La crisis geopolítica actual: Imperialismo y la persistencia del ‘momento’ unipolar. Christian Castaño. 2023

1. Introducción

La actual crisis en el Este de Europa ha suscitado un renovado interés en la cuestión del imperialismo, similar a aquel que se dio a comienzos del 2000 con la invasión a Irak por parte de los Estados Unidos (EE.UU.) (Chibber, 2004).

Analistas de diferentes espectros ideológicos hablan de las ambiciones imperiales del presidente ruso y del quebrantamiento del orden internacional. La aparente excepcionalidad de estos eventos y el resurgimiento del interés por el imperialismo se debe al “regreso” intempestivo de la geopolítica, entendida como los conflictos sobre seguridad, territorio,  recursos  e  influencia  entre  Estados  (Callinicos,  2007,  p.  537). 

Esta había sido desterrada del análisis después del final de la Guerra Fría, debido a la difusión de una de estas dos creencias: 1) que la globalización y el desarrollo de formas de gobernanza global limitarían la soberanía y las actuaciones bélicas de los Estados, dados los incentivos de la cooperación e interdependencia económicas; o 2) que dada la creciente e inigualable hegemonía norteamericana, ningún Estado se atrevería a desafiar el orden internacional tratando de equilibrar la balanza de poder.

Estas opiniones no han sido ajenas al marxismo, el cual se ha dividido en tres posiciones:

1) aquellos como Negri y Hardt que consideran que después de la Guerra Fría el capitalismo global se ha desarrollado política y económicamente de manera transnacional, haciendo innecesario el sistema interestatal y la competencia geopolítica para su reproducción;

2)  otros,  como  Leo  Panitch  y  Sam  Gindin,  que  han  defendido  la  tesis  que  afirma  que  si  bien  el  capitalismo  requiere  del  sistema  interestatal,  este se encuentra dominado por la incontestable hegemonía de EE.UU., que mantiene un “imperio informal” alrededor del globo, que elimina la posibilidad de la competencia geopolítica; y

3) aquellos que afirman que el capitalismo se ha desarrollado de manera desigual y combinada alrededor del globo, produciendo significativas asimetrías entre las regiones que lo componen y que tienden a generar conflictos y tensiones que a la larga producen luchas geopolíticas (Callinicos, 2009, p. 17).

Como  se  puede  ver,  solo  el  punto  3  mantiene  que  la  competencia  geopolítica es inherente al capitalismo global. Es esta la perspectiva que adoptará este artículo de reflexión.

En ese sentido, se argumenta que la actual crisis en Europa no es una excepcionalidad y más bien constituye una  de  sus  características  inherentes,  a  saber:  su  carácter  imperialista,  entendido  como  un  sistema  de  confrontación  entre  los  países  dominantes, marcado por la intersección y contradicción de la competencia económica  y  geopolítica  en  el  contexto  del  capitalismo  global. 

En  ese contexto, se afirma que no hay un cambio hacia un sistema multipolar y que se da una continuidad del sistema unipolar con la reforzada hegemonía norteamericana.

2. La concepción del nuevo imperialismo

La perspectiva teórica de la que parte este artículo ha sido denominada  como  teoría  del  “nuevo  imperialismo”,  surgida  de  las  reflexiones  de  varios  autores  desde  comienzos  de  la  primera  década  del  presente  siglo, particularmente desarrollada por Alex Callinicos y David Harvey.

De acuerdo con esta perspectiva, el imperialismo capitalista es la intersección entre dos formas de competencia: la competencia económica y la  competencia  geopolítica  o,  al  decir  de  Harvey,  la  intersección  de  la  lógica capitalista y la lógica territorial (Callinicos, 2009, p. 15).

La  lógica  territorial  o  geopolítica  es  la  competencia  entre  Estados  por  su  seguridad,  territorios,  recursos  e  influencia.  Esta  lógica  precede  al desarrollo del capitalismo, debido a las reglas de reproducción de los modos  de  producción  feudal  y  tributarios  que  podemos  encontrar  en  los grandes imperios de la Antigüedad y la Edad Media.

La competencia económica, en cambio, es aquella que se da entre distintas corporaciones, en diferentes locaciones del globo por el control del mercado y los medios de producción a través de la minimización de costos de producción y, por ende, a través de la explotación de la fuerza de trabajo. Esta es específica del modo de producción capitalista.

Así  entendido,  el  imperialismo  capitalista  propone  una  interacción  problemática entre las dos lógicas de competencia. Esto implica reconocer una autonomía relativa al Estado y la ocasional preeminencia de la geopolítica sobre las dinámicas de los intereses del capital.

De esa manera se puede comprender cómo las invasiones de Vietnam, Irak y actualmente Ucrania, no solo se explican por la simple obtención de ganancias económicas para ciertas corporaciones sino especialmente por la predominancia de objetivos geopolíticos (Chomsky, 2016, pp. 98-99) (Chibber, 2004, p. 430) (Callinicos, 2009, p. 15) (Johnson, 2004, pp. 260-264).

Entonces,  para  entender  en  qué  medida  la  geopolítica  es  subsumida  por  el  capitalismo,  se  deben  comprender  los  microfundamentos  del  imperialismo, es decir, las motivaciones de los actores políticos y económicos en el ámbito internacional.

En el ámbito geopolítico, los estadistas pretenden mantener y/o aumentar su poder y el de su Estado frente a  otros  Estados  y  competidores  políticos.  En  el  ámbito  económico,  los […] capitalistas  pretenden  aumentar  sus  ganancias  a  través  de  la  competencia  económica  y  la  reinversión  de  capital  en  búsqueda  de  mayores  retornos (Harvey, 2003, pp. 26-27). 

Empero, los estadistas dependen del mantenimiento de un nivel razonable de actividad económica, pues de ello  depende  la  capacidad  del  Estado  de  financiarse  y  de  mantener  el  apoyo público de su gestión. En tanto que esto obedece a la actividad del sector privado, los capitalistas van a mantener un poder de veto sobre las políticas de Estado y por ello habrá una tendencia estatal a orientar sus programas hacia la promoción de las actividades del capital.

Dicho  proceso  implica  la  posibilidad  de  conflictos  entre  capital  y  Estado, sobre todo cuando los gobernantes, con el objetivo de mantener el orden o el apoyo público de su gestión, imponen reformas sociales en situaciones críticas en las que el veto empresarial pierde su efectividad. Es  particularmente  en  estas  ocasiones  en  las  que  los  actores  gubernamentales  muestran  su  independencia  y  se  revelan  las  posibles  contradicciones entre lo político y lo económico.

En cambio, cuando se da la convergencia  entre  ambas  lógicas,  lo  que  ocurre  es  un  nexo  entre  los  intereses de los administradores de un Estado y un conjunto de ciertos capitales particulares que tienen influencia sobre dicho Estado. El resultado es la formación de nexos institucionalizados entre Estados y capital de una manera geográficamente localizada (Callinicos, 2009, pp. 85-87).

Entonces,  con  la  expansión  histórica  del  capitalismo  y  el  subsecuente  desarrollo  desigual  y  combinado  del  mismo  en  las  diversas  áreas  geográficas del planeta, la formación de Estados culmina con la emergencia de entramados productivos, comerciales y monetarios concentrados que regionalizan el poder.

Esto conduce a la captura del Estado por coaliciones de intereses regionales dominantes y a una actividad estatal que usa sus poderes para producir tales diferenciaciones regionales (Callinicos, 2009, p. 91).Estos  procesos  eliminan  por  completo  la  posibilidad  de  un  sistema  internacional  que  no  esté  dividido  por  Estados  y  en  el  que  no  exista  la  competencia  geopolítica

Esto  echa  por  la  borda  la  posibilidad  del  ultraimperialismo permanente de Kautsky, la tesis según la cual la organización  internacional  del  capitalismo  haría  irracional  e  indeseable  la  guerra  entre  Estados  en  aras  de  la  interdependencia  económica.  Esta  constitución de la localización de los múltiples y diversos capitales privados en regiones divididas por la organización política de la sociedad en diversos Estados, con la consecuente presión que en estas existe sobre las funciones de los actores estatales y su dependencia de los capitales nacionales para su gestión, perpetúa la existencia de un sistema que conlleva  a  disputas  en  regiones  estratégicas  y  pone  en  cuestión  la  posibilidad de un orden multilateral relativamente igualitario y equilibrado.

Las consecuencias que tiene esto para el análisis de la realidad internacional son:

1) implica reconocer que el análisis del imperialismo desde el prisma del marxismo requiere de un “momento realista”. Esto quiere decir que para comprender las actuaciones de los Estados en su política exterior  se  deben  tener  en  cuenta  los  objetivos,  estrategias  y  los  cálculos propios y distintivos de las élites gobernantes;

2) conlleva a tratar la relación entre la competencia geopolítica y económica como una variable  histórica  que  sirve  para  periodizar  el  imperialismo  y  diagnosticar  sus tendencias; y

3) permite la inclusión de la variable ideológica como orientadora de la política exterior de los Estados (Callinicos, 2007)[1]

2.1. El nuevo imperialismo dentro del marco conceptual de la teoría de las relaciones internacionales

Lo anterior nos lleva a preguntarnos acerca del lugar que debe tener el concepto de imperialismo dentro de la teoría de las relaciones internacionales y su relación con categorías canónicas tales como “unipolaridad” o “hegemonía” (Johnson, 2004, p. 38).

Los investigadores han usado diversas  estrategias:  algunos  han  propuesto  la  reformulación  de  las  categorías  de  “imperio”,  “hegemonía”  y  “unipolaridad”  como  distintos  tipos ideales que describen distintas configuraciones de lo internacional (Nexon  &  Wright,  2007). 

Hay  quienes  simplemente  usan  las  categorías  de  hegemonía  o  unipolaridad  como  sinónimos  de  imperio  de  manera  imprecisa  (Borón,  2020)  (Chomsky,  2016). 

Y  otros  utilizan  estos  términos  de  manera  diferenciada,  pero  con  el  objetivo  de  calificar  las  especificidades del imperialismo en cierta etapa histórica (Callinicos, 2009). Esta última estrategia tiene dos ventajas:

1) permite un acercamiento a la  teoría  actual  de  las  relaciones  internacionales;  y

2)  facilita  descripciones más precisas de las diversas y posibles configuraciones del imperialismo

Por  tales  razones  en  lo  que  sigue  del  ensayo  se  adoptará  este  acercamiento. Así  las  cosas,  debemos  precisar  qué  es  lo  que  se  entiende  aquí  por  “imperialismo”  y  el  uso  que  se  les  da  a  las  categorías  de  unipolaridad,  multipolaridad  y  hegemonía. 

A  partir  de  la  teoría  esbozada  por  David Harvey y Alex Callinicos, en adelante me referiré al imperialismo como un sistema de dominación internacional por parte de las superpotencias y los grandes poderes que compiten económica y geopolíticamente por la dominación de territorios, recursos y entidades políticas alrededor del globo

A  tal  efecto,  este  sistema  puede  estar  caracterizado  por  diferentes configuraciones: puede ser un sistema unipolar, esto es, un sistema dominado por una superpotencia en competencia con algunos Estados que califican como grandes poderes; o puede ser un sistema multipolar, es  decir,  un  sistema  en  que  dominan  y  compiten  más  de  una  superpotencia y otros Estados con el estatus de grandes poderes.

Paralelamente, la hegemonía se entenderá aquí como la capacidad de un Estado dominante para liderar el sistema de Estados en una dirección deseada y ser percibido como persiguiendo un interés general (Silver & Arrighi, como se citó en Callinicos, 2009, p. 142).

De  esta  definición  se  debe  precisar  lo  siguiente:  En  primer  lugar,  esta  enunciación  resalta  el  carácter  del  “imperialismo”  en  términos  de  la competencia interimperial por encima del carácter de la relación de dependencia  entre  el  centro  y  la  periferia  globales. 

Con  respecto  a  la  configuración del sistema, la definición de su carácter unipolar o multipolar proviene de la formulación de los términos provista por Brooks y Wohlforth (Brooks & Wohlforth, 2016). La razón por la que se opta por dicha enunciación es que captura mejor la tendencia del sistema internacional que la utilizada por Callinicos, quien afirma que la tendencia del sistema se da hacia la multipolaridad (Callinicos, 2009, p. 214).

Como se explicará más adelante, la perspectiva de Brooks y Wohlforth sugiere que la diferencia entre la unipolaridad y la multipolaridad no se encuentra en el número de grandes poderes sino en el número de superpotencias,  las  cuales  distinguen  en  términos  del  tamaño  de  sus  capacidades  militares, económicas y tecnológicas.

En lo que sigue, se caracterizará la situación actual de acuerdo con el marco de referencia esbozado, analizando la crisis internacional actual como un enfrentamiento propio del sistema imperialista.

3. La crisis ucraniana como crisis geopolítica

En el análisis de la coyuntura actual, las motivaciones de la invasión se han convertido en el objeto de análisis privilegiado, dando lugar a la caracterización del fenómeno como una muestra del proyecto imperial ruso, encarnado en su historia como nación o a factores estructurales de la idiosincrasia estratégica del Kremlin (Hartnett, 2022) (Remnick, 2022).

Cuando  se  examinan  estos  tratamientos  del  suceso,  se  puede  observar  que a ellos subyace una concepción del imperialismo en un sentido clásico, a saber, el imperialismo como la dominación de un Estado débil por un Estado fuerte, sobre todo desde el aspecto militar. En esa línea, estos análisis resaltan la cuestión de la expansión territorial rusa y la anexión de territorios como signo inconfundible de su imperialismo. Si  bien  estos  acercamientos  resultan  interesantes,  no  hay  evidencia  alguna de que Rusia considerara anexar territorio ucraniano.

Como afirma John Mearsheimer, contrario a la concepción popularizada por algunos analistas de que Putin pretende revivir el ideal del imperio soviético a partir de anexiones territoriales, no existe respaldo para las afirmaciones de que en sus planes estuviera arrebatar Crimea en el 2014, ni mucho menos parece creíble que tratara de ocupar dicho país.

Desde la lógica de este autor realista, el conflicto es causado por la insistencia de Occidente de expandir la OTAN hacia la frontera estratégica rusa, pues “los grandes poderes”  siempre  se  preocupan  por  las  amenazas  cerca  de  su  territorio  (Mearsheimer, 2014). Esta perspectiva parece responder mejor a las cuestiones  suscitadas  por  la  invasión  rusa  de  Ucrania,  reivindicando  así  al  realismo  político  en  el  ámbito  de  la  política  internacional. 

Sin  embargo, su tratamiento de la crisis en el Este de Europa se basa en un argumento  cuestionable,  a  saber,  la  consideración  de  que  el  conflicto  entre  Occidente y Rusia se debe a un conflicto entre una cosmovisión liberal de la política internacional enarbolada por EE.UU. y la Unión Europea (UE),  y  una  política  internacional  de  carácter  realista  representada  por  Rusia (Mearsheimer, 2014).

Ante esto cabe preguntarse ¿en qué sentido es la expansión de la OTAN una política exterior liberal?, ¿no supone este movimiento una política agresiva después de la Guerra Fría y la disolución del pacto de Varsovia? Un  análisis  alternativo  puede  hacerse  desde  la  hipótesis  del  “nuevo  imperialismo”.

Según este punto de vista, la actual crisis debe comprenderse como una guerra subsidiaria entre una coalición de países dominantes en cabeza de EE.UU. y Rusia (Callinicos, 2022). En este sentido, la actual  conflagración  es  el  escenario  de  una  confrontación  entre  países  imperialistas  por  el  control  de  Europa  del  Este  y  el  acceso  al  territorio  euroasiático. Bajo esta lógica, la confrontación implica una intersección compleja de la competencia geopolítica y económica en el área tradicional de influencia rusa.

3.1. La intersección de geopolítica y economía en la política exterior rusa

De acuerdo con Nikolai Silaev “los argumentos sobre la necesidad de Rusia de dominar los antiguos espacios de la URSS para sostener un rol global  son  equivocados  tanto  como  postulado  acerca  de  las  realidades  de la política exterior rusa como en términos de la discusión doméstica” (Silaev,  2022,  p.  603)[2]

Esto  debido  a  que  las  alianzas  formales  e  informales del Kremlin resultan más relevantes en Asia, mientras que en el espacio post-soviético solo pretenden servir como frontera de seguridad frente a la OTAN y por ello solo cumplen un papel geopolítico.

Sin  embargo,  la  cuestión  geopolítica  en  el  área  de  influencia  de  la  antigua URSS ha ido de la mano de la dinámica de acumulación y competencia económica del capitalismo ruso.

De acuerdo con Ilya Matveev, la  intersección  entre  la  lógica  territorial/geopolítica  y  la  lógica  capitalista  ha  sido  una  de  convergencia  en  las  relaciones  de  Rusia  con  sus  vecinos,  especialmente  desde  la  primera  década  del  2000,  cuando  la  inversión extranjera rusa aumentó dramáticamente, sumando alrededor de 37 mil millones de dólares en los países de la Comunidad de Estados Independientes en 2010 (Matveev, 2021, p. 9).

La causa de este incremento fue  la  reinversión  de  las  grandes  ganancias  de  las  corporaciones  rusas,  destinadas a la adquisición de capacidades industriales:

The  economic  expansion  in  the  post-Soviet  space  was  the  area  in  which  the  capitalist  and  the  territorial  logics  powerfully  intersected.  In  some  cases,  Russian  companies  made  acquisitions  with  high-profile  diplomatic support. For example, Lukoil seized the opportunity created by Vladimir Putin’s visit to Uzbekistan in 2004 to sign a lucrative production  deal  with  Uzbekneftegaz,  the  country’s  main  natural  gas  producer  (…)  In  other  cases,  the  transfer  of  assets  was  more  coercive,  particularly  when  the  Russian  government  used  the  neighboring  countries’  debt  as  leverage.  For  example,  Russia  swapped  Armenia’s  $100  million  debt  for  90  %  of  its  power  generating  capacities,  acquired  by  RAO  UES.  Another  $10  million  were  written  off  in  exchange  for  Armenia’s  largest  cement  factory  that  was  taken  over  by  ITERA,  Russian  gas  exporter  (…)  In  its  quest for the neighboring countries’ assets, Russia also used oil and gas cutoffs as leverage. For instance, in 2006, Gazprom halted gas supplies to Moldova and resumed them only 17 days later when the country agreed to increase Gazprom’s share in MoldovaGaz, a company controlling pipeline infrastructure  (…).  Overall,  the  Russian  government  systematically  used  debts and oil and gas freezes as leverage to acquire key assets in Ukraine, Moldova, Georgia and Armenia (Matveev, 2021, pp. 9-10).

Adicional a este uso de la política exterior para la expansión del capitalismo  ruso  en  países  vecinos,  la  intersección  entre  la  competencia  geopolítica y económica se puede ver en la utilización del arma energética. Como lo resaltan Albuquerque et al. (2021), la utilización del gas y del petróleo ha servido para realizar adquisiciones corporativas por parte de empresas rusas o para disuadir que sus vecinos formalicen acuerdos comerciales con países occidentales.

Estas tácticas implican un uso geoeconómico  de  las  presiones  económicas  de  manera  persuasiva  o  de  forma coactiva (Albuquerque et al., p.140) (Cancelado, 2019).

En algunas ocasiones  estas  intervenciones  favorecen  las  ganancias  de  empresas  rusas y en otras afectan los beneficios de las corporaciones de dicho país. En estas situaciones, el Estado ruso tiende a otorgar beneficios fiscales o financieros  a  las  empresas  afectadas,  compensándolas  por  las  pérdidas  (Matveev,  2021,  p.  10). 

De  igual  forma,  Rusia  impulsó  la  creación  de  la  Unión Económica Euroasiática, el Banco de Desarrollo Euroasiático y el Fondo Euroasiático para Estabilización y Desarrollo, en algunas ocasiones apelando a amenazas (el caso de Armenia).

Estas organizaciones tienen como objetivo el establecimiento de una hegemonía regional cuyos efectos tienden a favorecer de manera asimétrica al mercado ruso en el ámbito  euroasiático  frente  a  las  importaciones  provenientes  de  dichos  países,  desplazando  las  importaciones  chinas  y  de  la  UE  en  la  región  (Matveev, 2021, pp. 11-13). Estas evidencias hacen pensar que, contrario a lo que afirma Silaev, el espacio postsoviético es de particular importancia para Rusia.

En tanto que la lógica geopolítica queda subsumida bajo la lógica económica en el  capitalismo,  es  de  vital  importancia  para  los  actores  estatales  y  sus  objetivos  la  promoción  de  la  expansión  de  las  operaciones  del  capital  con el que ha formado nexos institucionales a nivel nacional para nutrir su  capacidad  militar. 

Entonces,  en  la  medida  en  que  el  ámbito  postsoviético es relevante a nivel geopolítico para Rusia, el Kremlin utilizará de manera estratégica la convergencia de intereses con los actores de su economía nacional para aumentar su poder e influencia mientras maximiza sus ganancias.

Por tales motivos, dentro de la estrategia geopolítica rusa está el garantizar un ambiente competitivo favorable a su clase dominante por medio de la disuasión de grandes competidores externos  […] (sobre todo la UE y EE.UU.) o la protección y promoción de monopolios en su área de influencia (el caso de Gazprom).

Es ese precisamente el caso con la cuestión de Ucrania. Su papel en la geopolítica del Kremlin es relevante con respecto a la utilidad que tiene como frontera con respecto a las intervenciones militares de países occidentales,  específicamente  la  OTAN.  Además,  es  el  lugar  por  donde  transita buena parte de gas y petróleo de exportación y el mayor receptor de inversión extranjera rusa en la región, que para 2013 sumaba más de 14 mil millones de dólares (Matveev, 2021, p. 7).

Por tales razones, Rusia ha hecho lo posible para evitar que Ucrania independice su economía de sus inversiones, tratando de asegurarlas con respecto a la competencia con proveedores de la UE.

Por esto ofreció un crédito de 15 mil millones de dólares como alternativa a las propuestas del FMI, intentó convencer a Yanukovich de incluir a Ucrania en la Unión Aduanera Euroasiática y de fusionar Naftogaz con Gazprom, lo cual le habría dado control total de los gasoductos de ese país (Marcetic, 2022) (Matveev, 2021, p. 14).

Ante la negativa a estas propuestas y el acercamiento de Ucrania a un acuerdo de asociación y de comercio con la UE, el gobierno ruso implementó bloqueos comerciales al país y la paralización del suministro de gas (Cenusa et al., 2014, pp. 1-2).

Estos  y  otros  sucesos  desencadenaron  la  crisis  geopolítica  en  2014.  Según Matveev, la reacción de Rusia al cambio de gobierno en Ucrania marcó el comienzo de la divergencia entre la lógica geopolítica y la económica,  ya  que  el  giro  beligerante  al  que  da  lugar  con  la  anexión  de  Crimea  sacrificó  el  aspecto  económico  del  imperialismo  ruso  en  favor  del aspecto geopolítico.

Esto reversó los avances del imperialismo ruso en  el  periodo  anterior:  Algunos  activos  rusos  fueron  destruidos  por  la  guerra,  algunas  compañías  perdieron  mucho  de  su  valor  de  mercado  y  las sanciones restringieron los flujos de capital, disminuyendo la inversión rusa en el extranjero de manera dramática (Matveev, 2021, pp. 14-15).

Esto provocó lo que Matveev considera una disyunción entre las lógicas territorial y capitalista, explicada por la preeminencia de la orientación estratégica del liderazgo político del país, en particular, por el énfasis en la seguridad y en el hard-power (Matveev, 2021, p. 4).

Pese a Matveev, esta aparente divergencia de geopolítica y economía en el imperialismo ruso puede explicarse como una renuncia parcial a los  beneficios  económicos  inmediatos  con  respecto  a  pérdidas  económicas  y  geopolíticas  mayores  en  el  largo  plazo.  Se  trata  de  un  cálculo  que pretende minimizar los costos de perder el área de influencia rusa

3.1. La intersección de geopolítica y economía en la política exterior rusa

De acuerdo con Nikolai Silaev “los argumentos sobre la necesidad de Rusia de dominar los antiguos espacios de la URSS para sostener un rol global  son  equivocados  tanto  como  postulado  acerca  de  las  realidades  de la política exterior rusa como en términos de la discusión doméstica” (Silaev,  2022,  p.  603)2. 

