Estudie teatro en el bachillerato en Artes en 1975. Entrevista con Dimas Castellón

AYUTUXTEPEQUE, 19 de noviembre de 2023 (SIEP) Acompañados por un humeante café, repasamos con Dimas Castellón esta tarde, algunos capítulos iniciales de su larga trayectoria como artista comprometido con las luchas del pueblo salvadoreño por la paz, la democracia y la justicia.

Fíjate que el tercer ciclo lo estudie allá en El Transito, en San Miguel, y cuando estaba por concluir el noveno grado, a finales de 1974, llegaron al pueblo un grupo de estudiantes del Bachillerato en Artes, de San Salvador,  incluido Carlos Humberto Hernández, Noño, que iba ya a 2do. de Bachillerato.

El era hijo de uno de los riquitos del pueblo, que tenía un cine. Y sabes verdad? que Carlos, que era de la JCS,  fue uno de los estudiantes desaparecidos por la represión a la marcha del 30 de julio del 75. Nunca supimos más de él.

Ellos presentaron una obra titulada Esperando al Zurdo, en las que Carlos actuaba. A mi me gustó mucho la obra  que narraba la historia de un revolucionario. Yo desde niño he tenido inclinaciones artísticas, cantar, recitar poemas, actuar, siempre participaba  en la escuela en los actos. Así que cuando terminó la obra aborde a Carlos y le manifesté mi interés en estudiar teatro. El contento, me animó a examinarme.

Y resulta que ellos habían llegado a presentar la obra y al terminar explicaron que era el Bachillerato en Artes  e hicieron un  llamado a los interesados a someterse al examen de admisión. La presentación era un anzuelo para reclutar estudiantes para el CENAR. A mi me entusiasmo mucho al oír esta propuesta. 

Mi papá trabajaba en la industria del café, en un beneficio, era “puntero de café”, o sea un especialista en todos los procesos de esa industria, y no vivía en la casa, cuando tenía seis años se separó de mi mamá, pero nos ayudaba, siempre estaba pendiente de la casa. La familia era mi mamá, un hermano menor Reynaldo y yo. Cuando manifesté en mi casa este interés se me armó un desvergue.

Mi papá se opuso tajantemente, él no quería, lo que él deseaba era que estudiara el bachillerato agrícola para después  poder colocarme en algún beneficio y así asegurarme la vida. 

-Bachillerato en teatro? de eso no se vive! me indicó molesto. Agregó:

-Si para payaso no se estudia!

Pero en la discusión m mamá me apoyo, se puso de mi lado y le dijo:

-Hay déjalo que estudie eso, sí así va ser feliz hay déjalo! 

Ante esto mi papá tuvo que aceptar mi decisión y solo me dijo:

-Ok, te voy ayudar el primer año, para que te convenzas que eso no sirve para nada y el próximo año te metes al bachillerato agrícola.  

Bueno, le acepte el reto. Y fui a San Miguel a examinarme y pase el examen. Entonces mi mamá se comunicó con una hermana mía por parte de mamá, que estaba casada y vivía en San Salvador para que me recibiera, pero a quién le pagaba por casa y comida, era a la suegra de ella.  Ella vivía en Ciudad Delgado, en un lugar que le llaman La calle que va para el río.

En el CENAR de San Salvador

Era la primera vez que visitaba San Salvador y me quede sorprendido, con las luces y la cantidad de vehículos.  En febrero de 1975 se iniciaron las clases, el CENAR quedaba en San Jacinto y el horario escolar iba de siete de la mañana a siete de la noche, jornada completa.

Otra sorpresa fue la vestimenta de mis compañeros de estudio, ponete  a pensar yo llegaba de un pueblo con mis pantalones punta de yuca y me voy encontrando con jóvenes de mi misma edad que tenían largas melenas, vestían con camisas de manta, pantalones acampanados  y de colores psicodélicos, caites de suela de hule de llantas, andaban con grandes carterones de cuero, en fin, todo un choque cultural, me chivié ante estos peludos y caitudos, estos hippies…Y esto que es?

Los primeros días me costó adaptarme y me recluí, tenía pocas amistades, era callado solo me relacionaba con Carlos, pero él ya iba a tercer año.  Uno de mis primeros amigos fue Mariano Espinoza, que venía de Salcoatitán, por cierto Fidel del Sol del Río, aunque es menor en edad es sobrino de Mariano, y fue el quién lo animó a entrar al CENAR.

