estructura de posiciones. Esto no quiere decir que no sean importantes las acciones afirmativas o el desarrollo de las capacidades individuales, pero la desigualdad también tiene que ser combatida en el nivel estructural.

Esta metáfora trata de mostrar la cristalización de la desigualdad en configuraciones persistentes. Sin embargo, tiene una limitación grave: no capta de manera adecuada la capacidad de agencia de los sujetos, pareciera que las estructuras operan al margen de la personas, de sus relaciones y confrontaciones. El análisis del nivel estructural presenta visiones panorámicas de los grandes agregados sociales, pero tienen dificultad para captar los detalles de las relaciones sociales y de las acciones de los individuos. Requiere el complemento del estudio de las dinámicas de interacción y de las capacidades de los sujetos.

LA ARTICULACIÓN ENTRE LAS MÚLTIPLES DIMENSIONES DE LA DESIGUALDAD

Las desigualdades no son resultado de una única causa, tienen tras de sí largas historias en las que han intervenido muchos procesos. Es inútil tratar de encontrar un factor que sea el determinante exclusivo de la desigualdad, llámese conocimientos, riqueza o propiedad de los medios de producción. En este artículo se trató de mostrar que las desigualdades tienen que ver con las relaciones de poder en distintos planos, y el poder es algo que tiene ver con muchos recursos y capacidades. La desigualdad, entonces, es un fenómeno complejo, hay varios tipos de desigualdades e intervienen en ella distintos tipos de factores.

Hay diferentes bienes en torno a los que puede haber desigualdades: puede haber disparidades de ingresos, de calidad de vida, de status, de grados de libertad, de acceso al poder, etc. Con frecuencia se acumulan estos distintos tipos de desigualdades y hay sectores sociales que están favorecidos en casi todos los terrenos, pero no siempre ocurre así.[25]

Por otra parte, las desigualdades pueden referirse a las diferencias en los recursos que tienen los agentes para apropiarse de los bienes (desigualdad de activos), a la inequidad en los procedimientos para la distribución de esos bienes (desigualdad de oportunidades) o a la asimetría en la distribución final de los bienes (desigualdad de resultados). Las disparidades de resultados se aceptan con mayor facilidad cuando hay igualdad de oportunidades. En cambio, cuando las reglas y los procedimientos no son equitativos es común la indignación, porque se produce una injusticia en el momento mismo de la competencia.

Pero la justicia de procedimientos no basta, por eso las políticas de discriminación positiva introducen a propósito una desigualdad de oportunidades para propiciar una igualdad de resultados, con el fin de favorecer a sectores que han padecido desigualdades históricas. El marco equitativo de la igualdad de oportunidades es indispensable, pero no suficiente, porque la acumulación histórica de desigualdades produce que algunos sectores sociales tiendan a salir mejor librados en la competencia, por mucho que sus reglas sean equitativas. Como ha dicho Giddens, “la desigualdad de resultados de una generación es la desigualdad de oportunidades de la siguiente generación”.[26]

Por ello hay que poner atención tanto a lo que pasa antes de la competencia (la distribución previa de recursos), durante la competencia (las reglas, procedimientos e interacciones) y después de la competencia (las consecuencias en lo que respecta al acceso a los bienes), es decir, hay que buscar combinaciones adecuadas de las tres equidades, la de activos, la de oportunidades y la de resultados.[27]

La interconexión de las diferentes dimensiones de la desigualdad es una alternativa para comprender la complejidad de este fenómeno. También muestra que el combate contra la desigualdad tiene que articular acciones en los tres ámbitos: en el aspecto microsocial, desarrollar las capacidades de los sectores que han sido históricamente excluidos y explotados, para que puedan competir en condiciones de igualdad; en el nivel intermedio, eliminar los mecanismos de discriminación y todos los dispositivos institucionales que han favorecido de manera sistemática a ciertos grupos en detrimento de otros, así como impulsar medidas transitorias de acción afirmativa; y, en el ámbito macrosocial, transformar las estructuras de posiciones y los mecanismos más amplios de distribución de cargas y beneficios. Si la desigualdad tiene muchas caras, muchas aristas y muchas dimensiones, la búsqueda de la igualdad también es multifacética y tiene que desplegarse por diversas rutas.


[1] Un enfoque multidimensional de la desigualdad implicaría también analizar sus aspectos económicos, políticos y culturales, así como tomar en consideración los diferentes tipos de desigualdades (étnicas, de clase, de status, de género, por desconexión, etc.). Por limitaciones de espacio, aquí sólo se analiza la multidimensionalidad en el sentido de observar los aspectos individuales, relacionales y estructurales.

[2] En relación con los bienes primarios y las capacidades véanse John Rawls, Teoría de la justicia , México, Fondo de Cultura Económica, 1997 (ed. original, 1971), y Amartya Sen, Development as Freedom, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1999. Política y Cultura, otoño 2004, núm. 22, pp. 7-25

[3] Pierre Bourdieu, La distinción: criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1988.

[4] Raymond Murphy, Social Closure: The Theory of Monopolization and Exclusion, Oxford, Clarendon Press, 1988, pp. 12-13

[5] Michael Argyle, The Psychology of Social Class, Londres/Nueva York, Routledge, 1994, p. 290.

[6] “Gran parte de lo que los observadores y participantes interpretan como diferencias individuales innatas de capacidad se debe, en realidad, a una experiencia categorialmente organizada.” Charles Tilly, La desigualdad persistente, Buenos Aires, Manantial, 2001, pp. 97-98

[7] Arjun Appadurai, La vida social de las cosas: perspectiva cultural de las mercancías, México, Grijalbo/Conaculta, 1991, p. 17

[8] Arjun Appadurai, op. cit.; Pierre Bourdieu, Sociología y cultura, México, Grijalbo/Conaculta,1990.

[9] Charles Tilly, op. cit., p. 35.

[10] “En las sociedades reales es claro que la capacidad de algunas personas para generar más tenencias o posesiones que otras depende de manera crucial de la sociedad en la que viven, de las actividades de aquellos que les han precedido, de la clase social, la familia, el género y la raza en la que han nacido y de la buena o mala suerte en cuanto a la salud, el lugar y el tiempo.” Tom Campbell, La justicia: los principales debates contemporáneos, Barcelona, Gedisa, 2002, p. 73

[11] Sobre la incrustación de los mercados en contextos culturales y políticos véanse Arjun Appadurai, op. cit.; Fred Myers, The Empire of Things: Regimes of Value and Material Culture, Santa Fe, School of American Research Press, 2001, y Karl Polanyi, “El sistema económico como proceso institucionalizado”, en Maurice Godelier (comp.), Antropología y economía, Barcelona, Anagrama, 1979, pp. 155-179.

[12] Carlos Marx, El capital: crítica de la economía política , v. I, México, Fondo de Cultura Económica, 1974 (original, 1867); Emile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid, Akal, 1982 (original 1912); Emile Durkheim y Marcele Mauss, “Sobre algunas formas primitivas de clasificación: contribución al estudio de las representaciones colectivas”, en Clasificaciones primitivas (y otros ensayos de antropología positiva), Barcelona, Ariel Antropología, 1996 (ed. original, 1903), pp. 23-103, y Max Weber, Economía y sociedad: ensayo de sociología comprensiva, México, Fondo de Cultura Económica, 1996 (ed. original, 1922).

[13] “Clasificar no significa únicamente constituir grupos: significa disponer esos grupos de acuerdo a relaciones muy especiales. Nosotros los representamos como coordinados o subordinados los unos a los otros, decimos que éstos (las especies) están incluidos en aquéllos (los géneros), que los segundos subsumen a los primeros. Los hay que dominan, otros que son dominados, otros que son independientes los unos de los otros. Toda clasificación implica un orden jerárquico del que ni el mundo sensible ni nuestra conciencia nos brindan el modelo.” Emile Durkheim y Marcele Mauss, op. cit., p. 30.

[14] Max Weber, op. cit., pp. 684 y ss.

[15] Erwing Goffman, Estigma: la identidad deteriorada , Buenos Aires, Amorrortu, 1986.

[16] Pierre Bourdieu, La distinción: criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1988.

[17] Charles Tilly, op. cit., pp. 79 y ss.

[18] Ibid., pp. 87-90.

[19] Cynthia Fuchs, “Tinkerbells and Pinups: the Construction and Reconstruction of Gender Boundaries at Work”, en M. Lamont y M. Fournier (eds.), Cultivating Differences: Symbolic Boundaries and the Making of Inequality, Chicago, The University of Chicago Press, 1992, pp. 232-256

[20] Para una discusión sobre el concepto de capital social véanse James Coleman, Foundations of Social Theory, Cambridge, Harvard University Press, 1990, y Robert Putnam, Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy, Princeton, Princeton University Press, 1992.

[21] Jesse Ribot y Nancy Lee Peluso, “A Theory of Access”, Rural Sociology, vol. 2, núm. 2, junio, 2003, College Station, pp. 153-184.

[22] Alejandro Portes y Kelly Hoffman, “Latin American Class Structures: Their Composition and Change During the Neoliberal Era”, Latin American Research Review, vol. 38, núm. 1, 2003, pp. 41-82.

[23] Sobre redes de conocimiento como ventaja competitiva entre empresas y países véanse Manuel Castells y Pekka Himanen, The Information Society and the Welfare State: The Finnish Model. Oxford, Oxford University Press, 2002, y Trevor Haywood, Info-rich Info-poor: Access and Exchange in the Global Information Society, Londres, Bowker-Saur, 1995.

[24] La idea original de esta metáfora proviene de James Galbraith, quien utiliza la imagen de un rascacielos con distintos pisos para ilustrar la estructura de los salarios; James Galbraith, Created Unequal: The Crisis in American Pay, Nueva York, Free Press, 1998, pp. 55-56.

[25] Michael Walzer, Las esferas de la justicia, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.

[26] Anthony Giddens, La tercera vía y sus críticos, Madrid, Taurus, 2001, p. 99.

[27] A veces se han querido contraponer igualdad y equidad, en la medida en que la primera tiene que ver con los recursos y las políticas de redistribución, mientras que se asocia la segunda con las oportunidades y las políticas de reconocimiento. Pero no se trata de procesos aislados: redistribución y reconocimiento se articulan para producir sociedades más equitativas, mientras que la ausencia de ambos contribuye a perpetuar procesos de exclusión y desigualdad. Al respecto véase Nancy Fraser y Axel Honneth, Redistribution or Recognition? A Political-Philosophical Exchange, Nueva York, Verso, 2003.

Crítica del dualismo crítico. El retorno de los enfoques esencialistas en el análisis de la cultura (2019) Luis Reygadas

Para Jesús Martín-Barbero, crítico de la razón dualista. Son muchas las maneras de entender y estudiar la cultura. Cada una presenta ventajas y desventajas; todo enfoque abre algunas ventanas y cierra otras. No se puede distinguir entre conceptos de cultura “buenos” y “malos”, pero cada perspectiva tiene implicaciones y consecuencias que es importante comprender. En este texto me interesa someter a crítica una manera de concebir la cultura que está en boga en la época contemporánea, muy especialmente en América Latina, en particular en la antropología, los estudios culturales y otras disciplinas sociales y humanísticas.

Llamaré “dualismo crítico” a esta forma de analizar la cultura, porque se caracteriza tanto por poseer una aproximación crítica, contestataria, como por recurrir a visiones dualistas que separan a las sociedades y las culturas en dos tipos antagónicos e irreductibles.

El cuestionamiento no es a sus dimensiones críticas, que considero valiosas, sino a sus rasgos dualistas, que me parecen problemáticos. No me refiero a una corriente teórica específica o a alguna escuela de pensamiento en particular, sino a una perspectiva, a un estilo, a una manera de discutir y analizar la cultura, que puede estar presente en muy diferentes tendencias académicas. No obstante, se señalarán algunos textos y autores que ejemplifican esta perspectiva.

En fechas recientes el dualismo crítico ha propiciado el retorno, bajo nuevas miradas, de concepciones esencialistas de la cultura. Durante varios siglos predominaron planteamientos que consideraban que cada sociedad, cada pueblo y cada grupo étnico tenía una cultura distintiva, homogénea a su interior y muy diferente de la de otros grupos, persistente, que constituía una especie de segunda naturaleza y que era compartida por todos los miembros del grupo.

En las últimas décadas del siglo XX fueron cuestionadas con severidad estas concepciones esencialistas, parecía que habían perdido su relevancia para el nuevo milenio. Trataré de mostrar que, lejos de haber desaparecido, los enfoques esencialistas han retornado bajo nuevas formas, en el marco del dualismo crítico.

Esto hace necesario insistir en la importancia de incorporar las dimensiones históricas y sociológicas en los estudios sobre las culturas.

El dualismo hegemónico

Cuando hablo de dualismo en general me refiero a maneras de ver el mundo que plantean la existencia de dos principios o dos tipos de ser esencialmente distintos, irreductibles, antagónicos.

Ya sea la separación religiosa entre cuerpo y alma, la oposición ética entre el bien y el mal, la diferenciación cartesiana entre sustancia extensa y sustancia pensante u otras dicotomías similares. Si pasamos de ese dualismo en general a las perspectivas dualistas sobre la sociedad se pueden mencionar otras oposiciones que han tenido enorme importancia en la constitución y el desarrollo de las disciplinas sociales y humanas.

Por ejemplo, los pares civilizado-primitivo, moderno-tradicional, occidental-no occidental, Oriente-Occidente, Norte-Sur, ideal-real, naturaleza-cultura, hombre-mujer, negro-blanco, indígena-no indígena, humano-no humano, comunidad- sociedad, dominante-dominado, desarrollado-subdesarrollado, ciencia-ideología, y muchos otros.

No es dualista quien utilice estas distinciones, pues sería casi imposible construir un discurso sobre la sociedad sin recurrir a ellas. Lo que vuelve dualista a una perspectiva es considerar que entre los dos elementos que se oponen existe una diferencia esencial, constitutiva, irreductible, que no es fruto de la historia, sino de características primordiales o naturales, que subsisten más allá de las experiencias, de las relaciones y de los contextos.

En los dualismos pueden distinguirse cuatro dimensiones de oposición que son pertinentes para esta discusión: la primera es ontológica, la segunda epistemológica, otra es éticovalorativa y la última es política.

La dimensión ontológica se refiere a que se considera que los dos elementos de la oposición son esencialmente distintos, tienen naturalezas diferentes. Por ejemplo, la idea de que hombres y mujeres son completamente distintos o que los negros no tienen alma y los blancos sí.

El enfoque epistemológico alude a que, debido a su naturaleza contrastante, cada uno de los extremos de la oposición debe ser conocido de una manera radicalmente distinta al otro, o bien presenta desafíos metodológicos absolutamente diferentes. Por ejemplo, el señalamiento de que los métodos para conocer la naturaleza son inconmensurables y completamente distintos a los que se utilizan para conocer la sociedad, o que no hay puntos de contacto entre las metodologías que se requieren para estudiar la economía y la cultura.

Otra muestra de dualismo epistemológico se encuentra en la constitución de una disciplina específica para el estudio de los pueblos “primitivos”: la antropología, mientras que otros campos del conocimiento, entre ellos la sociología y la economía, abordarían a las sociedades “modernas”.

La aproximación ético-valorativa consiste en estimar de manera absolutamente positiva a uno de los polos de la dualidad y de manera completamente negativa al lado contrario. Por ejemplo, afirmar que las sociedades modernas son organizadas, progresistas, abiertas y democráticas, mientras que las tradicionales serían caóticas, conservadoras, cerradas y autoritarias.

Por último, la visión política señala que debe darse un tratamiento del todo diferente a cada una de las partes que componen la dualidad. Por ejemplo, la recomendación de que los valores occidentales deben ser defendidos y promovidos mientras que los no occidentales deben suprimirse o transformarse.

Con frecuencia, estas diferentes dimensiones de las propuestas dualistas se entremezclan y se refuerzan. Cuando se piensa que las mujeres son radicalmente distintas de los hombres (ellas son pasionales, los hombres racionales, etcétera), se justifica que las vías para conocerlas son diferentes que las que se emplearían para estudiar a los varones; asimismo, las características que se les imputan se consideran inferiores a las del género masculino y el tratamiento que debe dárseles tiene que ser completamente distinto que el que se procura a los miembros varones de la sociedad.

Un ejemplo más clásico: si se cree que los “otros” pueblos son completamente distintos de las sociedades occidentales (dimensión ontológica), se requiere una disciplina especial para estudiarlos: la antropología (dimensión epistemológica), se les cuelgan atributos negativos (dimensión ético-valorativa) y se prescribe para ellos un tratamiento específico, de exclusión, integración, eliminación o aculturación, que no requerimos “nosotros” (dimensión política).

Un ejemplo de la intersección entre los campos epistemológico y ético-valorativo del dualismo se encuentra en la distinción tajante entre el conocimiento científico y otras formas de conocimiento, de la cual se deriva una sobrevaloración de la ciencia y una denigración de otros saberes. Esto no quiere decir que de la oposición ontológica se deriven las otras dicotomías dualistas, a partir de una lógica consciente y racional.

Con frecuencia ocurre lo contrario: es a partir de intereses económicos y políticos, o de los prejuicios ideológicos hacia un grupo, que se construyen argumentos que justifican su diferencia radical con respecto al propio grupo. Las diferentes dimensiones del dualismo se entremezclan y, con frecuencia, se refuerzan unas a otras.

Pese a las intersecciones que se producen entre las cuatro dimensiones del dualismo, cada una tiene sus propias especificidades y puede darse el caso de que una visión del mundo no sea dualista –o no sea por completo dualista– en todos los campos. También puede hablarse de grados de dualismo, en tanto que pueden existir diferentes intensidades en la radicalidad de la oposición que se atribuye a los términos que se confrontan. La noción colonial “los negros no tienen alma, los blancos sí”, implica un grado de oposición mucho más radical que la afirmación contemporánea de que “los negros tienen una cultura completamente diferente a la de los blancos”.

En ambos casos se trata de enunciaciones dualistas, pero no son idénticas. Existen distintos grados de dualismo, desde los más radicales que son comunes en los discursos religiosos y los fundamentalismos de todo tipo, hasta los más moderados, que son moneda corriente en los discursos políticos y académicos cotidianos. El problema no está en utilizar oposiciones o en señalar contradicciones y diferencias, ya que existen y es conveniente identificarlas y comentarlas.

El error estriba en absolutizar esas diferencias, en pensar que son de esencia y no de grado, en perder de vista su historia, en no considerarlas construcciones sociales, en llevar esas oposiciones hasta extremos de irreductibilidad y antagonismo totales.

Lo dicho hasta aquí, y en particular los ejemplos proporcionados, apuntan a un dualismo fácil de reconocer, que ha estado presente en los discursos hegemónicos desde hace varios siglos, que ha formado parte de los argumentos con los que se han justificado el colonialismo, el racismo, el patriarcado y el positivismo. Se le podría llamar dualismo hegemónico, tanto por el predominio que alcanzó en muchas disciplinas como por ser un elemento constituyente de diversos proyectos de dominación.

El dualismo hegemónico ha sido objeto de numerosas críticas durante las últimas cuatro décadas. Parecía que esos cuestionamientos apuntaban hacia un declive del dualismo en general, pero la razón dualista ha resurgido desde otros ámbitos distintos a los hegemónicos. En lo que sigue intentaré describir ese otro tipo de dualismo, el que se entrelaza con algunas perspectivas críticas, que pocas veces ha sido objeto de escrutinio.

El dualismo crítico

En ciencias sociales y humanidades los enfoques críticos se caracterizan por “considerar que el saber tiene sentido en tanto que se articula con la transformación social, con un proyecto político” (Restrepo, 2012: 130). Se trata de enfoques que no sólo buscan explicar y comprender la realidad social, sino también cambiarla, porque encuentran en esa realidad diversas formas de dominio, explotación, desigualdad, exclusión, enajenación y otros fenómenos que deben ser objeto de crítica y transformación.

Las perspectivas críticas han sido fundamentales para cuestionar el dualismo hegemónico. Han señalado el papel que han tenido las dicotomías en el pensamiento occidental y han denunciado su utilización en la dominación colonial, patriarcal y capitalista.

No obstante, hay ocasiones en que las perspectivas críticas no se desmarcan de las estructuras argumentales del pensamiento dualista, sino que sólo invierten las oposiciones clásicas, las cambian de sentido, quizá con intenciones emancipadoras y transformadoras, pero reproducen, bajo nuevas formas, el esencialismo de las formulaciones dualistas, que plantean una oposición radical e irreductible entre dos partes del mundo o dos tipos de seres esencialmente diferentes.

Esto es lo que constituye lo que llamo dualismo crítico: una perspectiva con orientaciones transformadoras, que toma partido por los grupos subalternos y las causas emancipadoras, pero que analiza los fenómenos sociales de manera dualista, destacando la oposición radical y la diferencia irreductible, esencial, entre dos mitades del mundo: Oriente y Occidente, Sur y Norte, dominados y dominadores, mujeres y hombres, negros y blancos, indígenas y no indígenas, colonizados y colonizadores, ciencia y no ciencia, etcétera.

A diferencia del dualismo clásico o hegemónico, que ha atribuido características positivas al polo dominante de la dualidad y ha estigmatizado al dominado, el dualismo crítico invierte las valoraciones: exalta el lado subalterno de las oposiciones y rechaza su parte dominadora.

En lo que ambos coinciden es en reproducir las dicotomías dualistas. ¿Cómo y por qué algunas perspectivas críticas reproducen el dualismo que dicen rechazar? Intentaré responder a esta pregunta a partir de algunos ejemplos.

Naturaleza/cultura: giro ontológico y alteridad radical

En los últimos veinte años en la sociología y la antropología se han producido críticas significativas a la oposición dualista entre naturaleza y cultura. Los trabajos de Bruno Latour, Philippe Descola y Eduardo Viveiros de Castro, por mencionar algunos de los más destacados, han mostrado con agudeza las limitaciones de las visiones que separan la naturaleza y la cultura en compartimientos estancos.

Las tesis de Bruno Latour en torno a la agencia de actores no humanos (Latour, 2007 y 2008) rompen con la separación radical de las personas y las cosas en el análisis social. Latour propone estudiar las redes de interacciones entre agentes humanos y no humanos, así como aquellos híbridos que proceden tanto de la naturaleza como de la cultura. Cuestiona el concepto de cultura y prefiere hablar de colectivos que son una articulación de procesos naturales y culturales: “Pero la noción misma de cultura es un artefacto creado por nuestra puesta entre paréntesis de la naturaleza. Sin embargo, así como no hay una naturaleza universal, tampoco hay culturas diferentes o universales. Sólo hay naturalezas-culturas y son ellas las que ofrecen la única base de comparación posible” (Latour, 2007: 153, cursivas en el original).

A partir de sus investigaciones sobre algunos pueblos amazónicos, Philippe Descola propone ir más allá de la oposición entre naturaleza y cultura (Descola, 2012). Sostiene que, en contraste con Occidente, muchos grupos indígenas no hacen una distinción tajante entre seres humanos y no humanos, sino que los ven como parte de un continuum en el que las diferencias entre ellos son de grado y no de esencia:

[…] a diferencia del dualismo más o menos estanco que, en nuestra visión del mundo, rige la distribución de los seres, humanos y no humanos, en dos campos radicalmente distintos, las cosmologías amazónicas despliegan una escala de seres en la que las diferencias entre hombres, plantas y animales son de grado y no de naturaleza. […]

A pesar de sus diferencias, todas estas cosmologías tienen una característica común: no establecen una distinción esencial y tajante entre los humanos, por una parte, y un gran número de especies animales y vegetales, por otra. La mayor parte de las entidades que pueblan el mundo están unidas unas a otras en un vasto continuum animado por principios unitarios y gobernado por un régimen idéntico de sociabilidad (Descola, 2004: 26 y 28).

De manera similar, el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro critica la distinción clásica entre naturaleza y cultura y las dicotomías que con ella se han asociado:

[…] esta crítica exige la disociación y redistribución de las cualidades atribuidas a las series paradigmáticas que tradicionalmente se oponen bajo las etiquetas de Naturaleza y Cultura: universal y particular, objetivo y subjetivo, físico y moral, hecho y valor, dado y construido, necesidad y espontaneidad, inmanencia y trascendencia, cuerpo y espíritu, animalidad y humanidad, entre otras tantas (Viveiros de Castro, 2004: 37).

Me parece muy atinada la sugerencia de Viveiros de Castro de disociar las cualidades que tradicionalmente se han atribuido a cada uno de los polos de la oposición. Es una recomendación útil no sólo en relación con el par naturaleza y cultura, sino también para el estudio de otras particiones. Las cualidades no se pueden atribuir a priori a cada parte de la dicotomía, no son esenciales ni excluyentes, tienen que investigarse en cada caso concreto.

A partir de las agudas formulaciones de Latour, Descola y Viveiros de Castro pudiera pensarse que en las ciencias sociales contemporáneas resta muy poco espacio para perspectivas dualistas en torno a la naturaleza y la cultura. Sin embargo, muchas de las ideas de estos autores han sido utilizadas justo para reforzar otro tipo de dualismo, el que opone de manera radical a las sociedades consideradas modernas con los pueblos indígenas o no occidentales.

El llamado “giro ontológico” en la antropología es un buen ejemplo de los dilemas que enfrenta el dualismo crítico. Las tesis, certeras y fundadas en excelentes estudios etnográficos, de que algunos pueblos de la Amazonia y de otras latitudes no hacen una distinción tajante entre naturaleza y cultura se han esgrimido para argumentar la existencia de una diferencia absoluta entre las modernas sociedades occidentales y otras sociedades. Se emplea la noción de alteridad radical o diferencia radical (Escobar, 2014: 109) para mostrar los abismos que existen entre estas dos entidades. La idea de alteridad radical supone la inconmensurabilidad de los mundos ajenos al nuestro, como ha señalado González-Abrisketa (2016: 116), quien ha resumido así algunas de las críticas al dualismo del giro ontológico:

[…] En directa referencia al multinaturalismo de Viveiros de Castro, se ha señalado que los postulados sobre la alteridad radical y los mundos inconmensurables no permiten, en su ensimismamiento, tomar en cuenta conflictos ni historicidades de mundos ensamblados, ni redes de interés globales, y por tanto no proporcionan [las] herramientas necesarias para comprender problemas compartidos, ni siquiera las luchas políticas de los llamados “nativos” (Kohn, 2015; Ramos, 2012).

En segundo lugar, los y las que difieren de los principios fundacionales del llamado “giro ontológico” han notado que, en el anhelo de dejar atrás el dualismo naturaleza- cultura, se reifica el dualismo moderno-premoderno, y sobre todo la contraposición que se hace del multinaturalismo amerindio con el mononaturalismo y multiculturalismo euroamericanos.

Postular que existe una alteridad radical, absoluta, entre la cosmovisión del científico social y aquéllas de los grupos que estudia no ayuda a la comprensión de la diversidad cultural, sino que la encasilla en dos compartimientos estancos: vuelve a trazar una línea de demarcación total entre ellos y nosotros.

Una cosa es reconocer que existen diferencias culturales muy profundas, lo cual es cierto, y otra es absolutizar esas diferencias hasta plantear que son inconmensurables. Desde mi punto de vista las dificultades comunicativas no son exclusivas de las interacciones entre Occidente y otras sociedades. Ni en las relaciones interculturales ni en aquellas que se producen entre personas con bagajes culturales similares se logra la conexión total; por muchas coincidencias que existan o por muy buena que sea la comunicación siempre habrá un margen de incomprensión. Nunca hay ni alteridad radical ni mismidad o identidad radical, lo que sí existe son las diferencias más o menos profundas, niveles de comprensión mayores o menores.

El punto central de la discusión es si las diferencias son absolutas, radicales, esenciales, insuperables, o si, a pesar de ser profundas, son de grado y, por lo tanto, puede crearse algún tipo de conexión, traducción o conmensurabilidad. Viveiros de Castro señala que “[…] los dos puntos de vista cosmológicos aquí comparados –a los que he llamado ‘occidental’ y ‘amerindio’– no son ‘composibles’[1] desde nuestro punto de vista” (2004: 67, cursivas en el original). En efecto, desde un punto de vista etnocéntrico son cosmovisiones que no pueden armonizarse, son intraducibles e incompatibles.

Ahora bien, si se supera el etnocentrismo, desde otros marcos de referencia, los diferentes puntos de vista pueden dialogar y encontrar espacios de concertación entre ellos. Latour insiste en que nunca fuimos modernos, que no existen diferencias esenciales entre los distintos colectivos que enlazan agentes humanos y no humanos.

Propone una antropología simétrica que “suspende toda afirmación sobre lo que distinguiría a los occidentales de los otros” (Latour, 2007: 152). Sostiene que hay similitudes profundas entre las distintas naturalezas- culturas, porque entre ellas existen diferencias de escala y de grado, no ontológicas: “Hay en verdad diferencias de tamaño. No hay diferencias de naturaleza, y mucho menos de cultura” (Latour, 2007: 159).

¿Por qué, entonces, muchos científicos sociales insisten en trazar fronteras infranqueables entre Occidente y el resto del mundo? Latour aventura una hipótesis: “No es sólo por arrogancia por lo que los occidentales se creen radicalmente distintos de los otros, también por desesperación y autocastigo. Les gusta cultivar [el] miedo a propósito de su propio destino” (Latour, 2007: 166). Se puede agregar que no basta con criticar una sola de las dicotomías dualistas, en este caso la oposición radical entre naturaleza y cultura, sino que se debe cuestionar el pensamiento dualista en general, porque de no ser así puede reaparecer de otra manera, por ejemplo bajo la tesis de la alteridad radical entre las sociedades modernas y otras sociedades.[2]

Ahora bien, ¿qué implicaciones tiene el hecho de que el llamado giro ontológico cuestione la noción misma de cultura?; ¿significa que deberíamos abandonar el concepto de cultura y sustituirlo por el de ontología o por el de naturalezacultura?

Me parece que no es así. Lo que cuestiona el giro ontológico es la separación conceptual entre el mundo de los humanos y el de las entidades no humanas o, dicho de otro modo, la escisión analítica radical entre naturaleza y cultura.

Es pertinente la sugerencia de evitar esa escisión, para tomar en cuenta las múltiples intersecciones entre los distintos tipos de agentes y la coproducción de la naturaleza y la cultura.

Aunque los fenómenos culturales siguen existiendo, es decir, sigue habiendo procesos de producción, intercambio y apropiación de significados. Y por ende también siguen presentes las diferencias culturales. La circunstancia de que haya otro tipo de diferencias –ontológicas, políticas, económicas, etcétera– no elimina la diversidad cultural, por lo que el concepto de cultura mantiene su relevancia, lo mismo que el estudio de esa diversidad. Los conceptos de ontologías o naturalezasculturas no hacen desaparecer lo cultural, sino que lo articulan con otros fenómenos. Por eso no pueden verse como alternativas o como sustitutos de la noción de cultura, sino como intentos para enmarcarla en un contexto más abarcador.

Esos conceptos se enfrentan prácticamente a los mismos dilemas y cuestionamientos que la propia idea de cultura. Explorar la interpretación entre lo natural y lo cultural puede generar una apertura del análisis cultural, pero debe hacerse sin reproducir otras dicotomías dualistas.

Oriente/Occidente: los riesgos del occidentalismo

Debemos a Edward Said la crítica del orientalismo como visión estereotipada y homogeneizadora de las culturas no occidentales (Said, 2008). En sus palabras, la acepción más generaldel orientalismo es “[…] un estilo de pensamiento que se basa en la distinción ontológica y epistemológica que se establece entre Oriente y —la mayor parte de las veces— Occidente”(Said, 2008: 21, resaltado en el original).

En las últimas décadas,la antropología ha tratado de evitar el orientalismo, mediante el análisis de la complejidad y diversidad de las culturas no occidentales, mostrando la heterogeneidad, las tensiones y las contradicciones que se producen en ellas. Pese a que persistenlas tentaciones románticas que llevan a idealizar a las comunidades indígenas, se ha avanzado en la deconstruccióndel orientalismo y de las visiones que veían una correspondenciaautomática entre grupo étnico, cultura e identidad(Grimson, 2011).

Muchos trabajos etnográficos, entre otros losde Marisol de la Cadena, han mostrado que las barreras entre indígenas y mestizos no son infranqueables, que las identificaciones se construyen en interacciones conflictivas y que persistela heteroglosia pese a los intentos de purificar y delimitarlas identidades (De la Cadena, 1991 y 2006). Sin embargo, se ha avanzado muy poco en la deconstrucción del otro polo de la dualidad, el que se refiere a Occidente.

Aunque la inmensa mayoría de los pensadores críticos simpatizan con las tesis de Said sobre el orientalismo, con frecuencia caen en el occidentalismo (Carrier, 1995), es decir, conservan una visión estereotipada de Occidente, y sostienen una distinción ontológica y epistemológica entre Occidente y el resto del mundo. Encontramos con frecuencia descripciones de Occidente o de la cultura occidental como si fueran algo homogéneo, monolítico, sin tensiones ni contradicciones internas. Se olvida que eso que llamamos Occidente nunca existió aislado del Oriente y de otras regiones, que se constituyó en la interacción. Se pierde de vista que, en sentido estricto, Occidente no es una realidad empírica que se pueda identificar con claridad o que tenga fronteras nítidas, sino una construcción discursiva que fue acuñada por algunos agentes como parte de estrategias de dominación.

Ahora bien, algunas perspectivas críticas insuflan nueva vida a esa construcción discursiva para ubicarla como blanco predilecto de muchos de sus embates. Se reproduce la dicotomía Oriente/Occidente cuando se piensa que la cultura occidental es homogénea y radicalmente distinta de todas las demás.

Por ejemplo, el texto “Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntricos”, de Edgardo Lander (2000), agrupa una gran cantidad de vertientes de la filosofía y de diversas ciencias sociales producidas en Europa y en Estados Unidos entre los siglos XVI y XX como si formaran un conjunto articulado y monolítico, parte de un mismo proyecto hegemónico occidental de dominación y exclusión, al que se podrían oponer los postulados críticos latinoamericanos, que constituirían otro bloque igualmente coherente.

En la antropología contemporánea es frecuente tildar de esencialistas a las etnografías que presentan como algo uniforme la cultura de un grupo étnico integrado por unos cuantos miles de personas que viven en la misma región, porque no advierten las diferencias que existen a su interior a partir del género, la generación, la localidad, el rango, la escolaridad o la clase social. Sin embargo, muchas veces se aceptan cómo válidas las generalizaciones sobre Occidente o sobre la cultura occidental, a pesar de que meten en un mismo saco a decenas de países, a cientos de millones de personas, a varios siglos de historia. ¿Cómo es posible que se acepte tal desmesura analítica, sin mayor reflexión? Me parece que esto se debe a una sobredeterminación de la agenda política sobre la investigación.

Vivimos en una época con terribles dilemas ambientales y con enormes desigualdades sociales y regionales. Este contexto estimula la tentación de achacar todos los males a un solo responsable: los países ricos y la civilización occidental que defienden. Por supuesto que los Estados-nación industrializados, sus clases dominantes y muchas de las características de eso que se llama genéricamente “cultura occidental” (el consumismo, la primacía de la ganancia individual, el afán por el crecimiento a toda costa, la fe ciega en el conocimiento científico, etcétera) tienen una importante responsabilidad en el deterioro ambiental y en la desigualdad social, pero hay muchos otros actores y factores en juego, además de que dichas características también se presentan en otras partes del mundo y de que “Occidente”, o la “cultura occidental”, es en sí mismo mucho más diverso y heterogéneo que las caricaturas que con frecuencia se confeccionan sobre él.

Son configuraciones culturales complejas y contradictorias. Reducirlas a unos cuantos rasgos negativos borra siglos de historia y pierde de vista la agencia de millones de mujeres y hombres. Además de que la constitución de lo que llamamos Occidente no es una historia aislada, sino el resultado de muchas interacciones en las que también ha participado el resto del mundo, de muchas maneras. Se fabrica una versión crítica de Occidente, pero tan simple y tan reduccionista como las imágenes estereotipadas de Oriente que analizó Said.

En el discurso político es atractivo recurrir a una dicotomía que opone radicalmente un Occidente perverso, individualista, explotador y depredador a un no-Occidente comunitario, solidario y en armonía con la naturaleza. No obstante, estos discursos reproducen concepciones esencialistas que no ayudan a comprender los procesos sociales contemporáneos.

El occidentalismo puede combatirse mediante la realización de estudios sobre las múltiples y diversas configuraciones culturales que existen en las sociedades contemporáneas.

En lugar de simplemente repetir las trilladas narrativas sobre Occidente sería más interesante hacer etnografías de los diversos occidentes, con minúscula; indagar cómo en cada lugar y en cada proceso se articulan y se confrontan de manera particular distintos actores y diferentes lógicas culturales.

También hay que evitar la oposición dualista entre cultura occidental y culturas indígenas, como si fueran absolutamente diferentes y no hubiese intersecciones entre ellas. Un ejemplo de lo anterior son los planteamientos de Arturo Escobar, quien se ha distinguido por criticar las ontologías dualistas y defender las relacionales y posdualistas (Escobar, 2014). No obstante, esta intención relacional se ve limitada porque atribuye de manera tajante (y dualista) virtudes relacionales a los movimientos sociales y a los pueblos amerindios, mientras que achaca defectos dualistas a la sociedad occidental, como si en el pensamiento moderno en Occidente no existieran los planteamientos relacionales y, a su vez, otras cosmovisiones estuvieran exentas de dualismos.

Esta propensión a la atribución dualista de cualidades y defectos se puede ilustrar en las, siguientes afirmaciones: “[…] por un lado, los conocimientos modérnicos (CMs) son limitados para iluminar caminos ante la crisis social, ecológica y cultural actual y, por el otro, los conocimientos pachamámicos (CPs) son vitales para ello” (Escobar, 2011: 268, cursivas en el original). “Es claro, sin embargo, que los CPs, que provienen más directamente de los movimientos sociales, son un espacio de particular relevancia social, política y ecológica de las ontologías relacionales” (Escobar, 2011: 269).

Incluso un fuerte crítico del dualismo como Arturo Escobar incurre en posiciones dicotómicas debido a sobredeterminaciones ideológicas y políticas que conducen a separar el mundo en dos mitades absolutamente diferentes: el de las ontologías no occidentales, que son vistas como fuente de alternativas deseables, y el de la filosofía occidental, que es considerada como esencialmente negativa. Es válido simpatizar con o diferir de una determinada cosmovisión; lo que es dualista es atribuir a priori todas las cualidades positivas a la ontología que se prefiere y un cúmulo de inconveniencias a la que se rechaza, sin dejar espacio para la indagación concreta de sus características realmente existentes.

Antropologías del Norte/antropologías del Sur: ¿diferencias esenciales o históricas?

Otra dicotomía que recurre a los puntos cardinales y que hoy está en boga es la que opone al Norte y al Sur, o su variante centro-periferia. Es frecuente encontrar expresiones como “antropologías del Sur” (Krotz, 1993), o “antropologías centrales y periféricas” (Cardoso de Oliveira, 1999). Esta oposición muestra las diferencias que existen entre la antropología que se desarrolla en distintos países, distinguiendo los que han sido hegemónicos en el campo antropológico (Inglaterra, Francia, Estados Unidos, entre otros), de otras naciones industrializadas que han tenido menos influencia en las teorías antropológicas a nivel mundial (por ejemplo, España, Suecia, Japón), y los Estados del Sur, con toda su diversidad.

También permite reflexionar sobre las relaciones de poder y de sentido que se presentan en la disciplina de la antropología global (Lins Ribeiro y Escobar, 2009; Restrepo, 2012). El problema comienza cuando estas diferencias entre las prácticas antropológicas –que efectivamente existen– dejan de ser vistas como configuraciones fruto de la historia y son presentadas como divergencias esenciales que delimitan de manera rígida dos tipos de conocimiento completamente diferentes.

De ahí a atribuirles virtudes y defectos inherentes y permanentes a cada uno de los dos tipos de antropología hay sólo un paso. Los dualismos ontológico y epistemológico se convierten con facilidad en dualismo ético-valorativo. Hay quienes piensan que las antropologías del Sur tienen que romper por completo con las llamadas antropologías hegemónicas:

Algunos antropólogos señalan que el paradigma occidental de la antropología, centrado en el estudio de la alteridad, no es el adecuado para las cuestiones que interesan a los países del Tercer Mundo, en pleno proceso poscolonial y de construcción nacional. Esto lleva a algunos a proponer rupturas totales con la epistemología occidental de la Ilustración, a centrarse en paradigmas basados en marcos teóricos de saber local (por ejemplo, de base teológica), que se niegan a “reconocer” a la ciencia occidental como interlocutora posible (Kaviraj, 2000; Ramanujan y Narayana Rao, en Subrahmanyan, 2000: 92; Fahim y Helmer, 1980).

A otros los lleva a cuestionar cuál sería el nuevo paradigma antropológico en un contexto de fin del proyecto colonial que produjo el paradigma de la “alteridad”. Mafeje (1976), por ejemplo, señala que el paradigma antropológico es idéntico al de las demás ciencias sociales burguesas –fundamentalmente positivista y funcionalista–, que está vinculado a la expansión del capitalismo liberal y llamado a desaparecer si se adopta una perspectiva epistemológica verdaderamente radical (Narotzky, 2011: 32).

¿Cómo mantener el impulso crítico que subyace a las discusiones sobre las antropologías del Sur sin caer en el dualismo?; ¿cómo conservar la perspectiva global que ofrece la indagación de las antropologías del mundo sin quedar atrapados en las trampas de las dicotomías rígidas? Para ello se precisa un concepto de cultura que rompa con la ecuación entre posición en la estructura social y adscripción cultural.

En muchos conceptos convencionales de cultura la ubicación social determina por completo la cultura de los agentes: todos los nuer comparten la cultura nuer, los mexicanos tienen la cultura mexicana, la clase alta tiene cultura de clase alta, los antropólogos franceses desarrollan una antropología del Norte, los antropólogos colombianos hacen antropología del Sur, etcétera. Si bien el origen geográfico y social, la posición de clase, la inserción institucional y la ubicación en el campo inciden en la manera de pensar y en las formas de hacer antropología, no se trata de una determinación absoluta. Los procesos de construcción y transmisión de significados tienen una cierta autonomía, los sujetos cuentan con capacidad de agencia y de interpretación, además de que las mediaciones importan (Martín-Barbero, 1991).

Despojadas del dualismo, las distinciones Norte-Sur y centro-periferia son un buen punto de partida, pero habrá que indagar en cada caso las características específicas de los procesos de producción de conocimientos.

Justo es decir que muchos autores que han escrito sobre las antropologías del Sur lo han hecho sin caer en posiciones dualistas, pues su preocupación se ha centrado en mostrar la pluralidad de la disciplina y en hacer visible a la antropología generada desde enfoques y lugares diferentes a los hegemónicos (Cardoso de Oliveira, 1999; Krotz, 1993; Lins Ribeiro y Escobar, 2009; Narotzky, 2011).

Epistemologías del Norte/epistemologías del Sur: el dualismo que resurge en donde menos se le espera

En estrecha conexión con el punto anterior se ubican las discusiones impulsadas por el pensador portugués Boaventura de Souza Santos sobre las epistemologías del Sur, que reclaman nuevos procesos de producción y de valorización de conocimientos, científicos y no científicos “[…] a partir de las prácticas de las clases y grupos sociales que han sufrido, de manera sistemática, destrucción, opresión y discriminación causadas por el capitalismo, el colonialismo y todas las naturalizaciones de la desigualdad en las que se han desdoblado”. (Santos, 2012: 16).

Boaventura de Souza Santos se ha propuesto superar el dualismo que ha caracterizado a buena parte del pensamiento occidental. Esto se observa en su crítica del pensamiento abismal que traza

[…] líneas radicales que dividen la realidad social en dos universos, el universo de “este lado de la línea” y el universo “del otro lado de la línea”.

La división es tal que “el otro lado de la línea” desaparece como realidad, se convierte en no existente, y de hecho es producido como no existente. No existente significa no existir en ninguna forma relevante o comprensible del ser (Santos, 2010: 12).

La afirmación anterior es una aguda crítica del dualismo ontológico que plantea que existe una separación radical entre dos tipos de seres. Asimismo, Boaventura de Souza Santos sostiene que existen distintas formas de conocimiento que pueden colaborar en una ecología de saberes. Afirma también que debe darse “igualdad de oportunidades a las diferentes formas de saber” (Santos, 2009: 116). Sin embargo, quizá como reacción frente a las relaciones de dominación, o tal vez para tratar de contrarrestar la supremacía que ha ejercido la ciencia sobre otras formas de conocimiento, De Souza Santos contradice esa igualdad de oportunidades, porque con frecuencia destaca las características negativas del conocimiento científico al mismo tiempo que resalta las cualidades positivas de las demás formas.

Por ejemplo, afirma que el científico es “totalitario”, porque niega el carácter racional de otras formas de conocimiento (Santos, 2009: 21), “desencantado y triste, […pues] al objetivar los fenómenos los objetualiza y degrada” (Santos, 2009: 37). Tiende a sobrevalorar las maneras del conocer producidas en el Sur, a las que considera emancipatorias y con mayor impulso para generar innovaciones cognitivas, en particular si están vinculadas a las luchas de los pueblos indígenas.

Reaparecen las dicotomías y los esencialismos, como si el conocimiento científico fuera siempre “occidental”, proveniente del “Norte” y de los poderosos y, por lo tanto, objeto de sospecha, mientras que lo que viene de las luchas del Sur fuera siempre positivo. Aunque Boaventura de Souza es muy cuidadoso en señalar los aportes que ha hecho la ciencia y las limitaciones que tiene el sentido común (Santos, 2009: 55-56), tiende a atribuir virtudes gnoseológicas intrínsecas a los saberes que son producidos por sujetos subalternos que tienen posiciones políticas rebeldes, mientras que atribuye defectos a los conocimientos generados por sujetos que ocupan posiciones de poder, como si la orientación ideológico-política, la ubicación en la estructura social o el origen étnico otorgaran a priori validez o invalidez desde el punto de vista epistemológico.

Una cosa es criticar las desigualdades y las diferencias de poder que existen en la producción de conocimientos y otra muy distinta es sobredeterminar el valor del conocimiento a la posición política de quien lo genera. Se advierte en sus postulados una tensión entre un lúcido intento por superar las dimensiones cognitivas y epistemológicas del dualismo hegemónico y un apego a las características ético-valorativas y políticas del dualismo crítico, que reintroduce líneas abismales entre Occidente y el resto del mundo, entre lo dominante y lo subalterno.

Para trascender el dualismo epistemológico es fundamental no exaltar ni descartar a priori ningún tipo de conocimiento, sino brindar a todos los saberes respeto y verdadera igualdad de oportunidades, pero también someterlos a todos al escrutinio y a la crítica, porque ninguno es esencialmente positivo o negativo. La propuesta, perfectamente legítima, de cuestionar las prácticas cognitivas hegemónicas y al mismo tiempo revalorar los conocimientos producidos por quienes han sido excluidos, discriminados y estigmatizados no debería dar paso a la idealización de las sabidurías populares y a la estigmatización de los postulados científicos, en una inversión de las dicotomías coloniales que sigue siendo dicotómica.

Todas las personas pueden producir saberes válidos, sin que el grado de profesionalización, el origen étnico, la clase social, el género o cualquier otra distinción otorgue virtudes o defectos cognitivos a priori. Esto implica que las diferentes formas de conocimiento y los saberes producidos por todas las personas son reconocidos como valiosos, al mismo tiempo que se aceptan sus limitaciones, por lo que todos deben estar sujetos a la crítica y la vigilancia epistemológica, ya que ninguno tiene de antemano la garantía de ser objetivo, científico o emancipador.

Hegemonía/subordinación: las geometrías variables del poder

Comencemos por la ruptura con lo que Mattelart ha llamado la “contrafascinación del poder”, ese funcionalismo de izquierda según el cual el sistema se reproduce fatal, automáticamente y al través de todos y cada

uno de los procesos sociales. Concepción alimentada desde una teoría funcionalista de la ideología —por más marxista que ésta se proclame

[…]. Frente a ese fatalismo paralizante, desmovilizador, estamos comenzando a comprender que si es cierto que el proceso de acumulación del capital requiere formas cada vez más perfeccionadas de control social y modalidades cada vez más totalitarias, también es la pluralización del poder. Estamos comenzando a romper con la imagen, o mejor con el imaginario, de un poder sin fisuras, sin brechas, sin contradicciones que a la vez lo dinamizan y lo tornan vulnerable. Se trata, tanto en la teoría como en la acción política, de un desplazamiento estratégico de la atención hacia las zonas de tensión, hacia las fracturas que, ya no en abstracto sino en la realidad histórica y peculiar de cada formación social, presenta la dominación (Martín-Barbero, 2002: 108-109).

Uno de los núcleos duros del dualismo crítico reside en las concepciones esencialistas del poder y la dominación. Las ciencias sociales han tratado de despojarse de las concepciones esencialistas de la cultura, pero éstas han resurgido, en parte, porque se ha mantenido una concepción esencialista del poder que, en lugar de ser entendido como una relación social, es visto como una cosa que unos poseen (los poderosos) y de la que otros carecen (los dominados).

Como ejemplo de estas concepciones esencialistas pueden mencionarse los planteamientos de Louis Althusser, quien veía a la ideología como un mecanismo perfectamente aceitado, capaz de reproducir la visión del mundo de la clase dominante y de imponerla al conjunto de la sociedad (Althusser, 1971). La concepción del poder como un aparato o un dispositivo controlado de manera unilateral no ha desaparecido, sino que resurge bajo distintos ropajes en diferentes momentos, con la característica común de sobrevalorar la dominación. La fascinación por el poder omnímodo del capitalismo puede reforzar la dominación, como lo ha señalado Philippe Corcuff en un diálogo con los zapatistas de Chiapas:

Y hablar de la hidra capitalista nos hace perder una parte importante del problema. Pues al hablar de la “hidra” contribuimos a darle simbólicamente

poder al capitalismo que nosotros combatimos. […] ¿Y si nuestras subjetividades individuales y colectivas participan en la sobrevaloración de la fuerza del capitalismo?; ¿y si nuestras angustias, nuestros miedos, nuestros fatalismos, nuestros conformismos, incluidos los de los más críticos de nosotros, contribuyen a fabricar la monstruosidad de acero del capitalismo?; ¿y si saca parte de su fuerza de nuestras creencias acerca de su fuerza?

Incluso los sectores del pensamiento crítico contribuyen en esta dirección al pensar el capitalismo como una totalidad coherente y casi impenetrable, como algo que tiene una dinámica de recuperación ilimitada (Corcuff, 2015: 178-179).

Los estudios críticos han resquebrajado las concepciones demasiado “consensuales” de la cultura (Thompson, 1995:19), que la presentan como un conjunto de normas y valores compartidos por toda la sociedad, sin prestar atención a las tensiones y contradicciones. Al explorar las intersecciones entre simbolismo y poder han enriquecido nuestra comprensión de los procesos culturales y políticos. El problema está en reproducir una concepción esencialista del poder, como algo que ejercen unilateralmente los poderosos sobre una masa pasiva de oprimidos, lo cual reintroduce el dualismo, en tanto que se considera que unos agentes son absolutamente dominantes y otros son completamente dominados, que unos tienen una agencia ilimitada y otros carecen de ésta.

Se piensa que el arriba y el abajo son posiciones fijas y estáticas, sin advertir la geometría variable de las relaciones de poder, que implica interacciones complejas en las que la resistencia y la contestación están siempre presentes, en las que todos los participantes utilizan recursos de poder (aunque sean asimétricos) y en donde muchos agentes tienen una posición dual (son dominados frente a unos actores y dominantes en relación con otros, pueden ser hegemónicos en algunos contextos y subalternos en varios otros).

Hace varias décadas Jesús Martín-Barbero criticó el viejo dualismo que oponía a la élite y al pueblo, así como las consecuencias excluyentes de esa dicotomía:

Para la élite la cultura es distancia y distinción, demarcación y disciplina; exactamente lo contrario de un pueblo, al que definirían sus “necesidades inmediatas”. ¿Desde dónde pensar la identidad mientras siga imperando una razón dualista, atrapada en una lógica de la diferencia que trabaja levantando barreras, que es lógica de la exclusión y la transparencia? (Martín-Barbero, 1991: 205).

¿Quién diría que dentro de algunos enfoques críticos de la exclusión surgiría un nuevo dualismo, con sentido inverso, pero igualmente dicotómico? Para salir de este nuevo dualismo se requiere una visión relacional del poder, que muestre las fracturas y las tensiones, lo mismo que la complejidad de los actores. Si se considera que la hegemonía es absoluta y que los dispositivos de poder son infalibles, por más que se les critique no queda espacio para la resistencia y la transformación.

Al absolutizar el poder los argumentos del dualismo crítico pueden propiciar inercias conservadoras.

¿Por qué resurge el dualismo?

En muchos enfoques críticos del dualismo hegemónico resurgen otras formas de dualismo, quizá contrahegemónicas, pero no por ello menos dicotómicas. En los apartados anteriores traté de mostrar que eso ha sucedido con algunos planteamientos del giro ontológico, con las visiones esencialistas de Occidente, con la oposición entre epistemologías del Norte y epistemologías del Sur, con las concepciones esencialistas del poder. ¿Por qué ha ocurrido este resurgimiento del dualismo? No hay respuestas simples a esta pregunta, me aventuro a sugerir algunas hipótesis.

El primer factor a tomar en cuenta es la facilidad cognitiva: resulta más sencillo invertir el sentido de una dicotomía muy arraigada que escapar de ella. Durante siglos el pensamiento moderno ha estado atrapado en el lenguaje y en las estrategias argumentativas del dualismo hegemónico. Para salir de esa trampa no sólo hay que deconstruir las oposiciones dualistas, sino que hay que dar paso a otros lenguajes, a otras categorías y a otras formas de debatir. Es preciso introducir muchos matices y muchas gradaciones. Esto es complicado; resulta mucho más simple utilizar, con otros propósitos, la enorme fuerza que ya tienen las formulaciones dualistas establecidas. Eso se realiza mediante una inversión de las valoraciones asociadas con los términos de una dicotomía. Por ejemplo, en lugar de un complejo análisis histórico, sociológico, relacional y contextual sobre lo que han sido y son Oriente y Occidente, sus relaciones, sus interpenetraciones y su constitución mutua, basta con revalorar lo no occidental y señalar las características negativas que tiene Occidente. Se mantiene la dicotomía, pero se critica lo que antes se consideraba deseable y se revalora lo que se estigmatizaba.

El segundo factor que incide en el resurgimiento del dualismo es de tipo contextual: América Latina es una región muy polarizada, con una gran desigualdad social, con enormes brechas entre las élites y el resto de la población. En lo que va de este siglo ha habido fuertes confrontaciones políticas; por ejemplo, entre partidarios y adversarios de las políticas neoliberales, o entre quienes apoyan a gobiernos de izquierda y quienes se oponen a ellos. Esto constituye un entorno propicio para el florecimiento de propuestas analíticas que establecen límites claros y tajantes entre los grupos étnicos, los sectores sociales y las tendencias ideológicas.

En las ciencias sociales de América Latina nunca fueron hegemónicos los enfoques posmodernos, que insisten en el carácter lábil de las culturas y en la porosidad de las fronteras. Han tenido un poco más de aceptación las propuestas constructivistas y configuracionistas, que analizan cómo se crean y se modifican las culturas, cómo se erigen y se transforman los límites identitarios, poniendo el énfasis en las relaciones de poder, como se muestra en los trabajos de Néstor García Canclini (1989), Alejandro Grimson (2011) y Eduardo Restrepo (2012).

Esas tendencias configuracionistas han introducido matices muy importantes, pero en muchos casos no han permeado a la mayoría de los científicos sociales de la región.

En contraste, han encontrado mayor eco en América Latina las propuestas críticas que enfatizan las oposiciones radicales entre Oriente y Occidente, colonizados y colonizadores, indígenas y no indígenas, blancos y negros, etcétera.

Baste mencionar la enorme difusión que han tenido las ideas de Enrique Dusell, Arturo Escobar, Walter Mignolo, Aníbal Quijano y Boaventura de Souza Santos. La polarización económica, social y política de la región es tierra fértil para el dualismo.

Por último, el ascenso del dualismo crítico expresa la confluencia y la retroalimentación entre algunos sectores de la academia y algunos movimientos sociales. El carácter profundamente excluyente de las sociedades latinoamericanas favorece el desarrollo de movimientos sociales antisistémicos que asumen discursos dualistas, que trazan fronteras nítidas entre “ellos” y “nosotros”, que recurren a narrativas esencialistas en el reclamo de sus derechos. Un caso paradigmático es el de la emergencia étnica en la región, en la que algunos movimientos se han apropiado de manera creativa de los discursos esencialistas sobre lo indígena, invirtiendo su sentido.

 Si durante siglos han sido víctimas de un discurso esencialista excluyente es perfectamente legítimo que ahora, como parte de sus estrategias de lucha, utilicen ese mismo esencialismo con fines incluyentes y emancipadores.

¿Qué hacer frente al esencialismo discursivo de las luchas sociales? No creo que sea tarea de los analistas emitir juicios positivos o negativos al respecto, ¿con qué autoridad?, ¿desde dónde juzgarlos? Durante décadas muchos antropólogos construyeron visiones estereotipadas e idealizadas sobre las comunidades indígenas y sus culturas, sobre su homogeneidad, su unidad interna, sobre su alteridad radical respecto de la cultura dominante, sobre su relación armónica con el medio ambiente. Mal haríamos ahora los científicos sociales en juzgar a los indígenas por apropiarse de esos estereotipos y utilizarlos para promover sus reivindicaciones.

Esas expresiones merecen respeto, pero este último no tiene por qué llevar a considerar esos estereotipos como verdades científicas, como descripciones precisas y certeras de la realidad. Me parece que ese ha sido uno de los desaciertos del dualismo crítico: adoptar, alimentar y reproducir las visiones esencialistas y las dicotomías irreductibles.

Una cosa es el apoyo, la solidaridad y el compromiso con un movimiento social y otra muy distinta convertir sus consignas políticas en verdades académicas. La solidaridad con los grupos subalternos no obliga al analista de la cultura a adoptar los postulados esencialistas o dualistas que manifiestan algunas de las personas con quienes realiza su trabajo de investigación. Es muy fructífero el diálogo entre las teorías del investigador y las nativas, las cuales tienen que ser aceptadas como saberes válidos y respetables (Peirano, 1995), pero ese diálogo no tiene por qué derivar en la aceptación, por parte del investigador, de todos los puntos de vista de los sujetos con quienes trabaja, incluyendo las formulaciones esencialistas y dualistas.

¿Hay espacio para posiciones críticas que no estén atrapadas en el dualismo?

Es posible ser crítico sin caer en el dualismo, sin adoptar una concepción esencialista de la cultura, sin pensar que las culturas son realidades homogéneas al interior y con límites precisos hacia el exterior, sin suponer que son irreductibles y absolutas las diferencias entre Oriente y Occidente, Norte y Sur, indígenas y no indígenas, dominantes y dominados, conocimientos científicos y no científicos.

El pensamiento de Jesús Martín-Barbero ofrece caminos muy sugerentes para sostener un enfoque crítico que no quede atrapado por la razón dualista; propone salir de la lógica de las exclusiones, realizar “[…] un desplazamiento estratégico de la atención hacia las zonas de tensión, hacia las fracturas” (Martín-Barbero, 2002: 109).

Plantea analizar las particularidades de cada contexto, advertir las mediaciones, explorar los mestizajes y las hibridaciones. En esta línea también resulta muy útil la sugerencia de Alejandro Grimson de dejar de pensar a las culturas como cosas, como estructuras rígidas e invariables; en vez de ello propone verlas como configuraciones: “Hay cinco aspectos constitutivos de toda configuración cultural que, no obstante, no forman parte de las definiciones antropológicas clásicas de ‘cultura’: la heterogeneidad, la conflictividad, la desigualdad, la historicidad y el poder” (Grimson, 2011: 187).

Un aspecto fundamental para comprender la heterogeneidad de una cultura es reconocer la capacidad de interpretación y apropiación que tienen las personas, lo que ocasiona que no existan significados únicos. Es posible que haya significados dominantes, algunas interpretaciones pueden estar más difundidas que otras, pero la diversidad interna y la heteroglosia siempre serán posibles (De la Cadena, 2006).

En cuanto a la conflictividad, es necesario poner atención a las continuas disputas en la construcción y circulación de significados, en ver una cultura como “[…] un fondo de recursos diversos, en el cual el tráfico tiene lugar entre lo escrito y lo oral, lo superior y lo subordinado, el pueblo y la metrópoli; es una palestra de elementos conflictivos” (Thompson, 1995:19).

Sin embargo, es necesario evitar el riesgo de absolutizar el conflicto, de pensar que la contienda es la única forma posible de relación. También son posibles los acuerdos, la construcción colaborativa de significados. Cooperación y conflicto son dos dimensiones que pueden estar presentes en toda interacción significativa.

Las perspectivas críticas insisten, con toda razón, en poner atención a la desigualdad que está presente en los procesos culturales. En la construcción de significados no sólo importa lo que se dice, sino quién lo dice y desde qué lugar lo dice. Las asimetrías en los recursos de los cuales disponen los diferentes agentes permean y condicionan la producción significativa, al mismo tiempo que se emplean diversos dispositivos simbólicos para tratar de incrementar o reducir las desigualdades.

Ahora bien, las desigualdades, por más que sean estructurales y persistentes, no están congeladas ni se puede trazar una sola línea de demarcación que divida a una sociedad en dos partes absolutamente distintas, una de las cuales ocuparía una posición privilegiada en relación con todas las formas de desigualdad y la otra viviría en condiciones de desventaja en todos los aspectos. Enfocarse en los distintos tipos y niveles de desigualdad permite contrarrestar la visión dualista de las sociedades y las culturas.

Introducir la historicidad es una de las estrategias más importantes para escapar de la razón dualista en el estudio de la cultura. Si las oposiciones y las contradicciones dejan de concebirse como dicotomías absolutas y atemporales, si, en cambio, son incrustadas en el tiempo y en el espacio, si se ven como construcciones que se reproducen y a la vez se transforman, las tensiones y las contradicciones adquieren densidad histórica, pueden moderarse o intensificarse, las diferencias pueden hacerse más profundas o relativizarse.

Uno de los grandes aciertos de los estudios culturales y de las perspectivas críticas ha sido poner el acento en la intersección entre la cultura y las relaciones de poder. Los procesos de producción, circulación y apropiación de significados se inscriben en contextos estructurados por relaciones de poder. El error del dualismo crítico ha sido analizar el poder en forma dicotómica, al dividir el mundo en dos partes claramente diferenciadas: los que tienen el poder y los que no lo tienen, como si el poder fuera un objeto y pudiera establecerse con claridad quiénes lo poseen y quiénes están desprovistos de él.

Los actores no poseen el poder, sino que más bien disponen de o controlan distintos recursos, diversos capitales, diferentes medios que pueden emplear en las relaciones de poder. Por supuesto que algunos jugadores cuentan con recursos más importantes o más significativos que otros, pero para que se establezca una relación de poder tienen que interactuar como mínimo dos actores y cada uno debe poseer o controlar al menos un recurso que sea significativo para el otro. Existen asimetrías entre las personas que intervienen en las relaciones de poder, pero no un dualismo entre dos tipos de actores absoluta y esencialmente distintos.

No se trata de una dominación absoluta en la que uno de los participantes, que es concebido comosujeto, impone por completo su visión del mundo al otro, queparecería ser un mero objeto pasivo. En las relaciones de poder todos los involucrados son a la vez sujetos y objetos. No seproduce una oposición dualista entre unos protagonistas quetienen una visión del mundo y la implantan con facilidad en lamente de otros que carecen de una propia y aceptan la que seles imponga. Lo que sí ocurre es una relación entre sujetos quepueden interpretar, que tienen capacidad para producir cultura,para generar nuevos significados, para disputarlos y negociarlos con otros, por más que lo hagan desde posiciones diferentes y asimétricas.

Pienso que a los cinco aspectos de las configuraciones culturales señalados por Alejandro Grimson (heterogeneidad, conflictividad, desigualdad, historicidad y poder) hay que agregar otro: el carácter contingente de las diferencias culturales.

Las perspectivas dualistas tienden a absolutizar esas diferencias, a convertirlas en discrepancias radicales e inconmensurables. El viejo dualismo hegemónico establecía una frontera esencial entre la civilización moderna y las culturas primitivas, entre la alta cultura y la cultura popular. El dualismo crítico contemporáneo también instaura, desde otra posición política, separaciones radicales entre las cosmovisiones indígenas y la occidental, entre la cultura hegemónica y las subalternas, entre las antropologías del Norte y las del Sur, entre la ciencia y otras formas de conocimiento, entre la epistemología dominante y las epistemologías del Sur.