Esto  debido  a  que  las  alianzas  formales  e  informales del Kremlin resultan más relevantes en Asia, mientras que en el espacio post-soviético solo pretenden servir como frontera de seguridad frente a la OTAN y por ello solo cumplen un papel geopolítico.

Sin  embargo,  la  cuestión  geopolítica  en  el  área  de  influencia  de  la  antigua URSS ha ido de la mano de la dinámica de acumulación y competencia económica del capitalismo ruso.

De acuerdo con Ilya Matveev, la  intersección  entre  la  lógica  territorial/geopolítica  y  la  lógica  capitalista  ha  sido  una  de  convergencia  en  las  relaciones  de  Rusia  con  sus  vecinos,  especialmente  desde  la  primera  década  del  2000,  cuando  la  inversión extranjera rusa aumentó dramáticamente, sumando alrededor de 37 mil millones de dólares en los países de la Comunidad de Estados Independientes en 2010 (Matveev, 2021, p. 9). La causa de este incremento fue  la  reinversión  de  las  grandes  ganancias  de  las  corporaciones  rusas,  destinadas a la adquisición de capacidades industriales:

The  economic  expansion  in  the  post-Soviet  space  was  the  area  in  which  the  capitalist  and  the  territorial  logics  powerfully  intersected.  In  some  cases,  Russian  companies  made  acquisitions  with  high-profile  diplomatic support.

For example, Lukoil seized the opportunity created by Vladimir Putin’s visit to Uzbekistan in 2004 to sign a lucrative production  deal  with  Uzbekneftegaz,  the  country’s  main  natural  gas  producer  (…)  In  other  cases,  the  transfer  of  assets  was  more  coercive,  particularly  when  the  Russian  government  used  the  neighboring  countries’  debt  as  leverage.  For  example,  Russia  swapped  Armenia’s  $100  million  debt  for  90  %  of  its  power  generating  capacities,  acquired  by  RAO  UES.  Another  $10  million  were  written  off  in  exchange  for  Armenia’s  largest  cement  factory  that  was  taken  over  by  ITERA,  Russian  gas  exporter  (…)  In  its  quest for the neighboring countries’ assets, Russia also used oil and gas cutoffs as leverage. For instance, in 2006, Gazprom halted gas supplies to Moldova and resumed them only 17 days later when the country agreed to increase Gazprom’s share in MoldovaGaz, a company controlling pipeline [3]

[…] Por  ello,  la  política  internacional  norteamericana  intenta  “prevenir  la  unificación  del  transporte  de  energía  entre  las  zonas  industriales  de  Japón,  Corea,  China,  Rusia  y  la  UE  en  la  masa  continental  de  Eurasia  y  garantizar  el  flujo  de  recursos  energéticos  regionales  a  los  mercados  petroleros internacionales liderados por EEUU sin interrupciones” (İşeri, 2009,  pp.  34-35)3. 

Estos  lineamientos  de  las  relaciones  exteriores  estadounidenses  se  han  visto  reflejados  en  diferentes  manifestaciones  de  asesores  y  responsables  de  la  geopolítica  americana  desde  la  época  de  Reagan hasta nuestros días (İşeri, 2009). En ese sentido, se puede afirmar que este es uno de los objetivos implícitos de la política institucional de seguridad y defensa estadounidense.

En  ese  contexto,  el  apoyo  americano  a  Ucrania  es  un  intento  de  contener  a  Rusia  y,  por  esa  vía,  a  China  en  el  proceso  de  lograr  mayor  influencia, integración y control de los territorios de frontera entre Asia y Europa. Todo esto se pretende lograr por medio de sumergir a Rusia en una guerra de la que no pueda salir fácilmente, minando de esa manera la  estabilidad  del  establecimiento  ruso  que  conduzca  a  un  cambio  de  gobierno favorable a los intereses de EE.UU. para manipular su agenda internacional.

Por tales motivos, no se entrevé una salida diplomática a la actual crisis, se insiste en la continuación de la guerra y en la expansión de la OTAN, esta última de vital importancia en la gran estrategia estadounidense (Wade, 2022).En el presente, dicha organización militar cumple dos funciones en la proyección del Área Grande:

Por un lado, su expansión y la provocación de la respuesta rusa en Ucrania sirven para la conformación de una coalición occidental que actúe de acuerdo con los preceptos de los intereses americanos frente a sus competidores, consolidando la hegemonía americana en su rol de “imperio benevolente” frente a Rusia como enemigo “común” (Wade, 2022). Por otra parte, permite aumentar la capacidad de control  del  territorio  euroasiático,  sus  recursos  y  el  aprovisionamiento  de los mismos:

In June 2007, NATO secretary-general Jaap de Hoop Scheffer informed a meeting of NATO members that “NATO troops have to guard pipelines that transport oil and gas that is directed for the West,” and more generally to protect sea routes used by tankers and other “crucial infrastructure”  of  the  energy  system.  This  may  turn  out  to  be  the  sole  operative  component of the fabled “responsibility to protect.”

The decision extends [4] the  post–Cold  War  policies  of  reshaping  NATO  into  a  U.S.-run  global  intervention force, with the side effect of deterring European initiatives toward  Gaullist-style  independence.  Presumably  the  task  includes  the  projected $7.6 billion TAPI pipeline that would deliver natural gas from Turkmenistan  to  Pakistan  and  India,  running  through  Afghanistan’s  Kandahar province, where Canadian troops are deployed. The goal is “to block  a  competing  pipeline  that  would  bring  gas  to  Pakistan  and  India  from Iran” and to “diminish Russia’s dominance of Central Asian energy exports”. (Chomsky, 2010, p. 238)

Este control de los recursos petroleros y su provisión son muy importantes  geopolíticamente  con  respecto  a  Rusia,  país  que  depende  de  la  exportación y expansión del sector energético, incluyendo la infraestructura y transporte de gas y petróleo en la región euroasiática.

Y con respecto a  China,  el  control  de  este  corredor  es  vital  para  obtener  un  suministro  por tierra de hidrocarburos. Este país es muy vulnerable a un bloqueo de suministro  de  combustibles  ya  que  importa  el  60  %  de  su  petróleo,  90  %  del  cual  es  transportado  por  mar,  donde  su  armada  no  tiene  mucha  capacidad para responder al poder naval estadounidense que controla el estrecho  de  Malaca  (Lind  &  Press,  2018,  pp.  186-190).  Por  esas  razones,  el  país  asiático  ha  adoptado  una  serie  de  medidas  para  proteger  su  suministro  de  combustible. 

Una  de  ellas  es  la  expansión  en  Asia  central  y  la  integración económica con países de la zona a través de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) para la coordinación de programas de infraestructura, en especial para la provisión de recursos energéticos.

Estas  precauciones  han  desprovisto  a  EE.UU.  del  “arma  energética”  con la que podía presionar al Estado chino, dejándole así pocas alternativas de contención más allá de la opción bélica (Lind & Press, 2018, p. 203).

Es de esa manera que entre 2002 y 2014 la presencia de tropas norteamericanas  ha  aumentado  en  los  países  exsoviéticos  de  las  fronteras  europeas, caucásicas y centroasiáticas de Rusia, proceso que está relacionado con la estrategia de contención de dicho país, el intento de fragmentar las  alianzas  regionales  (OSC),  el  control  de  rutas  de  flujos  estratégicos  y el posicionamiento en la conflictividad euroasiática (Herrera, 2021, p. 105). 

La  presencia  militar  en  esta  zona  es  importante  para  contener  la  alianza estratégica de Moscú con respecto a la provisión de hidrocarburos  a  China,  uno  de  los  mayores  destinatarios  de  sus  exportaciones  de  crudo y que en la actualidad suman un 55 % del total de sus importaciones de petróleo (Albuquerque et al., 2021, p. 142) (Reuters, 2022).

 […] La manera de debilitar esa alianza es atacando su eslabón más débil, presionando  a  un  cambio  de  gobierno.  Esto  explica  el  compromiso  de  Washington  con  Ucrania,  pues  la  guerra  en  este  país  sirve  como  un  medio para lograr lo que la corporación RAND llama “extender a Rusia”.

El think tank afiliado al pentágono denomina así a la estrategia que propuso  hace  unos  años  para  desequilibrar  a  Rusia  y  disminuir  su  papel  internacional, canalizando la competencia con este país en áreas en las que EE.UU. tiene ventajas comparativas para agotar los limitados recursos rusos (Dobbins et al., 2019, pp. 1-4). Entre las acciones que recomienda dicho informe, los autores subrayan las intervenciones económicas y las geopolíticas como los ámbitos de mayor vulnerabilidad de Moscú.

Dentro  del  paquete  de  medidas  para  debilitar  la  economía  rusa,  los  analistas  destacan  la  imposición  de  sanciones  como  la  más  adecuada  y  precisan  que,  para  que  estas  tengan  efecto,  deben  ser  apoyadas  por  la  mayoría de países de la UE. A su vez, mencionan como posibles acciones el  bloqueo  de  las  exportaciones  de  gas  y  petróleo  e  impulsar  la  fuga  de  cerebros  (Dobbins  et  al.,  2019,  pp.  47-93). 

Entre  las  medidas  geopolíticas  resaltan  la  provisión  de  armas  letales  a  Ucrania  y  la  promoción  de  este  país como aspirante a ser parte de la OTAN. También mencionan alternativas como aumentar el apoyo a rebeldes sirios, promover un cambio de régimen en Bielorrusia, explotar las tensiones en el Cáucaso sur, reducir la influencia rusa en Asia central y desafiar la presencia rusa en Moldavia (Dobbins  et  al.,  2019,  pp.  95-136). 

De  estas  propuestas,  en  la  actual  crisis  se  han  implementado  las  sanciones  económicas  y  el  continuado  apoyo  militar a Ucrania con la concomitante expansión de la OTAN, ambas desatando consecuencias similares a las que pronosticaron en dicho informe.

Respecto  a  las  consecuencias  económicas  de  las  sanciones  impuestas a Rusia, llama la atención que efectivamente se ha dado una fuga de trabajadores del país, alrededor de quinientas mil personas, sobre todo las  más  educadas  y  con  mayores  habilidades  técnicas  para  la  industria  nacional. Esto ha generado una crisis en el mercado laboral que tiende a  agravarse  en  el  futuro  debido  a  la  larga  tendencia  de  decrecimiento  de la población en Rusia.

Las importaciones de ese país han descendido al menos a la mitad y no han podido ser remplazadas por aquellas provenientes de China que también han descendido en los últimos meses, aumentando la inflación de precios y provocando la reducción del consumo  interno.  Además,  las  sanciones  al  sistema  financiero  han  congelado 300 mil millones de dólares de las reservas de divisa extranjera de Moscú, la mitad de aquellas con que disponía a principios de la invasión.

Y de  las  reservas  que  tiene  disponibles,  al  momento  se  han  gastado  75  mil millones de dólares en lo que va de la conflagración (Sonnenfeld & Tian, 2022).

En relación con las consecuencias de las medidas geopolíticas se puede ver un relativo éxito de la resistencia ucraniana, apoyada por EE.UU. y la UE. La confrontación se ha mantenido por más de ocho meses cuando no  planeaba  durar  sino  algunas  semanas. 

Además,  el  efecto  de  disuasión  frente  a  la  expansión  de  la  OTAN  que  se  esperaba  como  resultado de una intervención implacable y rápida en el vecino país ha tenido el  efecto  contrario.  Como  consecuencia,  ahora  se  suman  dos  posibles  miembros  en  la  frontera  rusa  (Suecia  y  Finlandia)  y  esta  incluyó  en  su  Nuevo Concepto Estratégico a China como una amenaza a los valores e intereses de la organización (NATO, 2022, p. 5).

La ofensiva también ha fortalecido el papel de la UE, aumentado su presión sobre las fronteras rusas  que  posiblemente  se  materialicen  en  nuevos  intentos  de  realizar  acuerdos de asociación con países de la órbita postsoviética. Así las cosas, el escenario actual de la competencia geopolítica imperial tiene a China y a Rusia como los dos grandes contendores de un fortalecido EE.UU.

Su fortaleza se basa en que ha logrado juntar tras de sí a los grandes poderes occidentales, sobre todo aquellos de la UE, además de  reforzar  sus  alianzas  con  países  importantes  en  otros  continentes,  como es el caso de Japón. Esta posición en el escenario internacional le da nuevos aires a su hegemonía, pues de nuevo el país norteamericano aparece como un “imperio benevolente” que actúa en pro de los intereses  comunes  del  planeta  en  su  renovada  carta  de  presentación  wilsoniana.

Con dicho soporte, Washington y sus aliados ya plantean nuevas estrategias  para  contener  a  China:  La  venta  de  submarinos  nucleares  a  Australia con el objetivo de fortalecer la presencia militar aliada en Asia-pacífico;  la  profundización  de  alianzas  militares  con  países  que  disputan territorio marítimo reclamado por China; el cercamiento militar a la influencia de este país en Asia central; y el lanzamiento de un programa de infraestructura por el G-7 para competir con la nueva ruta de la seda (France24, 2021) (Rubiolo, 2020) (DW, 28 de junio de 2022).

Estas rivalidades entre países poderosos que han llevado a la guerra en  Europa  del  Este  y  al  escalamiento  de  la  retórica  y  las  tensiones  en  Asía-pacífico,  con  la  concomitante  formación  de  coaliciones  beligerantes, llevan a formular preguntas acerca de las posibles transformaciones del sistema internacional y sus jerarquías.

En el siguiente apartado trataremos estas cuestiones y se argumentará que el sistema internacional  […] tiende  a  reforzar  la  unipolaridad  y  que  Estados  Unidos  seguirá  siendo  por bastante tiempo el Estado hegemónico.

4. La continuada unipolaridad del sistema y la hegemonía americana

Con la caída de la URSS y el final de la Guerra Fría en 1991 se declaró el inicio del momento unipolar del sistema internacional en cabeza de EE.UU. Este se caracteriza por el poderío político y económico norteamericano y por la política oficial de ese país de mantener su preeminencia (Layne, 2009, p. 148).

Dicha política se ha mantenido por parte de diversas administraciones hasta la actualidad y se ha convertido en el canon de  los  consejeros  y  encargados  de  la  defensa  en  Washington  (Porter,  2018). Pero desde la crisis económica de 2008 en adelante algunas voces han manifestado que el momento unipolar ha llegado a su fin.

Esto se ha debido al surgimiento de países que se califican como grandes poderes en términos de su crecimiento económico, su creciente influencia internacional y el aumento de sus capacidades militares (Beckley, 2018, p. 10). El  factor  al  que  se  apunta  con  más  frecuencia  como  causa  de  dicho  cambio del sistema unipolar es la globalización económica y el declive de  EE.UU.  frente  a  nuevos  competidores  (Starrs,  2013,  p.  818). 

Según  el  argumento, la globalización económica tiende a nivelar las diferencias entre los países a través de la redistribución más o menos equilibrada de bienes, mercados y capacidades productivas, estrechando la gran brecha entre  naciones  y  “aplanando  el  mundo”  (Friedman,  2006). 

Una  consecuencia de este proceso sería que en el mediano y largo plazo surgieran más países como grandes poderes a través de la reducción de la distancia  económica  y  tecnológica  con  respecto  a  los  países  dominantes  en  virtud  de  la  creciente  interdependencia  global. 

Por  tales  razones  se  ha  vaticinado que la globalización económica ha traído el surgimiento de países como China, India o Rusia, que van a cambiar la balanza de poder tradicional frente a EE.UU., un diagnóstico que se refuerza por el escalamiento de conflictos militares entre Estados. Sin embargo, el diagnóstico de estas transformaciones resulta engañoso. 

Por  un  lado,  la  expansión  del  capitalismo  tiende  a  desarrollarse  de manera desigual y combinada en distintas zonas geográficas del planeta. En ese sentido, el capitalismo no tiende a aplanar el mundo, sino que tiende a crear ciertas zonas geográficas que concentran los flujos de capital,  creando  nuevas  brechas  internacionales  que  se  traducen  en  el  desarrollo de desigualdades profundas.

Por otra parte, el mantra de que la  globalización  tiende  a  equilibrar  las  economías  y  regiones  geográficas descansa en una sobrevaloración del crecimiento y desarrollo de los países emergentes. A esto subyace un acercamiento metodológico inadecuado para el estudio de la globalización y sus tendencias, centrado en el análisis de indicadores de las economías nacionales y de recursos brutos.

4.1. El poderío económico estadounidense

La expansión del capitalismo alrededor del globo no es una que tienda a la horizontalidad y es más propensa a crear nodos privilegiados que generan brechas y dependencias económicas entre países. Una muestra de esto es que la actividad de las grandes multinacionales no se desenvuelve a nivel global, sino en tres grandes bloques regionales: Norteamérica, Europa y Asia-pacífico (Rugman, 2004, p. 4-5).

Dicho patrón de regionalización se puede ver en el flujo de las Inversión Extranjera Directa a nivel mundial (IED). Entre 1992 y 2006 los flujos de IED a países desarrollados, superaba con creces la IED a países en desarrollo, esta última sobre todo captada por países asiáticos (Callinicos, 2009, p. 200).

Entre 2007 y 2020 se ha mantenido dicha tendencia, con excepción del 2014 y el 2020, cuando se puede ver una caída de la IED en países desarrollados en contraste con una estabilidad de la misma en países en desarrollo. En ambos casos la  estabilidad  de  la  inversión  extranjera  de  los  países  en  desarrollo  se  explica por los flujos a la región asiática y en 2020 al impacto de la pandemia que afectó más a los países desarrollados (UNCTAD, 2021, p. 2):

Contrary  to  the  neo-classical  orthodoxy,  there  are  rising  returns  to  scale.  In  other  words,  improved  profitability  depends  on  large-scale  investments in technological innovation that raises productivity. Where this strategy works, the scale of production is likely to continue growing. Supply firms will cluster around successful large enterprises. The result will be also large concentrations of workers, at least some of whom will be well paid because of their productivity-enhancing skills. Because the  workers  are  also  consumers,  the  resulting  market  for  consumption  goods  and  services  will  attract  further  investment  in  production,  retailing, infrastructure and so on, further increasing employment and widening  local  markets.  The  implication  is  that  in  economically  successful  regions, success breeds success, tending to concentrate investment, production and consumption in certain areas. (Callinicos, 2009, p. 201)

[…] Dicha atracción de los flujos de capital de manera regionalizada tiende a reforzar las asimetrías a nivel internacional, creando nuevos lazos de  dependencia  entre  Estados  y  generando  las  condiciones  para  el  uso  geoeconómico de los recursos y el comercio. Estos efectos en la conformación de las redes económicas globales dan lugar a lo que algunos llaman weaponized  interdependence,  el  uso  por  los  Estados  de  los  nodos  centrales de las redes económicas para coaccionar a otras entidades del sistema internacional (Farrell & Newman, 2019).

Ejemplos de esta forma de geoeconomía pueden verse en la exclusión de entidades financieras rusas  del  sistema  SWIFT  o  el  uso  de  la  dependencia  económica  de  los  países  de  la  Asociación  de  Naciones  del  Sudeste  Asiático  por  parte  de  China en su disputa por territorios marítimos (DW, 28 de junio de 2022), (Rubiolo, 2020).

Se puede pensar que estas asimetrías, si bien no borran las diferencias entre centro y periferia, sí dan lugar al surgimiento de nuevos centros que debilitan el poder económico de EE.UU. El problema con este argumento es que se basa en una concepción anticuada de la economía.

Buena  parte  de  los  análisis  que  tienden  a  ver  un  remplazo  de  la  hegemonía  económica  americana  por  parte  de  otros  países  —en  especial  China—  se  basan  en  indicadores  inapropiados  para  analizar  la  globalización. Hacen referencia a indicadores de cuentas nacionales como el PIB o la balanza comercial de Estados Unidos, que servían muy bien a su propósito a mediados del siglo pasado, cuando las economías de los países estaban contenidas a nivel nacional.

Pero hoy en la globalización los procesos  productivos  de  las  compañías  transnacionales  se  encuentran  dispersos y la adquisición y fusiones corporativas de empresas en ultramar hacen más difícil medir el poder económico de un país en términos de cuentas nacionales. Como afirma Sean Starrs, desde el comienzo del outsourcing en los años setenta la producción se fragmentó en módulos a lo largo del planeta que se dividen en operaciones de alto valor agregado y operaciones de bajo valor agregado.

Al final, el proceso productivo está bajo  control  de  una  sola  compañía  que  mantiene  el  monopolio  de  las  actividades de alto valor agregado. En ese sentido, si se miran las cuentas nacionales de China en sus exportaciones de tecnología frente a EE.UU., puede parecer que el país asiático lidera el mercado en producción tecnológica muy por encima del país norteamericano.

Pero esta imagen se desvanece cuando se observa que muchas de esas exportaciones de tecnología  solo  lo  son  de  productos  ensamblados  para  compañías  extranjeras,  especialmente  americanas  (Starrs,  2013,  p.  819).  En  esa  medida,  la  posición de un país en el capitalismo global solo se puede determinar a través del examen de las empresas multinacionales.

En un análisis del ranking de Forbes 2000, Starrs encuentra que para 2012 las transnacionales norteamericanas lideran en el porcentaje de las utilidades de 18 de los 25 sectores de las corporaciones más importantes del mundo[5].

En 12 de ellos es dominante, i.e., con un 40 % o más de la porción  de  las  utilidades  del  sector.  En  comparación,  China  lidera  en  cuatro sectores y en ninguno de ellos es dominante, i.e., en esos sectores  solo  tiene  una  participación  de  menos  del  40  %  de  las  utilidades[6]. En cuanto a la fracción que corresponde a las adquisiciones y fusiones de empresas fuera de fronteras, EE.UU. también domina a nivel internacional. 

Las  acciones  que  corresponden  a  empresas  estadounidenses  en  otros  países  son  más  del  20  %,  mientras  que  la  porción  de  acciones  de  todas las adquisiciones y fusiones de empresas americanas por empresas extranjeras es de solo el 16 %, lo que significa que las corporaciones americanas  están  adquiriendo  una  mayor  parte  de  corporaciones  foráneas  de lo que lo hacen empresas extranjeras de las firmas estadounidenses.

En consecuencia, para el 2012 las corporaciones americanas combinadas poseían el 46 % del top 500 de las compañías listadas en el mercado de valores. De estas, el 33 % tienen domicilio en EE.UU., a pesar de que este país representa tan solo el 22 % del PIB global. En contraste solo 29 corporaciones chinas hacen parte del top 500, un 5.8 %, de las cuales el 5.9 % son de propiedad de empresas de este país asiático cuyo PIB global es cercano al 20 %.

Además, al desglosar las cuatro principales participaciones de propiedad nacional promedio de las 20 principales empresas en cuatro  regiones  (Estados  Unidos,  Unión  Europea,  Japón  y  Hong  Kong/China), Starrs encuentra que los accionistas americanos son los poseedores dominantes de las corporaciones más importantes de EE.UU. con un promedio del 86 % de todas las acciones en circulación. En Europa, los mayores propietarios de las 20 corporaciones más importantes son estadounidenses, con más del 20 % en cada una de ellas, mientras en EE.UU.[7] 

Este panorama es más claro cuando se muestra que hay una correspondencia  entre  la  propiedad  corporativa  de  las  empresas  estadounidenses  con la posesión de esta en manos de ciudadanos de dicho país.

Starrs presenta los datos de los ciudadanos más ricos del mundo como un aproximado. Según esto, el 76 % de las acciones de los estadounidenses más ricos es invertida en Norteamérica, lo que sugiere que la mayoría de las acciones manejadas por las empresas americanas son de hecho poseídas por ciudadanos de ese país.

Entonces, como las empresas norteamericanas poseen el  46  %  de  las  500  corporaciones  más  importantes  y  ciudadanos  americanos  poseen  la  mayoría  de  acciones  de  las  empresas  estadounidenses,  no resulta extraño que el 42 % de las personas más ricas del planeta sean ciudadanos de ese país, ni que el 41 % de todos los bienes familiares del mundo estén concentrados en Norteamérica a pesar de que el PIB global de EE.UU. haya disminuido a la mitad desde finales de los 50 hasta hoy.