Debo decirte que cuando vos llegabas ahí al CENAR se te abría la mente el mundo del arte, te volvías un lector de la historia de la humanidad, tu vida te cambiaba y se te abría también el horizonte de la lucha política…En mi caso , hubo un profesor de literatura en tercer ciclo, que era de ANDES 21 de junio y que ya antes me había dejado la semillita de la lucha popular…

Entre los compañeros de mi tanda se encontraba  Rafael Mendoza, Chapel, Jorge Barahona, Cañenguez (sobrina de Dinora Cañenguez), Fernando Segura ( del grupo Tecolote), Julio, Miguel Ángel, José Alberto Cuellar ( de la RN y que fue ajusticiado),  Milton Guzmán ( mimo que falleció en Europa), Ana Cecilia, Cecilia, Carlos ( que esta en Francia), Y un amigo entrañable también Donald Paz.

Entre mis maestros del CENAR estuvieron el Dr. ( de teatro) Oscar Amílcar Flor  (del PCS), profesor de interpretación y dirección teatral; Susan Leight, que fue una alumna aventajada del polaco Jerzi Grotowski, el creador del método del teatro pobre, un teatro basado en el actor, en su trabajo físico y psicológico, ella nos daba expresión oral, dicción, y canto; Leonel Menéndez, que era un teórico de las FPL nos daba Historia del teatro latinoamericano, Carlos Cañas, historia del arte.

Pedro Portillo, nos daba expresión corporal, investigación práctica precolombina, y juegos expresivos; Carlos Velis y Francisco Cabrera nos daban acrobacia; y Manuel Sorto, expresión corporal como puente a investigación teatral.  Es en este materia que surge la propuesta de la obra Los Criollos. Roberto Salomón, era el jefe de teatro, Roberto Galicia de plástica, y la directora del CENAR era Magdalena Aguilar.

Sobre la vestimenta, recordá que yo venía de una familia conservadora de cantón, y luego de pueblo, pero pasadas algunas semanas ya andaba con mis caites y mis pantalones acampanados y el pelo y la barba empezaban a crecer…Al final cambié mi vestimenta.

Con la Juventud Comunista…

Entre mis compañeros se encontraban Alba y Luis Umaña, migueleños, hermanos de Fernando el del Sol del Río… y nos hicimos amigos, y la Alba ni lenta ni perezosa, empezó a reclutarme para la Jotace, para la Juventud Comunista. La Alba, una flaquita chelita, y su hermano eran la que me terapeaban para reclutarme…

Y me pasaban documentos y libros para que los estudiara…primero fue el Materialismo Histórico de la Marta Harnecker, después me dieron el Manifiesto Comunista, y así se fueron yendo, hasta el día de mi juramentación, que la hizo Benito “Mafalda” Lara, estudiante del Celestino Castro, y todo esto fue antes del 30 de julio…Ellos -Alba y Luis-fueron de mis primeros amigos.

Ya en la marcha del 30 de julio participe ya organizado, ya militando…salimos todo el bachillerato en Artes, y fuimos de todas las fuerzas, del PC, de las Efe, del ERP…en la marcha me incorpore al contingente de la UES, cerca de donde iban los de AGEUS, ya tenía una relación con la UES, ya la había visitado junto con Carlos Humberto, había estado en varias actividades…en la marcha habían varios bloques, yo iba en la punta pero al ver a los militares, me replegué hacia el medio, a la altura del Externado..

Y cuando empezó el desvergue que oí la balacera, me regrese preocupado y tome la Gabriela  Mistral hacia el oriente, y luego regrese al puente frente al Seguro donde había sido la represión, y ya estaban lavando  para ocultar la sangre, me metí sobre la calle que hoy es la Juan Pablo, y me encontré con un camión lleno de soldados que traía gente adentro, cadáveres, que venía en sentido contrario, y por otro lado, todavía se veían jóvenes corriendo en los alrededores, para ese momento ya tenía el pelo largo, y decidí seguir el rumbo y enfrentarme al camión, que nos cruzáramos…

Y lo hice, pero se me ocurrió cortar una rosa que estaba en un arriate  y caminar como culero, así como lo oís, estaba haciendo uso de recursos teatrales aprendidos en mis clases, y así lo hice , los soldados reaccionaron haciéndome bromas y tirándome piropos, y uno de ellos me grito: por culero te van a matar! Pero yo estaba haciendo teatro. Luego de este susto me fui para mi casa en Ciudad Delgado.

En octubre ya de vacaciones fui a visitar a mi papá en Chalchuapa, a informarle que había pasado el año  y ver que ondas,  si me iba seguir ayudando. Se sorprendió mucho al ver mi indumentaria. Y me dijo:

-Pareces vago y marihuanero! Pero veo que ya terminaste esa babosada, así que ahora metete al bachillerato agrícola!

