The violence of the oppressed

NO-ONE should cheer the slaughter in Israel. Those Israeli families in their homes, the young people at the music festival deserve to be alive. The small Israeli boy taken hostage and videoed being tormented deserves to be home and safe.

And when Jews are massacred indiscriminately it is inevitable that Jews everywhere, and not only they, will see a pogrom. Any response that does not understand the fear Jewish people feel lacks moral imagination.

But to forebear from cheering is not to condemn. When the Mau-Mau killed farming families in their beds, socialists did not cheer. They saw instead the refracted violence of British colonialism and fascist settlers denying land and freedom to the Kenyan people.

Nor did anyone celebrate when the FLN bombed cafes and concert halls in Algiers. Yet those blasts were the echo of 150 years of French imperialist brutality.

Mao Zedong famously wrote that “a revolution is not a dinner party, or writing an essay, or painting a picture … it cannot be so refined, so temperate, kind, courteous, restrained and magnanimous.” Nor is it a Twitter thread.

The “civilised” world prefers its illusions, and above all prefers to turn its head from the violence of the oppressed. So it is in Palestine.

The governments of world imperialism condemn the inhumanity of people whose humanity they have denied for generations, a people who they seek to write out of history by violence, by dispossession and ultimately by ignoring their existence.

The “civilised” condemn the murder of innocents, as if it was possible for the violence of the dispossessed to only reach the guilty, secure in their guarded compounds, and as if their own hands were spotless.

The civilised legitimise only their own preferred methods—ethnic cleansing through sombre jurisprudence, notionally “targeted” massacre deploying the highest technology available, the lawful imprisonment of children, starvation sanctions.

Thus attacking a police station in Israel constitutes terrorism, while bombing a hospital in Gaza is self-defence. And a British Foreign Secretary endorses the war crime of collective punishment through starvation.

Much sweeter if the oppressed always marched under the banners of Bloomsbury or Berkley, and stuck within the reservations of Western-sanctioned ideologies.

Yet the eschatological Islamism within Hamas is not down to atavistic “historic Islamist bloodlust, passed down through the generations from birth” in the shocking words of the editorial director of Jewish News this week.

Its charter anti-semitism is an ignorant, imported and inexcusable reaction to a modernity that has failed to deliver for Palestinians.

Neither is asymmetrical war attractive to look at. It is bloody, intimate, and often unspeakably cruel. But it is not the alternative to symmetrical war, which is unavailable even were it desirable.

It is the alternative to silence. Those who denounce Hamas’s attacks today also denounced the unarmed demonstrations at the Gaza border fence in 2018. 223 Palestinians died then without a gun in their hands.

They criminalise the peaceful Boycott Divestment and Sanctions campaign to pressurise Israel to end the occupation of the West Bank and Gaza. They deny the Palestinian Authority the right to seek redress at the International Court of Justice.

They demand instead that the Palestinian people acquiesce in their own historical marginalisation.

All the “civilised” will accept from the Palestinian people is silence. At most, the prisoner may be permitted to parley with the jailer for improved rations.

But perhaps the penny will drop, even among the bien-pensants of social democracy, whose own history is steeped in bloody imperial violence from MacDonald in India to Attlee in Indonesia and Blair in Iraq: if you cannot stomach the violence of the oppressed, then halt the oppression.

La Compañía de Jesús y la primera modernidad de la América Latina. Bolívar Echeverría. 1996

Au moment de la découverte de Amérique et de l’Asie orientale, le première pensée des ordres religieux fut d’é treindre ces inondes nouveaux dans l’unité de la foi crétienne […] /I peine fonnée, la société de Jésus se jeta sur cette carrière; ce fut celle qu’elle parcourut le plus glorieusement. Réunir l’Orient et Occident, le Nord et le Sud, établir la solidarité morale du globe […] janmis il ne se présenta de plus grand dessein au génie de l’hoinnie […] ce ¡nonient ne pouvait numquer d’avoir une influence incalculable sur l’avenir. La société de jésus, en se jetant en avant, pouvait décider ou compromettre l’alliance universelle. Laquelle de ces deux choses est arrivée ? Edgar Quinet

Varias veces en estos últimos cinco siglos la modernidad tuvo y aprovechó la oportunidad de intervenir en la historia de la América Latina y de transformar su sociedad, y todo parece indicar que la primera de ellas, la que comenzó a fines del siglo XVI, se consolidó durante el XVII y duró hasta mediados del XVIII, fue aquélla en la que su proyecto civilizatorio tuvo la capacidad conformadora más decisiva.

La modernización de la América Latina en la época «barroca» parece haber sido tan profunda que las otras que vinieron después – la del colonialismo ilustrado en el siglo XVIII, la de la nacionalización republicana en el siglo XIX y la de la capitalización dependiente en este siglo, por identificarlas de algún modo- no han sido capaces de alterar sustancialmente lo que ella fundó en su tiempo.

Lo «moderno», lo «barroco» son dos conceptos que aparecen cada vez con más frecuencia cuando se habla de la vida social y la historia latinoamericanas, y que sin embargo, o tal vez justamente por ello, en lugar de precisarse, se vuelven cada vez más ambiguos. De todas maneras, a sabiendas de lo precario del intento, quisiera tratar de definirlos, aunque sea sólo para el tiempo de lectura de las siguientes páginas: por «modernidad» voy a entender, sobre todo, un proyecto civilizatorio específico de la historia europea, un proyecto histórico de larga duración, que aparece ya en los siglos XII y XIII, que se cumple de múltiples formas desde entonces y que en nuestros días parece estar en trance de desaparecer.

Por «barroco» voy a entender – retomando un concepto que ha estado por mucho tiempo en desuso- una «voluntad de forma» específica, una determinada manera de comportarse con cualquier sustancia para organizarla, para sacarla de un estado amorfo previo o para metamorfosearla; una manera de conformar o configurar que se encontraría en todo el cuerpo social y en toda su actividad.

Para aproximarme al punto de encuentro de los temas que se encierran en los conceptos de «modernidad» y «barroco» quisiera recurrir en lo que sigue a una especie de confrontación entre dos historias; dos historias diferentes entre sí y de diferente orden, pero que están íntimamente conectadas. La primera sería una historia grande, de amplios alcances: la historia de la constitución de la especificidad o singularidad de la cultura latinoamericana en el siglo XVII.

La otra sería una historia particular, que dura dos siglos y que es de orden político-religioso, la historia de la primera Compañía de Jesús y, sobre todo, de su proyecto de construcción de una modernidad, de un proyecto civilizatorio moderno y al mismo tiempo -¿paradójicamente?- católico.

La confrontación entre estas dos historias no es del todo arbitraria, tiene su justificación. Allí está, en primer lugar, la coincidencia temporal y espacial de ambas. Y allí está, sobre todo, el carácter esencial de la gravitación que ejercen la una sobre la otra.

La coincidencia espacial y temporal entre estas dos historias es evidente. Podríamos hablar de todo un periodo histórico, de un largo siglo XVII, que comenzaría, por decir algo, con la derrota de la Gran Armada a finales del siglo XVI (1588) y que terminaría aproximadamente con el Tratado de Madrid, de 1764; de una época que comenzaría con el primer signo evidente de la decadencia del imperio español y que terminaría con el primer signo evidente de su desmoronamiento, cuando la España borbonizada aniquila el estado de los guaraníes inspirado por los jesuitas al ceder a Portugal una parte de sus dominios de Sudamérica —fecha que al mismo tiempo subraya la destrucción del incipiente mundo histórico latinoamericano, iniciada cuando el imperio, empeñado en una «remodernación» que prometía salvarlo, pretendió hacer de su parte americana una simple colonia.

Este periodo de la historia larga a la que estamos haciendo referencia es también el tiempo que dura lo principal de la primera época de la Compañía de Jesús – una historia que va, como sabemos, de mediados del siglo XVI hasta fines del siglo XVIII. Es interesante tener en cuenta esta confrontación porque, más que en la propia Europa, es en Asia y sobre todo en América donde la Compañía de Jesús despliega con buenos éxitos su actividad.

La comparación entre estas dos historias tiene, por lo que se ve, su justificación geográfica y temporal; pero tiene también una justificación en el hecho de que entre estas dos historias hay una relación de influencia esencial.

Por un lado, el lugar en donde el proyecto de la Compañía de Jesús se juega principalmente – y se pierde- es América; por otro, ni la vida material y práctica en América Latina ni su dimensión simbólica y discursiva habrían sido las mismas desde comienzos del siglo XVII sin la presencia determinante de la Compañía de Jesús.

Hay, podría decirse, una relación de interioridad entre estas dos historias, una gravitación recíproca entre lo que hace la Compañía de Jesús y lo que es la historia del mundo latinoamericano durante todo este tiempo.

Esta confrontación – que es lo que quisiera poner a discusión aquí – intento hacerla en dos planos: primero, en el plano de aquello que acontece en estas dos historias; y después en el plano del modo o la manera predominante como se cumple tal acontecer.

I

¿Cómo caracterizar lo que tiene lugar en la historia de la Compañía de Jesús? ¿Cómo caracterizar lo que sucede en la historia de la singularidad cultural de la América Latina?

Quisiera enfatizar el hecho de que lo que acontece principalmente en estos dos procesos se representa o se dice de la mejor manera con conceptos o palabras que tienen que ver con procesos de reconstrucción o reconstitución.

Ambas son historias que consisten en el relato de procesos de transición en los que el restablecimiento transformador de una realidad histórica – el cristianismo católico, en el primer caso, la civilización europea (en América), en el segundo – es intentada como medida de rescate de la existencia de la misma.

Al mirar el modo de vida social que se va configurando en la América Latina durante este siglo XVII, es imposible dejar de advertir comparativamente lo siguiente: son convincentes, sin duda, los datos que permiten afirmar que las características adoptadas allí por el modo de vida europeo – que es el que se impone y predomina incontestablemente- son las de un modelo que resulta más complejo que la vida real que pretende alcanzarlo; pero no menos convincentes son aquellos otros que permiten decir que tales características son más bien – por el contrario- las de un modelo afectado por una falta de complejidad irremediable respecto de esa vida real.

Igual parece tratarse del desvirtuamiento del modelo de vida activo, el europeo, al ser impuesto sobre un modelo de vida pasivo, el americano (que se reproduce espontáneamente) que del desvirtuamiento de éste al ejercer una resistencia a la imposición del primero. Esta «indecisión de sentido» que manifiestan las particularidades de la vida social en la América Latina de esa época es un reto para una narración de los acontecimientos históricos que se pretenda reflexiva: ¿a qué se debe esta ambivalencia? ¿Cuál puede ser su explicación?

La tesis que defiendo, retomada en sus rasgos generales de la obra de Edmundo OGorman , – afirma que la ambigüedad en cuestión proviene del hecho de que el «proyecto» histórico espontáneo que inspiraba de manera dominante la vida social en la América Latina del siglo XVII no era el de prolongar (continuar y expandir) la historia europea, sino un proyecto del todo diferente: re-comenzar (cortar y reanudar) la historia de Europa, re-hacer su civilización.

El proceso histórico que tenía lugar allí no sería una variación dentro del mismo esquema de vida civilizada, sino una metamorfosis completa, una redefinición de la «elección civilizatoria» occidental; no habría sido sólo un proceso de repetición modificada de lo mismo sobre un territorio vacío (espontáneamente o por haber sido vaciado a la fuerza) – un traslado y extensión, una ampliación del radio de vigencia de la vida social europea ( como sí lo será más tarde el que se dé en las colonias británicas)-, sino un proceso de re-creación completa de lo mismo, al ejercerse como transformación de un mundo pre-existente.

Es sin duda indispensable enfatizar la gravitación determinante que ejerce el siglo XVI en la historia de América: su carácter de tiempo heroico, sin el cual no hubiesen podido existir ni los personajes ni el escenario del drama que le da sentido a esa historia. Insistir en lo catastrófico, desastroso sin compensación, de lo que aconteció entonces allí: la destrucción de la civilización prehispánica y sus culturas, seguida de la eliminación de las nueve décimas partes de la población que vivía dentro de ella. 

Recordar que, en paralelo a su huella destructiva, este siglo conoce también, promovida desde el discurso cristiano y protegida por la Corona, la puesta en práctica de ciertas utopías renacentistas que intentan construir sociedades híbridas o sincréticas y convertir así el sangriento «encuentro de los dos mundos» en una oportunidad de salvación recíproca de un mundo por el otro.

Considerar, en fin, que el siglo XVI americano, tan determinante en el proceso modernizador de la civilización europea, dio ya a ésta la experiencia temprana de que la occidentalización del mundo no puede pasar por la destrucción de lo no occidental y la limpieza del territorio de expansión; que el trato en interioridad con el «otro», aunque «peligroso» para la propia «identidad», es sin embargo indispensable.

Pero hay que reconocer que a este siglo tan heroico y tan cruel, tan maravilloso y abominable, le sucede otro no menos radical, pero en un sentido diferente. Antes de terminarse cronológicamente, el siglo XVI cumple ya la curva de la necesidad que lo define; lo hace una vez que completa y agota la figura de la Conquista en los centros de la nueva vida americana.   Hay todo un ciclo histórico del continente que culmina y se acaba en la segunda mitad del siglo XVI.