Esto  muestra  que  el  capitalismo  estadounidense  está  muy  globalizado  y  que las medidas de cuentas nacionales no sirven para diagnosticar quiénes controlan la economía (Starrs, 2013, p. 825)[8].

Estos  datos  nos  dejan  con  el  siguiente  panorama:  la  globalización  tiende a ser más una regionalización de los flujos de capital y de su acumulación, lo cual genera unas brechas insalvables.

A pesar del crecimiento sorprendente de ciertos países, la brecha entre los Estados dominantes sigue existiendo a favor de EE.UU., cuyas corporaciones y clase dominante  controlan  la  economía  global,  una  tendencia  que  se  refuerza  por  el  papel  que  juega  el  dólar  como  divisa  internacional  y  la  política  monetaria de ese país para financiar su déficit comercial (Starrs, 2013, p. 828) (Wade, 2022). Entonces podemos concluir que no hay tal declive americano en el aspecto económico.

4.2. El poder geopolítico estadounidense

Para  poder  diagnosticar  un  declive  de  la  capacidad  geopolítica  norteamericana debe medirse el poder relativo estadounidense frente al de sus  contendores,  especialmente  China.  La  forma  tradicional  de  medir  el  poder  de  los  Estados  es  utilizar  indicadores  brutos  para  medir  las   capacidades militares de un país. Generalmente se utiliza el PIB como un índice de los recursos que un Estado puede convertir en capacidades militares. 

En  esa  línea,  el  hecho  de  que  la  porción  del  PIB  global  de  China  sea muy cercano al de EE.UU., sumado al aumento de gasto militar chino y/o la diminución de la presencia militar americana alrededor del mundo, pueden  contar  como  indicios  de  una  tendencia  al  declive  del  poder  de  Washington (Herrera, 2021).

Sin embargo, el uso de dichas métricas resulta insuficiente para comprender la brecha de poder entre los Estados. Según Michael Beckley, el uso de esos indicadores no logra explicar el  resultado  de  grandes  confrontaciones  geopolíticas  en  la  historia. 

La  razón de ello es que estos no tienen en cuenta los costos de producción, seguridad  y  bienestar  en  que  incurren  los  Estados  en  confrontación  ni  la eficiencia con la que se usan los recursos. Alternativamente, el uso de índices que controlan la variable de costos y de eficiencia logra predecir mejor los resultados de conflictos importantes.

Esto es lo que el politólogo norteamericano encuentra al replicar estudios sobre el resultado de grandes confrontaciones en los últimos 200 años, comparando el poder predictivo  del  PIB,  el  Índice  Compuesto  de  Capacidad  Nacional  (ICCN)  y el PIB multiplicado por el PIB per cápita.

El primero de estos índices generalmente se calcula sumando los gastos de gobierno; consumidores y negocios en un periodo de tiempo, el ICCN combina indicadores económicos y recursos militares brutos; el PIB x PIB per cápita propuesto por Beckley, multiplica los recursos totales por los recursos por persona de un país, con el objetivo de introducir una variable que controle los cos-tos y la eficiencia, en buena medida determinados por el tamaño de la población[9] (Beckley, 2018, p. 18-19). Para demostrar su tesis, Beckley testea la validez de cada índice con estudios de caso de rivalidades prolongadas entre grandes poderes en las que una nación tuvo una preponderancia de recursos brutos y la otra una de recursos netos.

De otra parte, utiliza grandes  conjuntos  de  datos  para  evaluar  cuándo  un  indicador  de  una  única variable predice los ganadores y los perdedores de disputas y guerras internacionales en los últimos 200 años (Beckley, 2018, p. 19).En  los  estudios  de  caso,  Beckley  se  centra  en  las  rivalidades  bilaterales  entre  grandes  poderes  desde  1816  que  duraron  al  menos  25  años  y  que  presentan  una  brecha  importante  entre  el  balance  de  recursos  […] en términos brutos y el balance en recursos netos.

De catorce casos de rivalidades  prolongadas,  el  autor  encuentra  nueve  con  las  brechas  más  amplias entre recursos brutos y recursos netos (en todos ellos aparecen China y Rusia). De estos, escoge cuatro casos con una brecha del 20 %: Inglaterra vs. China entre 1839 y 1911; Japón vs. China, 1874-1945; Alemania vs. Rusia, 1891-1917; y EE.UU. vs. URSS, 1946-91.

En todos ellos se encuentra que los países victoriosos —Inglaterra, Japón, Alemania y EE.UU. respectivamente—  fueron  aquellos  que  tenían  una  mayor  diferencia  de  porcentaje de PIB x PIB per cápita frente al rival y que, paralelamente, eran inferiores o no muy superiores en su porcentaje de PIB o de ICCN frente  al  perdedor.  Beckley  resalta  que  los  países  vencedores  contaban  con  mejores  índices  socioeconómicos,  debido  a  que  enfrentaban  menores  costos de bienestar, seguridad y de producción (Beckley, 2018, pp. 22-37).

Respecto a las disputas internacionales y guerras entre todas las naciones ocurridas entre 1816 a 2010, Beckley compara el poder predictivo del PIB  y  el  ICCN  frente  su  propuesta  con  respecto  a  los  resultados  de  guerras bilaterales de la base de datos de guerras del proyecto “Correlatos de Guerra”. Los resultados muestran que el indicador de Beckley tiene entre un 8 % y un 10 % de éxito mayor que el PIB o el ICCN en el pronóstico de resultados  de  guerras  entre  dos  Estados. 

También  muestra  que,  si  bien  todos los indicadores predicen mejor el resultado de guerras que de disputas menores, de aquellas predichas por el PIB x PIB per cápita y no por los  otros  dos,  casi  la  mitad  involucran  pérdidas  rusas  o  chinas  frente  a  países más desarrollados, pero menos poblados (Beckley, 2018, pp. 37-38).

Estos  resultados  tienen  varias  implicaciones.  La  más  importante  es  que las métricas tradicionales para evaluar el poder de los Estados son inadecuadas y que deben ser remplazadas por indicadores como el propuesto por Beckley o el índice de recursos netos de la ONU o del Banco Mundial (BM).

Por ello, los diagnósticos del poder del Estado chino en la actualidad, medido por el PIB o el ICCN, tienden a exagerar su alcance. En contraste, los datos muestran que para 2015 EE.UU. era siete veces más grande que China, según el índice PIB x PIB per cápita y que superaba a China en recursos netos por 80 billones de dólares en 2010 (estimado  de  la  ONU)  y  170  billones  de  dólares  en  2014  (estimado  del  BM). 

Reflejo  de  esto  es  que  China  puede  tener  el  PIB  y  el  ejército  más  grande, pero lidera en consumo de recursos, polución, infraestructura inútil, gastos  de  seguridad  interna  o  disputa  de  fronteras.  Además,  China  usa  siete veces el input económico que usa EE.UU. para su desempeño económico (Beckley, 2018, pp. 42-43). Entonces, dado el éxito predictivo de estos indicadores y la gran distancia que muestran entre los dos países en  contienda,  no  parece  plausible  afirmar  que  EE.UU.  se  encuentre  en  declive frente a otros Estados.

Esta  conclusión,  se  afianza  si  además  se  tienen  en  cuenta  los  factores que subyacen a las condiciones que hacen de un país una superpotencia:

  1. el  poder  militar;  2)  la  capacidad  económica;  y  3)  la  capacidad  tecnológica.

Estos demarcan los límites de la discusión acerca de la configuración  del  sistema  internacional  como  fue  definida  en  el  presente  artículo. Como dijimos, el sistema será unipolar cuando esté dominado por una superpotencia en competencia con algunos Estados que califican como grandes poderes; o puede ser un sistema multipolar si en este dominan  y  compiten  más  de  una  superpotencia  y  otros  Estados  con  el  estatus de grandes poderes. En ese sentido, una superpotencia será aquella  cuyo  poder  militar  y  sus  capacidades  económicas  y  tecnológicas  le  permitan ejercer su poder a nivel global.

En contraste, los grandes poderes solo podrán ejercer su poder en un ámbito regional. En ese sentido, la configuración que ha predominado desde el fin de la Guerra Fría ha sido  una  que  Buzan  califica  con  la  fórmula  1  +  4,  i.e.,  un  sistema  en  el  que Estados Unidos es la única superpotencia y en el que existen cuatro grandes poderes: China, la UE, Japón y Rusia (Buzan, como es citado en Callinicos, 2009, p. 214).

Dicha estructura del sistema internacional puede ser calificada como unipolar. Frente a dicha estructura cabe preguntarse sobre el papel de China y la tendencia de su proyección global en el futuro.

Como hemos visto, la capacidad económica de China sigue estando muy por debajo de EE.UU., sin  embargo,  es  innegable  su  rápido  crecimiento  y  su  creciente  poder  geopolítico desde el aspecto diplomático y militar. Se podría conjeturar que de seguir esa trayectoria podría alcanzar el estatus de superpotencia.  La  cuestión  es  con  qué  rapidez  eso  puede  pasar  de  tal  manera  que  cambie la configuración del sistema internacional.

Con respecto a esto, el  país  asiático  se  enfrenta  con  varias  dificultades: 

1)  China  está  a  un  nivel  tecnológico  muy  bajo  con  respecto  a  EE.UU.; 

2)  la  distancia  que  China  debe  recorrer  es  enorme,  dada  la  capacidad  militar  extraordinaria  de  EE.UU.;  y 

3)  hoy  es  más  difícil  convertir  la  capacidad  económica en capacidad militar, dada la complejidad tecnológica de esta última (Brooks & Wohlforth, 2016, p. 9).

Con  respecto  al  factor  militar,  China  encuentra  muchas  limitaciones  estructurales  para  equiparar  las  capacidades  militares  norteamericanas. Esto implica que el aumento de su presupuesto militar no puede  […] aumentar mucho su poder bélico en el mediano y largo plazo frente al poder  militar  de  alcance  global  norteamericano. 

Brooks  y  Wohlforth  ponen como referencia el dominio de los “espacios comunes” por parte de EE.UU., integrado por cuatro componentes:

1. Comando  del  mar:  submarinos  nucleares,  portaviones,  cruceros  y  destructores, barcos anfibios

2. Aire:  drones  pesados,  aeronaves  de  cuarta  generación,  aviones  de  quinta generación, helicópteros de ataque.

3. Espacio: satélites en operación, satélites militares.

4. Infraestructura:  sistemas  de  alerta  y  control  aerotransportados,  aviones  de  abastecimiento  y  de  transporte  multipropósito,  helicópteros de transporte pesados o de carga media, aviones de carga pesada o media.

Comparado con Rusia, China, Francia, Gran Bretaña y la India, Estados Unidos domina en cada uno de los correspondientes subcomponentes en razón de la proporción que le corresponden del total de las capacidades militares de los seis países juntos, oscilando entre el 50 % y un poco más del  90  %  en  cada  uno  de  ellos. 

Por  detrás  se  encuentra  Rusia,  con  una  posesión que oscila entre el 1 % y el 25 % en cada uno de los diversos sub-componentes y, en tercer lugar, China con una posesión entre el 0 % y el 6 %, respectivamente (Brooks & Wohlforth, 2016, pp. 19-21).

De acuerdo con esta información, se puede concluir que ni Rusia ni China pueden competir con el dominio militar global de EE.UU. por mucho tiempo. En todo caso, se puede afirmar que la brecha con respecto al dominio de los espacios comunes puede cerrarse fácilmente en la medida en que China siga invirtiendo recursos en el desarrollo militar.

El problema es que  el  desarrollo  de  estas  capacidades  militares  está  en  función  de  la  capacidad tecnológica de un país y si bien China ha aumentado su inversión en Investigación y Desarrollo (I+D), su output tecnológico se encuentra por detrás de EE.UU., en términos de capital humano y de producción tecnológica.

Entre 2010 y 2011, el país norteamericano invirtió 2,85 % de su  PIB  en  I+D  y  China  el  1,84  %,  pero  el  capital  humano  de  EE.UU.  era  siete  veces  mayor  que  el  capital  humano  chino  (Brooks  &  Wohlforth,  2016, p. 23).

Si se comparan ambos países en producción tecnológica, el resultado  es  muy  inferior  si  la  medimos  por  el  porcentaje  del  total  de  familias de patentes triádicas, ingresos por cargos de regalías y licencias de productos tecnológicos, artículos más citados de ciencia e ingeniería y número de premios Nobel desde 1990. En todas estas métricas, EE.UU. domina por encima de Japón, Alemania, Gran Bretaña, Francia y China.

El porcentaje en cada uno de estos cuatro rubros que le corresponde al país  norteamericano  oscila  entre  el  30  %  y  el  60  %,  mientras  China  en  todos  está  muy  por  debajo  del  10  %  (Brooks  &  Wohlforth,  2016,  p.  25).  Estos datos sugieren que la distancia tecnológica entre los dos países es vasta y el proceso para acortarla tomará mucho tiempo.

Esto implica que Beijing tiene muy difícil alcanzar el nivel tecnológico que le permita desafiar militarmente a EE.UU.  Como explican Gilli et al., el crecimiento exponencial en la complejidad de la tecnología militar y del sistema de producción de armas norteamericano es difícil de igualar,  dado  que  el  conocimiento  para  diseñar,  desarrollar  y  producir  un  sistema armamentístico avanzado no puede difuminarse tan fácil en la actualidad, debido a su naturaleza organizacional y su dependencia del conocimiento  tácito  (Gilli  &  Gilli,  2018).  Esto  se  da  por  varios  factores: 

1)  los  implicados  en  el  diseño  y  producción  armamentística  avanzada  se  enfrentan  a  un  infinito  número  de  decisiones  que  implican  la  evaluación  de  muchos  trade-offs

2)  identificar  las  soluciones  a  problemas  de diseño y producción implica ingentes esfuerzos de experimentación, construcción de prototipos  y refinamientos que muchas veces implica devolver los procesos avanzados de producción a los equipos que diseñan o a los equipos que testean para perfeccionar los armamentos;

3) la especificidad de los más mínimos detalles de algunos componentes de los armamentos hace que sea difícil reproducir tecnologías sin interacción  directa  con  sus  creadores,  dado  que  estos  detalles  están  ausentes  en  los  planos  de  diseño  de  dichos  armamentos;

 4)  en  la  actualidad,  el  diseño de armas avanzadas requiere de un conocimiento organizacional que  se  encarna  en  la  experiencia  y  conocimiento  colectivo  de  equipos  gigantescos  de  personas  (para  el  desarrollo  del  F-35  participaron  6000  ingenieros, ninguno de los cuales tenía individualmente el conocimiento completo de todo el proyecto); y

5) la complejidad de estos procesos ha llegado a tal grado que incluso procedimientos computarizados han fallado en la predicción de defectos de los diseños de algunos sistemas de armas, por lo que se ha requerido de testeos intensivos para corregirlos (Gilli & Gilli, 2018).

Por estas razones, a pesar de la ingeniería inversa y del éxito del ciberespionaje chino, ha sido imposible igualar el jet de combate chino J-20 con el jet norteamericano F-22 o equiparar los submarinos chinos a los estadounidenses clase Virginia de alto sigilo (Gilli & Gilli, 2018, pp. 181-187), (Brooks & Wohlforth, 2016, p. 36).

5. Conclusión

Todo lo anterior deja muchas dudas sobre la posibilidad de que China pueda competir con sus capacidades económicas, tecnológicas y militares en términos del alcance global de sus operaciones. Pero no se puede negar el sorprendente avance que ha tenido este país en las últimas décadas.

Esto ha puesto a China como un país en una clase particular que no puede ser comprendida en términos de la fórmula de 1+4. La razón es que el país asiático, aunque no esté cerca de dominar la economía mundial, sí se proyecta a futuro como un país con mayor influencia económica y política.

Así las cosas, Brooks y Wohlforth plantean una nomenclatura diferente de la configuración del escenario actual que pueda dar cuenta  de  sus  transformaciones. 

La  fórmula  que  proponen  es  1+Y+X,  donde  el  término  Y  refiere  a  grandes  poderes  que  tienen  el  potencial  de  convertirse  en  superpotencias  y  el  término  X  a  grandes  poderes  (Brooks  &  Wohlforth, 2016, p. 16).

En este marco, el camino que debe recorrer un país dominante para llegar  a  superpotencia  es  el  siguiente:  1)  gran  poder  →  2)  superpotencia  potencial  emergente  →  3)  superpotencia  potencial  →  4)  superpotencia

De acuerdo con los autores, el sistema actual puede denotarse con la fórmula 1+1+X, pues China ha pasado de ser un gran poder a ser una superpotencia  potencial  emergente,  en  la  medida  en  que  tiene  la  capacidad  económica  pero  no  tecnológica  de  aspirar  a  ser  una  superpotencia

Si  logra adquirir los requisitos económicos y tecnológicos para sobrepasar y desafiar a EE.UU. en el ámbito militar, entonces podrá considerarse como una superpotencia potencial. Y si obtiene la capacidad económica y tecnológica para desarrollar y adquirir sistemas bélicos de proyección global y la habilidad para implementarlos de manera coordinada para disputar el dominio de los espacios comunes, entonces el país asiático podrá considerarse una superpotencia (Brooks & Wohlforth, 2016, pp. 42-44).

Pero el camino parece extenso y aún el sistema se caracteriza por la existencia de una única superpotencia: Estados Unidos. En ese sentido, sigue existiendo una configuración unipolar a favor de este país, aunque se  avizora  un  repunte  de  China  que  puede  aspirar  a  dicho  estatus. 

La  única opción en el corto y mediano plazo para Beijing es una estrategia de  balance  externo  frente  a  EE.UU.,  es  decir,  la  formación  de  alianzas  que  permitan  equilibrar  la  balanza  de  poder  con  el  objetivo  de  contener  al  país  norteamericano.  El  problema  es  que,  dada  la  actual  crisis,  Washington ha logrado coaligar bajo su liderazgo la UE y varios aliados estratégicos  que  pueden  limitar  el  alcance  de  la  diplomacia  china. 

En  esa  medida,  su  poder  económico  puede  verse  limitado  con  las  retaliaciones de la coalición occidental en el terreno económico con el plan de infraestructura del G-7 o sanciones comerciales y el cercamiento militar que  enfrenta  el  país  en  las  aguas  del  Pacífico,  en  la  que,  si  bien  puede  ganar  el  pulso  dada  la  dependencia  económica  de  sus  vecinos  frente  a  su mercado, no podrá responder con sus capacidades militares a la presencia norteamericana sin enfrentar costos muy altos.

Por tales razones, cabe esperar que China vea limitado su poder en sus aguas territoriales y que su expansión económica sea contestada con resistencia por la nueva hegemonía norteamericana.

En  consecuencia,  la  perspectiva  de  Callinicos  de  que  el  mundo  es  uno  multipolar  en  la  medida  en  que  tenemos  una  configuración  1+4  con  EE.UU.  a  la  cabeza  y  con  China,  Japón,  la  UE  y  Rusia  como  grandes  poderes,  no  parece  apreciar  la  sutilidad  de  la  definición  de  la  unipolaridad  como  un  sistema  dominado  por  una  superpotencia  con  una  capacidad global de control, ni tampoco permite ver las transformaciones de lo internacional, con China como mero aspirante a superpotencia  (Callinicos,  2009). 

Si  bien  el  dominio  norteamericano  puede  verse  afectado por factores sistémicos del capitalismo, eso no significa que el estado actual de su dominio y el futuro de su poder a nivel global esté en  declive  en  la  competencia  geopolítica  en  el  futuro  cercano. 

En  esa  línea, se comprende que las amenazas al poderío norteamericano no van a venir de la competencia geopolítica sino de factores estructurales. Uno en  particular  es  la  crisis  capitalista  frente  a  la  continuada  caída  de  la  tasa de ganancia (Roberts, 2020).

Relacionado con esto, el declive norteamericano puede provenir de un cambio político interno que lleve a un cambio político internacional, por ejemplo, con un eventual gobierno de los socialistas y con un cambio del staff encargado de la seguridad. Pero ese panorama no se ve cercano y aun cuando sucediera, no hay muchas esperanzas de que transforme la orientación a lo internacional, dada la influencia del lobby del complejo militar industrial y la cohorte de expertos  en  seguridad  en  el  sector  de  la  defensa. 

En  todo  caso,  cabe  esperar  que,  en  este  contexto,  América  Latina  pueda  jugar  un  papel  relevante  en la competencia entre EE.UU. y China, ambos en búsqueda de socios comerciales y destinos para sus inversiones. Pero esto solo tendrá importantes  repercusiones  si  se  convierte  a  nuestro  hemisferio  en  un  nodo  central de las redes del capital, algo que a su vez profundizaría la competencia geopolítica a nivel regional.

Por estos motivos, la mayor aportación de nuestro continente solo puede ser la búsqueda de una mayor  […] independencia  económica  y  política  de  las  potencias  en  competencia,  de tal manera que pueda equilibrar la balanza de poder internacional a través de la construcción de nuevos modelos de desarrollo que puedan contribuir a la búsqueda de la paz internacional.

Agradecimientos

Agradezco a los evaluadores y a los editores de la revista por sus críticas y contribuciones a este artículo, han sido de gran importancia y han nutrido mucho mis perspectivas sobre el tema. De igual forma, agradezco y dedico este ensayo al abogado y  escritor  Héctor  Peña  Diaz  (Q.E.P.D),  quien  fue  mi  maestro,  interlocutor,  editor  y  lúcido  crítico  de  los  primeros  esbozos  del  argumento  que  aquí  presento.  También  quiero agradecer a Emilia Vásquez Pardo por leer, comentar y criticar este escrito. Ã Christian Castaño G.Politólogo, magíster en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia.

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[1] Sobre el debate acerca de la relación entre realismo y marxismo ver: (Pozo-Martin, 2006) (Anievas, 2005) (Callinicos, 2007).

[2] Traducción es mía

[3] Traducción es mía

[4] Traducción es mía

[5] Los  18  sectores  son:  industria  aéro-espacial  y  de  defensa;  negocios  y  servicios  personales; casinos, hoteles y restaurantes; industria química; hardware y software de computadoras; conglomerados; electrónica; servicios financieros; comidas, bebidas y tabaco; equipamiento y servicios de salud; maquinaria pesada; seguros; medios de comunicación; petróleo y gas; farmacéutica y productos de cuidado personal; comercio minorista; transporte; y servicios públicos  Banca; construcción; bienes raíces (Hong Kong); y telecomunicaciones (Hong Kong) los accionistas extranjeros suman un promedio de 15 % de propiedad de acciones  de  las  20  empresas  más  importantes  de  ese  país  (Starrs,  2013,  pp. 820-824).

[6] Banca; construcción; bienes raíces (Hong Kong); y telecomunicaciones (Hong Kong)

[7]

[8] Estos datos han sido actualizados y presentados por Starrs en el presente año y refuerzan sus conclusiones (Starrs, 2022)

[9] Esto  se  basa  en  una  amplia  literatura  de  estudios  militares  que  concluyen  que  el  PIB  per  cápita  es  un  buen  indicador  de  la  eficiencia  de  la  economía  y  del  ejército  (Beckley, 2018, pág. 18).

Civilización universal y culturas nacionales (Capítulo III). Paul Ricoeur. (1961) Ética y Cultura.

El problema aquí evocado es común tanto a las naciones altamente industrializadas y regidas por un Estado nacional antiguo como a las naciones que salen del subdesarrollo y están dotadas de una independencia reciente. El problema es el siguiente:

La humanidad, tomada como un único cuerpo, entra en una única civilización planetaria, que representa a la vez un progreso gigantesco para todos y una tarea aplastante de supervivencia y de adaptación de la herencia cultural a este nuevo marco.

Experimentamos todos, en grados diferentes y en modos variables, la tensión entre la necesidad de este acceso y de este progreso, por una parte y, por la otra, la exigencia de salvaguardar nuestros patrimonios heredados. Quiero decir en seguida que mi reflexión no proviene de ningún menosprecio hacia la civilización moderna universal; el problema existe, precisamente porque soportamos la presión de dos necesidades divergentes pero igualmente imperiosas.