Por supuesto que existen diferencias, contrastes, oposiciones, discordancias, antagonismos y contradicciones, pero no son realidades absolutas; se presentan diferentes tipos y en distintos grados de oposición. Además, existen similitudes, interpenetraciones, influencias recíprocas, constitución mutua, circulación de significados e hibridaciones. En cada caso habrá que investigar qué tan profundas son las diferencias y las similitudes, qué tan radicales son las contradicciones, qué tan fuertes son las discrepancias, pero también cuáles son los puntos de contacto, qué tipo de pugnas y de diálogos se establecen. No se puede determinar a priori el grado de similitud o de diferencia cultural, porque no es algo que dependa de imperativos biológicos universales o de dicotomías ontológicas.

La diferencia cultural es contingente, fruto de historias, contextos y sujetos heterogéneos, por lo que el grado y el tipo de distinción tendrán que indagarse de manera específica, no deducirse de ningún postulado dualista, ya sea hegemónico o crítico.

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[1] De acuerdo con la Real Academia Española, composible significa compatible; se refiere a una cosa que se puede armonizar ajustar, concertar, reconciliar y concordar con otra para lograr un acuerdo. Desde una perspectiva dualista las cosmologías occidental e indígena no serían composibles porque tienen diferencias ontológicas esenciales, pero desde una perspectiva no dualista podrían concertarse.

[2] Latour advierte que existe una conexión entre ambos dualismos: “La partición interior de los no humanos y los humanos define una segunda partición, ésta externa, por la cual los modernos son puestos aparte de los premodernos” (2007: 148).

Metodología de Estudios de Línea de Base. David Medianero Burga

El Estudio de Línea de Base (en adelante, ELB) es una investigación aplicada, realizada con la finalidad de describir la situación inicial de la población objetivo de un proyecto, así como del contexto pertinente, a los efectos de que esta información pueda compararse con mediciones posteriores y de esta manera evaluar objetivamente la magnitud de los cambios logrados en virtud de la implementación de un proyecto.

Por lo tanto, un ELB constituye una forma de investigación dirigida a obtener los referentes básicos de evaluabilidad del proyecto y, al mismo tiempo, un instrumento esencial para mejorar los procesos de gestión del conocimiento y toma de decisiones en el ámbito de una institución de promoción del desarrollo y del país en su conjunto.

Un ELB se realiza, por lo general, en diez pasos: abarca desde la determinación del ámbito de estudio hasta la redacción del informe final. Estos pasos, sin embargo, están enmarcados en tres procesos amplios: determinación del marco muestral, especificación de las variables de estudio y generación, almacenamiento y análisis de los datos.

Una línea de base, esencialmente, está constituida por los valores de un conjunto de indicadores directamente relacionados a las variables clave de un proyecto. Por lo tanto, representan la primera evaluación de la situación de la población beneficiaria o, extensivamente, de los beneficios directos, privados y sociales, que conforman la razón de ser del proyecto.

La contraparte de una línea de base es la línea de salida, que muestra el valor de los mismos indicadores luego de concluida la intervención. La comparación de la línea de base con la línea de salida es la base para la cuantificación del impacto del proyecto.

1. Determinación del ámbito de estudio.

2. Determinación de los objetivos del estudio.

3. Selección de variables e indicadores del estudio.

4. Determinación del marco muestral.

5. Diseño del cuestionario.

6. Prueba piloto del cuestionario.

7. Realización del trabajo de campo.

8. Construcción de la base de datos.

9. Análisis de datos.

10 Redacción del informe final.

Cuadro 1. Pasos de un estudio de línea de base

Elaboración propia.

Paso 1: Determinación del ámbito de estudio

La determinación del ámbito del estudio implica precisar la población objetivo del proyecto. En el contexto de un estudio de línea de base, debe entenderse por población al conjunto de todos los casos que concuerdan con determinadas especificaciones. La delimitación de la población implica determinar la unidad de análisis; es decir, el grupo de personas, instituciones u objetos a ser evaluados, lo cual depende del objetivo de la intervención.

La caracterización de la población objetivo implica la descripción, entre otros, de los siguientes elementos: características demográficas y sociales, características económicas y productivas, características tecnológicas y características históricoculturales.

La caracterización de la población objetivo de la intervención se efectúa mayormente con base en información obtenida a través de fuentes secundarias, tales como revisión bibliográfica, consulta de documentos oficiales y entrevistas a técnicos y expertos. En el caso del presente ELB, el ámbito de estudio está dado por las veinte regiones en las cuales se implementará el proyecto.

Paso 2: Determinación de los objetivos del estudio

Como se ha señalado, el objetivo general de un ELB es determinar la situación inicial de las unidades beneficiarias antes de la ejecución de un proyecto, a través de la determinación de los valores de ciertas variables clave resumidas a través de los indicadores que usualmente se encuentran consignados en el marco lógico del estudio de preinversión. Debe destacarse el hecho que mientras en el marco lógico se encuentran los nombres de los indicadores, en el ELB debe establecerse los valores de los mismos, a cuyo efecto, en el caso de los indicadores de fuente primaria, se debe identificar las variables, con sus respectivas definiciones operativas, unidades de medida, preguntas y categorías de agrupamiento de las respuestas en función de la escalas de medición establecidas.

Además, los ELB deben mostrar evidencias cualitativas de la situación de la población objetivo al inicio de la intervención, recogidas a través de entrevistas, talleres, grupos focales y cualquier otro tipo de técnicas cualitativas y participativas de recopilación de información.

Los objetivos específicos de un ELB en un proyecto concreto están en función de dos factores: los objetivos del proyecto bajo evaluación y el tipo de evaluación adoptado.

El diseño de un ELB tendrá determinadas características en el marco de una evaluación de impacto que en el caso de una evaluación de resultados simple. Por lo general, en una evaluación de resultados simple basta con recabar información de las variables relevantes sobre las unidades beneficiarias. En cambio, en una evaluación de impacto suele ser necesario –en el contexto de diseños experimentales o cuasi experimentales– la recopilación de información tanto de las unidades beneficiarias como de las unidades no beneficiarias que actúen como grupo de control.

En el presente ELB, los objetivos del estudio son el diagnóstico de la situación de los puestos de control de la SUNAT en lo que se refiere al uso de tecnología en las acciones de verificación de la documentación sujeta a control. Este objetivo específico se enmarca dentro de los objetivos estratégicos de reducción del incumplimiento tributario y el fortalecimiento de la institucionalidad de la SUNAT .

Paso 3: Selección de las variables e indicadores del estudio

La selección de indicadores debe considerar la idoneidad del indicador respecto de los objetivos del estudio, así como la viabilidad de obtener la información necesaria, bien sea de fuentes propias o fuentes de carácter secundario. Para determinar los indicadores que en cada caso específico serán utilizados, se recomienda el procedimiento siguiente:

Identificación de las variables relacionadas con los objetivos de la intervención.

Definición conceptual de las variables, con expreso señalamiento de la unidad de medida.

• Establecimiento de las categorías o niveles de valores que tomará la medición de las variables, con expreso señalamiento de la escala de medición que será utilizada para el procesamiento de la información.

• Procedimiento para recopilar los datos desde las unidades de análisis.

• Indicadores o medidas de resumen de los datos recopilados.

Las variables claves están relacionadas con los objetivos de la intervención. Para ello, los objetivos deben ser claros, específicos y mensurables. Cuantificar un objetivo consiste en asociarle patrones que permitan hacerlos verificables. En el caso del presente estudio, se han identificado un conjunto de 23 variables, divididas en 5 variables de fuente secundaria y 18 de fuente primaria. Para el caso de estas últimas, el sistema de información deberá considerar el desarrollo de un cuestionario que permita obtener datos para estas variables y el resumen de los mismos a través de los indicadores seleccionados.

Variables e indicadores son conceptos relacionados. El concepto de indicador es un concepto derivado de otro concepto más amplio: variable. Una variable es una magnitud cuyos valores son objeto de estudio en una acción de monitoreo y evaluación. Puede referirse a individuos, grupos de personas, organizaciones u otra unidad de análisis. La definición de las variables torna susceptibles de medición los temas de evaluación que, por lo general, están relacionados a los objetivos de una intervención.

La identificación y definición de variables es la tarea más importante en el proceso de diseño de un sistema de monitoreo y evaluación. Por lo general, una variable presenta cinco elementos básicos:

a) Nombre o denominación.

b) Definición operativa.

c) Categorías o niveles de los valores de la variable.

d) Procedimiento para recopilar los datos desde las unidades de análisis.

e) Indicadores o medidas de resumen de los datos recopilados.

Veamos, a modo de ejemplo, los elementos de la variable Satisfacción del usuario interno, que es una variable cualitativa.

Nombre: Satisfacción del usuario interno

Definición operativa y unidad de medida:  Indica la percepción del grado de satisfacción de los trabajadores de la SUNAT en relación a las acciones de verificación de documentos sujetos a control.

Categorías y escala de medida: Se establecen cinco categorías.

(01) Muy satisfactorio. (02) Satisfactorio. (03) Indiferente. (04) Insatisfactorio. (05) Muy insatisfactorio.

Obtención de datos: ¿Considera que la verificación se realiza en forma adecuada? Indicadores • Porcentaje de aprobación.

El nombre de una variable debe ser breve y de fácil recordación. Debe ser inequívoco, evitando que se le confunda con otras variables. Una variable es un atributo o característica susceptible de medición, pero que sin una adecuada definición operativa no podría ser medida. La definición operativa es su forma de cálculo, que en unos casos puede ser una fórmula, pero en otras simplemente una especificación de los elementos que deberán considerarse.

Para obtener los datos (cuando se trata de variables de fuente primaria) se elabora una encuesta, cuyo núcleo está constituido por las preguntas del cuestionario y sus respuestas, las cuales para su procesamiento sistemático son agrupadas en categorías y a las cuales se aplican distintas escalas de medida.

Finalmente, obtenidos los datos, hay que resumirlos, a cuyo efecto se crean indicadores. Por ejemplo, luego de recopilar datos sobre el nivel de ingresos de la población del país, éstos son resumidos en dos indicadores: Ingreso promedio e Índice de Gini. Estos indicadores son los que se anotan en la línea de base, pues resumen la situación de las unidades de análisis, que en este caso están constituidos por toda la población del país.

Veamos el caso de una variable cuantitativa, como por ejemplo la variable Ingreso.

Nombre: Ingreso

Definición: Son los recursos monetarios netos, incluyendo todas las bonificaciones que percibe una persona por su ocupación principal y secundaria durante el período de referencia de la encuesta.

Categorías: Puede proponerse en forma de niveles o simplemente intervalos.

Por niveles de ingreso Alto, Medio, Bajo.

Por intervalos

Por ejemplo 11 intervalos (dólares)

(01) Menos de 200; (02) 201- 400;

(03) 401-600; (04) 601-800;

(05) 801-1000; (06) 1001-1400;

(07) 1401-1800; (08) 1801-2200;

(09) 2201-2600; (10) 2601-3000;

(11) Más de 3000 dólares.

Obtención de datos: ¿Cuál fue su ingreso total en el último mes?

Indicadores

• Ingreso promedio.

• Coeficiente de Gini.

Paso 4: Determinación del marco muestral

Para la recopilación de información debe tomarse en consideración el hecho de que, en principio, existen dos tipos generales de estrategias de muestreo: muestreo probabilístico y no probabilístico o dirigido. El muestreo probabilístico es un tipo de muestreo en el que se conoce la probabilidad de seleccionar un miembro individual de la población. El muestreo dirigido es aquel en el que se desconoce la probabilidad de seleccionar cualquier miembro individual de la población.

Muestra probabilística : Subgrupo de la población en el que todos los elementos de ésta tienen la misma posibilidad de ser elegidos.

Muestra dirigida: Subgrupo de la población en la que la elección de los elementos no depende de la probabilidad sino de las características de la sistematización.

Cuando una encuesta se realiza sólo a una parte de la población, se trata de un estudio muestral. Una muestra es un conjunto de elementos de una población o universo del que se quiere obtener información. A efectos de que la información obtenida de una muestra sea válida, ésta debe ser representativa de la población; es decir, que en su estructura se reproduzcan exactamente las características y comportamientos de la población de la que ha sido obtenida. Aunque la precisión o exactitud de los datos obtenidos a través de una muestra es menor que en un estudio censal, las ventajas de coste y tiempo superan con creces tal inconveniente

El proceso de muestreo supone llevar a cabo las siguientes etapas:

1. Definir la población objeto de estudio.

2. Seleccionar la estructura de la muestra (listas, directorios, etc.)

3. Especificar la unidad muestral.

4. Seleccionar el método de muestreo (probabilístico o no probabilístico).

5. Determinar el tamaño de la muestra.

6. Diseñar el plan de muestreo y, por último, seleccionar la muestra.

La unidad muestral es el elemento de la población de la cual se obtienen los datos. Pueden ser individuos, hogares, tiendas, empresas u objetos (productos, marcas, modelos, etc.). La muestra puede ser seleccionada por procedimientos aleatorios o no aleatorios. En el primer caso, se trata de un muestreo probabilístico, mientras que en el segundo es un muestreo no probabilístico. En un muestreo probabilístico todos los elementos de la población tienen igual oportunidad de ser seleccionados para componer la muestra. En un muestreo no probabilístico, en cambio, la selección de los elementos de la muestra se realiza, total o en parte, según criterios fijados por el investigador.

Existen cuatro procedimientos básicos para realizar un muestreo probabilístico: simple, sistemático, estratificado y por conglomerados o áreas:

• En el muestreo aleatorio simple todos los elementos de la población tienen la misma posibilidad de ser elegidos. Este sistema, aunque es el más adecuado para obtener una muestra representativa, es impracticable en muchos casos, sobre todo en poblaciones muy grandes.

• El muestreo sistemático es un procedimiento más rápido que un muestreo aleatorio simple. Consiste, en primer lugar, en dividir el número total de elementos de la población por el de la muestra, con objeto de determinar cada cuantos elementos de la población hay que elegir uno para componer la muestra.

• El muestreo estratificado es aplicable cuando la población puede dividirse en clases o estratos (por ejemplo: sexo, edad, clase social, nivel de estudios, tamaño del hábitat de residencia, etc.). Una vez determinados los estratos, se aplica a cada uno de ellos un muestreo aleatorio simple.

• En el muestreo por conglomerados o áreas lo que se elige al azar no son unos cuantos elementos de la población, sino unos grupos de elementos de la misma previamente formados, de los que se irán obteniendo al azar otros grupos de elementos, y así sucesivamente, hasta llegar a la unidad muestral primaria.

La muestra puede también seleccionarse por alguno de los métodos no probabilísticos siguientes: por conveniencia, de forma discrecional y por cuotas.

• El muestreo de conveniencia consiste en elegir aquellos elementos que mejor se adaptan a las conveniencias del investigador, como las personas que, de modo voluntario, están dispuestas a contestar o que están más al alcance del investigador. Una modalidad de este método es el muestreo en bola de nieve, en el que los individuos seleccionados inicialmente se utilizan como informadores para identificar a otras personas con las características deseadas, éstas a otras, y así sucesivamente.

• En el muestreo discrecional, también denominado muestreo opinático o intencional, los elementos son elegidos a criterio del investigador sobre la base de lo que él cree que el elemento seleccionado puede contribuir al estudio.

• El muestreo por cuotas es un caso especial del anterior. La muestra se selecciona de manera que sus características (de sexo, edad, lugar de residencia, ingresos, etc.) se ajusten a las establecidas como de control.

A fin de calcular el tamaño de la muestra, generalmente, se asume un nivel de significancia del 95%, un error de muestreo del 8% y una probabilidad de ocurrencia de 0.5. En base a dichos parámetros, la muestra queda conformada de acuerdo a los resultados obtenidos con la aplicación de la fórmula siguiente:

Donde:

p = Proporción de los que poseen atributo

q = Proporción de los que no poseen atributo

N = Tamaño de la muestra

EM    = Error de muestreo

M      = Tamaño de la población.

En el presente estudio, la encuesta de línea de base se realizará a través de dos modalidades: presencial y virtual. La primera modalidad está orientada a las regiones que presentan una brecha oferta-demanda de 9,339 consultas diarias, para lo cual se encuestará a un total de 111 personas. Dentro de dicho grupo se encuentran las regiones de Piura, Lima, Puno, Callao, Arequipa y Tumbes, las cuales en conjunto, representan aproximadamente el 83% de la muestra. La segunda modalidad se aplicará en las regiones que presentan una brecha de 2,009 consultas diarias, donde se encuestará a un total de 24 personas. Dentro de este grupo se encuentran las regiones de La Libertad, Tacna, Ica, Junín, Amazonas, Cusco, Huánuco, Ucayali y Madre de Dios, las cuales en conjunto representan el 18% de la muestra.

Paso 5: Diseño del cuestionario

El cuestionario es el formulario que contiene las preguntas o variables de la investigación y en el que se registran las respuestas de los encuestados. El diseño del cuestionario no es sencillo y presenta ciertas dificultades. Si bien preguntar es relativamente fácil, hacer buenas preguntas es un arte que requiere creatividad y experiencia.

Para un diseño apropiado del cuestionario es fundamental cumplir tres requisitos básicos:

1. Definir correctamente el problema a investigar.

2. Formular de forma precisa las hipótesis.

3. Especificar adecuadamente las variables y las escalas de medida.

Un cuestionario es un conjunto articulado y coherente de preguntas redactadas en un documento para obtener la información necesaria que permita realizar la investigación que la requiere. Desempeña funciones esenciales, tales como las siguientes:

• Traslada el objetivo de la investigación a preguntas concretas que serán respondidas por las personas encuestadas.

• Homogeniza la obtención de información, ya que todos los encuestados responden a las mismas preguntas del cuestionario.

• Si su diseño, estructura, ordenación y aspecto es acertado, el cuestionario contribuye eficazmente a que las personas proporcionen información.

• Ayuda a que el tratamiento de datos se haga más rápido, porque facilita las tareas de codificación de datos, pues figuran en el propio cuestionario, y su grabación en los equipos informáticos, especialmente cuando se trata de cuestionarios que se pueden leer con un lector óptico.

Las preguntas que contiene un cuestionario están determinadas por los objetivos de la investigación que se desea realizar, que pueden ser medir comportamientos, actitudes u opiniones.

Una investigación se diseña globalmente. Se fijan unos objetivos de conocimiento, los cuales determinan qué información debe recogerse y cómo va a medirse. Paralelamente, debe seleccionarse la técnica idónea para tratar la información.

Cada tipo de datos exige una técnica de análisis, y cada estudio necesita aplicar la técnica idónea.

Paso 6: Prueba piloto del cuestionario

Una vez que se ha elaborado el cuestionario conviene hacer una valoración del mismo. Para ello debe darse respuesta a las siguientes preguntas de esta lista de comprobación.

• ¿Responde el cuestionario a los objetivos de la investigación?

• ¿Son necesarias todas las preguntas?

• ¿Podrá el encuestado contestar a todas las preguntas?

• ¿Querrán los encuestados contestar a todas las preguntas?

• ¿Es fluido?

• ¿Es de una extensión razonable?

• ¿La secuencia de preguntas es correcta?

• ¿Se han incluido transiciones e introducciones?

Un cuestionario puede estar muy bien diseñado y el encuestador ser excelente. No obstante, siempre existe la duda sobre la veracidad de la información que se obtiene.

Tres son las fuentes de incertidumbre.

Quien responde tiene dificultad para expresarse o para comprender el cuestionario. Puede ser por razones culturales o intelectuales. En general, los cuestionarios con preguntas cerradas son los más aconsejables para personas que tengan estas características en grado medio o bajo. Cuando se trata de preguntas abiertas es más difícil obtener respuestas, ya que obligan a un ejercicio mental. A veces el número de ítems o de categorías puede resultar excesivo, especialmente con personas mayores o muy jóvenes.

Quien responde tiene mala memoria. Este problema aparece con frecuencia cuando se trata de personas de edad, pero también puede aparecer aisladamente en cualquier otra. Para conseguir información fiable se puede acudir a listas u otros elementos visuales (fotos, catálogos, etc.) que ayuden a recordar. También se puede invitar a que la persona escriba un diario.

Quien responde puede ser reacio a contestar. Las razones pueden ser de diversa naturaleza. Pueden ser inconscientes o irracionales pues tal vez el encuestado no pueda dar argumentos sobre su negativa a responder. Otras veces pueden surgir barreras sociales o de inadmisibilidad. Otras veces las personas tienden a dar respuestas socialmente aceptadas, aunque internamente piensen lo contrario. Es posible que contesten en un sentido por educación, o para acabar la entrevista o encuesta cuanto antes.

Una vez que se haya diseñado el cuestionario, éste debe ser aplicado a un grupo de personas para efectuar una prueba. En una primera confección, es posible que no se acierte con aspectos semánticos en las preguntas. Es decir, la redacción del cuestionario puede no ser del todo correcta o que no se comprenda bien. Es posible, también, que algunas preguntas importantes no se hayan incluido, o no estén bien matizadas, o que haya un exceso de preguntas y algunas no sean significativas.

Los defectos de contenido y/o forma que pudieran aparecer en el cuestionario se detectan mediante pruebas piloto, dirigidas a pequeños grupos. Una vez subsanados los errores o perfeccionado el cuestionario se podrá dirigir a la totalidad de la muestra.

De esta manera se evita tener que repetir la investigación por haber difundido un cuestionario confuso o erróneo.

• En resumen, la prueba piloto del cuestionario persigue:

• Eliminar ambigüedades.

• Eliminar preguntas superfluas.

Añadir al cuestionario preguntas relevantes.

• Simplificar preguntas difíciles.

• Cambiar el orden de las preguntas para agilizar el flujo de respuestas.

• Corregir la redacción.

• Eliminar faltas de ortografía.

• Comprobar que los códigos para grabar los datos más adelante sean correctos.

En la prueba piloto se mide la consistencia interna del cuestionario, a través del coeficiente “a de Cronbach”. Las pruebas piloto se repiten las veces necesarias hasta conseguir la mayor validez del cuestionario.

Paso 7: Realización del trabajo de campo

El conjunto de actividades realizadas para la recopilación efectiva de los datos recibe la denominación de trabajo de campo. Incluye la supervisión de los cuestionarios y el control de los errores de la falta de respuesta. El trabajo de recolección de datos pocas veces es realizado por la persona que diseña la investigación. Sin embargo, la etapa de recolección de datos es crucial, porque un estudio no es mejor que los datos recolectados en campo. Por tal razón, se debe seleccionar personas capaces y confiar en ellos para reunir los datos. Una ironía de la investigación de campo es que individuos con alta educación y capacitación diseñan la investigación, pero cuando se realizan las encuestas las personas que recolectan los datos por lo común tienen poca capacitación o experiencia. Al saber que la investigación no es mejor que los datos recolectados en el campo, los coordinadores de la investigación deben concentrarse en seleccionar cuidadosamente a los trabajadores de campo.

Gran parte del trabajo de campo lo realizan proveedores de investigación que se especializan en la recolección de datos. Cuando una segunda parte es subcontratada, la tarea del diseñador del estudio no es sólo la de contratar un proveedor de investigación, sino la de construir controles de supervisión sobre el servicio de campo. En algunos casos se usa una tercera firma. Si el administrador de la investigación contrata a un entrevistador interno o selecciona un servicio de entrevistas en el campo, idealmente los trabajadores de campo deben satisfacer ciertos requisitos. Aun cuando los requerimientos del puesto para diferentes tipos de encuesta varían, por norma los entrevistadores deben gozar de buena salud, ser extrovertidos y de presentación agradable, bien arreglados y vestidos.

Las personas que les gusta hablar con desconocidos casi siempre son los mejores entrevistadores. Una parte esencial de la entrevista es entablar una buena relación con el participante. Una personalidad abierta ayuda a los entrevistadores a garantizar la cooperación del participante. Los prejuicios del entrevistado pueden presentarse si el vestido o apariencia física del entrevistador de campo es poco atractiva o descuidada.

Una excepción a esto sería la investigación etnográfica, en la cual el entrevistador debe vestirse de acuerdo con el grupo que se estudia.

El objetivo de la capacitación es asegurar que el instrumento de recolección de datos se administre de manera uniforme por todos los trabajadores de campo. La meta de estas sesiones es que cada participante sea dotado de información común. Si los datos se obtienen de manera uniforme por todos los que participan, la participación habrá tenido éxito.

Es probable que la mayoría de los programas de capacitación extensos abarquen los siguientes temas:

• Cómo establecer contacto inicial con el participante y asegurar la entrevista.

• Cómo hacer las preguntas de la entrevista.

• Cómo insistir.

• Cómo registrar las respuestas.

• Cómo terminar la entrevista.

Por lo común, los entrevistadores reclutados registran las respuestas en un cuestionario de práctica durante una entrevista de capacitación simulada. Entrevistar es una ocupación calificada, así que no todos pueden hacerlo y menos aún hacerlo extremadamente bien. Un buen entrevistador observa determinados principios básicos, los cuales son resumidos en el Cuadro 2.

Principios básicos

Descripción: Tener integridad y ser honesto. Esta es la piedra angular de todo trabajo profesional, sin importar su propósito.

Tener paciencia y tacto. Los entrevistadores piden información de personas a quienes noconocen. Por tanto, todas las reglas de las relaciones humanasque aplican a situaciones de consulta –paciencia, tacto y cortesía seaplican más a la entrevista.

Prestar atención a la precisión y al detalle. Entre los mayores “pecados” de la entrevista están la imprecisión y la superficialidad. Una buena regla es no registrar una respuesta a menos que la entienda usted mismo a plenitud.

Mostrar un interés real en la consulta a realizar, pero guardándose su opinión.

La imparcialidad es imperativa. Si se quisieran sus opiniones usted sería el interrogado, no el participante. Usted es quien interroga y registra las opiniones de otras personas, no un contribuyente a los datos del estudio.

Ser un buen escucha. Demasiados entrevistadores hablan mucho, así pierden el tiempocuando los participantes podrían aportar hechos u opinionespertinentes sobre el tema del estudio.

Mantener confidenciales la consulta y las respuestas de los participantes.

No platique los estudios que está realizando con parientes, amigos o asociados. Es inaceptable tanto para la entidad de investigación como para sus clientes. Ante todo, nunca cite las opiniones de un participante con otro, esa es la mayor violación a la intimidad.

Respetar los derechos de otros. La investigación de campo depende de la disposición de las personas a proporcionar información. Entre los indeseables extremos del fracaso de obtener todo y la coerción innecesaria, es mejor ofrecer una explicación clara, con amabilidad y cortesía.

Cuadro 2. Principios básicos del trabajo de campo

Fuente: William G. Zikmund y Barry J. Babin. Investigación de mercados

Paso 8: Construcción de la base de datos

La construcción de la base de datos es la fase posterior a la recopilación de los datos en campo. Por lo general, supone un tratamiento informático, incluyendo su almacenamiento en algún tipo de software, para su posterior tabulación y análisis. La base de datos constituye la plataforma sobre la cual el investigador realiza los análisis que le permitirán convertir los datos en información relevante para la toma de decisiones.

La construcción de una base de datos requiere típicamente de tres tipos de actividades: registro, edición y codificación de datos.

• La entrada y grabación de los datos es el registro de los códigos y valores de las variables en un sistema informático para su posterior tratamiento y análisis. Se entiende por dato un valor específico de una variable. Por ejemplo, 35 años es un dato de la variable edad.

• La edición de datos es la inspección de las respuestas de los cuestionarios, con el fin de asegurar que estén suficientemente contestados y que las respuestas sean consistentes. De ser necesario, se efectuarán las correcciones oportunas o se rechazarán los cuestionarios mal o insuficientemente contestados.

• La codificación de los datos consiste en asignar códigos numéricos a las respuestas dadas a un cuestionario para poder efectuar el tratamiento estadístico de los datos.

En las preguntas cerradas los códigos están preestablecidos en el cuestionario, pero en las preguntas abiertas (variables tipo texto) deben asignarse códigos a las respuestas obtenidas. Para ello debe procederse a agrupar las respuestas obtenidas por su similitud, y asignarles un código y su correspondiente significado en una nueva variable categórica.

Los datos codificados se recopilan sistemáticamente en un fichero o matriz de datos que permite el tratamiento estadístico posterior. Cada fila del fichero recoge las respuestas o la información recogida en un cuestionario. A cada pregunta o variable se le asigna una o más columnas del fichero. La intersección de la fila i con la columna j recogerá la respuesta codificada del individuo i a la pregunta asignada a la columna j. Las primeras columnas se suelen reservar para la identificación de la observación o individuo.

Para el análisis se debe definir la naturaleza de cada variable, cualitativa métrica o textual. El fichero de trabajo puede contener la siguiente información:

• Variables cualitativas o categóricas: género, situación familiar, estado civil, etc.

• Variables métricas o cuantitativas: gasto en ocio, número de horas de trabajo, etc.

• Variables textuales: identificado, respuestas a preguntas abiertas, comentarios del entrevistador.

Un registro de datos es el espacio de un fichero informático ocupado por un

conjunto de datos correspondientes a una unidad de análisis (un sujeto o un objeto).

Un registro está formado por campos de información. Por ejemplo, un registro puede contener el conjunto de datos representativos de las respuestas dadas por un encuestado.

Para las respuestas posibles a cada una de las preguntas o variables del cuestionario se reserva un campo. Un campo es el espacio ocupado por el dato de una variable en un registro informático. Comúnmente, en un fichero los registros de datos son las filas de la tabla y los campos están representados por las columnas.

Paso 9: Análisis de datos

El aspecto culminante del proceso de construcción de una línea de base es el análisis de los datos obtenidos en la etapa de recopilación de información. En términos generales, el objetivo del análisis de datos es su transformación en información relevante[1]. En el contexto de un ELB una determinada información se califica de relevante si sirve para medir las variables relacionadas a los efectos e impactos del proyecto. La aplicación de técnicas estadísticas de análisis de datos, especialmente las más sofisticadas, ha tenido en los últimos años un crecimiento muy importante en la investigación social, especialmente por la mayor disponibilidad y abaratamiento de los medios electrónicos de cálculo y el desarrollo de paquetes de programas estadísticos.

La información obtenida en el paso anterior se encuentra como datos recopilados en forma de cuestionarios, guías de entrevistas con informes manuscritos de los temas predeterminados, listados de personas encuestadas, etc. En este paso, toda esa información, fruto de la recopilación de un amplio conjunto de observaciones, se transforma en información organizada mediante el uso de la estadística descriptiva, tanto en lo que se refiere al análisis de una sola variable, como la de las observaciones de las relaciones entre dos o más variables.

En función del número de variables analizadas simultáneamente, las técnicas de análisis de datos pueden clasificarse en univariables, bivariables y multivariables, según se analicen, respectivamente, una sola variable, la relación o dependencia entre dos variables y la relación o interdependencia entre más de dos variables.

Al igual que los pasos anteriores, el análisis de los datos requiere un trabajo de equipo para aclarar preguntas y garantizar resultados oportunos y de calidad. Un primer problema que debe ser abordado se refiere a la depuración de los datos proveniente de fuentes primarias y secundarias. Existen diversas técnicas de análisis cuantitativo basadas en métodos estadístico, así como también existen muchas técnicas para analizar datos cualitativos. Particularmente en los estudios de línea de base y evaluaciones de impacto, dos técnicas son de uso frecuente: análisis de contenido y análisis de casos.

El análisis de contenido se usa para analizar datos obtenidos a través de entrevistas, observaciones y documentos. Sobre la base de un sistema de clasificación de datos, la información debe ser organizada de acuerdo con lo siguiente:

• Las preguntas de evaluación para las cuales se recopiló la información.

• La forma cómo será usada la información.

• La necesidad de realizar referencias cruzadas con la información.

De otro lado, el análisis de casos se basa en estudios de detalle de un determinado grupo o individuo relacionado con el contexto bajo evaluación. El alto nivel de detalle obtenido puede proporcionar información valiosa para evaluar la calidad de los procesos, resultados e impactos del proyecto. Los procesos de recopilación y análisis de los datos se llevan a cabo en forma simultánea, puesto que los evaluadores realizan observaciones mientras recopilan la información.

Paso 10: Redacción del informe final

La redacción del Informe del ELB es, obviamente, el paso final. Este documento, por lo general, incluye los aspectos siguientes:

• Resumen del proyecto bajo estudio.

• Caracterización del ámbito del proyecto,

Situación de base en el área de influencia del proyecto

• Resumen de indicadores.

• Base de datos, incluyendo un diccionario de variables.

• Pautas metodológicas para el diseño de un sistema de monitoreo y evaluación del desempeño.

Al redactar el informe final del estudio, debe tenerse en cuenta que la línea de base de un proyecto debe brindar información sobre los aspectos siguientes:

Situación inicial de los indicadores de efecto e impacto del proyecto.

• Dinámica del contexto y su relación con la población objetivo.

• Factores de riesgo no controlables que afectan el impacto (supuestos que se encuentran en la matriz del marco lógico), a fin de capitalizar las oportunidades del entorno o en su defecto definir estrategias para aminorar y/o frenar posibles factores negativos.

En síntesis, la idea fundamental a tener en cuenta es que los ELB son muy acotados, pues sólo recogen información que pueda ser comparada posteriormente con los resultados del proyecto, para determinar el antes y el después. Como se sabe, un principio inherente en la evaluación es la posibilidad de establecer comparaciones, disponiendo de valores y valoraciones iniciales respecto a los indicadores de evaluación.

Por ello, la información al respecto debe estar estrechamente vinculada a los indicadores de efecto e impacto del proyecto, puesto que el mismo análisis ha de repetirse en la evaluación intermedia y evaluación final. Finalmente, cabe indicar que los informes de línea de base se deben programar como parte de una estrategia de difusión, que puede incluir, además del informe técnico propiamente dicho, la realización de presentaciones ante diversos públicos y la difusión en los medios de comunicación de los resúmenes ejecutivos sobre los hallazgos de la evaluación.

Cuadro 3. Pasos del estudio de línea de base

1. Determinación del ámbito de estudio

La determinación del ámbito del estudio implica precisar las unidades de análisis, que pueden ser sujetos u objetos. El tipo de unidades de análisis depende del objetivo de la intervención.

2. Determinación de los objetivos

Por lo general, el objetivo de un ELB es ofrecer una referencia sólida para la medición de los cambios que se lograrían gracias a la ejecución del proyecto. Además, los ELB deben mostrar evidencias cualitativas de la situación de la población objetivo al inicio de la intervención.

3. Selección de variables e indicadores

La selección de las variables y sus correspondientes indicadores debe considerar la capacidad de estos para representar válidamente los objetivos o resultados que se desean medir, así como la viabilidad de obtener la información de base necesaria, bien sea de fuentes propias o secundarias. Para ello, los objetivos deben ser claros, específicos y mensurables.

4. Determinación del marco muestral

Para la recopilación de información debe tomarse en consideración el hecho de que, en principio, existen dos tipos generales de estrategias de muestreo: muestreo probabilístico y no probabilístico o dirigido. Cuando una encuesta se realiza sólo a una parte de la población, se trata de un estudio muestral. A efectos de que la información obtenida de una muestra sea válida, ésta debe ser representativa de la población.

5. Diseño del cuestionario

El cuestionario es el formulario que contiene las preguntas o variables de la investigación y en el que se registran las respuestas de los encuestados. Las preguntas que contiene un cuestionario están determinadas por los objetivos de la investigación que se desea realizar.

6. Prueba piloto del cuestionario

Una vez que se ha elaborado el cuestionario conviene hacer una valoración del mismo, para ello, debe ser sometido a un grupo de personas para efectuar una prueba. Lo cual nos ayudará a detectar los defectos de contenido y/o forma que pudieran aparecer en el cuestionario. Una vez subsanados los errores o perfeccionado el cuestionario se podrá dirigir a la totalidad de las personas que se considere oportuno.

7. Realización del trabajo de campo

El conjunto de actividades realizadas para la recopilación efectiva de los datos recibe la denominación de trabajo de campo. Incluye la supervisión de los cuestionarios y el control de los errores de la falta de respuesta.

8. Construcción de la base de datos

La construcción de la base de datos supone un tratamiento informático, incluyendo su almacenamiento en algún tipo de software, para su posterior tabulación y análisis. La base de datos constituye la plataforma sobre la cual el investigador realiza los análisis que le permitirán convertir los datos en información relevante para la toma de decisiones.

9. Análisis de datos

En términos generales, el objetivo del análisis de datos es su transformación en información organizada y relevante mediante el uso de estadística descriptiva, tanto en lo que se refiere al análisis de una sola variable, como la de las observaciones de las relaciones entre dos o más variables.

10. Redacción del informe final

La redacción del Informe del Estudio de Línea de Base es, obviamente, el paso final. Los informes de línea de base se deben planificar como parte de una estrategia de difusión, que puede incluir, además del informe técnico propiamente dicho, la realización de presentaciones ante diversos públicos y la difusión en los medios de comunicación de los resúmenes ejecutivos.

(Pensamiento Crítico N.° 15, pp. 61-82)


[1] Este apartado se basa en el texto de Miguel Santesmases Mestre, Diseño y análisis de encuestas en investigación social y de mercados (Madrid, Editorial Pirámide, 2009).

La contribución de Edward Said a una tipología cultural del imperialismo (2003) Francisco Fernández Buey

Durante los veintitantos años transcurridos desde la publicación de Orientalismo [1], la gran obra de Edward Said, el interés por la historia y el presente de las culturas no europeas ha ido aumentado de una forma muy considerable en la mayoría de las universidades estadounidenses. Y también en las europeas.

Uno de los resultados de este interés es la notabilísima floración de centros e institutos dedicados a estudiar las diversas formaciones culturales africanas y asiáticas. La atracción por las culturas no europeas rebasaba así el marco más tradicional de la antropología cultural para permear también el conjunto de los estudios históricos, artísticos, literarios, filosóficos y religiosos, así como los planes de estudio de muchas de las facultades de humanidades. Tanto que hoy en día no hay en Europa facultad de humanidades que se precie que no aspire a tener un buen departamento dedicado a estudios orientales, africanos o asiáticos.

Entre los factores que han contribuido a este aumento del interés (no sólo universitario, desde luego) por los estudios de las culturas no europeas en los últimos años habría que destacar cuatro.

En primer lugar, la globalización de la economía, con la constante apertura de nuevos mercados y las interrelaciones culturales implicadas en las migraciones masivas que son el signo de nuestro tiempo. En segundo lugar, la necesidad que la cultura euroamericana tiene de conocer más de cerca los complejísimos procesos de descolonización que se iniciaron en África y Asia en los años sesenta del siglo XX.

En tercer lugar, las consecuencias del importante trasvase de estudiantes, graduados y licenciados, de origen asiático y africano, que hoy pueblan las universidades estadounidenses y europeas (la nueva emigración de cerebros desde el este y el sur a los centros económicos del Imperio). Y en cuarto lugar, el atractivo que, en el ambiente espiritual del fin de siglo, ejercían entre los más jóvenes algunas de las manifestaciones artísticas, científicas, filosóficas y religiosas no vinculadas a lo que se ha llamado la racionalidad occidental con su noción de progreso civilizatorio lineal.

Dos de las consecuencias más patentes de este cambio del tempo histórico o, si se prefiere decirlo así, del ambiente espiritual de Occidente, son el revisionismo historiográfico y la atención que ahora se presta a los estudios culturales.

La revisión historiográfica afecta a nuestra percepción de lo que han sido el colonialismo y el imperialismo europeo y norteamericano en Asia, África y Oceanía durante los siglos XIX y XX. Esta revisión debería permitir vernos a nosotros mismos y a los otros sin las anteojeras que ha creado ese concepto tan restrictivo de barbarie persistente entre nosotros desde la cultura griega clásica y sintomáticamente denunciado ya por Bartolomé de las Casas, a propósito de las culturas amerindias, en los orígenes del colonialismo moderno.

Mientras tanto, los estudios culturales facilitaban la recepción en Occidente de interesantísimas manifestaciones de las literaturas poscoloniales de África, Asia y Australia (con la recuperación de las tradiciones árabe, islámica, hindú o china) y potenciaban una nueva orientación comparatista.

Hoy sabemos, sin embargo, que el comparatismo (como la interdisplinariedad) es una hermosa premisa metodológica que no siempre da los resultados concretos esperados. Y no sólo porque sigue habiendo comparaciones odiosas. Sería ingenuo pensar, por ejemplo, que los tópicos y los prejuicios occidentalistas sobre Oriente –precisamente la invención del mito occidental que Said llamaba “orientalismo”– se están acabando.

Ahí está la tan arraigada ideología de la guerra de civilizaciones para mostrarnos, una vez más, que sigue habiendo mucho camino por recorrer en este ámbito. Al desvelar, en Orientalismo, este mito occidental, Said había llamado la atención acerca de algo que conviene recordar ahora: la “orientalización” occidental del Oriente geográfico no ha sido durante siglos simplemente una frívola fantasía europea (con manifestaciones artísticas, literarias, filosóficas y políticas) sino algo mucho más importante que eso; ha sido un cuerpo consistente, aunque variable, hecho de teorías y de prácticas, en el que los tópicos sobre el despotismo, el esplendor, la crueldad, la sensualidad y el exotismo del Otro expresan precisamente el poder atlántico-europeo sobre un Oriente históricamente vinculado al imperialismo y al colonialismo.

Un corpus intelectual así no se desintegra exclusivamente por la vía de los estudios académicos. Ya las últimas páginas de Orientalismo parecen escritas para salir al paso de esa ilusión. Allí se decía: Si este libro ha de tener alguna utilidad para el futuro será como aportación modesta a un desafío y como una advertencia, a saber: que los sistemas de pensamiento como el orientalismo, los discursos de poder y las ficciones ideológicas se hacen, se aplican y se mantienen demasiado fácilmente […] Si el conocimiento del orientalismo tiene algún sentido es como advertencia ante la degradación seductora del conocimiento, de cualquier conocimiento, en cualquier lugar y en cualquier época. Y ahora tal vez más que antes.

El propio Said ha ido aportado, en los últimos años de su vida, numerosos ejemplos de la persistencia y reiteración del tópico de la superioridad cultural occidental desde la primera guerra del Golfo Pérsico hasta la reciente invasión de Irak por las tropas anglo-norteamericanas. Persistencia y reiteración que se dan tanto en el ámbito de la política como en los ambientes universitarios. Sirva como botón de muestra la actitud del académico Bernard Lewis, una de las autoridades del islamismo y del orientalismo norteamericanos, con quien se ha medido frecuentemente Said.

En 1989 Bernard Lewis interpretaba una propuesta hecha por estudiantes y profesores de la Universidad de Stanford, orientada a introducir más textos no europeos en los programas de estudios en Humanidades, como si tal extensión fuera a suponer en el próximo futuro la desaparición del canon y de la cultura occidentales. Doce años después, algunas de las obras de Lewis se habían convertido ya en fuente de inspiración para las especulaciones de Huntington sobre el choque entre civilizaciones y, lo que es peor, en soporte directo de la guerra preventiva de la administración Bush contra el “peligro islámico” [2].

Pero para valorar bien el punto de vista de Edward Said en su polémica con Bernard Lewis y con otros académicos del orientalismo conviene distinguir y precisar, pues a veces se junta demasiado apresuradamente la crítica del discurso etnocentrista sobre países y continentes, cuyas culturas han sido olvidadas, subalternizadas o tergiversadas, con la crítica al sexismo o al racismo igualmente persistentes en el mundo académico occidental (y fuera de él).

Como racismo y sexismo han sido históricamente rasgos compartidos por la mayoría de las culturas occidentales y orientales, lo razonable es valorar separadamente, por razones metodológicas y de economía del discurso, las propuestas tendentes a un mejor conocimiento de civilizaciones distintas de la nuestra y las propuestas que llaman a prestar mayor atención a subculturas habitualmente subalternizadas en un mismo marco cultural europeo, euroamericano, africano o asiático (como las subculturas de las mujeres, de tales o cuales minorías étnicas o de determinados estratos populares cuyos hábitos y costumbres no son reductibles a la dirección principal del canon vigente). Esta distinción no siempre se hace en las propuestas académicas actuales y da lugar a numerosos equívocos.

Said, que además de estudioso del orientalismo ha sido un musicólogo sensible y un hombre con gran conciencia cívica, ha ayudado mucho a evitar esos equívocos. De él hemos aprendido que se puede y se debe considerar justa y apropiada la preocupación actual por conocer mejor lo que han sido y lo que son realmente las otras culturas y subculturas diferentes de la versión dominante de la cultura europea sin que esto tenga por qué significar aceptar cierta manía generalizadora consistente en meter en el mismo saco todo lo olvidado por el etnocentrismo sexista históricamente dominante.

Y todavía más: que distinguir entre esas dos cosas implica también oponerse a la mera inversión especular de las representaciones tradicionales occidentales, inversión que ha dado y sigue dando lugar a la idealización apresurada de todo lo otro para acabar pensando simplemente lo mismo que se pensaba, con la única diferencia de que donde antes se situaba el cielo ahora se sitúa el infierno y viceversa. Una de las cosas más apreciables del punto de vista de Said es precisamente que no depone el espíritu crítico cuando de lo que se trata es de valorar el imaginario colectivo que, a partir de la cultura de la resistencia frente al etnocentrismo occidentalista, se ha ido construyendo en estos últimos tiempos en Oriente Medio, África o Asia.

II

Ése era el contexto, como se ve, bifronte, de la aparición del libro de Edward Said, Cultura e imperialismo (1993). Este libro completa y desarrolla el estudio llevado a cabo en Orientalismo. Por una parte, amplía el marco geográfico de estudio de aquella obra (cuyas ideas estaban referidas fundamentalmente a Oriente Medio) analizando diversos escritos europeos sobre África, India, algunas partes del Lejano Oriente, Australia, el Caribe (y, más tangencialmente, Irlanda).

Pero, por otra parte, Said introducía en su nueva obra la visión del otro, la visión ilustrada de los vencidos, entendiendo por tal la respuesta de intelectuales africanos, asiáticos, americanos y europeos (particularmente irlandeses) a la dominación occidental, en lo esencial anglo-francesa, que ha culminado en el gran movimiento de descolonización del llamado Tercer Mundo (Ngugi wa Thiongo, Soyinka, Walcott, Tayed Salih, Eqbal Ahmad, Faiz Ahmad Faid, Adbelrahman el Munif, Ali Ahmed Said).

Y, junto a esta última, da mucha importancia a la percepción de intelectuales y escritores que han vivido y se han formado entre ambos mundos (J.M. Coetzee, Nadine Gordimer, Neruda, García Márquez, Rushdie, Césaire).

De la ambición de esta obra de Said habla ya el hecho mismo de que se proponga abordar a la vez el esquema general y planetario de la cultura imperial y la experiencia histórico-mundial de la resistencia contra el imperio. Se trata, por tanto, no de una simple secuela de Orientalismo, sino del intento de hacer algo distinto y más amplio. Al analizar algunas piezas literarias muy conocidas de las culturas euro-americanas Said presta especial atención a sus contextos históricos concretos y al transfondo político (en un sentido amplio) que pueda haber en ellas: siempre teniendo a la vista el complejo — y a veces autocontradictorio— mundo de la relación entre colonialistas y colonizados.

Pues Said entiende la cultura moderna como una especie de teatro en el cual se enfrentan distintas causas políticas e ideológicas y pone el acento en el análisis de aquellas ideas sobre la otra cultura que subyacen (muchas veces sin manifestación explícita) a las grandes narraciones de lo que suele llamarse la cultura occidental. Este ha sido un aspecto tradicionalmente olvidado, al analizar las grandes piezas del canon occidental, por la crítica literaria textual en el ámbito académico europeo, o, en el lado opuesto, mal tratado, desde una perspectiva sólo política, por algunos autores africanos y asiáticos o por una parte de la tradición marxista.

La magnitud del proyecto, la amplitud de las relaciones analizadas y el espíritu omnicomprensivo de Cultura e imperialismo puede, sin duda, provocar reticencias en una época, como la nuestra, que desconfía de las cosmovisiones.

Y, obviamente, ha habido críticas en ese sentido. Said se anticipaba a esas reticencias declarando su convicción de que es imposible abarcar en un solo libro todo el imperialismo y toda la cultura que el imperialismo occidental ha producido en relación directa o indirecta con las colonias. Él mismo se ha considerado, temperamental y filosóficamente, contrario a las vastas sistematizaciones o teorías totalizantes de la historia de los hombres (CI, 38).

Y esto también tiene su reflejo en el producto intelectual, en el resultado, pues el obligado corte temático que establece en su libro deja fuera de consideración algunos de los imperios que en el mundo han sido: el austrohúngaro, el ruso, el otomano, el español y el portugués.

Said entiende por imperialismo la práctica, la teoría y las actitudes de un centro metropolitano que rige y gobierna un territorio distante; y por colonialismo, casi siempre como consecuencia del imperialismo, la implantación de asentamientos en estos territorios distantes.

Estima, por lo demás, que la gran era del imperialismo moderno ha terminado, lo cual no equivale a decir (como están diciendo algunos académicos e incluso activistas antiglobalizadores) que haya dejado de haber imperio e imperialismo en nuestro mundo.

Precisamente porque el proceso de descolonización iniciado ya hace décadas ha pasado también a una nueva fase, a veces descrita eufóricamente como poscolonial, tiene sentido la pregunta por lo que ha sido la relación entre cultura e imperialismo. Ahora podemos empezar a ver las cosas con alguna distancia. Y una de las cosas que se puede ver con la distancia ha sido expresada por Said en términos muy taxativos: “Me atrevo a afirmar que sin imperio no habría existido la novela europea tal como la conocemos; y, de hecho, si nos detenemos en el impulso del cual nació veremos la convergencia, en absoluto accidental, entre los esquemas constitutivos de la autoridad narrativa por un lado y la compleja configuración ideológica que subyace a las tendencias imperialistas, por otro” (CI, 126).

O más adelante: el imperialismo y la novela, artefacto cultural de la sociedad burguesa, son indisociables el uno de la otra (CI, 127). Esta opinión prolonga y desarrolla el análisis de la contribución de la narrativa y de la poesía (Chateaubriand, Hugo, Lamartine, Goethe, Flaubert, Fitzgerald) a la configuración del estereotipo occidental sobre el orientalismo.

Es cierto que todos los grandes documentos de la cultura occidental que tratan directa o indirectamente del otro mundo (africano, asiático, australiano) pueden ser leídos o interpretados haciendo abstracción de su relación con la idea de imperio. Y más aún en la actualidad, cuando muchas de las grandes realizaciones estéticas propias del imperialismo son recordadas y admiradas, en la universidad y fuera de ella, sin aquel acompañamiento (el espíritu de dominación) que poseían durante el proceso de su gestación y producción.

Pero en las inflexiones y en las huellas de estas manifestaciones literarias el imperio puede leerse, verse y oírse. En cambio, cuando se prescinde de estas inflexiones y de estas huellas se acaba reduciendo tales obras a caricaturas, quizá refinadas, pero caricaturas al fin y al cabo (CI, 213).

A lo largo del libro Said ofrece diferentes tipos de matizaciones metodológicas y prácticas para el análisis concreto de la relación entre cultura e imperialismo. Por una parte, admite que el concepto mismo de imperialismo tiene de por sí una carga tal de generalización que puede lastrar de vaguedad inaceptable la interesante heterogeneidad de las culturas metropolitanas europeas.

Reconocerlo así implica, desde luego, atender a las diferencias entre las diversas obras de la cultura en un mismo marco imperial. Pero, una vez admitido eso, oponerse a que la cultura sea analizada como parte del imperialismo puede convertirse en una táctica que impida cualquier tipo de estudio serio de las relaciones entre ambos términos. En cambio, si nos enfrentamos a ellas con cuidado podemos establecer varias y provechosas formas de vinculación que complementen y enriquezcan nuestras lecturas de los grandes textos de la gran cultura (CI, 259).

Edward Said concede mucha importancia a la tradición de los estudios de literatura comparada, y en particular al propósito original de este tipo de estudios consistente en eludir el insularismo y el provincialismo para considerar varias culturas al unísono y en contrapunto (CI, 90).

Pero advierte que la dirección dominante de estos estudios ha sido casi siempre academicista y ha estado condicionada por la idea de que Europa y Estados Unidos constituyen el centro del mundo. En este plano Said hace observar que la literatura comparada se convirtió en un asunto de seguridad nacional en EEUU, en los años sesenta, luego de la aparición del Sputnik.

Una objeción fuerte, del mismo tipo, puede hacer el autor a algunas otras corrientes de la crítica contemporánea: el nuevo historicismo, el deconstruccionismo e incluso el neomarxismo evitan, por lo general, el horizonte político de mayor alcance, determinante, de la cultura occidental moderna: el imperialismo (CI, 112).

Pero si se dejan de lado esos aspectos (la persistente idea compartida del imperialismo reforzado, o el general acuerdo sobre la distinción ontológica fundamental entre Occidente y el resto del mundo) haríamos algo parecido a describir una carretera prescindiendo de su localización en el paisaje.

Lo que Said propone como alternativa a los estudios comparatistas académicos y a estas otras corrientes en alza desde la década de los ochenta del siglo pasado es una lectura de la tradición como un acompañamiento polifónico de la expansión de Europa, lo cual supone una lectura, distinta de la académica oficial, de algunos de los clásicos del canon occidental, como Conrad o Kipling, apoyándose también en los estudios historiográficos que últimamente han ido desvelado la relación entre imperialismo y cultura (Kiernan, Martin Green, Molly Mahooh, John McClure, Patrick Brantlinger).

Said ilustra su análisis globalizante de algunas importantes piezas culturales de los dos últimos siglos estudiando personajes o situaciones de narraciones de Dickens (para el caso de Australia), Thackeray, Ruskin, Conrad (para África y Suramérica), Kipling (para la India), Verdi (para Egipto) o Camus (para Argelia), así como, en relación con las obras de estos autores, declaraciones de Carlyle, los Mill y muchos otros que han considerado como un hecho sin más la expansión colonial con su imagen repetida de las razas bárbaras e inferiores.

Edward Said parte de una convicción compartida, según la cual todas las culturas tienden a construir representaciones de las culturas extranjeras para aprehenderlas de la mejor manera posible o controlarlas de algún modo. Pero observa que no todas las culturas construyen representaciones de las culturas extranjeras y de hecho las aprehenden y controlan. Esa es la diferencia de las principales culturas europeas modernas analizadas.

En ese contexto Said llama la atención sobre un hecho que no se suele tener hoy en cuenta suficientemente, a saber: que hasta mediados del siglo XX la gran mayoría de los escritores occidentales escribían teniendo in mente únicamente una audiencia occidental, aunque en determinados casos tratasen de personajes, lugares o situaciones de los territorios de ultramar dominados por los europeos (CI, 121).

La propuesta que hace en este sentido también es clara y razonable. Se puede enunciar así: hoy en día debemos leer las grandes obras canónicas, y tal vez el archivo completo de la cultura europea y norteamericana premoderna y moderna, haciendo el esfuerzo de dar voz a lo que allí estaba presente en silencio, o marginalmente, o representado con tintes ideológicos.

III

Para llevar a cabo esta propuesta Said propone incorporar al análisis literario la obra de revisión y deconstrucción intelectual del mundo occidental que fueron realizando en la segunda mitad del siglo XX intelectuales y escritores de origen africano, asiático o latinoamericano, como Fanon, Amilcal Cabral, Chinua Achebe, Ngugi wa Thiongo, Soyinka, Rushdie o García Marquez, pero también, desde dentro de la misma cultura europea occidental, Genet, Basil Davidson, Albert Memmi y Juan Goytisolo.

Así se va concretando la propuesta metodológica de Cultura e imperialismo: tomar en consideración la experiencia cruzada de occidentales y orientales (o mejor, de europeos, asiáticos, africanos y americanos) en un marco caracterizado por la interdependencia de los terrenos culturales en los cuales el colonizador y el colonizado coexisten y luchan unos con otros a través de sus representaciones, sus proyecciones, sus geografías, sus relatos y sus historias.

La idea de entrecruzamiento es aquí básica y se deriva de lo que podríamos denominar la paradoja cultural del imperialismo, entendiendo por tal el hecho de que precisamente uno de los más importantes logros de éste (unir más el mundo política y económicamente) está en la base del proceso de separación y distanciamiento de las respectivas imágenes de europeos y no-europeos, una imagen insidiosa y fundamentalmente injusta, pero que obliga, en el cambio de siglo y con el paso de tiempo, a considerar la experiencia histórica del imperio como algo común a ambos lados. Y ello, “a pesar de la sangre derramada, del horror y del amargo resentimiento que ha quedado” (CI, 25).

El proceder de Said consiste en trabajar sobre obras individualizadas (Mansfied Park, Kim, Aída, El corazón de las tinieblas, El extranjero, El inmoralista) leyéndolas primero como grandes obras de la imaginación creadora e interpretativa occidental y analizándolas luego en el marco de la relación histórica y particularizada entre cultura e imperio.

Al introducirse en el campo de la llamada “alta cultura literaria”, y al tratar de poner de manifiesto su relación con el imperialismo históricamente existente, Said no se propone ir acumulando condenas morales o políticas del arte occidental (aunque hay, ciertamente, desarrollos particulares en su obra, cuando trata de Camus o de Gide, por ejemplo, que pueden dar pie a esa interpretación reductivista), sino más bien la tarea inversa: examinar de qué manera los procesos de eso que llamamos imperialismo se producen y concretan más allá de las leyes económicas y de las decisiones políticas (CI, 48).

Junto a la idea de entrecruzamiento cultural hay que subrayar en el libro de Said la propuesta de una lectura contrapuntística. La lectura en contrapunto debe registrar simultáneamente el proceso del imperialismo y el de la resistencia, lo que puede realizarse incluyendo, en el análisis de las obras literarias, lo que había sido excluido o estaba sólo supuesto, sabiendo -dice él– lo que significa que un autor muestre, por ejemplo, que una plantación colonial de azúcar es importante para mantener un particular estilo de vida en Inglaterra.

Al concretar más sobre esta lectura contrapuntística, Said afirma que es necesario leer conjuntamente los textos que proceden del centro metropolitano y de las periferias sin aceptar ya la dicotomía entre un criterio que privilegia la “objetividad” por nuestra parte y otro criterio que da por supuesto el lastre de la “subjetividad” por la suya. La cuestión, por tanto, no es sólo saber cómo leer, según lo están proponiendo los partidarios de la deconstrucción, sino también separar ese aspecto del problema del saber qué se lee.

Las ideas de contrapunto, interrelación e integración representan algo más que un indicio moderadamente inspirador de lo que puede entenderse por visión ecuménica y ecuánime. Y en este sentido Said logra resultados brillantes al comparar, por ejemplo, El corazón de las tinieblas de Conrad con Época de migración al norte del sudanés Tayed Salih.

Una de las cosas más interesantes de Cultura e imperialismo es que, como en Orientalismo, la mirada entrecruzada de Said permite establecer un tipo de relaciones entre diversos planos de la cultura y de las culturas que por lo general escapan a la consideración de la mirada solo europea porque lo obvio se da por supuesto. Una primera lectura de esta obra tendrá que subrayar, por tanto, lo que ésta tiene de complemento de otras lecturas textuales de algunas muestras del canon occidental.

Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de la lectura que Said hace de Mansfield Park (1814) de Jane Austen (CI, 141 y ss.). Pero en el libro hay más cosas. Como suele ocurrir cuando el desplazamiento del ángulo de la mirada cambia radicalmente el punto de vista tradicional, el tipo de relaciones que aquí establece Said entre ideas diferentes y entrecruzadas por la relación imperialismo/cultura permite iluminar algunos aspectos de determinadas obras singulares que pasaban completamente desapercibidos en el marco cultural europeo.

Entonces la lectura contrapuntística no sólo complementa otras lecturas textuales sino que abre nuevos horizontes. Es el caso de los apartados dedicados al Kim de Kipling, a la Aída de Verdi, al Corazón de las tinieblas de Conrad y (tal vez con menos acierto) a algunas de las obras de Camus.

V

El apartado sobre la Aida de Verdi se titula sintomáticamente “el imperio en acción” (CI, 185 y ss.). El problema de Aída reside en que no trata de la dominación imperial sino que forma parte de ella. En ese contexto Said responde a la pregunta de por qué aceptó Verdi la oferta del virrey Ismail de escribir una ópera especial para El Cairo y señala que Verdi carecía de toda opinión formada acerca del Egipto moderno, por lo que el resultado, en la ópera, fue un Egipto orientalizado, al cual llegó el autor, con su música, por un camino propio. La identidad egipcia de Aída era sólo parte de la fachada europea de El Cairo: no podemos ver entre la obra y El Cairo aquella congruencia que Keats percibía en el friso de una urna griega y el mundo a que éste le correspondía.

Bajo el epígrafe “los placeres del imperialismo” Said analiza Kim (1901), de Rudyard Kipling (CI, 216 y ss.), dialogando con la célebre opinión de Edmund Wilson sobre los dos mundos en el alma del protagonista y del autor. Said argumenta que el conflicto entre el servicio de Kim a la colonia y la lealtad a sus compañeros indios permanece sin resolver no porque Kipling no pueda enfrentarse a él sino porque para éste no existía conflicto. Por eso uno de los propósitos de la novela es mostrar la ausencia de enfrentamiento una vez que Kim se ha curado de sus dudas. Said lee Kim como una contribución mayor a esa India orientalizada de la imaginación por la que puede hablarse de “invención de la tradición”.

El corazón de las tinieblas de Conrad da pie a una interesante la apreciación de Said cuando, en el marco del análisis de la cultura de resistencia, escribe que en Época de emigración al norte de Tayeb Salih el río de Conrad se convierte en el Nilo cuyas aguas rejuvecen a los pueblos e invierte la primera persona del estilo narrativo inglés al tratar del viaje de un sudanés a Europa. El viaje al corazón de las tinieblas se convierte en una hégira sagrada desde el campo sudanés, todavía agobiado por la herencia colonial, hasta el corazón de Europa, donde Mustafá Said, espejo de Kurtz, desencadena la violencia ritual sobre sí mismo, sobre las mujeres europeas y sobre el entendimiento del narrador. Tan deliberada es la imitación inversa de Conrad por Salih que hasta la valla adornada de calaveras de Kurtz encuentra su repetición y deformación en el inventario de los libros europeos almacenados en la biblioteca secreta de Said (CI, 329)

Said lee al Camus de El extranjero (1942), La peste (1947) y El exilio y el reino (1957) en relación con la experiencia imperial francesa. Y lo aborda como un caso representativo de cómo, con el tiempo, se han desvanecido los hechos de la realidad imperial que tan claramente podrían observarse en las obras de éste. Son novelas que hoy tienen un interés póstumo: parecen tratar de cosas muy diferentes a las que aludían en su momento. La lectura actual de Camus es un ejemplo para ver cómo queda en los márgenes el tema de la dominación europea del mundo no-europeo diluido en los temas de la “conciencia europea” y “la condición humana”.

Said se interroga acerca de por qué fue Argelia el paisaje de esas obras cuya referencia principal era otra (la Francia ocupada por los nazis). Y presenta su lectura como una “restauración interpretativa”, reconstruyendo la pista argelina que se ha borrado: “Considerar las obras de Camus como un elemento de la geografía política de Argelia metodológicamente construida por los franceses” (CI, 278).

Said pone esto en relación con las opiniones de Camus acerca de la lucha por la independencia de Argelia y afirma que la cerrazón del autor explica el vacío y la ausencia de historia del árabe muerto por Meursault y el sentido de la devastación de Orán en La peste, “que no está concebido para expresar en primer lugar las muertes de árabes (que después de todo son las cuentas desde el punto de vista demográfico), sino la conciencia francesa (CI, 285).

En ese contexto Said mantiene que las obras de Camus son más interesantes , no menos, precisamente porque sus más famosos relatos dependen en muchas maneras del discurso francés colonial sobre Argelia, se alimenta de la historia de la dominación francesa en Argelia. Debemos considerar, pues, las obras de Camus como transfiguración metropolitana del dilema colonial. La obra de Camus posee una vitalidad negativa en la que la trágica seriedad humana del esfuerzo colonial alcanza su última gran culminación antes de que llegue la ruina. Lo que Camus expresa es esa desolación y esa tristeza de las que no nos hemos recuperado y que todavía no hemos acabado de comprender (CI, 292).

VI

No es difícil enumerar las deudas intelectuales de Said, tanto sustantivas como metodológicas. Algunas de ellas han sido explícitamente declaradas en los análisis concretos que se llevan a cabo en el libro. Así, el Frank Fanon de Los condenados de la tierra, obra de la que se dice que ha representado un formidable arsenal antiautoritario (CI, 432). Me parece de justicia la recuperación por Said del olvidado Fanon (y el recuerdo del célebre prólogo de JP Sartre a la primera edición de Los condenados: “No existe nada más consistente que un racismo humanista, puesto que el europeo sólo ha sido capaz de convertirse en hombre creando esclavos y monstruos”).