Pero hay también otro diferente que se inicia en esos mismos años. La investigación histórica mundial delinea cada vez con mayor nitidez la imagen de un siglo XVII dueño de su propia necesidad histórica; un siglo que es en sí mismo una época, en el que impera todo un drama original, que no es sólo el epílogo de un drama anterior o el proemio de otro drama por venir.

Y es tal vez la historia de América la que más ha contribuido a la definición de esa imagen. Que efectivamente hay un relanzamiento del proceso histórico en el siglo XVII americano se deja percibir con claridad si observamos, aunque sea rápidamente, ciertos fenómenos sociales esenciales que se presentan a comienzos del siglo XVII: tanto ciertos fenómenos de orden demográfico y económico, como otros referentes a las formas de explotación del plustrabajo. La diferencia respecto de sus equivalentes en el siglo XVI es clara y considerable.

En la demografía, vemos cómo la curva desciende marcadamente hasta finales del siglo XVI y cómo en los dos primeros decenios del siglo XVII asciende ya de manera sostenida, y, lo que es más importante, si tenemos en cuenta la consistencia étnica de la población que decrece y la comparamos con la de la población que crece, la diferencia resulta sustancial: mientras en el primer caso la presencia de la población indígena es predominante y la importancia numérica de la población española es débil, y más débil aún la de los africanos, observamos que la nueva población que aparece en el siglo XVII posee una consistencia étnica antes desconocida: América ha pasado a estar poblada mayoritariamente por mestizos de todo tipo y color.

Algo parecido podría decirse también de los fenómenos económicos: a finales del siglo XVI, la actividad económica que es posible reconocer se encuentra sumida en un proceso regresivo que la encamina a anularse, en la medida en que la disminución de las Carreras de Indias[1] que conectaban a Europa con América – que eran el «cordón umbilical» entre la madre patria y los españoles de ultramar– se vuelve prácticamente una interrupción, en la medida en que España deja de interesarse por la economía americana y la abandona a su propio destino.

En los primeros decenios del siglo XVII, en cambio, reconocemos una economía que se reactiva y que lo hace en términos radicalmente diferentes de los del siglo anterior; ya no es la vieja economía basada casi exclusivamente en la explotación de los metales preciosos del suelo americano, sino otra nueva que da muestras de una actividad muy diversificada, dirigida no sólo a la minería sino a la producción de objetos manufacturados y de productos agrícolas, a la relación comercial entre centros de producción y consumo a todo lo largo de América.

Y lo mismo ocurre en lo que respecta a la explotación del plustrabajo de las poblaciones indígenas y mestizas. Del sistema feudal modernizado centrado en la encomienda -un procedimiento de explotación servil adaptado a la economía mercantil-, se pasa en el siglo XVII al sistema de  explotación moderno feudal propio de las haciendas, que son centros de producción mercantil, basados en la compraventa de la fuerza de trabajo, pero interferidos sustancialmente por relaciones sociales de tipo servil.

Todo parece indicar efectivamente que se trata de una nueva historia que se gesta a comienzos del siglo XVII. Una historia que se distingue ante todo por la insistencia y el énfasis con el que se perfila una dirección y un sentido en la pluralidad de procesos que la conforman, con el que se esboza una coherencia espontánea, una especie de acuerdo no concertado, de «proyecto» objetivo, al que la narración histórica tradicional, que le reconoce privilegios al mirador «político», ha dado en llamar “proyecto criollo”, según el nombre de sus protagonistas más visibles.

Hay un proyecto no deliberado pero efectivo de definición civilizatoria, de elección de un determinado universo no sólo lingüístico sino simbólico en general, de creación de técnicas y valores de uso, de organización del ciclo reproductivo de la riqueza social y de integración de la vida económica regional; de ejercicio de lo político-religioso; de cultivo de las formas que configuran la vida cotidiana: el proyecto de rehacer Europa fuera del continente europeo.[2]

Esto sería, en resumen, lo que sucede en la primera de las historias a las que hacía referencia, la historia global de la sociedad americana; se trata, insisto, de un proceso de repetición y re-creación que recompone y reconstituye una civilización que había estado en trance de desaparecer.

Ahora bien, ¿qué acontece en la otra historia, la historia particular de la Compañía de Jesús, con la que quisiéramos confrontar a la historia americana? También en ella tiene lugar un proceso de reconstrucción y reconstitución. Cada vez más se hace necesario en la investigación actual revisar la imagen dejada por el Siglo de las Luces francés sobre el carácter puramente reaccionario, retrógrado, premodernizador de la Iglesia Católica postridentina, y de la Compañía de Jesús como el principal agente de la actividad de esa Iglesia.

Se hace necesario revisar esta idea, dado justamente el fracaso de la modernidad establecida, iluminada por el Siglo de las Luces: la modernidad capitalista que ha prevalecido desde los tiempos de la primera revolución industrial en el siglo XVIII.

Es necesario revisar esta imagen por cuanto muchos de los esquemas conceptuales a partir de los cuales se juzgó nefasta la actividad de la Iglesia postridentina y de la Compañía de Jesús se encuentran ahora en crisis.

La idea misma del progreso y de la meta hacia la que él conduciría, propuesta por la Ilustración, que es justamente la idea que sirvió para juzgar el carácter anti-histórico de esa actividad, es una idea que se hunde cada vez más en sus propias contradicciones.

El proyecto postridentino[3] de la Iglesia Católica, viéndolo a la luz de este fin de siglo posmoderno, no parece ser pura y propiamente conservador y retrógrado; su defensa de la tradición no es una invitación a volver al pasado o a premodernizar lo moderno. Es un proyecto que se inscribe también, aunque a su manera, en la afirmación de la modernidad, es decir, que está volcado hacia la problemática de la vida nueva y posee su propia visión de lo que ella debe ser en su novedad.

Tal vez el sentido de esta aseveración puede aclararse si se tiene en cuenta uno de los contenidos teológicos más distintivos de la doctrina de la Compañía de Jesús en su primera época; me refiero a su concepción de lo que es la vida terrenal y de cuál es su función en aquel ciclo mítico en el que acontece el drama de la Creación, que lleva de la caída original del hombre a su redención por Cristo y de ella a su salvación final.

La teología tridentina de la Compañía de Jesús reflexiona sobre la vida terrenal -vista como despliegue del cuerpo y sus apetitos sobre el escenario del mundo – a partir de una actitud completamente nueva, diferente de la que la doctrina medieval tenia ante ella.

Incursionando en la herejíacayendo en ella, según sus enemigos, los dominicos-, la teología jesuita reaviva y moderniza la antigua vena maniquea que late en el cristianismo.

En primer lugar, mira en la creación del Creador una obra en proceso, un hecho en el acto de hacerse; proceso o acto que consiste en una lucha inconclusa, que está siempre en trance de decidirse, entre la luz y las Tinieblas, el Bien y el Mal, Dios y el Diablo. (Una lucha que, por otra parte, ya sólo por el hecho de ser percibida a través de la preferencia del ser humano por la Luz, por el Bien y por Dios, parecería estar decidiéndose justamente en favor de ellos.)

En segundo lugar, en la Creación como un acontecer, como un acto en proceso, distingue un lugar necesario, funcionalmente específico para el ser humano: el topos a través del cual y gracias al cual esa creación alcanza a completarse como «el mejor de los mundos posibles», según argumentaba Leibniz.

En tanto que libertad, que libre albedrío, que capacidad de decidir y elegir, y no como cualquier otro ente, el ser humano tiene su importancia específica en y para la obra de Dios. Viendo así las cosas, para la teología jesuita, el mundo, el siglo, no puede ser exclusivamente una ocasión de pecado, un lugar de perdición del alma, un siempre merecido «valle de lágrimas”; tiene que ser también, y en igual medida, una oportunidad de virtud, de salvación, de «beatitud».

Es el escenario dramático al que no hay cómo ni para qué renunciar, pues es en él donde el ser humano asume activamente la gracia de Dios, donde cada trampa que el cuerpo le pone a su alma puede ser un motivo de triunfo para ésta, de resistencia de la Luz al embate de las Tinieblas, del Bien a la acometida del Mal: un motivo de la autoafirmación de Dios sobre el atrevimiento del Diablo.

Es así que, para la Compañía de Jesús, el comportamiento verdaderamente cristiano no consiste en renunciar al mundo, como si fuera un territorio ya definitivamente perdido, sino en luchar en él y por él, para ganárselo a las Tinieblas, al Mal, al Diablo.

El mundo, el ámbito de la diversidad cualitativa de las cosas, de la producción y el disfrute de los valores de uso, el reino de la vida en su despliegue, no es visto ya sólo como el lugar del sacrificio o entrega del cuerpo a cambio de la salvación del alma, sino como el lugar donde la perdición o la salvación pueden darse por igual.

La frase tan insistentemente repetida por Ignacio de Loyola acerca de que «se puede ganar el mundo y sin embargo perder el alma» es una advertencia que no condena sino simplemente corrige la idea de que el mundo es efectivamente algo digno y deseable de ganarse, que le pone a la ganancia del mundo la condición de que sea un medio para ganar el alma, es decir, de que sea una empresa «ad maiorem Dei gloriam».

De alguna manera, lo rebuscado de esta versión de la vieja hostilidad judeo-cristiana hacia la felicidad terrenal – que es vista como el simulacro de una felicidad verdadera, trascendente, como el ídolo capaz de engañar y así de obstaculizar y posponer la realización de la misma – tiene un eco en lo rebuscado de la modernidad de su comportamiento, implicada justamente en ese movimiento de apertura hacia el mundo.

En efecto, en la doctrina de la Compañía de Jesús, aparece una estrategia muy especial, perversa si se quiere, de ganar el mundo; una estrategia que implica el disfrute del cuerpo, pero de un cuerpo poseído místicamente por el alma. Un disfrute de segundo grado, en el que incluso el sufrimiento puede ser un elemento potenciador de la experiencia del mundo en su riqueza cualitativa.

Es comprensible, por ello, que las investigaciones recientes coincidan en reconocer que la Iglesia postridentina y la Compañía de Jesús no pueden ser definidas como antes, que no son exclusivamente esfuerzos tardíos e inútiles por poner en marcha un proceso de contra-reforma, de reacción a la Reforma protestante que se había dado en el norte de Europa.

La idea de una contra-reforma no recubre toda la consistencia del proyecto que se gestó en el Concilio de Trento. El intento que predominó en éste no fue el de combatir la Reforma declarándola injustificada, sino el de rebasarla por considerarla insuficiente y regresiva.

No se trataba de una reacción que intentara frenar el Progreso y opacar las Luces; de lo que se trataba era de replantear y trascender la problemática que dio lugar a los movimientos reformistas protestantes. No se trataba de ponerle un dique a la revolución religiosa sino de avanzar saltando por encima de ella; de quitarle su fundamento real, de resolver los problemas a partir de los cuales ella se había vuelto necesaria.

Este es el planteamiento principal del padre Diego Laínes, el jesuita que arma y conduce muchas de las discusiones más importantes en las sesiones del Concilio de Trento.

La actividad de los jesuitas como tropa de apoyo al papado es sin duda uno de los rasgos principales del desenvolvimiento de este Concilio; se trata, como resulta de la exhaustiva Historia de Jedin,[4] de la acción de un equipo muy bien preparado en términos estratégicos y muy bien armado en términos teológicos para combatir y para vencer efectivamente sobre las otras órdenes y los otros partidos presentes en él.

Pero es interesante tener en cuenta que se trata de un apoyo sumamente condicionado, que sólo se da en la medida en que es retribuido con el derecho a imponer una redefinición radical de lo que el papado debe ser en su esencia.

Sólo si el papa decide re-formarse, es decir, re-plantear su función, su identidad, sólo en esa medida el papado les resulta defendible a los jesuitas. Lo que está planteado como fundamental en el Concilio de Trento es el restablecimiento de la necesidad de la mediación eclesial entre lo humano y lo otro, lo divino; una mediación cuya decadencia – así lo interpretan los jesuitas- ha sido el fundamento de la Reforma, de una respuesta salvaje, brutal, a esa ausencia de mediación.

A lo largo de los siglos se había debilitado la necesidad de la mediación eclesial entre lo humano y lo otro, la función del locus mysticus, que es lo que el papado es en esencia – es decir, la función de ese lugar y esa persona que conectan necesariamente el mundo terrenal con el mundo celestial, la voluntad de Dios con la realidad del mundo.

Había perdido su carácter de indispensable; y justamente esta pérdida era la que había motivado la aparición del rechazo protestante a la existencia misma del papado. Si antes de la Reforma se aceptaba que «fuera de la Iglesia no hay salvación», después de ella se dirá: «sólo fuera de la Iglesia hay salvación».

El Concilio de Trento intenta restaurar y reconstituir la necesidad de la mediación eclesial entre lo terrenal y lo celestial, una mediación cuya necesidad es planteada en términos sumamente enfáticos. A través del papado, la entidad religiosa en cuanto tal administra el sacrificio sublimador de la represión de las pulsiones salvajes, una represión sin la cual no hay forma social posible.

La Iglesia es una instancia fundamentalmente re-ligadora, es decir, socializadora, y lo es precisamente en la medida en que justifica el sacrificio que día a día el ser humano tiene que hacer de sus pulsiones para poder vivir dentro de una forma social civilizada.

La idea de que es necesaria una mediación, de que la Iglesia tiene una función que cumplir, es defendida de esta manera. Dentro de este ciclo mítico del cristianismo, que conecta el pecado original con la condena, ésta con la redención y la redención con la salvación, la función de la Iglesia es planteada como un recurso divino insuperable.