¿Cómo caracterizar esta civilización universal mundial? Se ha dicho con demasiada rapidez que es una civilización de carácter técnico. No obstante, la técnica no es el hecho decisivo y fundamental; el foco de difusión de la técnica es el espíritu científico mismo; es éste, en primer término, el que unifica la humanidad en un nivel muy abstracto, puramente racional, y sobre esa base confiere a la civilización humana su carácter universal.

Hay que tener presente que si bien la ciencia es de origen griego, luego europeo a través de Galileo, Descartes, Newton, etc., no es en calidad de griega y europea, sino de humana, como desarrolla ese poder de convocatoria de la especie humana; manifiesta una especie de unidad de derecho que domina todos los demás caracteres de esa civilización.

Cuando Pascal escribe: «Se puede considerar la humanidad entera como un solo hombre que aprende y recuerda sin cesar», su proposición significa simplemente que todo hombre, puesto en presencia de una prueba de carácter geométrico o experimental, es capaz de llegar a la misma conclusión, si ha efectuado el aprendizaje requerido. Se trata, en consecuencia, de una unidad puramente abstracta, racional, de la especie humana, que trae aparejadas todas las demás manifestaciones de la civilización moderna.

En segundo lugar colocaremos, por supuesto, el desarrollo de las técnicas. Se entiende este desarrollo como una nueva utilización de las herramientas tradicionales partiendo de las consecuencias y aplicaciones de esta única ciencia. Esas herramientas, que pertenecen al fondo cultural primitivo de la humanidad, poseen por sí mismas una inercia muy grande; abandonadas a sí mismas, tienden a sedimentarse en una tradición invencible, no es por un movimiento interno que el instrumental termina por cambiar, sino como contragolpe del conocimiento científico acerca de esas herramientas; éstas son revolucionadas y se convierte en máquinas a través del pensamiento.

Alcanzamos aquí una segunda fuente de universalidad: la humanidad se desarrolla en la naturaleza como un ser artificial, es decir, como un ser que crea todas sus relaciones con la naturaleza mediante un instrumental revolucionado sin cesar por el conocimiento científico; el hombre es una especie de artífice universal; en ese sentido se puede decir que las técnicas, en la medida en que son una reutilización de las herramientas tradicionales partiendo de una ciencia aplicada, ya no tienen patria.

Aun cuando es posible atribuir a tal o cual nación, a tal o cual cultura, la invención de la escritura alfabética, de la imprenta, de la máquina de vapor, etc., una invención pertenece de derecho a la humanidad. Tarde o temprano, crea una situación irreversible para todos se puede retardar su difusión, pero no impedirla en forma absoluta.

Estamos así frente a una universalidad de hecho de la humanidad: no bien ha aparecido una invención en algún punto del mundo, está destinada a la difusión universal. Las revoluciones técnicas se suman, y por el hecho de sumarse eluden el tabicamiento cultural. Podemos decir que, con retrasos en tal o cual punto del globo, hay una única técnica mundial.

Por esto, las revoluciones nacionales o nacionalistas, cuando hacen entrar a un pueblo en la modernización, le dan acceso al mismo tiempo a la mundialización; aun si el impulso es nacional o nacionalista -en seguida reflexionaremos al respecto- representa un factor de comunicación en la medida en que es un factor de industrialización, que hace participar en la civilización técnica única.

Gracias a este fenómeno de difusión podemos tener hoy una conciencia planetaria y, me atrevo a decirlo, un vivo sentimiento de la redondez de la tierra.

Ética y cultura

En el tercer estadio de esta civilización universal, yo ubicaría lo que llamo prudentemente la existencia de una política racional; no subestimo, por supuesto, la importancia de los regímenes políticos; pero se puede decir que, a través de la diversidad de los regímenes políticos que se conocen, se desarrolla una experiencia única de la humanidad e inclusive una técnica política única.

El Estado moderno, en calidad de Estado, posee una estructura universal discernible. El primer filósofo que reflexionó sobre esta forma de universalidad fue Hegel en los Principios de la Filosofía del Derecho. Hegel es el primero en mostrar que uno de los aspectos de la racionalidad del hombre y, al mismo tiempo, uno de los aspectos de su universalidad es el desarrollo de un Estado que ponga en juego un Derecho y un desarrollo de los medios de ejecución bajo la forma de una administración.

Aun si criticamos enérgicamente la burocracia, la tecnocracia, sólo tocamos de este modo la forma patológica propia del fenómeno racional que ponemos de manifiesto. Probablemente, deberemos ir aun más lejos: no sólo existe la experiencia política única de la humanidad, sino que todos los regímenes presentan un cierto curso común; los vemos evolucionar a todos ineluctablemente, no bien se han atravesado ciertas etapas de bienestar, instrucción y cultura, de una forma autocrática a una forma democrática; los vemos a todos en busca de un equilibrio entre la necesidad de concentrar, incluso de personalizar el poder, para hacer posible la decisión y, por otra parte, la necesidad de organizar la discusión con el fin de hacer participar la mayor masa posible de hombres en esta decisión.

Pero quiero volver a esta especie de racionalización del poder que representa la administración, pues se trata de un fenómeno sobre el cual la filosofía política no acostumbra reflexionar. Sin embargo, es un factor de racionalización de la historia cuya importancia no se debería subestimar; podemos hasta decir que estamos en presencia de un Estado a secas, de un Estado moderno, cuando-vemos que el poder es capaz de poner en su lugar una función pública, un cuerpo de funcionarios que preparan las decisiones y las ejecutan sin ser ellos mismos responsables de la decisión política.

Es un aspecto razonable de la política que ahora concierne absolutamente a todos los pueblos del mundo, hasta el punto de constituir uno de los criterios más decisivos del ingreso de un Estado al escenario mundial.

Podemos arriesgarnos a hablar en cuarto término de la existencia de una economía racional universal. Sin duda, hay que hablar del tema con prudencia aun mayor que si se tratara del fenómeno precedente, a causa de la importancia decisiva de los regímenes económicos como tales.

No obstante, lo que pasa detrás de ese proscenio es considerable. Más allá de las grandes oposiciones globales conocidas, se desarrollan técnicas económicas de carácter verdaderamente universal; los cálculos de coyuntura, las técnicas de regulación de los mercados, los planes de previsión y de decisión conservan ciertos elementos comparables a través de la oposición del capitalismo y el socialismo autoritario.

Se puede hablar de una ciencia y una técnica económicas de carácter internacional, integradas en finalidades económicas diferentes y que, al mismo tiempo, crean de grado o por fuerza fenómenos de convergencia cuyos efectos parecen ineluctables. Esta convergencia proviene del hecho de que la economía, tanto como la política, es trabajada por las ciencias humanas, que fundamentalmente no tienen patria. La universalidad de origen y de carácter científico confiere finalmente racionalidad a todas las técnicas humanas.

Por último, se puede decir que a través del mundo se desarrolla un género de vida igualmente universal; este género de vida se manifiesta por la uniformización ineluctable de la vivienda, la ropa (el mismo saco recorre el mundo), este fenómeno proviene del hecho de que los mismos géneros de vida son racionalizados por las técnicas.

Estas no son sólo técnicas de producción, sino también de transporte, de relaciones, bienestar, diversión, información; se podría hablar de técnicas de cultura elemental y, más exactamente, de cultura de consumo; hay así una cultura de consumo de carácter mundial, que desarrolla un género de vida de carácter universal.

II

Ahora bien, ¿qué significa esta civilización mundial? Su significado es muy ambiguo, y este doble sentido crea el problema que elucidamos aquí. Por una parte, se puede decir que constituye un verdadero progreso; aunque es preciso definir bien este término. Hay progreso cuando se cumplen dos condiciones: por una parte, es un fenómeno de acumulación y, por la otra, un fenómeno de mejoramiento. El primero resulta el más fácil de discernir, aunque sus límites sean inciertos.

Diría de buena gana que hay progreso técnico donde quiera se pueda distinguir el fenómeno de sedimentación del instrumental del cual hablábamos antes. Pero entonces es menester tomar la expresión de instrumental en un sentido sumamente vasto, abarcando a la vez el dominio propiamente técnico de los instrumentos y las máquinas; todo el conjunto de las mediaciones organizadas al servicio de la ciencia, de la política, de la economía y aun los puestas géneros de vida y los medios de diversión corresponden, en este sentido, a la categoría del instrumental.

Esta transformación de los medios en nuevos medios constituye el fenómeno de acumulación, lo cual hace, por otra parte, que haya una historia humana; ciertamente, hay muchas otras razones por las cuales existe una historia humana; pero el carácter irreversible de esta historia proviene en buena medida del hecho de que trabajamos como si estuviéramos en un extremo del instrumental: aquí nada se pierde y todo se suma; ése es el fenómeno fundamental. Se puede reconocer este fenómeno en dominios aparentemente muy alejados de la técnica pura.

Así, ciertas experiencias desafortunadas, ciertos fracasos políticos constituyen una experiencia que, para el conjunto de los hombres, se vuelve asimilable a un instrumental. Por ejemplo, es posible que ciertas técnicas de planificación violenta en materia de campesinado eximan al mismo tiempo a otros planificadores de volver a cometer los mismos errores, por lo menos si siguen la vía de la racionalidad. Se produce de este modo un fenómeno de rectificación, una economía en los medios, que constituye uno de los aspectos más notables del progreso.

Pero no se podría calificar como un progreso una acumulación cualquiera. Es necesario que ese desarrollo represente algo mejor en diversos sentidos. Ahora bien, me parece que esa universalización es, por sí misma, un bien; la toma de conciencia de una única humanidad, por sí misma, representa algo positivo; a través de todos estos fenómenos se produce, podríamos decir, una especie de reconocimiento del hombre por el hombre, la multiplicidad de las relaciones humanas convierte a la humanidad en una red cada vez más densa, cada vez más interdependiente y transforma todas las naciones, todos los grupos sociales, en una única humanidad que desarrolla su experiencia. Se puede decir inclusive que el peligro nuclear  nos hace tomar un poco más aún conciencia de esta unidad de la especie humana, pues por primera vez podemos sentirnos amenazados en nuestro propio cuerpo y globalmente.

Por otra parte, la civilización universal es un bien, porque representa el acceso de las masas de la humanidad a bienes elementales; ninguna especie de crítica de la técnica podrá contrabalancear el beneficio absolutamente positivo de la liberación de la necesidad y del acceso en masa al bienestar; hasta ahora la humanidad ha vivido de alguna manera por poder, sea a través de algunas civilizaciones privilegiadas, sea a través de algunos grupos de élites; es la primera vez que entrevemos, desde hace unos dos siglos en Europa y desde la segunda mitad del siglo XX, para las inmensas masas humanas de Asia, África y América del Sur, la posibilidad de un acceso a un bienestar elemental.

Además, esta civilización mundial representa un bien a causa de una especie de mutación en la actitud de la humanidad, tomada en su conjunto, con respecto a su propia historia; la humanidad en su conjunto ha soportado su suerte como un destino espantoso; probablemente esto es todavía cierto para más de la mitad de esa humanidad.

Ahora bien, el acceso en masa de los hombres a ciertos valores de dignidad y de autonomía es un fenómeno absolutamente irreversible, lo cual constituye un bien en sí mismo. Vemos ingresar en la escena mundial a grandes masas humanas que hasta ahora estaban mudas y aplastadas; se puede decir que un número creciente de hombres tiene conciencia de hacer su historia, de hacer la historia; para esos hombres se puede hablar de un verdadero acceso a la mayoría de edad.

Por último, no menospreciaré de ninguna manera lo que acabo de llamar la cultura del consumo, de la cual nos beneficiamos todos en alguna medida. Es verdad que un número creciente de hombres accede hoy a esta cultura elemental, cuyo aspecto más notable es la lucha contra el analfabetismo y el desarrollo de los medios de consumo y de cultura básica.

Mientras hasta estos últimos decenios sólo una pequeña fracción de la humanidad sabía simplemente leer, hoy podemos prever que en algunos otros decenios habrá cruzado ella en masa el umbral de una primera cultura elemental. Digo que eso es un bien.

Pero, por otra parte, no hay más remedio que reconocer que ese mismo desarrollo presenta un carácter contrario. Al mismo tiempo que constituye una promoción de la humanidad, el fenómeno de la universalización representa una especie de sutil destrucción, no sólo de las culturas tradicionales, lo cual no sería, tal vez, un mal irreparable, sino de lo que llamaré provisionalmente, antes de explicarlo en forma más extensa, el núcleo creador de las grandes civilizaciones, de las grandes culturas, el núcleo desde el cual interpretamos la vida y lo que llamo en forma anticipada el núcleo ético y mítico de la humanidad.

De allí nace el conflicto; percibimos que esta civilización mundial única ejerce al mismo tiempo una especie de acción de usura o de erosión a costa del fondo cultural que ha constituido las grandes civilizaciones del pasado. Esta amenaza se traduce, entre otros efectos inquietantes, por la difusión bajo nuestros propios ojos de una civilización de pacotilla, que es la contrapartida irrisoria de lo que acabo de llamar la cultura elemental. En todas partes, a través del mundo, se trata de la misma mala película cinematográfica, las mismas máquinas tragamonedas, los mismos horrores en material plástico o en aluminio, la misma distorsión del lenguaje por la propaganda, etc… Pareciera que la humanidad, al acceder en masa a una primera cultura del consumo, se hubiese detenido en masa en un nivel de subcultura.

Llegamos así al problema crucial para los pueblos que salen del subdesarrollo. Para entrar en el camino de la modernización ¿hay que arrojar por la borda el viejo pasado cultural que ha sido la razón de ser de un pueblo?

A menudo el problema se plantea bajo la forma de un dilema e incluso de un círculo vicioso; en efecto, la lucha contra las potencias coloniales y las luchas de liberación sólo han podido ser realizadas reivindicando una personalidad propia; pues esta lucha no era motivada únicamente por la explotación económica sino, de una manera más profunda, por la sustitución de personalidad que había provocado la era colonial.

Era necesario,  pues, volver a encontrar esa personalidad profunda, volver a enraizarla en un pasado con el fin de nutrir con savia la reivindicación nacional. De ahí la paradoja: por una parte, hay que volver a arraigarse en el propio pasado, rehacerse un alma nacional y levantar esta reivindicación espiritual y cultural frente a la personalidad del colonizador.

Pero al mismo tiempo, para entrar en la civilización moderna, es necesario entrar en la racionalidad… científica, técnica, política, que exige con mucha frecuencia el abandono liso y llano de todo un pasado cultural. Es un hecho: no toda cultura puede soportar y absorber el choque de la civilización mundial. He ahí la paradoja: ¿cómo modernizarse y volver a las fuentes? ¿Cómo despertar una vieja cultura dormida y entrar en la civilización universal?

Pero, tal como lo anuncié al comenzar, esta misma paradoja es enfrentada por las naciones industrializadas que han realizado desde hace mucho tiempo su independencia política en torno a un poder político antiguo. En efecto, el encuentro de las otras tradiciones culturales es una prueba grave y, en cierto sentido, absolutamente nueva para la cultura europea.

El hecho de que la civilización universal haya provenido durante mucho tiempo del hogar europeo ha sostenido la ilusión de que la cultura europea era, de hecho y de derecho, una cultura universal.

El adelanto alcanzado sobre las demás civilizaciones parecía proveer la verificación experimental de ese postulado; más aún, el encuentro de las otras tradiciones culturales era el fruto de este adelanto y, en términos más generales, el fruto de la propia ciencia occidental. ¿Acaso no es Europa la que ha inventado, en su forma. científica expresa, la historia, la geografía, la etnografía, la sociología?

Pero este encuentro con las otras tradiciones culturales ha sido para nuestra cultura una prueba de igual modo considerable, de la cual no hemos extraído todavía todas las consecuencias.

No es fácil continuar siendo uno mismo y practicar la tolerancia respecto de las otras civilizaciones; sea a través de una especie de neutralidad científica, sea en la curiosidad y el entusiasmo por las civilizaciones más lejanas, sea incluso en la nostalgia del pasado abolido o a través de un sueño de inocencia y de juventud, sea que nos entreguemos al exotismo cultural, el descubrimiento de la pluralidad de las culturas no es nunca un ejercicio inofensivo.

El desapego desengañado de nuestro propio pasado, incluso el resentimiento contra nosotros mismos, que puede alimentar este exotismo, revelan bastante bien la naturaleza del peligro sutil que nos amenaza. En el momento en que descubrimos que hay culturas y no una cultura, por consiguiente en el momento en que confesamos el fin de una especie de monopolio cultural, ilusorio o real, nos vemos amenazados de destrucción por nuestro propio descubrimiento; de pronto se hace posible que sólo haya otros, que nosotros mismos seamos otros entre los otros; al haber desaparecido toda significación y toda finalidad, se hace posible pasearse a través de las civilizaciones como a través de vestigios o de ruinas; la humanidad entera se convierte en una especie de museo imaginario: ¿adónde iremos en este fin de semana? ¿a visitar las ruinas de Angkor o a dar una vuelta por el Tívoli de Copenhague?

Podemos perfectamente representarnos una época cercana en que cualquier ser humano de mediana fortuna podrá desterrarse indefinidamente y degustar su propia muerte bajo las formas de un interminable viaje sin meta. En ese punto extremo, el triunfo de la cultura del consumo, universalmente idéntica e integralmente anónima, representaría el grado cero de la cultura de creación: sería el escepticismo en escala planetaria, el nihilismo absoluto en el triunfo del bienestar. Hay que confesar que este peligro es por lo menos igual, al de la destrucción atómica, y tal vez más probable.

III

Esta reflexión contrastada me lleva a plantear las siguientes preguntas: 1) ¿Qué constituye el núcleo creador de una civilización?

2) ¿En qué condiciones puede proseguirse esta creación? 3) ¿De qué manera es posible un encuentro de culturas distintas?

La primera pregunta me dará la ocasión de analizar lo que he llamado, en aras de la rapidez, el núcleo ético mítico de una cultura. No es fácil entender bien lo que se quiere decir cuando se define la cultura como un complejo de valores o, si se prefiere, de evaluaciones; somos propensos, con excesiva celeridad, a buscar su sentido en un nivel demasiado racional o demasiado meditado: por ejemplo, sobre la base de una literatura escrita de un pensamiento elaborado, o en la tradición europea, en la filosofía.

Estos valores propios de un pueblo, que la constituyen como pueblo, deben ser buscados mucho más abajo. Cuando un filósofo elabora una moral, se entrega a un trabajo de carácter muy reflexivo; ese filósofo no constituye, para hablar con propiedad, la moral, sino que refleja aquella que tiene una existencia espontánea en el pueblo. Los valores de los cuales hablamos.

Aquí residen en las actitudes concretas frente a la vida, en la medida en que forman sistemas y no son cuestionadas de una manera radical por los hombres influyentes y responsables.

Entre estas actitudes, las que más nos interesan en este caso se refieren a la propia tradición al cambio, al comportamiento respecto de los conciudadanos y los extranjeros y, aun más particularmente, al uso del instrumental disponible. En efecto, una herramienta es ya lo hemos dicho- el conjunto de todos los medios; en consecuencia, podemos oponerla sin más al valor en la medida en que el valor representa el conjunto de todos los objetivos.

En efecto, son las actitudes valorizantes las que deciden el sentido de los propios instrumentos; en Tristes trópicos, Lévi- Strauss analiza el comportamiento de un grupo étnico que, colocado brutalmente frente a una herramienta civilizada, resulta incapaz de asimilarla, no por falta de habilidad en el sentido propio del término, sino porque la concepción fundamental del tiempo, del espacio, de las relaciones entre los hombres no les permite dar ninguna clase de valor al rendimiento, al bienestar, a la capitalización de los medios; con toda la fuerza de su preferencia fundamental resisten la introducción de esos medios en su género de vida.

Se puede pensar que civilizaciones enteras han esterilizado de este modo la invención técnica a partir de una concepción del todo estática del tiempo y de la historia. Schuhl mostraba hace poco que la técnica griega ha sido frenada por la misma concepción del tiempo y de la historia, que no implicaba una evaluación positiva del progreso mismo. La propia abundancia del mercado de esclavos no constituye por sí misma una explicación puramente técnica, pues el hecho bruto de disponer de esclavos debe ser, además, valorizado de una manera u otra. Si no se preocupaban por reemplazar la fuerza humana por máquinas, es porque no habían concebido el valor «disminución del esfuerzo de los hombres»; este valor no pertenecía al conjunto de las preferencias que constituía la cultura griega.

En consecuencia, sí un instrumental sólo opera a través de un proceso. de valorización, se plantea la pregunta: ¿dónde reside este fondo de valores? Pienso que hay que buscarlo en varios niveles de profundidad; si acabo de referirme al núcleo creador, es por alusión a ese fenómeno, por alusión a esa multiplicidad de envolturas sucesivas que se debe horadar para alcanzarlo.

En un nivel del todo superficial, los valores de un pueblo se expresan en sus costumbres practicadas, en su moralidad de hecho; pero aún no es el fenómeno creador. Al igual que las herramientas primitivas, las costumbres representan un fenómeno de inercia; un pueblo sigue con sus tradiciones por el impulso adquirido.

En un nivel menos superficial, esos valores se manifiestan por medio de instituciones tradicionales: pero esas mismas instituciones son tan sólo un reflejo del estado del pensamiento, de la voluntad, de los sentimientos de un grupo humano en cierto momento de la historia. Las instituciones son siempre un signo abstracto que requiere ser descifrado. Me parece que, se quiere alcanzar el núcleo cultural, hay que cavar hasta esa capa de imágenes y símbolos que constituyen las representaciones básicas de un pueblo.

Aquí tomo esas nociones de imagen y de símbolo en el sentido del psicoanálisis; en efecto, no es una descripción inmediata la que los descubre; en este sentido, las intuiciones de la simpatía y del corazón son engañosas; hace falta un verdadero desciframiento, una interpretación metódica. Todos los fenómenos directamente accesibles a la descripción inmediata son como los síntomas o el sueño para el análisis.

Del mismo modo,. habría que aportar incluso las imágenes estables, los sueños permanentes que constituyen el fondo cultural de un pueblo y que alimentan sus apreciaciones espontáneas y sus reacciones menos elaboradas con respecto a las situaciones atravesadas. Las imágenes y los símbolos constituyen lo que se podría llamar el sueño despierto de un grupo histórico. Es en este sentido que hablo del núcleo ético-mítico que constituye el fondo cultural de un pueblo.

Se puede pensar que es en la estructura de ese subconsciente o de ese inconsciente donde reside el enigma de la diversidad humana. En efecto, el hecho extraño es que haya culturas y no una única humanidad. El simple hecho de que haya lenguajes diferentes, es ya muy inquietante y parece indicar hasta donde la historia permite remontarse, se encuentran ya figuras históricas coherentes y cerradas, conjuntos culturales constituidos.

Desde el comienzo, según parece, el hombre es algo más que el hombre; la condición quebrada de las lenguas es el signo más visible de esta falta primitiva de cohesión. He aquí lo asombroso: la humanidad no se ha constituido en un único estilo cultural, sino que ha «echado raíces» en figuras históricas coherentes, cerradas: las culturas. La condición humana es tal, que el exilio es posible.

Pero esta napa de imágeries y de símbolos no constituye todavía el fenómeno más radical de la creatividad: constituye sólo su última envoltura.

A diferencia de un instrumental que se conserva, se sedimenta, se capitaliza, una tradición cultural sólo permanece viva si se vuelve a crear sin cesar.  

Abordamos aquí el enigma más impenetrable, del cual únicamente se puede reconocer el estilo de temporalidad opuesto al de la sedimentación de las herramientas. En ese terreno, hay para la humanidad dos maneras de atravesar el tiempo: la civilización desarrolla cierto sentido del tiempo que se basa en la acumulación y el progreso, mientras que la forma en que un pueblo desarrolla su cultura se apoya en una ley de fidelidad y de creación; una cultura muere tan pronto no es más renovada, recreada; es necesario que surja un escritor, un pensador, un sabio, un hombre espiritual, dar nuevo impulso a la cultura y arriesgarla de nuevo en una aventura y un riesgo total.

La creación escapa a toda previsión, a toda planificación, a toda decisión de un partido o de un Estado. El artista para tomarlo como testigo de la creación cultural- sólo expresa a su pueblo si no se lo propone, y si nadie se lo impone, Pues si se lo pudiera prescribir, eso significaría que lo que va a producir ya ha sido dicho en la lengua de la prosa cotidiana, técnica, política: su creación sería una falsa creación.