Fanon es, para Said, el autor que con más contundencia y decisión ha expresado el inmenso giro cultural que se ha producido desde el terreno de la independencia nacionalista hacia el campo teórico de la liberación (CI, 414), “el primer teórico destacado del antiimperialismo que advirtió que el nacionalismo ortodoxo seguía el mismo camino trazado por el imperialismo, que mientras parecía estar concediendo autoridad a la burguesía nacionalista en realidad continuaba extendiendo su hegemonía”.

Otras deudas, también explícitas, son más difíciles de valorar, puesto que la explicitación se refiere, por lo general, a aspectos particulares (sustantivos o metodológicos) de las obras de autores varias veces citados y a cuyas aportaciones Said había hecho referencia ya en Orientalismo y en otras obras suyas. Por ejemplo, el Raymond Williams de los ensayos sobre cultura (a pesar de las limitaciones que Said advierte precisamente en el tema del imperialismo) y, sobre todo, de The Country and the City; el T. S. Eliot de “Tradition and the Individual Talent”; el Antonio Gramsci de La cuestión meridional y de la distinción entre “sociedad civil” y “sociedad política”; el Auerbach de Mímesis; el Lukács de la Teoría de la novela y de los ensayos sobre la novela histórica; el Walter Benjamin que declara que no hay documento histórico de civilización que no sea al mismo tiempo documento de barbarie; el Foucault de La arqueología del saber y de Vigilar y castigar.

Pero seguramente, junto a estos autores occidentales repetidamente citados, ha contado mucho en Said la obra y el ejemplo de algunos de los grandes escritores y literatos no occidentales cuyo sufrimiento (puesto que apenas se les hizo caso ni en Occidente ni en sus países de origen) tampoco debilitó la fortaleza de sus conviccioners: Eqbal Admad y Faiz Ahmad Faiz en Pakistán, Ngugi wa Thiongo en Kenia, Abdelrahman el Munif en el mundo árabe, o Partha Chatterjje (miembro del grupo Subaltern Studies).

Said reconoce también el aumento del interés que se ha producido en las universidades europeas y americanas, al menos desde 1980, por la literatura africana: Bessie Head, Alex La Guma, Wole Soyinka, Nadine Gordimer, J.M. Coetzee, Anta Diop, Paulin Hountondjii, V.Y. Mudimbe, Ali Mazrui y el que considera poeta contemporáneo más importante: Ali Ahmed Said (Adonis), autor de Al Zabit wa al-Mutahawil (traducción inglesa: An Introduction to Arab Poetics, Londres, 1990: “ejemplo soberbio y atrevido del desafío casi en solitario de la persistencia de una herencia árabe-islámica petrificada y limitada por la tradición a los que opone los poderes disolventes de la modernidad crítica”, CI, 481) así como de sus compañeros del periódico Mawakif.

En el apartado dedicado a los “temas de la resistencia cultural” (326 y ss.), Said menciona a: James Ngugi (Ngugi wa Thiongo) cuya obra The River Between reformula El corazón de las tinieblas de Conrad desde la primera página; el sudanés Tayeb Salih (que vuelve sobre el tema de Conrad en Epoca de migración al norte; Aimé Césaire dialogando con el Shakespeare de La tempestad a propósito del derecho a representar lo caribeño; Roberto Fernández Retamar a propósito de lo que simbólicamente significan para el llamado Tercer Mundo Calibán y Ariel; al Salman Rushdie de Los hijos de la medianoche. Y en ese contexto califica el esfuerzo llevado a cabo por docenas de especialistas, críticos e intelectuales de la periferia, de viaje de retorno (CI, 336).

Le interesan, por otra parte, aquellas aportaciones más recientes que se evaden de las polaridades de Oriente y Occidente tratando de comprender aspectos de las otras culturas que por su incomodidad no fueron abordados por los historiadores y orientalistas de la época colonial. Como, por ejemplo, el estudio de Peter Gran sobre las raíces islámicas del capitalismo moderno en Egipto, la investigación de Judith Tucker sobre la estructura de la familia y el poblado egipcios bajo la influencia del imperialismo o la monumental obra de Hanna Batatu sobre la formación de las instituciones estatales modernas en el mundo árabe o el estudio de S.H. Atlas , The Myth of the Lazy Native, o la obra del investigador indio de la universidad de Columbia, Gauri Viswanathan, The Marsk of Conquest (CI, 88-89).

VII

Al valorar la aportación de Said a una tipología cultural del imperialismo no se puede olvidar la dimensión personal. Al centrar sus estudios sobre piezas culturales procedentes de Inglaterra, Francia y Estados Unidos de Norteamérica, Said no deja de declarar uno de los lados de su propia formación cultural. El otro es su propio origen: el mundo árabe y musulmán. Para la comprensión de lo que esto ha significado en su caso vale la pena atender a lo que dice en sus recuerdos de la infancia, la adolescencia y la juventud (3). Hay en ellos un paso muy significativo. Dice así:

Aunque el inglés se había convertido en mi idioma principal me encontré en una extraña situación en que no tenía ninguna situación natural, ni nacional, en donde usarlo. Los tres idiomas se convirtieron en una cuestión bastante peliaguda cuando yo tenía catorce años, El árabe estaba prohibido y era “de moro”. El francés era siempre “de ellos” y no mío. El inglés estaba autorizado pero era inaceptable porque era el idioma de los odiosos británicos. Desde entonces siempre me ha fascinado de forma exagerada el funcionamiento de los idiomas y me dedico a cambiar automáticamente a una de las tres posibilidades. Cuando hablo inglés, a menudo oigo y digo el equivalente francés o árabe; cuando hablo árabe busco análogos en inglés o francés y los añado como quien lleva el equipaje sobre la cabeza, es decir, como algo presente pero en cierta medida inerte y agobiante. Solamente ahora que tengo más de sesenta años me siento más cómodo y no traduzco sino que hablo o escribo directamente en cada uno de estos idiomas, no con fluidez de un nativo pero casi. Solamente ahora he superado mi alineación respecto al árabe causada por mi educación y por el exilio y puedo usarlo con placer.

Desde esta vivencia de las lenguas y de las culturas se comprende mejor una de las declaraciones con que arranca Cultura e imperialismo, declaración que allí parece cobrar un sentido casi metodológico: la de escribir viviendo en los dos lados y tratando de ejercer de mediador entre ellos (CI, 27). Al menos en el ámbito en el que un hombre sin poder político puede hacerlo: el cultural. Hay que tener en cuenta que tanto Orientalismo como Cultura e imperialismo son libros acerca del nosotros y el ellos, libros en los que el autor es a la vez, por voluntad propia, parte de ambos. Y, es además, crítico de lo que considera exageraciones o extremos de ambos mundos; crítico de la constante afirmación occidental de superioridad cultural sobre el otro y crítico de la réplica nativista o indigenista del colonizado que protesta mediante la mera y simple inversión de la concepción del mundo del colonialista: imperialismo occidental y nacionalismo tercermundista se alimentan mutuamente. Y la guerra del Golfo Pérsico, o los últimos acontecimientos de Oriente Medio, África y Asia así lo ponen, una vez más, de manifiesto.

Con esa vivencia y desde ese enfoque metodológico Said pudo escribir, con razón, que su objeto es una historia sombría y muchas veces descorazonadora, sólo atemperada por la emergencia de una nueva conciencia intelectual y política en ambos mundos. Si en lo político, y particularmente en lo que hace a la cuestión palestina, Said se ha sentido muy solo en los EE.UU., sobre todo en los últimos tiempos, en lo cultural no lo estaba. Pues su obra, su aproximación a una tipología cultural del imperialismo, se benefició no sólo de la experiencia propia sino también de los cambios que, mientras tanto, se habían ido produciendo en los estudios sobre Oriente Medio, a partir precisamente de publicaciones de intelectuales, en origen con experiencias duales y que han gozado durante años de la disponibilidad de las universidades de Berkeley, en California, Yale Princeton o Columbia. Él mismo ha mencionado a este respecto los trabajos de Lila Abu-Lughod, Leila Ahmed, Fedwa Malti-Douglas, Sara Suleri y Lisa Lowe.

Said lo dice muy explícitamente: Cultura e imperialismo es el libro de un exiliado (CI, 32), de un árabe con educación occidental, que pertenece a los dos mundos sin ser completamente de uno o de otro. Es interesante, sin embargo, el que al emplear la palabra exiliado añada que no se refiere a algo triste o desvalido. Él mismo fue consciente de que no hay mal que por bien no venga, de que esta división del alma permite tal vez comprender los dos mundos con más facilidad. Dice escribir como “norteamericano y árabe que ha vivido problemáticamente en los dos mundos” (CI, 453) y que ha vivido también “la hostilidad e ignorancia propia de las dos partes de este encuentro cultural complejo y desigual” (CI, 454). Es como si la idea de exilio cambiara de significado en los últimos tiempos: se convierte en algo cercano a un hábito, una experiencia en la que, por mucho que se reconozca y se sufra la pérdida, se atraviesan barreras y se exploran nuevos territorios superando así las fronteras canónicas clásicas. No es casual que en ese contexto aparezca la referencia a Erich Auerbach: nuestro hogar filológico es el mundo entero y no la nación o el escritor individual (CI, 488). Con esa idea reitera Said su propuesta de lectura contrapuntística de análisis global frente a las tendencias separatistas y nativistas; análisis global y contrapuntístico que no debe entenderse en la forma de una sinfonía (como las primeras nociones relativas a la literatura comparada) sino más bien bajo la forma de un conjunto atonal (CI, 489). Se ha dicho que uno de los objetivos declarados de Said ha sido tratar de encontrar un punto de vista que supere al mismo tiempo la unilateralidad del occidentalismo y del indigenismo característico de la época poscolonial.

Pero él sabía que el presente momento ideológico presenta grandes dificultades para la consolidación de este tipo de trabajo intelectual (CI, 89). Said, que ha criticado la evolución del nativismo y del nacionalismo en el Tercer Mundo, en tanto que mera inversión del imperialismo occidental, también ha escrito al respecto: No quiero que se me malinterprete: no estoy abogando por una posición simplemente antinacionalista. Es un hecho histórico que, como fuerza política movilizadora, el nacionalismo (restauración de la comunidad, afirmación de la identidad, emergencia de nuevas prácticas culturales) instó y propulsó la lucha contra la dominación occidental en todo el orbe no europeo. Y es tan inútil oponerse a eso como a la ley de la gravedad de Newton (CI, 339).

Lo que Said proponía, alternativamente, es que aprendamos a centrarnos en el argumento que sostiene que, una vez adquirida la independencia, se necesitan nuevas e imaginativas reconceptualizaciones de la sociedad y de la cultura para así evitar la recaída en antiguas ortodoxias e injusticias. En ese sentido daba mucha importancia al movimiento de las mujeres en Egipto, en Turquía, en Indonesia, en China, en Ceilán desde principios de siglo donde la resistencia nacionalista ante el imperialismo fue siempre autocrítica (CI, 341). Ese punto de vista se concreta, una vez más, en una orientación histórica de carácter integrador y contrapuntístico que considera que las experiencias occidentales y no occidentales se suponen mutuamente porque están a su vez relacionadas por el imperialismo. Lo cual implica una visión imaginativa, incluso utópica, que vuelva a tener en cuenta la teoría y la práctica de la emancipación como elemento opuesto a la reclusión, apostando por un tipo particular de energía nómada, migratoria, antinarrativa (CI, 431).

Por su discreción en el tratamiento de asuntos en los que generalmente se ha oscilado entre politicismo y formalismo, por su veracidad, no exenta de dramatismo, este palestino, que fue miembro del Consejo Nacional y profesor de literatura comparada en la universidad de Columbia, pero que fue sobre todo un exiliado postromántico, supo renovar la apuesta cultural de aquellos otros exiliados sensibles (Auerbach, Arendt, Benjamin, Todorov) que nos han enseñado a entender mejor lo que somos (y lo que hemos sido) comprendiendo a los otros, más allá de la presunción, de los estereotipos y de los prejuicios.

 (Tomado de La Insignia)


[1] Orientalismo, New York, Pantheon Books, 1978; traducción castellana de María Luisa Fuentes, Madrid, Prodhufi, 1990.

[2] Principalmente: Los asesinos. Una secta islámica radical. Barcelona, Alba, 2002 (una obra escrita en 1967, pero recuperada para la ocasión después del 11 de septiembre de 2001) y ¿Qué ha fallado? El impacto de Occidente y la respuesta de Oriente Próximo, Siglo XXI, 2003. Pero además de eso Lewis ha estado directamente implicado en las reuniones del loby belicista (Wolfowitz, Rumsfeld, Perle, Cheney) que presionó para la invasión de Irak.

Pensar la resistencia al colonialismo con Edward Said (2019) Coline Ferrant

“Las ideas, las culturas y las historias no se pueden entender ni estudiar seriamente sin estudiar al mismo tiempo su fuerza o, para ser más precisos, sus configuraciones de poder”. Orientalismo (2008 [1978]: 25).

Said fue un lingüista, crítico literario y ensayista palestino-estadounidense; se desempeñó como profesor de literatura inglesa en la Universidad de Columbia en Nueva York. Evidencia dos aspectos de las culturas coloniales: el conflicto ―su violencia simbólica (“su fuerza”)―, y la interdependencia; es decir, que involucran a dos actores, el colonizador y el colonizado (“sus configuraciones de poder”).

Conceptualicemos la cultura. En Cultura e imperialismo, Said propone dos dimensiones. Primero, se trata de “todas aquellas prácticas, como las artes de la descripción, la comunicación y la representación, que poseen relativa autonomía dentro de las esferas de lo económico, lo social y lo político, que muchas veces existen en forma estética y cuyo principal objetivo es el placer” (2004 [1993]: 12).

Segundo, el término designa todo aquello que incluya “un elemento de refinada elevación” (2004 [1993]: 13), percibidas como superiores a los del otro. La cultura se vuelve así más política e ideológica: “Leemos a Dante Alighieri o a William Shakespeare para poder seguir en contacto con lo mejor que se ha conocido y pensado, y también para vernos, a nosotros mismos, a nuestro pueblo, a nuestra tradición, bajo las mejores luces. Con el tiempo, la cultura llega a asociarse, a veces de manera agresiva, con la nación o el Estado” (2004 [1993]: 14).

El hecho colonial y su legado son el objeto de investigación de los estudios poscoloniales, tradición intelectual en la que se inscribe Said. Plantean que la dominación colonial no fue solamente política, económica y militar, sino también estética e ideológica. Para ello, se apoyan en las ciencias humanas y sociales cuyas herramientas intelectuales permiten investigar fenómenos de dominación cultural: antropología, historia, etnología, lingüística, sociología, análisis literario.

La publicación en 1978 de Orientalismo fue un parteaguas para el desarrollo de los estudios poscoloniales. Analiza la construcción por el Occidente de la categoría Oriente en las artes y las ciencias. Cultura e imperialismo, publicado en 1993, abarca la resistencia al hombre blanco: “Nunca se dio el caso de que un activo agente occidental tropezase con un nativo no occidental débil o del todo inerte: existió siempre algún tipo de resistencia activa, y, en una abrumadora mayoría de los casos, la resistencia finalmente triunfó.” (2004 [1993]: 12)

Así, ¿cómo se conformó la resistencia al colonialismo en el ámbito cultural? En términos estéticos, contradijo las representaciones del Occidente producidas por la literatura occidental. En términos ideológicos, propuso una redefinición del podersaber histórico elaborado por el Occidente. Para investigar ello, el presente ensayo se apoya en el esquema conceptual de Said, así como fuentes primarias contemporáneas.

Resistencia estética: un conflicto de representaciones del Oriente.

El Oriente en la literatura occidental: entre exotismo y normatividad.

Las novelas occidentales representan al Oriente de manera normativa, mediante “tareas de análisis y valoración”, e idealizada, “para satisfacción de audiencias europeas y norteamericanas con gustos exóticos” (2004 [1993]: 20). La historia y las relaciones internacionales obedecen entonces a una perpetua sumisión del Oriente al Occidente. El Oriente no tiene historia, no tiene singularidad; sólo el Occidente puede darle coherencia.

Un ejemplo es la novela Nostromo del escritor inglés Joseph Conrad. La intriga tiene por telón de fondo el Costaguana, un país ficticio de América Latina. Charles Gould, un inglés heredero de la mina de plata de San Tomé, trata de mantener su empresa a flote a pesar de las vicisitudes de la vida política local. Debido a esta constante inestabilidad por una parte, y a los ricos recursos naturales por otra parte, la injerencia del Occidente en los asuntos interiores del Costaguana es una fatalidad histórica. Como lo expresa Holroyd, el financiero estadounidense de Charles Gould:

Nosotros sabemos quedarnos en casa cuando llueve. […] Manejaremos los negocios del mundo entero, quiéralo éste o no. El mundo no puede evitarlo… y nosotros tampoco, a lo que imagino. (Conrad, 2005 [1904]: 76)

Este esquema de dominación se reproduce al nivel de las relaciones interpersonales. En El Inmoralista de André Gide, Michel, el personaje principal, cae gravemente enfermo durante su luna de miel en Argelia. La contemplación dominadora de los muchachos jóvenes a su alrededor le devuelve fuerza y vigor. Como lo resume Said, paradójicamente, “la experiencia del más fuerte [se superpone] a la del más débil, experiencia que también, extrañamente, depende de este último.” (2004 [1993]: 300)

Esta literatura también satisface el gusto del lectorado occidental por el exotismo. Las sociedades tienen principios de organización arcaicos y creencias y costumbres primitivas. El indígena es, además, vago e irracional. Su compañía y el entorno geográfico son agradables, aunque impliquen renunciar a los estándares de la civilización.

Esta tierra de voluptuosidad satisface, pero no sosiega el deseo, y toda satisfacción lo exalta. […] En el momento de volverme a dormir al hotel, me acordé de un grupo de árabes acostados al aire libre, sobre las esteras de un pequeño café. Me fui a dormir pegado a ellos. Regresé cubierto de parásitos. (Gide, 1948 [1902]: 85-86)

El Oriente en la literatura oriental: una reconstrucción de la historia.

Los escritores de la literatura poscolonial procuraron reescribir y reinterpretar la historia. Al respecto, la novela El corazón de las tinieblas de Conrad narra la búsqueda por un oficial de la marina mercante británico de un coleccionista de marfil desaparecido. Tal emprendimiento se presenta como un distanciamiento progresivo de la civilización hacia tierras cada vez más primitivas. He aquí las primeras líneas:

Anclada y sin que hubieran ondeado las velas, la goleta Nellie se meció ligeramente antes de quedar otra vez en reposo. Había subido la marea, el viento apenas soplaba y, dado que el destino de la goleta era navegar río abajo, sólo nos quedaba permanecer en puerto y esperar al reflujo de las aguas. (Conrad, 2014 [1899]: 11)

El escritor keniano Ngũgĩ wa Thiong’o, quien estudió la obra de Conrad cuando era estudiante en la Universidad de Leeds, revisita El corazón de las tinieblas en The River Between. He aquí, a modo de comparación, las primeras líneas:

The river was called Honia, which meant cure, or bring-back-to-life. Honia river never dried: it seemed to possess a strong will to live, scorning droughts or weather changes. And it went on in the same very way, never hurrying, never hesitating. People saw this and they were happy. (Ngũgĩ, 1966: 1)

Al contrario de las exageraciones de Conrad, el estilo de Ngũgĩ es particularmente sobrio. Además, la narrativa reintegra a África y a los africanos en su singularidad: mientras que Conrad evoca la nave de los europeos, Ngũgĩ insiste en el río y su importancia en la vida de los autóctonos.

Frente a las representaciones idealizadas y despreciativas del Oriente que producen los escritores occidentales, los escritores orientales se comprometieron pues a reconstruir la realidad. Dicho ello, Edward Said escribe: “No creo que los escritores estén mecánicamente determinados por la ideología, la clase o la historia económica, pero sí creo que pertenecen en gran medida a la historia de sus sociedades, y son modelados y modelan tal historia y experiencia social en diferentes grados.” (2004 [1993]: 26) Cambiemos pues el nivel de análisis e indaguemos, en un marco más amplio y más político, las ideologías que sostienen la dominación colonial.

Resistencia ideológica: un conflicto de saberes coloniales.

Un saber-poder al servicio de la dominación colonial.

Un esquema de saber-poder (Foucault, 2008 [1969]), que Foucault aplica al ámbito carcelario en Vigilar y castigar (2018) [1975], también se produce en el caso de la dominación colonial. Hay una interdependencia entre el poder colonial (político, económico y militar) y la producción de un saber que esencializa el colonizado en un estatus de inferioridad.

Así, el saber colonial plantea la imposibilidad estructural de la independencia. Primero, las distintas comunidades son incapaces de entenderse. En Pasaje a la India (2018) [1924], novela que pone en escena las luchas independentistas en la India de los años 1920, Edward Morgan Forster caracteriza así la desunión de los distintos grupos religiosos:

Hamidullah había pasado a visitarle de camino para un fastidioso Comité de Notables, de tendencia nacionalista, en el que hindúes, musulmanes, dos sikhs, dos parsis, un jainí y un cristiano nativo trataban de confraternizar más allá del impulso de sus tendencias naturales.

Además, el colonizador se niega a considerar la sinceridad y la autenticidad del nacionalismo. Lo percibe como motivado por los intereses de los líderes, como lo expone el historiador Anil Seal (1968) en el caso de la India. A nivel psicológico, según el psicoanalista Octave Mannoni en Psicología de la colonización [Psychologie de la colonisation] (1950), los colonizados postulan y piden su sumisión.

La construcción de un saber anticolonial: la sistematización de la resistencia.

Said destaca que entre las dos guerras mundiales, la resistencia a la colonización no siempre tuvo la forma de un anti-occidentalismo. Algunos líderes hasta consideraron que se podía aprovechar ciertos aspectos de la cultura occidental en la lucha contra el colonialismo. Por ejemplo, Hồ Chí Minh aconsejó a las futuras élites que estudiaran en el extranjero y regresaran para ayudar a la nación.

La Segunda Guerra Mundial fue un parteaguas. Las potencias coloniales siguieron ignorando las reivindicaciones de los colonizados, así fortaleciendo la resistencia. Para usar el término de Jean-Paul Sartre, ya que el colonialismo formaba un sistema, la resistencia se volvió “sistémica”, es decir, que el hecho colonial no era el resultado aleatorio de una suma de acciones individuales, sino un sistema dotado de su coherencia propia. “El sistema existe y funciona; el círculo infernal del colonialismo es una realidad.” (Sartre, 1965 [1964]: 33) En Los condenados de la tierra, Frantz Fanon desmiente la idea de que el colonizador habría traído la modernidad a las colonias.

Las naciones europeas se regodean en la opulencia más ostentosa. Esta opulencia europea es literalmente escandalosa porque ha sido construida sobre las espaldas de los esclavos, se ha alimentado de la sangre de los esclavos, viene directamente del suelo y del subsuelo de ese mundo subdesarrollado. El bienestar y el progreso de Europa han sido construidos con el sudor y los cadáveres de los negros, los árabes, los indios y los amarillos. (Fanon, 2002 [1961]: 58)

En paralelo, los movimientos de oposición se reivindicaron de la larga tradición de resistencia al colonizador. Tal fue el caso del Front de Libération Nationale argelino. Evocó la memoria del jefe militar Abd el-Kader, quien resistió a los cuerpos expedicionarios franceses durante la colonización de Argelia (1832-1847).

Conclusión.

Con el esquema conceptual de Edward Said, podemos pensar la resistencia al colonialismo como la construcción de una representación del Oriente y de un saber acerca del hecho colonial alternativos a los producidos por el Occidente. Finalmente, cabe mencionar dos críticas principales que se han hecho a este esquema. La primera es, paradójicamente, la tendencia a la esencialización del Oriente y del Occidente en discursos totalizantes. La segunda es la conceptualización de la cultura como un todo, sin distinguir por ejemplo la representación del Oriente en la cultura popular y en la producción universitaria.

Referencias.

Conrad, Joseph, 2014 [1899], El corazón de las tinieblas, México, D.F., Sexto Piso.

———, 2005 [1904], Nostromo, Barcelona, Laertes.

Fanon, Frantz, 2002 [1961], Los condenados de la tierra, México, D.F., Fondo de Cultura Económica.

Forster, Edward Morgan, 2018 [1924], Pasaje a la India, Madrid, Alianza Editorial.

Foucault, Michel, 2008 [1969], La arqueología del saber, México, D.F., Siglo XXI.

———, 2018 [1975], Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, D.F., Siglo XXI.

Gide, André, 1948 [1902], El inmoralista, Buenos Aires, Argos.

Mannoni, Octave, 1950, Psychologie de la colonisation, París, Seuil.

Ngũgĩ wa Thiong’o, 1966, The River Between, Portsmouth, Heinemann.

Said, Edward, 2008 [1978], Orientalismo, Barcelona, Debolsillo.

———, 2004 [1993], Cultura e imperialismo, Barcelona, Anagrama.

Sartre, Jean-Paul, 1965 [1964], Colonialismo y neocolonialismo. Situations V., Buenos Aires, Losada.

Seal, Anil (1968), The Emergence of Indian Nationalism: Competition and Collaboration in the Later Nineteenth Century, Cambridge, Cambridge University Press.

Edward Said y la otredad cultural. Claudia Zapata

…la historia de la cultura no es otra que la historia de préstamos culturales. Las culturas no son impermeables; así como la ciencia occidental tomó cosas de los árabes, ellos las tomaron de los indios y los griegos. La cultura no es nunca cuestión de propiedad, de tomar y prestar con garantías y avales, sino más bien de apropiaciones, experiencias comunes, e interdependencias de toda clase entre diferentes culturas.  E. SAID, 1996 (1993):337.

1. ENTRE DOS MUNDOS

EN 1998, Edward W. Said publicó un hermoso artículo titulado “Entre dos mundos”, donde adelantaba parte de las memorias que saldrían a la luz pública al año siguiente con el título de Fuera de lugar. Estas reflexiones biográficas se insertan plenamente en la temática de su obra, donde el lugar de enunciación de su autor ocupó un sitial preponderante pues se entendía a sí mismo resultado de los procesos culturales que analizó desde una perspectiva crítica, acercamiento que tenía como punto de partida la experiencia de un sujeto oriental en la nueva metrópoli mundial: los Estados Unidos.

¿Qué se siente venir de un país que ya no existe? ¿Cómo se enfrenta ser señalado como Otro, a veces de manera paternalista y en otras de manera violenta? Son temas que Said aborda en estas memorias, pero cuyos detalles más sorprendentes y anecdóticos son revelados en este artículo. Cito parte de estas confesiones: “A veces me daba cuenta de que me había convertido en una criatura peculiar para muchos, incluso algunos amigos, que suponían que ser palestino equivalía a ser algo mítico como el unicornio o una variante desahuciada del ser humano” (Said, 1998:109).

Es decir, que incluso en el ámbito académico un colega palestino podía llegar a ser concebido como un sujeto exótico y observable, cosa que a nuestro autor le ocurrió en innumerables ocasiones: cuando una sicóloga quiso visitarlo en su casa sólo para saber cómo vivía (saliendo decepcionada porque encontró un piano), o cuando un publicista pidió con extraña insistencia comer con él antes de cerrar un acuerdo porque quería –según confesó su ayudante– ver cómo se comportaba en la mesa… Más allá de lo anecdótico (y cruel) de estos episodios, en años anteriores estas marcaciones de otredad habían sido más violentas en el contexto de un conflicto árabe-israelí en el cual Said ya había tomado partido (en 1985 su oficina de la universidad fue quemada por un grupo sionista).

Si bien estas situaciones estuvieron rodeadas de intenciones muy distintas, en todas ellas existe un núcleo común: el Otro oriental como dato anterior y determinante del sujeto en cuestión, una condición que se ubica por sobre la posición cultural compleja de nuestro autor (que él mismo utiliza con el objetivo de no homologar su experiencia de exilio y discriminación con la de quienes mayoritariamente protagonizan la diáspora palestina en calidad de refugiados): una educación refinada de cuño británico que recibió en El Cairo durante los años cuarenta por formar parte de una familia de élite en la colonia, cuyo proyecto había sido aproximarse lo más posible a la cultura de los colonizadores, de ahí su nombre que, como él mismo reconoce, emulaba al del Príncipe Eduardo de Inglaterra.

En esta formación Said aprendió la estricta disciplina británica y alcanzó un conocimiento profundo del canon literario y musical de Occidente, sin embargo y como solía recordar, aquella aproximación a la cultura del colonizador tenía un límite estricto: “Aunque me enseñaron a creer y pensar como alumno inglés, también me enseñaron a comprender que era extranjero, un Otro no europeo, educado por mis superiores a entender mi condición y no aspirar a ser británico” (Said, 1998:98).

Fuera de lugar fue escrito en la ciudad de Nueva York, donde vivió gran parte de su vida, donde fue señalado (negativamente) como oriental y donde construyó su identidad palestina a partir de una biografía compleja: una madre originaria de Nazaret, un padre de Jerusalén (con nacionalidad norteamericana por haber participado en la I Guerra Mundial), educado en el Gezira Preparatory School y en el Victoria College de El Cairo y doctorado en literatura inglesa en los Estados Unidos.

Aparte de narrar una infancia y adolescencia transcurridas en el Medio Oriente –“…un mundo perdido u olvidado en lo esencial” (Said, 2003a:11)– Fuera de lugar permite problematizar en la existencia de su propio autor la pertinencia del concepto de otredad para nombrar una cultura distinta de la occidental. Lejos de este supuesto, Said ha sostenido sistemáticamente en su obra –principalmente Orientalismo ([1978]2003b) y Cultura e imperialismo ([1993]1996a)– la ahistoricidad de este concepto, que tiene más que ver con Occidente (lugar desde el cual se enuncia) que con las culturas no occidentales.

Este trabajo tiene por objetivo destacar el aporte de Edward Said en la deconstrucción de las esencias culturales que continúan vigentes en la crítica contemporánea y cuyos riesgos permanecen por sobre la voluntad de valoración de los grupos que han sido inferiorizados culturalmente en distintos procesos de colonización desde el siglo XV.

2. OTREDAD CULTURAL Y CRÍTICA CONTEMPORÁNEA

La anécdota de la sicóloga que deseaba observar in situ la cotidianeidad de un oriental en los Estados Unidos pero que se retira decepcionada al descubrir que su morador cultiva la música occidental, entraña una actitud que ha ido ganando adeptos en las últimas décadas: el deseo de sujetos culturalmente puros de acuerdo con parámetros de autenticidad atemporales y externos que deberían encarnar con fidelidad.

La fascinación actual con la otredad cultural nos sitúa en un presente marcado en el ámbito académico y social por la crítica a la modernidad clásica y a las características particulares que hoy presenta esa crítica (considerando que esta actitud no es nueva en la historia del proyecto moderno). Me refiero a la correspondencia que se ha establecido entre modernidad, ilustración y Occidente, incluyendo al Estado nacional como su producto derivado.

Frente a este conjunto pretendidamente homogéneo suele oponerse esta otredad que representa la existencia de un afuera para quienes no advierten futuro en el proyecto moderno, un afuera en el que se depositan esperanzas políticas y la posibilidad de una crítica radical a todo aquello que se busca reemplazar.

Si bien esta fascinación por lo culturalmente opuesto es un tema antiguo que ha recorrido distintos campos del conocimiento y de la creación artística (Hobbes y Gaugin son algunos ejemplos entre muchos), en la actualidad esta posición ha tomado fuerza a tal punto que se ha constituido en referente para una parte importante de la crítica contemporánea enfrentada a un público predispuesto a aceptar el principio de la dicotomía Oriente-Occidente o la existencia de un mundo no occidental difuso, pero mejor. Dicotomía en la que Occidente y la modernidad aparecen con una connotación negativa, haciendo que de manera automática se revista de características positivas a todo aquello que –se cree– se ubica afuera, erigiéndose como “lo otro”.

Este auge se produce en un contexto histórico que facilita una mirada comprensiva: el fin de la guerra fría, la crisis de la izquierda y el protagonismo de sujetos que han dado vida a potentes movimientos sociales fundados en identidades culturales, genérico-sexuales, entre otras. Estos hechos, resumidos esquemáticamente, constituyen el marco en el cual reemerge esta fascinación que puedo ejemplificar con el tema indígena en América Latina por ser el que me resulta más conocido.

Tanto la crisis antes mencionada como el rol determinante que han tenido los llamados nuevos movimientos sociales han erigido a los movimientos indígenas como referente cultural y político para varios autores y cientistas sociales que han reformulado sus ideales libertarios, desplazando la crítica desde la burguesía y el capitalismo hacia la modernidad y la cultura occidental.

De este modo, las sociedades indígenas son destacadas por su externalidad con respecto a ese Occidente moderno que se busca combatir en el ámbito cultural, teórico y epistemológico, posición que aparece como un atributo deseable per se. Es más, se cuentan autores que no han ocultado su deseo de reemplazar toda su formación académica occidental por la llamada epistemología indígena (lo que se le ha escuchado durante el último tiempo a Walter Mignolo), proyecto que parte de la base de una distancia insalvable entre indígenas y no indígenas.

Varios son los autores latinoamericanos que sustentan sus trabajos en esta dicotomía, todos los cuales parecen coincidir –con matices por cierto– en que los indígenas constituyen una alternativa a la política tradicional, al conocimiento científico, al capitalismo y a la episteme moderna. Se podría citar al Enrique Dussel de El encubrimiento del indio: 1492 ([1992]1994), a John Beverley con Subalternidad y representación ([1999]2004), Silvia Rivera Cusicanqui con “La raíz: colonizadores y colonizados” (1993), y más recientemente a Javier Sanjinés con El espejismo del mestizaje (2005)[1].

Mi inquietud por este tema surge de la revisión crítica de estos trabajos en el marco de una investigación que trata sobre los intelectuales indígenas, sujetos que escapan a estos compartimentos que separan de manera tajante lo indígena de lo occidental, pero que además pertenecen a sociedades indígenas que en el presente no se subordinan a la dicotomía señalada, y que probablemente nunca formaron ese polo en el cual se los confina pues los indígenas son señalados como tales con la colonización, de manera que el vínculo con Occidente –problemático, conflictivo, pero real– es un elemento ineludible sin el cual resulta imposible entender su trayectoria política, su desarrollo cultural y las respuestas que han ofrecido a la inferiorización cultural de la que han sido objeto desde que fueron nombrados como indios.

3. CULTURA E HISTORIA

La posición frente a la cual me he manifestado de manera crítica no deja de ser rescatable en una historia de exclusión legada por los procesos de colonización, pero al mismo tiempo es válido preguntarse por la real distancia entre estas concepciones positivas de una parte y negadoras de la otra. Más allá del juicio de valor, se comparte una base teórica que consiste en la dicotomía Oriente-Occidente donde las culturas aparecen como entes perfectamente delimitados e incompatibles.

Para Said, en cambio, el problema no es el contacto sino la forma en que éste se produce, de hecho, afirmó que la comunicación y los préstamos en uno y otro sentido es inherente a las culturas, a tal punto que sería un ejercicio estéril discutir sobre la propiedad de tal o cual objeto (de ahí su discrepancia con la afirmación de lo propio en un sentido excluyente)[2]. Por lo tanto, el conflicto no radica en el cambio cultural sino en el tipo de relaciones que lo producen, es aquí cuando repara en la violencia del imperialismo moderno en todos los ámbitos: cultural, ideológico, económico, social y político.

Su concepto de cultura se alejó de otros que la ubican por sobre las relaciones humanas, no contaminada ni intervenida por éstas (la superestructura en un lenguaje marxista clásico). Ya en Orientalismo, su famoso estudio de 1978, vincula el desarrollo de la cultura con los avatares de la historia, señalando que todo lo que se ha dicho sobre los orientales no puede pasar por alto el hecho colonial, es más, que ese acervo de conocimiento forma parte del engranaje colonial. Pero es en Cultura e imperialismo, publicado quince años más tarde, donde articula mejor una idea de cultura integrada a las relaciones sociales cotidianas, interferida por la historia, por los intereses de distintos actores y sus ideologías:

… la cultura es una especie de teatro en el cual se enfrentan distintas causas políticas e ideológicas. Lejos de constituir un plácido rincón de convivencia armónica, la cultura puede ser un auténtico campo de batalla en el que las causas se expongan a la luz del día y entren en liza unas con otras (Said, 1996a:14).

Said criticó Occidente, pero sin negar el vínculo con éste y sin aspirar al fin de ese contacto, actitud que lo aparta de la dicotomía señalada en el apartado anterior y lo reúne, de cierta manera, con aquellos pensadores anticolonialistas que supieron distinguir entre Europa y el eurocentrismo, entre Occidente y el colonialismo. Me refiero a intelectuales y activistas políticos que en su momento fueron los artífices de las primeras respuestas intelectuales al colonialismo en un ámbito sensible para su funcionamiento: el de la representación y la ideología.

Son los casos de Aimé Cesaire y Frantz Fanon, cuya defensa encendida de las sociedades colonizadas de las cuales formaron parte no pasó por alto el beneficio del contacto entre las culturas[3]. No debe extrañar entonces que Cultura e imperialismo, libro en el que se hace cargo “del otro lado” con el tema de la resistencia, se sustente en el diálogo con estos autores, principalmente Fanon, en perjuicio de un Michel Foucault que lo acompañó en Orientalismo, pero que más tarde se volvió un obstáculo al calor de su compromiso con el pueblo palestino. Sobre las posibilidades políticas que abren uno y otro, hace un contraste lapidario:

Los dos autores se nutren de la herencia de Hegel, Marx, Freud, Nietzsche, Canguihelm y Sartre, pero sólo Fanon da a este formidable arsenal un sentido antiautoritario. Foucault, debido quizá a su desencanto respecto a las insurrecciones de los años 60 y con la revolución iraní, se desvía por completo de la política (Said, 1996a: 429-430).

Siguiendo esta línea, Said centró su obra en el estudio del imperialismo moderno, pero sin suponer que esa maquinaria que ha dejado tantas víctimas era inevitable en la historia europea. Tampoco renegó de la cultura occidental, aspecto que no consideraron algunos de sus detractores que lo criticaron por formular su análisis antiimperialista con los documentos y procedimientos de Occidente.

Pero más allá de los ataques personales (que incluyeron intentos por desconocer su nacimiento en Jerusalén y su condición de oriental), este tipo de críticas colocan en evidencia concepciones opuestas de la cultura y de la resistencia, lo que se expresa en una tensión básica: ¿sólo quiénes inventan una idea pueden usarla? Fue la pregunta que rondó las luchas de liberación nacional en el Tercer Mundo y que también está presente en los movimientos de grupos subordinados hasta hoy.

La idea de incompatibilidad cultural juega para uno y otro lado: para los que creen que las culturas inferiores sólo imitan (el eurocentrismo más conservador) y para quienes piensan que los miembros de estas culturas sólo deben resistir desde su particularidad cultural[4]. El análisis de la resistencia que hace Said incorpora la premisa del contacto, lo que en un contexto de colonialismo (también se podría agregar el neocolonialismo) le otorga una forma específica pues no se puede olvidar que la imposición violenta de una cultura se hizo en detrimento de otra señalada como inferior, afectando prácticas distintivas como la lengua y la memoria.

Desde esta perspectiva, la resistencia no consiste en descubrir espontáneamente la cultura propia, sino en abrir espacios cerrados por la ideología colonial para entender el presente y desnaturalizar esa ideología, emprender un viaje hacia el pasado para encontrar fragmentos de lo que fue negado y arrebatado. Es aquí donde se produce un doble movimiento en torno a la lengua: habitar aquella que se comparte con los colonizadores y recuperar las que han sido proscritas o confinadas a espacios sociales reducidos (Said, 1996a: 352).

Al mismo tiempo advirtió los peligros de esta búsqueda, como aquella de entender la diferencia no sólo en el origen sino también en el destino de los grupos que la reivindican, un ensimismamiento que vuelve a poner obstáculos al diálogo libre entre las culturas. Poniendo como ejemplo la metáfora de Caliban, apropiada en América Latina para representar a las culturas subordinadas por la colonización, señala:

Los peligros del chauvinismo y la xenofobia (“África para los africanos”) son muy reales. Es mejor la opción en que Caliban ve su propia historia como aspecto parcial de la historia de todos los hombres y las mujeres sometidos del mundo, y comprende la verdad compleja de su propia situación social e histórica (Said, 1996a: 333)[5].

La presencia de Occidente en la constitución de los sujetos coloniales –tanto en aquellos que han internalizado la ideología colonial como en aquellos que han podido sacudirse de ella– se advierte en estas prácticas de resistencia: “En esto consiste la tragedia parcial de la resistencia: en que, hasta cierto punto, debe esforzarse por recobrar formas ya establecidas por la cultura del imperio o, al menos, infiltradas o influidas por él” (Said, 1996a:327).

Uno de los ámbitos donde la resistencia muestra al mismo tiempo su efectividad política y esta posición cultural compleja, es el de la representación, donde la instalación de voces propias constituye una subversión de la ideología colonial que la había monopolizado, tal como lo analizó con profundidad en Orientalismo, donde los discursos políticos, intelectuales y artísticos sobre el Oriente no contemplaban la voz de sus habitantes, para siempre mudos en aquellos textos.

Por el contrario, la producción intelectual y los liderazgos políticos emergidos de las sociedades colonizadas introducían polifonía en el campo de la representación, abriendo la posibilidad de contrastar estas voces. El cambio fundamental lo constituye la aparición de los hasta entonces Otros nativos en la posición de narradores y actores políticos, abandonando el silencio al que los había condenado el Orientalismo.

Esta resistencia, en todas las dimensiones señaladas, produjo la crisis de la representación metropolitana sobre los Otros, demostrando que éstos sólo adquieren funcionalidad en relación con quien los nombra. El concepto de otredad se revela aquí en su naturaleza ideológica, como un ingrediente indispensable en la relación jerárquica que han fomentado los centros metropolitanos. El llamado de Said es a entender la otredad no en relación con las culturas no occidentales sino como un producto de Occidente mismo[6]: “…ver a los Otros no como algo dado ontológicamente, sino como históricamente constituidos” (Said, 1996c:58).

Tal vez en este punto se ubica la principal contribución de Orientalismo, donde Said se aproxima a esa relación desigual desde sus huellas textuales. El libro se introduce en la historia de Occidente y su relación con el Oriente, referente histórico y geográfico que no es materia del estudio tal como se aclara en las primeras páginas, donde define el Orientalismo como:

…un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que éste ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es sólo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de sus imágenes más profundas y repetidas de lo Otro (Said, 2003b:19-20).

Si bien este libro no contiene una posición sobre cómo serían los orientales (categoría abarcadora que mira con distancia por no dar cuenta de la heterogeneidad cultural temporal y geográfica), sí deja clara la funcionalidad ideológica de la otredad cultural. Para Said, el Otro no es la otra cara de la moneda, ni los vencidos a quienes se desea reivindicar, sino la pieza fundamental de una relación dialéctica en la que ya habían reparado autores anticolonialistas como Césaire y Fanon ya citados. No puede pasar inadvertido entonces el hecho de que ese Otro existe en función del sujeto metropolitano, que se constituye como superior a partir de ese contraste.

Por cierto, Said no ha sido el primero ni el último en esta forma de entender las culturas, sólo basta recordar a Raymond Williams (de quien nuestro autor se declara tributario) reclamando la materialidad de la cultura e incorporando las variables del poder, la posición social y la historia en su discusión con el marxismo ortodoxo (Williams, 2000:129), o Terry Eagleton, cuya crítica al pensamiento posmoderno –ampliamente receptor y difusor de la fascinación por los otros– recuerda a los militantes de esta corriente el lugar secundario de los Otros en defensas de este tipo: “Si el ‘otro’ es reducido a ser cualquier cosa que desbarata mi identidad, ¿es esto un movimiento humildemente descentrador o una autocontemplación?” (Eagleton, 2004:135).

En América Latina he descubierto hace un par de años el trabajo interesante en esta línea de la argentina Claudia Briones, antropóloga de formación, quien habla del peso del esencialismo en su disciplina, hecho que explica la predilección por el estudio de los indígenas de comunidades rurales, entendidas como el espacio de la cultura originaria, el punto de referencia a partir del cual se distingue aquello original (esencial) de sus derivados (Briones, 1998:229).

Esto ocurre a pesar del desarrollo dinámico de esta disciplina, que tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y en medio del proceso de descolonización que se libraba en África y Asia, sintió la presión por actualizar sus marcos de comprensión teórica. Briones no anula la diferencia pero tampoco la entiende como un conjunto de rasgos consustanciales a ciertos sujetos y grupos, afirmación que tiene como corolario la desarticulación del binarismo que coloca en veredas distintas e irreconciliables a indígenas y no indígenas.

4. LA ANTROPOLOGÍA

Edward Said fue un autor polémico que participó activamente en el debate público hasta su muerte en septiembre de 2003, recibiendo críticas desde distintos frentes: por cierta literatura reacia al excesivo vínculo de esta disciplina con la historia; por los estudios orientales cuyos exponentes se vieron de pronto formando parte de una maquinaria ideológica que ha construido un Oriente irreal; por el sionismo y por el nacionalismo palestino en la arena de la real politik (sus enfrentamientos con Yaser Arafat fueron de público conocimiento) y por académicos que han celebrado la supremacía norteamericana tras la caída del muro de Berlín y la guerra de Estados Unidos contra el Medio Oriente, con quienes se enfrentó en los últimos años, especialmente tras los atentados que derribaron las torres gemelas de Nueva York en septiembre de 2001 (Francis Fukuyama y, sobre todo, Samuel Huntington). En este artículo y por la importancia del tema tratado, me referiré a su polémica con la antropología, disciplina que para este autor ocupa un lugar relevante en la construcción de los Otros.

Desde la mirada postcolonial que propone Said, la antropología forma parte de un contexto imperial y es funcional a su dominio de ultramar pues cumple con la misión de levantar un conocimiento especializado acerca de sus habitantes, sobre todo entre los años treinta y sesenta en que esta disciplina asume un lenguaje cientificista de acuerdo al paradigma de las ciencias sociales.

La misma metodología sigue la geografía imperial cuando el antropólogo se traslada hacia las colonias africanas y asiáticas para observar de cerca a los colectivos no occidentales, cuya diferencia registra y traduce al público occidental, de lo cual surge un texto escrito que contiene la representación hecha por un sujeto metropolitano. Para Said, la práctica antropológica reproduce la relación de poder que subordina la colonia a la metrópoli, lo que se puede verificar en el lugar que ocupan esos Otros en la producción de ese conocimiento: el de informante nativo.

Si las últimas décadas del siglo XX fueron de crisis en las humanidades y las ciencias sociales (de límites disciplinarios, objetos y métodos), la crisis de la antropología se encuentra fatalmente unida al desmantelamiento del imperialismo europeo. La oleada de descolonización que se inició con la independencia de la India en 1947 modificó por completo el escenario sobre el cual se había desplegado la práctica antropológica, pues los movimientos de liberación nacional fueron acontecimientos masivos y heterogéneos que desmoronaron la imagen de una otredad radical, compacta e intraducible (excepto por quienes se erigían como sus especialistas). A la erosión de la otredad así entendida contribuye también el desarrollo vertiginoso de las comunicaciones que han acortado, en el espacio virtual al menos, las distancias geográficas.

En la perspectiva de Said, la antropología se constituye a partir de una premisa básica: la existencia de Otros radicales. ¿Qué ocurre entonces cuando el fundamento de una disciplina se diluye?, la respuesta de Said no ha dejado indiferentes a los antropólogos, incluso aquellos que han tratado de productivizar esta crisis para reformular su oficio en un sentido democrático. Dice Said:

… la antropología es, ante todo, una disciplina que ha sido constituida y construida históricamente, desde su mismo origen, a través de un encuentro etnográfico entre un observador europeo soberano y un nativo no-europeo que ocupaba, por así decir, un estatus menor y un lugar distanciado, es recién ahora a fines del siglo XX que algunos/as antropó-logos/as buscan, frente al desconcierto que sienten por el estatus mismo de su disciplina, un nuevo “otro” (Said, 1996c:34-35).

Estas palabras formaron parte de un encuentro académico donde Said coincidió con varios antropólogos. Su conferencia abordó esta crisis de la representación antropológica e insistió en la asociación antropología-imperialismo incluso tras varios años de la crisis (asumida en lo general) de la antropología clásica: “Se dirá que he relacionado la antropología con el imperialismo demasiado crudamente, de una manera muy indiscriminada; a lo que respondo preguntando cómo –y realmente quiero decir cómo– y cuándo fueron separados” (Said, 1996c:38)[7].

La crisis de las humanidades y las ciencias sociales se expresa en la inestabilidad de las bases sobre las cuales se constituyeron las disciplinas occidentales. La dimensión más productiva de esta crisis ha sido el surgimiento de tendencias críticas que han sometido a revisión estos fundamentos con el fin de reformular el vínculo de sus disciplinas con un entorno que se ha transformado profundamente. La antropología no ha estado ajena a estas revisiones, algo que el mismo Said reconoce cuando menciona a la antropología marxista y la antropología antiimperialista, a la que se debe sumar la llamada antropología posmoderna, movimiento que surge en la academia norteamericana a principios de los años ochenta (Reynoso, 2003) y que se caracteriza por reconocer la mediación de relaciones de poder donde el antropólogo ocupa una posición privilegiada, prestando atención a los procedimientos escriturales en que esta relación se manifiesta (Clifford, 2001).

Uno de los exponentes más connotados de esta antropología es el estadounidense James Clifford. Por eso resulta interesante considerar la crítica que hace este autor a la propuesta de Edward Said en Orientalismo, pues se trata de una obra cuyo tema es la representación de la otredad desde una posición de poder y porque Clifford participa de una antropología que ha reconocido la responsabilidad de esta disciplina en la representación exotizada de los Otros.

En su famosa reseña de Orientalismo, publicada en 1980 y que en líneas generales es favorable a la obra, Clifford expone con lucidez las principales tensiones que recorren ese libro de Said, las cuales acompañaron al crítico palestino en los años siguientes y que fueron evolucionando conjuntamente con su compromiso político[8]. Una primera crítica (frecuentemente reproducida) señala que Said cuestiona el Orientalismo pero sin proponer alternativa alguna.

Clifford sostiene que no es posible hacer una crítica de esas dimensiones y al mismo tiempo eludir este desafío con el argumento de que escapa a los límites del estudio (Clifford, 2001:310). Otro reparo dice relación con que Said habría incurrido en los esencialismos que critica desde el momento que realiza distinciones gruesas como aquella que califica de orientalista a todos quienes suscriben la dicotomía Oriente-Occidente (lo que sería aparentemente contradictorio con la posición de oriental que este autor asume), homogeneizando tanto al Orientalismo como al orientalista (Clifford, 2001:308 y 310). También existen objeciones con la delimitación del estudio: que ese Oriente deformado por el Orientalismo (que según Clifford tampoco se define con exactitud) está ausente, cuestión que es real y que Said aclara en sus primeras páginas[9].

La mayoría de estas críticas apuntan a todo lo que se encuentra ausente en el libro, especialmente una alternativa a esa forma de establecer relaciones entre las culturas, cuestión que a la luz del desarrollo posterior de la obra y actividad política de su autor se antoja excesiva en la medida que la introducción de Orientalismo señala el objetivo de exponer un problema histórico-político en un escenario temporal y geográfico determinado, con una aproximación interdisciplinaria. La polémica parece tener origen en la naturaleza ideológica del tema y de su vigencia, más que en las inexactitudes y cabos sueltos que efectivamente se encuentran en Orientalismo.

Pero Clifford aborda otras cuestiones que sí me parecen neurálgicas en la obra de Said y que él vislumbró con lucidez en aquel libro que se considera fundador de la crítica postcolonial, la mayoría de las cuales se desprenden de la tensión entre Said y Foucault. Es interesante este reparo porque Orientalismo suele indicarse como un libro de cuño foucaultiano por estructurarse en torno a la noción de discurso y de formación discursiva[10], pero se suele pasar por alto las tensiones y desplazamientos con respecto a este enfoque, lo cual ratifica que las distancias son anteriores al abandono definitivo de Foucault como soporte principal de sus reflexiones.

Una primera tensión –correctamente identificada por Clifford– es la que se advierte entre el concepto de formación discursiva y la importancia que Said otorga a los autores, pues como sabemos, en Foucault la formación discursiva opera independientemente de éstos, a quienes determina, condiciona y predispone, sin embargo, Said se apoya en autores para introducir las variantes que pueden existir al interior del Orientalismo (Clifford, 1998:311).

Más que un uso totalmente libre de la teoría foucaultiana, en Orientalismo se aprecia un vínculo conflictivo que determina algunas ambivalencias claves, como aquella que identifica su crítico antropólogo entre la afirmación, por una parte, de un Oriente real que ha sido deformado, y por la otra, la imposibilidad de éste en aquellos pasajes donde Said pretende un alineamiento más fiel a los postulados foucaultianos (Clifford, 1998:308).

Otro nudo conflictivo, tal vez el más importante pues articula los anteriores, es la contradicción básica entre la reivindicación que hace Said del humanismo y el uso de estas teorías antihumanistas: “Las perspectivas humanistas de Said no armonizan con su empleo de un método derivado de Foucault, quien es por supuesto un crítico radical del humanismo” (Clifford, 1998:313).

En su obra posterior, Said afianzará su adhesión al humanismo en detrimento de un postestructuralismo que lo cuestiona como parte de su crítica a la modernidad, pues vio en ese humanismo –necesariamente reformulado– la posibilidad de establecer un diálogo no jerárquico ni excluyente entre las culturas. Este proyecto fue lo que determinó el distanciamiento con el que había sido su principal referente en 1978, sin que por ello renuncie a hacer un uso productivo y particular de estas propuestas, como aquella de la relación entre poder y saber, que él logra expandir para dar cuenta de la relación entre las metrópolis y sus colonias en uno y en otro sentido (cuestión por completo ausente en Foucault), pero apartándose de ese concepto de poder circulante que se ubica por sobre los sujetos, como ya aparece en Orientalismo, donde el uso de una categoría por entonces desprestigiada como la de imperialismo ya marca una distancia suficiente en la medida que involucra la existencia de centros de poder y sujetos que lo ejercen.

Más que el postestructuralismo de Foucault, lo que incomodó a Clifford fue esa defensa del humanismo que desde su perspectiva era contradictoria con la formulación de una crítica antiimperialista, de hecho, acusa la ambigüedad de Said por incurrir en los “… hábitos totalizantes del humanismo occidental” (Clifford, 2001:321), cuestión que el autor palestino refutó con firmeza en su último libro –Humanismo y crítica democrática– dedicado, precisamente, a defender la vigencia y necesidad actual del humanismo, recordando en su primer capítulo este reparo de Clifford (Said, 2006:28-29).

Este debate forma parte de la relación controvertida que estableció Said con la antropología, alcanzando también a las corrientes que la cuestionan desde su seno, pues aunque reconoce desplazamientos importantes respecto de la vertiente clásica, no ve en el trabajo de estos antropólogos una ruptura con esa tradición autoritaria: “… los recientes trabajos de investigadores marxistas, anti-imperialistas y metaantropológicos (Geertz, Taussig, Wolf, Marshall Sahlins, Johannes Fabian y otros) nunca revelan un genuino malestar sobre el estatus sociopolítico de la antropología como un todo” (Said, 1996c:29)[11].

5. UN INTELECTUAL SITUADO

La teoría postcolonial actual, inaugurada por Said en 1978[12], tiene entre sus componentes principales un lugar de enunciación donde el autor especifica su procedencia (alguna de las ex colonias) y la complejidad cultural del sujeto que enuncia. Por cierto es una característica que recorre todas las obras de Said, incluso aquéllas donde no se manifiesta de manera explícita, como fue el caso de sus primeros estudios literarios que versaron sobre Joseph Conrad: “Durante años parecía estar yo pasando por el mismo tipo de vivencia en los trabajos que realicé, pero siempre a través de los escritos de otros”, dice en relación a la obra del escritor polaco que escribía en inglés (Said, 1998:95).

En Said ese lugar de enunciación no podía ser otro que el de un oriental que habita la principal metrópoli del mundo contemporáneo, cuestión que no dejó indiferentes a sus críticos, quienes sospecharon de esta instalación frente a la refinada cultura occidental adquirida por Said desde su infancia en Egipto. James Clifford nos sirve nuevamente como ejemplo, pues su sospecha dice relación con la coherencia de ese lugar de enunciación con los argumentos de quien escribe y no al mezquino afán de deslegitimar el compromiso político de Said con los derechos del pueblo palestino. Para Clifford, no existe relación entre la “actitud oposicional postcolonial” –según sus propias palabras– y la experiencia de vida de quien la formula. Es el atrevimiento de instalarse fuera de la problemática que analiza lo que exaspera al antropólogo estadounidense:

El propio Said escribe de maneras que simultáneamente afirman y subvierten su propia autoridad. Mi análisis sugiere que no puede haber suavización final de las discrepancias de su discurso, puesto que es cada vez más difícil mantener una posición cultural y política “fuera” de Occidente, desde la cual se lo pueda atacar sin riesgo (Clifford, 1998:26).

Por cierto, Clifford está pensando en la maestría con que Said maneja la literatura, el arte y la historia de Occidente, cuestión que pone en serios aprietos la pretensión de ese afuera, salvo por una cuestión que no es menor: que Said no formula su identidad oriental y específicamente palestina a partir del principio de pureza cultural, requisito que como señaló en la mayoría de su producción intelectual posterior a Orientalismo, estaba lejos de integrar su horizonte de expectativas. Como se trató en el segundo apartado, el problema de Said no fue la existencia de Occidente, ni el diálogo con esta rica cultura, sino el tipo de relación imperial que en determinado período de la historia se estableció con otras tradiciones culturales, entendiendo que el contacto entre Oriente y Occidente tampoco era algo novedoso.

En su caso, tampoco pudo ni quiso ocultar su particular configuración como sujeto de la élite nativa en una colonia, por lo tanto, su identidad oriental no dice relación con negar su componente occidental, sino con tomar partido y decidir nombrar aquello que había sido borrado por la historia imperial:

La división básica en el seno de mi vida es la que hay entre el árabe, mi idioma natal, y el inglés, el idioma de mi educación y mi expresión posterior como académico y profesor. Por esa razón, el hecho de intentar narrar una parte de mi vida en el idioma de la otra –por no hablar de las numerosas maneras en que los idiomas se mezclaban para mí y saltaban de un ámbito al otro- ha sido una tarea realmente compleja (Said, 2003a:14).

Este vínculo problemático, expresado en su propia existencia, es el que aborda largamente en Cultura e imperialismo, especialmente en el tema de la resistencia, estableciendo que ésta surge de los espacios de fricción entre colonizadores y colonizados, un análisis que completa el proyecto crítico iniciado con Orientalismo a la vez que ofrece la posibilidad de calibrar en su justa medida las formas de resistencia practicadas por su propio autor. La necesidad consciente de argumentar su condición de oriental es al mismo tiempo coherente con la defensa de un Oriente heterogéneo, no reductible a un puñado de rasgos exóticos ni posible de ser medido de acuerdo a parámetros de autenticidad que han impuesto las representaciones coloniales, a lo cual llamó precisamente Orientalismo. La defensa de su identidad palestina forma parte de este empeño, pues Said se entiende a sí mismo como una forma más de ser palestino, sin estar ligado a lo que se supone deberían ser todos los integrantes de este pueblo (musulmanes principalmente).

El Clifford de 1980 también puso en duda la pertinencia de estos anclajes identitarios en el trabajo intelectual con el argumento de que éste debe responder a las condiciones de su entorno, en este caso del mundo globalizado, opinión que Said no suscribía en lo absoluto, a pesar de que la cuestión identitaria no lo convencía del todo (sus expresiones fundamentalistas al menos). Por este motivo dedicó tiempo y tinta al tema de los intelectuales en el mundo contemporáneo, defendiendo siempre el principio del intelectual situado que transparenta el lugar desde el cual habla, que reconoce intereses y el peso de su biografía, en oposición al conocimiento objetivo, técnico, experto o aséptico que adquirió impulso en los ochenta con el auge del modelo neoliberal.

Esta idea de intelectual situado se opone al estereotipo del intelectual universal que se ubica por sobre las querellas de este mundo en el cual se refugian no pocos intelectuales, universalismo que para Said ha sido y es una falacia, no así la dimensión universal que es imprescindible para poner en diálogo las diferencias: “En otras palabras, hablar hoy de los intelectuales significa hablar específicamente de las variaciones nacionales, religiosas e incluso continentales del tema, porque cada una de dichas variaciones parece requerir una consideración independiente” (Said, 1996b:41).

Esta concepción del trabajo intelectual también lo apartó de la figura del intelectual orgánico o militante, a la cual opone un intelectual crítico que aporta a una causa desde la exposición permanente de los conflictos que cruzan la lucha por ella. Desde esta vereda apoyó el movimiento palestino, al mismo tiempo que advertía sobre el peligro del integrismo y de las identidades excluyentes.

Su visión de la democracia y la diversidad tenía como punto de partida el concepto de cultura abierta ya comentado, de ahí su crítica a la categoría de otredad porque se opone, precisamente, a la diversidad que es necesario reconocer para articular espacios públicos democráticos. Frente a la espectacularización de las diferencias culturales –riesgo intrínseco a la otredad- Said y otros autores en esta perspectiva plantean un desafío que a mí me parece fundamental, aun cuando la búsqueda no esté concluida, el cual consiste en cómo pensar las diferencias culturales sin caer en riesgosos estereotipos que limitan la creatividad, el diálogo y el intercambio entre las culturas: “… preguntarse cómo se pueden estudiar otras culturas y pueblos desde una perspectiva libertaria, y no represiva o manipulativa” (Said, 2003b:49).

Para Said –y en esto sigue al Fanon de Los condenados de la tierra–, el diálogo cultural no jerárquico constituía la base necesaria para reconocer la humanidad de todos los habitantes del planeta. Su último libro, Humanismo y crítica democrática, concluido en mayo de 2003, a meses de su muerte y publicado al año siguiente, confirmó este compromiso con el humanismo y su convicción de que es posible y necesario habitarlo en una perspectiva emancipadora. En sus primeras páginas, que a la vez fueron las últimas de este autor palestino, señala:

Las culturas coexisten e interaccionan de un modo muy fructífero en una proporción mucho mayor de lo que combaten entre sí. Es a esta idea de cultura humanística como coexistencia y comunidad compartida a lo que pretenden contribuir estas páginas; y, con independencia de que lo consigan o no, me queda al menos la satisfacción de haberlo intentado (Said, 2006:18).

REFERENCIAS

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[1] Trato este asunto con detalle en un artículo que se titula “Cultura, diferencia, otredad y diversidad. Apuntes para discutir la cuestión indígena contemporánea”, en prensa.

[2] Lo interesante de este argumento (contenido en la cita que da comienzo a este artículo a modo de epígrafe), es que Said advierte estas características en todas las culturas y en todas las épocas, no como un elemento propio del siglo XX favorecido por los medios de comunicación masivos, como parece apuntar el antropólogo James Clifford cuando analiza acertadamente la crisis de la autoridad etnográfica (Clifford, 2001: 29).

[3] Aimé Césaire, en su Discurso sobre el colonialismo (1950), uno de las más potentes acusaciones contra el colonialismo europeo, señala: “…admito entonces que poner en contacto las diferentes civilizaciones es bueno; que es excelente casar mundos distintos; que una civilización, cualquiera que sea su íntimo genio, al replegarse en sí misma, se marchita” (Césaire, 1993:308). Por su parte Frantz Fanon, en Los condenados de la tierra (1961), también introduce distinciones entre Europa y el colonialismo, otorgando un sitial a la cultura occidental pero condenando el dominio establecido en su nombre: “Se trata, para el Tercer Mundo, de reiniciar una historia del hombre que tome en cuenta al mismo tiempo las tesis, algunas veces prodigiosas, sostenidas por Europa, pero también los crímenes de Europa…” (Fanon, 1963:291).

[4] Recuerdo una entrevista al subcomandante Marcos, uno de los líderes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas, México, realizada al poco tiempo de la rebelión de 1994, donde se le preguntaba si no era impropio que indígenas mayas recurrieran a la estrategia militar y a la política occidental, frente a lo cual respondió argumentando sobre la inviabilidad de pelear contra un ejército regular con arcos y flechas. Por cierto, el movimiento zapatista se debate también entre las expectativas de otredad cultural de algunos sectores de la nueva izquierda, que advierten en ellos la posibilidad de una acción política no contaminada por la ideología, las estrategias y los partidos. Por otra parte, ha sufrido también la descalificación de quienes piensan que se trata de indígenas manipulados por la ultraizquierda urbana: ambas posiciones se sustentan, como aquí he querido expresar, en la dicotomía Oriente-Occidente que en el caso indígena no reconoce su vínculo con los procesos nacionales y sus trayectorias de militancia política.