La necesidad de esta mediación había sido desgastada, minada, corroída fuertemente a lo largo de los últimos siglos; y esto no tanto en el plano de su presencia doctrinal y litúrgica cuanto en el de la comprobación empírica de su validez.

En efecto, la principal impugnación vino de la presencia y la acción, dentro de la vida práctica cotidiana, del dinero-capital. La Iglesia había cumplido siempre en la historia europea la función socializadora o religadora fundamental; si hubo cohesión social en todo el período de su conformación como tal, fue justamente porque la vida en la ecclesia era la que daba un lugar, una función, un prestigio y un sitio jerárquico a cada uno de los individuos, la que volvía realmente sociales a los individuos que habían perdido su socialidad arcaica y les otorgaba una identidad.

Con la aparición del dinero actuando como capital – no como instrumento de circulación sino de apropiación-, esta función había pasado del terreno exclusivamente imaginario al terreno de la vida práctica, de la vida económica. Era ahora en el mercado, y en el proceso en que el dinero se vuelve más dinero, donde se socializaban los individuos.

Esto por un lado; por el otro, había comenzado ya el fenómeno propiamente moderno de un estallido o explosión no sólo cuantitativo sino cualitativo del mundo del valor de uso. La Iglesia no tenía ya que vérselas sólo con un sistema primario de necesidades de consumo, propio de un mundo que únicamente es tránsito y sufrimiento, sino con otro que se diversificaba y se hacía cada vez más complejo, y que mostraba que la bondad de Dios podía también tener la figura de la abundancia.

Estos dos fenómenos reales de la historia son los que efectivamente estaban en la base de esa pérdida ele necesidad de la Iglesia como entidad mediadora y socializadora, capaz de definir cuál es la axiología inherente al mundo de las mercancías, de los productos y de los bienes.

Es este trasfondo histórico el que mueve a hablar de la presencia de la Compañía de Jesús – elemento motor del Concilio de Trento y de la Iglesia postridentina– como impulsora de un proyecto político-religioso cuidadosamente estructurado, de inspiración inconfundiblemente moderna; un proyecto sumamente ambicioso que pretende efectivamente aggiornare la vida de la comunidad universal, ponerla en armonía con los tiempos, mediante una reconstrucción y reconstitución del orden cristiano del mundo, entendido como orden católico, apostólico y romano.

Todos conocemos las historias fabulosas que se cuentan de la Compañía de Jesús, historias que llevan a sus miembros desde las cortes europeas y sus luchas palaciegas por el poder, desde su participación política soterrada en la toma de decisiones económicas y de todo tipo de los gobiernos europeos, pasando por su monopolio de la educación proto- «ilustrada» de las élites, hasta escenarios mucho más abiertos, aventurados y populares, en las misiones evangelizadoras de Asia y sobre todo en América, donde llegan a dirigir el levantamiento de repúblicas socialistas teocráticas, capaces de vivir en la abundancia.

Mencionemos algo de su actividad en estos últimos escenarios. Solange Alberro toca el problema de cómo traducir un producto de la cultura europea occidental a culturas de otro orden mental, de un corte civilizatorio diferente, como son las orientales.

Es un problema que Mateo Ricci, el gran explorador cultural, conquistador-conquistado, problematizó a fondo en el siglo XVII. Son pocos en toda la historia los textos en que, como en los de él o de su antecesor Alessandro Valignano, se observa una sociedad que pretende trasladar sus formas culturales a sociedades en las que éstas son extrañas o no «naturales», arriesgarse mentalmente en tal empresa hasta el punto de verse obligada a poner en cuestión los rasgos más fundamentales de su singularidad; a desamarrar y aflojar los nudos de su código cultural para poder penetrar en el núcleo de una cultura diferente, en el plano de la simbolización fundamental de su código. Son los religiosos jesuitas empeñados en la evangelización de la India, el Japón y la China los que van a internarse en esa vía.[5]

Van a hacerlo, por ejemplo, en el campo problemático de la traducción lingüística. ¿Cómo traducir las palabras «Dios Padre», «Madre de Dios», «Inmaculada Concepción», «Virgen madre»? Términos como éstos, absurdos, si se quiere, pero perfectamente comprensibles en Occidente, no parece que puedan tener equivalentes ni siquiera aproximados en el japonés o el chino. La única manera que ellos ven de volverlos asequibles a los posibles cristianos orientales – manera que será tildada justamente de herejía por parte de las otras congregaciones religiosas– pasa por el cuestionamiento del propio concepto occidental de Dios.

Por el intento, por ejemplo, de encontrar en qué medida, en el concepto de Dios occidental, puede encontrarse un cierto contenido femenino;  sólo de este modo , a partir de una feminidad de Dios, les parecía posible introducir en el código oriental significaciones de ese tipo.

Este trabajo de los evangelizadores jesuitas sobre la doctrina cristiana y su teología es un trabajo discursivo sin paralelo; es tal vez el único modelo que Europa, la inventora de la universalidad moderna, puede ofrecer de una genuina disposición de apertura, de autocrítica, respecto de sus propias estructuras mentales.

En América, la actividad de la Compañía de Jesús en los grandes centros citadinos tuvo gran amplitud e intensidad; llegó a ser determinante, incluso esencial para la existencia de ese peculiar mundo virreinal que se configuraba en América a partir del siglo XVII.

Desde el cultivo de la élite criolla hasta el manejo de la primera versión histórica del «capital financiero», pasando por los múltiples mecanismos de organización de la vida social, la consideración de su presencia es indispensable para comprender el primer esbozo de modernidad vivido por los pueblos del continente. Los padres jesuitas cultivaron las ciencias y desarrollaron muchas innovaciones técnicas, introdujeron métodos inéditos de organización de los procesos productivos y circulatorios.

Para comienzos del siglo XVIII, sus especulaciones económicas eran ya una pieza clave en la acumulación y el flujo del capital en Europa; para no hablar de América, donde parecen haber sido completamente dominantes. Sin embargo, pese a que su intervención en las ciudades era de gran importancia, ella misma la consideraba como un medio al servicio de otro fin; su fin central, que no era propiamente urbano sino el de la propaganda fide, cuya mirada estaba puesta en las misiones.

Se trataba de la evangelización de los indios, pero especialmente de aquellos que no habían pasado por la experiencia de la conquista y la sujeción a la encomienda, es decir, de los indios que vivían en las selvas del Orinoco, del Amazonas, del Paraguay. Su trabajo citadino se concebía así mismo como una actividad de apoyo al proceso de expansión de la Iglesia sobre los mundos americanos aún vírgenes, incontaminados por la «mala» modernidad.

También en la historia de la Compañía de Jesús lo que predomina es un intento de recomposición. Se trata en ella de un proyecto de magnitud planetaria destinado a reestructurar el mundo de la vida radical y exhaustivamente, desde su plano más bajo, profundo y determinante – donde el trabajo productivo y virtuoso transforma el cuerpo natural, exterior e interior al individuo humano-, hasta sus estratos retro determinantes más altos y elaborados – el disfrute lúdico, festivo y estético de las formas.

Es la desmesurada pretensión jesuita de levantar una modernidad alternativa y conscientemente planeada, frente a la modernidad espontánea y «ciega» del mercado capitalista, lo que hace que, para mediados del siglo XVIII, la Compañía de Jesús sea vista por el despotismo ilustrado como el principal enemigo a vencer.

Así lo planteaba con toda claridad el marqués de Pombal, el famoso primer ministro de Portugal, promotor de la transformación de la economía y de la política ibéricas, cuya influencia se extenderá más allá de la gestión de Carlos III en España.

La derrota de la Compañía de Jesús, que queda sellada con el Tratado de Madrid y la destrucción de las Repúblicas Guaraníes, y que lleva a su expulsión de los países católicos, a su anulación por el papa y a la prohibición de toda actividad conectada con ella a fines del siglo XVIII, es la derrota de una utopía; una derrota que, vista desde el otro lado, no equivale más que a un capítulo en la historia del «indetenible ascenso» de la modernidad capitalista, de la consolidación de su monolitismo.

Se trata entonces de toda una historia, de todo un ciclo que tiene un principio y un fin, que comienza en 1545, en las discusiones teológicas y en las intrigas palaciegas de Trento, y termina en 1775, en las privaciones y el escarnio de las mazmorras de Sant’Angelo.

Tal vez conviene subrayar quién fue en verdad el contrincante que derrotó al proyecto jesuita de modernización del mundo y cuál fue la razón de su triunfo. La utopía neocatólica se enfrentó nada menos que al proyecto espontáneo y sólidamente realista de configurar el moderno mundo de la vida a imagen y semejanza de la acumulación del capital.

La presencia de Dios en el misticismo cotidiano y seglar que los jesuitas intentaban imponer en la población, por más exacerbada que ella haya podido ser, no fue capaz de contrarrestar el poder cohesionador y dinamizador de la sociedad que despliega la acumulación de capital, el dinero generando más dinero, cuando invade ese «territorio ajeno a ella» (según Braudel) que es la producción y el consumo de los bienes y los servicios.

En el lugar del capital, los jesuitas quisieron poner a la ecclesia, a la comunidad humana socializada en torno a la fe y la moral cristianas. En vísperas de la revolución industrial que ya se anunciaba, ella no fue capaz de vencerlo; resultó ser mucho  menos eficaz que él como gestora de la producción y el consumo adecuados del plusvalor.

El atractivo de su sociedad beatífica resultó mucho más débil que el del paraíso que la «sociedad abierta» prometía como una realidad que estuviera a la vuelta de la esquina ( como lo muestran los interesantes estudios recientes sobre el proceso de descreimiento en Francia e Inglaterra a lo largo del siglo XVIII).

Tenemos, así, dos historias de diferente orden en las que tienen lugar procesos cuyo propósito no sólo implícito es una reconstitución: en el caso del proyecto criollo, la re-creación de la civilización europea en América; en el caso de la Compañía de Jesús, la re-construcción del mundo católico para la época moderna.

Habría que insistir, tal vez, en el hecho de que, en la América Latina, el fracaso de la Compañía de Jesús es un hecho que tiene que ver directamente con el fracaso del proyecto propiamente político o de élite de la sociedad criolla.

Un fracaso que se da en conexión muy evidente con la política económica global del despotismo ilustrado, cuando la Corona piensa que, de imperio sin más, orgánicamente integrado, España debe pasar a ser un imperio «moderno», colonial, y pretende hacer de su cuerpo americano un cuerpo extraño, colonizado.

Es importante tener en cuenta, sin embargo, que, aunque los jesuitas fracasan globalmente y desaparecen prácticamente de la historia a finales del siglo XVIII,[6] el proyecto criollo sin embargo continúa, y lo hace justamente en ese proceso -siempre inacabado- que tiene  lugar en la vida cotidiana de la parte baja de la sociedad latinoamericana, en el cual el “criollismo” popular y su mestizaje cultural crean nuevas formas para el mundo de la vida, formas que no pierden su matriz civilizatoria europea.

II

Aparte de la estructura de lo que acontece en estas dos historias, podemos considerar también el cómo o la manera en que acontecen estas dos historias. Para ello, en mi opinión, es indispensable tener en cuenta el concepto de «lo barroco». El modo de comportarse de la Compañía de Jesús y el modo de comportarse de los criollos mestizos, ambos, son de corte barroco. Quisiera para ello hacer referencia -brevemente- a lo que podría ser un rasgo constante o una cadencia distintiva de las muy variadas estrategias de conformación de una materia que solemos denominar «barrocas».

Estas, en efecto, son múltiples, y es muy difícil, prácticamente imposible, elaborar una lista de determinaciones que diga: «lo barroco, para ser tal, debe presentar estas características y estas otras». Ni siquiera las cinco marcas que, según Wólfflin, distinguen el arte barroco del renacentista, y que completan una definición que sigue sin duda siendo válida, alcanzan efectivamente a componer lo que podríamos llamar un modelo típico o un tipo ideal de «lo barroco».

Sí hay, sin embargo, ejemplos paradigmáticos o modos ejemplares de comportarse de lo barroco, sobre todo en la historia del arte. Por esta razón, y para intentar mostrar en qué sentido la forma en que se comportan jesuitas y criollos puede llamarse «barroca», quisiera recordar aquí el modo  como se comporta Gian Lorenzo Bernini con la tradición clásica en su trabajo artístico.

Si nos acercamos a la obra escultórica de Bernini podemos observar que su autor tiene, en verdad, un solo proyecto desde que comienza sus trabajos: es el intento de seguir haciendo arte griego o romano, de incluir su obra en el catálogo de la herencia clásica.

Comienza sus trabajos imitando el arte helenístico, haciendo piezas que pueden confundirse perfectamente con las que están siendo desenterradas del suelo de Roma, provenientes del arte griego. Sueña ser, intenta ser o hace como si fuera un escultor antiguo que estuviera todavía trabajando.

Artista ubicado ya en el desencanto posrenacentista, se plantea como proyecto suyo no seguir el canon clásico sino rehacerlo, no aprovecharlo sino revitalizarlo, ponerlo nuevamente a funcionar como en el momento de su fundación.

Su trabajo va a tener siempre este sentido, hacer piezas a un tiempo nuevas y antiguas, pero el problema formal al que se enfrenta es radical: ¿cómo repetir la vitalidad formal en esas piezas antiguas-nuevas que él produce?, ¿cómo no hacer arte muerto, simples copias de las piezas que ya existen?, ¿cómo inventarse nuevas figuras, que no existieron entonces pero que pudieron haber existido?