El hecho de que el artista se haya comunicado verdaderamente con la napa de imágenes fundamentales han hecho la cultura de su pueblo es cosa que sólo la sabemos después; cuando haya nacido una nueva creación, sabremos también en qué sentido iba la cultura de ese pueblo.

Tanto menos podemos preverlo en cuanto las grandes creaciones artísticas comienzan siempre por algún escándalo: es necesario que se quiebren antes las imágenes falsas que un pueblo, un régimen, se hacen de sí mismos. La ley del escándalo responde a la ley de la «conciencia falsa»; es necesario que haya escándalos. Un pueblo querrá darse siempre una imagen ventajosa de sí mismo, una imagen -si cabe decirlo- bien pensante.

Contra la tendencia a ser un bienpensante de su propio grupo, el artista sólo se reincorpora a su pueblo una vez quebrada esta costra de las apariencias; hay posibilidades de en la soledad, el cuestionamiento, la incomprensión, hará él surgir algo que al comienzo chocará, que al comienzo desorientará y que, mucho tiempo después, será seleccionado como la expresión verídica del pueblo. Tal es la ley trágica de la creación de una cultura, ley diametralmente opuesta a la tranquila acumulación de las herramientas que constituye la civilización.

Entonces se plantea la segunda pregunta: ¿bajo qué condición puede continuar la creación cultural de un pueblo? Pregunta temible, planteada por el desarrollo de la civilización universal, científica, técnica, jurídica, económica. Pues si bien es verdad que todas las culturas tradicionales experimentan la presión y la acción erosiva de esa civilización, no tienen todas la misma capacidad de resistencia y, sobre todo, el mismo poder de absorción.

Es de temer que no toda cultura sea compatible con la civilización mundial, nacida de las ciencias y las técnicas. Me parece que se pueden discernir algunas condiciones sine qua non. Podrá sobrevivir y renacer únicamente una cultura capaz de integrar la racionalidad científica; sólo una fe que apele a la comprensión de la inteligencia puede «casarse con» su época.

Diría inclusive que únicamente una fe que integre una desacralización de la naturaleza y vuelva a transferir lo sagrado al hombre puede asumir la explotación técnica de la naturaleza; sólo una fe que valorice el tiempo, el cambio, que coloque al hombre en posición de amo frente al mundo, a la historia y a su vida, parece estar en condiciones de sobrevivir y  durar. En caso contrario, su fidelidad no será más que un simple decorado folklórico. El problema consiste en no repetir simplemente el pasado sino en echar raíces en él para inventar sin cesar.

Queda entonces la tercera pregunta: ¿cómo es posible un encuentro de culturas distintas; entendámonos: un encuentro que no sea mortal para todos? En efecto, de las reflexiones precedentes parece desprenderse que las culturas son incomunicables; y sin embargo, la extrañeza del hombre para el hombre no es nunca absoluta. Es cierto, el hombre es un extraño para el hombre, pero también es siempre un semejante. Cuando desembarcamos en un país del todo extranjero, como me ocurrió hace algunos años en China, sentimos que, a pesar del mayor de los destierros, no salimos nunca de la especie humana. Pero ese sentimiento permanece ciego, y hay que elevarlo al rango de una apuesta y de una afirmación voluntaria de la identidad del hombre.

Es la apuesta razonable que hizo antaño cierto egiptólogo cuando, al descubrir signos incomprensibles, planteó como principio que, si esos signos eran del hombre, podían y debían ser traducidos. Es verdad que en una traducción no pasa todo, pero siempre algo pasa. No hay razón, no hay probabilidad de que un sistema lingüístico sea intraducible.

Creer posible la traducción hasta cierto punto es afirmar que el extraño es un hombre; en suma, es creer que la comunicación es posible. Lo que acabamos de decir del lenguaje -de los signos- vale también para los valores, las imágenes básicas, los símbolos que constituyen el fondo cultural de un pueblo.

Sí, creo que es posible comprender por simpatía y por imaginación al otro que no soy yo, como comprendo a un personaje de novela, de teatro o a un amigo real pero diferente de mí; aun más, puedo comprender sin repetir. representarme sin revivir, hacerme otro permaneciendo yo mismo. Ser hombre es ser capaz de esa transferencia a otro centro de perspectiva.

Se plantea entonces la cuestión de confianza: ¿qué le ocurre a mis valores cuando comprendo los de los otros pueblos? La comprensión es una aventura temible en que todas las herencias culturales corren el riesgo de naufragar en un vago sincretismo.

No obstante, me parece que hemos brindado hace poco los elementos de una respuesta frágil y provisional: sólo una cultura viva, a la vez fiel a sus orígenes y en estado de creatividad en el plano del arte, la literatura, la filosofía, la espiritualidad, es capaz de soportar el encuentro con las otras culturas, no sólo de soportarlo sino de dar un sentido a ese encuentro.

Cuando el encuentro es una confrontación de impulsos creadores, una confrontación de arrebatos, es creador en sí mismo. Creo que, de una creación a otra creación, existe una especie de consonancia, en ausencia de todo acuerdo. De este modo comprendo el muy bello teorema de Spinoza: «Más conocemos cosas singulares, más conocemos a Dios». Cuando se ha ido hasta el fondo de la singularidad se siente que está en consonancia con cualquier otra, en cierta forma que no se puede decir, en una forma que no se puede inscribir en un discurso.

Estoy convencido de que un mundo islámico que volviera a entrar en movimiento, un mundo hindú cuyas viejas meditaciones engendraran una joven historia, tendrían con nuestra civilización, nuestra cultura europea, esa proximidad específica que guardan entre sí todos los creadores. Creo que es allí donde termina el escepticismo.

Para el europeo, en particular, el problema no consiste en participar en una especie de creencia vaga; Heidegger es quien define su tarea: «Debemos desterrarnos en nuestros propios orígenes», vale decir, debemos volver a nuestro origen griego, a nuestro origen hebreo, a nuestro origen cristiano para ser un interlocutor válido en el gran debate de las culturas; para tener en frente de sí mismo a otro distinto de sí mismo, hay que tener un sí mismo.  

Por consiguiente, nada está más alejado de la solución de nuestro problema que algún sincretismo vago e inconsistente. En el fondo, los sincretismos son siempre fenómenos de recaída; no implican nada que sea creador; son simples precipitados históricos. Hay que oponer a los sincretismos la comunicación, es decir, una relación dramática en que -una vez tras otra- me afirmo en mi origen y me entrego a la imaginación del prójimo, según su distinta civilización.

La verdad humana sólo se encuentra en ese proceso en que las civilizaciones van a enfrentarse cada vez más desde de aquello que en ellas es lo más vivo, lo más creador. La historia de los hombres será cada vez más una vasta explicación, en que cada civilización desarrollará su percepción del mundo en el enfrentamiento con todas las demás.

Ahora bien, ese proceso apenas comienza. Probablemente es la gran tarea de las generaciones venideras. Nadie puede decir lo que ocurrirá con nuestra civilización cuando haya encontrado verdaderamente otras civilizaciones de un modo que no sea el del choque de la conquista y la dominación.

Pero es necesario reconocer que este encuentro no se ha producido todavía al nivel de un verdadero diálogo. Por tal motivo, estamos en una especie de intercambio, de interregno, en el cual ya no podemos practicar el dogmatismo de la verdad única y en que no somos aún capaces de vencer el escepticismo en que hemos entrado. Estamos en el túnel, en el crepúsculo del dogmatismo, en el umbral de los verdaderos diálogos.

Todas las filosofías de la historia están en el interior de uno de los ciclos de civilización; por eso no tenemos con qué pensar la coexistencia de esos estilos múltiples, y carecemos de filosofía de la historia para resolver los. problemas de coexistencia. En consecuencia, si bien vemos el problema, no estamos en condiciones de anticipar la totalidad humana, que será el fruto de la propia historia de los hombres que emprenderán este temible debate.

On joining the Communist Party. Sam Webb. October 2024

Highways I once traveled down/Don’t look the same/Everything has changed/ Everything has changed (Everything Has Changed, Lucinda Williams)

Introduction

From time to time I will post sketches of my experiences over a life approaching its 80th year. I hope some people might find them of interest — and who knows — maybe even bring a smile to their face. But I have no conceit that lots of people are anxiously awaiting my written words, sketching out different moments in my life. After all, the field in this genre of writing is crowded and competitive, filled with many writers with a far higher profile and far better writing skills than I possess.

If a few people find something that resonates with them, that’s a start. If more than a few, even better.

In any case, I enjoy writing these sketches for my own edification.  Socrates famously quipped, “The unexamined life is not worth living.”

Sketch 1: On joining the Communist Party

Mine was a long journey in the Communist Party. And, lord knows, it didn’t quite turn out as I had expected. Far from it!

But isn’t that the case for many of us whose lives take unexpected turns, landing us in mental spaces and geographical places that we never thought we would inhabit. Meanwhile familiar faces, landmarks, ideas, and hopes that we had embraced, sometimes tightly, for much of our lives fade into the background.

If my arc of political engagement in the Party began unremarkably in Portland, Maine, “the beautiful city by the sea,” it ended uneventfully nearly a half century later in Kingston, New York when I resigned in a brief phone call to John Bachtell, then chair of the Party. Never in my wildest dreams did I think this was something I would do anymore than I thought a half century earlier I would join the Communist Party. But I did, and in both cases there was nothing hasty about either decision. Each was considered and contained a logic rooted in experience and consequent shifts in my thinking and values.

A long journey

I grew up in Hallowell (pop. 2000), a small town in central Maine. It wasn’t, as you would guess, a backwater of radicalism nor a dynamic center of post World War II capitalism. Anything but! There I lived with my family of five. We were not poor; we were not rich either. Frills were few. Second hand gifts found their way underneath the Christmas tree. Going out to dinner was rare. Television was a late arrival to our living room. Wage labor was our bread and butter. And church — Catholic — was weekly, “dreaded” confession was mandatory, and guilt was deeply embedded in the package.

As for politics, it was a no show in our home. Who my parents supported in presidential elections at the time is still a mystery to me. Silence, not political conversation, was our default position at the dinner table.

Unlike my two older brothers who did well academically and were elected class presidents in each of their four years, my high school resume and report card were — how to put it — thin. Not one a parent would proffer in conversation with a neighbor.

On my good days, I was an average student who found school a perfect site for daydreaming, misbehaving, glancing at girls in the corridor, and watching the clock in its slooooow march to dismissal time. Occasionally, I was invited to meet with the guidance counselor to discuss my “attitude.”

I don’t know if, like Springsteen, I learned more from a 3 minute record than I ever learned in school, but I do recall that in my senior yearbook in 1963 my favorite saying was “I find every book too long.” That sounds more like a clever editor putting words into my mouth, but even so, it did succinctly capture my attitude toward book learning at the time.

As for music, it was hard not to like Elvis, Chuck Berry, Martha and the Vandellas, Bill Haley, Little Eva, and Little Richard. Each of them seemed to be singing to me and my cohort of friends. The early rock and rollers gave us permission to break free from the social and moral strictures of the 1950s and shake rattle and roll, especially when fueled by a bottle or two of Narragansett’s Giant Imperial Quart (GIQ).

If I read anything at that age, it was the sports page of the local newspaper. Every morning at the breakfast table, I poured over the box scores of the Red Sox or Celtics or Giants or Packers, depending on the season.

Of course, my Bible was Sports Illustrated. It arrived in the mail, like clockwork, on Friday. As soon as I got home I devoured it with the same enthusiasm that I devoured the jelly donuts from a local bakery that my parents picked up on their way home from work. What better way, I thought, to start the weekend!

If I knew any Marx, it was, not Karl, but Groucho. His weekly TV show, “You Bet Your Life” was a hoot! If it was a choice between 30 minutes with Groucho or doing an assigned reading such as Dickens or Shakespeare or George Eliot, the choice was an easy one for me. Groucho by a mile!

As for my parents, my father dropped out of high school at 15 in order to help his family financially. He landed in a shoe factory that paid notoriously low wages. But with the help of a boyhood friend who had climbed up the corporate ladder in the utility industry, he was hired several years later by Central Maine Power Company.

There he worked as a lineman until he retired in 1968, as the Vietnam War was escalating abroad, rebellion was breaking out at home and worldwide, the sun was setting on “the Golden Age”of U.S. capitalism. And his youngest son’s politics — to my father’s regret — were trending left, his hair was growing too long, and his friends were a raggedy bunch, clearly going nowhere.

At CMP, he climbed electrical transmission poles that wove their way through the woods of Maine. Not an easy or safe gig any time, but especially in the winter when snow and bitterly cold weather blew in, sometimes with such fury that it brought nearly everything to a standstill. Except for “essential workers,” like my father. He as well as coworkers had no choice but to go to work.

Easing this gig a bit was his union, the International Brotherhood of Electrical Workers, that provided him and his workmates with liveable wages and pensions, paid holidays and vacations, job and safety protections, and health care for him and his family. If only most workers in Maine then and now enjoyed the same package of wages, benefits and protections that my father did, the state could confidently claim that living there is “the way life should be.” 

At home, my father was kind, quiet, and modest to a fault when he was sober. When he wasn’t on many weekends, it took only one drink, that’s it, for him to transition from a gentle father and husband into the dark world of a mean drunk. My mother and later my step mother were the immediate targets of his drunken anger and unhappiness, but no one escaped his wrath; everyone in our home was fair game. One Christmas in 1968, for example, he turned his anger on me at the dinner table. It was the last straw for me. I left the table, packed my bag, and, before leaving angrily announced to everybody that I would never come back home for another holiday celebration. And I never did. That night I stayed at a friend’s house and the next morning I jumped on a bus to Portland, Me., only an hour away. I got a room in the YMCA and the next morning grabbed a ride from a close friend back to Connecticut where I was living and working at the time.

Like most mothers in that era, my mother did the lion’s share of household labor as well as provided expressive love and emotional ballast to our family. Contrary to the mythology of the stay at home housewife in the 1950s, my mom, like many working class moms, didn’t fit into that category; it wasn’t a choice on her part. Going to work was a necessity. If she had any relief from the pressures of work and everyday life, it was playing the organ in the church, the piano in our living room, and bridge with her friends.

A high school graduate, she was anxious, like other parents of her generation, that her children go to college and “make something of themselves.” Nearly every night she read to us in our early years as well as enrolled us in a book club, even though money was tight. But then out of the blue, she up and died while working in her beloved flower garden on a sunny day in late July, 1954. She was 48. I was barely 9 and my brothers were 3 and 4 years older.

We were devastated. My world and the small world of my family imploded. Its connective tissues were shattered.

My father, as much as he tried, was unable to step up to the role of primary caregiver. Filled with guilt, overwhelmed by his single parent status, and worried about making ends meet, he took a nosedive, while my mother’s name and memory went unmentioned in our home.

My father’s evenings with the “bottle” became more frequent. On more than one occasion, he came home so drunk and so out of control that my frail and sickly grandmother, who was in her eighties and had moved in when my mother died, called my uncles. They hurried over, reined him in, sometimes wrestling him to the ground, and put him to bed. Not a pleasant sight at a young age.

Two years after her death, my father, lonely, depressed, and overwhelmed by the responsibilities of a single parent, remarried an old friend from his teenage years. Her name was Molly Malaney and she worked at the state capital in a low level supervisory job.

Molly had no children from two earlier marriages — her two husbands died — so her decision to marry my father with his three young sons must have been a bit of an existential leap for her into the unknown. But she never gave me or my three brothers that impression.

Like my mother, she did the lion’s share of the domestic work and steadied the ship of our home. Unlike my mother, she didn’t provide much emotional support to me or my brothers, but as the years passed and from my own experience, I have come to believe that filling that space is probably too big an ask, too steep a climb for most step parents.

Bringing some laughter and relief into my life at that time were my close boyhood friends, Joe, my cousin, and Clarence, a neighbor and classmate. Through no doing of their own, they grew up on the other side of privilege. Like me, both had difficult childhoods. Joe’s mother divorced his alcoholic father and left town, when Joe was an infant, never to be seen again. Clarence, faring no better, lived in deep poverty with his parents who paid more attention to the “drink” than to him.

Both, I believe in hindsight, experienced trauma at a young age. Joe didn’t have the emotional wherewithal to rebound from that trauma. Indeed, his life was nothing but turmoil and he died in a violent drug encounter in a bar in New Hampshire many years later. Clarence experienced hard times too.

All of which brings to mind the words of a poem, written by 18th century English poet, William Blake, “Some are born to sweet delight, some are born to endless nights.” Joe and Clarence knew the latter all too well.

Obviously, at that age I wasn’t “woke.” But somewhere in my young and mixed up head, I sensed that life had unfairly dealt the three of us a poor hand and that each of us played it as best we could.

Of course, there is no straight line that connects our childhoods to our adult life, but growing up as I did, I believe predisposed me to running against the wind.

That disposition was reinforced when, upon graduating from college (entering college I figured my study habits or lack thereof had to change and they did), I took a job in Connecticut at a residential treatment center administered by the Catholic Church. The residents were ages 10-18 boys. Most came from one or another city in Connecticut. Some had run into legal scrapes while others experienced problems in their home or school. Nearly all grew up in poverty and many encountered racism in their day to day lives. Roughly a third were Black or Puerto Rican. It was a multi-racial setting of the poor and neglected.

There were quarrels and fights among the residents, for sure, but seldom were they driven by racial tensions. If the latter arose, and they did, they mainly manifested themselves in interactions between the residents of color with the largely white, untrained supervisory staff.

In the course of my two years there, I came to believe that the cards of success were stacked against these young boys and teenagers. Even if they had bootstraps to pull themselves up, it seemed to me that surmounting the many structural obstacles in their way would prove to be a too steep a climb for them. Indeed, their lives marinated in poverty, racism, inadequate schools, and a war that sucked money from domestic priorities. No one captured this contradiction between the country’s declared aims and actual practices better than Martin Luther King in his speech at Riverside Church in Harlem.

I didn’t come to this understanding the first day that I began work there. In fact, I was a know-nothing in many ways. But the combination of actual experience on the job, my turn to reading radical literature at every opportunity, and some prodding from Kelly Sweeny, an unkempt, long haired socialist-hippie from Toronto, shifted my inchoate politics to the left.

More to the point, I became radical. Though much time has passed and much has happened since then, I remain radical today though, I hope, with a dollop more political experience and depth than I had then.

The League: Gateway to the Party

My habit of running against the wind, however, only took organized political form when I joined the Young Workers Liberation League (or League/YWLL) in the fall of 1971.

At the time, I was hunkered down in a “back to the land” commune in Portland Maine. Yes, back to the land! And, yes, living in a commune! Inspired by Helen and Scott Nearing’s book, “Living the Good Life,” our mission was to buy land in rural Maine, farm organically, forgo meat and fish, make our own beer, smoke pot and live simply and harmoniously with other living things and Mother Earth. Still not a bad idea!

But, by the time we had enough money in our communal bank account two years later to buy that patch of earth in western Maine, my passion for communal living in a rural setting had waned. In my head, I had migrated from subsistence farming in a rural setting to socialist revolution in an urban one.

It wasn’t as if communal living no longer appealed to me. It still did, and I loved my fellow communards, but I figured changing the world in that setting where the deer were nearly as plentiful as people would be a difficult gig. It might have worked for Mao, but I wasn’t Mao — who is? — and rural Maine wasn’t rural China. So when it came time for us to move from Portland to West Peru, Maine, a small town in the western part of the state, I took a pass and stayed behind in Portland.

Luckily I found a cheap apartment — such existed then — on Munjoy Hill, an old working class neighborhood — Irish, Italian, and African American — sitting on a rise above Portland’s downtown and Back Bay on one side and overlooking beautiful Casco Bay and its ring of islands on the other. I suppose there were better places to live, but few came to mind then or even now, although like other urban landscapes and neighborhoods the Hill has been gentrified in recent years, making it unaffordable for anyone with a thin back account.

Not long after settling into my apartment, “extravagantly” furnished with an old mattress and chair, plus a pot or two and a little silverware, I was hired by B&M baked bean company. Maybe the name sounds familiar? Its beans, after all, are found on shelves in food marts across the country. Family owned at the time, the early 20th century built factory sat on the edge of Casco Bay too, only a short bus ride or walk from my apartment.

This brick edifice was rectangular in shape, four stories high, and eye catching in its own way. It employed roughly 120-150 workers depending on the season. To my good fortune, it was unionized by the Bakers and Confectionery Workers out of New York. The benefits were relatively good, but the wages were still low enough that after a weekend of drinking at the Beer Barrel, a local Irish neighborhood bar in Portland’s West End, equipped with what is rare these days — a good jukebox — my pockets were near empty, my head was pounding, and I was scrambling financially to get by until the next pay day.

Had I not been a member of the YWLL, I surely would not have ended up at B&M “walloping” — cleaning — huge bean pots, the size of a bath tub, but circular in shape. But I was and we were urged to work in industry, which I was happy to do. I had no compelling career aspirations.

Nearly sixty years later I still have no regrets in that regard. My career horizons, after all, never included a prestigious and well job paying job.

What I gained from the experience at B&M were new friends as well as a deeper appreciation of the challenges facing working people in securing a good life, a concrete sense of the imbalance of power between workers and corporations, and the necessity of a larger progressive grouping in my local union (and elsewhere) if one hopes to be a change agent.

Or to put it differently, I learned that one or two radicals can make some noise, but they can’t change the music in a plant or union, not to mention on a broader scale. Such changes take a crowd. Don Quixote is a heroic figure for sure, but he isn’t a reliable change agent in any age.

Admittedly, the bean plant was a far cry from the assembly lines of Detroit’s auto industry or the steel mills in Gary, Indiana where workers are concentrated in large numbers and possess considerable economic and political power if they choose to use it. Nevertheless, it was still industrial work and a good place to hang my hat, gain some sorely needed experience, effect change on a smaller scale, and, not least, meet a good hearted and hilarious cast of characters, but that’s another story.

Joining the Party

In the early going I wondered if the YWLL was a good landing place for me. It seemed a little too structured and stiff, but as I got to know its members, acquainted myself with its politics, and participated in its activities, it grew on me. It also became my gateway to joining the Communist Party about a year later in the summer of 1972.

When asked over the years why I joined the Communist Party, given the anti-communist atmosphere in the U.S. at the time, the short answer, usually to the surprise of the questioner, is that it was no brainer. I didn’t have to do a lot of mental gymnastics or career calculations before signing up and paying very modest dues. I had no desire, after all, to live a conventional life nor make a lot of money. As for the FBI it wasn’t on my radar screen.

Or if it was, I couldn’t care less.

At the time, the world, to me and many others of my age, was turning upside down and spinning out of control, familiar landmarks were disappearing, long held truths were dissolving, and a new world filled with new possibilities seemed within reach. At more than one national meeting of the Communist Party during those years my new comrades and I would chant, with complete conviction and without a trace of irony, “CPUSA, socialism in our day.”

While that may seem to you fantastical at best and pure delusion at worst, it didn’t feel like that to us back then.  As we looked out at the world — a simpler world in many ways than today’s — in the early seventies, antiwar actions were surging. Other social struggles, articulating new needs, values, and rights were grabbing the imagination of young people.

Meanwhile, across the globe, it seemed like all hell was breaking loose and trending in a socialist and anti-imperialist direction. The Vietnamese were winning their struggle for national statehood and self determination, notwithstanding the efforts of Johnson followed by Nixon and his Secretary of State, the “renowned” statesman, Henry Kissinger, to flatten and incinerate Vietnam and neighboring countries in order to “save them.”

The Portuguese people overthrew their fascist regime that had ruled that country for five decades. The Chilean people led by Popular Unity — a political party — and the great socialist leader Salvador Allende won by popular vote the presidency and seats in the Congress, a feat that rattled (or should I say, scared the shit out of) Kissinger especially.

In Europe, the Italian and French Communist Parties were large in size and powerful in influence. Both had a presence in parliament. The Communist Party in Italy, in fact, was also within reach of becoming the ruling party via the electoral path. This scared the shit out of Kissinger too, probably by an order of magnitude.