[5] Para seguir la disputa en torno a la figura de Caliban y otros personajes que componen la pieza teatral de Shakespeare, ver “Caliban” del cubano Roberto Fernández Retamar, publicado en 1972, donde hace una genealogía de las interpretaciones en torno a la obra y su propia reivindicación de Caliban como el personaje representativo de los sectores excluidos de la sociedad latinoamericana.

[6] A esto habría que agregar que todas las culturas son etnocéntricas y construyen sus otros, por lo tanto, no es una innovación de Occidente. El factor determinante es, entonces, el prestigio y la fuerza política de Occidente luego de los procesos coloniales.

[7] El título de esta conferencia expone de partida las tensiones que determinan el vínculo entre la antropología y su objeto de estudio: “Representar al colonizado. Los interlocutores de la antropología”. El texto fue publicado por primera vez en 1989.

[8] En la Introducción a Dilemas de la cultura, su influyente libro de 1988, Clifford apunta que la obra posterior de Said atenúa o disipa muchas de las dudas y críticas que despertó Orientalismo en 1978 (la reseña de Clifford se publicó en la revista History and Teory, Nº 19, en 1980).

[9] Otra delimitación importante fue la opción de analizar el imperialismo de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, cuestión que también es objeto de duras críticas, incluyendo a Clifford y la reseña ya mencionada. Esta objeción fue la menos considerada por Said, quien en el Prólogo a la edición española del 2003 señala: “…ello no impidió que algunos críticos resaltaran el hecho irrelevante de que yo había desatendido el Orientalismo alemán, holandés o italiano” (Said, 2003b:9).

[10] Said fue uno de los primeros autores de la academia estadounidense en utilizar el postestructuralismo francés. En Orientalismo se remite a dos libros de Foucault: La arqueología del saber y Vigilar castigar.

[11] En el caso específico de la llamada antropología posmoderna (término que acuña Stephen Tyler en 1983), aunque se avanza en la autoconciencia de los procesos escriturales y en los procedimientos mismos de la investigación, prácticamente no se tensiona el binomio antropólogo/informante, como tampoco la (auto)concepción del antropólogo como traductor de las diferencias culturales. Por ende, no se critica ni deconstruye la categoría de Otro (Ver la compilación de Reynoso, 2003).

[12] En otros trabajos hemos sostenido la necesidad de distinguir dos momentos en este tipo de reflexión intelectual: el primero que se extiende entre los años cuarenta y setenta al calor de los movimientos de liberación nacional en África, Asia y América Latina, donde destacan autores como Aimé Césaire, Frantz Fanon y Albert Memmi; y el segundo que tiene como telón de fondo la crisis de la bipolaridad que caracterizó a la guerra fría (a favor de Estados Unidos) y la globalización, una crítica influenciada por las corrientes postestructuralistas y postmodernas que surge de la academia norteamericana por parte de autores provenientes de las ex colonias, como es el caso de sus exponentes más connotados: Edward Said, Gayatri Spivak y Homi Bhabha. (Ver Rojo, Grínor; Salomone, Alicia y Zapata, Claudia, 2003).

Interculturalidad una larga historia colonial Daniel Montañez

La interculturalidad es un término bien conocido por los pueblos de nuestra región, teniendo un uso muy temprano por organizaciones como el CRIC colombiano. (El Consejo Regional Indígena de Cauca realiza un intenso trabajo político y educativo por la autonomía y la defensa del territorio de los pueblos desde los años 70; la interculturalidad es un pilar fundamental en sus proyectos educativos, económicos y políticos).

El término representa una crítica a los esencialismos que entienden las identidades como realidades “puras” y estancas y, por otro lado promueve relaciones éticas y respetuosas entre los pueblos y comunidades del mundo. Pone énfasis en la cuestión relacional, tanto en las relaciones interiores de cada pueblo como en las exteriores, oponiéndose a los enfoques multiculturales, paternalistas, colonialistas o racistas que hacen apologías de las culturas de los pueblos como forma de desprecio estructural y herramienta de dominación social.

Sin embargo, y esto no es nuevo para el pensamiento crítico contemporáneo de nuestros pueblos indígenas, en la práctica la interculturalidad suele actuar como paradigma de control social, que utiliza y refuncionaliza parte de las culturas de los pueblos para establecer refinadas formas de dominación (véanse aportes de Silvia Rivera Cusicanqui o José Quintero Weir en este sentido).

Nuestros pueblos han observado junto con sus comunidades cómo la interculturalidad se hace efectiva a través de políticas públicas coloniales de diversa índole, que generalmente sustituyen proyectos anteriores degradados mediante la renovación del nombre. En vez de políticas multiculturales, indígenas, de solidaridad y desarrollo, ahora serán “interculturales”.

Algunas críticas del ámbito académico vinculadas a la defensa del territorio y el desarrollo propio de las comunidades han detectado también esta cuestión, y ya hablan de una “interculturalidad crítica” en contraposición a la “interculturalidad funcional”, “posmoderna”, “capitalista”, “dominadora”, “liberal” o “neoliberal” (véanse los aportes de Catherine Walsh y Jorge Viaña).

Pero como dice un amigo: “cuando comenzamos a poner apellidos a las cosas es que algo va mal”. No todos los términos han sido igualmente cooptados por Estados, gobiernos, bancos, empresas y ONGs. Pensemos en el concepto de autonomía. Imaginen que fuera cooptado de la misma forma y que cambiaran el programa “Oportunidades” de México por uno de “Autonomías” que ofreciera a las mujeres de las comunidades la posibilidad de construir “autonomía” mediante la gestión de una tienda de Sabritas y sopas Maruchan. Se les podría maquillar más. Ya no Sabritas ni Maruchan; serían “papitas nahuas” o “ancestrales sopas mayas de fideo chino con camarones y aderezo de chile habanero”. Todos ellos productos que trabajan por el bienestar y la “autonomía” de las comunidades, con el imprescindible “toque intercultural” por el cual los ingredientes estarán, con todo orgullo, escritos en lenguas originarias.

El uso y refuncionalización de las culturas propias de los pueblos para su refinada dominación se trata de una cosa seria y muy antigua. Revisemos tres momentos históricos para hacerla explícita:

Siglos VI a XVI.

Despojo y evangelización de los pueblos de Europa. Karl Marx estudió bajo la idea de “acumulación originaria” la transición al modo capitalista de producción desde la Edad Media temprana. Así, estaríamos hablando de un largo proceso de despojo en múltiples dimensiones: de tierras, conocimientos y cuerpos de los pueblos que habitaban el territorio hoy conocido como Europa.

Se han realizado nuevos estudios que complementan el texto de Marx sobre la acumulación originaria en términos de despojo de conocimientos, luchas y dominación de género (como Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria, de Silvia Federici, México, Pez en el Árbol, 2013).

La imposición del cristianismo jugó un papel esencial en este proceso, pero no todos los pueblos fueron fáciles de evangelizar. Ya tempranamente el papa Gregorio el Grande, durante la evangelización de los sajones en el siglo VI, dijo a sus enviados: “No olvidéis nunca que no debéis estorbar ninguna creencia tradicional que pueda armonizarse con el cristianismo” (citado por Luis Werkman en La herencia medieval de México. Colmex/FCE, México, 1994).

Siglos XVI a XVII.

La conquista de América. Estas tendencias viajaron a América de la mano de conquistadores que venían de la guerra contra Al-Andalus. Eran conscientes de la paradoja de destruir el conocimiento no cristiano para imponerse (de la quema de las bibliotecas de Córdoba y Granada a la destrucción de códices en Yucatán), a la vez que necesitaban conservarlo y cristianizarlo.

¿Gracias a quiénes leyeron los renombrados frailes del siglo XVI las obras de Aristóteles? ¿Quiénes les enseñaron el número 0 y la potencia de calendarios mucho más exactos? Muchas obras enfatizan el robo de conocimientos de la modernidad europea para presentarlos como invenciones propias. Gutenberg inventó la imprenta siglos después que los chinos, Galileo descubrió la redondez de la tierra siglos después que los árabes y diversos pueblos de América.

Es interesante el estudio de George Saliba, quien estudia los aportes científicos que los europeos tomaron del Islam para emprender su “renacimiento” (en Islamic Science and the Making of the European Renaissance, MIT Press, 2007).

En esta destrucción-conservación-refuncionalización de los saberes de los pueblos en nuestra región participaron varios frailes, sobre todo dominicos y jesuitas.  Algunos autores han visto estas labores como honorables ejercicios de antropología temprana que habrían contribuido notablemente a nuestro conocimiento de las culturas prehispánicas.

Es el caso de Miguel León Portilla, autor muy importante para los estudios de las culturas prehispánicas (Bernardino de Sahagún, pionero de la antropología, UNAM/Colmex, 1999). De Sahagún realizó exhaustivos estudios de las lenguas y culturas de los pueblos que evangelizaba. Los frailes solían olvidar mencionar que eran estudios solicitados por el propio Vaticano, que formaba a los frailes para estas labores con el fin de conocer mejor a los pueblos que quería evangelizar, y que por lo general no tenían ningún especial cariño por estas culturas, y lo que pretendían era traducir dioses y ritos locales a la tradición cristiana para que la evangelización fuera más pacífica y profunda.

No, no eran “defensores de los indios”, eran evangelizadores con herramientas de conversión refinadas, aprendían los conocimientos locales para dominarlos; el énfasis que algunos de ellos pusieron en contra de la esclavitud indígena fue funcional a la conversión al cristianismo y su inclusión dentro del universo católico moderno, que comenzaba a desplegarse como paradigma de conquista con anhelo mundial.

 No olvidemos que Bartolomé de Las Casas, mientras defendía a los indios frente a los encomenderos y las propuestas de Sepúlveda, era íntimo amigo del cardenal Cisneros, encargado de quemar la biblioteca de Granada. El ejemplo de los jesuitas es el epítome de este proceso, el cual elevaron a escala global y lo relacionaron con grandes luchas por el poder político y económico de las regiones en las que se asentaban.

Siglos XIX y XX.

La construcción de las naciones. Las culturas de los pueblos tomaron gran importancia para la construcción de las identidades nacionales de América Latina. Importaban las culturas pasadas, ya que las contemporáneas precisaban de “modernizarse” o “desarrollarse”. Preferían al indígena muerto. Las leyendas anticoloniales de Nezahualcoyotl y Xicotencatl, antes que las culturas y comunidades concretas que aún resistían a la colonización nacional.

El componente religioso no dejaba de estar presente, lo podemos ver en las “misiones culturales” vasconcelistas de principios de siglo XX, donde parecían llegar nuevos “misioneros” con una férrea voluntad espiritual de modernizar las comunidades rurales mexicanas. También en la antropología cubana de Fernando Ortiz desde los años 40, según refiere Horacio Cerutti; Ortiz hacía una analogía de la transubstanciación en su propuesta de transculturación, donde enfatizaban los componentes afroamericanos e indígenas como parte fundamental de la identidad caribeña y latinoamericana.

Y, cómo no, en la persistencia del papa Juan Pablo II, quien retomaría en la década de 1980 la tradición de Gregorio el Grande con el desarrollo de la “inculturación”, algo así como una evangelización lenta, pacífica y culturalmente apropiada.

Si tomamos en serio esta larga historia de dominio y control social, que utiliza las culturas y tradiciones en su propia contra, debemos tener cuidado y seguir batallando por el contenido de las ideas y no sólo por sus nombres. Las buenas intenciones no bastan.

Queremos educación e investigación intercultural si eso sí significa una educación basada en paradigmas, metodologías y necesidades reales y propias de las comunidades en lucha.

Salud intercultural no significa tener limpiando los hospitales a las abuelas parteras ni esterilizar a las indígenas. Derecho intercultural significa tomar en serio las autonomías de los pueblos y no sólo tener traductores en juicios sumarios. Gestión intercultural si no significa convertir las culturas ancestrales en mercancías. Sostenibilidad intercultural si eso sí está vinculado a procesos de defensa del territorio y de lucha contra los despojos del Capital, en vez de a proyectos de conservación para ecoturismo o venta de bonos de carbono a Coca-Cola.

En definitiva: queremos menos rollos y más realidades, y que nos dejen de joder de forma perversa en nombre de nuestras propias culturas y ancestros.

Daniel Montañez Pico es estudiante de doctorado en Estudios Latinoamericanos y profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Movimientos Sociales y Representación Política. Isabel Rauber (2003,2017)

No queremos ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica.

José Carlos Mariátegui

No digáis que el movimiento social excluye el movimiento político. No hay jamás movimiento político que, al mismo tiempo, no sea social.

Carlos Marx

El socialismo democrático supone una revisión completa de las ideas sobre la organización y por tanto del centralismo, y también de las relaciones recíprocas entre la organización y la lucha.

Rosa Luxemburgo

Prólogo a la edición venezolana

I.

Entre las cuentas pendientes con el neoliberalismo, habría que sumar su papel en la extinción del intelectual crítico. Enfrentado al poder y reluctante al mercado, comprometido con la impugnación de realidades injustas y empeñado en su transformación, la figura del intelectual, aliado fundamental en las luchas sociales del último siglo, languidece bajo la égida neoliberal.

Dos operaciones parecen conjurarse para tal fin: por un lado, la maniobra contrainsurgente que, sobre todo a partir de los años 70, confina su existencia a los reducidos límites de la universidad, cortando los vínculos que la unen a la sociedad y con los actores sociales. El intelectual, en el cálido refugio del debate académico y de los salones de clase, se vuelve ornamental e inofensivo, administrando el ritual de la crítica anodina. Seducido por un discurso enclaustrado y autorreferencial, el intelectual se hace signo de impotencia y aislamiento.

En segundo lugar, ante la expansión del mercado globalizado de bienes culturales y simbólicos, el intelectual se convierte en mercancía transable, en producto de lujo que adquiere la nueva élite mundial ávida de ostentar, a través del consumo íconos simbólicos, su distinción de clase, o una clase media empeñada en el consumo de espectáculos globales. El espíritu crítico y cuestionador se transmuta en malcriadez iconoclasta que aumenta su valor en un mercado en que la transgresión sin impugnación es una preciada ficha de cambio.

El intelectual, ahora mudado en mercancía, pasa de subversivo a payaso. Sea como mandarín universitario, albacea de un conocimiento tan transgresor como inofensivo, sea como mercachifle de baratijas culturales, traficante de escándalos que divierten y fascinan a las élites, el intelectual y su saber han perdido su valor transformador y su vínculo con los sujetos de la transformación.

Objeto de contemplación o de consumo, ya no alquimista de rebeldías. La hegemonía neoliberal, tanto por la cooptación universitaria como por la mercantilización en los circuitos mundiales del consumo cultural, amputa al mundo sus profetas, pretende apagar la linterna de los pueblos.

Frente a este fondo destaca la figura de Isabel Rauber. Su práctica política y obra distan mucho del papel que hoy se le asigna al “intelectual de izquierda” universitario o al intelectual-espectáculo de la industria cultural. No reside ni en los pasillos de la Universidad ni en los circuitos mediáticos, sino entre los pobres, en sus luchas y sus lugares. Sea en Cuba, desde los campamentos del MST, por los barrios de Santo Domingo, con los obreros de las fábricas ocupadas argentinas, Isabel Rauber encarna esa figura tan fundamental como rara, la de la intelectual comprometida, la de la labor paciente y humilde (tan parecida a la del viejo topo de Marx) de producir un pensamiento crítico al servicio de los pueblos.

Militante intelectual/intelectual militante: ambos términos se hacen equivalentes e intercambiables en su obra, y esto es también a la vez una opción política y una opción epistemológica, que entiende que el pensamiento, si quiere ser un pensamiento para la transformación, solo es posible si se produce en el fragor de esta, y que la transformación encuentra en el pensamiento sus herramientas. Isabel Rauber es testimonio de que la tentación neoliberal no triunfa sin resistencia, y de que aún hay un lugar para aquel que ponga su pensamiento al servicio de la rebeldía.

Frente al pensamiento rentado al mercado o entregado a la comodidad de la cátedra, su trabajo nos recuerda que todo saber, si es realmente un saber ético, es peligroso y libre, comprometido e indignado. Solo tiene sentido tomar en cuenta el pensamiento que se arriesga, que se compromete. Pensar peligrosamente, pensar contra el orden establecido, pensar con y desde los de abajo, es la clara tarea del intelectual comprometido que Isabel Rauber defiende con su obra y su vida. Frente a otra de las especies de común uso que pretende la muerte del autor, ella nos recuerda que un autor no es solo el pensamiento que expresa, sino sus opciones y apuestas, los riesgos y compromisos que asume.

II.

El pensamiento edulcorado de los mandarines universitarios y los dealers de las ideas se expresa en el debate sobre los movimientos sociales. El término, acuñado en la estela del 68 y a la par de los movimientos pacifistas y ecológicos en Europa, intenta dar cuenta del ciclo de contestación antisistema en los países centrales, pero justamente en el momento en que se cernía sobre ellos una derrota aplastante con el ascenso de la hegemonía neoliberal.

El mismo concepto contribuye con esta derrota, esta vez en el campo ideológico, al menos en la forma en que predominantemente ha sido tratado en la literatura. Vaciados de todo horizonte transformador, neutralizada su fuerza cuestionadora, ocultada su naturaleza antisistema, escindidos de su génesis de clase y de su contexto estructural, los “nuevos” (adjetivo que con frecuencia se les adjudica) movimientos sociales operan en un vacío histórico y social, como gesto vano y por lo tanto permitido.

Se sustituyen las coordenadas de clase por nuevas identidades que hacen borrosas las desigualdades y las formas de dominación, se coloca a la sociedad como un fondo difuso, inerte, se desacopla la dimensión social de la acción colectiva de su naturaleza política. El debate sobre los movimientos sociales suele reducirse a conceptos y problemas como el de sus “repertorios de acción”, “marcos culturales”, sus efectos identitarios, etcétera, dejando fuera todo su potencial transformador. Se convierte en una noción apolítica (la misma escisión artificial entre  “social” y “político” lo anuncia), un objeto inerte, materia de disección académica pero que no supone peligro para el orden.

Del lado de las modas culturales, el pensamiento dominante vuelve a los movimientos sociales objeto de consumo. Se escamotea su potencial subversivo, convertidas sus luchas en revueltas estéticas y anodinas que se venden como gestos de inconformidad -tan convenientes para un mercado que requiere renovarse permanentemente, y por ello necesita impugnarse a sí mismo para abrir paso a nuevos deseos y nuevas mercancías que lo realizan.

Se trata de ofrecer un elenco de ofertas, de causas nobles, con las que se pueda ser inconforme y sensible sin poner en peligro el sistema, en las que puedan participar estrellas de cine y multimillonarios de almas nobles. A la par, todo el equipamiento necesario, la ropa adecuada para la demostración pública, los espacios para participar y mostrar indignación, las formas y atributos de las identidades recién adquiridas e intercambiables, los gestos de caridad, pueden ser comprados en boutiques, redes sociales u ONG especializadas.

El acervo de luchas y debates que afloran en la segunda mitad del siglo xx, marcadas por una radicalización de la crítica al capitalismo en todas sus manifestaciones y el enfrentamiento de las formas de dominación más allá de la explotación fabril, en que aparecen nuevas subjetividades y formas de lucha (de género, ecológicas, culturales, étnicas), se trastoca, en virtud de estas elaboraciones, en materia inerte, gestos frívolos e inofensivos, administrados convenientemente por el sistema al que pretendía derrocar.

Las luchas antipatriarcales terminan en la demanda de representación proporcional y en la corrección del lenguaje, la denuncia del racismo en gestos de reconocimiento sin que se pretenda superar la exclusión y en un creciente mercado de lo exótico que viene a oxigenar la desgastada oferta cultural del occidente blanco; las luchas ecológicas dan lugar a toda una nueva industria “verde”; la solidaridad con los pueblos a las tiendas de comercio justo, el cuestionamiento al Estado y al poder a una renuncia a toda voluntad de poder y a la despolitización. Es la mudanza del movimiento cuestionador de los años 60 en lo “políticamente correcto”.

Se rompe la relación de las nuevas subjetividades con las viejas fronteras sociales. Se puede exigir la igualdad de género, el reconocimiento cultural o la libertad de orientación sexual sin considerar las diferencias sociales, las posiciones y conflictos de clase.

Una mujer pobre no se ve reflejada en las demandas de una feminista clase media, un gay adinerado disfruta del mercado emergente destinado a este nuevo segmento de consumidores, mientras otros deben enfrentar aún la segregación y los brutales maltratos que viven los que deciden hacer evidente su disidencia sexual en contextos de exclusión y pobreza. Aún más, las injusticias no tienen sujeto, no tienen culpables. No existe el capital ni las clases que lo encarnan. Se podría decir, en el límite, que es un asunto de la naturaleza humana y no del sistema.

Los movimientos antisistema se enfrentan no solo a la derrota policial y política instrumentada por los gobiernos neoliberales, sino a la conjura teórica e ideológica de una narrativa que los niega y los reduce a un gesto capturado y administrado por el sistema.

Durante años los movimientos sociales europeos, salvo algunas notables excepciones, parecieron condenados a reproducir este lugar ritual que la discusión académica les asignó, hasta que la emergencia de las protestas antiglobalización en Seattle, Génova o Barcelona, o más recientemente las masivas manifestaciones de indignados, los rescataron del foso de indiferencia en que habían vegetado por años.

Sin dudas que estos giros liberales que impregnan estas elaboraciones sobre los movimientos sociales se aprovechan también, como se discute en este libro, de las insuficiencias, extravíos y agotamiento del marxismo en su versión más dogmática. La plena noción del proletariado como “sujeto histórico” único y exclusivo, del partido como “conciencia desde afuera” y de la transformación reducida al simple acto de tomar el poder (la metáfora del asalto al palacio de invierno, tan trajinada por tantas izquierdas burocráticas), se mostraba claramente insuficiente, sino negada en un contexto en que los procesos de desindustrialización, el nuevo orden económico mundial y su énfasis en el sector servicio y tecnológico, la complejización de los contextos nacionales por la entrada de la globalización y el derrumbe del bloque soviético, hacían más obsoleto que nunca el viejo credo.

III.

Más allá de sus fallas de origen, ¿este instrumental teórico propio de las ciencias sociales europeas y estadounidense es útil para pensar los movimientos contestatarios que emergen en Latinoamérica durante las últimas décadas? Contrastemos algunos de los rasgos que se le atribuyen a los movimientos sociales en las corrientes dominantes de las ciencias sociales con lo que ocurre entre nosotros.

Por una parte, los movimientos sociales, en su recepción académica dominante, se entienden como opuestos al Estado, en una relación de mutua exclusión. Esta negación del Estado como campo político de la acción colectiva, generalmente presentado a través del adusto concepto de sociedad civil, es propio del credo neoliberal: el Estado es relegado del debate, dejándolo solo como mecanismo regulador y represor, mientras el campo de lo social, ahora mudado en campo de gestión administrativa, está fuera de su alcance, en mano de los privados, de la “sociedad civil”, constituida tanto por “movimientos sociales”, ciudadanos, ONG y, especialmente, por empresarios. El Estado es externo y ajeno a la acción de los movimientos sociales, o su relación se reduce al trámite por parte del Estado de las demandas sociales promovidas por los movimientos.

En América Latina la situación opera de manera muy distinta a la prevista por esta literatura. Los movimientos sociales (confieso que prefiero el nombre de movimiento popular, forjado por las propias organizaciones de base) nunca han renunciado al problema del Estado, sea cuestionando su acción, en la noche del neoliberalismo, sea a partir del acompañamiento crítico a gobiernos populares que han conquistado el poder durante los últimos años, sea proponiendo e involucrándose en formas de participación popular en el ejercicio del poder, tanto dentro del Estado (y ahí la relevancia que cobra en nuestro continente la discusión sobre la democracia participativa y la radicalización democrática, frente al debate sobre la sociedad civil de épocas anteriores) como fuera de él, a través de embriones de un nuevo poder que buscan desplazar al orden político del capital (la discusión sobre el poder popular, central en Cuba y en la Chile de Allende, hoy renovada por las experiencias de Venezuela y Bolivia, entre otros).

Como señala Isabel Rauber en este libro, lejos de desentenderse las organizaciones populares del Estado, durante los últimos años se han multiplicados las experiencias de enfrentamientos con los gobiernos antipopulares, la participación en espacios estatales y la creación de formas de autogobierno y poder popular.

En segundo lugar, a los movimientos sociales se les atribuye fines limitados, demandas específicas y fragmentadas. Se produce una multiplicación y aislamiento de los sujetos y su esfera de acción. Cada movimiento ocupa un campo específico, como reclamos asociados a su identidad. El campo popular se fractura en múltiples demandas y reivindicaciones que pueden ser absorbidas y tramitadas aisladamente, pero que, al renunciar a la totalidad, no ponen en peligro el funcionamiento del sistema.

Recientemente, en una ciudad estadounidense, al preguntar por los movimientos de inmigrantes, nos sorprendió cómo estos no solo estaban absolutamente aislados de otros movimientos y luchas (de género, movimientos barriales, de otros grupos étnicos, sindicatos, etcétera) sino como a su vez se fragmentaban en preocupaciones cada vez más específicas y separadas: los que luchaban contra las deportaciones, contra el encarcelamiento masivo de hispanos, por la educación bilingüe, por derechos laborales, etcétera.

Entre ellos no existía conexión ni identidad de intereses, a pesar de enfrentar, al igual que otros excluidos y marginados de la sociedad estadounidense, al mismo sistema. Es como si la segmentación del mercado, que permite hacer proliferar hasta el infinito los deseos y las demandas, se extrapolara a las luchas populares.

Pero las luchas y procesos de articulación en América Latina siguen otros senderos. El ataque masivo y global de las políticas neoliberales ha obligado a las luchas y a las organizaciones a articularse, a forjar horizontes comunes, transversalidades que permiten superar las demandas sectoriales. Esto por supuesto no oculta las prácticas corporativas y sectarias, los comunes fracasos de los esfuerzos unitarios, los frecuentes celos y aprensiones, pero sin duda que los vasos comunicantes, la expansión de los intereses comunes y la voluntad colectiva (pasando rápidamente de intereses sectoriales o locales, a intereses que prefigura el horizonte de clase o la identidad como pueblo), los hilos dorados e invisibles que entretejen las luchas y los movimientos en una densa trama, contrastan con la imagen de movimientos cocinándose en su propio caldo que retrata la literatura sobre el tema.

Como señala la autora, en las organizaciones de nuestros pueblos existe una clara determinación a terminar con fracturas étnicas, culturales, sociales y políticas que han sido usadas para hacer cundir la dispersión, y abundan en este trabajo experiencias de frentes y construcciones transversales que priorizan la unidad desde abajo.

Un tercer rasgo atribuido por la literatura anglosajona a los movimientos sociales es su distancia de la política. Justamente su definición como “social” es a partir de su contrastación con la esfera de lo político, volviendo a la vieja idea liberal de lo político como opuesto y separado de otras dimensiones de la vida (en especial lo económico y lo social) dejadas en mano de reglas inexorables (como la “mano invisible del mercado”), del manejo tecnocrático o la administración despolitizada.

De nuevo esta imagen, tan conveniente para la gobernabilidad neoliberal, se estrella con las prácticas populares en nuestra América. Estos años han conocido un intenso proceso de articulación entre movilizaciones sociales y luchas políticas, como bien reseña el libro que presentamos, así como la politización de organizaciones que podrían ser definidas como “sociales” en los términos tradicionales.

Sindicatos, organizaciones indígenas, movimientos campesinos, organizaciones territoriales, permanentemente cruzan la frontera entre lo político y lo social, hasta confundir ambas esferas. Como señala Isabel Rauber, los movimientos no delegan su poder renunciando a lo político. Y no puede ser de otro modo: el ataque del neoliberalismo a la vida (el territorio, la naturaleza, la sobrevivencia, la soberanía) hace que toda lucha “reivindicativa” potencialmente escale rápidamente hacia mayores grados de “politización”.

El más simple reclamo, por ejemplo la demanda de agua o de tierra, choca contra los límites del sistema que ha impuesto la hegemonía neoliberal sobre nuestros pueblos. Si antes existía cierto margen de maniobra para el capital, concediendo reformas u otorgando reivindicaciones que no impedían su funcionamiento y permitían mantener cierta paz social, la avidez del neoliberalismo, que tiene como objetivo no solo apropiarse del plusvalor a través de la explotación del trabajo, sino la extracción de ganancias exorbitantes a través del expolio de la vida y el territorio, hace que la relación entre reivindicaciones y rebelión antisistémica sea más cercana.

Finalmente, la literatura se concentra exclusivamente en una noción excesivamente formalista, casi notarial, de los movimientos sociales, reconociendo como tales solo aquellos que tienen formas definidas y estables, estructuras formales y sostenidas en el tiempo. Es el equivalente a las empresas en el campo económico: los movimientos sociales serían una sociedad anónima de intereses corporativos. Esta imagen, al menos en el caso de Venezuela, se aviene mejor a las organizaciones de clase media que emergieron en los años 90 (y que fueron en buena medida la base social de la reacción contra la Revolución Bolivariana en las grandes ciudades) que a los procesos de movilización popular que se enfrentaron al neoliberalismo durante ese mismo priorizan y permitieron el proceso revolucionario dirigido por Hugo Chávez.

La descripción de los movimientos sociales como organizaciones formales, deja de lado los procesos de movilización popular que, con frecuencia al margen de estructuras organizadas, se dan en el continente, y que han sido cruciales en el reciente ciclo de resistencia y derrota del neoliberalismo y de ascenso de proyectos populares al poder.

Descifrar las posibles relaciones entre los movimientos y la movilización popular, tema que se aborda de manera minuciosa en el libro, es fundamental para superar tanto el vanguardismo como la apología del espontaneismo.

IV.

En el libro que presentamos, Isabel Rauber realiza un portentoso esfuerzo por construir una densa red de conceptos y categorías que dé cuenta de los movimientos sociales latinoamericanos, sus características, desafíos y horizontes, en un momento marcado por la resistencia al neoliberalismo y a la construcción de alternativas societales a lo largo y ancho del continente, en la perspectiva de recuperar y poner en evidencia su potencial transformador.

En tal sentido, el texto insiste en la cualidad política de los movimientos sociales. No hay movimiento político que a la vez no sea social, señala la autora siguiendo a Marx, pero sobre todo apoyándose en las experiencias de los procesos populares latinoamericanos, discutiendo las distintas formas en que se relaciona la movilización social con la acción política, el movimiento con el partido, la vanguardia y el pueblo, los procesos que permiten superar la fragmentación entre luchas específicas y la separación entre luchas sociales y luchas políticas.

Discute la constitución mutua del sujeto transformador y el proceso de trasformación, así como la autoconstitución de este sujeto, en tanto sujeto consciente, a partir de la aprehensión de la realidad que enfrenta y transforma; la relación entre intereses particulares y luchas globales, lo que implica a su vez la articulación entre distintos actores, tarea especialmente crucial en tanto se reconoce la pluralidad de sujetos y no la existencia de uno con un estatuto privilegiado que determina a los demás; la relación dialéctica entre sujeto y proyecto, entre el sujeto, el poder y la construcción del proyecto histórico.

El hilo conductor que recorrería las distintas dimensiones y momentos sería la práctica transformadora. No hay un sujeto dado, autoconsciente y predestinado por la gracia de la historia; no hay proyecto político que derive automáticamente de condiciones objetivas ni sea históricamente prefigurado.

Es el proceso de transformación, la práctica concreta de transformar una realidad concreta, lo que produce los sujetos y los horizontes, articula fuerzas y bloques, es la génesis de la conciencia y los intereses colectivos. En el proceso de transformación el actor conquista el carácter de sujeto, reencuentra sus capacidades transformadoras mutiladas por el orden dominante, adquiere su perspectiva histórica, reconstruye la unidad entre lo social y lo político.

A la vez esta tensión entre sujeto, proyecto y praxis encuentra en la organización un soporte, pero también un escenario donde se reproducen las múltiples contradicciones y los desafíos de prefigurar nuevas formas de relación, de participación, nuevos modos de ejercicio de la política.

Pese a su densidad teórica, no es este un trabajo puramente teórico, sino que enraíza, tanto en sus fuentes como en su análisis, con los procesos concretos de lucha y organización de toda la región. Las experiencias barriales de Copadeba, en República Dominicana, los zapatistas en el sur de México, las luchas de cocaleros en Bolivia y la creación del MAS como instrumento político de los movimientos, las movilizaciones campesinas del MST, los cortes de rutas y asambleas de piqueteros, los trabajadores (en la producción y sin trabajo) organizados en la CTA, los procesos unitarios desde abajo en Colombia, entre otras muchas experiencias, nutren y se transparentan en las categorías y discusiones que recorren el libro.

Ofrece una cartografía amplia de los distintos sujetos populares (mujeres, campesinos, indígenas, afros, pobres de la ciudad y del campo) hoy en Nuestra América, de sus luchas, sus métodos, sus innovaciones y dificultades, sus proyectos políticos y programas, sus victorias y fracasos.

Rauber, en línea con la tradición del pensamiento marxista y revolucionario no burocrático, recupera la centralidad de la práctica transformadora como constitutiva de los sujetos y los proyectos de clase, rearticulando actores dispersos y luchas fragmentadas por el efecto mismo del orden del capital, superando la dicotomía entre reivindicación social y lucha política, entre movimiento y partido, entre vanguardia y masa.

A la vez la práctica revolucionaria se reconoce como fuente del conocimiento, como faenar en que se construye la teoría. En la forma como la autora hilvana su trabajo, despliega sus tesis, debate sus ideas, esta íntima relación entre las prácticas transformadoras de los movimientos sociales de Latinoamérica y la teoría se hace evidente. Así como hay que ir de lo social a lo político en un movimiento permanente y superador de la dualidad, hay que ir de la práctica a la teoría y de esta a la práctica.

La recreación de las tesis aquí sólidamente discutidas en las prácticas trasformadoras de los pueblos del continente, es entonces el momento necesario que completa (aunque no cierra) el ciclo propuesto por el libro. Es este entonces un libro para leerlo con las manos y los pies. Para actuarlo.

V.

¿Cuál puede ser la pertinencia de este texto para los movimientos sociales en la Venezuela de hoy? Sin duda que, lejos de una pretensión prescriptiva (Isabel da muestras de una gran humildad y respeto a las prácticas de los movimientos populares), este libro ofrece un conjunto de problemas, interrogantes y claves imprescindibles para el debate del proceso revolucionario actual, en especial el debate pendiente en el seno del movimiento popular. Empezando por el reconocimiento de la necesidad de este debate.

Las tareas cotidianas, tanto en la construcción del socialismo como en la lucha frente a la conspiración, con frecuencia condenan a las organizaciones populares a un “tareísmo” que poco respiro le deja a la discusión y a la construcción teórica.

Esto a la par del malogrado estado de la teoría revolucionaria actual, de lo que el libro de Isabel Rauber también da cuenta en su crítica sin concesiones a las especies dominantes en el pensamiento marxista hoy. Pero todo ello hace más urgente la necesidad de producir nuestra propia reflexión teórica, que nos permita ver tanto la práctica cotidiana como los horizontes estratégicos, y por supuesto la articulación y mediaciones entre ambos. Este trabajo reinstala con fuerza el debate teórico en el seno de los movimientos sociales, y en Venezuela esto es una tarea impostergable.

Luego el libro ofrece un conjunto de discusiones absolutamente pertinentes. La discusión que propone sobre el sujeto histórico obliga a abandonar cualquier prepotencia excluyente y a buscar rearticular a todos los sectores populares, en una permanente ampliación del bloque histórico y social.

La tarea hoy en Venezuela, es volver al seno del pueblo, removilizar al pueblo, incorporar sectores que pueden haber quedado rezagados por nuestros errores e inconsecuencias, incluir nuevas demandas y sujetos (aquí pienso en la tarea inaplazable de abrir espacios a los jóvenes de los sectores populares, con los que la revolución tiene aún una importante deuda), calza con las tesis que se proponen en el libro en torno al trabajo dentro de las clases populares.

Otro ejemplo es lo que plantea a propósito de la relación entre partidos y movimientos, o entre poder (Estado) y movimientos, que parece escrito pensando en la realidad actual venezolana. La tentación de subordinar los movimientos populares a la lógica y conducción del partido o al Estado, amenaza con hipotecar el papel histórico al que están llamados los movimientos en la construcción del socialismo y la defensa de la revolución, obturando a la vez los canales de participación y protagonismo popular, fundamentales para garantizar el contenido democrático y de clase del proceso revolucionario, y reestableciendo la vieja división entre dirigentes y dirigidos, que estuvo en las bases de las razones de la rebelión popular de febrero de 1989 y de la Revolución Bolivariana contra la vieja democracia representativa.

La tutela y subordinación del movimiento social a una dirección única centralizada (sea partido o Estado) reproduce los errores del socialismo soviético, aquí lúcidamente denunciados. Los aportes de Rauber son esclarecedores: tanto el capitalismo como el socialismo burocrático coinciden en arrebatarle a los trabajadores su capacidad de conducir sus destinos. La subordinación política, sea en la forma de tutela, cooptación o cercenamiento de la democracia desde abajo, es una condición para la reproducción de otras formas de dominación, incluyendo el sojuzgamiento del trabajo por el capital.  Dominación política, dominación social y dominación económica se superponen y refuerzan.

Durante estos años la revolución ha derrotado al proyecto neoliberal, reestableciendo para ello la centralidad del Estado y recuperando la renta petrolera como mecanismo redistributivo y palanca para el desarrollo. Sin embargo, esto conduce a nuevos escollos y peligros. La sobredimensión del Estado amenaza con asfixiar la potencia popular, convirtiendo a las expresiones del poder popular y a los movimientos sociales en artificios sin peso real o en correa de transmisión entre el aparato burocrático y las bases sociales.

Las prácticas clientelares, la cooptación y la reducción del papel de la organización a simples gestores, renunciando a su potencia de lucha y movilización, no solo anulan a los movimientos, sino que favorecen la burocratización y alejamiento del Estado, que se vuelve tan grande como impotente, y niegan uno de los contenidos fundamentales del proceso revolucionario, aquel que apunta al reconocimiento del poder del pueblo.

Por su parte, la profundización de la dependencia de la renta petrolera conduce al restablecimiento de viejas y nuevas élites, los grupos económicos que logran intermediar la renta, así como aumenta la vulnerabilidad de nuestra economía, como muestra el actual cuadro que, si bien ha sido promovido por actores motivados políticamente o por el ánimo de lucro desmedido, encuentra en el rentismo una condición de posibilidad y una oportunidad para sus operaciones. Pero además el rentismo refuerza la subordinación política, la intermediación burocrática y la desmovilización popular, al colocar al pueblo en una actitud pasiva y dependiente de los repartos estatales, a las organizaciones populares en una tarea de gestores de prebendas provenientes de la renta, y fortalecer el lugar de la burocracia estatal como estamento que gobierna la renta y su asignación.

En Venezuela pareciera que nos encaramos a una encrucijada entre un modelo que, aunque fundamental para derrotar la hegemonía neoliberal, hoy luce agotado, y la restauración del poder de las élites desalojadas por la revolución. Frente a este falso dilema, hay que recordar las palabras del presidente Chávez en una de sus últimas alocuciones, el “Golpe de Timón”, en que clamaba por el desarrollo de las capacidades autogestionarias del pueblo y por la profundización del poder popular. Esta tarea aún pendiente encontrará en el libro de Isabel Rauber claves ineludibles.

Superar las nuevas formas de despolitización que gravitan sobre sus prácticas y recuperar la capacidad de impugnación, crítica, movilización de los movimientos sociales, esenciales como combustible de la revolución, para conjurar las tentaciones de apoltronamiento, de burocratización, o enfrentar el riesgo de instalar una versión “progre” del capitalismo de Estado y el desarrollismo, a la vez que se combate la conspiración reaccionaria y los intentos restauracionistas, son hoy parte del debate de los movimientos sociales populares en Venezuela.

Esta doble tarea (ser motor de la revolución enfrentando el burocratismo y los modos invisibles en que opera la reproducción del capital y sus relaciones de dominación, ser barricada frente a las amenazas de la derecha y la oligarquía para restablecer sus privilegios), jalonan su quehacer. Y para ello el rearme ideológico y teórico tiene una importancia crucial.

Creemos que este libro tiene, pues fue escrito para eso, una clara utilidad en esa dirección.

Andrés Antillano

Prólogo a la primera edición

Este importante libro llega en un momento oportuno, cuando hemos de encarar algunas opciones críticas. Estas implican nada menos que el imperativo de la rearticulación radical del movimiento socialista en medio de la cada vez más profunda crisis estructural del capital.

El derrumbe del sistema soviético fue saludado por los defensores autosirvientes del orden establecido, como el fin irreversible del socialismo. En realidad no hubo tal. Muy por el contrario, un examen crítico y penetrante de las razones de este doloroso fracaso histórico pondría de relieve una conciencia y urgencia mayores que nunca antes de hacer frente al desafío de la propia supervivencia humana, en un momento en que el capital aparenta ser tan completamente dominante que las devastaciones continúan en una escala cada vez mayor y se permiten ampliarse sin mucho o ningún estorbo.

Pero, para estar seguros, es imprescindible una revaloración crítica intransigente de nuestras estrategias pasadas y presentes, o no habrá esperanza al encarar ese desafío.

Fausto Bertinotti, secretario nacional del único partido parlamentario italiano que todavía profesa aspiraciones de transformación radical, el Partito della Rifondazione Comunista, publicó recientemente un artículo con el título programático de: “La socialdemocracia reformista no está más en la agenda”[1]

En verdad el fracaso de la socialdemocracia reformista ha sido evidente por mucho tiempo, aunque los movimientos políticos parlamentarios tradicionales no lo hayan reconocido. Ellos estaban ocupados en la introducción de cambios menores –y en las últimas dos o tres décadas ni siquiera eso– que tenían que ser bien acomodados dentro de los límites estructurales del capital, revitalizando temporalmente, más que transformando significativamente, el sistema mismo.

En consecuencia, admitir que la socialdemocracia reformista no está más en la agenda, trae consigo para nosotros la conclusión ineludible de que el impacto permanentemente paralizante del parlamentarismo como tal, no puede ser eludido por más tiempo. Esto incumbe a todos los movimientos políticos radicales, incluyendo los partidos principales de la izquierda que usaron hasta descartarlas todas las estrategias alternativas, desde el punto de vista parlamentario como hasta el “sectarismo poco realista”.

De ahí la gran relevancia de focalizar la necesidad de una rearticulación exhaustiva del movimiento emancipador socialista en las presentes circunstancias, tal como lo aborda Isabel Rauber en este libro.

La inviabilidad total de las concepciones reformistas pudo ser ocultada en el pasado bajo el velo de las “concesiones” del capital, las cuales eran asumidas siempre más ampliamente, bajo el concepto de ir sumando en una larga carrera, para favorecer un cambio estructural significativo del orden social dado. Sin embargo, lo que ha ocurrido actualmente ha sido exactamente lo opuesto. En el curso de su desarrollo histórico, el capital ha llegado a una etapa, bajo la presión de su profunda crisis estructural, en la que incluso las pasadas “concesiones” que en los hechos no eran tales concesiones, sino parte integrante aún de la dinámica prevaleciente de expansión, sin obstáculos, del capital –fueron revertidas por el orden gobernante, con la ayuda de una legislación antilaboral despiadada, porque ellas no podían satisfacer más dicha función expansionista.

La virtual muerte del “Estado de bienestar” incluso en los países capitalistas más desarrollados, en lugar de su difusión por todo el mundo como una vez se prometió, deviene testigo elocuente de esa grave verdad.

El comienzo de la crisis estructural del sistema, y el fin de todas las ganancias parciales significativas obtenidas por el capital, confrontan al movimiento socialista con un dilema muy difícil. En el pasado el reformismo sostenía que la acumulación constante de mejoras parciales arrojaría a su debido tiempo cambios sociales cualitativos acordes con los propósitos radicales originalmente previstos por el movimiento. Eso fue lo que dio lugar a la notoria oposición entre los “objetivos inmediatos” y el “propósito final”.

Sin embargo, con la clausura de la fase expansionista y relativamente sin disturbios del sistema, estrechando las prácticas reproductoras de ganancias del capital, que traen con ellas el imperativo de una explotación cada vez más insensible de la fuerza de trabajo global, no solo no puede haber progresos inmediatos que se acumulen con el tiempo, acercándose cada vez más al propósito final deseado.

Más bien, la relación entre lo “inmediato” y lo “último” debe tener un giro en dirección a la única vía en la cual puede actualmente tener sentido. Para nuestro tiempo cuando el capital puede solamente ceder beneficios tácticos al trabajo, con la perspectiva de recuperarlos de vuelta en la oportunidad más cercana posible y “con intereses compuestos” la realización incluso de “objetivos inmediatos” más limitados llega a ser factible solamente como una parte integral de la alternativa hegemónica del movimiento socialista al orden establecido.

De ese modo, lo inmediato puede ser propiamente perseguido solo si es concebido como lo inmediato estratégico, definido por su inseparabilidad de lo estratégico a largo plazo y orientado por la primacía total de esto último. En otras palabras, esos progresos parciales pueden ser adoptados solamente como objetivos inmediatos viables que no puedan ser revertidos, y por lo tanto son capaces de adquirir un carácter verdaderamente acumulativo.

Aquellos que podrían objetar que eso es “maximalismo” deberían abrir los ojos ante el hecho de que el peor tipo de maximalismo es en realidad la vana persecución de las “demandas mínimas” irrealizables solamente compatibles temporal y tácticamente dados los límites estructurales del capital.

En términos estratégicos lo que apareció en la agenda histórica, dado el fin de la larga ascendencia histórica del capital y su sustitución por la preocupación del sistema por sobrevivir a cualquier costo incluyendo la imposición del más destructivo curso de acción, es la necesidad urgente de instituir la alternativa hegemónica del trabajo al orden social establecido. Solamente a través de semejante alternativa las enormes desigualdades y devastadoras contradicciones del presente pueden ser relegadas al pasado.

Por mucho tiempo las estrategias de la izquierda tradicional eran formuladas, explícitamente o no, sobre las “premisas realistas” de que los progresos previstos deben ser proporcionables por el capital, dejando de ese modo sin desafiar al sistema mismo. Pero hoy ningún avance social duradero del trabajo es proporcionable por el capital. Consecuentemente, toda conformidad con la premisa socioeconómica anteriormente aceptada de providencia capitalista solo puede traer frustración y finalmente autoderrota.

Naturalmente, estas consideraciones no significan en lo más mínimo que las demandas tangibles de un movimiento social claramente identificable puedan ser ahora sustituidas por los postulados abstractos de un sujeto histórico genérico. Por el contrario, ambos, los objetivos estratégicos factibles de nuestro tiempo y la naturaleza del agente social capaz de realizarlos, se harán muchos más concretos de cómo eran concebidos en el pasado. La necesidad de la rearticulación radical del movimiento socialista tiene que ver con ambas dimensiones en su inseparabilidad.

Con vista a lo primero, las demandas tangibles y aparentemente “no-socialistas” revelan su carácter socialista estratégico en conjunción unas con otras, como en un todo combinado, ya que el capital debe negarlos en interés de su dirección autoexpansionista destructiva. Como dice Isabel Rauber con pasión y perspicacia: la vida que –en este momento, en este continente– significa defensa de la tierra, del agua, de los bosques, de las fuentes de carbón, de petróleo, y del aire mismo, y todo esto presupone la defensa-recuperación de la soberanía de la nación y de la nación misma (en el grado y realidad en que estas hayan existido) reinventándola simultáneamente. Tareas del pueblo todo y de la clase, en tanto ello solo será posible de alcanzar y afianzar con la eliminación de la lógica de la reproducción ampliada del capital (pp. 94-95).

En lo que respecta a la naturaleza del sujeto de las transformaciones necesarias: el agente social emancipador, es necesario liberarnos de las simplificaciones voluntaristas del pasado que trataron de confinar el papel de agente histórico a una vanguardia exclusiva vinculada al trabajo industrial (incluso solo al trabajo manual), saliéndose así de la concepción marxiana que habla de la siempre creciente proletarización de la sociedad y de la correspondiente necesidad para el desarrollo masivo de la conciencia comunista. No es de extrañar, por tanto, que las estrategias basadas en semejantes puntos de vista voluntaristas hayan sido amargamente decepcionadas.

El agente social de la emancipación abarca una multiplicidad de grupos sociales, los cuales son capaces de coligarse en un poder efectivo transformador dentro de un marco estratégico adecuado de orientación. El denominador común o núcleo estratégico de todos esos grupos no puede ser el “trabajo industrial”, sean o no de “cuello azul” o de “cuello blanco” (sin mencionar la obscena y capituladora noción política británica de “nuevo trabajo”)[2], sino el trabajo como antagonista estructural del capital.

Es lo que combina los variados intereses de la multiplicidad de grupos sociales en el lado emancipatorio de la división clasista dentro del interés común de la alternativa hegemónica del trabajo al orden social ahora arrolladoramente destructivo. Todos ellos tienen que jugar su importante papel activo en el aseguramiento de la transición a un orden social cualitativamente diferente.

En efecto, aunque de momento por causa del poder de división y fragmentación del capital todavía algo latente, se trata de la conciencia del profundo interés común objetivo que hace posible la clara identificación de las demandas tangibles y literalmente vitales de nuestro tiempo como se indica arriba, bajo la cual la multiplicidad de grupos sociales laborales pueden juntarse dentro de un adecuado marco estratégico. Esta es la razón por la cual es posible superar los intereses conflictivos de “sectorialidad”, anticipando así, con realismo, la rearticulación exitosa del movimiento socialista en el espíritu de combinar sus más variados grupos dentro de un agente social emancipatorio verdaderamente exhaustivo.

Lo que Isabel Rauber escribe en este contexto sobre América Latina es válido también para el resto del mundo comprometido en su confrontación histórica con el capital:

En Latinoamérica no existe hoy ningún actor social, sociopolítico o político que pueda por sí solo erigirse en sujeto de la transformación, este resulta necesariamente un plural-articulado que se configura y expresa como tal sujeto en tanto se articula como sujeto popular. (…) En tal sentido, el desafío pasa por eliminar la fractura partido-clase. Anudada simultáneamente a la superación de la fractura histórica entre partido-clase-pueblo(s) (p. 92).

Para tener éxito en esta tarea histórica, es necesario crear un nuevo modo de operar en el movimiento socialista radicalmente rearticulado, en el espíritu de la igualdad sustantiva de sus variados componentes en agudo contraste con las determinaciones más íntimas del orden establecido. El modus operandi del sistema capitalista desde su condición absoluta de existencia –aun con toda la habladuría sobre “democracia”, “libertad” e “igualdad”– no puede ser otro que la insuperable subordinación estructuraljerárquica del trabajo al capital.

Reproduciendo como en un espejo en las confrontaciones políticas del trabajo con el capital, el modo jerárquico de operación del adversario, reflejando la práctica defensiva del movimiento, ya totalmente anacrónica, aunque comprensible bajo determinadas circunstancias históricas. Pero por la misma razón ello no puede traer éxito duradero incluso en el plano político y menos aún en el establecimiento de las bases de un nuevo orden metabólico de autorreproducción humana. El agente emancipador múltiple que ahora emerge puede prevalecer solo si se articula sobre las bases de los muy diferentes principios de intercambio humano y organización. Para decirlo con palabras de Isabel Rauber:

Se trata de un nuevo movimiento político social articulado desde abajo sin subordinaciones jerárquicas entre los distintos actores, sin vanguardias iluminadas ni sujetos de primera, de segunda o de tercera clases. La apuesta sería construir redes, nodos de articulación social (sociopolítica), basándose en la profundización de la democracia y la participación y en el despliegue de relaciones horizontales de articulación (p.114).

La reconstitución del movimiento socialista “desde abajo” sobre las bases de una igualdad sustantiva, inconcebible en el fundamento inalterablemente jerárquico del capital, es la precondición necesaria para encarar el desafío histórico que confrontamos. Ello es, a la vez, la promesa de un camino viable para regular nuestro modo de reproducción metabólica social, una vez que la destructividad del capital sea puesta bajo control y las piezas fracturadas heredadas del viejo orden sean integradas en un marco sostenible.

En ese camino, la verdadera organización equitativa y el modo de acción del movimiento emancipador pueden ser llevados hacia el futuro, en el que su íntima constitución también representa, desde sus mismas fases constitutivas, las anticipaciones de una nueva manera genuinamente asociativa de ocuparse de las tareas que deberán presentarse.

El concepto de participación a este respecto, es de importancia seminal. Ello es válido tanto para el presente como para cualquier sociedad emancipada del futuro. Bajo las actuales circunstancias eso significa, en primer lugar, que no es simplemente una participación más o menos limitada en discusiones, a menudo reducidas al vacuo ritual de “consulta” inefectiva (acompañada por una superioridad descartante), sino la adquisición progresiva de los poderes de decisión alienados, por el antagonista estructural del capital, en cuyo decursar transforma sus miembros dentro del cuerpo social de productores libres asociados.

Hacia el futuro, no importa cuán distante, la participación significa el ejercicio creativo de los poderes adquiridos de tomar decisiones para beneficio de todos, trayendo a primer plano los ricos recursos humanos de las individualidades combinadas, tanto y tan extensamente como no pudo jamás ser soñado, en su ausencia, en las anteriores formas de sociedad. El modo horizontal de intercambio, correctamente defendido por la autora, puede hacer del principio de autonomía significativa un prerrequisito para que la autorrealización individual sea plenamente combinado con la realidad de la coordinación estructural total, y de ese modo, transformar la operación del proceso metabólico social de reproducción, en un todo liberador integrado, que será coherente-cooperativo y no derrochador-adversativo.

Estos problemas son tratados por Isabel Rauber con un abordaje minucioso, con originalidad y con profundo compromiso. Su desafiante libro merecerá la reacción positiva del lector.

István Mészáros

Notas para la presente edición

El mundo en que vivimos, marcado por el modelo de civilización (capitalista) occidental y sus crecientes exigencias destructivas en aras de aumentar exponencialmente sus ganancias y apropiarse de las fuentes de vida, se agota aceleradamente. En su delirio por mantenerse en la cúspide, las cabezas del poder del capital apelan a las guerras de rapiña y destrucción de la humanidad amenazándonos de muerte[3]. La crisis capitalista mundial se evidencia cada vez con mayor claridad como crisis de civilización –y muy concretamente, de la civilización capitalista–, anunciando claramente que no existe salida para el capitalismo, ni dentro del capitalismo. Esto pone a la humanidad al límite respecto de sí misma, desafiándola a pensar en su sobrevivencia desde nuevos parámetros histórico-culturales.

Como señala Leonardo Boff: “… Bush apunta a establecer la ‘pax americana’ y uniformizar el mundo bajo los moldes del estilo de vida norteamericano. Después del 11 de septiembre decidió que eso se hará utilizando la fuerza. Nadie podrá desafiar esta pretensión, de lo contrario conocerá, de inmediato, el poder avasallador de Estados Unidos. De este modo, Bush prolonga y lleva hasta las últimas consecuencias la marca intrínseca del paradigma occidental: la voluntad de someter a todo el mundo, vale decir, de implantar un imperio universal.

En concreto, la así llamada globalización, no esotra cosa, sino la occidentalización, u occiintoxicación del mundo”.

Las transformaciones ocurridas en el sistema-mundo, la radicalidad, velocidad y ferocidad de las mismas, se suman a la crisis actual y reclaman de nosotros, para enfrentarlas, un profundo cambio de mentalidad. Nuestros paradigmas de vida y nuestra cultura están en crisis y también los paradigmas emancipatorios precedentes.

La posibilidad de sobrevivencia se anuda a la conformación de un mundo basado en la armonía de la dimensión cósmica-humana.

En este contexto, la posibilidad de vida se anuda a la posibilidad de transformación social radical-integral, es decir, como un proceso de transformación social, cultural, política, económica y –aunque parezca un sinsentido decirlo– humana.

Es así que el socialismo como alternativa civilizatoria vuelve al centro de las reflexiones y reclama ser repensado y creado por los pueblos, que revitalizan la propuesta socialista en sus prácticas cotidianas, reinventándolo a partir de ellas y en ellas.

Un mundo mejor será posible si se transforma de raíz, desde el interior de nosotros mismos y el de nuestras organizaciones sociales y políticas, desde el presente. En este empeño, los sujetos y sus subjetividades afloran a un plano primero, centrando las reflexiones en los protagonistas que piensan y realizan las transformaciones, los sujetos político-sociales de los cambios revolucionarios.

Este estudio se centra precisamente en ellos, los sujetos del cambio, tanto en lo conceptual como en su existencia histórica, concreta, en Latinoamérica. En primer lugar, busca dar cuenta de su configuración histórico-social a partir de los tiempos iniciados con la conquista y colonización. En un segundo momento, esta realidad se conecta con la situación de los sujetos oprimidos y explotados por el capitalismo que, en su desarrollo, va provocando fracturas constantes en la estructura socioclasista, especialmente, en el movimiento obrero, rompiendo cualquier abordaje “clásico” del mismo y, por ende, del concepto sujeto (social, político, histórico).

Estas tres categorías se empleaban hasta hace poco tiempo para referirse a distintos grupos sociales constituyentes del sujeto. El movimiento obrero (aliado con los trabajadores rurales y los pobres de la ciudad), constituía el núcleo del sujeto social; del núcleo revolucionario del sujeto social, los trabajadores industriales (proletarios), emanaba su representación política que daba cuerpo al partido revolucionario y, en tanto tal, el sujeto político de la revolución.

De conjunto, configuraban el sujeto histórico. Esto se tradujo en una gradación de sujetos que, a partir de la estructura piramidal excluyó a importantes sectores oprimidos y explotados del protagonismo social y político, sino que, además, negó la existencia de los pueblos originarios y sus organizaciones, sus identidades, sus modos de vida, sus pensamientos, sus cosmovisiones, etcétera, y, por tanto, no formaron parte –hasta tiempos recientes–, de la condición de sujeto y, consiguientemente, tampoco del quehacer político ni del pensamiento revolucionario.

Estas reflexiones navegan en la realidad latinoamericana identificando a los sujetos concretos, oprimidos o excluidos por el capital, para definir –a partir de ahí–, a los sujetos del cambio. Esto constituye el sustrato material de quienes sostenemos la existencia de un sujeto plural, que planteamos –simultáneamente con la constatación de esta diversidad–, la necesidad de que los sujetos fragmentados se articulen orgánicamente en un cuerpo que –aunque desdoblado en su diversidad–, sea capaz de construir las convergencias estratégicas para superar el sistema regido por el capital, constituyéndose en fuerza política y social de liberación, conducción política del proceso revolucionario de creación y construcción de la nueva civilización.

Se trata de construir una amplia fuerza social parlamentaria y extraparlamentaria capaz de crear, organizar y construir las bases económicas, políticas, sociales y culturales para trascender el capitalismo, para salir del dominio de la lógica del capital, conformando una alternativa local (nacional) y –a la vez– continental, de liberación de los trabajadores y el pueblo, orientada hacia lo que en un futuro podrá llegar a ser un mundo nuevo.

El presente es un tiempo de liberación y resarcimiento

El tránsito hacia la nueva civilización –intercultural, horizontal, equitativa y descolonizada–, supone la ruptura y superación de los paradigmas acuñados por siglos en las conciencias y en las prácticas.

En tal sentido, se asemeja al cruce de un extenso campo minado donde acechan peligros, amenazas y trampas de todo tipo. La Revolución cubana significó a la vez que un profundo cambio político y social, una ruptura de dogmas-paradigmas revolucionarios: acerca del sujeto político, de la dinámica del proceso de cambios supuestamente a merced del determinismo, del papel de la conciencia y la voluntad de los pueblos… Como sintetizó el Che: “Fue una rebelión con la oligarquía y los dogmas revolucionarios”.

Hoy vivimos un tiempo de nuevas rupturas epistemológicas y políticas; fue abierto con las resistencias y luchas de los pueblos y sus movimientos sociales y políticos, y sintetizado por Hugo Chávez Frías con su triunfo electoral en 1998. Él puso fin al mito –acuñado especialmente con el derrocamiento de Salvador Allende–, de que la transición a un nuevo mundo por las vías democráticas era imposible.

¿Cómo? Haciendo del gobierno una herramienta política para impulsar los cambios revolucionarios desde abajo, anclando el quehacer institucional en la participación protagónica del pueblo, definida por Chávez como el núcleo del rumbo y el ritmo revolucionario.

Con ello, puso fin también a la falsa dicotomía entre el transformar “desde arriba” y “desde abajo”, demostrando que el poder popular se construye mancomunadamente abajo y arriba cuando se abren procesos democrático-revolucionarios.

No hay determinismos ni rumbos trazados a priori, tampoco resultados; no hay garantías de éxito. Es y será responsabilidad de los actores sociales y políticos de cada realidad y tiempo, definir las estrategias de cambio y desarrollar –desde abajo– las capacidades para superar los obstáculos, en primer lugar los propios, en la misma medida que van creando y construyendo lo nuevo, renovando sus compromisos en los fragores del proceso revolucionario en cada momento.

Es la hora de los pueblos

En Indo-afro-latinoamérica vivimos un tiempo de coincidencias/convergencias como nunca antes, entre gobiernos que vienen demostrando tener la capacidad de darse cuenta de que esta es una oportunidad para decirle adiós al neoliberalismo y a sus desmanes, saqueos y crímenes y, junto con ello, superar la subordinación colonial y neocolonial, poniendo fin a la expropiación/apropiación de riquezas, territorios y saberes que durante siglos ha realizado el poder del capital para engrosar sus arcas y extender su dominación sobre nosotros y nosotras.

Los procesos revolucionarios que laten en Nuestra América, construidos y sostenidos día a día desde abajo por sus pueblos, constituyen la primera y más grande muestra de que un nuevo mundo es posible, un mundo raizalmente postcapitalista, es decir, orientado a un comunitarismo creado y construido desde abajo por los propios sujetos protagonistas, sin colonialismos internos ni externos.

La revolución democrática [inter]cultural popular, antiimperialista e indo-afro-latinoamericanista iniciada en estas tierras es parte de un proceso histórico de reapropiación del poder por los de abajo.

Esto es: una reapropiación de la capacidad de poder hacer en aras de la vida propia, de la humanidad y la naturaleza, promoviendo la equidad, la justicia y la solidaridad entre los pueblos y entre la humanidad toda. Raizalmente democrática, desde las comunas la Revolución Bolivariana constituye un claro bastión de vida. Ella reafirma, precisamente, la voluntad colectiva de continuar en su determinación de inventar-construir un nuevo modo de vida, avanzando en cada comuna elementos de lo que será una nueva civilización.

En ellas se abren paso concepciones, cosmovisiones y pensamientos sociotransformadores, creados (o recreados) por los pueblos acorde con sus realidades, entrelazando subjetividades, culturas y cosmovisiones diversas con las necesidades de supervivencia colectivas, en aras de alcanzar (y promover) la armonía en la convivencia intercultural de la humanidad y la naturaleza, haciendo realidad el deseo zapatista de construir un mundo donde quepan todos los mundos.

La revolución social late y se desarrolla en este continente en Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, El Salvador… Y anuncia la posibilidad del advenimiento de un nuevo tiempo civilizatorio.

Representa, por tanto, como sintetiza Fernando Huanacuni, el renacimiento del tiempo.

Isabel Rauber

I. Puntos de partida

Planteamiento del problema

La entrada veloz del neoliberalismo globalizador del poder del Norte en Latinoamérica, se produjo en un período de desorientación, perplejidad y confusión abierto por la conjugación histórica del fracaso de procesos de lucha revolucionaria, en medio de dictaduras militares que se imponían mediante el terrorismo de Estado y el derrumbe del sistema socialista mundial. Pero en pocos años la desorientación inicial del campo popular fue modificándose sustantivamente.

Hoy vivimos –diferenciadamente en distintos países– una época de gobiernos populares, progresistas o revolucionarios que hablan claramente de un nuevo tiempo sociopolítico en el continente,cuyo accionar mancomunado se evidenció, por ejemplo, en Mar del Plata, en 2005, con la derrota del proyecto ALCA (Área deLibre Comercio de las Américas), que –de consumarse– hubieseabierto las puertas de nuestros territorios y recursos naturales a lavoracidad anexionista del poder imperial estadounidense.

Al calor de las luchas de calles, de la toma de tierras, de la defensa de nuestras riquezas naturales, en ciudades, campos, valles y montañas, se constituyeron nuevos actores sociales y se reestructuraron los existentes. Esta realidad expresa la fragmentación social que surge de modo creciente en las sociedades del presente debido a los cambios estructurales (desestructuración y desmantelamiento) implementados por el neoliberalismo globalizado.

Enfrentando la locura neoliberal, los actores sociales –de modo individual o articulados sectorialmente en movimientos sociales–, irrumpieron en el escenario político de cada país buscando primeramente bloquear la continuidad de la aplicación del modelo, provocando en algunos casos la caída de gobernantes, llegando no pocas veces a situaciones de beligerancia y cuestionamiento profundos que abren incluso situaciones de vacío de poder (tal y como ocurrió en Bolivia en los años 2003, 2005; o Argentina, 2001).