Es aquí donde aparece el comportamiento barroco al que hago referencia; un comportamiento bastante complejo porque lo que busca el artista Bernini al hacer sus obras es, como diría el músico Claudio Monteverdi, «despertar la pasión oculta en cada una de las formas», revivir el drama del que ellas surgieron: ir a la fuente de los cánones clásicos y encontrar su vitalidad para seguir trabajando identificado con ella.

Sólo que en el camino de esta búsqueda del origen de la vitalidad de los cánones clásicos en la dramaticidad pagana, Bernini va a toparse con otra completamente diferente: la dramaticidad cristiana.

El gran problema estético al que se enfrenta el Bernini maduro – hombre sumamente religioso, entregado a la fe, ligado estrechamente a los jesuitas- es, en verdad, el de cómo representar el único objeto que, en última instancia, vale la pena representar: la presencia de Dios.

Presencia que nunca puede ser directa, que sólo puede ser atrapada en sus efectos, en las experiencias místicas de las que son capaces los seres humanos. Si hay algo que mueve, que da vitalidad al cuerpo y a los pliegues del hábito de la beata Ludovica Albertoni es el hecho de que ella está haciendo la experiencia de la presencia de Dios: una presencia delegada en el rictus, en el gesto corporal y en el movimiento instantáneamente detenido de su agonía; delegada, como lo está también, bajo la forma de luz que posee el cuerpo místico de santa Teresa, en el famoso Extasis o Transververación  de la Capilla Cornaro.

Dios es irrepresentable en sí mismo, directamente, parece reconocer aquí Bernini; no hay cómo hacer una figura que retrate verdaderamente a Dios. Y él propone una vía para la conveniencia de representarlo expresada por el Concilio de Trento: mostrarlo en la perturbación que provoca su presencia mística en el cuerpo humano y su entorno.

La forma de lo relatado en las dos historias que nos ocupan – el modo de la reconstrucción criolla de lo europeo en América y de la reconstrucción de la modernidad en términos modernos y católicos por parte de la Compañía de Jesús- puede conectarse con este modo ejemplar de comportamiento artístico en Berrnini. Para ello es necesario acercarse otro poco al problema de la teología de la Compañía  de Jesús. 

Se trata de una teología sumamente compleja, contradictoria en sí misma, pues está en vías de dejar de ser tal y convertirse en filosofía. Es sabido que la obra de Luis de Molina que está en los orígenes de todo este proceso, la Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis…, que va a influir inertemente en la inmensa y brillante obra de Francisco Suárez así como   en la de muchos otros, es una teología que, después de enconadas discusiones fue rechazada como, teología oficial de la Iglesia.

Esto tiene su fundamento y está justificado desde la perspectiva de la Iglesia, del papa y de Roma porque lo que se intenta en ella es, en definitiva, nada menos que redefinir en qué consiste la presencia de Dios en el mundo terrenal. El planteamiento de los teólogos jesuitas es sumamente radical: golpea en el centro mismo del discurso teológico de la Edad Media.

Nada hay más híbrido y ambivalente que el discurso teológico: es el discurso filosófico, el discurso de la razón volcada en contra de toda verdad revelada, pero como discurso que está allí para justificar precisamente una verdad revelada; el discurso de la no-revelación puesto a fundamentar la revelación.

Este discurso tan peculiar es justamente el que comienza a reconfigurarse en las obras de Molina, de Suárez, etcétera, mediante un intento de reconstruir el concepto de Dios. Es un intento que sólo puede cumplirse de la manera en que es posible dentro de una estructura totalitaria del discurso, mediante estrategias de pensamiento sumamente sutiles, tiñéndose de recursos de argumentación monstruosamente elaborados.

El núcleo, y aquello en torno a lo cual se discute de ida y vuelta, es el de la distinción que hacen ellos entre la gracia suficiente de Dios y la gracia eficaz. Es un planteamiento que sólo se comprende a partir de la polémica del catolicismo con la Reforma: en el planteamiento de la Iglesia reformada, la gracia de Dios es suficiente para la salvación. Dios, arbitrariamente, con su omnipotencia, con su omnisciencia, con su voluntad impenetrable, decide quiénes habrán de salvarse y quiénes no.

Habrá incluso, en la versión de la doctrina calvinista puritana, la idea de que los elegidos por Dios para salvarse, los «santos visibles», pueden ser reconocidos incluso por marcas exteriores gracias a la capacidad de trabajo productivo que ostentan. Esta idea de que la gracia para la salvación viene directa y exclusivamente de Dios, de que, por lo tanto, ya todo está decidido de antemano, de que los elegidos y los condenados han sido ya determinados, esta idea es la que los teólogos jesuitas van a poner en cuestión.

Ellos afirmarán, en cambio, que hay, sin duda, la gracia suficiente de Dios; que El se basta a sí mismo para salvar o condenar a cualquiera; pero añadirán que este bastarse a sí mismo sólo puede darse mediante una intervención humana, que el libre arbitrio debe estar ahí, en cada uno de los individuos, para que la gracia suficiente de Dios se convierta en una gracia eficaz, para que la salvación tenga lugar en definitiva.

El trabajo de estos teólogos es sumamente agudo y complejo, pues deben insistir tanto en la omnipotencia y la omnisciencia de Dios como en su infinita bondad. ¿Cómo es posible que el Creador, que es a la par omnipotente y bondadoso, permita que sus criaturas se condenen? ¿Dónde queda su bondad? ¿Cuál es la relación entre la onmipotencia y la omnisciencia de Dios y su infinita bondad?

Es allí, entonces, donde los jesuitas intervienen con un complejo aparato de argumentación que tiene que ver justamente con la correspondencia entre los diferentes modos y grados del saber omnisciente de Dios y los modos o grados de la existencia del mundo. Lo que Dios sabe es lo que el mundo es. La teología jesuita plantea la idea de que hay tres modos de la omnisciencia de Dios: un saber «simple», un saber «libre» y un saber «medio» de Dios.

Afirma que, entre el saber simple de Dios, que es el saber absoluto y total de todas las posibilidades de ente imaginables en el universo, y su saber de lo real, es decir, no sólo de eso posible sino de lo que realmente existe, de lo que habrá sido definitivamente elegido para existir, que entre ese mundo posible y este mundo real – que son por supuesto proyecciones del saber simple y el saber libre de Dios-, se encuentra sin embargo un momento intermedio, justamente aquel en el que esta realización de lo posible está en trance de darse, en el que esa infinidad de posibilidades está concretándose sólo en aquellas que realmente se van a dar.

Se trata de un momento que corresponde a una «ciencia media» de Dios, que «sabe» del mundo no como realizado sino realizándose. Las «cosas» de este momento peculiar son cosas «sabidas» o constituidas por un saber divino que sabe del momento de la elección, que sabe del libre arbitrio: son cosas cuyo status ontológico se ubica entre lo posible y lo real.

Son el referente al que corresponde este saber medio o esta ciencia de la realización de lo posible; son el campo de la condición humana. El arbitrio humano es el topos de la libertad.

Con buen olfato, el papado rechazó la teología jesuita porque percibió que llevaba al umbral de la herejía. Es una teología que podía hacer saltar el aparato conceptual de la teología cristiana.

En primer lugar, porque plantea una idea de Dios como un Dios haciéndose, es decir, como un Dios creándose a sí mismo, como Dios en proceso de ser Dios, y no corno un Dios que ya lo es. Se trata de una idea de Dios en la que hay un fuerte sesgo maniqueo, puesto que Dios sólo es tal en la medida en que vence, como luz, a las tinieblas.

En segundo lugar —y éste es el punto verdaderamente difícil- es una idea que encamina a la herejía, al «pelagianismo», a la equiparación de las virtudes de cualquiera con el sacrificio de Cristo, el hijo de Dios; lo es, porque afirma que, al estar haciéndose, Dios depende en alguna medida de su propia creación, depende del ser humano.

Esta peculiar inserción del ser humano y su libre albedrío como una entidad necesitada por Dios para que su creación funcione efectivamente, este intento de conciliar o hacer que concuerden la omnipotencia de Dios y la dignidad humana, es el punto donde, efectivamente, la doctrina teológica de los jesuitas parece dirigida a revolucionar toda la teología tradicional.

El comportamiento de los teólogos de la Compañía de Jesús se parece mucho a lo que hace Bernini. Efectivamente, lo que ellos quieren es reconstruir el concepto de Dios, «remodelarlo», ponerlo al día. Al rehacerlo, sin embargo, lo modifican, y lo hacen tan sustancialmente, que el Dios reconstruido ya no coincide con el Dios de la teología medieval, se parece poco a El.

Tenemos aquí nuevamente el mismo periplo berniniano: se parte en busca de una dramaticidad religiosa antigua, y la misma, al ser despertada, resulta que es otra, la dramaticidad de la experiencia de lo divino propia de la vida moderna.

Si consideramos ahora el proceso de mestizaje cultural latinoamericano a partir del siglo XVI, vamos a encontrar también en él, un modo de comportamiento que es similar.

La palabra «mestizaje» evoca aquí necesariamente un proceso de mixtura, de mezcla de formas culturales que se parecería a procesos conocidos por la química o la biología: mezcla de sustancias, de sus colores, por ejemplo, injertos de una planta en otra, cruces de diferentes razas de animales, etcétera.

El proceso de mestizaje cultural, sin embargo, más allá de estas resonancias fisicalistas u organicistas, al parecer sólo se puede tematizar adecuadamente en una aproximación y un tratamiento de orden semiótico.

Cuando hablamos de una relación de cualquier tipo entre diferentes formas culturales no podemos dejar de lado aquello en lo que Lévis-Strauss ha insistido tanto: la idea de que todo mundo cultural es un mundo cerrado en sí mismo, que plantea como condición de su vigencia la impenetrabilidad de su código, de la subcodificación identificadora del mismo.

Cada código cultural sería así absolutista: tiende la red de su simbolización elemental, de su producción de sentido y su inteligibilidad, sobre todos y cada uno de los elementos que puedan presentarse al mundo de la percepción.

Se basta a sí mismo, y todo otro proyecto o esquema de mundo, toda otra subcodificación del código de lo humano que pretenda competir con él, le resulta por lo menos incompatible, si no es que incluso hostil. En este sentido completamente abstracto no habría la posibilidad de un diálogo entre las culturas; las formas culturales tenderían más bien a darse la espalda las unas a las otras.

En la historia concreta, sin embargo, la vida de las culturas ha consistido siempre en procesos de imbricación, de entrecruzamiento, de intercambio de elementos de los distintos subcódigos que marcan sus diferentes identidades.

Procesos extraordinarios y bruscos, en un sentido, cotidianos y pacientes, en otro, que son siempre conflictivos y «traumáticos», resultantes de respuestas a «situaciones límites». Si hay historia de la cultura, es justamente una historia de mestizajes. El mestizaje, la interpenetración de códigos a los que las circunstancias obligan a aflojar los nudos de su absolutismo, es el modo de vida de la cultura.

Paradójicamente, sólo en la medida en que una cultura se pone en juego, y su «identidad» se pone en peligro y entra en cuestión sacando a la luz su contradicción interna, sólo en esa medida defiende sus posibilidades de darle forma al mundo, sólo en esa medida despliega adecuadamente su propuesta de inteligibilidad.

Para terminar, cabe insistir en el hecho de que, si el proceso de mestizaje cultural en la América Latina pudo comenzar, fue precisamente en virtud de la situación cultural especialmente conflictiva, muchas veces desesperada, que le tocó vivir ya en el siglo XVII -situación muy parecida, por cierto, a la que, esta vez a escala planetaria, agobia a la época en que vivimos.

Había, por un lado, la crisis en la que estaba sumida la civilización dominante, ibero-europea, después del agotamiento del siglo XVI cuando casi se había cortado todo el circuito de retroalimentación que la conectaba con el centro metropolitano; pero había también, por otro, la crisis de la civilización indígena: después de la catástrofe político-religiosa que trajo para ella la Conquista, los restos de la sociedad prehispánica no estaban en capacidad de funcionar nuevamente como el todo orgánico que habían sido en el pasado.

Y sin embargo, aunque ninguna de las dos podía hacerlo sola o independientemente, ambas experimentaban la imperiosa necesidad de mantenerse al menos por encima del grado cero de la civilización. Son los criollos de los estratos bajos, mestizos aindiados, amulatados, los que, sin saberlo, harán lo que Bernini hizo con los cánones clásicos: intentarán restaurar la civilización más viable, la dominante, la europea; intentarán despertar y luego reproducir su vitalidad original.

Al hacerlo, al alimentar el código europeo con las ruinas del código prehispánico (y con los restos de los códigos africanos de los esclavos traídos a la fuerza), son ellos quienes pronto se verán construyendo algo diferente de lo que se habían propuesto; se descubrirán poniendo en pie una Europa que nunca existió antes de ellos, una Europa diferente, «latino-americana».