Moreover, in the Global South, anti-colonial movements, usually with the propaganda of arms, were successfully challenging their colonial “masters.” South African apartheid wasn’t overthrown at that time, but it was facing some stiff challenges that would come to fruition two decades later when the African National Congress led by Nelson Mandella forced a peaceful transition to a free and democratic South Africa.

In short, “the times were a-changin,” sang Dylan, who uniquely captured the zeitgeist, turmoil, and contradictions of that period for many young people, although his voice was never singular. He was joined by many others — Marvin Gaye, Aretha Franklin, Neil Young, Chambers Brothers, Joan Baez, Hugh Masekela, Pete Seeger, Mercedes Sosa, Amiri Baraka, Allen Ginsberg, James Baldwin, Nina Simone, Paul Goodman, C. Wright Mills, and more. The world, it seemed in those years, was like putty in our hands.

Little did we realize that the curtain on this surge was coming down and political initiative was passing in large measure to right wing extremism, neoliberalism, and financialization at home and counterrevolution and corporate globalization internationally. But before that became apparent to me, I signed a membership card and began paying dues to the Communist Party.

Looking back, I have concluded that had the Sixties been no more than a continuation of the Fifties I would never have landed in the Party or a baked bean plant or a back to the land commune. Far more likely, I would have chosen a more conventional career and life, much like my two older brothers did. Maybe a high school teacher or basketball coach or a professional economist or who knows! But a communist? No way!

Which goes to prove that the path we travel isn’t one that we have complete control over. As Marx wrote, “Men make their own history, but they do not make it as they please; they do not make it under self-selected circumstances, but under circumstances existing already, given and transmitted from the past.” (18th Brumaire of Louis Bonaparte)

More than one ship

The Communist Party wasn’t the only ship in the harbor at the time that I joined. The harbor, in fact, was full of ships that were leaving with socialism as their destination, but none of them seemed to have, to me anyway, a leg up over the Party.

While differences — arcane to most people — existed among organizations on the left, what most shared was a sectarian political disposition and practice. The Party too wasn’t exempt from its own magical thinking and inflated sense of its own size and influence. But it felt more grounded, informed by a measure of political realism, and its membership and leadership more reflective of the working class and people of this country than its competitors on the left.

The younger members of the Party like myself were not prisoners of the silly notion to “trust no one over 30.” Indeed, the Depression era generation that led the party nationally and at the state level at the time were inspirational to new members like myself.

Other young radicals, as you might expect, didn’t share my view. In their eyes, the Party was old, tired, and passe, not even yesterday’s news. It didn’t spell revolution with a capital R. And its political DNA and history were tarnished and compromised.

Worse still, it was uncritical of the Soviet Union, while at the same time, too ready to give the Democratic Party a free pass.

None of this really registered in my mind. In fact, if I felt anything about the Party in the early going, it was feeling of being a bit out of my league, intimidated by people who seemed wiser in matters of theory and practical politics than I was, not to mention far more rhetorically nimble. Nevertheless, it felt like the right fit for me, notwithstanding the fact that I barely uttered a word in my first months in the Party, fearing that I would be tagged as a political imposter and light weight. Why speak and run the risk of revealing my shallowness, I thought. It was only later that I comfortably engaged in discussions.

I wasn’t alone in making the Communist Party my home. Truth be told, lots of young people — Black, Brown, and white, women as well as men, young workers as well as students, gay as well as straight (although gay members, with a few exceptions, hid their sexual identity because of the homophobic posture of the Party at that time) were making the same choice as I was. Many were inspired by the person and example of Angela Davis, who at the time was a member and remained so up until the split in the Party in 1991.

So I signed up, began paying my dues and attending club meetings every two weeks. The club I joined was small, but included people with uncommon energy and commitment as well as connections to the larger community. It seemed like every night something was going on and, at least, one day of the weekend. An old friend of mine reminds me, nearly every time I see him, of the day he shouted up from the streets to my 3rd floor apartment on a summer day, saying that the day was too beautiful to spend inside writing a political report. The beach, he said, was beckoning us to set everything aside and enjoy the day. I took a pass. At the time it seemed that everything we were doing carried such an urgency that a day in the sun on a beautiful beach paled in significance. Ugh!

To be fair, life in the Party then wasn’t one compulsory drill after another. We had moments of laughter and fun. While most of my comrades were not as eager a beer drinker as I was at the time, they weren’t stuffy, didn’t love to hear themselves talk, nor boast about who they knew. Politics for them wasn’t performative and self aggrandizing, but practical and concrete.

With many of them I remain friends 50 years later. One is Larry Moscowitz who was the League and Party leader in Maine at the time. Like me he is no longer a Party member, but back then he was the “most serious communist” in the room. Larry once sat me and another comrade down and diplomatically suggested that we were spending a tad too much time in the Beer Barrel. We listened attentively to Larry’s pep talk and in the moment took his advice to heart. But it didn’t last.

By day’s end we were back in the Beer Barrel, sitting on our favorite stools, drinking beer, and dumping coins into the aforementioned jukebox.

On another occasion at the Beer Barrel I and another club member were assigned by the club meeting to meet with two young working class women. Our mission was to persuade them to give up smoking pot and join the Party. As agreed, we met up with them a few days later, but we miserably failed in our mission. Long before last call, the four of us were surreptitiously huddled outside and did exactly what we were supposed to convince them not to do: pot smoking. And damned if we didn’t enjoy it. At the following club meeting we sheepishly admitted that we had failed in our mission.

More seriously, I gained a wealth of practical experience and grew intellectually, thanks to my party club. Of the many things that I learned, one was the imperative of coalition politics, of uniting the left with progressive, liberal, and centrist political constituencies.

In contrast to the Party in some other states at the time, we spent little energy attempting to build what were called left forms and organizations. We figured, correctly, that expending our energy initiating and sustaining them rather than participating in mainstream organizations, such as local unions and labor councils, NAACP, welfare rights, neighborhood, and peace organizations, was a poor use of our time. We also had close relationships with a number of progressive Democratic legislators at the city and state level. Two of them were political titans and moral exemplars in the community and in the state legislature — the late Larry Connolly and Gerry Talbot.

What’s more, our rule of thumb was that the point of unity of a coalition of organizations and movements wasn’t the  demands of the left, but the best demands of the broader coalition. This seems simple enough, but not everyone subscribes to this way of thinking on the left either then or now. It served us well though, giving us a reach and a wealth of experience that went way beyond our small numbers.

Much more could and will be said about my years in Portland. I remained there until the fall of 1977 and reluctantly left and moved to Detroit. But that is another story for another time END

Coyuntura conocida, un reto para la sociedad. LPG. 7 de octubre de 2024

Si El Salvador gozó una transición democrática desde la última de las dictaduras militares hasta la firma de los acuerdos de paz y la incorporación de la guerrilla en la vida política a través del partido Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), lo hizo merced a que ninguna de las fuerzas en choque, entiéndase la élite económica y su expresión militar por un lado y la insurgencia subversiva por el otro no consiguieron coronar sus planes.

La oligarquía y el Estado perseguían la continuidad del poder, sus modos y métodos a través de la imposición, mientras que el proyecto de izquierda entendía que las condiciones de masa y fuerza eran idóneas para la insurrección popular y la revolución.

A la postre, el empate militar y las condiciones internacionales orillaron a unos y otros hacia un pacto y unas reformas, no las mejores posibles pero casi las únicas posibles a partir del análisis más pragmático que el contexto permitió.

Un observador desapasionado, abstraído de la narrativa salvadoreña del último lustro reconocería las obvias conexiones entre el presente y ese pasado, incluso descubriría unos vasos comunicantes del actual gobierno tanto con aquel proyecto oligárquico de control social como con la pugna revisionista dentro de aquel FMLN pero ¿concluiría que la nación salvadoreña ha progresado en esa transición, o más bien que ha retrocedido?

A las puertas de una efervescencia social de alcance insospechado, derivada de las medidas de ajuste fiscal y de la supresión de más de diez mil puestos de trabajo en el gobierno, es una reflexión oportuna. Si la sociedad cuenta con inspiración y manierismos democráticos, si goza de suficientes y adecuados vehículos para catalizar sus ansiedades y protestas en una coyuntura así de delicada, entonces la institucionalidad se verá fortalecida, legitimada porque sembrará una diferencia entre quienes califican el momento como autoritario, rayano a lo dictatorial, y unos hechos que dirán lo contrario. O viceversa.

En retrospectiva, es un momento trascendental porque de las respuestas que el régimen brinde en la coyuntura que comienza se deducirá qué tan cíclico fue el giro político, es decir, que tan autoritario es el poder hegemónico que terminó beneficiado de las alianzas que pusieron fin al conflicto e inauguraron la postguerra.

Un posible epílogo de este episodio de la crónica nacional -uno de cincuenta años- es que no sólo no hubo revolución sino que la ola reformista concluyó en superficialidades porque sectores con la misma aspiración elitista y reaccionaria garantizaron que la esencia del Estado no cambiara a través del control de sus dos aparatos por antonomasia, el gobierno y el ejército.

Sería un error depositar todo el peso histórico de la coyuntura en los administradores del Estado, hay más fuerzas entretejidas, actores económicos, sociedad civil organizada pero el rediseño de las relaciones socio políticas del último decenio erosionó la diversidad ideológica, atomizó a la oposición y ha dejado en el centro, ocupando un espacio cada vez más grande y traumático, al nuevo oficialismo. El tiempo subrayará o no el contorno de lo que parece una radicalización desde el poder.

Israel: el peligro de querer cambiar el orden. Andrés Ortega. PE. Octubre de 2024

Ante un ataque terrorista de envergadura, algunos países con la capacidad militar necesaria pueden llevar a cabo respuestas desmedidas y errar en sus cálculos de coste-beneficio. No solo los gobiernos, sino también los ciudadanos, pueden embarcarse en aspiraciones equivocadas. Le pasó a Estados Unidos tras el 11-S de 2001. Y ahora le está pasando a Israel tras la matanza de Hamás del 7 de octubre de 2023, que, comprensiblemente, provocaron un trauma nacional.

No es solo que pierdan la cabeza, sino que algunos grupos en posiciones de poder aprovechan para hacer avanzar agendas concretas y cambiar una realidad que acaba siendo tozuda. Netanyahu y los que le apoyan quieren cambiar el orden de Oriente Próximo. Lo está consiguiendo a corto. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cinco, diez años? Cambiar el statu quo puede resultar peligroso, sobre todo si se hace desde bases injustas. La realidad puede volver, cargada de más odio y violencia.

Tras el 11-S, EEUU se lanzó, con el aval legitimador del Consejo de Seguridad de la ONU en la mal planteada invasión de Afganistán. País que abandonó junto con sus aliados de forma vergonzante en 2021, dejando a sus mujeres y hombres a merced del régimen talibán que cumplió este año tres años en el poder. También, promovida por los neoconservadores que pretendían redibujar toda la zona en base a la exportación de la democracia occidental, se metió en la invasión de Irak en 2003, que nada tenía que ver con el 11-S.

Su forma insensata de pensar y actuar llevó a la ilegal, basada en mentiras sobre las supuestas armas de destrucción masiva, entrada en Irak y el desmantelamiento de su Estado, que generó el nuevo terrorismo del Daesh, soliviantando la región y dando más alas a Irán. Biden votó a favor, por cierto. No solo eso, sino que en parte Estados Unidos dejó de ser una democracia, al menos un estado de Derecho, con leyes como la tristemente famosa Patriot Act y otras que acabaron con muchas garantías jurídicas, afortunadamente revisadas después en algunas de sus partes más extremas.

A falta de información, por los hechos se ha de juzgar lo que está haciendo el Gobierno de Netanyahu, con un amplio apoyo de los israelíes. Está queriendo cambiar la realidad de la seguridad del país y de su futuro personal, y el de la región. Un nuevo orden que vaya más allá de la destrucción de los que atentan contra su propio territorio. Y lo quiere hacer antes de que haya un nuevo presidente o presidenta en la Casa Blanca el próximo 20 de enero. Estamos presenciando una lucha de futuro contra pasado, de geografía contra historia, de demografía contra fuerza armada, de razón de Estado contra humanidad.

Israel ha demostrado su fuerza contra Hezbolá. Tenía penetrado hasta la médula este movimiento, como han puesto de relieve los ataques con buscas y walkie talkies, y haber alcanzado a dirigentes importantes, siendo el más consecuencial la muerte del líder, Hassan Nasrallah. Poco importan, en estos éxitos de inteligencia y armas, la masiva muerte de civiles en Gaza, en el Sur de Líbano, en Beirut, en Cisjordania. Y aunque Israel ha arrasado Gaza, no supo ver venir el ataque del 7 de octubre y un centenar de rehenes siguen en la Franja en manos de Hamás.

Israel se defiende, pero en algunas formas de hacerlo pierde una legitimidad que aumentó el 7 de octubre y que necesitará en el presente y en el futuro, además de humanidad y democracia. Está alimentando un odio que, con el tiempo, se volverá contra él.

Pensemos en los niños que con siete o diez años han vivido las matanzas en Gaza –que intentó vaciar, pero Egipto lo paró–, las incursiones en Cisjordania o los bombardeos en Líbano, los tullidos que quedan, más aún que las decenas de miles de muertos, y la destrucción. ¿Cómo lo verán los supervivientes dentro de diez años, cuando hayan crecido y se encuentren sin perspectivas vitales, si es que no los echan? Israel puede diezmar a Hamás o a Hezbolá ahora, pero bajo esa u otra forma, esos movimientos volverán.

Y no es fácil resolverla. La cuestión, para Netanyahu y los que le apoyan, es cambiar la realidad para el actual Israel. Sí, acabar con los que le atacan. Y hacer imposible una solución en dos Estados, que ya es casi imposible de por sí, y más con una Autoridad Palestina que se ha quedado sin auctoritas alguna. Se trata de debilitar a sus enemigos externos ¿y avanzar hacia el Gran Israel? ¿Quién lo reconocería?

Pero nadie desde fuera parece poder influir sobre Israel en estos momentos, salvo, de momento, que ataque directamente a Irán. Estados Unidos, su valedor prácticamente incondicional, le sigue enviando masivamente armas. Europa está dividida e impotente, y la ONU, como se ha visto estos días en Nueva York, inoperante, y frontalmente desafiada por Netanyahu.

Los países árabes cercanos, los que han reconocido a Israel, prefieren mantenerse callados de momento. Aunque miran a lo que de verdad les importa, que no son los palestinos, sino Irán. Teherán se ha visto debilitado por la sucesión de su Líder Supremo, el ayatolá Jamenei. Humillado por algunos atentados israelíes, a Irán no le interesa que la situación escale hacia una guerra regional. Además, nunca responde en frío. Aún tiene peones que mover, pero están diezmados: los restos de Hezbolá, los huzíes –el último objetivo de Israel en Yemen–, y algunos otros. Netanyahu quiere acabar con la capacidad iraní de fabricar armas nucleares cuando Teherán ha vuelto a dar muestras de querer volver a la senda de un acuerdo para el control de su material nuclear con EEUU.

Los gobiernos árabes que estaban en este juego tendrán ahora más difícil o imposible retomar los llamados Acuerdos de Abraham con Israel. Claro que ese fue un objetivo de Hamás con su ataque del 7 de octubre, días antes de que Arabia Saudí, la pieza mayor, se fuera a sumar a ellos.

“Si es necesario estar diez años en esta situación, estaremos diez años en esta situación”, señaló uno de los portavoces castrenses israelí. “Estamos dispuestos para lo que sea necesario y el tiempo que sea necesario”, recalcó. Puede que en lo inmediato Netanyahu gane en términos personales. Ha recuperado su popularidad, no tiene rival, el “partido de la paz” está ausente.

Los juicios contra él por corrupción y abuso de poder se demorarán, pero ha empezado a sentir el aliento de la Corte Penal Internacional de la que Israel no es parte, pero por la que se ve cada vez más afectado. Gana seguridad inmediata, pero puede generar una dinámica regional perversa que escape a todo control. Líbano puede caer en un caos indomable, y convertirse en la chispa de un conflicto regional. Ganar militarmente no equivale necesariamente a ganar políticamente, como Israel lo comprobó en la guerra de 1973, la del Yom Kippur.

El presente ya ha cambiado, desde luego. Pensar en intentar influir en el futuro es humano, a sabiendas de que ese futuro nunca acaba siendo como se planea. Como escribiera Antonio Machado, “ni está el mañana –ni el ayer– escrito”. Se necesita otro futuro, quizás otra visión del pasado, para Israel, Palestina y la región muy diferente al que intenta provocar Netanyahu. Hay que acordase de las insensateces occidentales de esta primera parte del siglo, desde Afganistán, a Irak, a Siria, o Libia. “El sueño de la razón produce monstruos”, apuntó Goya en su famoso aguafuerte.

Se echan de menos, hoy, respuestas medidas y sensatas. Cabe señalar, por ejemplo, que España no perdió la cabeza con los atentados del 11–M de 2004.

Publican segunda novela de Roberto Pineda: El viaje a San Salvador

SAN SALVADOR, 7 de octubre de  2024 (SIEP) “Me siento muy feliz por esta publicación, en Ediciones Prometeo Liberado, que le da continuidad a mi lucha desde la cultura por la liberación de este país” afirmó el escritor salvadoreño Roberto Pineda, de 65 años.

Añadió que “esta novela  retoma la trama iniciada  por mi primera novela  sobre 1932, El viaje a Moscú, publicada en el 2020, y esta vez el personaje principal es el hijo de Víctor, Ernesto, un joven soviético que a principios de los años sesentas, decide ir en búsqueda de sus raíces latinoamericanas.”

“Y en ese periplo, -continuó- sale de Tbilisi, en Georgia, lugar donde residía y atraviesa Turquía, sigue por Grecia, pasa por Italia, desde donde viaja a la ciudades de Nueva York, La Habana y México, hasta finalmente aterrizar en un caluroso San Salvador.”

“En San Salvador, frente a un enigmático volcán que vigila el horizonte, se ve absorto en una realidad política y social que nunca imaginó, y al integrarse en esta historia, a la vez se incorpora en Santa Ana a las luchas de los sectores populares salvadoreños desde el PCS y el FUAR, en contra de la dictadura militar…”

“Es además un humilde homenaje a la Generación Comprometida, en particular a Manlio, que en 1956 realizaron una profunda ruptura político-cultural desde la literatura, ah, y el libro puede adquirirse en la librería de la UCA…”concluyó Pineda.

Se está iniciando la transición en Venezuela. Ricardo Israel. Infobae. Julio de 2024

No tengo duda alguna del triunfo de Edmundo González, y cuando el Consejo Electoral chavista le atribuyó la victoria a Nicolás Maduro, con el 51,2 % de los votos, me fue reconfirmada la victoria opositora, ya que todos saben qué ocurrió, la derrota del régimen chavista.

Yo le creo a María Corina Machado cuando dice que la victoria opositora fue abrumadora y se cuenta con copia de todas las actas para probarlo.

Más aún, creo que es el inicio de un proceso de transición a la democracia, ya que esta vez el fraude no será aceptado, ni dentro ni fuera del país, por mucho que se esté intentando una maniobra desesperada por sectores que todavía están en la negación, Venezuela cambió, por lo que a diferencia del pasado las amenazas suenan vacías, por la sencilla razón que se ha perdido el miedo.

Creo que esta maniobra desesperada del régimen fracasará, como también una salida de fuerza, si fuera ensayada. Estoy convencido de que al haberse perdido el miedo se ha iniciado en la práctica un proceso de transición, la transición a la democracia, a la venezolana.

¿Qué sabemos de las transiciones, sobre todo, de las exitosas? Que no son todas iguales, pero que tarde o temprano habrá alguna negociación, a lo que no hay que tenerle miedo, en la medida que se tenga claro de lo que es tanto el objetivo principal como el premio mayor, la derrota de la dictadura.

Costó tanto, fue tan difícil lograrla, que lo principal es mantener la unidad que permitió el triunfo que ahora malamente se quiere modificar por manos corruptas. Lo que hay que evitar a toda costa es una división de los demócratas, que se ha dado después de otras elecciones en el pasado. Los objetivos no han cambiado, por lo que no hay que desviarse, toda vez que las transiciones no son procesos solo en blanco y negro, sino que admiten múltiples colores.

La ciencia política reconoce al menos tres tipos de transiciones. La rupturista, la negociada y la institucionalizada. Como difícilmente va a ser Venezuela una de carácter rupturista, donde el régimen dictatorial simplemente se derrumba, lo más probable es que sea una mezcla de transición negociada como lo fueron España y Uruguay, con una institucionalizada. Es decir, se inicia la transición con el esquema constitucional existente, como ocurrió en Brasil y Chile. En Venezuela no ha cambiado el objetivo de lograr una democracia real, sin apellido.

En el pasado, el régimen ha hecho trampa, también desconociendo el resultado. Tan malo como ello fue que sectores democráticos lo aceptaran, pero hoy, simplemente es impensable que ello ocurra, por lo que simplemente ese escenario no debiera darse, no solo porque se ha perdido el miedo, sino que también existió movilización en las calles, que no debiera perderse, y donde resalta María Corina Machado.

Los chavistas saben que fueron derrotados, lo saben en el Palacio Miraflores y también en el extranjero. Aunque en menor escala, se aprecia en la elite gobernante, en la nomenklatura chavista, el mismo proceso de perdida de legitimidad que apareció en la ex URSS y en Europa del Este en la octava década del siglo pasado. En Venezuela solo le queda la fuerza y la corrupción de la delincuencia organizada que los respalda, cuyo poder se manifiesta en forma transnacional.

No hay que perder el foco en lo importante, ya que comienzan a acumularse las preguntas. Si hay negociación, ¿con quiénes se negociará? ¿Habrá nombres vetados, aunque sean pocos? ¿Todo será abierto o habrá secretos? ¿Tendrá Maduro algún rol? Si es así, ¿cuál?

Si se logran acuerdos que ayuden a la democratización, ¿Se solicitará que la fuerza armada sea garante de los acuerdos? Si no se le quiere dar un rol que le es impropio en democracia, ¿bastará con el respeto de todos a la Constitución? Ya que, aunque sea creación chavista es la norma superior, por mucho que se la quiera reformar, apenas se pueda.

Lo que viene requiere claridad en la dirigencia sobre decisiones que exigen total convergencia opositora. A modo de ejemplo, ¿habrá temas y personas que no serán reconocidas como interlocutores válidos? ¿Se separa aguas con toda oposición funcional, que de oposición solo tiene el nombre, ya que su objetivo es servir al régimen y dividir a las fuerzas democráticas? En lo internacional, ¿Habrá un rol especial para Estados Unidos? ¿Otros países? ¿Cuáles?

Existen muchas preguntas, algunas sin respuesta, simplemente porque estamos siendo testigos del inicio de la transición a la democracia. Podrá desconocerlo Maduro y el chavismo, pero no cambia el hecho que el régimen fue y se siente derrotado, habiendo perdido el fuego vital de una legitimidad que ya no se le reconoce. Como toda transición, el régimen puede intentar una aventura negacionista o al menos un sector, pero ello no se puede sostener ni prolongar más allá de un lapso cada vez más corto, dado el cambio que el país ha tenido, al parecer, irreversible.

El primer objetivo que era derrotar a Maduro ya fue cumplido. El segundo se está construyendo que es derrotar el fraude del régimen. El primero se consiguió con lo que había estado ausente en el pasado y sin el cual es virtualmente imposible derrotar a una dictadura, que es la unidad, cuya mantención y fortalecimiento es precondición para lograr la segunda victoria, la derrota del régimen, el fin de la dictadura.

Las transiciones traen consigo rosas y, por lo tanto, espinas que obligan a decisiones difíciles, nunca solo de blanco y negro, sino también con grises y amarillos. En la elección, no solo en las urnas, en las calles también se derrotó a Maduro, ahora hay que responder a la confianza de esa amplia mayoría que votó en condiciones de represión, como también a tantos exiliados que se reunieron con entusiasmo a través del mundo, expresando su deseo de regresar.

No hay que olvidar a tanta familia que solo desea volver a reunirse con los ausentes, y que fue un elemento clave, tanto en la movilización popular como en la pérdida del miedo, ciudadanos, todos que dieron la victoria que ahora se pretende desconocer, hecho a la vez desagradable y violento.