El protagonismo creciente de nuevos actores sociopolíticos, no inscrito en los cánones doctrinarios e ideológicos que pretenden normar el deber ser de la realidad social, creó las condiciones sociopolíticas para que los sectores populares participen en los procesos electorales con representantes propios o de signo progresista, sobrepasando con creces las posibilidades políticas y organizativas de numerosos partidos políticos de la izquierda tradicional latinoamericana en ese momento.

Lula, Chávez, Evo, Correa… irrumpieron con fuerza de pueblos cambiando el escenario político-cultural del continente, actualizando el pensamiento de Bolívar, José Martí, Túpac Katari, Bartolina Siza, San Martín, Simón Rodríguez…

La emergencia de gobiernos populares modificó rápidamente la configuración de las fuerzas en pugna, conformando nuevas interrelaciones sociales y políticas. Surgen también nuevas contradicciones, conflictividades, afinidades e interacciones de fuerzas e intereses sociales, económicos, culturales y políticos acordes con la nueva realidad política e institucional. Se configura un nuevo mapa sociopolítico que define –paso a paso y de modo constantemente cambiante–, nuevas tareas y desafíos a los actores sociales, ahora claramente confrontados en su matriz política o sociopolítica.

Esta situación ubica el quehacer de los movimientos sociales en una dimensión cualitativamente diferente de la hasta ahora experimentada: hacerse cargo de lo que ellos mismos han construido, asumirse como protagonistas centrales de los gobiernos y disponerse a cogobernar. Esto es: profundizar los procesos colectivos de articulación y construcción de poder popular desde abajo en simultánea transformación de los espacios gubernamentales e institucionales del Estado y el gobierno, profundizando la disputa integral con el poder hegemónico del capital.

Esto, obviamente, no depende solo de los movimientos indígenas, campesinos, sindicales o sociales, implica también –como lo demostró Hugo Chávez desde el gobierno–, una serie de definiciones y posicionamientos de todos los eslabones gubernamentales y estatales, en aras de redefinir y fundar un nuevo y diferente tipo de interrelación con los pueblos, las comunidades, los movimientos, las organizaciones no gubernamentales… es decir, con la ciudadanía popular.

No es políticamente lógico que los movimientos sociales luchen, volteen y pongan gobiernos si luego rechazan asumir la responsabilidad de cogobernar, esto es, con autonomía respecto a quienes gobiernan y a las estructuras gubernamentales-estatales, pero articulados a los representantes para (luchar por) participar en la toma de decisiones, en el control de la gestión pública y para llevar propuestas propias construidas desde abajo, en las comunidades, los movimientos, sindicatos…

El que un gobierno sea popular revolucionario no es una cualidad genética o que se desprenda del currículo de los gobernantes; emana de su vocación y empeño prácticos para transformar de raíz las instituciones gubernamentales-estatales y su papel en la sociedad y viceversa. Chávez lo tenía claro: abrir los espacios a la participación ciudadana es clave. Y en esto, como en todo, los movimientos sociales, los pueblos todos, tienen que involucrarse.

Pero esta sola afirmación no resuelve la situación, puesto que hay variadas modalidades de involucramiento de los movimientos: como demandantes, con reivindicaciones corporativas, como ejecutores subordinados al gobierno-Estado, como fuerzas de choque de la oposición, como espectadores críticos, como protagonistas en disputa con lo viejo y creadores-constructores de lo nuevo, que se atreven a transitar por el terreno del conflicto propio de las disputas y acción política.

Esto supone vivir en el conflicto, protagonizando la disputa por la construcción de un nuevo poder, el que es construido con el protagonismo de los de abajo, desde abajo y en todos los ámbitos de la vida social: gobierno, Estado y todo el cuerpo de instituciones sociales y políticas, así como en los diversos ámbitos de la vida social, particularmente en las comunas y comunidades.

Normalmente se analiza la situación de conflicto como una situación ya dada (exterior), en la que intervienen los actores. Sin embargo, el conflicto existe porque es constituido por el accionar de los actores en lucha. Ellos son parte del mismo, de sus dinámicas, de su desarrollo y también de las salidas posibles del mismo. El conflicto es la forma “natural” de existencia y participación de los movimientos sociopolíticos en defensa de la vida, en disputa con el poder hegemónico del capital y en la construcción de su propio poder.

En el caso de los gobiernos populares revolucionarios, el reconocimiento de la centralidad del conflicto contribuye a reconocer el carácter político de las contradicciones del proceso revolucionario.

El conflicto es, ciertamente, el modo de ser de lo político y la política, pero es la relación entre conflicto sociopolítico, intereses y requerimientos de las luchas sociales, la que va definiendo –en pulseada cotidiana–, la correlación de fuerzas en un sentido o en otro, delimitando el escenario político a favor del poder hegemónico del capital  o de la nueva hegemonía, del nuevo poder popular, indígena, en gestación y construcción.

Este se va definiendo en las dinámicas concretas de las interacciones e interdefiniciones de los actores populares sociopolíticos que pelean y discuten palmo a palmo con, poder hegemónico, en la misma medida que van creando y construyendo su poder y van instalando una nueva hegemonía. Pero parten de posiciones de subordinación histórica al capital. Empeñados en romper con ella construyen su no subordinación emancipatoria, que cristalizará en su propia hegemonía.

Revalidar hoy el protagonismo político colectivo alcanzado ayer en las luchas contra el neoliberalismo

La conformación de gobiernos populares cambia las condiciones sociopolíticas y las correlaciones de fuerzas, en relación al tiempo inmediato precedente. Nuevas correlaciones se constituyen y nuevas tareas y desafíos se configuran para los luchadores de ayer, ahora en situación de gobernantes o cogobernantes. En tales condiciones los actores sociopolíticos pasan por un período de adaptación a las nuevas realidades y condiciones; tienen que aprender a desempeñarse en un escenario diferente, afianzando y desarrollando el protagonismo construido con sus luchas, en aras de participar de la tarea de gobernar impulsando el proceso en el sentido de sus ideales y metas revolucionarias.

El protagonismo social y político de ayer no es automáticamente trasladable a las nuevas realidades. El sujeto político constituido como tal en los anteriores conflictos y las tareas del momento, no necesariamente continúa siendo en el tiempo actual el actor colectivo capaz de traccionar y conducir los conflictos; los actores sociopolíticos tienen que reconstituirse o constituirse nuevamente en sujetos políticos en las nuevas condiciones, acorde con las tareas y desafíos del nuevo tiempo (y así de modo constante, según los ritmos, conflictos y desafíos del proceso sociotransformador).

No basta con lo acumulado en las resistencias y las luchas antineoliberales, no basta con sobrevivir, no basta con reclamar reivindicaciones sectoriales ante el gobierno o el Estado. Es clave conjugar esto con propuestas políticas que contribuyan a la profundización del proceso democratizador revolucionario.

En el proceso histórico social no hay resultados unívocos, permanentes e irreversibles, todo está en juego permanentemente en la arena de la lucha de intereses, ideales, pasiones y propuestas, y esto va configurando y definiendo en cada momento la conflictividad dominante del campo político del poder. En tal situación se abren posibilidades para la (auto)constitución del sujeto político (plural).

Esta condición, ser sujeto, no es abstracta, está raizalmente articulada a la acción de los actores en el entramado de contradicciones del conflicto sociopolítico, a su capacidad de convergencia e interarticulaciónpara modificar la correlación de fuerzas y definir el conflicto en sentido favorable a sus intereses, necesidades y aspiraciones enun momento histórico concreto. Se trata de un proceso constante enel que no hay condiciones ni soluciones definitivas.

Precisamente por ello los actuales procesos democrático-revolucionarios que se desarrollan en el continente en disputa frontal con la hegemonía del poder colonial-capitalista, reclaman el creciente y renovado protagonismo de los movimientos indígenas, sociales, campesinos, de mujeres, de trabajadores, de ecologistas, pensadores populares, etcétera.

No basta con que los representados reclamen a los representantes, no basta con protestar, no basta tampoco con “tomar distancia” pretendiendo “seguir de cerca” las gestiones de gobierno.

El quemeimportismo político es hijo de la ideología del aparente no-compromiso neoliberal, y en las actuales condiciones es funcional a la supervivencia de su hegemonía.

Es sorprendente que –en el caso de los gobiernos populares revolucionarios– algunos movimientos sociales, indígenas, campesinos, urbano-populares, etcétera, rechacen compartir determinadas responsabilidades y tareas políticas articuladas a acciones de gobierno, esgrimiendo argumentos tales como: el temor a “ser cooptados” o manipulados por los gobernantes o las estructuras del poder.

Obviamente puede haber cooptación, acomodamiento, complacencia, etcétera, siempre existen tales peligros, como también otros; los caminos de construcción de una nueva civilización no están establecidos, hay que construirlos y atravesarlos simultáneamente y ello indica que están llenos de amenazas, riesgos, errores, y también logros. La cooptación, el acomodamiento o la complacencia se harán presentes, pero generalmente responden a casos individuales, y estos al aislamiento entre representantes y representados. Se trata de participar colectivamente, de discutir como actores sociales y políticos, de interactuar como pueblo organizado, en tales situaciones la cooptación o complacencia desaparece como posibilidad.

En esta perspectiva, la negativa o reticencia absoluta a participar interactuando –con autonomía– en determinadas gestiones o tareas gubernamentales, puede contribuir a inclinar la balanza de los cambios hacia la parálisis política, al estancamiento y retroceso de los procesos abiertos.

Erigirse (constituirse) en sujetos políticos protagonistas de su historia se anuda directamente con la capacidad de los actores para superar la defensiva. Esto supone dar cuenta de la nueva realidad sociopolítica que han construido en mayor o menor medida con sus luchas y propuestas, atender a nuevas dimensiones que se crean y a sus actores, a sus tareas y sus nuevos desafíos. Estos implican –tanto para los movimientos sociales del campo popular como para los gobernantes–, moverse en terrenos históricos y políticamente desconocidos hasta el presente. La creatividad e inventiva colectiva reclama su lugar en la historia.

Es tiempo de buscar, crear, construir y transitar nuevos caminos.

Como lo pensó y realizó Chávez al llegar al Gobierno de Venezuela: hizo de los instrumentos estatales-gubernamentales herramientas para los cambios, definidos con la participación popular y comunitaria gestada desde abajo. Esto marca una impronta revolucionaria y, a la vez, configura nuevos espacios de conflictividad sociopolítica.

En ellos reside la posibilidad de que los diversos actores sociales, reducidos históricamente por el capital a una expresión demandante reivindicativa, vayan encontrándose y constituyéndose en actor político colectivo capaz de definir protagónicamente los rumbos, su historia y traccionar hacia ellos los cambios.

La conformación del sujeto político está en juego permanentemente; es parte del desarrollo de ese proceso que se descubre –en tal sentido–, como un proceso interconstituyente de poder, proyecto y sujetos. Esto indica que no existe un ser ni un deber ser definidos a priori, que no hay sujetos, ni caminos, ni tareas, ni rumbos y resultados preestablecidos, ni situaciones irreversibles, todo está en constante disputa y debate.

El nuevo tiempo político abierto en Indo-afro-latinoamérica, es parte de un complejo proceso sociotransformador gestado desde abajo en las resistencias y luchas de los movimientos indígenas y sociales, y demanda de ellos alzarse sobre prejuicios y dogmas para protagonizar las decisiones del presente y llevarlas adelante haciendo realidad las consignas de las luchas, revalidándose como actores sociopolíticos capaces de protagonizar los actuales conflictos con capacidad de organizarlos y definirlos con un sentido revolucionador del presente en construcción de la nueva civilización buscada.

Y ello se anuda con la posibilidad de desarrollar/actualizar la organización política colectiva, herramienta de articulación y conducción políticas del conjunto de los actores sociopolíticos que reclama el tiempo político del presente. Ha cambiado el terreno y los alcances del conflicto sociopolítico, la correlación de fuerzas, las tareas y los desafíos.

La meta no es “ganar” las elecciones, sino –partiendo de ello–, desarrollar capacidades para hacer del gobierno una herramienta de transformación revolucionaria de la sociedad basada en la construcción/fortalecimiento de la hegemonía de los de abajo, multiplicando cuantitativa y cualitativamente su participación protagónica en todas las esferas del quehacer social y político.

En tal sentido, la realización de actividades de formación política orientadas a fortalecer el desarrollo de la conciencia política asumida por los actores sociopolíticos, redobla su importancia. Es fundamental estimular la recuperación y reflexión crítica de las experiencias concretas de construcción de poder propio, en las comunas, en los barrios populares… crear ámbitos colectivos de intercambio y producción de pensamiento crítico del proceso de cambio, contribuyendo efectivamente al crecimiento y fortalecimiento de la conciencia colectiva. Abrir espacios para periódicas reflexiones sobre las nuevas y cambiantes realidades que los actores sociales populares construyen desde su cotidianidad resulta vital para el desarrollo político-cultural de los movimientos sociopolíticos (y el campo popular todo).

La ideología del cambio, el sentido y las definiciones estratégicas, son parte del proceso social vivo, y no dogmas apriorísticos establecidos –desde fuera de las luchas de los pueblos– por alguna vanguardia partidaria que “los demás” tendrían que asimilar. La conciencia política de los actores sociopolíticos del pueblo se forja y crece en los procesos de resistencia, lucha y construcción de alternativas, en interdefinición constante de los rumbos y objetivos estratégicos.

Estos no vienen dados del “más allá”, se van construyendo (y modificando) a partir de las cotidianidades y modos de vida y experiencias de lucha y sobrevivencia diversos que existen en cada sociedad, en cada comunidad.

La centralidad del sujeto

Todo ello reclama hoy superar las barreras culturales[4] predominantes acerca de quién es (o debe ser) el sujeto de los cambios, acerca de cuál es la relación entre los movimientos sociales y los partidos políticos de izquierda, acerca del tipo de organización política que reclaman los tiempos actuales, acerca de lo que significa conducir. Se impone superar las posiciones reformistas, vanguardistas y elitistas que actúan como una retranca ante las nuevas realidades sociales, económicas, políticas, históricas, culturales.

El debate de las relaciones entre movimiento social y organización política resume otros debates interrelacionados e intercondicionantes, en primer lugar –y de mayor alcance–, expresa condensadamente un punto de vista acerca de las relaciones entre sociedad civil y política en el contexto del capitalismo, donde la sociedad civil es, por un lado, el ámbito en el que se genera la alineación fundada en el mundo del trabajo regido por la lógica del capital, que la afianza y multiplica universalizando –por medios políticos, sociales, culturales, etcétera–, su dominación hegemónica y, por otro, el ámbito donde brota y se multiplica también la rebelión ante ello, en primer lugar, por parte de los que están en el centro mismo de la producción de la base de esa enajenación política, económica, cultural y social: los trabajadores.

Esta rebelión, en su desarrollo, es la que se plantea la negación de las bases de la alineación en lo económico, pero también en lo cultural y en lo político. Y esto comienza, en primer lugar, con la lucha de los trabajadores contra las raíces de la generación de esa alineación, lucha que, estratégicamente, supone el fin de toda explotación del hombre por el hombre. Esto implica romper con la subordinación del trabajo al capital y sus estructuras y mecanismos de poder, y todo ello supone que los trabajadores asuman el protagonismo en esas luchas, que solo ellos pueden desempeñar, y que se hagan cargo para ello –además de las organizaciones gremiales y las luchas reivindicativas–, de la acción y organización políticas, poniendo fin a la falsa[5] fragmentación entre economía y política, entre sociedad política y sociedad civil, entre sindicato y partido de los trabajadores.[6]

A esa fragmentación, que resume un cúmulo de ellas de igual carácter en la sociedad toda, es urgente y necesario poner fin, comenzando por enlazar de raíz aquello que es fuente de nuestra fuerza político- social: la clase con su organización política. Porque como señala István Mészáros, no existe … esperanza de rearticulación radical del movimiento socialista sin que se combine completamente el “brazo industrial” del trabajo con su “brazo político”[7].

Y esto solo será posible sobre la base de una nueva articulación [re-articulación], que reconozca las luchas económico-sociales-reivindicativas como lo que son: luchas reivindicativo-políticas y, a través de ello, re-articule a sus protagonistas, sus aspiraciones, objetivos y modos de organización.

Esta re-articulación debe encontrar también una nueva expresión orgánica –de hecho la realidad política latinoamericana actual lo reclama y anuncia con creces–, cuyo núcleo constitutivo arranca por entender (y practicar) a la representación político-social de un modo radicalmente diferente al actual, como pivote de interactuación participativo-empoderadora de los actores sociopolíticos, en tanto son actores-sujetos representantes y representados.

La unidad radical entre lo social, lo político y sus actores, resume uno de los ejes centrales de este trabajo; el otro –convergentemente con este, imprescindible de abordar por tanto–, es el referido al proceso de articulación-constitución de la clase y el pueblo en sujeto popular de la transformación social. Y todo ello enlaza con lo que sería un tercer eje, abordando lo relativo a las formas de surgimiento y organización de ese sujeto político-social.

Un nuevo movimiento histórico político-social de izquierda está en gestación

El debate actual acerca del sujeto de la transformación en América Latina, se suma al llamado práctico –proveniente mayoritariamente de los movimientos sociales y también, aunque con menor énfasis, de los partidos de izquierda–, a poner fin a la división entre sujeto político, sujeto histórico y sujeto social[8].

En ese sentido, se inscribe en el proceso real de articulación del sujeto sociopolítico, que se viene desarrollando en distintos países de la región. Esto reclama e invita a la creación de nuevas formas de articulación entre organizaciones y movimientos sociales –en primer lugar del ámbito sindical (urbano, industrial y campesino)–, y las organizaciones políticas, un redimensionamiento y reapropiación de la política y lo político (y viceversa)[9],

y anuncia –por esa vía–, el surgimiento –desde abajo– de una nueva izquierda, que cristalice política, proyectiva y orgánicamente al nuevo movimiento histórico político-social de los pueblos.

Se trata de pensar y construir (o re-construir) un nuevo tipo de organización política de izquierda, que solo puede ser tal si –a partir de reconocer su raíz indopopular–, es capaz de proponerse la rearticulación de lo político con lo social sobre bases diferentes, y romper la cadena fragmentadora y verticalista-subordinante entre partido-clase-movimiento-pueblo; entre lo reivindicativo, lo político y lo social[10]; entre vida cotidiana, sociedad y política; entre lo público y lo privado, cadena que constituye a su vez, un importante eslabón en la producción y reproducción ampliada de la enajenación política, de la clase y el pueblo todo, vitales a la continuidad de la lógica del capital. El caso es comprender que:

La rebelión de los trabajadores en contra del capitalismo no es reductible a la lucha de clases en el marco del modo de producción capitalista, por importante que esta sea; es (o puede ser) también rechazo a la enajenación (1968 lo ilustra) e invita con ello a salir del marco de la reproducción capitalista.[11]

El planteo no es hacer “borrón y cuenta nueva” respecto de lo que se ha caminado y construido hasta ahora. No se trata de convocar a los movimientos sociales a constituirse en los partidos de nuevo tipo, ni a los partidos a difuminarse en los movimientos sociales o desintegrase en la sociedad. Lejos de ello, estas reflexiones buscan dar cuenta de un problema real, que los propios partidos de izquierda –aunque no todos en iguales dimensiones–, sienten como urgente de subsanar: la distancia entre la organización partidaria y la clase y el pueblo en general.

Son muchos los pasos dados en busca de nuevas formas de interarticulación entre lo social y lo político, aunque todavía muy sesgados por el peso cultural de viejos paradigmas del “deber ser” de una izquierda aferrada al siglo xx. Hay sin duda cimbronazos que –como campanadas– ayudan a que la venda –para los que aún la llevan– caiga de sus ojos.

En primer lugar, el Foro Social Mundial, capaz de movilizar a miles y miles de luchadores identificados en la necesidad de conformar, al menos, un movimiento antiglobalización-neoliberal de alcance mundial. En segundo lugar –y articulado a lo anterior–, el propio Foro de São Paulo que nuclea a la gran mayoría de partidos de izquierda y centroizquierda latinoamericanos, que así lo ha reconocido implícita o explícitamente en tiempos recientes.  El volante que distribuyeron en el FSM 2002, es una muestra de ello.

Vale recordar también el seminario anual “Los Partidos y una Nueva Sociedad” que organiza el Partido del Trabajo, de México, que hace años –entre variadas temáticas– se preocupa por avanzar en las reflexiones sobre las experiencias de lucha de los movimientos sociales, sin prejuicios, buscando vías para superar dialécticamente –de eso se trata– la situación de fractura entre los movimientos sociales populares y los partidos políticos de la izquierda.

Considero que, en este sentido, estaríamos entonces en una etapa de maduración y, a la vez, de transición, donde quizá el paso siguiente radique en identificar la dimensión local (nacional, regional) de la fractura histórica y actual entre lo social y lo político, entre los movimientos sociales y los partidos políticos de izquierda, para –sobre esa base– trazarse objetivos concretos en aras de ir construyendo o consolidando ámbitos de diálogo entre organizaciones sociales y políticas[12].

En realidad, si tenemos en cuenta las experiencias y los esfuerzos concretos realizados en Latinoamérica al respecto, estas intenciones resultan todavía un poco idílicas porque hay marcadas resistencias a abrir los espacios. Estas provienen tanto de los partidos políticos que, aparentemente, serían los que deben compartir “su espacio” político, como de los movimientos sociales que –aunque de un modo menos visible–, igualmente deberían compartir lo que consideran “su espacio” social o sociopolítico.

Interviene aquí, en primer lugar, el peso de lo viejo, el suponer que ya “se sabe cómo son las cosas”, el elitismo, el vanguardismo, el creer que no se puede “saber cómo” construir sobre bases diferentes, cómo fundar un tipo de representación política distinto, cómo redefinir la militancia, cambiar las estructuras, los estatutos, los modos de funcionamiento, el pensar en los fenómenos sociales como algo dado, y a las propuestas de transformación como algo que debe darse y no como una realidad que hay que crear y construir, etcétera.

Obviamente, nada de ello se logrará de la noche a la mañana[13]; tampoco se trata de eso, pero es necesario empezar por tomar algún hilo de la madeja y desovillarla en la misma medida en que se teje en otro sentido, de un modo diferente. En ese caminar, en ese proceso, se irán definiendo las nuevas formas orgánicas de articulación; será la actitud colectiva ante las tareas a cumplir y los momentos en que las mismas se desarrollen, la que irá haciendo posible imaginar e inventar los modos orgánicos de enlazar los nodos de articulación sociopolíticos.

Influye aquí también la historia de lucha de cada pueblo, las experiencias acumuladas, los acervos culturales del pasado anterior y reciente, etcétera. La constante composición y recomposición de los consensos ante cada nuevo reto darán la línea de acción y una nueva experiencia colectiva, un nuevo aprendizaje; no hay recetas.

La actual coyuntura continental marcada fuertemente por el injerencismo creciente del gobierno de los EE.UU. contra los gobiernos democráticos revolucionarios en el continente y por las luchas de los pueblos para ponerle freno a sus apetencias imperialistas, abren posibilidades para conformar a corto plazo bloques político-sociales populares en el ámbito local, regional e internacional, capaces de enfrentar las apetencias anexionistas y erradicar el neoliberalismo de nuestros territorios.

El carácter y la dimensión de los problemas a enfrentar, demanda el concurso y la participación consciente de los pueblos.

Se pueden abrir –y se abren ya–, procesos sociales populares de amplia politización y participación de los sectores populares que indican la necesaria y posible recuperación-constitución-rearticulación del pueblo como sujeto político plural capaz de sostener y profundizar los procesos actuales hacia transformaciones mayores, tendencialmente orientadas al socialismo como perspectiva estratégica.

…por primera vez en la historia, se hace totalmente inviable la manutención de la falsa laguna entre metas inmediatas y objetivos estratégicos globales –que hizo dominante en el movimiento obrero– la ruta que condujo al callejón sin salida del reformismo. El resultado es que la cuestión del control real de un orden alternativo del metabolismo social surgió en la agenda histórica, por más desfavorables que sean sus condiciones de realización a corto plazo.[14]

La clase obrera con el pueblo –organizado, articulado y constituido en sujeto popular del cambio y de la nación misma–, constituyen los pilares fundamentales de la soberanía, que solo puede ser tal si se articula a un proceso liberador.[15]

La clase obrera solo podrá llevar adelante su liberación de las cadenas del capital si convoca para ello –articulando sobre bases diferentes a las hasta ahora ensayadas– al pueblo todo, tanto a través de sus diversos actores como de modo directo. En tal sentido, el desafío es inventar nuevas formas y modalidades de participación, articulación y protagonismo.

Se trata de convocar organizando horizontalmente, democráticamente, con sentido cabal de que el camino de la articulación de los actores sociales, empezando por la propia clase, es también el de la construcción (del proyecto constituyente) de la sociedad futura, de la identidad de la nación y de la soberanía. Y todo ello interpela doblemente a la clase obrera, que no puede liberarse sin desempeñar un papel transformador radical de la sociedad, y sin convocar –para ello– a los diversos sectores populares, haciendo de esto un proceso abierto de diálogo y construcción colectiva.

Pero esto no significa que necesariamente ocurrirá; el movimiento obrero tradicional, con empleo formal, está hoy mucho más preocupado en mantener su puesto de trabajo que en terminar con las fuentes de su explotación.

Por tanto, no hay que pretender que asuma un lugar que no le interesa asumir en este tiempo; será convocado –tal vez–, por otros sectores sociales del pueblo: movimientos indígenas, campesinos, de mujeres, de pobladores de las periferias urbanas, por trabajadores informales…

No estamos en cero; las experiencias de construcción de nuevos caminos y formas de vida, como las comunas, en Venezuela, muestran –como avances– muchos elementos de lo nuevo. Resulta imprescindible profundizar los caminos iniciados. Se necesitan también precisiones conceptuales que contribuyan al esclarecimiento de las certezas posibles en medio de las incertidumbres y múltiples tendencias yuxtapuestas del sentido histórico que conviven con nosotros. Y todo ello conduce nuevamente a la discusión acerca del sujeto sociopolítico de la transformación.

Referencias teórico-metodológicas y pertenencias

1

Las reflexiones que aquí comparto resultan de mis estudios sistemáticos sobre el tema del sujeto desde hace más de veinte años, centrados particularmente en las realidades latinoamericanas. Me he nutrido también de reflexiones de pensadores clásicos y contemporáneos, en textos dedicados a temáticas convergentes[16]. Y me he apoyado –con un peso fundamental– en mis investigaciones concretas sobre el tema (“estudios de caso”), desarrolladas en diversos terrenos del continente en fluido diálogo con los actores sociopolíticos de cada realidad.

Los estudios acerca de la temática de género que he sostenido simultáneamente, contribuyeron a una mayor comprensión de las dimensiones últimas del poder, en el sentido gramsciano del concepto.

Me permitieron aquilatar las múltiples dimensiones de la carga patriarcal del poder que, anudada –pero a la vez trascendente– al poder económico, político y cultural de una clase (poseedora de los medios de producción) sobre el resto de la sociedad, desde el ámbito familiar –intencionalmente considerado doméstico y privado en contraposición al público–, se constituye en generador y sostén de un autoritarismo alienante, castrador de hombres y mujeres en aras de legitimar un poder opresivo, discriminador y productor de desigualdades –que nacen de lo económico, pero no se limitan a ello–; entre ellas, la mayor –por su alcance y calidad– es la de género.

Conocer paso a paso, el impacto que ello tiene en la vida cotidiana, constatar una y otra vez cómo el poder arroja hacia abajo, hacia los más débiles, hacia la familia, la mujer y los hijos, las contradicciones que genera, promoviendo el enfrentamiento hombre-mujer en el ámbito familiar como una vía de escape, transformando a la familia en espacio de catarsis personal de las contradicciones sociales, de las frustraciones y la desesperación personal, cuando –en situaciones de pobreza– llega el desempleo que se sabe permanente, me ha posibilitado aquilatar integralmente las facetas más íntimas de la dominación.

Y sobre todo, me permitió conocer la diversidad de esfuerzos (gigantescos) que realizan las mujeres en distintas realidades, de un lado, luchando por la sobrevivencia y, de otro, empeñándose en terminar con todas las desigualdades, nutriéndose del enfoque de género que desnuda las relaciones sociales hombre-mujer a partir de entenderlas como parte de la estructura de dominación del poder del capital, es decir, como parte del mecanismo cultural (y económico- social) del poder patriarcal-machista para mantener, afianzar y ampliar su hegemonía.

Sabido es que el poder divide para reinar, pero pocas veces se identifica que la primera gran división cultural (económica, política, ideológica y social) creada y realizada por el poder, es la de género, sobre cuya base se han constituido y construido históricamente las identidades de lo que –actualmente– significa el ser hombre y el ser mujer. De ahí precisamente, las crisis de identidades, la imposibilidad de que los hombres y las mujeres quieran mantener vigentes esos valores opresivos en sus relaciones sociales, familiares y de pareja.

Y de ahí también la importancia y la trascendencia de aprehender la perspectiva de género (que habla de equidad y del cese de las asimetrías culturales entre el hombre y la mujer) como parte de la perspectiva liberadora de la humanidad, como uno de los pilares fundantes de la nueva civilización en gestación.

Finalmente, considero que ha sido muy importante –y está presente de modo permanente en mis reflexiones–, mi experiencia de vida en el proceso de la Revolución Cubana desde hace más de un cuarto de siglo. El compartir la gesta antiimperialista y revolucionaria en Cuba, su larga y difícil resistencia y, a la vez, caminar en otras realidades latinoamericanas junto a movimientos y organizaciones sociales en resistencia y lucha, en proceso de búsqueda constante de alternativas a su situación, me ha llevado siempre –y sin que me lo propusiera–, a enfocar la problemática de la transformación social en dos tiempos, algo así como el antes y el después del cambio revolucionario.

Ello me ha ayudado –más que toda la bibliografía que pude haber leído– a entender la transformación social, viviéndola, en primer lugar, como un proceso de pueblo y, en segundo, como un proceso contradictorio, múltiple, prolongado y permanente.

Me refiero concretamente al pueblo en proceso avanzado de (auto)constitución en sujeto de la transformación[17], lo que señala claramente el carácter político-social de la lucha. En el curso de años, he compartido una experiencia revolucionaria en la que una organización político-partidaria, lejos de erigirse por encima de la sociedad y acotar sus límites a la letra estatutaria, ha hecho del protagonismo popular organizado el eje de su actividad, buscando disminuir el lado burocrático que toda representación expresa, cada vez que se suplanta a los diversos sectores populares en su lucha. Esto se ha llevado adelante tendencialmente inmerso en el proceso de resistencia al imperialismo y enfrentando los desafíos cotidianos de la construcción de una nueva sociedad, en un proceso histórico –que aún está en su fase inicial– de negación dialéctica del rol de conducción política del partido, en tanto este va ampliándose y conformándose como partido de todo el pueblo, promoviendo la apropiación de lo político, lo económico, social, militar, y cultural por parte de un pueblo que se constituye en sujeto, apropiándose protagónicamente de sus destinos.

Ello ocurre de modos y por canales diversos a través del incremento creciente de la participación protagónica de los diversos sectores populares en sus organizaciones y, mediante ellas, en la sociedad en su conjunto. Los Comités de Defensa de la Revolución, la Federación de Mujeres Cubanas, la Central de Trabajadores de Cuba, las asociaciones de la tercera edad, de pioneros, de excombatientes, etcétera, resultan instrumentos del pueblo para ejercer su protagonismo, buscando apropiarse crecientemente del diseño de los destinos de su país, de su proceso revolucionario.

Muchos han sido y son, indudablemente, los obstáculos que este proceso revolucionario ha encontrado y encuentra para desarrollarse plenamente acorde con sus postulados fundamentales; la injerencia creciente del imperialismo en guerra sin cuartel contra la revolución tiene efectos en el desarrollo interno del proceso revolucionario que no es posible desconocer, pero no obstante ello, es notorio constatar –además de heroico– lo que se ha avanzado en Cuba en el desarrollo de la participación sociopolítica del pueblo.

La presencia de un liderazgo tan atractivo y convocante como el de Fidel, enseña que el rol de dirección política de los procesos no siempre se atiene a los canales orgánicos teóricamente preestablecidos, hay momentos en que –ni el pueblo ni el liderazgo– los necesitan para alcanzar los objetivos propuestos; el diálogo permanente líder pueblo ha sido capaz –en determinadas circunstancias– de remontarse por encima de las estructuras organizativas, en una suerte de asamblea gigantesca de todo el pueblo y decidir de modo directo.

Ello se ha asentado siempre en labores previas de comunicación, sensibilización, información e incluso debates previos por organización, al nivel de cada cuadra, en cada centro de producción y de servicios, además de los esfuerzos movilizatorios de las mayorías.

Esto evidencia también el carácter instrumental de la organización político-partidaria en relación con el protagonismo del pueblo: unas veces es ella la que promueve la participación del pueblo y otras, es el pueblo el que orienta a sus organizaciones acerca de qué hacer y cómo, para alcanzar los objetivos trazados. Ocurre aquí una combinación dinámica: partido-líder-pueblo-organizaciones sociales que tiene como centro de su actividad, lograr que los seres humanos que componen el pueblo se asuman como el eje de la revolución y por tanto, sus protagonistas –y diseñador– principal. Ese es uno de los mayores aprendizajes que he vivenciado acerca del ejercicio del poder del pueblo.

En Latinoamérica, la experiencia del proceso venezolano, por ejemplo, con la fuerza del liderazgo carismático de Hugo Chávez que –en los momentos iniciales y luego en situaciones de crisis– parecería ser suficiente y –en ese sentido– capaz de sustituir la organización social y política de los distintos sectores populares, demuestra por el contrario que cuanto más grande es la presencia y la figura del líder, más importante se torna la organización como instrumento político, para formar y promover la participación de todos y cada uno de los sectores populares desde abajo. Sin ello resulta imposible lograr que –como por arte de magia– se pueda transformar la sociedad. Esto supone y depende de la transformación de los hombres y las mujeres que le dan vida; es parte de su participación plena, activa y consciente, en el proceso transformador mismo.

El compartir los empeños colectivos en la construcción del “hombre nuevo” (ser humano nuevo), me permite tener la certeza, en primer lugar, de que los cambios del ser humano son prioritarios para cambiar la sociedad y, en segundo, que ellos no ocurren de la noche a la mañana ni por decreto de nadie, sino por la participación (involucramiento consciente) de los hombres y las mujeres en el propio proceso económico, político, social y cultural de transformación, única vía además, para que se produzca la necesaria apropiación consciente de la conducción y administración social por parte del pueblo, para ir poniendo fin a la enajenación política (expresión última de la enajenación económica) y, con ello, a la necesidad de la existencia del Estado como regulador social.

Para que, como dijera Marx, el poder político desaparezca en la sociedad civil (que re-asume la política y lo político como parte natural de una ciudadanía plena, sin antagonismos de clases)[18]. Pero para ello media no solo un largo proceso de transformación social, que es necesario que alcance dimensiones mundiales y un carácter permanente, sino también miles de años [Dussel] de ejercicio y construcción de prácticas y pensamientos diferentes tendientes a ello, a la vez generadoras de su contenido y alcances.

2

Quiero detenerme en recordar brevemente las principales experiencias sociopolíticas de los pueblos latinoamericanos en los últimos treinta años, que he investigado y que tomo como referencia en el tema que nos ocupa.

En lo político partidario, la experiencia de las luchas populares de Argentina en los años 60 y 70; de Perú en los 80 (Izquierda Unida y la Asamblea Nacional); la experiencia del PT, en Brasil; del FMLN, en El Salvador; y, más recientemente, del Frente Amplio, en Uruguay. En lo político-social, la experiencia del Frente Político Social, en Colombia; del EZLN, en Chiapas; del MAS-Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos, de Bolivia; de la Conaie y Pachakutik, de Ecuador, entre otras. En lo referente a los movimientos sociales, he considerado en lo fundamental, las experiencias de los movimientos barriales (Copadeba, en República Dominicana), de los movimientos campesinos (MST, Brasil), y los movimientos campesino-indígenas de la zona andina; en el movimiento obrero, la experiencia de la nueva concepción políticosindical desarrollada por la Central de Trabajadores de Argentina, la del movimiento de desocupados y de las asambleas barriales, de Argentina; además, he referido el desarrollo de los movimientos de mujeres en distintas latitudes del continente, entre otros. Todos aportan elementos práctico-conceptuales valiosos en relación con la problemática del sujeto popular y la articulación de lo políticosocial en Latinoamérica. Considero oportuno destacar a continuación aportes de las diversas experiencias que fueron y son muy importantes en el abordaje y la comprensión de la temática tratada.

“En la experiencia de Copadeba (Comité para la Defensa de los Derechos Barriales), de Santo Domingo: la polémica y el redimensionamiento de la organización a partir de la redefinición del concepto de representación, desde una dimensión sociopolítica que prioriza la participación directa de la ciudadanía a través de sus territorios, haciendo de lo territorial un escenario de la disputa y la construcción sociopolítica tanto en lo referente a la conciencia colectiva como a la organización y proyecto de transformación de la ciudad (y de la sociedad).

De esta experiencia he rescatado también la noción de construcción de poder desde abajo, la he conceptualizado enriqueciéndola con el quehacer de otros movimientos sociales del continente, tomándola como un eje vertebrador de mis investigaciones, fundamentando una concepción y metodología de construcción del poder popular[19].

Coincidiendo con otras experiencias de movimientos sociales del continente, Copadeba toma como punto de partida la unidad entre lo reivindicativo y lo político, e identifica como una necesidad de la época actual la construcción articulada de una conducción político-social en su país. Basándose en ello, conciben el proceso de lucha y transformación social como un proceso político-pedagógico de formación autoformación de conciencia (de poder y de sujetos), que se acumula –más allá de lo individual pero sin negarlo–, fundamentalmente en la organización colectiva barrial, que resulta síntesis y potenciadora de identidades de sus protagonistas.

En la experiencia del Movimiento Sin Tierra, de Brasil: el mayor impacto radica en el empeño pedagógico sistemático, integral que desarrolla el movimiento articulado con las luchas por la tierra, la dignidad y la vida plena de los campesinos, campesinas y todos los trabajadores. He visitado sus campamentos en varias ocasiones y no tengo dudas de la fuerza y el arraigo de los principios profundamente democráticos, participativos y pedagógicos que acompañan el esfuerzo titánico de los campesinos sin tierra, en busca de un Brasil diferente, basado en principios de equidad, justicia social y dignidad, que abran paso a la formación de seres humanos nuevos. De ahí que Paulo Freire y el Che Guevara estén entre sus referentes principales. Nada es dejado para un “futuro mejor” en espera de mejores condiciones. Para el MST la transformación tiene lugar desde el presente, desde abajo, en cada campamento, en cada toma de tierra, en cada movilización, en cada jornada de trabajo; y es permanente. Sobre esta base el MST elaboró una definición de la problemática a enfrentar, identificando al pueblo como sujeto (aun potencial) que se constituye en la lucha por “un Brasil para todos”.[20]

“En la experiencia de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA): la determinación de no delegar la construcción del poder de los trabajadores (poder propio) ni al Estado, ni a los partidos, ni a los gobiernos, ni a la patronal. La articulación de trabajadores ocupados y desocupados como principio básico para evitar, en primer lugar, el chantaje de pobres contra pobres, y como puente indispensable en la articulación-reconstrucción del poder de la clase obrera como poder de la sociedad, replanteando tanto su conformación de clase como su papel social en el presente, no considerándola como único sujeto del cambio sino como actor central capaz de articular el conjunto de actores sociales fragmentados, sus problemáticas y aspiraciones, así como su conciencia, sus modos de organización y propuestas, en aras de reconstruir una conciencia colectiva que –construyendo y acumulando poder–, sea a su vez camino constituyente del sujeto colectivo capaz de dar forma a un proyecto común y expresarlo programáticamente, buscando encauzar (y conducir) las acciones colectivas hacia la concreción de los objetivos de transformación social propuestos colectivamente.

Todo ello se tradujo, desde el inicio, en la decisión de la CTA de construir un sindicalismo político, lo cual –combinado con el reconocimiento de la unidad entre lo reivindicativo y lo político–, se anuda con su determinación para construir un movimiento político-social de liberación, en articulación con otros actores políticos y socio-políticos (aspecto que definió expresamente el VI Congreso de la organización).[21]

“En la experiencia del Movimiento Al Socialismo, instrumento político para la soberanía de los pueblos, de Bolivia: destaca la determinación a construir alternativas desde situaciones de grandes adversidades, económico-sociales, culturales, políticas (locales, regionales e internacionales). El respeto a la tierra –es decir, a la vida y a la cultura de los pueblos–, imprime una fortaleza raizal a los movimientos indígenas, campesinos, y particularmente a los campesinos cocaleros.

Aislados inicialmente en sus luchas sectoriales, se trazan entre sus objetivos la articulación con todos los sectores campesinos, de los campesinos con los trabajadores, y de todos ellos con las poblaciones urbanas. Teniendo en cuenta que la realidad de la herencia culturalcolonial con sus parámetros de diferenciación-discriminación étnica está presente transversalmente en la sociedad, se yerguen por encima de ella con la determinación política y práctica de lograr la articulación político-social del sujeto político plural para enfrentar con éxito las tareas de su tiempo.

Esto se anuda a su decisión de poner fin –con el MAS IPSP– a la fractura entre lo social, reivindicativo (sectorial) y lo político (nacional), entre las organizaciones sindicales y sociales y las de representación política. Nutrido con su experiencia histórica de resistencias, luchas –incluso experiencias revolucionarias como la del 53–, el movimiento de cocaleros se constituye –desde una situación de gran adversidad–, en abanderado de la decisión de no delegar su protagonismo, y construir las articulaciones sociales y políticas necesarias para lograr la formación de un poderoso instrumento político-social por la soberanía de los pueblos (indígenas, mestizos y blancos) de Bolivia.

La definición de instrumento político que acompaña al nombre del MAS, fija la decisión colectiva de que los pueblos no delegan su protagonismo, que no se subordinan a un partido político, sino que este es su instrumento para alcanzar determinados objetivos, y que –en virtud de ello–, sus formas y modalidades resultan subordinadas a las decisiones que se construyen colectivamente desde los movimientos y que se toman desde abajo con la participación directa de los protagonistas del proceso de lucha y transformación.

El ejemplo dado por la lucha de los movimientos indígenas de Bolivia, reafirmó una vez más la convicción de que las luchas sociales no responden a dogmas doctrinarios, que los actores sociales que traccionan al movimiento de lucha se constituyen allí donde radica el conflicto central que sacude y envuelve a su país o región. Entre sus logros y enseñanzas está el no dejarse vencer (de antemano) por las adversidades y dedicarse a construir los puentes necesarios para articular los movimientos indígenas, campesinos, mineros y otros sectores y actores sociales, en el empeño de construir una organización político-social colectiva basada en la democracia y la participación desde abajo. A todo ello hay que sumarle el hecho de que en medio de ese proceso-esfuerzo de construcción, decidieron disputar la Presidencia del Gobierno de su país con un candidato indígena. Todo ello señala la voluntad, el tesón y la decisión colectiva, como componentes fundamentales de la posibilidad de vencer: creer que es posible y decidirse a hacerlo.

“En la experiencia de la Conaie (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador): destaca el papel político-cultural fundamental que ha ocupado la educación y –articulado a ella–, la organización: como pueblos originarios, y como sociedad toda, enlazando lo socio-étnico-cultural con lo político-social, con la soberanía, con el derecho de los pueblos a (decidir sobre) sus territorios, y sobre esa base, respecto de las riquezas naturales que ellos contienen, que claramente son sinónimo de vida.

El rescate crítico de la memoria histórica, condujo a superar la fractura entre organizaciones indígenas, organizaciones sindicales y partidos de izquierda, cuyas posiciones sectarias y excluyentes habían reducido a los pueblos indígenas a la categoría indistinta de “campesinos” y –sobre esa base–, los habían descalificados y excluido de su definición (teórica y práctica) de sujeto social y político.[22]

La determinación a terminar con las fracturas étnicas, culturales, sociales y políticas que –también desde condiciones adversas y desde una centralidad no clásica ni preestablecida de las luchas sociales– habían obstaculizado la reconstrucción del pueblo ecuatoriano como sujeto de su historia, acompañada por la decisión de hacerse cargo de los problemas que han definido como ejes del conflicto nacional, aún sin tener todas las condiciones para ello, esforzándose por construir en el mismo caminar, aceptando el –nada complaciente– riesgo de equivocarse.

La conciencia plena de que el eje central de las resistencias y las luchas actuales hoy, se centra en la defensa de la soberanía territorial asociada a la defensa de la naturaleza y la consiguiente claridad de que hoy está en juego de modo directo –y radical– la sobrevivencia misma de los pueblos. De ahí su participación decidida en la lucha contra el anexionismo que encierra el ALCA y sus tentáculos estratégicos: el Plan Colombia y la (pantalla de la) lucha antidrogas en general, la presencia de tropas estadounidense en la Base de Manta y en otras regiones del continente, las leyes sobre las patentes de los medicamentos, etcétera[23].

De ahí también su destacada y esforzada presencia en los organismos internacionales –denunciando, informando, comunicando–, y en los diversos foros sociales (temáticos, regionales y mundiales) impulsando la construcción de una red solidaria de comunicación e información entre los pueblos (minga).

Las experiencias políticas protagonizadas por este movimiento con los levantamientos insurreccionales y la constitución del primer y segundo gobierno de Lucio Gutiérrez, los conmovieron con frustraciones, traiciones, desengaños y aislamientos, nuevamente de sectores de la izquierda tradicional. Y esto tuvo mucho peso a la hora de reconocer a la construcción política encabezada por el hoy presidente Correa, como una alternativa posible, diferente, con la que había –hay– posibilidades de construir y crecer juntos hacia un nuevo país, un nuevo continente… Incomprensiones de todos los vértices se traducen desde hace tiempo en tensiones, amenazas y choque de fuerzas entre una propuesta gubernamental que crece en su anclaje social y un sector –amplio– de movimientos indígenas identificado con la Conaie. Tender puentes de reencuentro y diálogo resulta cada vez más acuciante, pero ello no encuentra aún anclaje real en las prácticas políticas que protagonizan los actores personificadores de las posiciones enfrentadas.

En la experiencia del Frente político-social de Colombia: la decisión de tomar la política en sus manos que comienza a instancias de la CUT y la lleva a articularse con un amplio grupo de organizaciones sociales y políticas para conformar un frente político-social dirigido, en primera instancia, a participar en la contienda electoral que se avecinaba, lo cual lo marca, de entrada, como un frente electoral, abriendo una brecha de imponderables debilidades[24].

La importancia de esta experiencia radica sobre todo en sus errores; ellos confirman ciertas hipótesis, ya sea en sentido de afirmación o rechazo. Entre ellos destaco: el marcado carácter superestructural de la constitución del Frente, lo cual lleva a que, en vez de construir alianzas y acuerdos desde abajo se priorice la constitución del frente a partir de acuerdos entre las direcciones (cúpulas) de las organizaciones sociales y políticas. Lo sociopolítico se reducía a esa conjunción cupular, dejando de lado que no hay política posible sin práctica social, que no hay movimiento social que no sea a su vez político, y que no hay movimiento político que no sea social [Marx].

El que no prosperara aquella propuesta frentista, evidencia que el frente político-social no puede construirse sobre la base de un acuerdo entre organizaciones (siglas), que requiere de una labor constante y sistemática de construcción colectiva desde abajo: en lo social, lo político, los derechos humanos, las mujeres, los desplazados, lo sindical, etcétera. Y para ello no hay fronteras ficticias entre lo reivindicativo y lo político: es fundamental la participación de los sindicatos y otras organizaciones y movimientos sociales.

Lejos de llamar a abandonar el camino iniciado, la realidad colombiana convoca a persistir en el intento, empeñándose en construir lo que será –quizás–, la refundación desde abajo de un nuevo frente político- social en Colombia. Hoy puede verse, aunque en otra dimensión, renacer en la Marcha Patriótica, el Congreso de los Pueblos, el Polo Democrático, en organizaciones sindicales y movimientos de campesinos, indígenas, desplazados, etcétera. La lucha por la paz, que sintetiza hoy la lucha por la vida, constituye un nudo articulador que, de construirse las convergencias en torno a ella, podría permitir dar el salto histórico para trascender la fragmentación, el corporativismo, la cultura de la muerte, en Colombia y en el continente.

“En la experiencia de los Piqueteros, de Argentina: el reconocimiento –una vez más–, de que la dignidad es un valor humano no tangible aunque sensible que –cuando se articula a la lucha por la vida, que es también la lucha por la justicia y los derechos humanos fundamentales–, resulta un motor imparable de la fuerza social que lo hace posible con sus cuerpos.

Y en Argentina esa dignidad hubo de ser reconquistada por el pueblo trabajador en las calles, cuerpo a cuerpo, derribando prejuicios sociales instalados en otras épocas acerca de las causas de la desocupación y el porqué de los desocupados, demostrando que no son vagos ni “perdedores”, sino trabajadores sin trabajo por destrucción del aparato productivo nacional, por la implementación del neoliberalismo (adaptado para el tercer mundo, es decir, colonizador), y el consiguiente desentendimiento del Estado de lo que en tiempos pretéritos recientes consideraba como sus deberes sociales para con los ciudadanos.

La resistencia a la exclusión y la lucha por la sobrevivencia de los desocupados y sus familias desde carreteras y calles, con los piquetes de multitudes, le enrostró a la sociedad neoliberal que los había arrojado a la calle, sin miramientos, que –por tanto– es desde allí desde donde van a reclamar.

Los piqueteros y sus luchas, abrieron cauce a un amplio proceso político-pedagógico de formación de conciencia colectiva, que se inició en los primeros cortes en el sur del país, en Cutral Có y Plaza Huincul, allá por los años 95-97, siguió en el norte, en Tartagal y Mosconi, y se extendió por el Gran Buenos Aires, alcanzando mucha fuerza en el período 2000-2001. Los prolongados cortes y piquetes en las rutas, y las marchas piqueteras articuladas a organizaciones sindicales, políticas y de derechos humanos, que se llevaron a cabo desde y hacia el interior del país y la capital, y desde el conurbano bonaerense hacia la capital, sembraron semillas que germinaron a tiempo en la conciencia colectiva del pueblo e hicieron posible, también –junto a muchas otras resistencias y luchas–, el gran piquete nacional los días 19 y 20 de diciembre de 2001.

La búsqueda de alternativas (también) se realizó desde una condición adversa, dando cuenta del problema central que dibuja el drama nacional: el trabajo. Este articula producción, distribución y consumo, y la inserción del país en la región, el continente y el mundo. Había que reinstalarlo en el corazón de la patria entregada a la especulación financiera y para ello, hubo que conquistar un mínimo de soberanía y replantearse construir una nación; el pueblo emerge también aquí como protagonista de su historia.

En la experiencia de Chiapas: la fuerza de la resistencia y la perseverancia –no importa cuánto tiempo– de un pueblo largamente invisibilizado que se ha empeñado en rescatarse como pueblo y rescatar sus valores como seres humanos plenos y dignos.

Su empeño en transformar la sociedad, empezando por transformarse a sí mismos, como elemento esencial de la lucha y la construcción de una nueva sociedad. El levantamiento insurreccional del pueblo como momento de denuncia y reafirmación de su identidad, y no como indicación de un camino de lucha (armada) para “tomar el poder”. La decisión de decir, ¡basta!, a su situación de exclusión y exterminio, y su llamado a la movilización al pueblo mexicano, se realizó –como en otros casos–, desde condiciones muy adversas.

La subversión de las lógicas tradicionales de representación política pueden resumirse en el “mandar obedeciendo”, y en las prácticas participativas de sus organizaciones político-sociales.

Ellos salieron a convocar –mediante largas marchas– a los demás sectores del pueblo mexicano, en un primer momento como acto de solidaridad con su realidad de pueblo excluido, y luego como deber para consigo mismos y consiguientemente para con la nación mexicana toda. Con el orgullo de su historia rescatada[25], pusieron sobre el tapete –respaldado con toda su trayectoria y su existencia actual–, el hecho de que sujeto no se nace, sino se hace, y que para hacerlo hay que salir a convocar a todos –a partir de convocarse a uno mismo, como sector social y como individuo–, a hacerse cargo de protagonizar las transformaciones sociales que se decida realizar (colectivamente).

En la experiencia del Gobierno Bolivariano de Venezuela: como Chávez lo hizo y lo demostró: se puede ganar elecciones, conquistar el gobierno de un país y dirigir el Estado, pero el nudo de las potencialidades y posibilidades revolucionarias está en el pueblo, en la participación popular. Para ello, un paso fue hacer del gobierno una herramienta política para el cambio revolucionario. Gran enseñanza para Latinoamérica que se replicó en poco tiempo en los procesos de Bolivia, Ecuador, El Salvador…

Con su accionar gubernamental político-social Chávez dejó claro que el poder popular se construye “arriba y abajo”, en lo institucional estatal-gubernamental articulando la participación popular y viceversa.

Él puso fin a la contraposición antagónica de dos estrategias para el cambio social: la que impulsaba los cambios desde arriba, protagonizados por uno o varios partidos políticos que, desde el Estado, se proponían realizar los cambios y conservar el poder; y la que pensaba hacer los cambios desde abajo, principalmente impulsados por movimientos sociales junto con sectores populares no organizados.

La conjugación de ambas estrategias y sus diversos actores sociopolíticos, indudablemente generó, genera y generará contradicciones en el proceso de cambios, entre las propuestas y plazos de realización y entre sus protagonistas; ello es parte de la búsqueda de nuevos caminos de creación y construcción popular colectiva de lo nuevo.

En el proceso revolucionario bolivariano pudo visualizarse que el concepto desde abajo sintetiza una lógica de transformación que se desarrolla –“abajo y arriba”–, partiendo desde la raíz de los problemas o realidades y anclada en la participación protagónica de los actores populares; no alude por tanto a una supuesta “ubicación” en la sociedad (“arriba” o “abajo”).

En las prácticas de luchas de los actores sociales y políticos y en sus empeños por construir cotidianamente, desde abajo, un nuevo modo de vida en la medida que lo van creando y ensayando en los barrios populares de las grandes ciudades, en las comunas y comunidades urbanas y rurales, laten las posibilidades de salir del círculo de muerte del capital y hacer realidad el anhelado y posible nuevo mundo mejor, rehumanizado. De ahí la fuerza política revolucionaria de la Asamblea Constituyente, la redistribución equitativa de las riquezas, la alfabetización, educación y salud para todos, la construcción de las comunas, las misiones…

En las comunas se crea y se ensaya cotidianamente el futuro anhelado. En ellas está anclado el proyecto ideológico-político, cultural y económico del cambio. Tareas indispensables como, por ejemplo, la soberanía alimentaria del pueblo, comienzan a materializarse en cada territorio en el empeño sostenido de los comuneros y las comuneras. Y lo mismo ocurre con la búsqueda de sistemas productivos alternativos, con la preservación y recuperación de la naturaleza y su diversidad. Desde cada territorio los sujetos van dando cuenta, con sus relaciones solidarias, en sus creaciones colectivas, que se puede vivir de otra manera y convocan día tras día a apostar a ello. Es allí donde cobra vida, se produce y reproduce la ética revolucionaria.

De ahí que Chávez –como el Che, como Fidel– además de practicarla, la concibiera un factor constitutivo raizal del socialismo del siglo xxi, del nuevo mundo en gestación.[26]

La construcción de un nuevo tipo de poder, el poder popular, emana directamente del pueblo. Este va gestando desde abajo, en cada lugar, en cada comuna, en cada barrio… formas más humanas, equitativas y justas de organización de la sociedad y de las interrelaciones entre los hombres y las mujeres que le dan vida. Esto, a su vez, contribuye a la democratización y ampliación de la participación política y social del pueblo en las decisiones políticas. Es una modalidad nueva de participación democrática directa: la democracia comunal.

En el proceso revolucionario que tiene lugar en Venezuela se reafirma que el ideal social se construye a partir de la cotidianidad. Es en las comunas o comunidades que se va creando y construyendo el nuevo mundo, abriendo cauces a un nuevo modo de vida superador del dominio del capital, perspectiva histórica que Chávez identificó como “Socialismo del siglo xxi”, y que los pueblos indígenas originarios definen como “Vivir Bien”, “Buen Vivir”, Sumak Kawsay, Ñande Reko, autogestión…

II. El Sujeto

Sujeto histórico, social, político, popular

Una mirada desde Latinoamérica

En Latinoamérica, salvo excepciones, los procesos de transformación social –cualquiera sea la modalidad que adopten: revolucionaria directa, como en los años 60 y 70, o lucha parlamentaria–, se desarrollaron y se desarrollan en medio de desencuentros profundos entre partidos de izquierda y organizaciones y movimientos sociales.

Sobre la base de una fractura originaria entre clase obrera y partido “de la clase”, importada y heredada de la tradición política hegemónica del pensamiento de la izquierda europea, que a su vez reducía la clase obrera (el proletariado) a la clase obrera industrial y consideraba a esta como el único sujeto (histórico) de la revolución social, en nuestras latitudes –salvo excepciones– se ignoraron las realidades socioculturales, económicas y políticas, que se correspondían a nuestra diversidad étnica y de desarrollo, adoptándose mayoritariamente una postura doctrinaria que –contrariamente a los llamamientos de Carlos Mariátegui–, fue “calco y copia” en lugar de creación heroica.

Es por ello que, en sentido estricto, el análisis de la fractura entre partido político de izquierda y los sujetos reales, en América Latina no puede circunscribirse a la relación partido-clase, porque aquí –además de tal fractura–, hubo ocultamiento y rechazo –cultural– hacia los actores sociopolíticos concretos. El caso más sobresaliente, por su connotación y, ¡al fin!, su reconocimiento en la actualidad, es el de los pueblos indígenas originarios, pero se extiende también a los pueblos negros, mestizos y otros.

El resultado es una gran fractura histórica entre partido-clase-pueblo, que se tradujo en sustrato inmediato para el desarrollo de prácticas vanguardistas en el continente y ancladas en un pensamiento eurocentrista de una izquierda dogmática.

El neoliberalismo sumó nuevas fragmentaciones a la fractura histórica producida con la conquista y colonización. Y hoy, de conjunto, la fragmentación social constituye uno de los obstáculos para construir bloques unitarios y proyectos consensuados en el campo popular.

Para superarlos, los actores sociales y políticos tienen que dar cuenta de las raíces históricas, políticas, económicas y culturales que los han provocado, proponiéndose la creación –a través de las prácticas–, de una nueva cultura política colectiva y, por esa vía, una nueva identidad.

Esto resulta cada vez más necesario para replantearse sobre nuevas bases y presupuestos, las modalidades y las vías nuevas que pueden ensayarse (y que en algunas realidades ya se ensayan), para que los diversos actores sociales, políticos, sociopolíticos, se articulen en la perspectiva de construir una conducción políticosocial colectiva y unificada de los procesos de resistencia y luchas populares en cada país (y región, y continente), trascendiendo los cuestionamientos y la oposición al neoliberalismo.

En este sentido es que me propongo intervenir en el debate existente acerca del sujeto de los cambios con algunas precisiones conceptuales, explicitando a su vez los elementos fundamentales de las hipótesis que sostengo en mis reflexiones[27], desde una mirada filosófico-política. Esto supone a su vez, la refutación de hipótesis o supuestos –que a continuación expongo–, mayoritariamente aceptadas como válidas en el siglo xx:

Existe un sujeto único del cambio revolucionario: la clase obrera, y esa su condición de ser sujeto se desprende de su posición en el modo de producción en su condición de no poseedora de medios de producción  (y de explotación), es decir, el ser sujeto responde a una condición objetiva, estructural.

En ese sentido, la clase obrera, “portadora de estructuras” en su conciencia, resulta objetivamente determinada y llamada –a priori–, a poner fin a esa su condición de clase explotada, y con ello a la explotación general de la sociedad, liberando al unísono a todo el pueblo. (Misión histórica).[28]

Así ha sido en la tradición del pensamiento marxista (o de los pensamientos marxistas) durante el siglo xx, tradición cuyos ecos culturales llegan hasta nuestros días.

Cuando se hace referencia al sujeto de los cambios revolucionarios se sobreentiende inequívocamente que es (o debe ser) la clase obrera, identificada como sujeto histórico independientemente de las realidades sociohistóricas concretas de que se trate.

Esto ha sido y es particularmente notorio en América Latina, donde el capitalismo subdesarrollado convive en todo momento con relaciones y modos de producción feudales y semifeudales, y en cuyos territorios habitan los pueblos originarios que sobrevivieron al exterminio de la conquista colonialista, las comunidades negras de origen africano cuyos integrantes fueron criminalmente sacados de sus tierras y traídos como esclavos para trabajar en las plantaciones o en el servicio doméstico de sus “amos”, y también, las comunidades asiáticas, sobre todo, provenientes de China (culíes) también esclavizadas en su traslado hacia tierras americanas.

Esto, sin entrar a detallar la heterogeneidad de identidades y culturas –desarraigo incluido– que la diferente procedencia de los inmigrantes europeos acarreó a determinadas sociedades del continente.

Esto conforma una realidad social con diversificación de clases, etnias, sectores sociales, culturales, o religiosos, pero la aplicación dogmática (entendida como única) del esquema marxista limitaba –de modo reduccionista– la estructura clasista real al esquema de clases correspondiente al capitalismo desarrollado en Europa y, consiguientemente, constreñía –de hecho– la condición de existencia del proletariado al sector de los obreros industriales –los únicos en condición de socialización de la producción–, considerándolos los únicos capaces de encabezar –como sujeto histórico– los cambios revolucionarios[29].

Consecuentemente con ello, la “alianza obrero-campesino” se instaló como estereotipo, considerando a los trabajadores del campo y a los campesinos pobres (desposeídos de las tierras y de los instrumentos de labranza) como los (únicos) principales aliados de la clase obrera. En menor medida –y siempre subordinados–, se contemplaban como aliados secundarios a los pobres de la ciudad y el campo, luego a los estudiantes y, en algunos casos, a los sectores medios urbanos (generalmente

[des]

calificados por identificarlos indistintamente como integrantes de la pequeña burguesía).

Los pueblos originarios y las poblaciones negras quedaban fuera del esquema y también de las construcciones políticas, aunque hubo algunas excepciones. En algunos casos –por ejemplo, la izquierda ecuatoriana en los años 70 y 80–, se los integraba al esquema de clases,  “traducidos” (licuados) como pequeño campesinado (por tener en propiedad comunitaria las tierras donde habitaban), pero generalmente quedaban fuera de los debates y de las propuestas organizativas y políticas, como si no fueran parte de la realidad de nuestras sociedades. Excepción honrosa de Carlos Mariátegui –repito–, cuyo pensamiento profundamente marxista y revolucionario fue relegado –y combatido– por el marxismo promovido y difundido por el Estado soviético.[30]

Las organizaciones de la clase obrera (y su conciencia) son naturalmente reivindicativas y no pueden –por sí mismas– superar esa condición. De ahí que –según ese esquema de pensamiento– resulte necesario:

a) Que la conciencia de clase le sea provista a esta desde el exterior de la propia clase, por los intelectuales (y el partido).

b) Que la organización política –en correspondencia con esa conciencia de clase para sí– se construya separada de la propia clase, orientada por los intelectuales revolucionarios y los cuadros políticos que –provenientes de la clase– se hayan elevado a la conciencia científica, a la conciencia política e ideológica que le corresponde a la clase (según una predeterminada “misión histórica”).

Es decir, el partido de la clase (brazo político) se construye desde el exterior de la clase misma y de sus organizaciones de clase (brazo industrial).

La clase obrera, en tanto sujeto histórico, por sus condiciones de trabajo y de vida se [mal]entendía como un todo homogéneo, y quedaba además –de hecho, como señalé–, circunscrita a la clase obrera industrial. Debido a que sus organizaciones de clase –los sindicatos– “naturalmente” eran reivindicativas y no podían superar tal barrera, ella no tenía posibilidades de ejercer su condición de sujeto de modo directo. Hacía falta que ese sujeto histórico –para serlo– construyera las herramientas políticas que le permitieran cumplir con su tarea liberadora (misión histórica): derrocar al capitalismo

e instaurar el socialismo. Construir el partido políticode la clase obrera– se constituyó entonces –por definición– en la tarea prioritaria y la expresión más elevada de la conciencia política de la clase obrera, a la que –paradójicamente– se la excluyó de esa responsabilidad. Por ese camino, el partido de la clase se ubicaba por encima de la propia clase –que quedaba subordinada a sus decisiones y orientaciones–, erigiéndose en la vanguardia del proletariado y, como tal, en el sujeto político real de la transformación revolucionaria.[31]

Ese partido, en tanto expresión mayor de la conciencia política de la clase obrera, se asumía también como el poseedor de la (única) verdad acerca de la sociedad, de los cambios, las orientaciones estratégicas y tácticas, los métodos de lucha, etcétera. Más allá de los dictados de los manuales, fue la profusión de organizaciones político partidarias de izquierda, que se desarrolló particularmente en Latinoamérica, la que creó en ellas la necesidad de esclarecer cuál era –entre ellas– la “verdadera” representante del proletariado, y esto implicó la disputa por la posesión de la verdad, posesión que –como se dirimía en la práctica– impulsó el desarrollo del sectarismo y la competencia por ganar la dirección de las masas, por definir quién era “realmente” la vanguardia.