[1] La Carrera de Indias fue el conjunto de rutas que unieron Castilla con sus virreinatos americanos, haciendo posible la integración de éstos en el vasto conjunto de la Monarquía Hispánica. Funcionó como un gran conector imperial, a través del cual viajaron personas, mercancías, dinero, objetos, información, cultura…

[2] Es interesante tener en cuenta que la realización de este proyecto criollo tiene lugar siempre dentro de un marcado conflicto de clases dentro de la estratificación y la jerarquía sociales. Por debajo de la realización

de este proyecto «criollo» por parte de la élite, realización castiza, españolizante, que efectivamente sólo persigue copiar a la manera americana lo que existe en Europa (en España), y que pretende practicar un apartheid paternalista con la población indígena, negra y mestiza, hay otro nivel de realización de ese proyecto, que es el determinante: más cargado hacia el pueblo bajo, lo que acontece en él es esta reconstrucción de la civilización europea en América pero dentro de aquello que Braudel llama la «civilización material» y gracias al proceso del mestizaje cultural y étnico. En el proyecto criollo elitista predomina lo político, mientras en el proyecto criollo de abajo predomina lo económico , es decir, el plano de las relaciones más inmediatas de producción y consumo.

[3] El Concilio de Trento (1545-1563) reafirmó la autoridad y la centralidad de la Iglesia Católica, reformó los abusos dentro de la Iglesia, codificó las escrituras, estableció seminarios para un clero mejor educado y condenó la Reforma Protestante como una herejía.

[4] Hubert Jedin , Geschichte des Konzits von Trient, Freiburg, 1949-73.

[5] ‘Véase, por ejemplo, Alejandro Valignano S. I., Sumario de las cosas del Japón (1583) y Adiciones (1592), Sophia University, Kyoto, 1954.

[6] Para tener una segunda época, ésta sí reaccionaria y tenebrosa, contradictoria de la primera, desde comienzos del siglo XIX hasta mediados del presente.

¿De qué se trataba en realidad la Fania All Stars? ¡Aquí te lo explicamos!Doran Márquez. 2018

Con frecuencia escuchamos historias acerca de lo grande que fue eso llamado Fania Records y Fania All Stars, asociamos cantantes y orquestas con estos nombres pero en realidad ¿de qué se trataba ese concepto Fania All Stars?

Imaginemos que hoy, en 2018, Daddy Yankee, Bad Bunny, Wisin y Yandel, Ozuna, Anuel, J Balvin, Arcangel y Farruko estén todos en la misma compañía junto a los Mambo Kingz, Luian, Sky, Rvssian, Light GM, Urba y Rome y Dj Nelson como productores y sean parte del mismo crew.

Eso básicamente representaba Fania Records en los años 60 bajo la dirección de Johny Pacheco que fue como el primer Dj Luian de la música latina y también otros directores de los más duros como Ray Barretto, Willie Colon, Bobby Valentin o Louie Ramirez.

Un dia, un sujeto llamado Ralph Mercado, empresario y promotor de la música latina, le planteó a Jerry Masucci la idea de hacer un concierto de exhibición juntando a todas las estrellas de su sello, además de poder presentar en conjunto a la sangre nueva de directores que estaban matando liga como un tal Willie Colon.

Jerry Masucci fue como el primer Raphy Pina de nuestra música, empresario y con un olfato poderosísimo para el talento, que combinado a un prodigio musical como Johny Pacheco tuvieron la oportunidad de unir en un mismo escenario a las voces y músicos más representativos de la Salsa.

El Red Garter Club fue el primer concierto masivo del grupo, de esta presentación se editaron dos volúmenes Live at Red Carter Club, con un lineup totalmente de lujo presentados por Johnny Pacheco: Jimmy Sabater en la percusión , Willie Colon en el trombón acompañado de José Rodríguez, y Bobby Valentín al frente de las trompetas con Bobby Quezada y Ralph Robles.

El piano lo ejecutaba “El Judío Maravilloso” Larry Harlow, en las congas endiablado como siempre Ray Barretto en compañía del bongó de Raphy Marzan y en las voces un corillo que ponía a temblar a cualquiera: Pete “El Conde Rodríguez”, Ismael Miranda y “El hombre que abre la boca y lo que sale es gasolina”: Héctor Lavoe.

De esto se trataba Fania All Stars, la exhibición en vivo de las joyas que ostentaba el sello más duro de la Salsa para entonces, por encima de Alegre Records que también contaba con su All Stars. Con el pasar del tiempo se fueron sumando artistas invitados como parte de cada descarga, gente de la talla de Oscar D’ León, Wilfrido Vargas y Eddie Palmieri.

Dentro de las presentaciones más memorables de Fania All Stars se encuentra el mítico concierto en Zaire con el que se promocionó la pelea del siglo entre George Foreman y Mohamed Ali.

De aquí sale la legendaria versión en vivo de Mi Gente donde Héctor se apodera del escenario y el público africano con una descarga de soneos endiablados. De esta misma presentación se desprende la joya que representa El Ratón por Cheo Feliciano con un solo de guitarra del Jorge “El Malo” Santana que es todo una inyección de psicodelia al sabor de son montuno de esta rola.

Fania All Stars representó la reunión más poderosa de músicos durante más de 20 años. Hasta nuestros días no ha existido una reunión que represente tanto como lo hicieron las estrellas de la Fania en su época, aunque no es algo imposible que suceda puesto que el talento está, esperemos poder presenciar algo similar en nuestros días.

The Indian Revolt. Karl Marx. 1857

The outrages committed by the revolted Sepoys in India are indeed appalling, hideous, ineffable — such as one is prepared to meet – only in wars of insurrection, of nationalities, of races, and above all of religion; in one word, such as respectable England used to applaud when perpetrated by the Vendeans on the “Blues,” by the Spanish guerrillas on the infidel Frenchmen, by Servians on their German and Hungarian neighbours, by Croats on Viennese rebels, by Cavaignac’s Garde Mobile or Bonaparte’s Decembrists on the sons and daughters of proletarian France.

Desanges, Louis William; Captain C. J. S. Gough (1832-1912), 5th Bengal European Cavalry Winning the Victoria Cross at Khurkowdah, Indian Mutiny, 15 August 1857; National Army Museum; http://www.artuk.org/artworks/captain-c-j-s-gough-18321912-5th-bengal-european-cavalry-winning-the-victoria-cross-at-khurkowdah-indian-mutiny-15-august-1857-182621However infamous the conduct of the Sepoys, it is only the reflex, in a concentrated form, of England’s own conduct in India / Image: public domain

However infamous the conduct of the Sepoys, it is only the reflex, in a concentrated form, of England’s own conduct in India, not only during the epoch of the foundation of her Eastern Empire, but even during the last ten years of a long-settled rule. To characterize that rule, it suffices to say that torture formed ail organic institution of its financial policy. There is something in human history like retribution: and it is a rule of historical retribution that its instrument be forged not by the offended, but by the offender himself.

The first blow dealt to the French monarchy proceeded from the nobility, not from the peasants. The Indian revolt does not commence with the Ryots, tortured, dishonoured and stripped naked by the British, but with the Sepoys, clad, fed, petted, fatted and pampered by them. To find parallels to the Sepoy atrocities, we need not, as some London papers pretend, fall back on the middle ages, not, even wander beyond the history of contemporary England. All we want is to study the first Chinese war, an event, so to say, of yesterday. The English soldiery then committed abominations for the mere fun of it; their passions being neither sanctified by religious fanaticism nor exacerbated by hatred against an overbearing and conquering race, nor provoked by the stern resistance of a heroic enemy. The violations of women, the spittings of children, the roastings of whole villages, were then mere wanton sports, not recorded by Mandarins, but by British officers themselves.

Even at the present catastrophe it would be an unmitigated mistake to suppose that all the cruelty is on the side of the Sepoys, and all the milk of human kindness flows on the side of the English. The letters of the British officers are redolent of malignity. An officer writing from Peshawur gives a description of the disarming of the 10th irregular cavalry for not charging the 55th native infantry when ordered to do so. He exults in the fact that they were not only disarmed, but stripped of their coats and boots, and after having received 12d. per man, were marched down to the river side, and there embarked in boats and sent down the Indus, where the writer is delighted to expect every mother’s son will have a chance of being drowned in the rapids. Another writer informs us that, some inhabitants of Peshawur having caused a night alarm by exploding little mines of gunpowder in honour of a wedding (a national custom), the persons concerned were tied up next morning, and “received such a flogging as they will not easily forget.”

News arrived from Pindee that three native chiefs were plotting. Sir John Lawrence replied by a message ordering a spy to attend to the meeting. On the spy’s report, Sir John sent a second message, “Hang them.” The chiefs were hanged. An officer in the civil service, from Allahabad, writes:

“We have power of life and death in our hands, and we assure you we spare not.”

Another, from the same place:

“Not a day passes but we string up front ten to fifteen of them (non-combatants).”

One exulting officer writes:

“Holmes is hanging them by the score, like a ‘brick.’”

Another, in allusion to the summary hanging of a large body of the natives:

“Then our fun commenced.”

A third:

“We hold court-martials on horseback, and every nigger we meet with we either string up or shoot.”

From Benares we are informed that thirty Zemindars were hanged or) the mere suspicion of sympathising with their own countrymen, and whole villages were burned down on the same plea. An officer from Benares, whose letter is printed in The London Times, says:

“The European troops have become fiends when opposed to natives.”

Killing british officers Image public domainActual accounts of Delhi evince the imagination of an English parson to be capable of breeding greater horrors than even the wild fancy of a Hindoo mutineer / Image: public domain

And then it should not be forgotten that, while the cruelties of the English are related as acts of martial vigour, told simply, rapidly, without dwelling on disgusting details, the outrages of the natives, shocking as they are, are still deliberately exaggerated. For instance, the circumstantial account first appearing in The Times, and then going the round of the London press, of the atrocities perpetrated at Delhi and Meerut, from whom did it proceed? From a cowardly parson residing at Bangalore, Mysore, more than a thousand miles, as the bird flies, distant from the scene of action. Actual accounts of Delhi evince the imagination of an English parson to be capable of breeding greater horrors than even the wild fancy of a Hindoo mutineer. The cutting of noses, breasts, &c., in one word, the horrid mutilations committed by the Sepoys, are of course more revolting to European feeling than the throwing of red-hot shell on Canton dwellings by a Secretary of the Manchester Peace Society, or the roasting of Arabs pent up in a cave by a French Marshal, or the flaying alive of British soldiers by the cat-o’-nine-tails under drum-head court-martial, or any other of the philanthropical appliances used in British penitentiary colonies. Cruelty, like every other thing, has its fashion, changing according to time and place. Caesar, the accomplished scholar, candidly narrates how he ordered many thousand Gallic warriors to have their right hands cut off. Napoleon would have been ashamed to do this. He preferred dispatching his own French regiments, suspected of republicanism, to St. Domingo, there to die of the blacks and the plague.

The infamous mutilations committed by the Sepoys remind one of the practices of the Christian Byzantine Empire, or the prescriptions of Emperor Charles V.’s criminal law, or the English punishments for high treason, as still recorded by Judge Blackstone. With Hindoos, whom their religion has made virtuosi in the art of self-torturing, these tortures inflicted on the enemies of their race and creed appear quite natural, and must appear still more so to the English, who, only some years since, still used to draw revenues from the Juggernaut festivals, protecting and assisting the bloody rites of a religion of cruelty.

The frantic roars of the “bloody old Times,” as Cobbett used to call it – its, playing the part of a furious character in one of Mozart’s operas, who indulges in most melodious strains in the idea of first hanging his enemy, then roasting him, then quartering him, then spitting him, and then flaying him alive — its tearing the passion of revenge to tatters and to rags – all this would appear but silly if under the pathos of tragedy there were not distinctly perceptible the tricks of comedy. The London Times overdoes its part, not only from panic. It supplies comedy with a subject even missed by Molière, the Tartuffe of Revenge. What it simply wants is to write up the funds and to screen the Government. As Delhi has not, like the walls of Jericho, fallen before mere puffs of wind, John Bull is to be steeped in cries for revenge up to his very ears, to make him forget that his Government is responsible for the mischief hatched and the colossal dimensions it has been allowed to assume.

London, Sept. 4, 1857

Il diritto di resistere. fabrizio Marchi. Octobro, 2023

Voglio chiarire subito un punto fondamentale: la resistenza armata del popolo palestinese all’occupazione israeliana e al regime di apartheid a cui è sottoposto da settant’anni è un diritto legittimo sancito anche dall’ONU.

La resistenza palestinese ha dimostrato con l’azione di oggi una notevole vitalità e spregiudicatezza, riuscendo, sia pure con mezzi rudimentali (hanno utilizzato anche dei deltaplani per penetrare in territorio israeliano) a sorprendere le barriere difensive dell’esercito israeliano. E’ uno smacco pesante per Israele che, ovviamente, sta rispondendo con la solita inaudita sproporzione di forze e si fermerà solo quando avrà causato fra i palestinesi almeno venti volte il numero dei morti che ha subìto nell’attacco di questa mattina.

E’ molto probabile che questa azione delle milizie di Hamas (e, sembra, anche della Jihad palestinese, che è altro, è bene ricordarlo, dalla Jihad islamica presente in altri paesi mediorientali) abbia purtroppo provocato anche delle vittime civili fra gli israeliani, e di questo naturalmente ce ne duole.

Ma è purtroppo il prezzo di sangue innocente che viene versato in tutte le guerre, anche e forse soprattutto, in quelle di liberazione. Del resto, quanti civili palestinesi vengono da sempre uccisi dai raid dell’aviazione, delle forze armate di terra israeliane e dei coloni con licenza di uccidere? Non voglio neanche mettermi a fare la pesa sulla bilancia (che ovviamente vede il piatto palestinese pendere paurosamente rispetto a quello israeliano).