Para este segundo objetivo de desaparición del esquema dictatorial, se necesita seguir insistiendo en la verdad que se ganó la elección para evitar que una falsa narrativa desplace a la verdadera. Este objetivo también necesita escuchar a quienes no son parte de la elite gobernante, de la nomenklatura, pero si integran la administración pública como también son parte de la Justicia o de las fuerzas armadas o policiales, sectores que en ningún caso deben ser entregados en su totalidad a esta dictadura que desea perpetuarse.

¿Cuál será la actitud hacia aquella clase empresarial que se enriqueció con el chavismo, con fuertes elementos de corrupción? La verdad es que no hay respuestas fáciles.

De los procesos de transición se ha aprendido que por sus propias características obligan a abordar todos los temores y no solo los de quienes han sufrido represión, ya que los hay de distinto tipo y características. En su diversidad, la mayoría de ellos deben ser tenidos en cuenta para que el proceso tenga éxito, a lo que hay que agregar los temores de los muchos que en el pasado apoyaron alguna vez a la dictadura, votando por Chávez en aquellas elecciones que sí ganó.

Las dificultades mencionadas son reales, pero superables, siempre que exista una perspectiva de avance, lento o rápido, pero continuo, visible para todos, o al menos, para la mayoría, requiriéndose paciencia y serenidad, ya que no todo se va a poder acometer al mismo tiempo.

Para estos efectos, un desafío es como mantener la movilización lograda. Ello es así por la característica especial de toda transición, aunque esté en sus inicios, ya que predomina el reino de la política a través de la búsqueda de acuerdos y consensos que permitan la construcción de una mayoría.

De las transiciones exitosas, sabemos de la importancia de actuar con seriedad, sin crear falsas ilusiones, como también que cuando se negocie se debe evitar caer en la transacción, en el “quid pro quo”, en el algo por algo, que tanto mal le hace a la imagen de la democracia. Ya que toda negociación debe tener como guía a la ética y a los principios, como distinción básica entre demócratas y quienes no lo son.

La conclusión es lo que repetían María Corina Machado y Edmundo González en gira electoral, que a la dictadura le llegó su hora, lo que refleja años de lucha para la restauración democrática y una historia de superación de dificultades, y, por lo tanto, de aprendizajes, y por lo mismo, de madurez.

Su antiimperialismo y el nuestro. Por Gilbert Achcar* Momento crítico. Septiembre 2022

Nota editorial de momento crítico: La invasión rusa a Ucrania en febrero de 2022 polarizó las posturas entre los grupos de izquierdas en torno al conflicto bélico ruso-ucraniano. Ya en momento crítico hemos publicado dos columnas del compañero Rafael Bernabe que abordan esta cuestión y defienden una postura antiimperialista y anticampista frente a la guerra**.  El campismo puede definirse como aquella posición que reduce la complejidad de un conflicto a dos campos ideológicos únicamente: el progresista o el reaccionario. La guerra en Ucrania ha evidenciado que este tipo de simplificación es inadecuada y peligrosa. El rechazo a la política de la OTAN no debe traducirse en apoyo o indiferencia ante la intervención rusa en Ucrania.

De hecho, tal reduccionismo evita reconocer las consecuencias adversas de la invasión rusa, como son las violaciones a derechos fundamentales como el de la autodeterminación de los pueblos, eje central de cualquier lucha antiimperialista. Por otro lado, rechazar la invasión rusa no debe interpretarse como un respaldo a las políticas de la OTAN ni a los intereses imperialistas estadounidenses en la región ni a la idealización del gobierno de Zelensky.

Para profundizar en este tema, compartimos la columna de Gilbert Achcar, autor y profesor libanés de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS por siglas en inglés) de la Universidad de Londres, donde ofrece una evaluación panorámica de las posturas antiimperialistas que han prevalecido en los conflictos recientes. En su escrito presenta un análisis lúcido y esclarecedor que parte del origen del “campismo” en el contexto de la Guerra Fría, para destacar posturas críticas de izquierdas distintas y algunas reformulaciones del viejo campismo en tiempos recientes.

Achcar concluye tres principios rectores que pueden servir como orientación al momento de considerar la complejidad de los conflictos políticos desde posturas antiimperialistas: primero, priorizar el principio de autodeterminación democrática de los pueblos; segundo, el antiimperialismo se trata de oponerse a todos los estados y políticas imperialistas, no asumir la defensa de unos contra otros; y, tercero, plantea que incluso en aquellos casos en que la intervención de una potencia imperialista beneficie algún movimiento de emancipación popular, el juicio sobre la intervención debe estar dominado por la “desconfianza total hacia la potencia imperialista” y velar por la restricción de sus acciones.

***

Las tres últimas décadas estuvieron marcadas por una creciente confusión política sobre el significado del antiimperialismo, una noción que, en sí misma, había sido poco debatida anteriormente. Hay dos razones principales para esta confusión: el final victorioso de la mayoría de las luchas anticoloniales posteriores a la Segunda Guerra Mundial y el derrumbe de la URSS.

Durante la Guerra Fría, Estados Unidos y las potencias coloniales occidentales aliadas libraron varias guerras directamente contra movimientos o regímenes de liberación nacional, así como intervenciones militares más limitadas y guerras indirectas. En la mayoría de estos casos, las potencias occidentales se enfrentaban a un adversario local apoyado por una amplia base popular. Así pues, oponerse a la intervención imperialista y apoyar a los destinatarios de las mismas resultaba obvio para los progresistas; la única cuestión era si este apoyo debía ser crítico o sin reservas.

Durante la Guerra Fría, la principal división entre los antiimperialistas era la actitud hacia la URSS, que los partidos comunistas y sus aliados cercanos consideraban la «patria del socialismo». Estos determinaron en gran medida sus propias posiciones políticas alineándose con Moscú y el «campo socialista», lo que entonces se llamaba «campismo». Esta actitud fue alimentada por el apoyo de Moscú a la mayoría de las luchas contra el imperialismo occidental en el marco de su rivalidad global con Washington.

En cuanto a la intervención de Moscú contra las revueltas obreras y populares en su propia esfera de dominación europea, los campistas actuaron como simples defensores del Kremlin, denigrando estas revueltas con el pretexto de que eran fomentadas por Washington.

Aquellos que pensaban que la defensa de los derechos democráticos es el principio fundamental de la izquierda apoyaron tanto las luchas contra el imperialismo occidental como las revueltas populares en los países bajo dominación soviética contra las dictaduras locales y la hegemonía de Moscú.

Una tercera categoría la formaron durante un tiempo los maoístas los que, a partir de los años sesenta, calificaron a la URSS de «social-fascista», describiéndola como peor que el imperialismo estadounidense e incluso poniéndose del lado de Washington en ciertos casos, como la posición de Pekín en el sur de África [1].

Pero la situación caracterizada por las guerras llevadas a cabo exclusivamente por las potencias imperialistas occidentales contra los movimientos populares del Sur del planeta empezó a cambiar con la primera guerra de este tipo librada por la URSS desde 1945: la guerra de Afganistán (1979-89).

Y aunque no fueron organizadas por los Estados que entonces se llamaban «imperialistas», tanto la invasión de Vietnam a Camboya en 1978 como la agresión de China a Vietnam en 1979 causaron una gran desorientación en las filas de la izquierda antiimperialista mundial.

Otra complicación de gran envergadura fue la guerra dirigida por Estados Unidos contra el Irak de Saddam Hussein, en 1991. No se trataba de un régimen «popular», aunque sí dictatorial, sino de uno de los más brutales y asesinos de Medio Oriente, una dictadura que incluso había masacrado a miles de kurdos en su propio país con armas químicas y con la complicidad de Occidente, ya que esto había ocurrido durante la guerra de Irak contra Irán.

Algunas personalidades, que hasta entonces habían pertenecido a la izquierda antiimperialista, cambiaron de bando en esta ocasión apoyando la guerra dirigida por Estados Unidos. Pero la gran mayoría de los antiimperialistas se opusieron a la misma, aunque fue llevada a cabo bajo el mandato de la ONU y aprobado por Moscú.

Se mostraron reacios a defender una posesión del Emir de Kuwait, que Gran Bretaña le había regalado y que estaba poblada por una mayoría de emigrantes sin derechos. A la mayoría tampoco le agradaba Saddam Hussein: lo denunciaban como un dictador brutal, al tiempo que se oponían a la guerra imperialista dirigida por Estados Unidos contra su país.

Pronto surgió una nueva complicación: tras el cese de las operaciones bélicas de Estados Unidos en febrero de 1991, la administración de George H.W. Bush -que había escatimado deliberadamente a las tropas de élite de Saddam Hussein por temor a un colapso del régimen, lo que habría sido beneficioso para Irán- le permitió al dictador desplegar esas mismas tropas para aplastar un levantamiento popular en el sur de Irak y también a la insurgencia kurda en el norte montañoso. Incluso, en este último caso, le permitió utilizar sus helicópteros. Eso provocó una oleada masiva de refugiados kurdos que cruzaron la frontera con Turquía.

Para impedirlo y para que los refugiados volvieran a sus hogares, Washington impuso una zona de exclusión aérea sobre el norte de Irak (no-fly zone, NFZ). No hubo casi ninguna campaña antiimperialista contra la NFZ, ya que la única alternativa habría sido la continuación de la implacable represión de los kurdos.

En la década de 1990, las guerras de la OTAN en los Balcanes crearon un dilema similar. Las fuerzas serbias leales al régimen de Slobodan Milosevic llevaron a cabo acciones criminales contra los musulmanes bosnios y kosovares. Pero Washington había desestimado deliberadamente otros medios para evitar las masacres e imponer una solución negociada en la antigua Yugoslavia, porque estaba presionado para que la OTAN dejara de ser una alianza defensiva y se convirtiera en una «organización de seguridad» involucrada en guerras intervencionistas.

El siguiente paso en esta transformación consistió en involucrar a la OTAN en Afganistán tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, eliminando así la limitación original de la alianza a la zona del Atlántico. Luego vino la invasión de Irak en 2003, la última intervención dirigida por los Estados Unidos que fuera unánimemente condenada por los antiimperialistas.

Mientras tanto, el «campismo» de la Guerra Fría había resurgido bajo una nueva forma: ya no se alineaba detrás de la URSS, sino que apoyaba directa o indirectamente a cualquier régimen o fuerza que fuera objeto de la hostilidad de Washington. En otras palabras, se pasó de una lógica de «el enemigo de mi amigo (la URSS) es mi enemigo» a una lógica de «el enemigo de mi enemigo (Estados Unidos) es mi amigo» (o alguien a quien, en todo caso, no había que criticar).

Si la primera lógica dio lugar a algunas asociaciones extrañas, la segunda es la receta del cinismo desenfrenado. Al centrarse exclusivamente en el odio al gobierno de Estados Unidos, conduce a la oposición sistemática a todo lo que Washington emprende en el escenario mundial y lleva al apoyo acrítico a regímenes totalmente reaccionarios y antidemocráticos, como el siniestro gobierno capitalista e imperialista de Rusia (imperialista cualquiera que sea la definición del término) o el régimen teocrático de Irán, o los émulos de Milosevic y Saddam Hussein.

Para ilustrar la complejidad de los problemas a los que se enfrenta hoy el antiimperialismo progresista -una complejidad insondable para la lógica simplista del neocampismo- consideremos dos guerras nacidas a partir de la Primavera Árabe de 2011. Cuando las movilizaciones populares lograron deshacerse de los presidentes de Túnez y de Egipto a principios de 2011, todo el espectro de autoproclamados antiimperialistas aplaudió al unísono, ya que ambos países tenían regímenes aliados con Occidente.

Pero cuando la onda expansiva revolucionaria llegó a Libia, como era inevitable en un país limítrofe con Egipto y Túnez, los neocampistas se mostraron mucho menos entusiastas. Recordaron de pronto que el régimen altamente autocrático de Muammar al-Gaddafi había sido declarado ilegal por los Estados occidentales durante décadas, pero no sabían aparentemente que desde 2003 había colaborado con Estados Unidos y con varios Estados europeos [2].

Fiel a su propio estilo, Gadafi reprimió las protestas en un baño de sangre. Cuando los insurgentes tomaron el control de la segunda ciudad de Libia, Bengasi, Gadafi -después de describirlos como «ratas» y «drogadictos» y de prometer memorablemente que iba a «purificar Libia palmo a palmo, casa a casa, hogar a hogar, calle a calle, persona a persona, hasta que el país quede libre de mugre e impurezas»- preparó un ataque contra la ciudad, desplegando todo el arsenal de sus fuerzas armadas. La probabilidad de una masacre a gran escala era muy elevada. Diez días después del inicio de la revuelta, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó por unanimidad una resolución que enviaba a Libia a la Corte Penal Internacional [3].

Los habitantes de Bengasi pidieron protección al mundo entero, pero insistieron en que no querían tropas extranjeras en su territorio. La Liga de Estados Árabes apoyó el pedido. Como resultado, el Consejo de Seguridad adoptó una resolución que autorizaba la imposición de una zona de exclusión en el espacio aéreo libio, así como «todas las medidas necesarias… para proteger a las poblaciones y zonas civiles… excluyendo al mismo tiempo el despliegue de cualquier fuerza de ocupación extranjera, bajo cualquier forma y en cualquier parte del territorio libio» [4].

Ni Moscú ni Pekín vetaron la resolución: ambos se abstuvieron, ya que no querían asumir la responsabilidad de una masacre anunciada.

La mayoría de los antiimperialistas occidentales condenaron la resolución del Consejo de Seguridad y recordaron las que habían autorizado el ataque a Irak en 1991. Al hacerlo, pasaron por alto el hecho de que el caso libio tenía más puntos en común con la NFZ impuesta en el norte de Irak que con la guerra contra Irak con el pretexto de liberar Kuwait.

Sin embargo, la resolución del Consejo de Seguridad era claramente viciosa: podía interpretarse como una injerencia prolongada de las potencias de la OTAN en la guerra civil libia. Pero a falta de otros medios para evitar la masacre inminente, quedaba poco margen para oponerse a la NFZ en su fase inicial -por las mismas razones que llevaron a Moscú y Pekín a abstenerse [5].

En pocos días, la OTAN privó a Gadafi de gran parte de su fuerza aérea y de sus tanques. Los insurgentes podrían haber continuado su lucha sin una intervención extranjera directa, siempre y cuando tuvieran las armas necesarias para contrarrestar el arsenal restante de Gadafi. Pero la OTAN decidió mantener la dependencia de su participación directa con la esperanza de controlarlos [6].

Al final, los insurgentes lograron frustrar los planes de la OTAN desmantelando por completo el Estado de Gadafi, lo que dio lugar a la situación caótica que reina ahora en Libia.

El segundo caso, aún más complejo que el anterior, es el de Siria. En este país, la administración Obama nunca tuvo la intención de imponer una NFZ. Debido a los inevitables vetos de Rusia y China en el Consejo de Seguridad, eso habría exigido una violación de la legalidad internacional similar a la cometida por el gobierno de George W. Bush con la invasión de Irak (una invasión a la que Obama, entonces senador, se opuso). Washington mantuvo un perfil bajo en la guerra siria, intensificando su intervención sólo después de que el llamado Estado Islámico (EI) lanzara su gran ofensiva y cruzara la frontera iraquí, después de la cual las intervenciones directas de Washington se limitaron exclusivamente al combate contra el EI.

Pero la influencia más decisiva de Washington en la guerra siria no fue su intervención directa -que sólo tiene importancia para los neocampistas focalizados exclusivamente en el imperialismo occidental- sino la prohibición a sus aliados regionales de entregar armas antiaéreas a los insurgentes sirios, principalmente a raíz de la oposición israelí[7] .

El resultado fue que el régimen de Bashar al-Assad tuvo el monopolio aéreo durante el conflicto e incluso pudo recurrir al uso extensivo de barriles bombas transportados por helicóptero. Esta situación también alentó a Moscú a involucrar directamente a su fuerza aérea en el conflicto sirio a partir de 2015.

A propósito de Siria, la división entre los antiimperialistas fue muy grande. Los neocampistas -como, en Estados Unidos, la United National Antiwar Coalition y el US Peace Council– se centraron exclusivamente en las potencias occidentales en nombre de un «antiimperialismo» muy particular y unilateral, mientras apoyaban o ignoraban la intervención -incomparablemente mayor- del imperialismo ruso (o la mencionaban tímidamente, mientras se negaban a hacer campaña contra la misma, como en el caso de la Stop the War Coalition en el Reino Unido) y no hablemos de la intervención de las fuerzas fundamentalistas islámicas patrocinadas por Irán.

Los antiimperialistas progresistas y democráticos -incluido el autor de este artículo- condenaron siempre al régimen asesino de Assad y a sus partidarios imperialistas y reaccionarios extranjeros y reprobaron la indiferencia de las potencias imperialistas occidentales ante la difícil situación del pueblo sirio, se opusieron a su intervención directa en el conflicto y denunciaron el papel nefasto de las monarquías del Golfo y de Turquía, las que apoyaron a las fuerzas reaccionarias dentro de la oposición siria.

La situación se complicó aún más cuando el EI, en plena expansión, amenazó al movimiento kurdo nacionalista de izquierda sirio, la única fuerza armada progresista que operaba entonces en territorio sirio. Washington combatió al Estado Islámico con una combinación de bombardeos y un apoyo incondicional a las fuerzas locales, incluidas las milicias alineadas con Irán en el territorio de Irak y las fuerzas kurdas de izquierda en Siria. Cuando el EI amenazó con tomar la ciudad kurda de Kobane, las fuerzas kurdas se salvaron gracias a los bombardeos y a las entregas de armas por parte de Estados Unidos [8].

Ninguna fracción de antiimperialistas se levantó para condenar esta descarada intervención de Washington, por la razón obvia de que la alternativa habría sido el aplastamiento de una fuerza vinculada a un movimiento nacionalista de izquierdas en Turquía apoyado tradicionalmente por el conjunto de la izquierda.

Posteriormente, Washington desplegó tropas terrestres en el noreste de Siria para apoyar, armar y entrenar a las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) dirigidas por las fuerzas kurdas [9]. La única oposición vehemente a este papel de Estados Unidos vino de Turquía, miembro de la OTAN y opresor nacional de la mayoría del pueblo kurdo. La mayoría de los antiimperialistas permanecieron en silencio (un silencio equivalente a la abstención), en contraste con su propia posición de 2011 sobre Libia, como si el apoyo de Washington a las insurgencias populares sólo pudiera tolerarse cuando están dirigidas por fuerzas de izquierda.

Y cuando Donald Trump, presionado por el presidente turco, anunció su decisión de retirar las tropas estadounidenses de Siria, varias figuras destacadas de la izquierda estadounidense -entre ellas Judith Butler, Noam Chomsky, el fallecido David Graeber y David Harvey- emitieron una declaración[10] en la que exigían que Estados Unidos «continúe con su apoyo militar a las FDS» (sin especificar que eso debería excluir la intervención directa por tierra). Incluso entre los neocampistas, muy pocos fueron los que denunciaron públicamente esa declaración.

A partir de este breve repaso a las complicaciones recientes del antiimperialismo, surgen tres principios rectores. En primer lugar, y lo más importante: las posiciones verdaderamente progresistas -a diferencia de las apologías de los dictadores pintadas de rojo- deben determinarse en función de los intereses del derecho de los pueblos a la autodeterminación democrática y no por la oposición sistemática a todo lo que hace una potencia imperialista, sean cuales sean las circunstancias; los antiimperialistas deben «aprender a pensar» [11].

En segundo lugar: el antiimperialismo progresista exige oponerse a todos los Estados imperialistas, no ponerse del lado de unos contra otros. Por último: incluso en aquellos casos excepcionales en los que la intervención de una potencia imperialista beneficia a un movimiento popular emancipador -e incluso cuando es la única opción disponible para salvar a dicho movimiento de una represión sangrienta- los antiimperialistas progresistas deben abogar por una desconfianza total hacia la potencia imperialista y exigir que su intervención se restrinja a formas que limiten su capacidad de imponer su dominación sobre aquellos a los que pretende salvar.

Las discusiones entre los antiimperialistas progresistas que están de acuerdo con los principios analizados anteriormente son esencialmente tácticas. Con los neocampistas, en cambio, hay muy poco espacio para la discusión: la invectiva y la calumnia son su modus operandi habitual, siguiendo la tradición de sus predecesores del siglo pasado.

[*] Este artículo fue publicado originalmente en inglés How to Avoid the Anti-Imperialism of Fools (6 abril 2021) The Nation. En francés Leur anti-impérialisme et le nôtre (8 abril 2021) en A l’encontre. También Their anti-imperialism and ours (18 abril 2021) New Politics. Reproducimos aquí la versión en español Su antiimperialismo y el nuestro (4 octubre 2021, traducción del francés por Rubén Navarro) publicada Correspondencia de Prensa y en Rebelión.

[**] Véanse las columnas de Rafael Bernabe La izquierda y la invasión de Ucrania: ¿campismo o internacionalismo? (29 abril 2022) y La guerra en Ucrania: cuatro reducciones que debemos evitar (7 julio 2022) en momento crítico.


[1] https://www.jstor.org/stable/655421?seq=1

[2] https://abcnews.go.com/International/story?id=1965753

[3] https://undocs.org/fr/S/RES/1970(2011 

[4] https://undocs.org/fr/S/RES/1973(2011)

[5] http://www.inprecor.fr/article-Les-évènements-en-Libye?id=1120

[6] http://www.inprecor.fr/article-L’insurrection-libyenne-entre-le-marteau-de-Kadhafi,-l’enclume-de-l’Otan-et-les-confusions-de-la-gauche?id=1170

[7] https://ecfr.eu/article/commentary_syria_the_view_from_israel141/

[8] https://www.rferl.org/a/kobane-is-kurdish-syria/26644993.html

[9] https://foreignpolicy.com/2019/10/10/kurds-syrian-democratic-forces-us-donald-trump/

[10] https://www.nybooks.com/daily/2018/04/23/a-call-to-defend-rojava/

[11] https://www.marxists.org/francais/trotsky/oeuvres/1938/05/lt19380520.htm

What if Russia Wins? Carl Bildt. FA. July 2024

If Ukraine and its Western supporters lose resolve, Europe may face a scenario where Russia subjugates the rest of Ukraine, installs a puppet regime, and gradually integrates most or all of the country into a new Russian empire.

In the long term, it would be a Pyrrhic victory for Moscow. The repressive empire would struggle to digest its occupied lands, subdue a restive population, and bear the burden of very high military expenditures in a new era of confrontation.

Moscow would trade its medieval Mongol yoke for a 21st-century Chinese one—and be seriously left behind as the rest of the world enters a new green and digital age. Sooner or later, Russia would face its third state collapse in little more than a century.

A Russian victory and collapse of the Ukrainian state would have extremely grave consequences for Europe as well.

For starters, we can expect tens of millions of new refugees. In the Ukrainian territories Russia has occupied—first in 2014 and then since 2022—the population is now a fraction of what it was before. If a similar ratio applies to further Russian conquests, it would be realistic to count on 10 million to 15 million refugees, in addition to the slightly more than 4 million Europe is hosting already, flowing into nearby European states.

A Russian victory would transform European politics in several respects. Thoughts of an accommodation with this new Russia—something entertained until recently in Paris, Berlin, and some other European capitals—would be entirely unrealistic. A Ukrainian government-in-exile would operate from Warsaw or somewhere else in Central Europe. Defense expenditures—set to reach 4 percent of GDP in Poland this year and at least 2 percent across much of NATO—will need to double yet again in order to credibly deter threats from an increasingly desperate Russian regime.

New conflicts could be on the horizon. To which old borders would Russian President Vladimir Putin like to restore the Kremlin’s empire? Finland, Poland, and the Baltic states were all once ruled from Moscow, and anyone with access to Kremlin-approved television can find Russian imperialist dreamers talking in these terms.

Restoring the empire beyond Ukraine may be an unrealistic prospect for an overburdened, struggling regime, but who dares to take that for granted in Helsinki, Riga, or Warsaw? A new age of European confrontation is certain.