Por debajo del partido y de la clase –con el campesinado pobre como su aliado estratégico–, se ubicaban las otras clases y sectores sociales identificados como objetivamente interesados en la transformación revolucionaria de la sociedad (sujeto social). Los partidos se relacionaban con ellos, generalmente a través de las organizaciones reivindicativas “de masas”.

Según fueran las realidades y experiencias, en algunos lugares las organizaciones reivindicativas se encolumnaban (subordinadas)

atrás de las organizaciones sindicales consideradas intermediación necesaria entre ellas y el partido –dirección política de la clase–. Por ejemplo (además de la experiencia de Ecuador en los años 70 y 80, respecto al movimiento indígena), en República Dominicana en los años 80.

Hemos tenido la posibilidad de participar en dos ocasiones con el movimiento sindical y la mayor parte de los gremios profesionales en procesos de coordinación de luchas nacionales. Primero en el 85 y luego entre el 90 y el 91. Lamentablemente, se desarrolló una relación muy desigual y conflictiva.

Porque así como para muchos partidos el movimiento barrial es simplemente la posibilidad de un movimiento de masas y nada más, en los sindicatos se trasluce con mucha claridad la idea de que ellos son “la dirección” del movimiento social y popular y, como tal es, el espacio de representación pública de los movimientos populares le corresponde a ellos, ya que –según su interpretación– las organizaciones populares no son una garantía, primero, porque constituyen movimientos que “aparecieron” no se sabe cómo y, segundo, porque tampoco se sabe “con qué van a salir”. Eso les confería supuestamente la responsabilidad de asumir la representación pública del movimiento.

(…) No se daban cuenta de que éramos mayoría y que, en última instancia, siempre forzábamos a que participara todo el mundo. Para darte una idea, la primera vez que hicimos una coordinadora y el gobierno llamó a diálogo, cuando había que ir a la Presidencia de la República para las entrevistas, para determinar la comisión que hablaría con él ¡se armó un lío!, fuimos las cincuenta organizaciones después de tres días y dos o tres noches de discusión.

Uno de los dirigentes sindicales –o dirigenta, porque es mujer–, dijo que, para garantizar que no se negociara cualquier cosa, debía ir el movimiento obrero, porque disponía de reconocimiento legal y tenía historia de lucha, mientras que las organizaciones barriales, solamente a una se le podía conocer un local; las otras, “quién diablos sabía de dónde venían”. Fueron argumentos que descartaban el trabajo y el papel de todos los grupos que estaban ahí, porque no se trataba solo de Copadeba que, dicho sea de paso, era la única que contaba con local. Eso llevó a la división del movimiento. Cuando los sindicatos vieron que el crecimiento del movimiento popular era tan grande en la coordinación, optaron por aglutinarse aparte, como centrales sindicales.[32]

En otros casos las organizaciones “de masas” se definían y estructuraban desde el partido (desde cada uno de los diferentes partidos existentes), dando origen a los conocidos “frentes de masas”, desde donde cada partido buscaba organizar a los distintos sectores sociales: estudiantes, campesinos, cristianos, mujeres, etcétera, para dirigirlos, cuestión que –entre paréntesis– se entendía como la resultante de ocupar los cargos de dirección de estas organizaciones[33] para así imponer desde arriba una determinada orientación política a las organizaciones de masas, creyendo que –mediante tales métodos–, las definiciones y prácticas de estos, resultarían afines a las concepciones estratégicas de (cada uno de) los partidos.

La construcción era –en lo fundamental– desde arriba, desde afuera, y en relación jerárquico- subordinante desde el partido a la clase, y de allí el resto de las clases y sectores sociales y sus organizaciones.

Para facilitar la explicación de esta lógica, generalmente represento esto[34] del siguiente modo:

Poder Estado

Poseedores de la Verdad

Partido, Vanguardia de la clase

Clase obrera, Sujeto Histórico

Campesinado,Aliado Estratégico

Otras clases aliadas

Organizaciones de masas: Frente Sindical, etc

De arriba hacia abajo –según tales concepciones–, se conformaba la conciencia, la ideología, el saber (y la verdad) y, consiguientemente, también la “firmeza revolucionaria”; la lógica resultante era:

Partido

Clase

Sociedad

c) La transformación social radical de la sociedad tiene como condición la conquista (o el asalto) del poder político: problema fundamental de toda lucha revolucionaria. Con ello se resuelve la contradicción principal: se elimina la propiedad privada y el antagonismo entre clases. A partir de allí –automáticamente– se resolverán todas las contradicciones (secundarias), dado que –en este supuesto–, su existencia dependía de un modo u otro de la existencia de la contradicción fundamental. O sea, la transformación de la sociedad resulta una suerte de consecuencia secuencial objetiva de un acto: la toma del poder.

La conciencia, entendida como reflejo (de la realidad objetiva), cambiaría también “automáticamente” al cambiar el objeto reflejado; el “hombre nuevo” crecería espontáneamente en las sociedades revolucionadas.

Hipótesis fundamentales

Polemizando con los planteamientos anteriormente presentados –de un modo muy breve– resumiría en nueve, las hipótesis fundamentales que sostengo:

1

Los sujetos se constituyen (o mejor dicho, se autoconstituyen) como tales sujetos en el proceso mismo de la transformación social, cuyo primer paso es disponerse a emprenderla. Es decir, que ser sujeto no es una condición anterior al proceso de transformación; es en el proceso mismo que se revela esa condición de sujeto, latente, en estado potencial, en los oprimidos.[35]

De ahí también, que la subjetividad de los sectores interesados o potencialmente interesados en la transformación social, particularmente su conciencia política, su conciencia histórica[36], resulte un componente imprescindible a tener en cuenta al pensar los sujetos, para hacerlo con los sujetos.

Sin sujeto no hay transformación social posible y no hay sujetos sin sus subjetividades, sin sus conciencias, sus identidades, sus aspiraciones, sus modos vivenciales de asumir (internalizar, subjetivar, visualizar, asimilar, cuestionar o rechazar) las imposiciones inerciales del medio social en el que viven. Hacer referencia a los actores sujetos implica, por tanto, tomar en cuenta sus subjetividades concretas, y esto apunta también a rechazar las tesis que sostienen la existencia de un sujeto a priori de su relación interpelativa con el medio social en que este se desempeña. El –llegar a– ser sujeto es una resultante (de otras múltiples resultantes articuladas y yuxtapuestas) de la propia actividad teórico-práctica de los actores sociales, que supone un cierto grado de reflexión-distanciamiento críticos de su propia existencia.

Como dice Hinkelammert,

(…) el sujeto se revela como ausencia que grita; está presente como ausencia. Hacerse sujeto es responder positivamente a esa ausencia, porque esa ausencia es a la vez una exigencia. Y en tanto responde, el ser humano es parte del sistema, como actor.[37]

En tanto sujeto, está enfrentado al sistema, lo trasciende. Como señala Dussel,

(…) el sujeto aparece en toda su claridad en las crisis de los sistemas, cuando el entorno —para hablar como Luhmann— cobra tal complejidad que no puede ya ser controlado, simplificado. Surge así en y ante los sistemas, en los diagramas del Poder, en los lugares standard de enunciación, de pronto, por dichas situaciones críticas, (…) mostrando su irracionalidad desde la vida negada de la víctima. Un sujeto emerge, se revela como el grito para el que hay que tener oídos para oír.[38]

En este sentido, podríamos tomar las palabras de Wittgenstein –aunque no es el que él le adjudicó–, cuando afirma que el sujeto es el límite del mundo (que existe), a la vez que anticipación del otro (que imagina y construye).

2

Ser sujeto de la transformación supone algo más que ser “portadores de estructuras”; no es una condición propia de una clase que se desprenda automáticamente por su posición (objetiva) en la estructura social y su consiguiente interés (objetivo) en los cambios.

Es menester que cada uno de los potenciales sujetos reconozca e internalice esa su situación, e interpretándola críticamente, desee cambiarla a (lo que considera) su favor y se disponga a hacerlo, trazando para ello sus objetivos y emprendiendo acciones –entre ellas la de construir organizaciones– encaminadas a conseguirlos. Se requiere del interés subjetivo (activo-consciente), de esas clases o grupos.

No hay traspolación mecánica de la realidad a la conciencia; esta no es simple reflejo al interior del ser humano de un mundo así considerado exterior; es una construcción objetivo-subjetiva desde la interioridad del sujeto, que se constituye como tal otorgándole un sentido propio a los acontecimientos “objetivos” que, en tanto son pensados como tales desde los posibles sentidos de los sujetos –que no son uniformes–, resultan un espacio de permanente disputa entre diversos sentidos de diferentes sujetos que  buscan afirmarse (constituirse) como tales en un proceso histórico permanente de construcción de sentidos.

El explotado, por ejemplo, por el hecho de ser explotado no está necesariamente interesado en cambiar su situación de explotación, tiene, en primer lugar, que tomar conciencia de su condición de explotado, de quiénes son los que lo explotan y porqué, y esto tampoco basta. Es necesario que quiera revertir esta situación a su favor (según sus deseos, aspiraciones, sueños e intereses). Recién entonces entra en discusión cuáles son los cambios que anhela, si estos son posibles o no, y las búsquedas de medios para realizarlos.

O sea, la noción de sujeto alude, sobre todo, a la existencia de una conciencia concreta de la necesidad de cambiar, a la existencia de una voluntad de cambiar y a la capacidad para lograr construir esos cambios (dialéctica de querer y poder).

Y esto tampoco basta. Este proceso ocurre como una suerte de pelea entre múltiples tendencias yuxtapuestas, de muy diversos signos, cada una de las cuales lucha por imponerse sobre las demás como la tendencia dominante, definiendo el rumbo. Esto quiere decir, por ejemplo, que las alternativas siempre son varias, que las soluciones son diversas; una finalmente se impone, pero ello no indica que sea la única posible (ni que las fuerzas que la sostienen sean las dueñas de la verdad; no siempre las causas justas vencen en la primera vuelta, ni las derrotas indican ausencia de razón).

Tampoco puede garantizarse por adelantado que sea tal o cual la salida que se impondrá. No hay garantías ni antes, ni después, ni durante; es una pulseada constante de fuerzas, de sentidos, de viejos y nuevos impulsos sociales. De ahí que tener la mente abierta a los cambios, a lo nuevo (desconocido) que constantemente emerge, para captarlo y aprovecharlo creativamente, resulta entre los retos y requerimientos de la actualidad.

En Latinoamérica no existe hoy ningún actor social, sociopolítico, o político que pueda por sí solo erigirse en sujeto de la transformación; este resulta necesariamente plural, que se configura como sujeto en tanto sea capaz de articularse, constituyéndose en sujeto popular colectivo.

Nuestras sociedades complejas desafían nuestra creatividad y, toreando el pensamiento eurocéntrico, llaman a analizar la problemática del sujeto (de los actores-sujetos) dando cuenta –además de nuestra diversidad étnica, socioeconómica y cultural–, de la actual fragmentación social existente producto de la aplicación del modelo neoliberal.

a) En el debate y las reflexiones actuales acerca del sujeto sociopolítico de la transformación social no basta con buscar y encontrar pistas tendentes a subsanar la fractura entre clase obrera y partido de la clase; hoy no basta con proponerse (y lograr) la rearticulación del “brazo industrial” con el “brazo político”; los partidos “de la clase” no solo nacieron aquí separados de la clase, sino también del pueblo (indio, negro, mulato, mestizo, criollo) oprimido, explotado y marginado de nuestras sociedades, integrantes también del sujeto potencial de las transformaciones sociales radicales en los países latinoamericanos.

En tal sentido, el desafío actual pasa por eliminar la fractura partido-clase, anudada simultáneamente a la superación de la fractura histórica entre partido-clase-pueblo(s). Ellos se articulan a partir de dos factores fundamentales a tener en cuenta:

—Uno, por la transformación-ampliación del proletariado, que hoy más que nunca antes trasciende las fronteras de la clase obrera industrial.

La condición de proletario –como he mencionado–, nunca se limitó a la clase obrera industrial, y fue precisamente Federico Engels, estudioso de la realidad de la clase obrera en Inglaterra, quien se preocupó en su época de aclararlo, posiblemente previendo miradas reduccionistas:

El proletariado es la clase social que consigue sus medios de subsistencia exclusivamente de la venta de su trabajo, y no del rédito de algún capital; es la clase, cuyas dicha y pena, vida y muerte y toda la existencia dependen de la demanda de trabajo, es decir, de los períodos de crisis y de prosperidad de los negocios, de las fluctuaciones de una competencia desenfrenada. Dicho en pocas palabras, el proletariado, o la clase de los proletarios, es la clase trabajadora del siglo xix.[39]

Con el desarrollo de la industria, de las tecnologías, con la informatización de los procesos productivos y la conformación de los grandes grupos empresarios transnacionales de la producción, distribución y comercialización de los productos, con la fractura del proceso productivo y su organización interna, la obtención de plusvalía se modificó haciéndose más amplia en calidad y cantidad.

Por un lado, arrojando del proceso productivo a millones de trabajadores ahora “inservibles” para el metabolismo del capital, y por otro, proletarizando más a grandes capas de profesionales, especialistas e intelectuales vinculados a la producción y reproducción del capital a escala local, regional o global. De ahí también que la lucha contra la enajenación resulte una necesidad (y tarea) de cada vez más amplios sectores sociales proletarios, aunque no directamente obreros, ni obreros de la producción.

Pero el viejo y nuevo proletariado también resultan fragmentados por la globalización neoliberal y necesitan articularse interiormente, y a la vez con otros sectores sociales. En esa articulación –que supone en realidad un proceso de articulaciones sucesivas, multidimensionales y yuxtapuestas–, la clase obrera desempeña un papel central, organizador y catalizador centrípeto como así también promotor de otros nodos organizativos con los cuales también buscará concertar, articular.

Ahí el sentido cabal del concepto de “centralidad de la clase” que empleo para referirme a uno de sus principales roles políticosociales.

Y esto es clasismo hoy: ser coherentes con las responsabilidades y las tareas históricas de la clase hoy, generar un polo o núcleo de articulación y organización del tejido social y sus actores proyectándolos hacia metas superiores de transformación radical de la sociedad, sobre la base del cumplimiento inicial de urgentes tareas de sobrevivencia, a la vez que remontándose sobre ellas en proyección hacia la construcción –en plenitud de capacidades– del ser nacional que reclama, en primer lugar, la defensa de la vida y también –encadenada a ella–, la liberación.

Es decir que, en este sentido, cuando se habla de sujeto sociopolítico de los cambios, se hace referencia, en primer lugar, a una articulación que –conteniendo a la clase, a partir de ella– abarca al conjunto de sectores oprimidos, explotados, discriminados y excluidos por el sistema, considerándolos también potencialmente capaces de constituirse en sujetos a partir de su intervención en el proceso de resistencia y lucha por la sobrevivencia, que se anuda radicalmente con la transformación del sistema que estructura las actuales sociedades latinoamericanas.

—En segundo lugar, esto se relaciona de modo directo con las problemáticas y tareas que ese sujeto en proceso de constitución tiene que enfrentar, que lo lleva a tomar conciencia de la necesidad de cambiar integralmente la realidad en la que vive, y a proponer nuevas bases sobre las cuales va a reorganizar la sociedad en la que desea vivir.

La destrucción-desestructuración de los sistemas productivos y de las sociedades todas, fragiliza al máximo nuestras –ya de porsí frágiles– soberanías nacionales y transforma a nuestros territorios en bienes hipotecarios del FMI, que respaldan –anunciando larapiña– los préstamos de la deuda externa impagable e incobrable,a esto se suma ahora el peligro del anexionismo contenido en elALCA (Área de Libre Comercio de las Américas). Esto hace que lo nacional se reubique como problemática central de la lucha, convocandoa la clase y al pueblo a constituirse en protagonista de sudefensa y reinvención.

Los procesos actuales de resistencia y lucha populares se centran en la defensa de la vida que –en este momento, en este continente–, significa defensa de la tierra, del agua, de los bosques, de las fuentes de carbón, de petróleo, y del aire mismo, y todo esto presupone la defensa-recuperación de la soberanía de la nación y de la nación misma (en el grado y realidad en que estas hayan existido), reinventándola simultáneamente. Tareas del pueblo todo y de la clase, en tanto ello solo será posible de alcanzar y afianzar con la eliminación de la lógica de la reproducción ampliada del capital, tarea en primer lugar, de la propia clase directamente explotada por el capital (y su negatividad directa), que en esta hora se entrelaza radicalmente con la lucha nacional[40].

Se trata de una tarea de liberación colectiva, humana, sin fracturas. Habrá que ver sí, en cada caso, los ritmos y las dimensiones locales, regionales e internacionales que intervienen en el proceso, y la profundidad y alcance de sus definiciones y transformaciones.

b) A la hora de pensar en los potenciales sujetos de la transformación en América Latina, es necesario tener en cuenta –además de la fractura histórica partido-clase-pueblo(s)–, el actual proceso de fragmentación y subfragmentación[41] social que se ha producido (y continúa) en nuestras sociedades con la implementación del modelo neoliberal, junto a transformaciones profundas en el sistema productivo, en el modo de vida y organización social y en la cultura[42].

Hoy puede notarse nítidamente la existencia de un quiebre profundo del modo de ser y de vivir de nuestras sociedades, que se expresa en la destrucción del sentido mismo de sociedad y de Nación.

Con la atomización explosiva y centrífuga de las sociedades se inicia una época de crisis social generalizada y creciente que se instala con fuerza, en primer lugar, en el seno familiar, donde la carrera por la sobrevivencia quiebra los roles tradicionales adjudicados culturalmente (por el poder) al ser hombre y al ser mujer, impactando de múltiples formas y sentidos a la vida familiar y social.[43]

Las organizaciones sociales reivindicativas resultan impactadas directamente por esta situación, en primer lugar, las organizaciones sindicales, debido a la reducción cuantitativa de la clase obrera, a su fragmentación al interior de una misma rama productiva, y a la coexistencia de distintos modos de producción en una misma sociedad. La reducción del aparato productivo hasta su virtual desintegración, junto a la innovación tecnológica y a las nuevas formas de organización del trabajo, implica una creciente desocupación; la lucha por conservar el empleo hace renacer con fuerza el individualismo, a la vez que se va imponiendo en detrimento de la defensa de los derechos de los trabajadores y de las luchas por nuevas conquistas, las que, prácticamente, desaparecen de los escenarios de las luchas sociales.[44]

La condición defensiva penetró tanto en el movimiento obrero, que incluso la sindicalización dejó de guardar relación con la clase real. Vía desocupación, ausencia de convenios colectivos, chantaje patronal, y aplicación del subempleo y empleo “en negro”, las organizaciones sindicales vieron disminuir la cantidad de afiliados en forma considerable[45].

Aferradas a un tipo de trabajador y a un esquema de relaciones entre el capital y el trabajo que ya no existe, dejan de representar a la clase real, que no se limita a los trabajadores con contrato laboral y derechos protegidos, sino que abarca a los trabajadores con nuevo régimen de contratación, a los trabajadores “en negro”, semiocupados, a los subcontratados, a los trabajadores por cuenta propia expulsados del sistema productivo, y a los desocupados por esta situación, considerados –en tal sentido– por nuevas organizaciones sindicales[46], como trabajadores sin empleo.

Atomizada, la clase existe hoy diversificada en distintas categorías y estratos. Y si es heterogénea en su modo de existencia también lo será en sus problemáticas, en sus modos de organización, representación y proyección. Su identidad fragmentada reclama también ser reconstruida sobre bases –nuevas– que den cuenta de su situación actual.

En número creciente, segmentos importantes de la clase, ahora desplazada y desocupada, desempeñan la mayor parte de su vida en los territorios de sus barrios (viejos o nuevos), o en zonas rurales y semirurales adonde han emigrado, desde donde se replantean su resistencia y sus luchas, y –sobre esta base–, su ser, su identidad como trabajadores.

En la realidad actual boliviana, “¿quiénes son los cocaleros?, en número considerable, exmineros, despedidos de las minas, que van al Chapare, o ellos o sus hijos, que vivieron la represión en las minas, las masacres… que llevaban mucho adentro”.[47]

Los movimientos barriales populares de las zonas urbanas tienen entre sus mayores referentes fundacionales o activos a hombres y mujeres con experiencia de lucha y organización sindical correspondiente a su “época de trabajadores” con empleo, que –reivindicándose como trabajadores– hacen del territorio donde viven su nuevo ámbito de resistencia, lucha, organización y propuesta de transformación de la sociedad. De ahí que no resulte extraño escuchar entre ellos, por ejemplo, que hoy “la nueva fábrica está en el barrio”[48].

La defensiva ante la impronta de la lucha por la vida se combina necesariamente con la cada vez más necesaria ofensiva dirigida a transformar desde la raíz su situación de exclusión o quedar entrampados en ella. (Los trabajadores urbanos en lucha por un empleo estable y la refundación de una estructura productiva que lo haga posible; los campesinos bolivianos, por el derecho al cultivo de la hoja de coca –tradición cultural de los

pueblos indígenas de la zona andina–, que supone también la lucha contra la injerencia estadounidese en la región (“Plan Dignidad”); los campesinos sin tierra de Brasil, en busca de una reforma agraria que ponga fin a los grandes latifundios improductivos y entregue esas tierras a los trabajadores sin tierra, con lo cual intervienen también nacionalmente convocando a una discusión nacional sobre la tierra; los indígenas ecuatorianos y los sectores populares urbanos, en lucha por su derecho a ser –colectivamente–, protagonistas de su historia; igual los pueblos de Chiapas, de Perú, de Guatemala, etcétera).

En procesos de resistencia a las políticas de muerte, en lucha por la vida –que significa trabajo, pan, salud y educación–, han emergido problemáticas específicas de los distintos sectores (fragmentos) sociales y ellos mismos se han constituido y han sido visualizados socialmente como actores sociales.

Actores sociales serían todos aquellos grupos, sectores, clases, organizaciones o movimientos que intervienen en la vida social en aras de conseguir determinados objetivos propios sin que ello suponga precisamente una continuidad de su actividad como actor social, ya sea respecto a sus propios intereses como a apoyar las intervenciones de otros actores sociales. Existe una relación estrecha entre actores y sujetos sociales: todo sujeto es un actor social, pero no todos los actores llegarán a constituirse en sujetos.

Los actores tienden a constituirse en sujetos en la medida que inician un proceso (o se integran a otro ya existente) de reiteradas y continuas inserciones en la vida social, que implica –a la vez que el desarrollo de sus luchas y sus niveles y formas de organización–, el desarrollo de su consciencia.

Estrictamente hablando, cada uno de los actores, aisladamente, no puede llegar a ser sujeto. El concepto sujeto, en este sentido, en tanto sujeto de la transformación del todo social, presupone la articulación de los distintos actores comprometidos en ella (además de las articulaciones que tienen lugar al interior de cada sector social o movimiento); es, por tanto, plural y múltiple.

Replantea los criterios tradicionales en cuanto a su organización interna, en el desarrollo de nuevas relaciones entre sus miembros: no jerárquico-subordinantes sino horizontales; exige el respeto a las diferencias y, todo esto, la profundización de la democracia sobre la base del protagonismo y participación plena de cada uno. Por ello, lejos de aceptar el divorcio entre lo social y lo político, afirma su indisoluble nexo constituyéndose como sujeto (y actores) sociopolítico(s).[49]

Estos actores conforman nuevas identidades y sentidos de pertenencia en la misma medida en que –en lucha por la sobrevivencia y transformación de la realidad en que viven–, van desarrollando un crecimiento de conciencia y organización, es decir, en la medida en que van asumiéndose como protagonistas conscientes de su historia.[50]

Tanta dispersión y fragmentación de identidades, realidades, pertenencias, preferencias, imaginarios y aspiraciones –entre otras cuestiones–, apunta como imposible que uno solo de los actores sociales, sociopolíticos, o políticos, pueda erigirse en representante del conjunto. Influye en ello –además de las fracturas señaladas–, la que existe entre lo social y lo político, entre lo reivindicativo y lo político, entre los actores sociales y las organizaciones políticopartidarias, poniendo de manifiesto –combinadamente–, una crisis profunda de representación.

La pérdida de poder de la clase obrera, el carácter defensivo de sus luchas, y la crisis de representación y legitimidad de sus organizaciones sindicales, se combina con la ausencia de referentes orgánicos del movimiento, con la crisis de las organizaciones políticas en general y de izquierda en particular, es decir, con la ausencia o debilidad de los posibles referentes políticos de la clase.

Y todo esto pone en tela de juicio, una vez más, la concepción o el paradigma instalado en el pensamiento marxista predominante acerca del sujeto (social y político) del cambio. Las interrogantes colocadas serían: ¿Se puede hablar de sujeto del cambio en sociedades tan fragmentadas socialmente?, ¿hay un sujeto o son varios?, ¿quién o quiénes lo representan o referencian?, ¿cómo recomponer el sujeto fragmentado?, ¿qué relación guardan los actores sociales con los partidos políticos de izquierda?, ¿se trata de un sujeto social diferenciado del sujeto político?, ¿son dos sujetos o uno solo?

La posibilidad de existencia de un sujeto pasa por la capacidad de los actores sociales de rearticular los fragmentos aislados, en proceso de constitución de los actores y el pueblo en sujeto colectivo. Ello implica articular la diversidad y multiplicidad de problemáticas (políticas, sociales, culturales, étnicas, etcétera), de experiencias e identidades, en aras de conformar un todo (plural, diverso, articulado) capaz de consensuar objetivos comunes, de darse las formas organizativas necesarias para actuar eficientemente (con organización, participación, propuesta y conducción) en pos de conseguirlos, y de plasmar todo ello en un programa político-social capaz de hacerlo realidad, dentro de un proyecto de futuro diseñado colectivamente.

Supone reconocer de hecho y en los hechos, que el sujeto solo puede ser sociopolítico, no solo por rearticular o proponerse rearticular el brazo político con el brazo industrial, el sujeto político con el sujeto histórico, sino porque – sobre esa base como punto de partida fundamental y central–, su existencia es un resultado (a la vez que condicionante) de la articulación del conjunto de los fragmentos sociales –en primer lugar a través de los actores sociopolíticos–, para constituirse colectivamente en sujeto popular[51] de la transformación de la sociedad, definición colectiva de proyecto e instrumentos orgánicos mediante.[52]

No es posible concebir que se pueda ser sujeto de un modo esquizofrénico: compuesto por un sujeto que tiene conciencia, que sabe y dirige (manda), y otro dependiente del primero para ser consciente, saber y actuar (obedece). El ser sujeto indica plenitud de capacidades y facultades, junto al ejercicio protagónico de las mismas, sin tutelajes.

Cuando se habla de sujeto popular del cambio se alude a un sujeto sociopolítico múltiple y diverso, unificado a través de un proceso de articulación (y rearticulación) orgánica que potencia el proceso de constitución de los actores sociopolíticos en sujeto popular, categoría que da cuenta precisamente de esa su condición plural (articulado).

Esto habla de su carácter doblemente heterogéneo, por un lado, en lo que hace a su constitución, sobre la base de la articulación de diferentes actores, clases, sectores sociales; y por otro, porque esa articulación ocurre también –y se asienta– al interior de cada uno de los fragmentos, sectores, clases, etcétera, tal como he explicado, por ejemplo, en el caso de la clase obrera.

Y esta heterogeneidad no es un fenómeno cuantitativo y formal, al contrario, expresa condensadamente las huellas de la crisis en las subjetividades de cada cual, en sus identidades, llamadas también a ser articuladas. Y esto habla de respeto a las diferencias, de tolerancia y de democracia entendida como pluralidad y –sobre esa base– participación.

Convergentemente con ello, el concepto sujeto hace referencia también a lo fundamental, a lo clave, a lo realmente condicionante y decisivo de todo posible proceso de transformación: se refiere a los hombres y mujeres que viven en el pueblo –en sus diferentes micromedios, grupos sociales y contextos–, y sienten la ausencia de la que habla Hinkelammert; con su participación cuestionadora y enfrentamiento protagónico al sistema decidirán (irán decidiendo) cuáles cambios habrán de hacer, y los llevarán a cabo sobre la base de su voluntad y determinación de participar en el proceso.

Ellos intervienen a partir de sus conocimientos y experiencias históricas en igualdad de derechos de participación, de un modo en el que “lo espontáneo” es apenas una magnitud relativa. Y esto será así, en la medida en que sean ellos quienes identifiquen a la transformación como un proceso necesario para sus vidas y –sobre esa base– se decidan a realizarla (decidiéndose a su vez –aunque no se lo propongan así– a constituirse en sujetos).

“En esta perspectiva la liberación llega a ser la recuperación del ser humano como sujeto”[53]. Y esto implica participar en la definición del rumbo y el alcance de esas transformaciones, y también de las vías y caminos de acercamiento a los objetivos, en la medida en que vayan construyendo las soluciones, construyendo y acumulando poder, y organización colectiva capaz de conducir al conjunto a la vez que construyen el proyecto y se autoconstituyen[54] como sujetos.

4

La consciencia política de clase, de pueblo oprimido, de nación del Tercer Mundo, etcétera, no le viene dada a los trabajadores ni al pueblo (“portadores”) desde el exterior; los actores-sujetos concretos van adquiriendo –proceso de reflexión crítica mediante– esa conciencia en la misma medida que la van construyendo, a través de su intervención directa en el proceso de lucha por sus reivindicaciones sectoriales y generales.

Esto quiere decir, en primer lugar, que la conciencia política no es el reflejo mecánico de las estructuras económicas (objetivas); en segundo, que la conciencia política no puede ser “introducida” en las personas (ni inculcada o impuesta); y en tercer lugar, que la modificación de la conciencia social de los actores-sujetos depende de su intervención en la vida social, que las clases, los grupos o sectores sociales, los individuos, alcanzan un determinado grado de consciencia político-social (y pueden avanzar en su desarrollo), mediante su participación plena en el proceso de transformación social, reflexionando crítica y colectivamente acerca de sus logros y fracasos o deficiencias, componente muy importante del proceso de construcción de la conciencia colectiva.

La conciencia –el tener conciencia política–, no puede entenderse entonces como una condición que puede “instalarse” en cada sujeto individual desde el exterior de sus modos y condiciones de vida, de sus formas de organización (o no), y de su participación en las luchas[55].

La concientización es obra de los propios actores-sujetos que se concientizan a sí mismos en el proceso de cuestionamiento-transformación de su realidad, sobre todo, en el proceso de reflexión y maduración colectiva acerca del mismo.[56]

Y esto ocurrió realmente así, solo que –a mi modo de ver– fue absolutizado y extrapolado luego para todas las épocas en términos de sentencia que justificaba la supremacía de los intelectuales (del partido) por sobre la experiencia concreta de lucha de la propia clase.

Pero no era eso lo que Lenin sostenía exactamente; él mismo, en El izquierdismo… subrayó con toda claridad que: “Con la vanguardia sola es imposible triunfar. Lanzar sola a la vanguardia a la batalla decisiva, cuando toda la clase, cuando las grandes masas no han adoptado aún una posición de apoyo directo a esta vanguardia o, al menos, de neutralidad benévola con respecto a ella, de modo que resulten incapaces por completo de apoyar al adversario, sería no solo una estupidez, sino, además, un crimen. Y para que realmente toda la clase, para que realmente las grandes masas de los trabajadores y de los oprimidos por el capital lleguen a ocupar esa posición, la propaganda y la agitación, por sí solas, son insuficientes. Para ello se precisa la propia experiencia política de las masas”. “La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo”, Obras completas, t. 31, Editora Política, La Habana: 1963, p. 88. (el subrayado es de I.R.).

Por otro lado, hay que tener en cuenta el estado del desarrollo del capitalismo en Rusia (y del capitalismo como sistema, en general) en la época de Lenin: la mayoría de los trabajadores provenía del campesinado desplazado de sus tierras, con muy altos índices de analfabetismo.

Considero que esto no puede perderse de vista al leer sus “sentencias” acerca de la clase y la consciencia de clase. No puede pedírsele a Lenin (o al propio Marx), que piensen, por ejemplo, como Paulo Freire, cuya revolución pedagógica fue posible también –además de su genialidad y sensibilidad individual– por la experiencia sociopolítica acumulada por las luchas de la clase obrera y los pueblos indo-afro-latinoamericanos y del mundo.

Precisamente por ello, una de las más importantes tareas políticas en este sentido, consiste en promover actividades de reflexión colectiva acerca de las prácticas comunes, sobre las experiencias acumuladas, para promover la construcción de conciencia colectiva, que solo puede ser posible si articula conocimientos y pensamiento crítico sobre la propia práctica de resistencia, lucha y transformación de los actores sociales involucrados en el proceso (y diseñadores del mismo).

Este proceso teórico-práctico de toma de conciencia política –que a su vez lo es también de producción de saberes–, deviene entonces, simultáneamente, un proceso de construcción de nuevos valores ético-morales, de construcción y acumulación de hegemonía popular, de construcción y acumulación de poder y de actores sujetos, porque confirma, esclarece y ancla en las conciencias el significado social y ético de esas prácticas comunes[57].

Y como esto solo puede ser realizado a partir de las condiciones concretas de vida y del territorio donde actúan y se desarrollan los actores-sujetos involucrados en él, resulta, por tanto, un proceso íntimamente vinculado a lo cotidiano y a lo reivindicativo.

Y todo esto resulta fundamental para comprender los nexos, las transiciones e interpenetraciones que existen entre lucha reivindicativa, lucha política y conciencia política, tres elementos o niveles de lucha y conciencia intercondicionados por el proceso de trasformación a través de la actividad de los sujetos-actores.

5

La transformación de la sociedad es un proceso objetivo-subjetivo colectivo y múltiple que no puede relegarse hasta después de la “toma del poder”. No se producirá nunca transformación social alguna, estable y duradera, si no es a partir de la transformación cotidiana y radical de los hombres y las mujeres que la integran.No habrá nunca un futuro diferente al presente si no empieza a construirse desde ahora[58].

De ahí que el problema inmediato fundamental de la transformación de la sociedad no radique en tomar el poder, sino en transformar la sociedad en la dirección de los intereses populares[59]. Y esto será posible si los hombres y las mujeres que la integran desean, en primer lugar, cambiarse a sí mismos transformándose a través de su participación plena, consciente y crítica, en el proceso de transformación, en las organizaciones que ellos mismos irán creando para ello y en la definición de los objetivos a alcanzar, participando protagónicamente en el diseño de la sociedad en la que quieren vivir, que luchan para construir y luego lucharán para profundizar su construcción y desarrollo.

6

Sujeto, poder y proyecto se interconstituyen articuladamente condicionándose unos y otros. Construcción de proyecto, de poder y constitución de sujetos resultan elementos estructuralmente interdependientes e interconstituyentes, cuyo eje vital se condensa sin duda en los actores-sujetos, en la capacidad y posibilidad de los actores sociopolíticos para constituirse en sujetos y, por tanto, en su capacidad de definir proyecto, de construir poder, y –a la vez– de dotarse de las formas orgánicas que el proceso de transformación vaya reclamando.

La constitución-autoconstitución de sujetos, y la construcciónacumulación de poder, conforman un articulado e intercondicionado proceso que, en la medida de su maduración, implicará acercamientos de los actores-sujetos a definiciones más generales en cuanto al proyecto de transformación social general, cuestión que tomará más fuerza en la medida que se vaya logrando la articulación de los diferentes actores-sujetos interesados en la transformación de la sociedad.

En la medida que –articulación mediante– estos vayan madurando sus definiciones estratégicas y propositivas y construyan las formas organizativas necesarias para concretarlas, irán conformando –integral y colectivamente– el sujeto popular de la transformación.

Una vez más los tres grandes componentes del movimiento popular de transformación en Latinoamérica: sujeto, proyecto y poder, anuncian su presencia articulada. Ninguno de ellos puede ser, expresarse o comprenderse de modo independiente. No existe sujeto sin proyecto a través del cual este se constituya y exprese ni viceversa, y ninguno de ellos sin estrategia de poder; hablar de proyecto sin voluntad de poder, sin conciencia y actividad que –en el proceso transformador– construya y se oriente hacia él, es decir, sin sujeto, resulta una abstracción carente de sentido práctico.

Lo mismo sería afirmar –de modo apriorístico trascendental– la existencia de sujetos sin proceso de transformación, sin que sean ellos –autoconstituyéndose dentro del propio proceso– los creadores del proyecto de transformación, sin que exista una voluntad real de transformación, que se organice y exprese en la actividad teóricopráctica de construcción y acumulación de poder propio.

Es por todo esto que hablar hoy de la necesidad de elaborar nuevos proyectos populares de transformación en América Latina, significa asumir también la reelaboración del pensamiento y la práctica de la transformación misma, con la participación de los propios actores-sujetos de esa transformación en cada sociedad. Es decir, implica la conformación de una nueva cultura política e ideológica en y desde los distintos sectores, grupos, clases y movimientos sociales y políticos potencialmente interesados en la transformación.

7

La condición de sujeto es irreductible a una organización.

a) No hay sujeto político separado e independiente del sujeto social, del sujeto histórico; el sujeto es uno, múltiple e irreductible. No hay vanguardia política sin clase política, sin pueblo político. No hay partido por encima y separado de la clase y el pueblo.

b) El ser sujeto no es una condición que se desprenda de la organización; no es la organización la que define al sujeto sino a la inversa[60]. En otras palabras: el partido no es el sujeto político; no hay sujeto político que no sea a su vez sujeto social e histórico y viceversa. La organización política –que es político-social–, es siempre instrumento del sujeto popular para lograr sus objetivos en cada etapa.

c) El ser sujeto es una condición que trasciende a lo organizativo (y a la organización), incluye también a los sujetos individuales en tanto protagonistas sujetos ciudadanos políticos.

d) La organización es expresión de la identidad del sujeto, es expresión condensada de su voluntad, y su aparición y existencia implica una calidad diferente del sujeto históricamente constituido, el problema aparece cuando se enajena de su creador, cuando se le opone y pretende pasar de instrumento a sujeto.

La experiencia histórica enseña que el énfasis en lo organizativo condujo a separar la organización de sus bases legítimas –la clase, el pueblo– colocándola por encima de ellos, transformándola de modo fetichista en el objetivo fundamental de su propia existencia, en el sujeto real de los cambios (y en razón del ahondamiento creciente de la fractura originaria que existió entre la vanguardia y las masas populares).[61]

No hay vanguardia sin pueblo –articulado– al que vanguardizar, ni sujeto al margen de los seres humanos que lo constituyan asumiéndose como tales. Faltar a este principio ha sido y es fuente de errores y fracturas (insalvables) entre los partidos de izquierda, la clase, y el pueblo, y ha conducido a aberraciones políticas que transformaron el instrumento en fin, colocando a la clase y al pueblo al servicio del partido o del poder en manos del partido.

Lejos de acortar la enajenación política, con esto, se la reforzaba, concretando la inversión de la lógica que le dio origen y sustrato filosófico y político.

El fracaso de las sociedades poscapitalistas fue haber intentado equilibrar la determinación estructuradora centrífuga del sistema heredado a través de la imposición, sobre sus componentes fuertemente antagónicos, de la estructura de comando extremadamente centralizada de un Estado político autoritario.

Fue lo que hicieron, en vez de atacar el problema crucial de cómo remediar –por medio de la reestructuración interna y de la institución de un control democrático sustantivo– el carácter antagónico y el simultáneo modo centrífugo de operación de las unidades distributivas y reproductivas particulares. La remoción de las personificaciones privadas del capital fue por tanto incapaz de cumplir lo que de ella se esperaba, ni siquiera como primer paso en el camino de la prometida transformación socialista. Pues la naturaleza antagónica y centrífuga del sistema negado fue mantenida a través de la superposición de un control político centralizado en perjuicio del trabajo.

De hecho, el sistema metabólico social se hizo más incontrolable que en cualquier época anterior, como resultado de la incapacidad de sustituir productivamente la “mano invisible” del antiguo orden reproductivo por el autoritarismo voluntarista de las nuevas personificaciones “visibles” del capital poscapitalista.

Al contrario de la evolución del llamado “socialismo realmente existente”, lo que se exigía como condición vital de su éxito sería la progresiva readquisición por los individuos de los poderes alienados de toma de decisión política –además de otros tipos de decisión– en la transición hacia una sociedad auténticamente socialista.

Sin la recuperación de esos poderes, ni el nuevo modo de control político de la sociedad por sus individuos sería concebible, ni la operación diaria no-antagónica y, por tanto, cohesiva y planificable, de las unidades productivas y distributivas, autoadministrada por los productores asociados.

La reconstitución de la unidad de la esfera material reproductiva y política es la característica esencial definitoria del modo socialista de control del metabolismo social. Crear las mediaciones necesarias es tarea que no puede ser dejada para un futuro distante.[62]

No resulta ocioso insistir en que el pueblo (articulado y constituido en sujeto popular) es el protagonista de los cambios, de sus definiciones y realización. Construye sus organizaciones como instrumentos para perfeccionar su participación e influencia en el curso de los acontecimientos hacia la consecución de los objetivos definidos (y modificados) por él. El carácter instrumental de la organización política indica, precisamente, que lo organizativo está en función del proyecto y del poder popular (contrahegemónico) construido por los actores-sujetos, en tanto –en ese mismo proceso–, ellos se (auto)construyen –articulación sociopolítica mediante– en sujeto popular de la transformación de su sociedad.

… no era el partido de los cocaleros, era el instrumento político. Entonces el MAS no es el partido tradicional; no va a los lugares ni con regalos, ni con banderitas, ni nada. El MAS no organiza, recibe a la organización popular para que participe en igualdad de condiciones. El tema es cabal: instrumento político de los sectores sociales. Es el sujeto que se representa a sí mismo.[63]

8

La construcción-articulación del sujeto popular implica una nueva y diferente relación entre partido, clase y movimiento.

Lo planteado impone en la agenda política nociones tales como: articulación y re-articulación, derecho a la diferencia, pluralismo, democracia, participación, protagonismo, construcción, equidad agudizando el debate –y la construcción teórico-práctica– acerca de la dirección político-social del proceso, sobre todo en las relaciones entre los actores sociales (mal-entendidos como sujeto social) y los actores políticos (mal-entendidos como sujeto político).

Lo reivindicativo y lo social son actividades articuladas e interdependientes

de la política y lo político, y lo mismo ocurre con relación a los actores-sujetos: no se puede avanzar sobre la facturación de lo social y lo político y sus actores, sino sobre la base de una articulación orgánica, proyectiva y estratégica de actores sociales y políticos en tanto todos resultan ser actores-sujetos sociopolíticos.

Replanteando el sentido y el alcance mismo de la política, lo político, y el poder, y su relación con lo reivindicativo, los actores sociales se muestran cada vez con mayor claridad como lo que son: actores sociopolíticos, cuestionadores del sistema a la vez que constructores –aunque de modo parcial, sectorial– de alternativas; ahí, precisamente una de las razones objetivas para su articulación, único camino para constituirse en sujeto, condición que solo pueden alcanzar articulando la diversidad y pluralidad existente, es decir, constituyéndose colectivamente en sujeto popular.

Y todo esto supone y se funda en nuevas relaciones –radicalmente articuladas–, entre –lo que en Latinoamérica podríamos identificar como– el brazo social-industrial y el político, lo que expresaría políticamente a ese sujeto popular en una nueva y diferente relación entre partido-clase y movimiento, en lo que constituye –ya se ve– el nuevo movimiento histórico popular revolucionario y, en tal sentido, la nueva izquierda latinoamericana.

Se trata de un nuevo movimiento político-social articulado desde abajo sin subordinaciones jerárquicas entre los distintos actores, sin vanguardias iluminadas ni sujetos de primera, de segunda o de tercera clase.

La apuesta sería construir redes, nodos de articulación social basándose en la profundización de la democracia y la participación, y en el despliegue de relaciones horizontales[64] de articulación:

Esquema de articulación horizontal (Redes)

SOCIEDAD

Actores Sociales Organizaciones

Derechos Humanos

Organizaciones

Culturales

Organización Político-Social

Articulación de sectores sociales, políticos, culturales

Poderes Políticos

PROYECTO

Otras organizaciones sociales

SUJETO POPULAR

PODER POPULAR

9

Articulación y tendido de puentes, conceptos claves.

Pensar desde (y con) la articulación es una forma de entender la realidad y, a la vez, un método para intervenir en ella, para transformarla y construir en todos los terrenos, dentro y fuera de la organización reivindicativo-social o de aquellas estrictamente políticas. Tiene un sentido y una importancia estratégica dada su capacidad de recomposición del todo social virtualmente desaparecido tras su actual atomización y fracturación profundas.[65]

La articulación de sectores, de actores, de identidades, de propuestas, etcétera, contiene una doble significación. Una, como camino de reconstrucción del tejido social fragmentado hacia la reconstrucción de la totalidad social (de lo macro), y otra, a su vez, simultáneamente como puente, como enlace entre lo micro y lo macro, entre lo local y lo nacional, entre lo sectorial-reivindicativo y lo político en sentido amplio.

Teniendo en cuenta la creciente fragmentación existente en las sociedades latinoamericanas y concretamente, de actores sociales emergentes que se conforman en las luchas reivindicativas y de transformación, el tendido permanente de puentes hacia la articulación de tales actores –que es medio a la vez que resultado–, ocupa un lugar importante. Es una labor permanente, tanto porque la articulación debe ampliarse continuamente hacia nuevos sectores sociales y sus actores, como porque los puentes que se tienden, las articulaciones logradas, nunca son totalmente acabadas o definitivas.

En muchos casos, pasado el momento de lucha o conflicto que les dio origen, las articulaciones dejan de tener sentido, se desintegran y hay que volver a construirlas, tendiendo puentes en diversas direcciones una y otra vez.

En general, los puentes de la articulación sociopolítica sectorial se construyen y se deconstruyen; algunos pueden perdurar[66] –de hecho perduran– y son la base para tender otros puentes, ampliar las redes, tejer enlaces, crear vínculos. Esta especie de ir y venir en la construcción de las articulaciones sociales, resulta parte de su movimiento natural: se genera y desarrolla con miras a un objetivo, lograr que sea estable y permanente, que vaya cristalizando en determinadas formas o ámbitos organizativos, es parte del proceso contradictorio de tendido y destendido de puentes, en proceso contradictorio hacia la construcción-consolidación de una conciencia y organización mayores con vistas también a una maduración colectiva respecto a identificar un objetivo general común y proponerse alcanzarlo.

El tendido de puentes es parte de la misma actividad reivindicativo-

política que, en sí misma, resulta un puente entre la conciencia cotidiana y la conciencia política[67], o sea, entre el horizonte sectorial inmediato y la comprensión de la dimensión mediata, sistémico-social nacional o regional de la problemática que, en el ámbito de lo local-sectorial, se manifiesta de un modo incompleto, fragmentado y en algunas de sus aristas. El proceso de lucha es, a la vez que construcción (re-construcción), articulación y puente, un gigantesco proceso político pedagógico educativoformativo de construcción de conciencias, de contra-hegemonías, de poder y, por tanto, de sujetos.[68]

El concepto sujeto que he ido desarrollando luego de diferentes sistematizaciones durante casi quince años en varios países de América Latina, lo define como plural; lejos de considerarlo un “atributo” particular propio de una clase o grupo social determinada, alude a la subjetividad intersubjetiva de los posibles sujetos que realizarán –si lo desean y deciden– transformaciones radicales de la sociedad en que viven. Un punto de partida importante entonces es que los sujetos se [auto]constituyen en el proceso de transformación social, no preceden a los procesos de sus prácticas como tales sujetos, es en ellas que son; es en la lucha misma que se va diferenciando críticamente de la realidad que lo contiene y lo transforma en víctima [Dussel] y es en ese proceso contradictorio e intersubjetivo de “crítica autoconsciente del sistema que causa la victimación” que las víctimas devienen [se constituyen en] sujeto[69]. O sea, no existen sujetos a priori de la experiencia de experimentarse como sujetos a la vez que constituyéndose en tales:

El sujeto, por tanto, de ningún modo preexiste al proceso. Es absolutamente inexistente una situación antes del acontecimiento. Puede decirse que el proceso de verdad induce un sujeto.[70]

Su conciencia –que solo puede ser crítico-reflexiva– no le viene dada (ni le puede ser inculcada de modo doctrinario) “desde afuera”, ello supondría la existencia de sujetos como entes sociales no-conscientes a los que habría que concientizar (¿catequizar?); tampoco son “portadores” de estructuras que existen subjetivamente como reflejo (mecánico) en sus conciencias.[71]

Sujeto, proyecto y poder se interconstituyen articuladamente en el panorama político latinoamericano y caribeño actual, el cual muestra cada vez con mayor claridad la tendencia a la constitución de un sujeto popular colectivo plural (múltiple, diverso). El sujeto genera –en el proceso de la articulación y el tendido de puentes, y mediante ellos–, las formas de organización que entiende necesita para lograr sus objetivos; en ese sentido, estas resultan instrumentos para lograr fines y no fines en sí mismas. A ello me referiré precisamente en la segunda parte del presente texto, en el entendido de que la organización le resulta imprescindible al sujeto, pero la condición de sujeto es irreductible a la organización.

III. Representación, organización y conducción políticas

Un nuevo tipo de representación y organización políticas

Presupuesto

Los pueblos, mal llamados “masas populares”, no son materializadores (ejecutores) de ideas (elaboradas sin su concurso); son protagonistas plenos de su historia con capacidad para pensar (saber), decidir y actuar en correspondencia con sus anhelos y decisiones.

A mi modo de ver, este es uno de los significados dialécticos más importantes del postulado de Marx que sostiene que las ideas se traducen en fuerza material cuando se adueñan de la conciencia de los pueblos (las masas).[72]

Relacionando los conceptos: consciencia y formación de la conciencia, con: práctica, sujeto y subjetividad, desarrollados por Marx[73], en el postulado arriba expuesto se descubren dimensiones más amplias y complejas que las tradicionalmente planteadas[74].

La práctica transformadora de las masas (los pueblos) es (base de elaboración teórica y) un proceso práctico-compactado de generación y desarrollo de la teoría de la transformación, de la conciencia y la ideología del conjunto de fuerzas sociales en ella involucrada.

Esto implica:

a) La práctica política de las masas no puede reducirse a la ejecución (confirmación-refutación) de la teoría (elaborada desde fuera).

b) Las clases populares, las masas, los pueblos, participan del proceso de creación teórica en y mediante su actividad de transformación y lucha, aunque no la elaboren y expresen directamente en su forma conceptual más acabada y estrictamente teórica. (Postulado de base para el necesario diálogo de saberes como instrumento y ámbito de producción colectiva de conocimientos).[75]

Claves sociopolíticas

A. Transformar radicalmente las bases de la representación

1.

Despojo-delegación, es la contradicción que –a través de las formas afianzadas de representación política–, resume siglos de luchas sociales desarrolladas entre los de abajo que pugnan por adueñarse de sus destinos y los de arriba que hacen todo lo que está a su alcance para mantener y profundizar su dominación.

La representación política, en cualquiera de sus modalidades, expresa y condensa un determinado modo de relación entre lo social y lo político, que supone a su vez un determinado modo de entender las interrelaciones entre lo que se conoce como sociedad civil y sociedad política, entre Estado y sociedad y la intermediación que para ello se ha erigido desde el poder hegemónico: los partidos políticos.

Estos fueron establecidos por el “contrato social” que nació con los estados capitalistas, como los únicos representantes y voceros de los ciudadanos ante las instancias jurídica, política, y de gobierno, es decir, como mediadores entre la sociedad (civil) y el Estado. Este tipo de mediación político partidaria se ha constituido –representación mediante– en acto de despojo de los derechos políticos ciudadanos, reduciendo a estos –en el mejor de los casos– al ejercicio electoral, para elegir autoridades gubernamentales cada cierto tiempo.

Consiguientemente, este esquema de “derechos” ha impuesto a los ciudadanos, correlativamente, la delegación de sus facultades políticas, haciendo de la ciudadanía una condición pasiva.[76]

Todo despojo de derechos, de facultades, de espacios, etcétera, supone e impone la delegación de los mismos y viceversa, tanto a escala individual como colectiva. Y esto se expande y reproduce en los diferentes sectores de la sociedad, como parte que es de la ideología y cultura hegemónicas del poder y –por ende–, también de la contracultura, la que germina como respuesta contrapuesta a la hegemónica dominante y que –como toda negación– lleva implícita los rasgos fundamentales del fenómeno que niega[77].

En ese sentido, lo “contrahegemónico” no logra salir del círculo del esquema político del poder dominante, ya que el contrapoder que construye busca convertirse en poder hegemónico idéntico al que sustituye, solo que de otro signo. El resultado de apostar a la “tortilla se vuelva” es, precisamente, que no se sale del molde de la sartén…

El poder popular es mucho más que un “contrapoder”. Es un camino integral y complejo de gestación de nuevos valores y relaciones y, en tal sentido, liberador, desalienante. Y solo puede ser tal si es autodesalienante, en el que se forjen nuevos hombres y nuevas mujeres, diseñando y construyendo la utopía anhelada. De ahí el lugar central y permanente que la batalla político-cultural ocupa en este proceso. Se trata de un integral y entrelazado proceso de transformación también integral: en lo social, económico, político, cultural, ético, jurídico, etcétera, todo se va transformando articuladamente marcado por la actitud y actividad conscientes del actor colectivo protagonista del cambio. No se trata de diseñar (y transitar) primero una etapa dedicada a construir las bases económicas, luego otra destinada al cambio cultural… No hay etapas separadas entre sí que luego de transcurridas –en sucesión temporal–, den como resultado la nueva sociedad. En lo social el todo no es la suma de las partes, salvo dialécticamente hablando, es decir, interconectadamente, lo que habla de intercondicionamiento, interdependencia e interdefinición entre todas y cada una de ellas.

Coincido por ello plenamente con István Mészáros cuando dice que los partidos políticos de la clase obrera partieron de aceptar la fractura radical entre lo social y lo político al aceptar las reglas de juego del poder y constituirse y desarrollarse solo en oposición a su adversario político dentro del Estado capitalista, lo que marcó –y limitó–, además, el modus operandi de los partidos de “izquierda” a ser la “izquierda del sistema”.

De esa forma, todos los partidos políticos obreros, inclusive los leninistas, tuvieron que buscar una dimensión política abarcadora para poder espejar en su modo de articulación, la estructura política subyacente (Estado capitalista burocratizado) a la que estaban sujetos. La estructuración política de estos partidos en base al “reflejo” del adversario –aunque en algunos casos fue temporalmente exitoso–, impidió la búsqueda de una forma alternativa de generación y control del metabolismo social. Los partidos políticos obreros no fueron capaces de elaborar una alternativa viable por estar, dada su función de negación, centrados exclusivamente en la dimensión política del adversario, permaneciendo así absolutamente dependientes de su objeto de negación.[78]

Es precisamente esto lo que se expresa en el modo de representación y acción política de izquierda conocidas hasta ahora, representación y acción política que lejos de caminar hacia la eliminación de la enajenación política de los representados (síntesis de todas las enajenaciones sociales), la afianza y multiplica, a partir de aceptar y consolidar la fragmentación entre lo social y lo político y entre los actores sociales y políticos que se desenvuelven en uno u otro “mundo”.[79]

Por ello, precisamente, el debate sobre lo político y lo social trasciende la cuestión de las formas organizativas, es, de última, el debate sobre los sujetos, y este, el de las interrelaciones entre la (mal)llamada sociedad civil y la sociedad política, replanteándose su articulación, entendida, en primer lugar, como re-apropiación por parte del pueblo ciudadano de la política y lo político, entendiéndolas como propias de su ser, en tanto el pueblo ciudadano es potencialmente sujeto político plenamente capacitado y con derechos a decidir sus destinos, además de crearlo y construirlo.

En el esquema tradicional de representación política, a la clase obrera y al pueblo –en tanto “masa”– se les ha reservado solo el derecho político de participar con su presencia silenciosa para convalidar decisiones tomadas sin su concurso, y para hacerlas efectivas mediante su actividad (práctica). Y esto, sobre la base de delegar su capacidad de pensar, de crear, de decidir, sin poder asumir la responsabilidad de hacerse cargo de los resultados concretos de sus decisiones, delegando también, junto con ello, el derecho a soñar y a equivocarse en el acto de la creación colectiva.

Una representación gráfica de ese esquema de representación política podría ser:

REPRESENTACIÓN

Representación

Despojo

Delegación

Representado

e n a j e n a c i ó n

Sin cuestionar este modo de representación-despojo-apropiación, es decir, afianzándolo, los partidos políticos de la izquierda definieron y desarrollaron –y en muchos casos aun desarrollan– sus concepciones acerca del partido como representante (despojador- apropiador de las facultades) de la clase obrera y –a través de ella–, de todos los sectores sociales que –según el esquema jerárquico subordinante– se encuadran tras ella, hacia debajo de la pirámide, ubicando de ese modo también la delegación de sus facultades y derechos políticos ciudadanos. En tanto avalan y afianzan el esquema de representación política instalado por el poder de la burguesía, los partidos de izquierda resultan también propulsores y profundizadores de la fractura entre lo político y lo social.

Superar esta modalidad de representación y su esquema de interrelaciones políticas entre representantes y representados, resulta hoy fundamental para construir un nuevo tipo de organización política de izquierda, que se reconozca (y sea realmente) sociopolítica, que inscriba su razón de ser y su actividad como parte del pueblo, en proceso colectivo social encaminado a la construcción de una conducción político-social colectiva del proceso, en aras de superar en él la enajenación político-social-cultural de los representados y también de los representantes, que resultan supraalienados por (auto)sobresaturación de –lo que tradicionalmente han considerado– “su papel”.[80]

2.

Es necesario crear modalidades de representación sociopolítica que – acortando las distancias entre representantes y representados–, liberen a los representantes de la suplantación de los representados y a estos de la indiferencia y el extrañamiento respecto de la elaboración de propuestas, tomando parte activa y directa en las decisiones de los representantes y en el control de los resultados que de ellas se desprendan.

Se trata de inventar y probar nuevas formas de representación, asentadas en la participación integral (e interdependiente) de los protagonistas, que se constituyen en promotoras y potenciadoras del protagonismo colectivo, contribuyendo a hacer emerger a la clase obrera y al pueblo trabajador como sujeto de su historia. En el proceso revolucionario bolivariano esto aflora creativamente en las vocerías, una modalidad de representación que se constituye en los territorios de los consejos comunales y las comunas y, desde ahí, la representación de los voceros sintetiza el mandato de los comuneros y las comuneras.

Las nuevas formas de representación se asientan en la democracia directa –conjugando diversas modalidades– y se construyen sobre la base de la participación plena desde abajo, de todos y cada uno de los representados. Sería algo así como “mandar obedeciendo”, como señalan los zapatistas, aunque en realidad no se trata de “mandar”, sino de cumplir y hacer cumplir las decisiones discutidas y asumidas con la participación directa y plena de todos los involucrados en el proceso en cuestión[81]. Como señala Evo Morales: “… solo podemos forjar una unidad de hierro si las bases deciden, si los dirigentes aprendemos a escuchar y a respetar la decisión de las bases”.[82]

3.

Las prácticas sostenidas de nuevas modalidades de representación ancladas en la participación plena de los representados en la toma de decisiones, son parte del proceso multidimensional de participación-apropiación protagónica de los protagonistas del proceso de transformación, haciendo realidad en cada paso, en cada acto, en cada acción colectiva la utopía de liberación.

Resulta central democratizar todos los ámbitos de existencia y organización de los actores sociopolíticos, impulsar la participación consciente de todos y cada uno de ellos en todas las dimensiones del proceso sociotransformador. Porque son ellos, los actores-sujetos mismos, los que irán definiendo –en interacción con las circunstancias socioeconómicas y culturales nacionales e internacionales–, la marcha del proceso, el ritmo, la orientación y la profundidad de las transformaciones.

Y todo esto modifica la lógica de la construcción (y del debate): no cabe esperar que “la línea” venga definida y empaquetada desde los grupos “iluminados” (viejo criterio de “cuadros” políticos); la lucha contra la enajenación política de los seres humanos –y contra la enajenación en sentido amplio, postulado medular de la propuesta revolucionaria emancipadora de Marx–, abarca y presupone la participación plena de los diversos actores sociopolíticos en la elaboración-definición del proyecto que –así concebido–, es también un resultado de creación y conciencia colectivos.

4.

En la concepción estratégica que apuesta a la construcción de poder desde abajo, la gestación de un nuevo tipo de representación supone la coherencia entre medios y fines.

Hemos aprendido que nada cambiará repentinamente al “final del camino” sino comienza a cambiar desde ahora, desde el presente; que no hay ser humano nuevo y nueva cultura sino hay acumulación de nuevas prácticas democráticas, participativas, y de nuevas conductas éticas acuñadas y asimiladas en prácticas cotidianas, de modo constante.

B. Re-articular lo político y lo social

1.

La lucha contra la enajenación política reclama también –anudado con los cambios de los modos de representación y organización política–, un nuevo modo de articulación (re-articulación) de lo social y lo político, de lo reivindicativo y lo político, así como la democratización (apertura, ampliación) de la participación de los protagonistas en ambos espacios.

Durante mucho tiempo se han levantado y afianzado barreras pretendidamente infranqueables entre lo social y lo político, entre lo reivindicativo y lo político –y correlativamente también entre lo público y lo privado– y, por ende, entre las organizaciones que respondían a cada ámbito, como si pertenecieran a mundos diferentes. Se convalidó así la práctica del despojo-apropiación de la cualidad política propia de los sectores populares, ciudadanos “de segunda” relegados al ámbito de lo social, de lo reivindicativo, de lo cultural, lo religioso, etcétera.

Correlativamente, la posibilidad de aprehender la totalidad, de llegar a tener la conciencia necesaria para actuar en ella y sobre ella, el saber y la verdad, se depositaban en el “ciudadano político”, considerado plenamente apto y capacitado para la acción y el pensamiento político. El ciudadano común, el ciudadano popular, fue considerado un ciudadano mediocre.

Se lo declaró incapaz de aprehender la totalidad social en que vive porque –supuestamente– no puede trascender la cotidianidad que lo ahoga y lo obliga a pensar en el día a día; sería una especie de “ciudadano reivindicativo”, de la barricada, de la marcha con la olla popular, de los comedores infantiles, la guardería, el piquete, el bloqueo de carreteras y la toma de tierras; capaz de actuar, pero incapaz de trascender sus urgencias de sobrevivencia, su horizonte cotidiano y economicista.[83]

Para lograrlo necesita ser orientado –desde afuera de su realidad y organizaciones reivindicativas– por los “ciudadanos políticos” y sus partidos.

En tal sentido, resulta que el partido político, en tanto organización política, justifica su razón de ser fuera de lo reivindicativo social, separado, ubicándose como intermediario y representante de –lo que considera– una “masa de pueblo” ante el aparato estatal político, y también a la inversa, es decir, como representante de este aparato ante ellas.

Para una mayor claridad en mi exposición, voy a representar el movimiento social imaginándolo como una onda,

En tal caso, ilustraría la fractura entre lo social reivindicativo y

lo político del modo siguiente:

Luchas reivindicativas

(Coyuntura; super­cie; aparece y desaparece)

Esencia y causa de los problemas

(Totalidad, estrategia)

Lucha política

Lo reivindicativo se ubica en el ámbito de las consecuencias, de lo fenoménico, lo visible. Lo político, por el contrario, aparece vinculado a “la esencia” y “causa” de los problemas ante cuyos efectos reaccionan las organizaciones reivindicativas; es por ello que –según esa concepción fragmentaria– los representantes políticos son capaces de captar la totalidad y están –supuestamente– capacitados para replantearse el diseño de la sociedad mediante su transformación revolucionaria.

Los que se organizan en lo reivindicativo, según tal interpretación, quedan atrapados por la lógica de las reivindicaciones. Aprisionados por lo inmediato no son capaces de comprender la raíz de los problemas, las causas últimas de su “desdicha” y por tanto, se limitan a reaccionar defensivamente ante las consecuencias visibles de fenómenos sociales profundos cuyas raíces no pueden aprehender (ni modificar). Se da por sentado que sus acciones –y las organizaciones creadas para realizarlas–, están profundamente condicionadas por los conflictos a los que responden, por lo que tienen un carácter inestable: aparecen y desaparecen.