Il punto, anche se potrebbe sembrare un’affermazione cinica, non è questo. Il punto è politico e, come dicevo in apertura, i palestinesi hanno il diritto di difendersi in armi e quindi anche di contrattaccare? La mia risposta è sì, senza alcun dubbio.

E’ evidente che è stata un’operazione concepita e preparata da tempo, vista anche l’efficacia e la rapidità di esecuzione. Si tratta ora di capire, dal punto di vista politico, quale strategia c’è dietro. Perché la dirigenza di Hamas ha deciso di “riaprire” (si fa per dire…) palesemente le ostilità, ben sapendo quale sarà e quale già è la violenta se non feroce reazione israeliana? E’ una strategia concordata anche con altri, ad esempio con l’Iran e il libanese Hezbollah? Se la risposta è affermativa, quali sono le ragioni che hanno spinto l’Iran (e la dirigenza di Hamas) a spingere sull’acceleratore, e proprio in questo periodo? Quali saranno le risposte politiche degli altri paesi arabi, pur con tutte le loro diverse e complesse collocazioni geopolitiche, dall’Egitto all’Arabia Saudita? Cosa si sta muovendo in Medioriente? Ricordo che pochi giorni fa in Siria, uno stato – per usare un eufemismo – non certo allineato al blocco occidentale USA-NATO-UE, l’ISIS ha rivendicato un attentato che ha provocato nella città di Homs circa cento morti. Chi c’è dietro l’ISIS e dietro questo attentato? Chi ha interesse a riacutizzare lo scontro in quel quadrante geopolitico?

Questioni complesse che, ovviamente, richiedono tempo, indagine e analisi altrettanto complesse. Nel frattempo non lasciamoci ingannare dal bombardamento mediatico a reti unificate che ci verrà propinato e sulle solite, scontate liturgie del “legittimo diritto di Israele alla sua sicurezza”. Un diritto fondato su una cronica occupazione militare,  su un regime razzista che tiene in gabbia un intero popolo e che ha provocato decine di migliaia di vittime civili in tutti questi anni fra i palestinesi.

Palestinians Speak the Language of Violence Israel Taught Them. Chris Hedges. October 2023

The indiscriminate shootings of Israelis by Hamas and other Palestinian resistance organizations, the kidnapping of civilians, the barrage of rockets into Israel, drone attacks on a variety of targets from tanks to automated machine gun nests, are the familiar language of the Israeli occupier. Israel has spoken this blood-soaked language of violence to the Palestinians since Zionist militias seized more than 78 percent of historic Palestine, destroyed some 530 Palestinian villages and cities and killed about 15,000 Palestinians in more than 70 massacres. Some 750,000 Palestinians were ethnically cleansed between 1947 and 1949 to create the state of Israel in 1948.

Israel’s response to these armed incursions will be a genocidal assault on Gaza. Israel will kill dozens of Palestinians for every Israeli killed. Hundreds of Palestinians have already died in Israel air assaults since the launch of “Operation Al-Aqsa Flood” on Saturday morning, which left 700 Israelis dead. 

Prime Minister Netanyahu warned Palestinians in Gaza on Sunday to “leave now,” because Israel is going to “turn all Hamas hiding places into rubble.”

But where are Palestinians in Gaza supposed to go? Israel and Egypt blockade the land borders. There is no exit by air or sea, which are controlled by Israel. 

The collective retribution against innocents is a familiar tactic employed by colonial rulers. We used it against Native Americans and later in the Philippines and Vietnam. The Germans used it against the Herero and Namaqua in Namibia. The British in Kenya and Malaya. The Nazis used it in the areas they occupied in the Soviet Union, Eastern and Central Europe. Israel follows the same playbook. Death for death. Atrocity for atrocity. But it is always the occupier who initiates this macabre dance and trades piles of corpses for higher piles of corpses.

This is not to defend the war crimes by either side. It is not to rejoice in the attacks. I have seen enough violence in the Israeli occupied territories, where I covered the conflict for seven years, to loathe violence. But this is the familiar denouement to all settler-colonial  projects. Regimes implanted and maintained by violence engender violence. The Haitian war of liberation. The Mau Mau in Kenya. The African National Congress in South Africa. These uprisings do not always succeed, but they follow familiar patterns. The Palestinians, like all colonized people, have a right to armed resistance under international law.   

Israel never had any interest in an equitable settlement with the Palestinians. It built an apartheid state and has steadily absorbed larger and larger tracts of Palestinian land in a slow motion campaign of ethnic cleansing. It turned Gaza in 2007 into the world’s largest open air prison.

What does Israel, or the world community, expect? How can you trap 2.3 million people in Gaza, half of whom are unemployed, in one of the most densely populated spots on the planet for 16 years, reduce the lives of its residents, half of whom are children, to a subsistence level, deprive them of basic medical supplies, food, water and electricity, use attack aircraft, artillery, mechanized units, missiles, naval guns and infantry units to randomly slaughter unarmed civilians and not expect a violent response? Israel is currently carrying out waves of aerial assaults on Gaza, preparing a ground invasion and has cut the power to Gaza, which usually only operates two to four hours per day.

Many of the resistance fighters who infiltrated into Israel undoubtedly knew they would be killed. But like resistance fighters in other wars of liberation they decided that if they could not choose how they would live, they would choose how they would die.

I was a close friend of Alina Margolis-Edelman who was part of the armed resistance in the Warsaw Ghetto uprising in World War II. Her husband, Marek Edelman, was the deputy commander of the uprising and the only leader to survive the war. The Nazis had sealed 400,000 Polish Jews inside the Warsaw Ghetto. The trapped Jews died in the thousands, from starvation, disease and indiscriminate violence. When the Nazis began to transport the remaining Jews to the extermination camps the resistance fighters fought back. None expected to survive.

Edelman, after the war, condemned Zionism as a racist ideology used to justify the theft of Palestinian land. He sided with the Palestinians, supported their armed resistance and met frequently with Palestinians leaders. He thundered against Israel’s appropriation of the Holocaust to justify its repression of the Palestinian people. While Israel dined out on the mythology of the ghetto uprising, it treated the only surviving leader of the uprising, who refused to leave Poland, as a pariah. Edelman understood that the lesson of the Holocaust and the ghetto uprising was not that Jews are morally superior or eternal victims. History, Edelman said, belongs to everyone. The oppressed, including the Palestinians, had a right to fight for equality, dignity and liberty.

“To be a Jew means always being with the oppressed and never the oppressors,” Edelman said.

The Warsaw uprising has long inspired the Palestinians. Representatives of the Palestine Liberation Organization (PLO) used to lay a wreath at the annual commemoration of the uprising in Poland at the Warsaw Ghetto monument.

The more violence the colonizer expends to subdue the occupied, the more it transforms itself into a monster. The current government of Israel is populated by Jewish extremists, fanatic Zionists and religious bigots who are dismantling Israeli democracy and calling for the wholesale expulsion or murder of Palestinians, including those who live inside Israel.

The Israeli philosopher Yeshayahu Leibowitz, whom Isiah Berlin called “the conscience of Israel,” warned that if Israel did not separate church and state it would give rise to a corrupt rabbinate that would warp Judaism into a fascistic cult.

“Religious nationalism is to religion what National Socialism was to socialism,” said Leibowitz, who died in 1994.

He understood that the blind veneration of the military, especially after the 1967 war that captured Egypt’s Sinai, Gaza, the West Bank (including East Jerusalem) and Syria’s Golan Heights, was dangerous and would lead to the ultimate destruction of Israel, along with any hope of democracy.

“Our situation will deteriorate to that of a second Vietnam, to a war in constant escalation without prospect of ultimate resolution,” he warned.

He foresaw that “the Arabs would be the working people and the Jews the administrators, inspectors, officials, and police — mainly secret police. A state ruling a hostile population of 1.5 million to 2 million foreigners would necessarily become a secret-police state, with all that this implies for education, free speech and democratic institutions. The corruption characteristic of every colonial regime would also prevail in the State of Israel. The administration would have to suppress Arab insurgency on the one hand and acquire Arab Quislings on the other. There is also good reason to fear that the Israel Defense Force, which has been until now a people’s army, would, as a result of being transformed into an army of occupation, degenerate, and its commanders, who will have become military governors, resemble their colleagues in other nations.”

He saw that prolonged occupation of the Palestinians would inevitably spawn “concentration camps.”

“Israel,” he said, “would not deserve to exist, and it will not be worthwhile to preserve it.”

The next stage of this struggle will be a massive campaign of industrial slaughter in Gaza by Israel, which has already begun. Israel is convinced greater levels of violence will finally crush Palestinian aspirations. Israel is mistaken. The terror Israel inflicts is the terror it will get.

Chris Hedges: Why Our Popular Mass Movements Fail. October 2023

The wave of global popular protests that erupted in 2010 and lasted a decade were extinguished. This means new tactics and new strategies, as Vincent Bevins explains in his book “If We Burn.»

here was a decade of popular uprisings from 2010 until the global pandemic in 2020. These uprisings shook the foundations of the global order. They denounced corporate domination, austerity cuts and demanded economic justice and civil rights. There were nationwide protests in the United States centered around the 59-day Occupy encampments. There were popular eruptions in Greece, Spain, Tunisia, Egypt, Bahrain, Yemen, Syria, Libya, Turkey, Brazil, Ukraine, Hong Kong, Chile and during South Korea’s Candlelight Light Revolution. Discredited politicians were driven from office in Greece, Spain, Ukraine, South Korea, Egypt, Chile and Tunisia. Reform, or at least the promise of it, dominated public discourse. It seemed to herald a new era.

Then the backlash. The aspirations of the popular movements were crushed. State control and social inequality expanded. There was no significant change. In most cases, things got worse. The far-right emerged triumphant. 

What happened? How did a decade of mass protests that seemed to herald democratic openness, an end to state repression, a weakening of the domination of global corporations and financial institutions and an era of freedom sputter to an ignominious failure? What went wrong? How did the hated bankers and politicians maintain or regain control? What are the effective tools to rid ourselves of corporate domination?

Vincent Bevins in his new book“If We Burn: The Mass Protest Decade and the Missing Revolution” chronicles how we failed on several fronts.


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The “techno-optimists” who preached that new digital media was a revolutionary and democratizing force did not foresee that authoritarian governments, corporations and internal security services could harness these digital platforms and turn them into engines of wholesale surveillance, censorship and vehicles for propaganda and disinformation. The social media platforms that made popular protests possible were turned against us.

Many mass movements, because they failed to implement hierarchical, disciplined, and coherent organizational structures, were unable to defend themselves. In the few cases when organized movements achieved power, as in Greece and Honduras, the international financiers and corporations conspired to ruthlessly wrest power back. In most cases, the ruling class swiftly filled the power vacuums created by these protests. They offered new brands to repackage the old system. This is the reason the 2008 Obama campaign was named Advertising Age’s Marketer of the Year. It won the vote of hundreds of marketers, agency heads and marketing-services vendors gathered at the Association of National Advertisers’ annual conference. It beat out runners-up Apple and Zappos.com. The professionals knew. Brand Obama was a marketer’s dream.

Too often the protests resembled flash mobs, with people pouring into public spaces and creating a media spectacle, rather than engaging in a sustained, organized and prolonged disruption of power. Guy Debord captures the futility of these spectacles/protests in his book “Society of the Spectacle,” noting that the age of the spectacle means those entranced by its images are “molded to its laws.” Anarchists and antifascists, such as those in the black bloc, often smashed windows, threw rocks at police and overturned or burned cars. Random acts of violence, looting and vandalism were justified in the jargon of the movement, as components of “feral” or “spontaneous insurrection.” This “riot porn” delighted the media, many of those who engaged in it and, not coincidentally, the ruling class which used it to justify further repression and demonize protest movements. An absence of political theory led activists to use popular culture, such as the film “V for Vendetta,” as reference points. The far more effective and crippling tools of grassroots educational campaigns, strikes and boycotts were often ignored or sidelined.

As Karl Marx understood, “Those who cannot represent themselves will be represented.”

If We Burn: The Mass Protest Decade and the Missing Revolution,” is a brilliant and masterfully reported dissection of the rise of global popular movements, the self-defeating mistakes they made, the strategies the corporate and ruling elites employed to retain power and crush the aspirations of a frustrated population, as well as an exploration of the tactics popular movements must employ to successfully fight back.

“In the mass protest decade, street explosions created revolutionary situations, often on accident,” Bevins writes. “But a protest is very poorly equipped to take advantage of a revolutionary situation, and that particular kind of protest is especially bad at it.”

The seasoned activists who Bevins interviews echo this point.

“Organize,” Hossam Bahgat, the Egyptian human rights campaigner, tells Bevin in the book. “Create an organized movement. And don’t be afraid of representation. We thought representation was elitism, but actually it is the essence of democracy.”

Ukrainian leftist Artem Tidva agrees.

“I used to be more anarchist,” Tidva says in the book. “Back then everyone wanted to do an assembly; whenever there was a protest, always an assembly. But I think any revolution with no organized labor party will just give more power to economic elites, who are already very well-organized.”