Putin is waging his war both to subjugate Ukraine and to rebalance the global order away from the West and what he considers U.S. domination. For his first aim, he has lukewarm Chinese support, but for the second, he has a strong ally in Beijing, which equally sees any Western weakening as buttressing its own position.

Japanese Prime Minister Fumio Kishida said before the U.S. Congress in April that Ukraine today could be East Asia tomorrow. Like the fall of Saigon and the fall of Kabul, a Russian victory in Ukraine would be seen across the world as an even more significant sign of the United States’ waning power. The appetite for adventurism from numerous actors is bound to increase.

The consequences of letting Russia win in Ukraine would be catastrophic for the Ukrainians, extremely serious for the security of Europe, and profoundly destabilizing for the rest of the world. In the end, it would probably lead to a collapse of Russia itself—which would present Europa with a whole other set of consequences to prepare for.

La izquierda pro Maduro abandona a su suerte los trabajadores y el pueblo venezolano. Luis Bonilla Molina. 21 de agosto de 2024

A diferencia de lo que viene ocurriendo desde hace 25 años con las elecciones en Venezuela – y ya van decenas desde la victoria de Hugo Chávez en 1998 – esta vez, tras la votación del 28 de julio, la amplia izquierda latinoamericana, incluida toda la base del “progresismo”, se ha dividido de arriba abajo.

Un sector cada vez más pequeño, pero todavía numeroso y lleno de intelectuales, se hace eco del argumento del Foro de São Paulo[1], según el cual, para salvar a Venezuela y a la región del imperialismo estadounidense, es necesario apoyar al gobierno de Nicolás Maduro a cualquier coste. Este coste, por supuesto, incluye la posibilidad de que, a diferencia de épocas anteriores, Maduro no haya ganado las elecciones porque, después de todo, hasta ahora se ha negado a comprobar su victoria.

Según esta lógica, basada más en la geopolítica clásica que en el marxismo, no sólo todo vale, sino que es necesario para no “entregar” el poder (y el petróleo) venezolano a la “derecha”. Según esta lógica geopolítica, el hecho de que Nicolás Maduro gane o pierda las elecciones es secundario frente al imperativo nacionalista “progresista” de impedir que el imperialismo estadounidense, encarnado por el candidato opositor Edmundo González, se instale en el Palacio de Miraflores y ponga así en peligro la propiedad estatal de PDVSA (Petróleos de Venezuela SA), dueña de una de las mayores reservas de petróleo y gas del planeta.

Un sector de estos neomaduristas, es cierto, se concentra menos en el petróleo y más en la tragedia de reconocer la derrota de Maduro, visto como un izquierdista, en un contexto de avance de la extrema derecha en el mundo y en la región.

Para todos ellos, sin embargo, no habría otra salida que apegarse a Maduro. Ni siquiera una negociación entre las dos partes de la disputa venezolana, como proponen Lula y Gustavo Petro, probablemente para buscar una división de poderes entre los dos lados, con alguna garantía para las libertades democráticas y alguna protección a la integridad de PDVSA.

La historia, los hechos no importan

A modo de recordatorio, ¿cuál es la línea que marca la diferencia entre derecha e izquierda: el discurso o la acción? Ciertamente, Maduro mantiene una gramática discursiva con verborrea de izquierda. Dice que su gobierno es una “alianza militar-policial-popular” antiimperialista y por el socialismo.

Necesita legitimarse interna y externamente como sucesor de Chávez, cuando lo único que ha hecho es hacer retroceder los logros y el legado de los años de avance del proceso bolivariano.

Más allá de las apariencias, lo cierto es que su política desde 2013 ha sido alentar el enriquecimiento de un nuevo sector empresarial en el país y, como Bonaparte, negociar entre las distintas fracciones de la burguesía venezolana, nuevas y viejas (con excepción de la más vinculada a la ultraderecha yanqui, que es María Corina Machado y Edmundo González) para mantenerse en el gobierno.

En una trayectoria abiertamente autoritaria, Maduro siempre ha favorecido a los sectores empresariales, en particular a los servicios de la industria petrolera, ampliamente distribuidos en la cúpula de sus fuerzas armadas y policiales. (e ahí la “alianza…”)

De hecho, nunca ha dejado de favorecer a diversos sectores empresariales, viejos y nuevos, en particular a aquel de los servicios a la industria petrolera, cuyos dividendos alimentan a la nueva burguesía y una porción es distribuida a las cúpulas de sus fuerzas armadas y policiales.

Más de 800 carros de alto lujo fueron decomisados solo al centenar de involucrados en la mega corrupción PDVSA-cripto descubierta en 2023, que es solo un reflejo de la situación de deterioro moral de la dirigencia gubernamental.[2]

Incluso bajo el intenso fuego de las sanciones estadunideneses contra Venezuela – que vienen de la administración Obama, pasaron por Trump y se flexibilizaron con Biden – Maduro nunca ha dado ningún paso para enfrentar al sistema financiero globalizado y sus apoyos internos. Ha venido destinando una parte sustancial del menguado presupuesto nacional a la banca privada para garantizar la venta de divisas a empresas privadas y rentistas, lo que se convierte en una política de subsidio y favorecimiento a los ricos.[3]

Al mismo tiempo (desde el decreto 2792 de 2018), prohíbe las huelgas, la presentación de reivindicaciones, el derecho de la clase trabajadora a movilizarse, la organización y legalización de nuevos sindicatos, mientras persigue y envía a prisión a los dirigentes sindicales que cuestionan las prácticas internas de las empresas, o simplemente piden un aumento salarial y un seguro de salud. Este fue el caso de la Siderúrgica del Orinoco (Sidor), la mayor concentración del proletariado en Venezuela: tras movilizarse por salarios y beneficios entre junio y julio de 2023, fueron víctimas de una intensa represión. Leonardo Azócar y Daniel Romero, delegados sindicales, están encarcelados desde entonces[4].

El “antiimperialismo” de Maduro y su entorno no le impide ahora entregar el petróleo que necesita EE UU a través de Chevron y otras grandes empresas extranjeras (como Repsol), en un contexto en el que el Tesoro de EEUU les autoriza a extraer el oro negro venezolano, prohibiendo a sus empresas pagar impuestos y regalías a Venezuela[5]. La aceptación de estas condiciones neocoloniales muestra los límites del antiimperialismo madurista.

Las sanciones contra Venezuela se han flexibilizado con Biden (presionado por la guerra en Ucrania), pero Maduro sigue manteniendo el discurso de que todo es culpa de las sanciones, como pretexto para avanzar en un ajuste estructural que afecta fundamentalmente a quienes viven de su trabajo. En términos políticos, dentro de Venezuela, el discurso de las sanciones norteamericanas (reales, concretas y detestables) ha perdido su eficacia política frente al ostentoso y lujoso estilo de vida de quienes hoy gobiernan el país.

La clase obrera como elemento accesorio

El análisis de la situación de la clase obrera venezolana como base del análisis de izquierdas ha sido sustituido por la moda de la “geopolítica del petróleo”. Esta geopolítica binaria sólo ve la contradicción entre el imperialismo y el Estado venezolano (sin duda una contradicción importante en la realidad). No tiene suficiente dialéctica para tomar en cuenta, en un escenario de múltiples contradicciones, la situación material y política de la clase trabajadora, sus aspiraciones y opciones. Es como si se tratara de una cuestión accesoria, o de una contradicción secundaria.

El “mantra” de los pro Maduro para omitir el análisis de clase es evitar que la derecha llegue al poder, ignorando que Venezuela tiene un gobierno que aplica las recetas económicas estructurales de la derecha, sólo que con retórica de izquierda.  Bastaría hablar con los trabajadores (no con la burocracia patronal de la CBST) de Sidor, PDVSA, maestros y profesores universitarios para ver la terrible situación material en que viven (salario mínimo de 4 dólares mensuales, salario promedio de 130 dólares mensuales, compuesto de 80% de bonus), en medio de la peor pérdida de libertades democráticas en décadas para su organización, movilización y lucha.

Los nuevos geopolíticos del progresismo están poniendo el tema de las elecciones del 28J en la agenda de los grandes medios de comunicación internacionales (CNN, CBS y otros), sólo que en la acera de enfrente. No defienden los intereses de María Corina Machado y Edmundo González, sino los de Maduro y la nueva burguesía, con el falso axioma de que Maduro es igual a la clase obrera, sin analizar cuáles han sido las políticas antiobreras y antipopulares de Maduro.

Caen en la trampa del “fetichismo legal” al limitar su análisis de la situación a los resultados de las elecciones, sin cualquier criterio de clase. No se trata sólo de que Maduro y el CNE no hayan demostrado qué cuentas hicieron para darle la victoria al presidente en las elecciones del 28 de julio, sino de cómo esta situación afecta a la estructura de las libertades democráticas concretas en las que operan y sobreviven los e las trabajadoras.

Si no hay transparencia y legitimidad en las elecciones nacionales, en las que los candidatos inscritos representaban diferentes matices de los programas burgueses, es difícil pensar en restaurar las libertades democráticas mínimas que la clase obrera necesita para defenderse de la ofensiva del capital sobre su trabajo (derecho a salarios dignos, derecho a huelga, libertad de asociación, libertad de movilización, de expresión de opiniones y de organización en partidos políticos). A la clase obrera le interesa fundamentalmente cómo la situación tras el 28J permite o restringe, a corto plazo, las libertades que necesita para expresarse como clase explotada. Pero esta contradicción no entra en la lógica y el discurso de la nueva geopolítica progresista.

Omisiones y silencios comprometedores

Poco importa a estos “progresistas” que haya habido represión a la organización sindical y política de los trabajadores y el pueblo[6], ni que Maduro haya impedido que cualquier sector a la izquierda del PSUV participara en las últimas elecciones del país -¡incluso a costa de infiltrar, judicializar y atacar a la dirigencia del Movimiento Electoral Popular (MEP), el Partido Patria Para Todos (PPT), los Tupamaros y el propio Partido Comunista de Venezuela (PCV) para intervenir en él![7]

Los partidarios de Maduro no mencionan que después del 28 de julio, el gobierno intensificó la represión, ya no contra la clase media, sino principalmente contra la clase obrera, enviando a prisión a cerca de 2.500 jóvenes con una retórica de reeducación, lo que significa someterlos a vejatorios rituales públicos de lavado de cerebro.

Guardan silencio sobre la construcción de dos prisiones de máxima seguridad para quienes sean sorprendidos protestando o incitando a protestar en las redes sociales. Ignoran el encarcelamiento de varios políticos de la oposición y las amenazas directas proferidas en televisión a otros, como hizo el “ministro del martillo”, Diosdado Cabello, al ex alcalde de Caracas Juan Barreto[8], o a Vladimir Villegas, hermano de la ministra de Cultura y presidente de una comisión parlamentaria.

Si la amenaza a las personalidades públicas es así, es peor en los territorios de las personas corrientes que no son figuras mediáticas. Recientemente, hemos visto el despliegue de fuerzas de seguridad vestidas de civil para amenazar a activistas, como ocurrió el sábado 10 de agosto contra Koddy Campos y Leandro Villoria, líderes de la comunidad LGBTQI en Caracas. Como vimos en los días siguientes en el tradicional bastión chavista del 23 de febrero en Caracas, donde las casas de los activistas fueron marcadas con una X de Herodes por funcionarios del gobierno para asustarlos ante la posibilidad de manifestaciones.

La izquierda geopolítica guarda silencio sobre el número de muertos tras el 28J (cerca de 25, según estimaciones de organizaciones de derechos humanos y movimientos sociales), extendiendo la narrativa de que sólo fueron derechistas. Esto no sólo es falso, sino que constituye un retroceso en las conquistas de derechos humanos logradas en los períodos post-dictadura en la región.

El progresismo geopolítico replica el espejismo de un gobierno popular que ya no existe, que ha sido borrado por el transformismo y las políticas antiobreras de Maduro. Parecen pedirle a la clase trabajadora venezolana que luche por sus derechos sólo en el marco que Maduro permite, para poder alimentar, desde afuera, la utopía que no pueden construir en sus propios países. Este progresismo no ve que el crecimiento de la candidatura de derechas es el resultado de proscribir y negar la posibilidad de una alternativa por la izquierda. El éxito electoral del binomio Machado-González es en buena medida el resultado de los errores políticos del madurismo.

¿Y el petróleo?

Todos los graves hechos mencionados son considerados por los partidarios de la “victoria” de Maduro como “detalles formal-democráticos” secundarios ante el peligro de tener de nuevo a la “derecha escuálida” en el gobierno venezolano.  El razonamiento está tan desprovisto de criterios de clase como de un seguimiento básico de la realidad del país.

Desde noviembre de 2022, en el marco de la guerra en Ucrania, el Secretario del Tesoro de EE UU autorizó a Chevron a explorar y exportar petróleo venezolano, con la condición de no pagar impuestos ni regalías al gobierno venezolano, lo que constituyen condiciones neocoloniales que ni siquiera se conocían en los gobiernos anteriores a Chávez y que han sido aceptadas por Maduro. Desde entonces, Venezuela ha vuelto a ser un proveedor estable de petróleo para Norteamérica. Esto explica la delicadeza de las posiciones de Biden y la larga espera de los esfuerzos de la tríada progresista Lula, Petro, AMLO (de la que AMLO se retiró la semana pasada).

Hay que tener cuidado al hablar del embargo de EE UU a Venezuela. Hay embargos y embargos. El que afectó a alimentos, medicinas y repuestos para autobuses y coches que movían al pueblo, contribuyó decisivamente al éxodo de cuatro a cinco millones de trabajadores. Pero Venezuela de los de arriba ha conseguido convertirse en el sexto proveedor de petróleo de Estados Unidos, superando a países como Reino Unido y Nigeria[9], sin que los nuevos ingresos de esa “apertura petrolera” hayan mejorado para nada las condiciones materiales de vida del pueblo.

Lo que está en juego en Venezuela es qué sector de las clases dominantes – ya sea la vieja y escuálida burguesía oligárquica o los nuevos sectores empresariales vinculados a los “militares bolivarianos”, enriquecidos bajo Maduro – controla el negocio del petróleo. Así que es una disputa por ver quién se queda con la parte del león de la renta petrolera.

Cualquiera de ellos garantizará el suministro geoestratégico de petróleo a las potencias capitalistas occidentales y restringirá cada vez más la distribución de la renta petrolera al pueblo – porque eso es de la naturaleza económico social de los sectores capitalistas, en un contexto en que la naturaleza del Estado monoextractivista exportador de fósiles no ha sido tocada por el proceso bolivariano.

Es ingenuo y mal informado imaginar a un Maduro con programa y coraje suficiente para enfrentar los planes imperialistas de volver a colocar en el mercado mundial el petróleo que Venezuela puede producir – va a permitir y ganar con eso. Es un enorme error, en nombre de una supuesta soberanía, que seria garantizada por Maduro, hacer la vista gorda ante la creciente tendencia autoritaria del régimen contra los trabajadores y el pueblo descontentos.

Trágico es también, dicho sea de paso, que los geopolíticos maduristas sigan creyendo que la salvación de Venezuela viene de lo que es, en realidad, su maldición histórica: su riqueza petrolera. Algo que incluso el gran desarrollista brasileño Celso Furtado, sin ser socialista ni ecologista, ya señalaba como un gran problema para el país en el que vivió en los años 50.

¿Hay salida?

Está claro que la fuerza adquirida por la oposición de derecha, que ya fue derrotada en las urnas varias veces por Chávez y una vez por Maduro, y que ahora tiene a la cabeza a su ala más extremista, la oligarca Maria Corina Machado, es una tragedia. Una tragedia aún mayor es el hecho de que esta extrema derecha haya podido ganar o estar muy cerca de ganar las elecciones, no hay otra razón para la insistencia de Maduro en negar los resultados y reprimir tan duramente al pueblo. Precisamente por eso, porque una solución pacífica es difícil y simplemente entregar el gobierno a este sector es difícil de digerir, el camino para evitar el “baño de sangre” con el que ambos bandos amenazan a Venezuela puede ser el indicado por los gobiernos de Brasil y Colombia: presentación de los resultados, negociaciones entre ambos lados, en primer lugar con el propio Maduro (el grupo de gobiernos se niega a dialogar y a revisar los resultados de la oposición). Si bien es posible esperar que se garanticen libertades democráticas mínimas, liberación de presos políticos, cese de la represión, amplia libertad sindical y partidaria, también es posible negociar cláusulas de protección a PDVSA.

En este momento, apoyar la salida negociada propuesta por Colombia y Brasil – que cuenta con el apoyo de Chile y el repudio, por supuesto, del dictador Daniel Ortega – es la política correcta, porque es mucho más prudente, más oportuna y mucho más favorable a los trabajadores y al pueblo del país. Esta política, en contradicción con un régimen cada vez más autoritario, que reprime a los jóvenes, a los sindicalistas y a los opositores de izquierda, es menos ingenua y burocrática que limitarse a avalar las irregularidades y arbitrariedades del gobierno. Por un lado, permite argumentar que la extrema derecha no debe trocear PDVSA y los pocos logros sociales que quedan. Por otro lado, no parte de la premisa equivocada de que Maduro y su séquito militar-policiaco burocrático-burgués garantizarán la “soberanía” venezolana sobre cualquier cosa.

Soberanía nacional y soberanía popular

El progresismo latinoamericano, al igual que el tercermundismo y la izquierda estalinista, utiliza el término soberanía amalgamando dos acepciones diferentes: soberanía nacional y soberanía popular. Por supuesto, la soberanía nacional suele ser una condición para el pleno ejercicio de la soberanía popular. El problema es que los más diversos regímenes (y movimientos de opinión), tanto progresistas como regresivos, se apropian de la defensa de la soberanía nacional frente a la presión del mercado mundial y del imperialismo.

La soberanía nacional estuvo en el centro de los movimientos anticoloniales y de independencia nacional, así como de los populismos de desarrollo nacional del siglo XX. Pero está en el centro de la defensa de dictaduras militares (como las del Cono Sur latinoamericano en la década de 1960), dictaduras teocráticas (como la de Irán), burocracias estatales y, como vemos con Modi y Trump, gobiernos de extrema derecha. Sí, la defensa de la soberanía nacional e incluso los enfrentamientos con el imperialismo pueden llevarse a cabo bajo regímenes muy regresivos. Así, la defensa de la soberanía nacional solo tiene sentido en conjunción con la defensa de la soberanía popular, la autoorganización democrática de las masas, la conquista de libertades y derechos que fortalezcan el bloque histórico de las clases trabajadoras, que pueden construir alternativas al capitalismo global y a los imperialismos que lo estructuran.

Del mismo modo, tras las experiencias estalinistas del siglo XX, no podemos identificar mecánicamente a los pueblos con sus dirigentes políticos, que pueden o no representarlos, en una relación siempre dinámica. Cuando esta relación se rompe -como se ha roto o se está rompiendo en Venezuela- las libertades democráticas se convierten en un punto de apoyo fundamental para cualquier lucha por la soberanía, tanto popular como, por cierto, nacional.  Por lo tanto, no habrá fuerzas que garanticen la soberanía de Venezuela sobre su territorio y sus riquezas sin la recuperación de la soberanía popular.

¿No es importante la democracia?

Los regímenes democrático-burgueses no son el régimen al que aspiramos estratégicamente los socialistas: soñamos y luchamos por construir organizaciones democráticas de base, democracia directa, poder popular -como embriones de una nueva y más vital forma de democracia, ejercida por los trabajadores y sectores populares- en los procesos de la ofensiva revolucionaria. Pero, ¿es tan despreciable la democracia formal que nos importan un bledo las elecciones, que nos eduquen, con resultados amañados?

En un mundo cada vez más amenazado por una constelación de fuerzas de extrema derecha, la lucha es y será por mucho tiempo por la defensa de las libertades y los derechos democráticos, incluso de las instituciones de los regímenes democrático-burgueses frente a los embates de la extrema derecha – como ya lo hemos vivido con Trump, Bolsonaro, Erdogan, Orbán, etcétera. ¿Cómo queda una izquierda que desprecia la democracia hasta el punto de avalar la manipulación de las elecciones, frente a los pueblos y trabajadores del mundo y en países (cada vez más) donde la lucha contra la extrema derecha es vital? ¿Cómo van a resolver esta contradicción? O ¿esta igualmente es una contradición más que no importa?

Sectores que se autodenominan de izquierdas y avalan regímenes represivos también lo están haciendo muy mal, desde el punto de vista estratégico, en el necesario proceso de construcción política, teórica y práctica de una nueva utopía anticapitalista, capaz de volver a encantar a amplias capas de la juventud, de las mujeres, de los que viven del trabajo y de los pueblos oprimidos. Una nueva izquierda anticapitalista de masas debe ser democrática, independiente y enfrentarse a modelos autoritarios, o no será.

Pero queda una pregunta que debería ser más importante que todas para cualquier militante y organización socialista en América Latina y el mundo: ¿cómo nos vemos ante los ojos y expectativas de los trabajadores, el pueblo y lo que queda de la izquierda no burocrática en Venezuela? ¿Serán abandonados a su suerte aquellos sectores a la izquierda del PSUV, o críticos ocultos dentro del propio PSUV, hoy fragmentados, perseguidos, algunos presos, muchos en plena actividad contra la represión del gobierno[10]?

Por nuestra parte, apoyar sus luchas, alentar su unidad para resistir, ayudarlos a sobrevivir y respirar es la tarea internacionalista prioritaria. Todo lo demás que no les tenga en cuenta puede ser geopolítica, pero internacionalismo no lo es. Al fin y al cabo, la única garantía estratégica de una Venezuela soberana, de mejores condiciones de vida y trabajo, de reorganización y poder popular a medio plazo, está en manos de aquellos sujetos sociales y políticos que protagonizaron los años dorados del proceso bolivariano y no en manos de los sepultureros del proceso.


[1] Amplia unión de partidos de izquierda, creada por el PT en 1990 y hoy formada por más de 100 organizaciones, entre ellas el Partido Comunista de Cuba, el partido de Ortega en Nicaragua, Evo Moralez y su partido MAS en Bolivia. El Frente Amplio uruguayo lleva más de un año distanciándose de Maduro. Ahora, Lula, Petro y López Obrador han “dividido» definitivamente el bloque.

[2] Una malversación de fondos de PDVSA estimada en 15.000 millones de dólares derribó al presidente de la empresa estatal y ex ministro de Petróleo, Tareck El Aissami, el pasado mes de abril. Véase https://g1.globo.com/mundo/noticia/2024/04/09/ex-vice-presidente-de-nicolas-maduro-na-venezuela-e-preso.ghtml

[3] Sobre la política económica de Maduro y su relación con los sectores empresariales del país, ver: https://nuso.org/articulo/venezuela-elites-Maduro-fedecamaras/

[4] https://www.aporrea.org/trabajadores/n393080.html

[5] Estas son las condiciones establecidas por la llamada Licencia 44, con la que la administración Biden, en octubre de 2023, volvió a permitir la venta legal de petróleo venezolano a empresas privadas estadounidenses y extranjeras.

[6] Ver el artículo de Bonilla sobre el tema en: https://luisbonillamolina. com/2024/07/25/las-elecciones-presienciales-en-venezuela-del-28j-2024-una-situacion-inedita/ “El decreto 2792 de 2018 que elimina las contrataciones colectivas y el derecho a huelga, el instructivo ONAPRE que desconoce los derechos adquiridos de una parte importante de los empleados públicos, trabajadores de la educación, la salud y otros sectores, forma parte de una medida natural de contención y de una difusión de coincidencias entre la nueva y la vieja burguesía, para avanzar en acuerdos con amplios sectores del capital nacional y sus representaciones políticas.”

[7] El Partido Comunista de Venezuela fue intervenido e impedido de lanzar candidatos en agosto de 2023.

[8] Diosdado Cabello presenta un programa de televisión en el que condena a los desleales como traidores y los aplasta con un enorme martillo. No, no se trata de un cuento de realismo fantástico latinoamericano.

[9] https://www.brasildefato.com.br/2024/06/03/eua-compram-cada-vez-mais-petroleo-de-caracas-enquanto-enquanto-dificultam-vendas-venezuelanas-para-outros-paises

[10] Aqui, três dos setores que conformam essa esquerda fora do PSUV: https://www.aporrea.org/actualidad/n395391.html#google_vignette