En cierta medida esto es así, la desestructuración de la organización reivindicativa suele sobrevenir, hacerse evidente, cuando finalizan los conflictos que le dieron origen –a ella, o a las movilizaciones sociales sobre las que se asienta–, o cuando hay prolongados distanciamientos entre conflictos. Esto es parte de su naturaleza y de las condiciones sociohistóricas en las que existe y se desarrolla. Pero eso, lejos de desestimar el papel político de las organizaciones y movimientos sociales, plantea como desafío una interrogante: ¿cómo lograr que la organización sectorial, reivindicativa, sobreviva al conflicto originario e impulse el desarrollo de la conciencia y participación de sus miembros en períodos de ausencia de conflictos aglutinadores y movilizadores?[84]

Un elemento importante a tener en cuenta, a mi modo de ver, radica en la disposición misma de construir una organización, pues esto indica una intencionalidad de permanencia y la conciencia de sus creadores acerca de la necesidad de sobrepasar la coyuntura o los apremios urgentes de la inmediatez de la sobrevivencia. A partir de allí, habrá que plantearse contenidos que den sentido a esa permanencia y desarrollo.

La cuestión no se resuelve dándole la espalda a la realidad y sus problemas y condicionantes concretos para entonces, supuestamente, comprender la sociedad como conjunto (totalidad); al contrario, es a partir de ella que es posible lograrlo. El manido “salto” a lo político es una necesidad solo para los partidos políticos que reservan para sí el ámbito de lo político, fracturado de lo social.

En vez de contraposiciones dicotómicas, lo que sí resulta políticamente necesario –y en tal sentido es una tarea política importante–, es construir los puentes entre las luchas reivindicativas o sectoriales y la dimensión social de sus problemáticas para construir, de conjunto, la dimensión sociopolítica de la lucha, comprenderla y aprehenderla consciente y colectivamente.

2.

La creencia en que lo reivindicativo tiene un “techo” o un tope en su desarrollo, es uno de los obstáculos político-culturales para la re-articulación de lo social y lo político.

Resulta tan fuerte el peso cultural de esa creencia, que incluso muchos de los que se proclaman como exponentes de lo nuevo, a la hora de construir las instancias sociopolíticas –arrastrados por el peso de la vieja cultura de izquierda–, caen en posiciones gastadas que no pocas veces significan el fin de la construcción que han venido impulsando, por la falta de coherencia y la pérdida de confianza y de credibilidad que ello supone, que se traduce en desánimo, en inmovilismo, en falta de propuestas concretas en lo político.[85]

Entre los propios movimientos sociales u organizaciones reivindicativas hay quienes sostienen que ese tipo de construcción tiene un “techo”, un límite, que llega un momento en que se agota y se necesita pegar el “salto a lo político”. Y esto lo resuelven de diversos modos: encontrando un referente partidario al cual “sumarse”, pasando directamente a la actividad política, convirtiendo a la organización social en partido político; “saltando” sus dirigentes al mundo de la política, postulándose como candidatos de partidos políticos ajenos a sus construcciones u ocupando cargos –por la misma vía– en gobiernos municipales, provinciales o nacionales.

En vez de buscar tender los puentes que articulan lo político y lo reivindicativo, los partidarios de dar “el salto” –sin saber cómo lograrlo–, suelen trasladar su incapacidad hacia los sectores populares alegando, por ejemplo, que el tan esperado “salto” no se produce porque la población está todavía muy atrasada, o influida por la derrota, o por el neoliberalismo, etcétera.

Pero lo que demuestran claramente los movimientos sociales –en tanto sociopolíticos– cuya experiencia he seguido y analizado, es que lo reivindicativo resulta una puerta de entrada a lo político; el desafío consiste en no abandonar el movimiento a lo espontáneo y avanzar hacia lo socialpolítico colectivamente. Y esta no es una característica exclusiva de la nueva época, ya Marx en sus reflexiones críticas contra los economistas y los socialistas de su tiempo (que menospreciaban las luchas y organizaciones reivindicativas), explicaba que organización sindical y política tienen una misma raíz:

La gran industria concentra en un mismo sitio a una masa de personas que no se conocen entre sí. La competencia divide sus intereses. Pero la defensa del salario, este interés común a todos ellos frente a su patrono, los une en una idea común de resistencia: la coalición. Por tanto, la coalición persigue siempre una doble finalidad: acabar con la competencia entre los obreros para poder hacer una competencia general a los capitalistas. Si el primer fin de la resistencia se reducía a la defensa del salario, después, a medida que los capitalistas se asocian a su vez movidos por la idea de la represión, las coaliciones, en un principio aisladas, forman grupos, y la defensa por los obreros de sus asociaciones frente al capital, siempre unido, acaba siendo para ellos más necesario que la defensa del salario. Hasta tal punto esto es cierto, que los economistas ingleses no salían de su asombro al ver que los obreros sacrificaban una buena parte del salario a favor de asociaciones que, a juicio de estos economistas, se habían fundado exclusivamente para luchar en pro del salario. En esta lucha –verdadera guerra civil– se van uniendo y desarrollando todos los elementos para la batalla futura. Al llegar a este punto, la coalición toma carácter político.[86]

3.

El tema no es definir: reivindicativo o político, sino buscar creativamente cómo articular unos y otros quehaceres, espacios, identidades, conciencias, y sujetos, y construir los nexos para ello descubriéndolos en las interrelaciones de la vida real.

En el proceso de luchas reivindicativas, se abren las mayores posibilidades para que la participación de los y las protagonistas de las luchas vaya ampliándose desde abajo, descubriendo nuevas aristas, incorporando nuevas facetas, desatando la creatividad e iniciativa de los actores sociales que le dan vida, que se transforman –con el desarrollo de procesos reflexivo-críticos de la realidad en la que viven, y de sus experiencias– en protagonistas cada vez más conscientes, en pensadores-constructores y en constructores-pensadores de su presente y su futuro. Esto es parte de la construcción política.

4.

La estrechez en la comprensión del carácter político de lo reivindicativo y de sus múltiples vías de expresión y desarrollo se corresponde con la estrechez en la comprensión de lo político, la política y el poder.

En toda lucha reivindicativa resulta importante responder a las demandas sectoriales, y construir instancias organizativas que garanticen la permanencia de la membresía más allá de la coyuntura específica.

Precisamente por ello, resulta imprescindible descubrir la raíz social de la problemática que aparece como sectorial, ir construyendo colectivamente un marco de proyección hacia dimensiones, espacios y problemáticas más amplias y abarcadoras, hacia la transformación integral de la sociedad, evitando que aquello que tradicionalmente se considera “lo reivindicativo” se extinga en lo que en nuestro imaginario esperamos sea “lo político”.

En el caso de lo reivindicativo esto implica, por ejemplo, tender puentes, construir articulaciones que enlacen uno y otro momento o dimensiones de lucha. Si lo llevamos al gráfico realizado sobre este tema, sería algo así como una línea discontinua que va creciendo entre los puntos.

Permanencia+organización  Permanencia+organización

Movimiento

Reivindicativo

(Luchas Reivindicativas) (Luchas Reivindicativas)

Esto puede sintetizarse en dos tareas fundamentales: permanencia y organización, es decir, lograr que la organización permanezca y se desarrolle en baja conflictividad social, realizando, por ejemplo, actividades culturales, de formación de liderazgo de base, realizando tareas comunitarias (alfabetización, atención a la tercera edad, etcétera)

En el caso de lo político también es necesario tender puentes, construir articulaciones. Si lo llevamos al gráfico, sería igualmente una suerte de línea discontinua que enlaza los fenómenos de la vida cotidiana con sus causas, con sus esencias últimas.

Movimiento

Político

Vida cotidiana Vida cotidiana

Vida cotidiana Vida cotidiana

(Luchas Políticas) (Luchas Políticas)

(Luchas Políticas) (Luchas Políticas)

Permanencia+organización  Permanencia+organización

(Luchas Reivindicativas) (Luchas Reivindicativas)

5.

Las articulaciones son los puentes (no necesariamente permanentes) entre dos mundos o ámbitos aparentemente separados e inconexos: lo político y lo social, generando nodos de entrecruzamiento y confluencia (espacios sociopolíticos), de apuestas colectivas a transformaciones profundas de las estructuras económicas, políticas y culturales de la dominación hegemónica del poder.

Estos nodos de confluencia tenderían a cristalizaciones organizativas o ámbitos de interacción sociopolíticos, hasta conformar una suerte de red sociopolítica de actores, problemáticas, etcétera.

Gráficamente lo expresaría así:

 (Nodo de articulación)

(Nodo de articulación)

Organización, formación,

Permanencia

Organizaciónes  sociopoíticas

Cuestionamiento de las raíces de la dominación cultural

Vida cotidiana y relaciones de poder

Este modo de articulación, como lo demuestra la experiencia de los movimientos sociopolíticos del continente, se construye, afianza y desarrolla sobre la base de relaciones horizontales entre los actores sociopolíticos participantes, sus problemáticas e identidades, avanzando de conjunto en la profundización de la construcción de poder popular, proyecto, conciencia y organización, en proceso de constitución del sujeto popular colectivo del cambio.

Así lo muestra, por ejemplo, el proceso de construcción colectiva del sujeto políticosocial en Bolivia. Las resistencias, luchas y articulaciones puntuales fueron sedimentando confianzas mutuas entre movimientos campesinos, pobladores urbanos, movimientos indígenas, sectores medios… y esto fue abriendo caminos para superar la sectorialidad corporativa, construyendo un nuevo ámbito interreferencial colectivo: el MAS, Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos.

La construcción de la Coordinadora del Agua, en Cochabamba, las articulaciones generadas alrededor de las llamadas “Guerras” del Gas, fueron resultantes de grandes períodos de movilizaciones indígenas, campesinas y populares que sedimentaron ámbitos multidimensionales que posibilitaron a los sujetos visualizar a lo político como el centro del quehacer de todas sus luchas sociales. Nacía así un sujeto político colectivo fraguado en años de historia de luchas sociales y políticas. Este tenía en las articulaciones intersectoriales, interculturales y transectoriales su antecedente y anclaje histórico más cercano.

Latinoamérica es rica en estas experiencias; es recomendable no intentar “acortar camino” copiando propuestas políticas y organizativas de otros procesos. Los modos concretos de articulación y organización de los diversos actores sociopolíticos en cada país, provincia o región, surgirán del intercambio, la participación y la articulación misma que vaya desarrollándose entre esos actores, en proceso de creación del pensamiento y proyecto de transformación social que llevan o llevarán adelante colectivamente.[87]

6.

Buscar canales para poner fin a la separación entre lo social y lo político significa hoy, en primer lugar –entre un sinnúmero de tareas–, identificar cuáles serían los pasos concretos a dar para –allí donde esto resulte necesario– acortar las distancias entre los movimientos sociales y los partidos de izquierda[88], en tanto expresiones de un mismo movimiento sociotransformador. En segundo lugar y tomando lo anterior como base, construir ámbitos de confluencias temáticas que permitan articular a la mayor diversidad posible de actores sociopolíticos abordando problemáticas comunes.

Esto llama a formar un nuevo movimiento social y político de izquierda, una nueva izquierda. Una muestra de ellos es que, donde los procesos sociopolíticos están afianzados desde abajo, tal movimiento de izquierda existe o está en formación. Hay que recordar que la fragmentación entre lo social y lo político (y entre los protagonistas de “cada ámbito”), responde a los intereses de la lógica reproductiva del poder del capital, que se planteó separar las organizaciones obreras sindicales y sus expresiones políticas. La hegemonía del poder del capital hizo que –como lo recuerda críticamente Mészáros–[89] esa fragmentación fuera adoptada y asimilada en la concepción constitutiva, organizativa y funcional de los partidos de izquierda (“de la clase”). Y, salvo excepciones, se mantiene hasta la actualidad.[90]

De ahí que la rearticulación entre las organizaciones políticas con la clase obrera, los pueblos originarios, negros, mulatos, mestizos… resulte en Latinoamérica entre las tareas primordiales de la hora actual. Y esto pasa, en primer término, por reconocer el contenido y el carácter sociopolítico de los nuevos movimientos indígenas y populares que luchan por cambiar sus condiciones de vida y, con ello, la sociedad. Recuperar críticamente sus experiencias y expresiones organizativas y aprender de ellas es clave, pues ello es parte de un proceso de construcción de nuevas conducciones sociopolíticas colectivas, re-articuladas a partir de los procesos de lucha y sus protagonistas.

Las formas organizativas de estas búsquedas en transición son diversas. Está el caso, por ejemplo, del Frente Político Social, de Colombia. Fue impulsado por la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) en acuerdo con otras organizaciones sociales y políticas, pero resultó una experiencia impulsada sobre todo desde arriba, desde estructuras orgánicas que mantuvieron su tradicional dinámica encriptada tanto en su funcionamiento interno como para su relacionamiento entre las organizaciones. Esto fue, precisamente, el principal lado flaco o debilidad orgánico-política constitutiva de aquella alianza frentista.[91]

En el caso de Bolivia, el MAS-Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos es una organización político social en sí misma, no es una alianza de organizaciones políticas con movimientos sociales, sino una confluencia de organizaciones y movimientos sociales construida a partir de una decisión inicial del grupo campesino cocalero liderado por Evo Morales que advierte que no podrá intervenir en la arena política sino a través de la puerta que la legalidad del orden presente le permite.

Esa legalidad (en Bolivia y en el capitalismo todo), excluye la participación política de los movimientos sociales. De ahí que los movimientos sociales a través de Evo Morales acuerden con el viejo MAS (prácticamente un sello sin miembros efectivos activos en ese momento) para iniciarse en la política directa, y luego avanzar en la construcción sociopolítica desde abajo, con los demás sectores.

Los caminos no han sido ni son sencillos, las relaciones entre los diversos movimientos indígenas, campesinos, sindicales urbanos, mineros… tampoco. Por un lado, está la realidad de la negación y exclusión de las identidades y nacionalidades de los pueblos indígenas.

Esto impone tareas de rescate de las raíces histórico culturales y las más estrictamente dirigidas a la reconstrucción de las identidades, teniendo en cuenta el camino recorrido, y las nuevas identidades o identidades en transición que –en más de 500 años– se han formado también en los pueblos originarios[92].

Por otro lado –y en otro orden de cosas– no son pocos los que todavía consideran que “lo correcto” es articularse subordinadamente a un partido de izquierda, entendiendo que este tiene la responsabilidad política deguiar el proceso sociotransformador. No faltan tampoco las discusionesacerca de los diversos caminos estratégicos posibles.

Culturalmente hablando, para la izquierda el proceso vivo se torna complicado e incomprensible, cuando los sectores sociales que enarbolan la lucha se plantean construir el sujeto popular colectivo de la transformación. No son los mineros que tradicionalmente lideraron la COB, no son tampoco los obreros de las grandes industrias, sino campesinos, pobladores urbanos marginalizados, comunidades y movimientos indígenas originarios, movimientos de mujeres, sectores medios empobrecidos…

Muchos han sido y son los prejuicios a enfrentar y superar. No se trata –ni en esta ni en ninguna otra dimensión de la actividad social–, de “soplar y hacer botellas”; la construcción de lo nuevo se abre paso desde abajo, cotidianamente, en los procesos concretos de transformación.

Es por ello que –en mi opinión–, lejos de estar desestimada la apuesta y propuesta sociopolítica, cada día cobra mayor fuerza y vigencia, en los procesos revolucionarios de Bolivia, en Ecuador, en Venezuela… entendiéndolos como un proceso abierto y en construcción, con todas las ventajas y dificultades que ello conlleva, con las especificidades de las realidades históricas, políticas, sociales y culturales de cada país.

Hablo de obstáculos culturales cuando me refiero a las barreras mentales que se traducen en conductas políticas concretas. Es cultural la mirada que dirigimos a la realidad, culturales son las interrogaciones que formulamos, las lecturas que realizamos y las respuestas que elaboramos. Y la cultura predominante en la izquierda internacional en todo el siglo xx, está presente –de un modo u otro, en mayor o menor medida– en todos los que provenimos de algún sector de ella o fuimos formados bajo sus influjos. Y es vital desaprenderla permanentemente y aprender con los pueblos, las nuevas modalidades, caminos y pensamientos.[93]

Un nuevo tipo de conducción política

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En procesos de resistencia, lucha y búsqueda de transformación de las sociedades latinoamericanas, los actores sociopolíticos emergentes han logrado una notable acumulación de fuerzas, de conciencia, de experiencia, de poder, de definiciones estratégicas acerca del sentido de sus luchas, y han construido sólidas conducciones sectoriales e intersectoriales. El desafío es potenciarlas para, sobre esa base, tender puentes hacia la construcción de una conducción sociopolítica colectiva. Replantea en concreto el debate de la representación político-social y el de la estructura organizacional que la contendrá.

Reclama:

• Un nuevo modo de articulación entre los actores sociales y políticos: horizontal, plural y multidisciplinaria.

• Un nuevo modo de dirección: concertada, construida y definida de abajo con la participación de cada uno de los actores protagonistas.

• Un nuevo modo de representación: que lejos de suplantar el protagonismo y la participación popular en las tomas de decisiones, los concrete y potencie sobre la base de modos participativos colectivos de funcionamiento, decisiones, gestión y control.

• Un nuevo tipo de organización política (o –donde sea posible– un cambio radical en la conformación y funcionamiento de los partidos políticos de izquierda existentes): que articule e integre lo socialreivindicativo formando una instancia sociopolítica, que busque, construya o cree nuevos horizontes sociopolíticos orientados a poner fin a milenios de enajenación política, económica, social y cultural de los seres humanos explotados y oprimidos, empezando por reconocer en ellos la capacidad para protagonizar su historia.

Al plantearse la problemática de la conducción de los procesos sociales de transformación de la sociedad, ya no es posible pensar en una reedición de lo que fueron los partidos de vanguardia en el siglo xx. En primer lugar porque la vida demostró que no eran tales  “vanguardias” y, en segundo, porque en las actuales condiciones de fragmentación social, es imposible que un solo actor, que una sola organización sea capaz de reunir todo el conocimiento de la diversidad social, de representar al conjunto de fuerzas sociales populares y su diversidad de experiencias, culturas e identidades, arrastrándolas tras de sí (según el esquema propio de toda vanguardia).

En América Latina existen experiencias –además de las mencionadas–, que en sus intentos por resolver esta problemática, contribuyen a profundizar las reflexiones actuales. En Argentina, en los años 90, partidos de izquierda nucleados en Izquierda Unida intentaron acortar la fractura de su organización política con respecto al movimiento obrero y popular. Para ello propusieron sumar a su agrupación partidaria, que definen como “izquierda política”, a los sectores sociales que (según ellos) constituyen la “izquierda social”.

La intención era agrupar en un bloque o frente político a todos los partidos u organizaciones políticas de izquierda, para articular una izquierda política. Esta tendría la responsabilidad de dirigir lo que –según ellos– sería la izquierda social, haciendo la salvedad obligada de que cada uno de los integrantes de ese bloque de izquierda política tiene su “propia” izquierda social, por lo que esta propuesta tenía un entramado subyacente de disputas internas que no se enunciaba.

Sin embargo, su limitación principal fue que mantuvo –aunque disfrazada–, la fractura (y subordinación jerárquica) entre partido político y los movimientos sociales, entre “partido y clase”.  Esta jerarquización sería una reedición ampliada del viejo esquema verticalista, una especie de remake del esquema vanguardista de los años 70, que serviría de base a nuevas modalidades de sectarismo y elitismo.[94]

Siguiendo la ejemplificación gráfica empleada, lo expresaría así:

BLOQUE DE IZQUIERDA=izquierda política más izquierda social (subordinada)

Izquierda partidaria

tipo A

Izquierda sindical

(Partido A, B, C)

Izquierda campesina

(Partido A, B, C) Izquierda Social

Izquierda

Juventud

(Partido A, B, C)

Izquierda

desocupados

(Partido A, B, C)

Izquierda partidaria

tipo B

IZQUIERDA POLÍTICA

IZQUIERDA SOCIAL

Izquierda partidaria

tipo C

La intención fue –a mi modo de ver–, por un lado, superar la división existente entre las diversas organizaciones políticas de la izquierda. Para ello se generó un espacio similar al de la “vanguardia plural”, ahora identificado como “izquierda política”.

Por otro lado, se buscaba “acortar las distancias” entre los partidos de izquierda (vanguardia) y (algunos) movimientos sociales (masa). Pero esto no pasa de lo superficial. El cambio necesario es raizal. Es necesario ir más allá para colectivamente construir la re-articulación partido-clase-pueblos sobre nuevas bases.

En realidad, por esa vía –además de recrear la fractura originaria partido-clase–, se abren nuevos senderos al sectarismo y la descalificación de los demás actores sociopolíticos, ya que –cualquiera sea su identidad–, si no están encolumnados en alguno de los partidos de la izquierda política o en alguna de sus izquierdas sociales, de entrada, son estigmatizados como no integrantes de la mencionada “izquierda roja”, que quedaría [auto]ubicada ideológicamente por encima de todas las demás posibles izquierdas, lo cual, en Argentina –si se tiene en cuenta la fuerte presencia histórica del peronismo revolucionario (o izquierda peronista) en los años 60 y 70,aunque hoy no cuente con una presencia política orgánica definida–,no es un detalle menor.

A veces pareciera que algunos sectorespolíticos de izquierda desean tanto superar sus errores históricos–por ejemplo, en la relación marxismo y peronismo–, que apelanal ocultamiento de la historia como si ello garantizara que en laactualidad no volvieran a repetirse. En realidad –en mi opinión–ocurre lo contrario.

No se trata de ampliar la supuesta y vieja condición de vanguardia y en vez de un partido dirigente tener cinco o seis; no se trata de crear nuevos partidos con viejas culturas…

Los desafíos del tiempo actual, las tareas a realizar y sus protagonistas, reclaman una dirección que lejos de fracturar aún más lo social de lo político y sus actores, los integre, articule y cohesione desde la raíz, impulsando colectivamente la construcción de una dirección sociopolítica –plural, articulada–, que conjugue protagonismos, identidades, problemáticas, historias, cosmovisiones, modos de vida y experiencias singulares; una dirección que se construya desde abajo a partir de la participación directa y plena de todos los actores sociopolíticos populares de cada proceso.

2

La conducción política se va construyendo y constituyendo en las coyunturas. Está marcada tanto por la problemática que enfrentan los diversos actores sociopolíticos, por su capacidad para enfrentarla, como por la correlación de fuerzas existente al interior del campo popular y de este respecto de las fuerzas de dominación. A través de las coyunturas los diversos actores desarrollan procesos de acumulación de experiencias, conciencia y organización, y esto origina formas y modos de dirección colectiva de los procesos sociales concretos.

No hay vanguardias predeterminadas. El liderazgo de las fuerzas populares está sujeto a variaciones: en un momento puede ser ocupado por un actor o conjunto de actores sociopolíticos y luego por otros; pueden darse casos en que un actor que integró la dirección de un proceso de lucha en determinado momento, luego, en otro, ni siquiera forme parte de la instancia de articulación; pueden abrirse espacios o situaciones –la historia latinoamericana lo demuestra–, en que un liderazgo individual actúe como catalizador y catapultador del proceso colectivo[95], lanzando al movimiento hacia nuevos retos de construcción, con nuevas tareas.

Esto se asienta en una modalidad profundamente flexible y creativa de las cuestiones referidas a la organización, a los roles, juicios, métodos de trabajo, estructura interna, etcétera, de la instancia colectiva de dirección; los actores sociopolíticos construyen su coordinación articuladora de modos diferentes ante conflictos también diferentes y en momentos diferentes. Esto sin negar la necesaria acumulación de fuerzas y experiencias organizativas y de dirección, que madura sobre la base de la articulación y la coordinación de las capacidades alcanzadas por los diferentes actores sociopolíticos.

¿Qué hace posible que una fuerza o un conjunto de fuerzas ocupe el lugar de liderazgo social y político en un momento dado?

La capacidad para lograr en ese momento la articulación de actores sociales, políticos o sociopolíticos (históricamente posible), para coordinar la lucha contra el poder en la forma y por los medios en que esta se manifieste[96]. Esta capacidad articuladora se asienta en relaciones permanentes de coordinación entre diversos actores, grupos, clases (y al interior de cada uno de ellos). Los actores sociopolíticos ya constituidos tienen una responsabilidad mayor en esa coordinación: apoyar a los más jóvenes en su actividad hacia una profundización de su proyección social, respetando su propia dinámica, sus definiciones y ritmos.

En este sentido podría compartir la afirmación de que las posibilidades de articulación-constitución del sujeto popular “dependen precisamente de la existencia de entidades políticas capaces de impulsar esa politización y de imprimir una dirección al proceso”[97], en tanto y en cuanto esas entidades políticas no están “reservadas” a los partidos de izquierda; ellos son parte de estos procesos, aunque no necesariamente porque no es ese un lugar reservado a la espera de su reacción. Lo ideal es que se logre una conjunción de iniciativas políticas entre partidos y organizaciones sociales, pero la experiencia latinoamericana reciente evidencia que, de no lograrse, la conducción política de las luchas y procesos de cambio puede ser la resultante del accionar articulado de diversos actores sociales –en tanto son actores sociopolíticos–, sin el concurso directo de los partidos políticos de (la vieja) izquierda.

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Ninguna instancia organizativa puede sustituir a los protagonistas.

Considero importante subrayar esta idea, pues tiene carácter de principio en relación con el sujeto político y la organización política.

El sujeto no es reductible (ni equiparable) a la organización política, y tampoco lo es respecto de la instancia organizativa que articule y contenga a la conducción. Ninguna instancia organizativa puede sustituir a los protagonistas de las transformaciones.

La instancia organizativa de una conducción política no constituye el sujeto político de los cambios; es el instrumento político de conducción político-social definido y adoptado por los diferentes actores sociopolíticos articulados, constituidos en sujeto político popular, en diferentes coyunturas del proceso sociotransformador, para lograr los objetivos propuestos en cada momento, en proceso estratégicamente encadenado. Las formas de conducción así como las herramientas orgánicas construidas para realizarla resultan también instrumentales; están en función del sujeto popular constituido, y no a la inversa.

Un claro ejemplo de ello lo da el MAS-IPSP, de Bolivia: una organización política que nace de la articulación de movimientos sociales indígenas y campesinos que la constituyen y proyectan allí lo relativo a su quehacer parlamentario gubernamental; existe una ínterdefinición entre ambas instancias, pero no independencia. El MAS-IPSP no es “la conducción” de los movimientos, sino la expresión político partidaria de estos para participar del sistema jurídico-político establecido, para cambiarlo y cambiar la sociedad.

4

Sujeto y conducción se intercondicionan e interdefinen permanentemente.

Tal afirmación puede parecer obvia, pero no resulta tan obvio comprender el profundo significado político que dicha afirmación encierra: en sentido estricto, no se puede hablar de la existencia de sujetos si los actores que lo constituyen no expresan su voluntad política en una estructura orgánica definida por ellos en función de alcanzar sus objetivos, o sea, de realizarse como sujetos políticos, pero en este caso el sujeto popular puede identificarse con su expresión organizativa, ni limitarse a ella.

La organización política es un instrumento fundamental del sujeto plural del cambio –entendido en su proceso histórico de constitución, que no se agota en el período inicial–, supone la participación del pueblo todo en su diversidad, apostando a sus capacidades y potenciándolas, para construir un mundo a su imagen, semejanza y deseos. En esta perspectiva, el proceso constitutivo de sujetos engloba a la humanidad toda, buscando estimular en los seres humanos procesos de reencuentro con su “esencia humana”, al decir de Los manuscritos… que no es otra cosa que un proceso de creación de la misma, en reencuentro –sobre nuevas bases– con la naturaleza y el cosmos.

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Para constituirse en conducción política no basta con una instancia organizativa que articule a los actores sociopolíticos fragmentados; es necesaria también la confluencia de tres factores cuya presencia considero indispensable: a) ser capaz de subordinar los conflictos del poder a los intereses y necesidades de las luchas sociales, o sea, romper con el Estado actual (predominante) de la correlación (política) de fuerzas, que subordina las luchas sociales a los intereses, necesidades (y conflictos) de los sectores del poder[98]. b) tener capacidad de anticipación y –sobre esa base–, c) poder cambiar sobre la marcha, súbitamente, el rumbo prefijado, según lo exija el desarrollo de los acontecimientos; es decir, darse cuenta de los saltos y adecuar el ritmo de lucha, convocatoria y conducción a las (constantes) nuevas exigencias que va abriendo el proceso.

A propósito de esto, reflexionando sobre la rebelión popular ocurrida en Argentina en diciembre de 2001, escribí sobre la relación entre lo espontáneo y lo consciente:

La [auto]convocatoria espontánea de amplios sectores de la población

hacia las calles y plazas en todo el país, marcó indudablemente el ritmo, las formas y el contenido de lo acontecido en diciembre. Tomando lo espontáneo como lo que es, parte de todo movimiento, también del movimiento social, debe entenderse que su irrupción en algunos momentos del desarrollo de las luchas sociales, resulta –además de inevitable– necesaria para avanzar. Lejos de considerarlo como un ‘defecto’ del proceso de construcción social y política, el desafío es ser capaces de captar –anticipadamente– el instante en que lo espontáneo irrumpirá con fuerza acelerando el curso de los acontecimientos, saltando vallas –tal es el arte de la conducción política–, para estar en condiciones de convocar y conducir al pueblo hacia la conquista de los objetivos propuestos.

Lograr esto es cuestión de olfato político: tener la capacidad de percibir, de intuir el momento y preparase para actuar en medio de él. Son dos elementos: capacidad de anticipación, y –sobre esa base– de convocatoria y conducción. Este es uno de los factores claves que –como déficit– evidencian los hechos de diciembre de 2001.

Otro, tiene que ver con la concepción acerca de la dinámica interna de los procesos sociales, que aún se evidencia como predominante en la mayoría de las organizaciones sociales y políticas existentes. En los sucesos de diciembre la aceleración del proceso y la masividad de protagonistas es tal, que rebasa las posibilidades organizativas y de propuestas desarrolladas hasta el momento por el movimiento social y político, y ello evidencia la presencia de una concepción que entiende el desarrollo de los procesos de luchas sociales, el proceso de acumulación y construcción, desde una perspectiva gradual, es decir, como sumatoria lineal y consecutiva de las partes al todo[99].

La acumulación supone la gradualidad, es cierto, pero se asienta y se realiza en los saltos, y estos ocurren a través de la conjuncióncontracción de lo espontáneo y lo consciente en un instante, como produciendo un crack que anuda la continuidad con la ruptura.

A ello hay que sumarle el peso de la sectorialidad y la fragmentación de las luchas y sus actores, más el intento de algunos sectores de “tomar distancia” de manifestaciones como la de los piqueteros, y la sobrevivencia de la división entre actores (organizaciones) políticos y actores sociales, producto tanto de prejuicios presentes en uno y otro sector, como del predominio de un espíritu de secta o corporativo que late agazapado atrás de cada argumento divisionista. Tales deficiencias están presentes como obstáculos, en mayor o menor medida, entre los diversos actores del campo popular. La rebelión de los argentinos tiene la gran virtud de mostrar el poder del pueblo, de recuperar y reverdecer su autoestima y la confianza en sí mismo, y también de evidenciar crudamente fortalezas y debilidades…[100]

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Es imprescindible crear y desarrollar una nueva cultura entre los actores sociopolíticos, que acompañe y fortalezca su articulación.

Construir una conducción sociopolítica colectiva, plural, articulada horizontalmente, supone necesariamente una diferenciación de roles entre todos y cada uno de los actores sociopolíticos. Lo cual alude directamente a la necesidad de cambiar las relaciones jerárquicas tradicionalmente instaladas entre los partidos de izquierda, las organizaciones sociales (de masas) y los movimientos sociales, abriendo cauce a otras nuevas sobre la base del desarrollo creativo de la democracia, la participación y la horizontalidad.

El desarrollo de nuevas prácticas al interior de las organizaciones sociales y políticas –y entre ellas–, irá sedimentando nuevos modos de construcción y relacionamiento, y todo ello irá abriendo cimientos para la formación y el desarrollo de una nueva cultura en y entre los actores sociopolíticos. Las demoras y prejuicios en este sentido, evidencian que no existe todavía una clara comprensión de lo que esto significa y, a la vez, la sobrevivencia de la cada vez más envejecida cultura. Por ejemplo:

—Entre los partidos tradicionales de izquierda –en gran medida respondiendo a posiciones defensivas–, se atrincheran más nítidamente las viejas concepciones. Por un lado, estos mantienen sus relaciones de subordinación de las organizaciones sociales, particularmente con aquellas alineadas tras sus banderas. Por otro –en algunas realidades–, despliegan una competencia despiadada con las organizaciones sociopolíticas en formación, buscando imponer su dirección en los espacios colectivos que se abren, práctica que frecuentemente abona el camino del estancamiento o el fracaso de las experiencias que intentan una construcción plural, multisectorial y multidimensional.

—En las filas de las organizaciones sociales –de modo inducido o espontáneo– han germinado posiciones corporativistas o apoliticistas que no admiten ninguna relación con los partidos, tampoco con los de la izquierda. Otras reconocen la necesidad de construir frentes o ámbitos político-sociales, pero –asumiéndose legítimamente como actores sociopolíticos– imaginan que transformando a sus organizaciones sociales en partidos políticos, la fractura entre lo social y lo político quedará eliminada y lo político-social se abrirá paso.

En algunas realidades, como en Argentina, por ejemplo, las posiciones en uno y otro sector se han polarizado. En determinadas organizaciones populares (sectoriales e intersectoriales), se consolidan sentimientos de rechazo a los partidos políticos sin distinguir izquierda ni derecha; en todos ven “más de lo mismo”.

Entre los partidos de izquierda, todavía existen algunos que continúan evadiendo las necesarias reflexiones críticas y autocríticas que reclaman las realidades sociales, a la vez que desoyen los señalamientos críticos provenientes de movimientos sociales, a los que frecuentemente descalifican a priori por considerar que responden a posiciones reformistas, espontaneístas, movimientistas, etcétera.

El resultado es la falta de diálogo franco y abierto entre ambos sectores, y la escasa o absoluta ausencia de pensamiento crítico, que se traduce en el sostenimiento de prácticas políticas en uno u otro ámbito, que poco contribuyen a superar las (viejas) limitaciones. Así, no pocas veces los ejes de las luchas se confunden, y –olvidándose de los poderosos–, se dedican más

esfuerzos y energías a luchar contra las organizaciones populares que piensan y actúan de un modo diferente al propio, en vez de convocar a la población que aún permanece como espectadora en sus casas, a ser protagonista de las luchas. Lejos de avanzar hacia la articulación como camino a la unidad, de la mano del sectarismo y los prejuicios, crecen aún más la división y la fragmentación.

La búsqueda de soluciones al divorcio existente entre partidos políticos de izquierda y movimientos sociales reclama una labor de reflexión conjunta, integradora. Sin embargo, no es una tarea sencilla.

El peso de la cultura política de la izquierda acuñada por las prácticas de lucha y organización de los pueblos durante el siglo xx, prevalece aún hoy como saber hacer de los movimientos sociales y los partidos políticos populares de Latinoamérica, simultáneamente con el nacimiento y desarrollo de nuevos modos de existencia, actuación y protagonismos políticos y sociales.

El choque entre las nuevas concepciones que van conteniendo y proyectando a las nuevas prácticas y sus protagonistas, y los paradigmas preexistentes que no se corresponden con lo que se está produciendo en la realidad, actúa como barrera u obstáculo, incluso en el seno de los propios autores de los cambios. El peso de la vieja cultura política verticalista subordinante está presente aun incluso dentro de organizaciones sociales que propugnan lo nuevo, que se plantean construir desde la democracia, la horizontalidad y la participación plena de todos los actores, pero sostienen prácticas que no pocas veces contradicen a sus postulados y proposiciones.

La construcción práctica cotidiana de lo nuevo y la reflexión sobre esas prácticas irán construyendo un nuevo saber colectivo que, partiendo de la experiencia –en un proceso práctico-pedagógico de aprendizaje colectivo–, se va conformando (y acuñando en la memoria) un nuevo modo de hacer, de estar, de ser y de interrelacionarse con los demás, es decir, un modo de proyección social culturalmente diferente, conformando también un poderoso movimiento sociocultural.[101]

El peso de la cultura vanguardista, que está presente con mayor fuerza en los partidos de la vieja izquierda, se expresa también en las mentalidades de quienes esperan “la orientación”. Esta presente también en la concepción de lo que “debe ser” una organización política enfrentada a lo que “es”; está presente en los todavía extendidos criterios acerca de lo que significa hacer política y quiénes la hacen  (representación). Todo esto, de conjunto, bloquea el reconocimiento por parte de unos y otros de la necesidad de modificar su prácticas y

–por esa vía– modificarse a sí mismos, apoyándose en el diálogo abierto y franco entre todos aquellos actores políticos y sociales, que en su lucha por la sobrevivencia han acumulado una rica experiencia en la organización de la población, en sindicatos, en zonas campesinas, en las grandes concentraciones urbanas, en las comunidades indígenas…

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Las reflexiones sobre las experiencias de luchas sociales en Latinoamérica, particularmente acerca de aquellas que han construido articulaciones sociopolíticas, permiten identificar un conjunto de elementos que contribuyen a caracterizar algunos pilares básicos para promover el desarrollo de las relaciones sociopolíticas.

Respetar la autonomía de cada uno de los actores sociopolíticos

El concepto autonomía, indica la presencia de cualidades diferenciadoras en cada una de las partes autónomas a la vez que da cuenta del sentido de pertenencia de estas al todo del que se señala su condición de autónoma, es decir, diferenciada e interdependiente, en interrelación con las otras partes autónomas e intercondicionadas por y hacia ellas. A diferencia de la noción de independencia, la de autonomía supone la necesidad de la articulación, es la base para ella.

Construir una organización sociopolítica, sindical o barrial autónoma en su relación con otras similares, implica promover la autonomía también en su interior, lo que supone la participación democrática y plena de sus miembros en la toma de decisiones y en la ejecución de las mismas.

Reconocer la identidad de cada actor social

El respeto a la autonomía de los actores sociales, sociopolíticos o políticos, implica directamente el reconocimiento de su identidad.

Y la identidad –al igual que la organización, que la conciencia, que el propio actor-sujeto–, se construye en la lucha[102], esto es, mediante la relación con los otros, dentro del mismo campo popular y, teniendo a este como lugar de pertenencia, en su relación con las fuerzas del campo de la dominación.

Identidad alude a lo que define a un colectivo humano como tal y no otro, es decir, a lo que lo unifica, lo cohesiona en su interior a la vez que lo diferencia de todo lo exterior a él (en diferentes grados).

O sea, que, si toda identidad alude a una diferencia respecto de otros, el reconocimiento y respeto de las identidades no es otra cosa que el reconocimiento y respeto de esas diferencias. Es esto lo que está en la base de la posibilidad de establecer relaciones horizontales en la articulación de los diversos actores sociopolíticos.

Un segundo problema es definir en torno a qué objetivos se logrará esa articulación, pero esto está también muy anudado a los aspectos anteriores, ya que la definición de esos “qué” no vendrá dada de parte alguna sino que será parte y resultado del proceso de construcción plural articulada.

Promover y desarrollar relaciones horizontales entre los diversos actores sociopolíticos

La superación del esquema jerárquico, subordinante y vertical de organización y dirección política del proceso de transformación es clave en el proceso de conformación del sujeto popular; en él resulta importante apelar a la horizontalidad: a desarrollar relaciones de paridad y solidaridad entre los seres humanos, de interdependencia, interpertenencia e indisolubilidad de lazos entre la humanidad y la naturaleza.

Es importante no identificar la propuesta de horizontalidad en las interrelaciones sociales con una determinada forma organizativa.

Si se limitara a ser o proponer una forma organizativa, además de empobrecer su alcance revolucionario, lo horizontal terminaría anulándose como propuesta, concepción y basamento de lo nuevo.[103]

La apuesta es aprender a ser cada vez más horizontales, en las interrelaciones sociales y personales, en las formas organizativas, en la relación con la naturaleza. En todos los órdenes la humanidad transcurrirá –está transcurriendo–, por una larga transición hacia lo nuevo, a la vez que va gestándolo y construyéndolo colectivamente.

En este empeño, el concepto horizontalidad significa (y propone) una lógica diferente de organización e interrelacionamiento social, grupal e individual a la que hay que apostar cada vez más, construyéndola, cambiando en las prácticas cotidianas la cultura individualista y fragmentaria del capital y el mercado, reemplazándola por nuevas interrelaciones basadas en nuevas modalidades y nuevos parámetros de reconocimiento de igualdad de derechos y aceptación de modos de vidas diversos, de todos los ciudadanos y ciudadanas del planeta.

La lógica de horizontalidad social implica precisamente el reconocimiento de las diferencias, la plenitud real y efectiva de derechos para todos y todas. Se supone a sí misma intercultural, es decir, se asienta en el reconocimiento e interrelación efectiva –en equidad de condiciones y derechos– de todas las “razas”, identidades, culturas, religiones, modos de vida, inclinaciones sexuales, etcétera, de los seres humanos. Apela a la interculturalidad, se nutre de ella y apuesta a ella como sustrato para la convivencia de las diferencias y diversidades humanas.

Articular los distintos espacios de luchas respetando las identidades y experiencias de los actores de cada sector, sus cosmovisiones, decisiones, sus ritmos y tiempos

Esto es particularmente notorio para las comunidades indígenas, para las comunas y consejos comunales, para organizaciones sociales campesinas, o aquellas asentadas en barrios populares. En este caso, por ejemplo, funcionan a partir de lo cotidiano en un ámbito territorial definido; tienen muy presente que, los procesos democráticos de participación implican, en cierto modo, lentitud, porque hay que montar la lucha desde la base y esto requiere de encuentros, asambleas, jornadas de trabajo, reflexión, lo que es totalmente diferente a montar un programa de lucha entre cinco, seis o diez dirigentes en una mesa de trabajo. Por más claridad teórica y política que tengamos, ese programa nunca será asumido realmente por la población.

La dificultad de Copadeba para coordinar con las organizaciones de izquierda partidaria es por eso, porque vamos a un ritmo lento. Siempre nos planteamos partir de las necesidades de la gente y tratamos de incorporar cada vez a más personas a este proceso.

No montamos nunca un programa de lucha desde arriba, ni en la coordinación de Copadeba, ni con otros grupos populares. Porque luego los mismos dirigentes tenemos que ejecutar ese programa y la gente nos va a mirar desde la acera de su casa. Y eso no es lo que nosotros queremos.[104]

Interculturalidad y descolonización

Lo intercultural, desde la perspectiva liberadora y de liberación, hace referencia a la interrelación entre las personas diferentes en condiciones de paridad y complementariedad, es decir, sin establecer un polo cultural hegemónico. Desde el punto de vista político, esto implica un reconocimiento y relacionamiento equidistante (horizontal) entre sí de todas las culturas, identidades y cosmovisiones, y reclama la construcción de plataformas jurídicas que sirvan de soporte institucional para que las diversidades sociales, culturales, etcétera, puedan interrelacionarse en un efectivo soporte jurídico de igualdad.

La convivencia en equidad de los y las diferentes exige el reconocimiento institucional de derechos civiles, políticos, sociales, sexuales, reproductivos y culturales, que garanticen su ejercicio real, y ello requiere –al mismo tiempo– de la voluntad para comprender al otro, que la tolerancia se abra paso ante tanta intolerancia acumulada, para transitar –desde ahí– hacia la aceptación mutua[105].

Por eso esta concepción de la interculturalidad liberadora se diferencia de la multiculturalidad, el pluralismo y la inclusión.

Lo multicultural –como lo plural– se orientan al registro de la diversidad étnica social y señala –tal vez– la necesidad de buscar canales para pensar, construir y ejercer lo público con otros modos de interrelacionamiento (político, económico, social y cultural)[106].

Pero lo multicultural y lo plural no presuponen una interrelación entre iguales; hay un multi o pluriculturalismo que en realidad solo acepta lo diverso “para la foto”, pero mantiene las relaciones jerárquicas subordinantes entre aquellos que estarían ubicados en la cúspide que “sabe, decide y manda”, y los de abajo que “no saben, no deciden y obedecen” (o deberían obedecer). Es el multiculturalismo y el pluralismo que aceptan los poderosos: el que no cuestiona, el que no modifica nada, el que proclama una pluralidad que  los deja en el centro y con el cetro. Por ello, es central que el pluralismo y la multiculturalidad se conciban articulados con la interculturalidad, que la presupongan.

El aporte o planteo de los pueblos originarios a este debate civilizatorio resulta, a la vez que demandante de reparación ante una injusticia histórica, profundamente cuestionador de la civilización dominante, basada en el saqueo, la conquista territorial, la destrucción, la exclusión y la muerte de millones de seres humanos. Ellos reclaman –junto con la reparación histórica– el reconocimiento de sus derechos, saberes, identidades y modos de producción materiales y espirituales, institucionales y no institucionales de vida.

Y con ello, apuntalan las tendencias que defienden la necesidad de construir un nuevo modo de interrelacionamiento social como base para un nuevo modo de organización de las comunidades sociales entre sí y con el Estado y sus interrelaciones, dando paso a la vez a la emergencia de un nuevo tipo de ciudadanía y democracia: raizalmente participativa e intercultural.

En tal sentido, la interculturalidad liberadora supone la descolonización del modo de vida y de pensamiento, de las prácticas de resistencia, lucha y organización de los actores sociales y políticos.

Los actuales procesos de liberación que se desarrollan en el continente, con protagonismo marcado y creciente de los movimientos indígenas y populares demuestran no solo que es posible, sino vital, la construcción/constitución en cada país de Estados plurinacionales, descolonizados e interculturales. Esto resulta, en principio –además de un problema– un ideal, un objetivo que, cual brújula sociopolítica, orienta y abona el camino hacia una sociedad y un mundo intercultural horizontalmente articulado.

En el proceso boliviariano se lo define como “Socialismo del siglo xxi”, en tanto se trata de un socialismo renovado y construido desde abajo a partir de la participación protagónica de los pueblos, sin colonialismos internos ni externos. Junto a este, los procesos populares-revolucionarios que tienen lugar en Ecuador, en Nicaragua, en El Salvador, en la revolución democrática y cultural de Bolivia, heroicamente creados y construidos por sus pueblos desde abajo, constituyen la primer y más integral experiencia de interculturalidad y descolonización; es un aprendizaje colectivo.

Interculturalidad y descolonización replantean los criterios acerca de la unidad del campo popular y los caminos para construirla:no se logra sobre la base de la unicidad ni la homogenización de todo pensamiento y opción, ni aplicando la lógica del “ordeno y mando”. Setrata de una unidad formada en base a la complementariedad y la articulaciónde los y las diferentes para enriquecer lo colectivo, erigido enverdad histórica. Esto supone –siguiendo cosmovisiones otras– reconocerla incompletitud de cada uno, en lo individual y en lo sectorialy, consiguientemente, ver en las diferencias, en el otro y en la otra, laposibilidad de completitud, desarrollando variados procesos de articulaciónbasados en el reconocimiento de las virtudes y ventajas de lodiferente, más que en sus restricciones.[107]

Se trata de estimular o generar procesos de abajo hacia arriba y viceversa, entre los diversos sectores y actores sociales y sus culturas y modalidades de expresión y actividad en sus dimensiones micro, como, por ejemplo, el ámbito comunal o comunitario, conjugándolos en una nueva dimensión colectiva compartida e interarticulada. Se trata, en definitiva, de poner en sintonía diversas formas, entendimientos y modalidades del saber hacer que concurrirán, en aras de conformar nuevas modalidades y saberes colectivos surgidos de los pueblos y construidos mediante su participación y sabiduría.

Una pedagogía intercultural

A través de los actores sociales se articulan también saberes populares fragmentados, rescatados, interarticulados y potenciados como saberes de todos para todos. Tal es la labor primera de la pedagogía intercultural: los distintos actores y actoras sociales la llevan adelante simultáneamente con el proceso de construcción de saberes colectivos. En este, la concepción (y la práctica) de la educación popular resulta altamente enriquecedora.

Saberes y poderes se conjugan en los procesos de su realización, deconstruyendo unos, y construyendo el propio, el popular, aportando a su acumulación[108].

Por ello la educación popular resulta, por un lado, cuestionadora radical del poder hegemónico, discriminador y excluyente del capital, contribuyendo a que los sujetos tornen visibles sus nexos e interrelaciones. Por otro, al fortalecer el conocimiento colectivo de los movimientos sociales acerca de sus experiencias, al contribuir al mejor análisis de evaluación de logros y deficiencias, la educación popular resulta clave también para los procesos de empoderamiento social, entendiendo que el primero y fundamental de ellos es el del saber: qué, cómo, para qué, quiénes.

Superar los prejuicios presentes en una y otra parte

El respeto a la identidad y autonomía de cada cuál –base para el desarrollo de relaciones horizontales entre los diversos actores sociopolíticos–, implica una relación biunívoca que no siempre se logra. En este sentido, superar prejuicios o criterios arraigados por antiguas prácticas, tanto por parte de los partidos de izquierda como de las organizaciones sociopolíticas populares, es un requisito primero.

Las nuevas relaciones entre los actores sociales y políticos, la conformación de lo sociopolítico colectivo, irá cuajando en la propia práctica de construcción, sin recetas preconcebidas, precisamente porque se asienta en el reconocimiento de la autonomía e identidad de cada uno de los actores sociopolíticos y en el de la horizontalidad de sus relaciones.

De ahí que el objetivo fundamental de estos planteamientos –lejos de pretender presentar un conjunto acabado de pasos que habría que dar para resolver el actual y antiguo y radical divorcio entre los partidos de izquierda y las organizaciones y movimientos sociales–, sea el de contribuir –sobre la base de las enseñanzas actuales y las que vayan surgiendo de las experiencias concretas de resistencia y lucha de los distintos actores sociopolíticos latinoamericanos–, a una reflexión profunda sobre las prácticas, a una revisión crítica y autocrítica del modo en que se ha trabajado durante muchos años en uno y otro sector y en las relaciones entre ambos y, a la vez –sobre esa base–, a un replanteo de la concepción con la que se ha llevado y se lleva adelante ese trabajo y esa relación.

Esto supone un replanteo conceptual y metodológico acerca de la política, lo político, y sus protagonistas, y acerca de cómo hacer política de un modo y con un contenido que se corresponde con las experiencias acumuladas y las exigencias actuales de las luchas y la situación histórica concreta que vivimos. Es un profundo llamado a la creatividad e imaginación, potenciando la capacidad de aferrarse a la vida, de amar, y de soñar de los pueblos.

Otro mundo será posible si somos capaces de anticiparlo creadoramente en nuestras mentes y hacerlo realidad colectivamente con nuestras prácticas, día a día, aprendiendo de ellas, enriqueciendo nuestro pensamiento y nuestra perspectiva revolucionaria.

El reto es ir haciendo realidad el futuro en nuestras actividades del presente, en nuestras organizaciones, en nuestras familias, esculpiendo el nuevo mundo desde el interior de cada uno de nosotros y nosotras.

8

Construir una amplia fuerza social de liberación.

La vía democrática de transformación social constituye un novedoso gran desafío para las organizaciones sociales y políticas populares.

Ella implica que en cada momento del proceso haya que optar y ratificar o rectificar a favor de quiénes y de qué políticas se está, y para quienes gobiernan los que gobiernan. Esto es siempre una opción consciente construida cotidianamente desde abajo.

En proceso de liberación, gobernar supone ir transformando la democracia, profundizándola, abriéndola a la participación de la ciudadanía, simultáneamente, se van rescatando democracias preexistentes en los pueblos (por ejemplo, los pueblos originarios y sus prácticas comunitarias) y se van construyendo otras modalidades. Esto va conformando las bases para una nueva legalidad y jurisprudencia (y viceversa), respaldo y sostén de los procesos sociotransformadores colectivos, constructores también en lo político de una nueva cultura de poder basada en la participación colectiva creciente del pueblo en el proceso de toma de decisiones, en la ejecución de las resoluciones y en el control de los resultados, es decir, en la gestión gubernamental toda.

En esto, como en las demás áreas y ámbitos, es vital el empoderamiento creciente y liberador de los pueblos. Un ejemplo en este sentido, puede encontrarse en Venezuela, en el proceso de construcción de las Comunas, y en la instalación de los Consejos Presidenciales, que abren el protagonismo político a los diversos sectores del pueblo en aras de ir haciendo realidad –desde los territorios hasta las instituciones estatales y gubernamentales–, la definición de “Pueblo Presidente”, que sintetiza un pueblo empoderado, un pueblo consciente de su poder y con capacidad creciente para ejercerlo, cogobernando sus destinos.

En este empeño, resulta fundamental que esta participación se profundice y desarrolle encaminada a la construcción de una amplia fuerza social parlamentaria y extraparlamentaria capaz de impulsar el proceso hacia transformaciones mayores, buscando trascender el capitalismo y la lógica del capital, aportando a la conformación de una alternativa local (nacional) y –a la vez– continental, de liberación de los pueblos, orientada hacia (lo que en un futuro podrá llegar a ser) un mundo nuevo, basado en la “democracia comunitaria”, creado y construido –desde abajo y día a día– colectivamente por los pueblos con sus diversidades, cosmovisiones, identidades diversas.

En tal sentido, el desafío político neurálgico para la transformación de la sociedad desde abajo hacia la superación del capitalismo, radica en construir –desde cada lugar– un amplio movimiento sociopolítico articulador de las fuerzas parlamentarias y extraparlamentarias de los trabajadores y el pueblo, en disputa con las fuerzas de dominación parlamentaria y extraparlamentaria del capital (localglobal).

Y ello demanda una profunda transformación ideológica, política y cultural en la militancia: mirar la realidad del presente y sus desafíos sin las anteojeras político-culturales del pasado.

9

Articular múltiples ámbitos, problemáticas, tareas y actores sociales y políticos.

La conformación de una fuerza social, cultural y política de liberación es parte del proceso político-cultural colectivo que realizan los actores empeñados en el desarrollo de su conciencia política. Esta se traduce en saberes colectivos, organización, imaginación, propuestas, acción, proyecto y poder popular, es decir, es parte de la disputa cultural actual.

Esto, entre múltiples razones, habla de un nuevo tipo de organización política, con estructuras abiertas y con capacidad para construir propuestas conjuntas entre diversos actores sociales, respetando sus problemáticas, sus experiencias y puntos de vista, pensando y actuando en todo momento desde y con el pueblo.

Para la izquierda partidaria preexistente, esto supone, en primer lugar, refundar sus organizaciones políticas buscando que se transformen en instrumentos capaces de aportar a la concreción de las tareas políticas que demanda la hora actual, saliendo del internismo, dejando de ser un fin en sí mismas. En segundo lugar, supone replantearse su razón de ser, abandonando su auto convicción elitista de vanguardia, reubicándose como parte de un conjunto de actores sociopolíticos diversos que –entre todos– habrán (o no) de constituir un actor colectivo plural, sujeto de los cambios, articuladamente con la definición del proyecto de liberación y la construcción, acumulación y disputa del poder propio en cada momento.

10

Anclar el ideal de la nueva sociedad en todos los ámbitos de la vida cotidiana.

Las lógicas del pensamiento y la acción política predominante hasta tiempos recientes entre las filas de la izquierda partidaria, erigían un muro insalvable entre lo cotidiano y lo político, entre lo reivindicativo social y lo político general, y contraponían un ámbito con otro, y también a sus actores, sus problemáticas y sus luchas, sus modos de organización, sus capacidades, sus identidades y sus conciencias. Resultaban contrapuestas también, en consecuencia, las soluciones posibles, las propuestas.

Las nuevas miradas políticas construyen el ideal social de modo colectivo a partir de la cotidianidad de las personas, integrándola, conteniéndola y proyectándola en una nueva dimensión. Porque la ideología del cambio es parte del proceso social vivo, y no un dogma apriorístico establecido por fuera de los procesos reales que habría que asimilar. Los actores sociales no son “portadores” de una ideología implantada en sus conciencias desde el exterior (por los partidos o los intelectuales de izquierda). Los pueblos que se rearticulan y organizan para enfrentar al capital, van construyendo día a día su conciencia política a partir de su (modo de) ser social, en sus prácticas de resistencia y lucha contra el capital; son los protagonistas de la lucha y la creación de lo nuevo, sus hacedores.

La articulación de lo reivindicativo y lo político desde lo cotidiano y lo comunitario, traza un camino concreto y efectivo de lucha contra la alienación política, ya que contribuye a la democratización y ampliación de la participación política y social protagónica de los diversos actores sociales. Con esta potencialidad, construir un nuevo tipo de poder social que emane directamente de los territorios, de las comunidades, de los centros laborales, y se construya sobre la base de la participación democrática directa de sus actores sociales en las decisiones políticas colectivas, es una realidad que ya comienza a vislumbrase en los procesos sociotransformadores que se desarrollan actualmente en el continente.

Desde abajo y con el protagonismo de los y las de abajo, se van gestando y desarrollando formas equitativas, horizontales y democráticas de organización y en las relaciones entre los hombres y las mujeres que le dan vida. Todo ello alimenta el deseo hacia un mundo mejor y fortalece la voluntad de miles de millones de seres humanos para hacerlo realidad.

Construir una nueva conciencia, una(s) nueva (s) subjetividad(es) colectiva(s), que devendrán en nuevos imaginarios sociales, es también parte de los desafíos revolucionarios hacia la nueva civilización.

En ello estamos…

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[1] Fausto Bertinotti, “La socialdemocracia reformista no está más en la agenda”, The Guardian, (2003, agosto 11), (Londres).

[2] New Labour.

[3] Leonardo Boff, ¿Choque de civilizaciones?, Alai: 2003, [versión digital], disponible en: www.alainet.org/es/active/3530 [18/8/2015].

[4] El análisis de los contenidos ideológico-culturales de esas barreras resulta central para la comprensión de las claves teórico-prácticas que ayudarán a avanzar en el proceso de búsqueda colectiva de alternativas, de nuevas opciones organizativas y políticas para contener y conjugar a las nuevas y numerosas expresiones de actores sociales con identidad propia y protagonismo pleno.

[5] Falsa en el sentido de no “natural”, no propia de la organización de la sociedad. La división entre partido y sindicato respondió y responde a la lógica del desarrollo ampliado del capital y su modo político de organización de la sociedad que impide la participación y expresión política directa de los trabajadores en los ámbitos del poder político (del capital).

[6] Ver parte III de este libro, “Un nuevo tipo de conducción política”, epígrafe 2.

[7] István Mészáros, The Alternative to Capital’s Social Order, K. P. Bagchi & Company, Kolkata: 2001, p. 67.

[8] Algunos autores distinguen varios tipos o categorías de sujetos: sujeto social, sujeto social de la revolución, sujeto histórico y sujeto político. Según esa lógica, sujeto social sería el conjunto de clases y sectores sociales objetivamente interesados en las transformaciones revolucionarias; sujeto social de la revolución, sería la reunión de una especie de vanguardia de cada uno de los sectores del sujeto social; el sujeto político sería la vanguardia del conjunto del sujeto social de la transformación, por ser el portador de la misión histórica; y el sujeto político sería la vanguardia de ese sujeto histórico y, por tanto, de los “otros” sujetos, que quedarían organizados de mayor a menor, sujetados verticalmente de y por ese sujeto político.

[9] Si por política se entiende “(…) al espacio en el que se realizan las prácticas políticas (…), la política es básicamente un espacio de acumulación de fuerzas propias y de destrucción o neutralización de las del adversario con vistas a alcanzar metas estratégicas”. Helio Gallardo, Elementos de política en América Latina, Editorial DEI, San José: 1989, pp. 102-103. Práctica política, por tanto, es aquella que tiene como objetivo la destrucción, neutralización o consolidación de la estructura del poder, los medios y modos de dominación, o sea, lo político. (…) Así como la política ha sido transformada por el mercado, que ha penetrado sus espacios, sus contenidos y sus modos de acción borrando las fronteras de lo económico y lo político, también lo político se ha modificado, ha salido de su esfera tradicional para ocupar (compartir, estar presente en) los espacios de la economía, es decir, del amplio espectro de las relaciones sociales que en ella se originan. Lo político ha penetrado como nunca antes en el mundo del mercado, mezclándose con un espacio antes reservado casi exclusivamente a la economía. Esto permite replantear los nexos entre lo político, la política y el poder (objetivo último de la acción política), sin reducir a este al poder político, concepción tradicional y frecuente entre sectores de la izquierda latinoamericana, que sirvió de base a estrategias de confrontación social directa por la conquista del poder político, y que entendía por lucha política popular solamente a aquella dirigida directamente a golpear el poder político de la dominación y a conquistarlo o ‘tomarlo’”. Isabel Rauber, Actores sociales, luchas reivindicativas y política popular, UMA, Buenos Aires: 1997, pp. 8-9. Actualmente puede encontrarse en edición digital en: www.rebelión.org.

[10] Asumir lo político y la política con sentido amplio y popular supone reconsiderar lo que se entiende por escena política, tradicionalmente considerada como el campo de acción abierta de las fuerzas sociales mediante su representación en partidos. Si se toma en consideración que la “reducción, congelamiento o anulación de la escena política no disuelve como por arte de magia ni el campo de la dominación ni la existencia de oposiciones, desplazamientos y asimetrías entre las fuerzas sociales”, y que “la desaparición de los partidos no supone, pues, la desaparición de lo político y de la política” H. Gallardo, Elemento…, op. cit., p. 16, resulta evidente que la escena política comprende al conjunto de fuerzas sociales actuantes en el campo de la acción política en un momento dado, independientemente de que estas se hallen organizadas o no en estructuras político-partidarias. Respetando todo lo que son o puedan llegar a ser las opciones partidarias, la participación política de la ciudadanía, de hecho, reclama la incorporación de los diversos actores a una discusión y a un escenario más amplio que el de los partidos. Isabel Rauber, Actores…, op. cit., pp. 7-8.

[11] Samir Amín, Crítica de nuestro tiempo, Siglo XXI, México: 2001, p. 60.

[12] Mészáros seguramente habla de esto, por ejemplo cuando, refiriéndose a la necesaria re-articulación entre el “brazo industrial” y el “brazo político” señala que ello “… se hará, por un lado, confiriendo poder de decisión política significativa a los sindicatos (incentivándolos a ser directamente políticos), y haciendo que los partidos políticos adopten una actitud desafiantemente activa en los conflictos industriales como antagonistas irreductibles del capital, asumiendo la responsabilidad por su lucha dentro y fuera del parlamento.” I. Mészáros, The Alternative…, op. cit., p. 67.

[13] Por ejemplo, las experiencias político-sociales de Bolivia, Colombia, Argentina, que se referencian específicamente en el capítulo II de este libro

[14] I. Mészáros, The Alternative…, op. cit., p. 79. [Cursivas del autor].

[15] Las clases sociales del capitalismo (y no en todos los “modos de producción” como se dice en la obra fundamental de los marxismos de la II y III internacionales) no se definen solo por las relaciones de producción (y de repartición de la plusvalía). El capitalismo se basa en la enajenación económica, dice Marx (en mi lectura), por oposición a las sociedades anteriores que analizo como basadas en otras formas de aversión (metafísica en mis proposiciones a ese respecto). El trabajo enajenado constituye un elemento no menos fundamental que su aprovechamiento en el análisis del mundo moderno. Dejar atrás el capitalismo es entonces no solo “corregir la repartición del valor” (lo que no produce más que una quimera de “capitalismo son capitalistas”), sino también liberar a la humanidad de la enajenación económica. S. Amín, Crítica…, op. cit., pp. 58-59.

[16] Marx, Rosa Luxemburgo, Lenin, Gramsci, Althusser, Foucault, Mariátegui –para mencionar a clásicos indispensables– junto a contemporáneos de similares quilates como Pierre Bourdieu, Enrique Dussel, István Mészáros, Samir Amín, Alain Badiou, George Lavica, Franz Hinkelammert, entre otros.

[17] “Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia debiera mover más a compasión si no hubiera tantos corazones de piedra; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros cuyos retiros, todos, están desfalcados, cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya, contemplándola siempre tristemente como Moisés a la tierra prometida, para morirse sin llegar a poseerla, que tienen que pagar por sus parcelas como siervos feudales una parte de sus productos, que no pueden amarla, ni mejorarla, ni embellecerla, plantar un cedro o un naranjo porque ignoran el día que vendrá un alguacil con la guardia rural a decirles que tienen que irse; a los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se les paga; a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales, a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida, cerradas todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica. ¡Ese es el pueblo, el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje! A ese pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: “te vamos a dar”, sino: “¡aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sea tuya la libertad y la felicidad!”. Fidel Castro, La historia me absolverá, Editorial de Ciencias Sociales. La Habana: 2007, [versión digital], disponible en: http://www.cubadebate.cu/wp-content/uploads/2009/05/ la-historia-me-absorvera-fidel-castro.pdf

[18] Ver: Carlos Marx, Miseria de la filosofía, Editora Política, La Habana: 1963, pp.164-173.