Le respondí: papá. Voy a continuar en  mi profesión.

Me respondió: entonces mirá que haces el próximo año.

Lo que significaba que ya no me iba a ayudar. Entonces regrese a San Salvador y me puse a pensar que era lo que iba a hacer y decidí inicialmente buscarme un trabajo. En noviembre fui al CENAR a despedirme de mis profesores y explicarles que ya no iba a seguir estudiando, porque tenía que trabajar.

Me encontré a Roberto Salomón y a Flor. Les conté  mi situación y que el próximo año iba a trabajar para ahorrar y poder continuar mis estudios de teatro un año después.  Y que tenía un primo en Chalchuapa y que para empezar a ahorrar dinero iba a irme a las cortas de café…

Ellos se pusieron a pensar ideas y me indicaron que no me desesperara, que yo era uno de los mejores alumnos del Bachillerato, que la situación se podía resolver, estaba el Círculo estudiantil y que yo por venir del interior del país, calificaba para obtener una beca de residencia, Roberto me ofreció pagarme el almuerzo y cena, y además me consiguieron un trabajo en la escuela de danza, hasta enero de 1976 de ayudar al conserje, me darían 200 colones mensuales. 

Después de eso conseguir un trabajo en una maquila donde trabajaba un primo que me logro meter, porque era allegado al gerente, era en la fabrica Duraflex. Trabajaba de 8 a 12 de la noche, porque estudiaba durante el día, y me pagaban el mínimo.  Fíjate que en esta fábrica a los trabajadores, que la mayoría o toda era de Chalchuapa, se les daba vivienda y comedor, por un precio módico. De este forma pensaban evadir el peligro del sindicalismo, ya que los trabajadores estarían felices de la vida. Pero se equivocaron…

Fíjate que les organice el sindicato. Como yo me quedaba con ellos por la noche empecé a terapiarlos, hacíamos asambleas con todos ellos, les daba charlas para que comprendieran que no obstante la vivienda y comedor, estaban siendo explotados. Y armamos el sindicato, lo vinculamos con el movimiento obrero dirigido por el PC. Pero el dueño se enteró y me echaron, y mi tío también me echó pero puteadas…por desagradecido. Al salir de la fábrica todavía militaba en la JCS.

Entonces empezó otra etapa, me fui a vivir a Los Planes de Renderos, Km. 4 y medio, alquilamos una casa con Donald Paz, y un pintor y musico de nombre Miguel Ángel. La casa quedaba en una bajada…Y ahí vivimos poco tiempo porque los ladrones se nos metieron varias veces  a robar, y se llevaban todo…

En el Bachillerato en Artes  continuaba con  mi segundo año…entre los nuevos maestros se encontraba Dinora Cañenguez, del PC y que recién regresaba de España, nos daba aeróbicos dramáticos; Carlos Vides, que también venía de España y era del PC, nos daba dramaturgia, guion y personaje; la Moisa impartía Historia del teatro, Carmen Castaneda daba retórica, José Ángel Cortes, títeres, mascaras y luminotecnia; Simón Magaña, daba diseño y escenografía.

Luego de dejar la casa en Los Planes me mude donde Manuel Sorto, que vivía en el pasaje Brasilia de la Col. Atlacatl, enfrente de donde vivía el pintor Camilo Minero, que era del PC. La esposa de Manuel era Lyn, inglesa, era su asistente de clase…Y fíjate que fue precisamente Manuel el que me presentó a Tamba, a Carlos Aragón. Manuel era poeta y escritor, y Roberto Salomón fue el que lo llevó al CENAR.  

Fue ahí que lo conocí a Tamba porque era amigo de Manuel, y empezamos a hablar y a  hablar, llevó su guitarra y tocó algunas canciones y fue él el que me influyó para componer ese año mi canción Los Criollos…Y fue él el que me llevó a comunidades para que hiciera teatro  ya que en ese entonces todavía no cantaba…y también Mariano fue con nosotros…Tamba nos explicó acerca de la necesidad de la lucha armada como única vía para derrotar a la dictadura militar…

Fíjate que la idea de montar una obra sobre Los Criollos surge precisamente en la clase de Manuel, el incidió profundamente en nosotros, y es ahí que surge el grupo de teatro Maíz, integrado por Donald, Mariano y mi persona. Milton Guzmán y José Alberto Cuellar no entran al grupo, pero se integra Raúl Cuellar, éramos cuatro. Y Tamba comenzó a atendernos políticamente por separado, para reclutarnos para las Efe, las FPL.   