The historian, Crane Brinton, in his book “The Anatomy of Revolution” writes that revolutions have discernable preconditions. He cites discontent that affects nearly all social classes, widespread feelings of entrapment and despair, unfulfilled expectations, a unified solidarity in opposition to a tiny power elite, a refusal by scholars and thinkers to continue to defend the actions of the ruling class, an inability of government to respond to the basic needs of citizens, a steady loss of will within the power elite itself and defections from the inner circle, a crippling isolation that leaves the power elite without any allies or outside support and, finally, a financial crisis. Revolutions always begin, he writes, by making impossible demands that if the government met, would mean the end of the old configurations of power. But most importantly, despotic regimes always first collapse internally. Once sections of the ruling apparatus — police, security services, judiciary, media, government bureaucrats — will no longer attack, arrest, jail or shoot demonstrators, once they no longer obey orders, the old, discredited regime becomes paralyzed and terminal.

But these internal forms of control during the decade of protests rarely wavered. They may, as in Egypt, turn on the figureheads of the old regime, but they also worked to undermine popular movements and populist leaders. They sabotaged efforts to wrest power from global corporations and oligarchs. They prevented or removed populists from office. The vicious campaign waged against Jeremy Corbyn and his supporters when he headed the Labour Party during the 2017 and 2019 U.K. general elections, for example, was orchestrated by members within his own partycorporations, the conservative opposition, celebrity commentators, a mainstream press that amplified the smears and character assassination, members of the British military, and the nation’s security services. Sir Richard Dearlove, the former head of MI6, Britain’s secret intelligence service, publicly warned that the Labour leader was a “present danger to our country.”

Disciplined political organizations are not, in and of themselves, sufficient, as Greece’s left-wing Syriza government proved. If the leadership of an anti-establishment party is not willing to break free from the existing power structures they will be co-opted or crushed when their demands are rejected by the reigning centers of power.

In 2015, “the Syriza leadership was convinced that if it rejected a new bailout, European lenders would buckle in the face of generalized financial and political unrest,” Costas Lapavitsas, a former Syriza MP and a professor of economics at the School of Oriental and African Studies, University of London, observed in 2016.

“Well-meaning critics repeatedly pointed out that the euro had a rigid set of institutions with their own internal logic that would simply reject demands to abandon austerity and write off debt,” Lapivistas explained. “Moreover, the European Central Bank stood ready to restrict the provision of liquidity to the Greek banks, throttling the economy — and the Syriza government with it.” 

That is precisely what happened. 

“Conditions in the country became increasingly desperate as the government soaked up liquidity reserves, the banks went dry, and the economy barely ticked over,” Lapivistas wrote. “Syriza is the first example of a government of the left that has not simply failed to deliver on its promises but also adopted the programme of the opposition, wholesale.”

Having failed to obtain any compromises from the Troika — European Central Bank, European Commission and IMF — Syriza “adopted a harsh policy of budget surpluses, raised taxes and sold off Greek banks to speculative funds, privatized airports and ports, and is about to slash pensions. The new bailout has condemned a Greece mired in recession to long-term decline as growth prospects are poor, the educated youth is emigrating and national debt weighs heavily,” he wrote.

“Syriza failed not because austerity is invincible, nor because radical change is impossible, but because, disastrously, it was unwilling and unprepared to put up a direct challenge to the euro,” Lapavitsas noted. “Radical change and the abandonment of austerity in Europe require direct confrontation with the monetary union itself.” 

The Iranian American sociologist, Asef Bayat, who Bevins notes lived through both the Iranian Revolution in 1979 in Tehran and the 2011 uprising in Egypt, distinguishes between subjective and objective conditions for the Arab Spring uprisings that erupted in 2010. The protestors may have opposed neoliberal policies, but they also were shaped, he argues, by neoliberal “subjectivity.”

“The Arab revolutions lacked the kind of radicalism — in political and economic outlook — that marked most other twentieth-century revolutions,” Bayat writes in his book “Revolution without Revolutionaries: Making Sense of the Arab Spring.” “Unlike the revolutions of the 1970s that espoused a powerful socialist, anti-imperialist, anti-capitalist, and social justice impulse, Arab revolutionaries were preoccupied more with the broad issues of human rights, political accountability, and legal reform. The prevailing voices, secular and Islamist alike, took free market, property relations, and neoliberal rationality for granted – an uncritical worldview that would pay only lip service to the genuine concerns of the masses for social justice and distribution.”

As Bevins writes, a “generation of individuals raised to view everything as if it were a business enterprise was de-radicalized, came to view this global order as ‘natural,’ and became unable to imagine what it takes to carry out a true revolution.”

Steve Jobs, the CEO of Apple, died in October 2011 during the Occupy encampment in Zuccotti Park. To my dismay, several of those in the encampment wanted to hold a memorial in his memory.

The popular uprisings, Bevins writes, “did a very good job of blowing holes in social structures and creating political vacuums.” But the power vacuums were swiftly filled in Egypt by the military. In Bahrain, by Saudi Arabia and the Gulf Cooperation Council and in Kyiv, by a “different set of oligarchs, and well-organized militant nationalists.” In Turkey it was eventually filled by Recep Tayyip Erdoğan. In Hong Kong it was Beijing.

“The horizontally structured, digitally coordinated, leaderless mass protest is fundamentally illegible,” Bevins writes. “You cannot gaze upon it or ask it questions and come up with a coherent interpretation based on evidence. You can assemble facts, absolutely — millions of them. You are just not going to be able to use them to construct an authoritative reading. This means that the significance of these events will be imposed upon them from the outside. In order to understand what might happen after any given protest explosion, you must not only pay attention to who is waiting in the wings to fill a power vacuum. You have to pay attention to who has the power to define the uprising itself.”

In short, we must pit organized power against organized power. This is a truth revolutionary tacticians such as Vladimir Lenin, who saw anarchist violence as counterproductive, understood. The lack of hierarchical structures in recent mass movements, done to prevent a leadership cult and make sure all voices are heard, while noble in its aspirations, make movements easy prey. By the time Zuccotti Park had hundreds of people attending General Assemblies, for example, the diffusion of voices and opinions meant paralysis. 

“Without a revolutionary theory, there can be no revolutionary movement,” Lenin writes.

Revolutions require skilled organizers, self-discipline, an alternative ideological vision, revolutionary art and education. They require sustained disruptions of power, and most importantly leaders who represent the movement. Revolutions are long, difficult projects that take years to make, slowly and often imperceptibly eating away at the foundations of power. The successful revolutions of the past, along with their theorists, should be our guide, not the ephemeral images that entrance us on mass media. 


NOTE TO SCHEERPOST READERS FROM CHRIS HEDGES: There is now no way left for me to continue to write a weekly column for ScheerPost and produce my weekly television show without your help. The walls are closing in, with startling rapidity, on independent journalism, with the elites, including the Democratic Party elites, clamoring for more and more censorship. Bob Scheer, who runs ScheerPost on a shoestring budget, and I will not waver in our commitment to independent and honest journalism, and we will never put ScheerPost behind a paywall, charge a subscription for it, sell your data or accept advertising. Please, if you can, sign up at chrishedges.substack.com so I can continue to post my now weekly Monday column on ScheerPost and produce my weekly television show, The Chris Hedges Report.

The grapes of wrath. John Steinbeck.1958. I

To the red country and part of the gray country of Oklahoma, the last rains came gently, and they did not cut the scarred earth. The plows crossed and recrossed the rivulet marks. The last rains lifted the corn quickly and scattered weed colonies and grass along the sides of the roads so that the gray country and the dark red country began to disappear under a green cover.

In the last part of May the sky grew pale and the clouds that had hung in high puffs for so long in the spring were dissipated. The sun flared down on the growing corn day after day until a line of brown spread along the edge of each green bayonet. The clouds appeared, and went away, and in a while they did not try any more. The weeds grew darker green to protect themselves, and they did not spread any more. The surface of the earth crusted, a thin hard crust, and as the sky became pale, so the earth became pale, pink in the red country and white in the gray country.

In the water-cut gullies the earth dusted down in dry little streams. Gophers and ant lions started small avalanches. And as the sharp sun struck day after day, the leaves of the young corn became less stiff and erect; they bent in a curve at first, and then, as the central ribs of strength grew weak, each leaf tilted downward. Then it was June, and the sun shone more fiercely. The brown lines on the corn leaves widened and moved in on the central ribs. The weeds frayed and edged back toward their roots. The air was thin and the sky more pale; and every day the earth paled.

In the roads where the teams moved, where the wheels milled the ground and the hooves of the horses beat the ground, the dirt crust broke and the dust formed. Every moving thing lifted the dust into the air: a walking man lifted a thin layer as high as his waist, and a wagon lifted the dust as high as the fence tops, and an automobile boiled a cloud behind it. The dust was long in settling back again.

When June was half gone, the big clouds moved up out of Texas and the Gulf, high heavy clouds, rain-heads. The men in the fields looked up at the clouds and sniffed at them and held wet fingers up to sense the wind. And the horses were nervous while the clouds were up. The rain-heads dropped a little spattering and hurried on to some other country. Behind them the sky was pale again and the sun flared. In the dust there were drop craters where the rain had fallen, and there were clean splashes on the corn, and that was all.

A gentle wind followed the rain clouds, driving them on northward, a wind that softly clashed the drying corn. A day went by and the wind increased, steady, unbroken by gusts. The dust from the roads fluffed up and spread out and fell on the weeds beside the fields, and fell into the fields a little way. Now the wind grew strong and hard and it worked at the rain crust in the corn fields. Little by little the sky was darkened by the mixing dust, and the wind felt over the earth, loosened the dust, and carried it away. The wind grew stronger. The rain crust broke and the dust lifted up out of the fields and drove gray plumes into the air like sluggish smoke. The corn threshed the wind and made a dry, rushing sound. The finest dust did not settle back to earth now, but disappeared into the darkening sky.

The wind grew stronger, whisked under stones, carried up straws and old leaves, and even little clods, marking its course as it sailed across the fields. The air and the sky darkened and through them the sun shone redly, and there was a raw sting in the air. During a night the wind raced faster over the land, dug cunningly among the rootlets of the corn, and the corn fought the wind with its weakened leaves until the roots were freed by the prying wind and then each stalk settled wearily sideways toward the earth and pointed the direction of the wind.

The dawn came, but no day. In the gray sky a red sun appeared, a dim red circle that gave a little light, like dusk; and as that day advanced, the dusk slipped back toward darkness, and the wind cried and whimpered over the fallen corn.

Men and women huddled in their houses, and they tied handkerchiefs over their noses when they went out, and wore goggles to protect their eyes.

When the night came again it was black night, for the stars could not pierce the dust to get down, and the window lights could not even spread beyond their own yards. Now the dust was evenly mixed with the air, an emulsion of dust and air. Houses were shut tight, and cloth wedged around doors and windows, but the dust came in so thinly that it could not be seen in the air, and it settled like pollen on the chairs and tables, on the dishes. The people brushed it from their shoulders. Little lines of dust lay at the door sills.

In the middle of that night the wind passed on and left the land quiet. The dust-filled air muffled sound more completely than fog does. The people, lying in their beds, heard the wind stop. They awakened when the rushing wind was gone. They lay quietly and listened deep into the stillness. Then the roosters crowed, and their voices were muffled, and the people stirred restlessly in their beds and wanted the morning. They knew it would take a long time for the dust to settle out of the air. In the morning the dust hung like fog, and the sun was as red as ripe new blood. All day the dust sifted down from the sky, and the next day it sifted down. An even blanket covered the earth. It settled on the corn, piled up on the tops of the fence posts, piled up on the wires; it settled on roofs, blanketed the weeds and trees.

The people came out of their houses and smelled the hot stinging air and covered their noses from it. And the children came out of the houses, but they did not run or shout as they would have done after a rain. Men stood by their fences and looked at the ruined corn, drying fast now, only a little green showing through the film of dust. The men were silent and they did not move often. And the women came out of the houses to stand beside their men—to feel whether this time the men would break. The women studied the men’s faces secretly, for the corn could go, as long as something else remained. The children stood near by, drawing figures in the dust with bare toes, and the children sent exploring senses out to see whether men and women would break. The children peeked at the faces of the men and women, and then drew careful lines in the dust with their toes. Horses came to the watering troughs and nuzzled the water to clear the surface dust. After a while the faces of the watching men lost their bemused perplexity and became hard and angry and resistant. Then the women knew that they were safe and that there was no break. Then they asked, What’ll we do? And the men replied, I don’t know. But it was all right. The women knew it was all right, and the watching children knew it was all right. Women and children knew deep in themselves that no misfortune was too great to bear if their men were whole. The women went into the houses to their work, and the children began to play, but cautiously at first. As the day went forward the sun became less red. It flared down on the dust-blanketed land. The men sat in the doorways of their houses; their hands were busy with sticks and little rocks. The men sat still—thinking—figuring.

Today is Indigenous Peoples’ Day! Pete Seeger

“I was born in New York in 1919. My grandparents had a farm up upstate, and that’s what I remember, camping out in the barn and going swimming in the local brook. I put up a teepee out in the cow pasture. I had to put a fence around it so the cows didn’t break it down. I was a big fan of Native Americans. Did you ever hear of Ernest Thompson Seton? He wrote books about Native Americans. He said, “If you want to have role models, don’t go to Europe. Right here were men who were strong and women who were strong, and they cooperated. If there was food, everybody shared; if there was no food, everybody, including the chief and his family, were hungry.” And that seemed to be the way people should live.”