[19] El concepto “desde abajo” se refiere –en la definición que propongo– al fundamento de lo existente que se quiere transformar o sobre lo que se quiere influir; se refiere a lo que (llega y) parte desde la raíz de todo fenómeno. A la vez, indica que, simultáneamente, “desde abajo” también –en el propio proceso de transformación– va naciendo lo nuevo, construyéndose día a día. Poco tiene que ver entonces, con la ubicación geométrica del problema, de los actores, de las propuestas o las esferas en las que se actúa, aunque cierto es que –en la acepción corriente– se emplea frecuentemente como sinónimo de “desde las bases”, o para indicar que algo está por debajo de otro algo que estaría “arriba”. Para profundizar en este tema, puede consultarse el libro de mi autoría Claves para una nueva estrategia, construcción de poder desde abajo, Pasado y Presente XXI, Santo Domingo: 2000.

[20] “Trabajadores, intelectuales, pequeños empresarios, jubilados, amas de casa, estudiantes, todos, precisamos unirnos para construir un nuevo proyecto para Brasil. UN PROYECTO DEL PUEBLO BRASILERO.” Roseli Salete Caldart, Pedagogía do movimiento sem terra, Editora Vozes, Petrópolis: 2000, p. 264.

[21] Pueden consultarse los documentos de la CTA en el sitio: www.cta.org, y entre la bibliografía con investigaciones directas sobre el tema, mis libros: Una historia silenciada, Buenos Aires; Editora Jurídica:1998 y Tiempos de herejías, Buenos Aires, Instituto de la CTA: 2000.

[22] Como dice Blanca Chancoso: “(…) Desde mucho tiempo se ha invisibilizado –así como se invisibiliza a las mujeres, mucho más– a los pueblos, a las nacionalidades indígenas, que hemos sido muy invisibles también. // Desde cuándo se nos negó la existencia, se nos negó que habláramos nuestro idioma, que vistiéramos como lo que somos, desde cuándo nos quitaron incluso nuestras propias formas de gobernabilidad, incluso se quedaron truncadas nuestras ciencias. Creo que es importante en estos momentos, que hablemos también de esta situación. Porque mucho se quiso confundir. Cuando vinieron los primeros supuestos conquistadores –los invasores, decimos nosotros–, nos dieron un nombre que nunca fue nuestro; confundidos de país, por eso nos dieron el nombre de indios, pero en la etapa de desarrollo de la colonia, por querernos dar un trato igualitario o un trato supuestamente de respeto, nos han dicho ‘naturales’; otros, los antropólogos, nos han llamado ‘tribus’, o lo que sea (…) Con el avance de la lucha social que se ha dado en otros países, que también ha ido influenciando en muchos lados, nos dieron a todos el nombre generalizado de ‘campesinos’, como los trabajadores del campo. Pero es importante diferenciar, y yo me atrevo a esto, porque nosotros sí tuvimos un proceso de este término. Y eso nos ha estado costando mucho hasta ahora: que se nos aceptara como tal. Con eso no quiero decir que queremos aislarnos, ni sentirnos como algo del folclore; al contrario, es partir de nuestra identidad, afirmar de lo que somos nosotros”. Blanca Chacoso, “Fortalecer los lazos de solidaridad entre nosotros”, Pasado y Presente XXI, (Santo Domingo), nº 4, (2002, diciembre), p. 26.

[23] Decía alguna vez, no sé si por buena o mala suerte, no sé cuál sea, pero mientras más nos han quitado de la ciudad, de las planicies, de los barrios, los indios –quizá para autoprotegernos– como que nos hemos ido cada vez más hacia adentro, a la selva, hacia la montaña, y en los espacios donde hemos estado, hemos encontrado minas de minerales, ahí está el petróleo, ahí está el azufre, ahí está (…) bueno, algunos recursos naturales importantes también. Entonces ahora tienen que acabar la conquista ahí. Y también ha habido las resistencias para no permitir justamente a las petroleras, a las transnacionales, que se lleven nuestros recursos. Y entonces ahora, bajo el paraguas de combatir el narcotráfico, han empezado a fumigar de manera generalizada, sin respetar ni la soberanía de los países, ni las fronteras (…) entonces también sobre los humanos. Y claro, con el famoso Plan Colombia, se ha generado ahora el desplazamiento obligado de los indígenas de esas poblaciones. Y mañana estaremos sin territorio; en nuestro territorio estará puesto algún letrero que diga: prohibido pasar; prohibido regresar. ¿Y dónde es que vamos a quedar los indios que éramos dueños de ese espacio? Deambulando en las calles, mendigando porque no sabemos trabajar en la ciudad; la vida es del campo también (…) Esta situación no se ha hablado, y para nosotros la única forma de poder proteger la vida y también esos espacios, ha sido justamente afirmar nuestra identidad, para poderla sentir y con ese amor seguir defendiendo”. Ibidem.

[24] Cuando lo electoral es meta, deslegitima cualquier camino; son las metas las que dan sentido al camino electoral, reconociendo, en primer lugar, que es un ámbito de lucha y construcción de la época actual. Pero para que así sea, es importante asumirlo como instrumental en relación con los fines; es para potenciar la participación profundizando la democracia, es para abrir el gobierno a las decisiones del pueblo participante, es para construir y acumular poder social utilizando la herramienta de gobierno como privilegiada, como facilitadora y acentuadora —en ese sentido— de los procesos transformadores de las mayorías protagonizando su historia.

[25] (…) somos los herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos somos millones y llamamos a todos nuestros hermanos a que se sumen a este llamado como el único camino para no morir de hambre ante la ambición insaciable (…) “Declaración de la Selva Lacandona”, 2 de enero de 1994. En: EZLN, documentos y comunicados n° 1, Ediciones Era, México: 2000, p. 33.

[26] Salomón Susi Safarti (Comp.). Pensamientos del presidente Chávez, Ediciones Correo del Orinoco, Venezuela: 2011, pp. 39-48.

[27] Estas resultan un corte en el proceso práctico-reflexivo que asumo colectivo y, en tanto tal, marcan un punto de cierre a la vez que de apertura de un nuevo bloque de temas y problemas (o del mismo en otras dimensiones) a investigar, construir, debatir, reflexionar.

[28] El reduccionismo de clase considera que la eliminación de las bases materiales de producción de plusvalía directa, elimina “automáticamente” la conciencia enajenada de la clase, y con ello, toda enajenación posible en otros sectores de la sociedad igualmente (proletarizados), discriminados y oprimidos.

[29] El enfoque reduccionista en la comprensión del alcance de la revolución y su significado, relega a un segundo plano la lucha contra la enajenación, asumiéndola como algo estrictamente económico inherente al capitalismo y no a la lógica reproductiva del capital, limitando con ello la condición de sujeto enajenado a la clase obrera, a la que considera –por tanto– la única clase verdaderamente interesada en liberarse de las cadenas del capitalismo. Esto no es así, no solo a nivel de una organización social en general, sino también y muy especialmente, en los países del Tercer Mundo, en nuestro continente subdesarrollado, donde no solo la clase es enajenada, sino que a través de ella y con ella, el pueblo y la nación misma. El planteo de liberación nacional comprende ese sentido también; no es una relación externa entre Estado nacional y nación imperialista, sino intrínsecamente interrelacionado con la propia conformación de los sistemas sociales particulares que, en esta relación de dependencia y re-colonización, resulta a la vez, productora de estados-naciones enajenados.

[30] Impuesto por la III Internacional y vigilado celosamente por el Instituto de Marxismo Leninismo adjunto al Comité Central del PCUS, y sus ramificaciones internacionales.

[31] Por ese camino, la organización política (de la clase), el instrumento, se erigía en el sujeto real, convirtiendo a la clase –de hecho– en sujeto teórico. Lo instrumental absorbió la totalidad objetiva de la clase; el protagonismo de la clase fue (delegado y) apropiado por los miembros del partido, quienes –por ese camino, voluntaria o involuntariamente– terminaron adecuando la organización partidaria de modo tal que resultara funcional a sus decisiones (e intereses) personales, trastocándose completamente el sentido, volviéndose lo instrumental en finalidad. El objetivo histórico planteado por Marx de que la clase en sí se convirtiera en clase para sí, se deformó al convertirse en clase para el partido.

[32] José Ceballos, tomado de Isabel Rauber, Construyendo poder desde abajo, Ediciones Debate Popular, Santo Domingo, 1994, p. 45 (también edición digital en: www.rebelion.org).

[33] La política y lo político se reducían a la maniobra requerida para ocupar las posiciones, lo que en ocasiones no poco frecuentes conducía a disputas verbales y agresiones físicas, de las cuales quedaban al margen los representados, los verdaderos protagonistas, a quienes se les dejaba –si acaso– el derecho de aplaudir.

[34] Este esquema, como otros que aparecen en este texto, se corresponde con los que habitualmente he trazado en los papelógrafos a la hora de presentar estas hipótesis en conferencias de intercambio con los actores sociopolíticos.

[35] A ello se refiere Franz Hinkelammert, entiendo, cuando señala que: “El llamado a ser sujeto se revela en el curso de un proceso: por eso, el ser sujeto no es un a priori del proceso, sino resulta como su a posteriori. El ser humano como sujeto no es ninguna sustancia y tampoco un sujeto trascendental a priori. (…) Se revela entonces, que el ser sujeto es una potencialidad humana y no una presencia positiva.” Franz Hinkelammert, El retorno del sujeto reprimido, Universidad Nacional de Colombia: Colombia, 2002, p. 349.

[36] Entre los autores que tratan también estos temas, puede consultarse a Hugo Zemelman, en su texto: Necesidad de conciencia, Anthropos, Barcelona: 2002, pp. 72-81.

[37] Ibidem.

[38] Enrique Dussel, Ética de la liberación, Editorial Trotta, Madrid: 1998, p. 523.

[39] Federico Engels, “Principios del comunismo”, Obras escogidas, t. 1, Editorial Progreso, Moscú: 1976, p. 82.

[40] La lucha es político-social aun en el caso supuesto de que fuera solo lucha de clases. El pueblo (articulado) es potencial sujeto, por el contenido de las transformaciones. En primer lugar, la defensa de la nación a la vez que de su reinvención para que pueda sobrevivir y desarrollarse en un mundo globalizado e interdependiente. En segundo –e interpenetrado con lo anterior–, porque las tareas nacionales (que son a la vez internacionales) solo serán posibles si se dan anudadas a un proceso de liberación del capital (global), esto es, de lucha contra la enajenación, cuestión que trasciende –como vimos– a los obreros, abarcando al conjunto de los sectores sometidos a ella por el capital.

[41] Fragmentaciones al interior de los fragmentos, en primer lugar, de la propia clase.

[42] La categoría “modo de producción” va mucho más allá de una estructura económica; a partir de ella, Marx señala la conformación sistémica de un determinado “modo de vida” (totalidad social integrada).

[43] Sobre el particular puede consultarse el libro de mi autoría, con reflexiones sobre la base de estudios realizados en barrios dominicanos: Isabel Rauber, Genero y pobreza, Ediciones Pasado y Presente XXI-Unesco, Santo Domingo: 2002. Y el texto: “Mujeres piqueteras: el caso de Argentina”, Globalización económica e identidad de género,Unesco-Iued-DDC, Ginebra: 2002, pp. 107-123.

[44] El rediseño estratégico del aparato productivo en cada país y a nivel global, implicó la pérdida de interés económico del mercado interno y, consecuentemente, del salario como realizador de las mercancías. La formación de grupos empresarios, la tercerización del proceso productivo, la capacidad de transportación rápida de producciones de una región a otra en un mismo país, e incluso de un país al otro, modificaron de raíz el poder –económico, social y político– de la clase obrera. Parar la producción mediante huelgas, por ejemplo, dejó de ser un método de lucha incuestionable, pues en determinadas situaciones podía incluso ser útil a los intereses de la empresa.

[45] En Argentina, por ejemplo, entre cerca de 13 millones de trabajadores, los sindicalizados apenas se acercaron a los 3 millones.

[46] La Central de Trabajadores Argentinos se cuenta entre las primeras organizaciones sindicales –quizá por haber sido parte de una respuesta organizada de la clase a la irrupción devastadora del neoliberalismo–, que reconoció por igual, como trabajadores, a los trabajadores con empleo y a los que no lo tienen, y selló esto en sus bases fundacionales y en sus estatutos, mediante la afiliación directa y plena de todos y cada uno de los trabajadores, independientemente de su condición laboral.

[47] Manuel Morales, integrante del Equipo Económico del MAS, Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos. Entrevista realizada por mí en 2003 (inédita).

[48] Ver Isabel Rauber, “La Argentina de los piquetes”, Documentos desde abajo, Colombia: 2003, p.16.

[49] Aunque es conveniente señalar que, habitualmente, en las ciencias sociales se emplea el concepto sujeto para señalar o referirse a las fuerzas sociales potencialmente interesadas en la transformación social de una sociedad dada, es decir, a los sujetos potenciales, que aquí se identifican y definen como actores sociales.

[50] Como característica distintiva de estos actores sociales puede destacarse el hecho de que no delegan su capacidad de análisis de su realidad y la decisión de su quehacer en organizaciones externas a la suya propia; para ellos ya no hay partidos dirigiendo al movimiento desde afuera, sino actores sociopolíticos igualmente aptos para pensar su realidad y decidir cómo y cuándo actuar en consecuencia.

[51] Sujeto social-político-histórico (en el sentido de constituirse en un proceso histórico concreto).

[52] Esto es importante porque el criterio de que política es relación entre clases, se redujo tanto que se dejó de lado el hecho de que la política –como actividad política– impregna todo el tejido social. Se desconoció la amplitud de su independencia relativa.

[53] F. Hinkelammert, El retorno…, op. cit., p. 348

[54] Que no significa que se alcance espontáneamente; es fundamental que medien procesos de formación y reflexión colectivas impulsados por los actores-sujetos, anudados a las dinámicas del proceso transformador que deviene, en este sentido, un proceso pedagógico político colectivo.

[55] Esto introduce en la polémica al Lenin del ¿Qué hacer?, cuando asume la postura de Kautsky y su convicción de que: “La consciencia socialista moderna solo puede surgir de profundos conocimientos científicos. En efecto, la ciencia económica contemporánea es premisa de la producción socialista en el mismo grado que, pongamos por caso, la técnica moderna; el proletariado, por mucho que lo desee, no puede crear ni la una ni la otra; ambas surgen del proceso social contemporáneo.

Pues el portador de la ciencia no es el proletariado, sino la intelectualidad burguesa (subrayado por Kautsky en el original); es el cerebro de algunos miembros de ese sector de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos quienes lo han trasmitido luego a los proletarios destacados por su desarrollo intelectual, los cuales lo introducen seguidamente en la lucha de clases del proletariado, allí donde las condiciones lo permiten. De modo que la consciencia socialista es algo introducido desde fuera en la lucha de clases del proletariado, y no algo que ha surgido espontáneamente dentro de ella. De acuerdo con ello (…), es tarea de la socialdemocracia [el partido de la clase en aquel entonces] introducir en el proletariado la consciencia (literalmente: llenar al proletariado de ella) de su situación y de su misión. No habría necesidad de hacerlo si esta consciencia derivara automáticamente de la lucha de clases.” Lenin V. Illich, Obras completas, t. 6, Editorial Progreso, Moscú: (s/f), p. 42. Kautsky emplea la expresión “automáticamente” en el sentido de reflejo, y por tanto combate la creencia espontaneísta de que la consciencia se obtendrá “automáticamente” (como reflejo en la consciencia) de las condiciones de vida y las luchas de clases. Y en ese sentido tiene razón, solo que no necesariamente –como lo demostró la experiencia histórica de las luchas obreras y populares–, las tendencias espontaneístas se superan con la suplantación de los protagonistas.

Al contrario, resulta una razón mayor para convocar a los trabajadores y el pueblo a que asuman ese su rol protagónico, que empieza, obviamente por su ser consciente (proceso colectivo crítico-reflexivo sobre las experiencias de vida y de lucha de cada sector, actor social o colectivo de acortes sociales, mediante).

Cuando Lenin retoma las propuestas de Kautsky, en mi opinión, está señalando dos fenómenos: por un lado, que la formación histórica de los componentes científicamente argumentados acerca de la necesidad de la lucha de clases y del papel de los obreros en ella, se realizó por intelectuales (como Marx y Engels) no pertenecientes a la clase. “Hemos dicho –subraya Lenin– que los obreros no podían tener consciencia socialdemócrata. Esta solo podía ser traída desde fuera. La historia de todos los países demuestra que la clase obrera está en condiciones de elaborar exclusivamente con sus propias fuerzas solo una consciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar al gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc. En cambio, la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas elaboradas por intelectuales, por hombres instruidos de las clases poseedoras.

Por su posición social, los propios fundadores del socialismo científico moderno, Marx y Engels, pertenecían a la intelectualidad burguesa. (…) // Así pues, existían tanto el despertar espontáneo de las masas obreras, el despertar a la vida consciente, como una juventud revolucionaria que, pertrechada con la teoría socialdemócrata, pugnaba por acercarse a los obreros.” Ibid. pp. 32-33.

[56] El concepto “autoconcientización” indica, precisamente, que la toma de consciencia es un proceso interior e intersubjetivo, es decir, que se produce mediado por la actividad (práctica) de los actores sujetos. No quiere decir que sea un proceso espontáneo o que deba nacer espontáneamente de la propia gente, sino que –siendo dirigido, orientado, promovido, etcétera–, no puede ser externo (ni impuesto) a los actores sociales ni a los sujetos individuales. Subrayo aquí el concepto de intersubjetividad apoyándome en lo planteado por Jürgen Habermas:

“Tenemos que devolver a ese <auto> un sentido intersubjetivo. Nadie puede ser libre por sí solo. Nadie puede llevar desconectado de los demás una vida consciente, ni siquiera su propia vida. Nadie es sujeto que solo se pertenezca a sí mismo.” Jürgen Habermas, La necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos, Madrid: 1996, p. 55.

[57] “La Ética de la Liberación es una Ética de la Responsabilidad radical, ya que se enfrenta con la consecuencia inevitable de todo orden injusto: las víctimas. Pero es una responsabilidad no solo sistémica (Weber) u ontológica (Jonas), sino pre y transontológica (Levinás), porque lo es desde el Otro, desde las víctimas”. Enrique Dussel, Ética de la liberación, Editorial Trotta, Madrid: 1998, p. 566.

[58] Esto es asunto clave. El afán de lucha por el todo subordina el hoy de los propios luchadores no logra acumular fuerzas, y termina engrampado en la lógica del todo o nada que –según enseña nuestra experiencia– se tradujo en nada. Como reflexiona Nicolás Guevara: “… el todo o la nada es una abstracción; es la utopía global a la que se lleva el sueño por conseguir y, por conseguir el sueño, nunca se avanza en algo concreto.

Se desprecia la cotidianidad, olvidando que el ser humano vive de la solución de su problema cotidiano. (…) hay que avanzar desde la cotidianidad, partir de ella para construir el sueño, y para que sintamos todos que vamos avanzando, que no nos frustremos como la generación del setenta y parte de los ochenta. (…) Lo que no se entendió es que la utopía se construye día a día y que cada día hay que ganar algo para concretarla. Y eso implica confrontar, negociar y avanzar paso a paso junto con la gente”. I. Rauber, Construyendo…, op. cit., p. 25.

[59] Esto no niega la posibilidad o necesidad de hacerse del poder político en determinado momento de la lucha, si la acumulación de fuerzas lo permite y la dinámica del proceso de transformación lo reclama para dar un salto en el proceso. No resulta posible en este trabajo detener la mirada analítica sobre este tema; lo menciono a sabiendas de que frecuentemente suele llevar a confusiones, que no es posible analizar en este estudio

[60] Entre sujeto y organización existe una relación de interconstituyentes: el sujeto se organiza para tener mayor capacidad de incidir en la realidad y para lograr determinados objetivos, y al hacerlo modifica también –y sustantivamente– su realidad de sujeto. En ese sentido, puede decirse que la organización es interconstituyente del sujeto, solo que el polo determinante corresponde al sujeto no a la organización. (Cuando se logra un determinado nivel de organización surge una calidad nueva en el sujeto. La organización modifica cuantitativamente al sujeto porque implica un nivel de articulación que puede o no fortalecer al sujeto en sus objetivos. Lo modifica en tanto es –en ese sentido– uno de sus elementos constituyentes).

[61] En mis estudios acerca de la experiencia de los movimientos guerrilleros que se desarrollaron en Argentina en los años 70, he analizado detenidamente la estrategia del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Y en lo que hace a la relación entre el partido y el pueblo, las conclusiones a que llego permiten ejemplificar este punto.

Digo en el texto: “Desde sus orígenes y de modo creciente, el PRT concentró su principal esfuerzo en su propio desarrollo y en el de su brazo armado, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), cuestión que en la práctica, durante toda su existencia, fue el problema central de dicha organización. Esto se tradujo en planes políticos, organizativos y de acción militar, centrados en el crecimiento numérico del PRT y del ERP, de su infraestructura, de su armamento, de su logística, su ‘inteligencia’, su propaganda, sus organismos de masa, etc”.

Según Santucho, Secretario General del PRT, alcanzar un fuerte desarrollo en esas áreas, “garantizaría el éxito de la revolución”. Para él, la duración de la lucha era responsabilidad fundamental del PRT. En virtud de ello, el período que faltaba para tomar el poder sería, según Santucho, “… mayor o menor en dependencia de la decisión, firmeza, espíritu de sacrificio y habilidad táctica de la clase obrera y del pueblo; (…) del grado de resistencia de las fuerzas contrarrevolucionarias, y fundamentalmente del temple, la fuerza y la capacidad del partido proletario dirigente (…)”. Mario Roberto Santucho, Poder burgués y poder revolucionario, Ediciones La Rosa Blindada, 1974, p. 31.

“Los resultados positivos obtenidos por el PRT-ERP hasta 1974, afianzaron en su dirigencia la idea de que era necesario obtener un mayor y más rápido crecimiento de la estructura y capacidad de acción tanto del PRT como del ERP, especialmente en el plano cuantitativo, según puede constatarse por los artículos de la prensa de dicho partido referidos a ‘organización’: más militantes, más células, más colaboradores, más periódicos, más imprentas, más combatientes, más armas, más volantes, más acciones, etc. (…) contamos con las herramientas básicas que necesitamos, –reafirmó Santucho en 1974– solo nos resta afilarlas y mejorarlas incesantemente, ser cada día más hábiles en su empleo (…)”. M. Santucho, Poder…, op. cit., p. 48.

“En lo referente al papel del partido, es curioso constatar como una misma deficiencia, el dogmatismo, aún en manifestaciones opuestas, generó similar efecto. El dogmatismo ‘clásico’ sacrificó más de una vez –en aras del partido– el sentido revolucionario de su existencia, y cayó en el reformismo. El neo-dogmatismo –también en aras del partido– se empantanó en el desarrollo creciente de una práctica militarista que, contrariamente a sus propósitos, lo alejó de las masas y de la revolución.

Tanto el dogmatismo de ‘izquierda’ como el ‘clásico’, consideraron el desarrollo del partido como primera prioridad del quehacer revolucionario, perdiendo de vista que el partido es solo la herramienta de la que se valen los pueblos para hacer su revolución, y nunca podrá serlo si actúa a la inversa”. Extracto del libro: Los errores del PRTERP, capítulo VI. Terminado en 1989, (inédito). Archivos de Pasado y Presente XXI.

[62] Itsván Mészáros, Socialismo o barbarie, Ediciones de Pasado y Presente XXI-Paradigmas y utopía, Mexico: 2005, pp. 73-74.

[63] M. Morales, ver cita 46 de este libro.

[64] Entiendo por relaciones horizontales a aquellas que se establecen sobre la base de la cooperación entre partes consideradas cualitativamente iguales, aunque los roles sociales y políticos entre ellas sean diferentes. Su implementación contribuye a superar las tradicionales relaciones verticalistas implementadas al interior de las organizaciones sociales y políticas y hacia fuera. Significa no imponer políticas, objetivos, vías, ni modos de implementación de las acciones a las organizaciones sectoriales, barriales, sindicales o sociales, ni suplantar los procesos colectivos de toma de consciencia, tanto a lo interno de la organización como en su relación con otras organizaciones sociopolíticas.

[65] El concepto de articulación, resulta clave, junto al de construcción y proceso, al de pluralismo y democracia, al de transición y propuestas abiertas, es decir, en construcción y desarrollo permanente, acorde tanto al desarrollo de los actores-sujetos involucrados en el proceso como de las condiciones histórico-sociales del país, la región y el mundo en cada momento. Un mayor desarrollo de esto puede encontrarse en el capítulo IV de: I. Rauber, Claves…, op. cit

[66] Una tarea es identificar cuáles, para trabajar esa posibilidad y luego dar los pasos prácticos necesarios para concretarla. Esto es muy importante para dar carácter estable a la organización, paso indispensable para el desarrollo de la consciencia política de sus miembros.

[67] Siempre y cuando no quede a expensas de sus componentes espontáneos. Es necesario trabajar política y organizativamente, reflexionar colectivamente de modo que el movimiento se plantee proyectarse a objetivos superiores, cuestión que ocurre en una combinación de acumulación (gradual, imperceptible) y saltos.

[68] Así lo enfocan por ejemplo en Copadeba: “la gente no solo participa en al definición de las luchas coyunturales, sino que de una y otra manera se articula y participa también en la definición de hacia dónde vamos en la definición de un proyecto de carácter político. Y esto permite que ella enlace las luchas que se dan en la cotidianidad con los objetivos a largo plazo de nuestra organización.”[Víctor de la Cruz]. Y en otro momento, Nicolás Guevara acota: “También, en la misma reflexión y formación se va dando cuenta realmente de lo que es a corto plazo y lo que es a largo plazo.” I. Rauber, Construyendo…, op. cit., pp. 27-28.

[69] Enrique Dussel, Ética…, op. cit., p. 527.

[70] Alain Badiou, El ser y el acontecimiento, Bordes Manantial, Buenos Aires: 1999, p. 445.

[71] Interpretación vulgarizada de la afirmación de que “el ser social determina la consciencia”, y de que el ser humano piensa según vive.

[72] Ver, Carlos Marx, “Introducción de la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel”.

[73] En las “Tesis sobre Feuerbach”, en la tesis I, Marx señala: “El defecto fundamental de todo el materialismo anterior –incluido el de Feuerbach– es que solo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad. Bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo.(…)” Marx Carlos. “Tesis sobre Feuerbach”, Obras escogidas t. II, Ediciones en Lengua Extranjeras, Moscú: (s/f), p. 426. Subrayados del autor. Allí destaca: 1. La actividad supone la intervención activa del sujeto, por tanto, de sus ideas, instrumentos, métodos y técnicas concretas para guiar esa intervención. 2. La práctica –generalmente asumida por los marxismos diversos como actividad material–, aparece aquí (y en la tesis V) claramente definida conteniendo a la subjetividad, lo que significa que abarca y contiene también a la actividad teórico espiritual de los sujetos intervinientes en ella. Coincido en esto con Pierre Bourdieu –en su propuesta y en el hecho de rescatar el pensamiento dialéctico de Marx al respecto– cuando rechaza la concepción mecanicista que concibe a la práctica como actividad material inmediata, es decir, como ejecución. Ver: Pierre Bourdieu, Cosas dichas, Gedisa, Barcelona: 2000, p. 25.

[74] Tradicionalmente se ha empleado esa afirmación de Marx a modo de justificar la existencia de los partidos de vanguardia. Esto es: La vanguardia concibe la idea, define los objetivos y traza la estrategia para alcanzarlos, una parte de la cual se destina a “concienciar” a las masas acerca del programa y las propuestas de la organización, para que sean ellas las que las materialicen (ejecuten) con su actividad práctica de lucha “política”.

[75] Ver, “Ciencias sociales y educación popular: ideas para un diálogo de saberes”, en: Marta Harnecker y Isabel Rauber, Memoria oral y educación popular, Cendal, Bogotá: 1996, pp. 72-85.

[76] El ciudadano político común queda limitado a desplegarse como tal en el acto eleccionario, sin intervenir luego en el proceso de vida y desarrollo de la sociedad, que por ende resulta fuera de su alcance y comprensión, presentándose ante él como algo ajeno a su cotidianidad y a las relaciones sociales que establece con su actividad. Este extrañamiento o ajenamiento político se consuma una y otra vez mediante la reiteración de las prácticas de despojo (y delegación) que se conjugan y retroalimentan en cada acto (y estructura) de representación políticas así concebidas, cuestión que se profundiza aún más en las actuales democracias de mercado, que tornan a las sociedades en hostiles a los propios ciudadanos que las construyen y dan vida con su trabajo y modo de articularse en lo social, cultural, religioso, etcétera.

[77] Por eso resulta tan importante el planteo estratégico de la construcción de poder desde abajo, que supone su transformación desde la raíz y desde adentro (el interior) de los procesos, fenómenos, organizaciones, personas. La transformación social solo será posible si parte –y se fundamenta– desde el interior de nosotros mismos. “Tiene que ver con la actitud de cada uno en su hogar, en su barrio, en su lugar de trabajo, en su organización social, en su organización política”. Isabel Rauber, Transformarnos para transformar. Pasado y Presente XXI, 2001, p. 7.

[78] I. Mészáros, Socialismo..,op. cit., p. 75. [Subrayado de IR].

[79] La ideología despojo-delegación influye no solo en el núcleo dirigente del partido, o sea, en aquellos que alcanzan la condición de “representantes de”, no influye solo sobre los militantes “representados” sino también sobre la ciudadanía en general; es un hecho cultural presente en la mentalidad de la sociedad, y solo después de una larga práctica –cuyos manifestaciones nefastas en la construcción de las alternativas socialistas que se derrumbaron saltan a la vista–, comienza a verse con claridad.

[80] El voluntarismo extremo que se encarnó en la militancia de los setenta, suprimiendo prácticamente el derecho a la vida personal e instaló como contrapartida la entrega incondicional y en todo momento a la causa de la liberación revolucionaria, resulta una muestra elocuente de ello

[81] Ante la crisis de representación (y de credibilidad) tan profunda que existe y se expande día a día en nuestras sociedades, algunos autores (y sectores sociales y políticos), rechazan cualquier tipo de representación y plantean la democracia directa como única alternativa. Pero ella resulta inviable en algunas situaciones y modalidades, por ejemplo, a la hora de pensar en la participación de los habitantes de una gran ciudad, una provincia o un país. Sin embargo, hay que poner atención en no utilizar esto como excusa para no apelar a modalidades creativas que, aprovechando los actuales recursos tecnológicos y de comunicación, por ejemplo, propicien diversas formas de participación que no necesariamente reclamen la presencia física directa de los participantes.

[82] Carta a los participantes del 3° FSM, 27 de enero de 2003.

[83] Esto se conjuga con la concepción elitista acerca de la consciencia social: ¿Quiénes pueden llegar a tener consciencia ideológica y política plena acerca de la sociedad y su transformación?, ¿acaso los que están inmersos en las organizaciones reivindicativas y sus luchas por la sobrevivencia? La respuesta es, en ese caso, obviamente negativa. La consciencia “verdadera y científica” acerca de la sociedad en que viven, la que es capaz de pensar la totalidad y cuestionarla planteándose su transformación, es patrimonio –según la concepción fragmentaria– de los ciudadanos que pertenecen al mundo de lo político y la política (y no de todos, sino de su vanguardia organizada en el partido que representa a la clase). Son ellos entonces –a través de sus partidos políticos–, los encargados de concienciar a los demás, a los “ciudadanos mediocres”, incapacitados per se para alcanzar una verdadera consciencia de la realidad, que será por tanto, una consciencia enajenada que hay que liberar (desde afuera).

[84] Este aspecto –para el caso de las organizaciones barriales–, ha sido profusamente abordado en la sistematización de la experiencia del Comité para la Defensa de los Derechos Barriales (Copadeba). Puede consultarse en: I. Rauber, Construyendo…, op.cit

[85] Algunos sectores políticos de izquierda adoptaron la vía de la construcción desde abajo porque no tenían otro camino para desarrollar su práctica política, pero cuando entrevieron otra posibilidad, han sentido a lo reivindicativo sectorial como un freno, como un obstáculo para dar el salto a lo político, y –en vez de buscar caminos para combinar ambos espacios y metodologías– abandonaron la estrategia de la construcción desde abajo. Otra vez el pensamiento dicotómico: o es desde abajo o por arriba; o es reivindicativo o es político.

[86] C. Marx, Miseria…, op. cit., p. 170. [Cursivas de I.R.]

[87] No coincido por tanto, con los argumentos que esgrimen algunos sectores acerca de que la falta de elaboración acabada de un nuevo proyecto popular alternativo es la que obstaculiza la articulación entre los diversos actores sociales y políticos. La relación entre proyecto y sujeto no es lineal, pero, incluso si lo fuera, siempre ocurriría al revés.

[88] No en los casos de Bolivia y Ecuador, por ejemplo

[89] “Con la constitución de los partidos políticos obreros –bajo la forma de la división del movimiento en un ‘brazo industrial’ (los sindicatos) y un ‘brazo político’ (los partidos socialdemócratas y vanguardistas)–, la defensiva del movimiento se arraigó todavía más, pues los dos tipos de partido se apropiaron del derecho exclusivo de toma de decisión, que ya se anunciaba en la sectorialidad centralizada de los propios movimientos sindicales. Esa defensiva se agravó todavía más por el modo de operación adoptado por los partidos políticos, cuyos éxitos relativos implicaron el desvío del movimiento sindical de sus objetivos originales. Pues en la estructura parlamentaria capitalista, a cambio de la aceptación de la legitimidad de los partidos obreros por el capital, se hizo absolutamente ilegal usar el brazo industrial para fines políticos.” I. Mészáros, Socialismos…, op. cit., p. 60.

[90] Aquel modelo mantuvo –y aún mantiene– la segregación y reclusión de las luchas sociales al ámbito de lo reivindicativo, y excluyó a este del ámbito de lo político (considerándolo su antesala permanente). Por esa vía, lejos de acortar la enajenación de los trabajadores y el pueblo, no solo la mantuvo sino que la incrementó. El peor de los engendros de este punto de vista radica en la fragmentación entre el partido de la clase y la propia clase.

[91] Una de sus organizaciones integrantes, al referirse a las características de ese Frente denota que no se asientan en prácticas precedentes de construcción, sino en previsiones de lo que “deberá ser”. La pregunta es, ¿a partir de dónde? “Se requiere –dicen–, de un Movimiento político y social donde confluyan los más variados sectores de la sociedad, para que bajo el criterio de la democracia comunitaria, de la consciencia social y política, construyamos los pilares para una nueva Colombia donde impere la justicia social y la paz.” José Sanín, Nuevos movimientos políticos: entre el ser y el desencanto, Instituto Popular de Capacitación, Medellín: 1997, p. 339.

[92] “¿Qué es lo que los unifica?, ser naciones originarias. Pero, ¿en que sentido se autoidentifican?, ¿qué es lo que los hace cuajar? El estar negados. Es decir, no tienen espacio en la estructura del Estado, en la sociedad, no tienen espacio en las leyes, aunque han tratado de darles espacio, pero para ellos no es suficiente. ¿Por qué el quechua se une con el aymara, y estos con los de las tierras bajas?, porque todos están negados por la sociedad oficial; están rechazados; no existen, no existieron nunca. Entonces, ¿qué es los que los constituye como sujetos?, el estado de negación. ¿Por qué es eso lo que une? Porque no hay afirmación, porque a fin de cuentas, han pasado 500 años y lo suyo propio no es algo ya tan definido, tan claro, tan nítido. Están permeados de lo que rechazan, corre por sus venas esa lógica también.

Entonces, ahí viene el desafío. El gran desafío es el mismo que tendría una izquierda en el sentido marxista: qué es el socialismo ahora. Ellos están ante lo mismo; quieren una sociedad propia, que exprese su cosmovisión, su lógica, su concepción del mundo; una sociedad donde no haya explotación, donde haya reciprocidad, hermandad, que no es otra cosa que la versión comunitaria de una visión socialista utópica. Estamos en el desafío de unir –y yo no veo ninguna diferencia– la visión marxista con la de ellos, con la original, porque efectivamente el objetivo es el mismo. Pero ellos todavía no se encuentran a sí mismos, están en la búsqueda.” [Manuel Morales, entrevista citada].

[93] Para no sentirnos abrumados ante tantos desafíos quizá sea bueno recordar que –además de las consideraciones de fondo que reclaman modificaciones radicales–, la convulsión cultural que vivimos responde también al cambio de mundo. El mundo en que nacimos y en el que nos formamos los y las que tenemos más de 30 años se ha derrumbado, y los cambios no son un simple maquillaje. Como ejemplo de ello creo resulta suficiente el que nos muestra en el recuerdo un mundo bipolarizado regido por la búsqueda constante de mantener (o romper) el equilibrio de fuerzas por cada una de las partes, y el actual mundo unipolar, cuyo polo se manifiesta crecientemente irracional y agresivo contra la humanidad toda.

[94] El caso más nítido se sintetiza en la propuesta del Partido Comunista Argentino, cuando se refiere a la “izquierda roja”. No deja de reconocer que existen otras izquierdas, pero obviamente –al no considerarlas “rojas”–, las excluye del grupo de vanguardia, al que asume depositario de la responsabilidad de guiar a todos los demás por auto-declararse “izquierda roja”(…) tenemos que empezar por unir a los que luchan y a la cultura de izquierda roja…, convoca un dirigente del PCA, en acto conmemorativo celebrado en Córdoba, Argentina, en 2001. Tomado de www.nuestrapropuesta.org.ar

[95] El papel de Hugo Chávez en Venezuela, por ejemplo.

[96] Esto no niega que un núcleo de actores sociopolíticos pueda desarrollar de forma estable funciones de organización, articulación y dirección del conjunto de actores en diversas coyunturas. Apunta sobre todo, a rechazar la anterior separación entre vanguardias estratégicas y vanguardias de coyunturas que aceptaba que las vanguardias coyunturales llegaran a constituirse con cierta flexibilidad a partir de frentes o movimientos policlasistas, pero preservaba (a la vez que ubicaba en un escalón superior) la condición de vanguardia estratégica para las organizaciones políticas “de la clase obrera” y de estricta filiación marxista-leninista.

[97] Rodrigo A. Baño, “Sobre movimiento popular y política”, Archivo del Centro de Estudios sobre América (CEA), DO 489, (s/f). p. 23.

[98] Luchar es siempre importante, pero para quienes buscan encaminar procesos y definir situaciones convergentes con objetivos propios, es imprescindible que estas luchas sean las que marquen el rumbo y el ritmo de los acontecimientos y los conflictos entre los sectores del poder y no al revés, es decir, que no sean arrastradas e instrumentalizadas por los conflictos de los sectores dominantes pues, en tal caso, quedarán encerradas dentro de su lógica y serán funcionales a sus requerimientos. Como señala Samir Amín: “De lo que se trata es de no subordinar las luchas a los conflictos, sino obligar a los conflictos a subordinarse a las luchas”. Isabel Rauber, “Argentina, hora de unidad y de patria”, Qué son las asambleas populares, Ediciones Continente-Peña Lillo, Buenos Aires: 2002, p. 75

[99] No existe un todo predeterminado, final, al que haya que “llegar”, ni un tiempo y un camino ya fijados para ello; lo van dibujando entre los distintos actores populares con su participación, sus ritmos y en sus tiempos. El todo es siempre también cada una de las partes, está latiendo en ellas y existiendo en los modos concretos de su articulación en cada momento.

[100] I. Rauber, “Argentina…, op.cit., pp. 72-73

[101] Todas las experiencias sociopolíticas del continente son un fiel ejemplo de esto, entre ellas, las de Chiapas, en México, y el Movimiento Sin Tierra, de Brasil. Esta última resulta ser —quizá por el empeño sostenido, prolongado y sistemático de la misma—, una de las que mayores riquezas y enseñanzas ha acumulado al hacer de esto una de sus banderas de constitución y desarrollo. Es necesario que todos nos apropiemos de esta como de otras experiencias, para crecer colectivamente no solo a nivel local-nacional sino articulados (y articulando) a un gran movimiento socio-político-cultural continental. La realización del Foro Social Mundial y los foros temáticos y continentales, marcan buenas pistas en este sentido.

[102] En esta relación conflictiva, en las luchas, es donde se van perfilando las identidades de los diversos actores. (Esto implica) que las identidades se van construyendo en relación con otras; ellas no existen a priori y la lucha es “sobre la formación misma de los sujetos, lucha por determinar-articular los límites sociales”. Ana Sojo, Mujer y política, Editorial DEI, San José: 1988, p. 34.

[103] Por eso no puede equipararse esta concepción interrelacional de la sociedad, que constituye y apuntala un modo de vida basado en la equidad y la solidaridad mutuas, con planteos aparentemente similares o parecidos, como por ejemplo, los que años atrás expresó Raúl Zibechi en su texto “Mirada horizontal”. Según él mismo lo reconoció en un panel que compartimos en Guatemala, en el mencionado texto él entiende y propone la horizontalidad como una forma organizativa de los movimientos sociales que buscaban estructurarse sin jerarquías ni centro. Eso no dio resultado, dijo, y por ello abandonó la propuesta un tiempo después.

[104] N. Guevara, Construyendo…, op. cit., p. 41.

[105] Tolerancia-intolerancia son conceptos que encierran intereses y posiciones de poder. ¿Quién tolera a quienes y por qué? Lo ideal sería hablar de aceptación natural, pero para llegar a eso, apelar a la tolerancia contribuye a la modificación de las relaciones de intolerancia, exclusión y discriminación. En tal sentido el concepto tolerancia es incorporado aquí como: un concepto de transición para la transición.

[106] Existe una marcada tendencia a identificar, igualar –y por tanto confundir–, lo multicultural con la diversidad étnica y, más concretamente, exclusivamente con lo indígena. Esto restringe los planteamientos de multi e interculturalidad, por un lado, a una cuestión étnica y, por otro, deja fuera del mapa socio-político a una parte del campo popular, del mismo modo que –aunque por otras vías–, lo hace la posición hegemónica tradicional (monocultural).

[107] Completitud-incompletitud: conceptos claves de las cosmovisiones indígenas. Ellas tienen entre sus principios a la dualidad, entendiendo por tal no al paralelismo, sino a lo que necesariamente, según este principio, en par (en pareja): hombre-mujer, por ejemplo. Lo que está solo, según esta lógica, está fraccionado, incompleto, y busca –casi teleológicamente– su completitud; la complementariedad es parte de esa búsqueda.

[108] Algunos autores rechazan el concepto y la posibilidad de “acumulación” de poder. Consideran que el poder no se puede acumular. Si se toma la acumulación como una sumatoria cuantitativa de cualidades ciertamente es imposible. Pero no es el caso; la acumulación de poder popular es ante todo acumulación (crecimiento) de consciencia, de saberes, de capacidad organizativa y de organización, de capacidad para construir propuestas y llevarlas adelante, de afianzamiento de la fuerza de la voluntad colectiva organizada, de practicar nuevas interrelaciones humanas, de impulsar un desarrollo cultural desde abajo creando y avanzando el nuevo mundo.

Michel Foucault y los Dispositivos de Poder en el Capitalismo Paul Antonio Córdoba Mendoza.

En la actualidad, apreciamos por todo el orbe –hasta en los países más desarrollados– movimientos de resistencia capitalista antineoliberal, en sus múltiples formas de expresión, (cacerolazos, ollas populares, marchas, cortes de ruta, bocinas, huelgas, crucifixiones, piquetes y hasta desnudamientos), en las cuales participan, hombres, mujeres, estudiantes, campesinos y de todos los sectores populares.

Estas formas de resistencia podemos considerarlas, como formas de negación, gritos de ira, síntomas del fracaso de la promesa neoliberal y del capitalismo. Pero como si hay, claramente visible un descontento global frente a la dinámica de poder de acumulación capitalista, como sí cada da crece más el descontento de grandes sectores de población.

Cómo es posible que se mantenga este sistema excluyente? más aún: Cuales son los dispositivos de poder que garantizan su cumplimiento efectivo? Estas dos grandes interrogantes son las que autores tales como Michel Foucault, intentaron darle respuesta en sus diversos estudios, sobre los dispositivos del poder insertos en el capitalismo.

Hoy hay muchos elementos del pensamiento teórico foucaultiano que se encuentra vigente, para comprender las anteriores interrogantes. Para realizar este ensayo sobre los mecanismos o dispositivos del poder propios del capitalismo, la obra teórica de Michel Foucault, es inminente que sea revisada, ya que el mismo dedicó gran parte de su vida profesional, a analizar el fenómeno del poder disciplinario desde diferentes aristas (cárcel, escuela, hospitales, la sexualidad, la burocracia entre otras formas), rompiendo con la tradición que ubicaba al poder en personas y lugares específicos.

Siguiendo el planteamiento foucoualtiano, el presente ensayo intenta probar que, el poder disciplinario somete, vigila, excluye, discrimina, normativisa y domeña a los seres humanos, lo cual es una realidad masiva y lacerante en el conjunto de las instituciones sociales, económicas y políticas que constituyen la vida diaria de las sociedades surgidas o integradas desde la modernidad.

En el presente trabajo, entonces desarrollar, las principales perspectivas foucaultianas en cuanto al tema específico de los dispositivos de poder en el capitalismo. Como lo son: el poder disciplinario, el poder carcelario, entre otros.

Foucault y el Poder.

 El análisis del concepto y la (as) forma (as) de poder vienen siendo objeto de numerosos debates en todas las ciencias sociales al menos en los últimos 30 años. Aunque la definición sociológica clásica, data de Max Weber (1864-1920), en donde para él poder es la probabilidad de que un actor dentro de una relación social, esté en condiciones de hacer prevalecer su voluntad incluso contra su resistencia, al margen de la base sobre la que descansa dicha probabilidad.[1]

Expresado esto esquemáticamente  diríamos que el poder, es la capacidad de que A logre que B haga C (tanto si B le place o no). Para Talcott Parsons (1902-1979) el concepto de poder solo puede ser entendido en la medida que contemplamos manifestaciones explícitas o reales de dicho poder es decir la significación del poder en el sistema social, además de la institucionalización de los derechos de posiciones particulares depende del hecho de su generalización y, como consecuencia su cuantificación[2] .

En fin algunas definiciones se centran, con diferentes grados de sutileza, en la capacidad que dispone una persona o un grupo para lograr que otra persona o grupo, haga algo en contra de su voluntad. Este poder se ubica en los procesos de toma de decisiones, en el conflicto y la fuerza, cuanto más poder tiene una persona, menos tiene la otra. Otras definiciones distinguen entre varios tipos de poder, que se entiende que sirven a distintos propósitos y tienen diferentes efectos en o sobre la sociedad. Entre ellos se incluyen el poder de amenaza, el poder económico, el poder integrador o el poder para crear relaciones como el amor, el respeto, la amistad o la legitimidad, entre otros.

Una concepción realmente innovadora y que nos permite analizar hasta las formas más microscópicas de la concepción del poder nos la muestra Michel Foucault (1926-1984), el autor de Vigilar y Castigar, devela que la concepción de poder capitalista, como un ente objetivo institucional, ya sea bajo la forma de Estado, ejército, no se muestra muy clara, ya que, el poder para él, no lo posee un individuo o grupos de ellos en particular.

El poder es una relación social, y existe más allá de las fronteras del estado y grupos de individuos. Es por lo tanto, una inmanencia; está presente en todas las relaciones humanas, ya sea como saber, poder físico, religión, deseo etc.

Por eso en cuanto a cómo funcionan estos mecanismos de poder señala: Cuando me refiero al funcionamiento de poder no me refiero nicamente al problema del estado, o a la clase dirigente, a las castas hegemónicas sino a toda una serie de poderes cada vez más sólidos, microscópicos que se ejercen sobre los individuos, en sus comportamientos cotidianos y hasta en sus propios cuerpos [3]

Al analizar escritos centrales de la vasta obra de Michel Foucault, en cuanto a nuestro tema preciso de investigación, Dispositivos de poder en el capitalismo debemos comenzar aclarando que para el filósofo francés, el poder es una vasta tecnología que atraviesa el conjunto de relaciones sociales; una maquinaria que produce efectos de dominación a partir de un cierto tipo peculiar de estrategias y tácticas especificas [4]

Para Foucault cada formación social existente ha requerido como condición estructural de su surgimiento y reproducción la existencia de un régimen de verdad (dispositivo productor de poder que disciplina).

En la Edad Media se manifiesta una relación de poder fundamentalmente ligada al control y a la propiedad de la tierra y sus productos, el poder se identifica con la sangre mediante la reivindicación del abolengo de la aristocracia, y con la propiedad a través de la posesión de enormes extensiones de tierra que simbolizan la grandeza y el poderío en esta epoca histórica.

Entonces el poder no se afinca en el control disciplinario, sino en la presencia de la soberanía, la alcurnia, el rango, y la heroicidad en tanto que valores sociales y culturales preestablecidos e incuestionables.[5]

Por ello entonces el poder en el capitalismo para Foucault, estuvo precedido, por el poder de la soberanía durante la época feudal medieval, principalmente ligado al poder y control de la tierra y sus productos. El poder en el medioevo gira en torno al domino absoluto, previamente sacralizado del soberano y del Papa, y se establece sobre la base de agrupación de grandes latifundios que funcionan como principal fuente de riqueza [6]

En cuanto a la aparición del capitalismo, este introdujo su disciplina propia, significó el perfeccionamiento de este mecanismo utilizado en el feudalismo, por ello en este periodo capitalista se inventa una nueva tecnología del poder. En cuanto al poder la disciplina capitalista implica una aceptación por parte de los dominados de toda una compacta red de obligaciones y responsabilidades laborales fijadas, contractualmente en la cual ya no es necesario el sometimiento al poder del soberano.

De lo anterior se desprende que en sus investigaciones, el objetivo, para Foucault, fundamental es el de develar la esencia de esa política de verdad del sistema capitalista, como fundamento de la pervivencia de su dominación. [7]

Ya que estos mecanismos o dispositivos centrales no eran analizados a profundidad, por los intelectuales, ya sea de parte de teóricos del liberalismo por un lado, ni del marxismo por el otro. La Manera como el poder se ejercía concretamente y en detalle, con toda su especificidad, sus técnicas y sus tácticas, no era algo que preocupara; uno se contentaba con denunciarlo en el otro, en el adversario de un modo polémico y global: el poder en el socialismo soviético era denominado por sus adversarios, totalitarismo; y en el capitalismo occidental era denunciado por los marxistas, como dominación, de clase, pero la mecánica de poder no se analizaba nunca.[8]

Entonces, con la llegada del capitalismo, se hacía necesario correlacionar la nueva cultura liberal, con el proceso de acumulación capitalista había que introducir la disciplina en tanto que fuente creadora de comportamientos reglamentados en la familia, la escuela y todas las instituciones sociales, como la única forma de poder modelar una específica conducta tecnocratica y sumisa de los obreros en las fábricas y de los individuos en la sociedad.[9]

De lo anterior se expresa que la disciplina capitalista es una forma de acumular hombres que cuenten con una nueva mentalidad reglamentada y normativizada que los convierta en eficaces y productivos trabajadores asalariados, sustituyendo con ello los antiguos y costosos procedimientos de control político financiados en el poder de la tradición, el carisma la violencia y el sometimiento religioso propio del feudalismo.

Por ende la acción permanente de la disciplina en el capitalismo sobre los grupos sociales, conduce al objetivo esencial de lo que Foucault llama biopolítica, es decir la fabricación de hombres y mujeres sumisos a la lógica del poder capitalista. [10]

La disciplina capitalista produce un doble efecto que actúa en forma recíproca: se domeña y mantiene la sujeción sobre el cuerpo, así como se doblega y educa el alma para la obediencia. Lo que hace que el poder se aferre que sea aceptado, es simplemente que no pesa solamente como una fuerza que dice no, sino que de hecho circula, produce cosas, induce al placer, formas de saber, produce discursos; es preciso considerarlo más como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social, que como una instancia negativa que tiene como función reprimir.[11]

Al ser el poder una relación social y circular en forma de disciplina, dispersa entre las redes sociales, el autor parte de que en algún momento todos poseemos algún tipo de poder sobre alguien.

Este poder, produce también mecanismos de valoración y discriminación (crea discursos) generados por la perorata disciplinaria, mediante el cual el biopoder capitalista puede recurrir a la exclusión de leprosos apestados, enfermos, homosexuales, delincuentes y locos, pretendiendo la culpabilización de los excluidos y marginados mediante su internamiento en hospitales, correccionales, cárceles, asilos, con el objetivo de aislarlos de la vida social normal y de poder justificar el ejercicio sistemático de poder.

Por esto cuestionar las formas capitalistas de vida implica conocer las formas insidiosas mediante las cuales operan poderes y saberes específicos, pero a la vez asumir en nuestra propia existencia la renuncia de un conocimiento, a una identidad que nos ha sido asignada [12]

Ahora en cuanto a los dispositivos disciplinarios de poder que garantizan el cumplimiento efectivo del capitalismo, la práctica del poder en la era moderna, se ha caracterizado, por un lado, por una legislación, un discurso, una organización basada en el derecho público, articulado en el cuerpo social y el status de delegación de cada ciudadano; por otro lado, por coerciones disciplinarias cuyo propósito es asegurar la cohesión del mismo cuerpo social

“En cualquier sociedad hay relaciones manifiestas de poder que permean, caracterizan y constituyen el cuerpo social, y esas relaciones de poder no pueden ser establecidas, consolidadas ni implementadas sin la producción, acumulación y funcionamiento de un discurso” [13]

El discurso se asocia a la disciplina y esos dos instrumentos complementarios, viabilizan el poder. Michel Foucault denominó disciplina, a esta mecánica de poder basada en la normalización, la disciplina fabrica los cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos dóciles. La disciplina aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos de utilidad) y disminuye esas fuerzas (en términos políticos de obediencia).

Por ende la disciplina capitalista no podrá funcionar sin el valiosísimo auxilio que representa la interiorización de las normas sociales de conducta. Un ser humano disciplinado es aquel que ha aprendido e integrado totalmente un determinado código de reglas de comportamientos dictada por el padre, el maestro, el juez, el alcalde, el psiquiatra… [14]

Pero en la actualidad quienes, qué o cuales son los discursos disciplinarios encargados de garantizar el cumplimiento efectivo e integrar a los individuos al sistema? Son varios estos dispositivos disciplinarios, en la cual el poder no reprime al sujeto humano, no se mantiene ni se prolonga hacia el futuro en base a la represión, sino que, al revés, le inyecta o inocula unos ciertos saberes.

La escuela busca disciplinar el cuerpo y la mente de los individuos para desenvolverse dentro de determinadas coordenadas de poder. En el caso de la enseñanza el instrumento del examen es una de las estrategias de reproducción de las relaciones de poder. En la medida en que el estudiante se encuentra a merced del examinador y que no tiene otra alternativa que moverse dentro de los parámetros establecidos por aquel, está siendo sometido a un poder manifiesto.

La fábrica aunque ha variado un poco desde que Foucault la vislumbraba como mecanismo de poder, pero aún mantiene algunos elementos, se trata la medida que se concentran las fuerzas de producción, de obtener de ellas el máximo de ventajas y neutralizar sus inconvenientes (robos, interrupciones del trabajo, agitaciones y cábalas)[15] en definitiva, para ello era necesario establecer, vigilantes, castigos, penalidades y multas para quienes violentaran los horarios de entrada a la fábrica.

En cuanto a las disciplinas, las fábricas y los talleres no eran diferentes. Y así son también las escuelas y las universidades con sus relojes, timbres, uniformes, y reglamentación. La puntualidad, la frugalidad, orden e industriosidad enseñada por algunas escuelas inglesas de caridad era alabada por los religiosos y los dueños de fábricas por ser la manera en la que los niños entraban a un nuevo universo de tiempo disciplinado.

En cuanto al hospital, este tiende a convertirse en aparato de examinar. El ritual de la visita médica, se convierte en su forma más llamativa de disciplinar. Cuando una observación regular pone al enfermo en situación de examen lo cual trae dos consecuencias: en la jerarquía interna, el médico, elemento ahora externo, comienza a adquirir preeminencia sobre el personal religioso.

Aparece la categoría del enfermero. El hospital bien disciplinado constituira el lugar adecuado de la disciplina médica. La cárcel es la forma de poder más delirante y exacerbada de la disciplina capitalista en la prisión advierte Foucault el poder no se oculta no se enmascara se muestra como tiranía llevada hasta los más ínfimos detalles, poder cínico y al mismo tiempo puro enteramente justificado ya que puede formularse enteramente en el interior de una moral que enmarca su ejercicio.[16]

Foucault concibe a las prisiones como la institución por excelencia que cristaliza y materializa la existencia del poder coercitivo. Estos y otros dispositivos como la familia etc. son algunos de los dispositivos disciplinarios necesarios para que se pudiera consolidar el capitalismo, utilizando para ello el mecanismo de la disciplina.

El ejercicio de la disciplina supone un dispositivo que coacciona por el juego de la mirada; un aparato en el que las técnicas que permiten ver inducen efectos de poder y donde, de rechazo, los medios de coerción hacen claramente visibles aquellos sobre quienes se aplican[17] o a su vez comenta también Foucault se trata de establecer las presencias y las ausencias, de saber dónde y cómo encontrar a los individuos, instaurar las comunicaciones útiles, interrumpir las que no lo son, poder en cada instante vigilar la conducta de cada cual, apreciarla sancionarla, medir las cualidades o los méritos. [18]

Sumado a lo anteriormente expuesto un elemento central de la disciplina de poder en la actualidad, nos advierte Foucault, proveniente del discurso capitalista y este es el encierro en la cual vive el obrero. El endeudamiento obrero le obliga por ejemplo a pagar su alquiler un mes por adelantado, y en cambio cobra su salario a fin de mes, la venta a plazos, el sistema de cajas de ahorro, las cajas de retiro y asistencia, las ciudades obreras, todos estos han sido medios para controlar a la clase obrera, de una manera mucho ms sutil, mucho ms inteligente mucho más fina y para secuestrarla.[19]

Para concluir este breve ensayo (muy sintético, por lo breve que fue tratado el tema del poder en el capitalismo siguiendo la teoría focultiana), hay que tener en cuenta que el paradigma marxista utilizado históricamente para cambiar el mundo y las relaciones de poder, es por medio del control político del estado, ya sea en cualquiera de sus dos dimensiones la reforma (cambio gradual hacia el socialismo) y la revolución (cambio radical), estos dos modelos de transformación social, han descuidado para autores como Holloway el hecho de que el trabajo está organizado sobre una base capitalista significa, que lo que el estado hace y puede hacer esta limitado y condicionado por la necesidad de mantener el sistema de organización capitalista del que es parte.

Por ello cambiar y/o transformar el mundo y por ende las relaciones de poder no implica necesariamente el control político del estado, ya que de ser así se separa al estado del cúmulo de relaciones sociales que lo rodea y se lo eleva como si fuera un autor autónomo. Por ello se debe tener claridad que si nos rebelamos contra el capitalismo y sus dispositivos de saberes, los cuales crean poderes, no es porque queremos un sistema de poder diferente, es porque se pretende construir una sociedad en la cual las relaciones de poder sean disueltas y donde se crea una sociedad basada en el reconocimiento de la dignidad de las personas.

Por último se debe destacar que el poder no es un atributo ni una esencia es una relación de fuerza que pasa tanto por las fuerzas dominadas como por los dominantes. No podemos pensar el poder como algo que unos poseen y otros no (no es apropiable) no podemos pensar que en la sociedad hay grupos que detentan el poder y otros excluidos del mismo. El poder hay que pensarlo como ejercicio, el cual no se posee se ejerce. El poder no es monolítico y totalmente controlado.

Aunque en la sociedad hay un grupo de una clase que ocupa estratégicamente posiciones de poder no controlan del todo el poder ya que este no está localizado, en un lugar específico como los estados, sino en pequeños poderes capilares (padre sobre el hijo, maestro sobre el alumno, empresario sobre obrero.. etc.) lo que permite y hace posible que el estado se reproduzca y funcione.

En fin es preciso interpretar la evolución de la sociedad capitalista como proceso de formación y desarrollo de una “sociedad disciplinar”, mostrando los hilos que unen a diversas organizaciones como la escuela, la cárcel, el hospital, el ejército y la fábrica.

Foucault llama disciplinas al conjunto de métodos que permiten un control minucioso de las operaciones del cuerpo y que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas, garantizando la obediencia para conseguir una mayor utilidad.

Las fábricas, las escuelas, los hospitales, las prisiones, en general devinieron en lugares privilegiados para moldear la experiencia y los modos de pensar en términos del orden social. Por ultimo queremos señalar que desde el punto de vista del poder la teoría foucaultiana muestra esa ruptura con el pensamiento clásico tradicional, aportando nuevos y variados elementos para entender el poder y sus múltiples relaciones.

De lo anterior se desprende que si se rebelan contra el capitalismo, no es porque se quiere un sistema de poder diferente, es porque se pretende construir una sociedad en la cual las relaciones de poder sean disueltas y donde se crea una sociedad basada en el reconocimiento de la dignidad de las personas.

Lo anterior tiende a expresarse en la actualidad por medio de la participación en organizaciones no gubernamentales o por preocupaciones individuales y colectivas de maestros, médicos, trabajadores en general, etc. Cuyo objetivo central no es ganar posiciones de poder, sino por el contrario han proporcionado importantes focos para el movimiento antipoder.

Bibliografía

Foucault, Michel. Microfísica del Poder. Madrid: editorial la piqueta. 1980 Foucault, Michel. El Poder y la Norma. En: Revista la nave de los locos N 8. Universidad San Nicols Morelia. 1984.                                                     Foucault, Michel. El Sujeto y el Poder. Torres-Rivas Edelberto (comp.) En: Teoría y métodos. San José: Educa. 1990,                                                 Foucault, Michel. Asilos, Sexualidad y Prisiones. En: Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos. 1999                                         Foucault, Michel. Verdad y Poder. En: Estrategias de Poder. Volumen II. Barcelona: Editorial Paidos. 2000.                                                                Foucault, Michel. Vigilar y Castigar: el Nacimiento de la Prisión. Madrid. Siglo Veintiuno editores. 2000.                                                                   Foucault, Michel. Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos. 2000.

Otros Autores Consultados:

Bendix, R, y Lipset, S (comps). Clases, status y poder. Madrid. Editora Euroamericana 1972.                                                                                   Ceballos Héctor. Foucault y el Poder. Mexico: Ediciones Coyoacan. 1997. Holloway, John. Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy, Buenos Aires: editorial Herramienta. 2002.                       Parsons, Talcott. El Sistema Social. Madrid: editorial Alianza 1999.


[1] Bendix, R., y Lipset, S (comps), Clases, status y poder, Madrid. Editora Euroamericana 1972

[2] Talcott, Parsons, El Sistema Social, Madrid: Editorial Alianza 1999, Pg. 122

[3] Foucault, Michel, 1999, Asilos, Sexualidad y Prisiones, En: Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos, Pag. 283

[4] Cfr. Foucault, Michel, Microfsica del poder, Madrid: editorial la piqueta, 1980, Pg., 144

[5] Cf. Ceballos Hctor, 1997, Foucault y el Poder, Mxico: Ediciones Coyoacan, Pg. 67

[6] Idem., Ceballos, Héctor Pg. 67

[7] Idem.

[8] Foucault, Michel, 1999, Verdad y Poder; En: Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos, Pg. 46

[9] Cfr. Ceballos Hctor, 1997, Foucault y el Poder, Mxico: Ediciones Coyoacan, Pg. 69

[10] Cfr. Maurizio Lazzarato, del Biopoder a la Biopolitica, documento bajado de Internet, el da 1 de agosto de 2006, http://sindominio.net/arkitzean/otrascosas/lazzarato.htm

[11] Foucault, Michel, 1999, Verdad y Poder; En: Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos, Pg. 48

[12] Foucault, Michel, 1999, Estrategias de Poder. Volumen II, Barcelona: Editorial Paidos, Pg. 17-18

[13] Foucault, Michel, 2000, Vigilar y Castigar, Madrid, Siglo Veintiuno editores, Pg. 212

[14] Cfr. Foucault, Michel El poder y la norma, En: Revista la nave de los locos N 8, 1984, Universidad San Nicols Morelia.

[15] Foucault, Michel, 2000, Vigilar y Castigar, Madrid, Siglo Veintiuno editores, Pg. 146

[16] Cfr. Foucault, Michel, Microfísica del poder, Madrid: editorial la piqueta, 1980, Pg., 81

[17] Idem

[18] Idem 147

[19] Foucault, Michel, 1999, A propósito del encierro penitenciario; En: Un dialogo sobre el poder y otras conversaciones, Madrid: Alianza Editorial, Pg. 67