– Pete Seeger

“Pete Seeger did so much for the world through music, in ways both subtle and big. You know, heaven must be a great place, because there are a lot of people going there!” – Buffy Sainte-Marie

Today is Indigenous Peoples’ Day!

Indigenous Peoples’ Day is celebrated on the second Monday of October to honor the cultures and histories of the Native American people.

With this in mind, let’s take a moment to celebrate Buffy Sainte-Marie!

Buffy Sainte-Marie is a Canadian-American Cree singer-songwriter, musician, composer, visual artist, educator, pacifist and social activist. Throughout her career in all of these areas, her work has focused on issues of indigenous peoples of the Americas. Her singing and writing repertoire also includes subjects of love, war, religion, and mysticism.

In 1997, Buffy founded the Cradleboard Teaching Project, an educational curriculum devoted to better understanding Native Americans. She has won recognition and many awards and honors for both her music and her work in education and social activism.

Her 19th album, “Medicine Songs” (2017), features a mix of new material, such as “You Got to Run (Spirit of the Wind),” a collaboration with Tanya Tagaq, and re-recorded older songs, including “Starwalker,” “Little Wheel Spin and Spin” and “Bury My Heart at Wounded Knee.” The album drew positive reviews and went on to win the 2018 Juno Award for Indigenous Music Album of the Year.

Of the album, “NOW” magazine’s Michael Rancic wrote:

“Another artist might show signs of disappointment or uncertainty when faced with the notion that not much has changed in half a century, but on “Medicine Songs”, in the face of the unchanging nature of the oppression she’s expressed through her music, Buffy Sainte-Marie has chosen to be just as determined, unflinching and constant in her own art.”

In the video below, Buffy Sainte-Marie and Tanya Tagaq perform «You Got to Run (Spirit of the Wind)». The song was written by Sainte-Marie and inspired by champion dogsled racer George Attla, who competed in the first-ever Iditarod dog sled race in 1973 and was the subject of the 1979 film, “Spirit of the Wind”.

The film shows the life of George Attla as a young Athabaskan trapper living in the bush in Alaska and then in a TB sanitarium in town. He comes home with a fused knee too much cross cultural conflict, and goes on to find his way as a dog sled driver.

You Got to Run (Spirit of the Wind)

Whether you’re woman or whether you’re man

Sometimes you got to take a stand

Just because you think you can

You got to run, you got to run . . .

Click the link below to experience the power and wonder of the “Spirit of the Wind”.

La DEBACLE de Europa. José Manjón. Octubre 2023

No hablamos de decadencia, pues ésta empezó hacia 1914 y se puede dar por terminada en los inicios del siglo XXI, sino de debacle, de desastre, de catástrofe y disolución. La decadencia tiene períodos brillantes y su declinar puede ser lento; los instantes de ilusorio poder o de frustrada recuperación emiten señales engañosas de que la vieja potencia sigue viva, de que el eclipse es ficticio; el mejor ejemplo de ello sería la Francia de los primeros años de la V República (1958-1968) o el  Milagro   alemán de los cincuenta. Sin embargo, en la debacle ya no hay resplandores del pasado: todo es sombra, mediocridad y malos auspicios, como la Roma del siglo V o el Bizancio de los Paleólogos.

Europa ya no es decadente porque no le queda espacio por el que caer. El momento actual es de postrimerías, de degradación y de un curioso tipo de barbarie que viene envuelto entre avances tecnológicos deshumanizadores y un sentimentalismo histérico, EUNUCOIDE, femenino, obsesionado por frivolidades pero increíblemente ciego ante los grandes problemas. Si algo ha hecho la crisis de Ucrania, es desvelar este período terminal.

¿Cuáles son las causas?

El régimen colonial americano. La conducta de los gobiernos europeos —en especial el comunitario de Bruselas y los “nacionales” de Berlín y París— evidencia hasta qué punto Europa es una dócil colonia yanqui, a un nivel, el del patio trasero, que sólo alcanzaron la Cuba de Batista y la Nicaragua de Somoza. Se ha sacrificado el sector esencial de la economía europea, la industria alemana, sin una sola voz de protesta ni entre los dirigentes germanos ni, por supuesto, entre los chupatintas de Bruselas. La voladura de los gaseoductos Nord Stream 1 y 2 demuestra que Alemania no es un Estado soberano sino un mero espacio mercantil e industrial. Lo que habría sido un casus belli para cualquier potencia medianamente digna, se volvió vergonzoso acto de sumisión y entrega incondicional ante un amo, del que todos sabemos que ha destruido esas estructuras esenciales para la provisión estratégica de energía en Europa, no sólo en Alemania. Además, el protector y aliado de Europa tuvo a bien regocijarse en medios institucionales, por boca de Victoria Nuland, de la destrucción de los gaseoductos, sin temor a ninguna demanda de explicaciones por su apoyo evidente a lo que es un acto de terrorismo.

Durante esta crisis, el control de Francia sobre el Sahel se ha disipado en cuestión de meses, en especial en Níger, junto con Rusia y Kazajstán uno de los principales proveedores de uranio a la industria nuclear francesa, que es el principal fabricante de electricidad en Europa. El amigo americano, por medio otra vez de la eurófoba Victoria Nuland, dejó a París —y a Europa— en la estacada y negoció por cuenta propia con el nuevo gobierno revolucionario de Niamey. Nada nuevo bajo el sol, ya hicieron lo mismo con franceses e ingleses en Suez (1956); en Indochina (1945 -1955) y Argelia (1956-1962), con Francia y en el Sáhara con España (1975-1976)

Peor aún, el eje franco-alemán ha demostrado su debilidad al ser incapaz de frenar la política belicista de un satélite americano, Gran Bretaña, que saboteó una salida negociada al conflicto del Donbass y manipuló a Polonia y los países bálticos, miembros de la Unión Europea, sin que Berlín y París fueran capaces de frenar a los ingleses. Para mayor escarnio, Francia y Alemania se supone que son los países dirigentes de la Unión Europea, mientras que Gran Bretaña se encuentra fuera de la Unión.

En realidad, los europeos no se pueden quejar de ninguna deslealtad americana. Cuando se acepta ser peón, se corre el riesgo de ser sacrificado en cualquier jugada. América defiende sus intereses y juega su partida.

Desindustrialización. Hace treinta años, la Unión Europea decidió transformar a la que fue la primera economía industrial del mundo, al continente pionero en la fabricación de objetos en masa, en una economía especulativa y mercantil, centrada en el sector de los servicios. Europa cada vez produce menos objetos reales y ya no es el taller del mundo. Se ha apostado por la alta tecnología, las energías limpias y el comercio. La crisis de Ucrania ha demostrado los peligros de semejante decisión: los países que han mantenido su industria, como Rusia, China o la pequeña Corea del Norte, pueden producir armamento de una manera continuada y masiva, mientras que las potencias desindustrializadas de Occidente, que han limitado su poder manufacturero, que producen armas muy sofisticadas y caras, no pueden casi hacer frente a las necesidades de abastecimiento de Ucrania en un conflicto bélico a gran escala, que no es la típica expedición colonial del castigo de la OTAN. La industria de armamento en Occidente es privada y obedece a intereses particulares, uno de ellos es la obtención de beneficios por sus accionistas: cuanto más caro se pueda vender el producto, mejor. Para ello debe haber una gran variedad de oferta en el mercado y una cantidad exorbitante de innovaciones tecnológicas que hagan el objeto vendible. En los países del eje eurasiático la industria de armamento está intervenida por el Estado e invierte sus recursos en productos prácticos, baratos y manejables, capaces de poder demostrar su eficacia en una guerra a gran escala. La decisión de lo que se produce viene del Estado, no se le impone por la iniciativa privada.

En Occidente la sanidad, la educación o la defensa son, ante todo, negocios privados de los que la administración estatal es cliente. Los productos de la industria militar presentan las mismas características de los que se ofertan en el mercado liberal: pueden ser de gran sofisticación, pero la necesidad a la que obedecen es dudosa. El fracaso del armamento OTAN en un escenario tan exigente como Ucrania, en una guerra de consumo masivo de recursos y de igualdad entre los dos bandos, cuando no de clara superioridad rusa, ha demostrado lo errónea que ha sido la decisión de debilitar el tejido industrial clásico en Europa.

La garantía básica para la existencia de un Estado es su capacidad para la defensa, para disuadir o derrotar a un posible enemigo. Europa no puede hacerlo porque carece de la estructura necesaria para ello, depende de manera absoluta de los productos del complejo armamentístico americano. Sin la autosuficiencia militar, que viene dada por la capacidad de producción de la industria propia, no es posible ejercer la soberanía.

El régimen oligárquico. Lo que se llama democracia en Occidente es un mero disfraz de la plutocracia. El sufragio universal está completamente adulterado por las campañas de marketing que se hacen para colocar a un candidato prediseñado en el gobierno. Esta publicidad es tan extremadamente cara que, sin el concurso económico de los financieros, es casi imposible que una opción política alcance el poder. Quien paga, manda. Y basta con ver la uniformidad de los gobernantes europeos para comprobar que un mismo tipo humano, el gerente, está siendo colocado en la cúspide de un poder estatal que es cada vez más insignificante. Una nación puede soportar un gobierno de mediocres e ineptos porque la dirección política guarda sólo una apariencia de poder, es sólo el brazo estatal de las grandes corporaciones.

El dinero gobierna sin límites, contrapesos ni control:es eso a lo que se llama los mercados, entidades caprichosas e inalcanzables, no humanas, que deciden el curso de la historia como antes lo hacían los dioses olímpicos. La reducción del poder estatal a un mero repartidor de subsidios y contratos, a un espacio de derechos, reduce la soberanía nacional a un mero fantasma, a un flatus vocis. Y sólo el Estado puede garantizar la sumisión al interés general de los intereses particulares. Es la muy olvidada teoría del bien común. El poder impersonal de las grandes corporaciones resulta incompatible, por su propia naturaleza, con toda soberanía popular. Y, además, es apátrida.

La inconsciencia europea. La existencia de la Unión Europea debería promover una conciencia nacional europea; sin embargo, esta institución se ha encargado de sofocar cualquier brote de nacionalismo en su seno. Para la burocracia de Bruselas, Europa no es una potencia geopolítica con sus propios designios estratégicos y su soberanía, sino un mercado, un club financiero, una lonja en la que todo se compra, se vende y se interviene. En todo lo demás, la Unión Europea es la rama mercantil de la OTAN, el brazo ejecutivo militar del colonialismo anglosajón. Bruselas tiene muy claro su papel ancilar frente a Estados Unidos y su carácter de ariete frente al bloque eurasiático que forman China y Rusia. La sumisión es de tal orden que, como hemos visto en los últimos meses, llega hasta el suicidio económico, y eso que el dinero se configuró como la razón esencial de la Unión Europea. A esto se le denomina, y con razón, vínculo (del latín vinculum: atadura, cadena, grillete) transatlántico.

La servil actitud de las que antaño fueran grandes potencias europeas es muy parecida a la de los rajás indios o de los régulos africanos frente a los funcionarios británicos. Esto sólo se produce por la total falta de conciencia nacional, de una idea de Europa, entre los propios europeos. Ahora mismo, en la situación actual, nuestro continente es un mero objeto de la historia: al anular su voluntad y subordinarse a otra potencia, se convierte en el instrumento de un designio ajeno. Todo esto hubiera sido impensable hace cincuenta años, cuando la conciencia nacional y el sentimiento comunitario y patriótico todavía se albergaban en muchos corazones.

La Unión Europea ha sabido sustituir el patriotismo por el nihilismo hedonista de la sociedad de consumo, ha desarrollado una serie de ideologías de sustitución  (ecologismo, género, animalismo…) que han aniquilado las dos conciencias necesarias para el desarrollo de cualquier nacionalidad independiente: la de clase y la de identidad  Hoy, el ciudadano europeo es más influyente como consumidor que como votante, no cabe mejor ejemplo del extremo de alienación al que se ha llegado.

Los años de la Guerra Fría han pasado y ya no necesitamos que nadie nos defienda  del comunismo. Ni de nada. Europa todavía es lo suficientemente rica y desarrollada como para poder defenderse a sí misma sin el concurso de una gran potencia que, vistos sus “éxitos” en Vietnam, Afganistán, la China nacionalista o Corea, tampoco es muy eficaz a la hora de ejercer su poder militar. Hay más opciones que la sumisión incondicional a los Estados Unidos: desde la asociación con Rusia a los lazos con China, Brasil o la India, que ya son grandes potencias. Incluso — ¿por qué no?— llegar a una alianza con los Estados Unidos en pie de igualdad, como aliados y no como vasallos. Por supuesto, semejante política implica un cambio de mentalidad, el abandono del vacío moral en el que se embrutece a los pueblos de Europa y una voluntad política antiliberal, marcada por el retorno del poder estatal y la conversión del club financiero de Bruselas en una gran potencia con voluntad de decisión política.

Asombra ver que hoy, cuando Europa está más aparentemente unida que nunca, los europeos cuenten menos en el mundo que cuando estaban divididos en estados rivales. El tiempo nos urge a actuar revolucionariamente, porque toda una civilización se está desmoronando bajo el yugo colonial yanqui y el hedonismo nihilista, el peor opio del pueblo. Las opciones para sobrevivir a la catástrofe empiezan a ser tan limitadas como las de Roma en el año 400. Puede que a la vieja Europa no le queden ni dos generaciones de vida.