Grupo de teatro Maíz del BPR

Y Donald se encargo de buscar los contactos con el BPR y en poco tiempo fuimos como Maíz reconocidos como su grupo de teatro oficial, esto fue en la segunda mitad de 1976. Durante todo ese período también hicimos un trabajo serio de investigación  histórica, para el montaje de la obra Los Criollos. Los ensayos los hacíamos en la Feria Internacional. 

Manuel Sorto invitó a su vecino Camilo Minero a ver los ensayos y este que era directivo de UGASAL  propuso que me declararan como “joven promesa del teatro”  porque ellos daban reconocimientos a finales del año a artistas destacados. En pintura propuso a Ney, un joven pintor primitivista.

Y así llegamos al año 1977, mi tercer año de bachillerato en teatro. Como grupo Maíz participábamos con nuestras obras y cantos en marchas, asambleas, concentraciones de los distintos componentes del BPR: obreros, campesinos, maestros, estudiantes universitarios y de secundaria, pobladores de tugurios, etc. Después de cada presentación realizábamos un conversatorio sobre las obras o las canciones.

A finales de 1977, en noviembre, para graduarnos, realizamos la presentación de la obra Los Criollos. Lo hicimos en un Teatro Nacional restaurado, y lo hicimos a petición de su director, Álvaro Menen Desleal, -quien nos explicó que porque se trataba de una obra histórica- y fuimos los que estrenamos la Pequeña sala, para 100 personas. Llegaron muchos invitados  a la presentación y algunos pensaban que íbamos a presentar un panfleto, así que quedaron sorprendidos  por la calidad teatral de la obra y nos felicitaron.

(Seguimos con la creación del MCP…)

El país de cuatro pisos ( Notas para una definición de la cultura puertorriqueña) José Luis González. 1980

Un grupo de jóvenes estudiosos puertorriqueños de las ciencias sociales, egresados en su mayor parte de diversas Facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México y agrupados en Puerto Rico en el Seminario de Estudios Latinoamericanos, me dirigieron hace poco (escribo en septiembre de 1979) la siguiente pregunta: “¿Cómo crees que ha sido afectada la cultura puertorriqueña por la intervención colonialista norteamericana y cómo ves su desarrollo actual?”.

…la historia era propaganda política, tendía a crear

la unidad nacional, es decir, la nación, desde fuera

y contra la tradición, basándose en la literatura,

era un querer ser, no un deber ser porque existieran

ya las condiciones de hecho.

Por esta misma posición suya, los intelectuales

debían distinguirse del pueblo, situarse fuera, crear

o reforzar entre ellos mismos el espíritu de casta, y

en el fondo desconfiar del pueblo, sentirlo extraño,

tenerle miedo, porque en realidad era algo desco-

nocido, una misteriosa hidra de innumerables

cabezas […] Por el contrario… muchos movimien-

tos intelectuales iban dirigidos a modernizar y des-

retorizar la cultura y aproximarla al pueblo, o sea

nacionalizarla. (Nación-pueblo y nación retórica,

podría decirse que son las dos tendencias).

Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel (III, 82)

(González, José Luis 1980 “El país de cuatro pisos” en El país de cuatro pisos y otros ensayos (Río Piedras, Puerto Rico: Ediciones Huracán).

Un grupo de jóvenes estudiosos puertorriqueños de las ciencias sociales, egresados en su mayor parte de diversas Facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México y agrupados en Puerto Rico en el Seminario de Estudios Latinoamericanos, me dirigieron hace poco (escribo en septiembre de 1979) la siguiente pregunta: “¿Cómo crees que ha sido afectada la cultura puertorriqueña por la intervención colonialista norteamericana y cómo ves su desarrollo actual?”.

Las líneas que siguen constituyen un intento de respuesta a esa pregunta.

Las he subtitulado “Notas…” porque solo aspiran a enunciar el núcleo de un ensayo de interpretación de la realidad histórico-cultural puertorriqueña que indudablemente requeriría un análisis mucho más detenido y unas conclusiones mucho más razonadas.

Con todo, espero que sean de alguna utilidad para los miembros del seminario y para los demás lectores que las honren con su atención crítica.

* * *

La pregunta, como nos consta a todos, plantea una cuestión importantísima que ha preocupado y sigue preocupando a muchos puertorriqueños comprometidos, desde diversas posiciones ideológicas, con la realidad nacional puertorriqueña y naturalmente interesados en sus proyecciones futuras. Al empezar a contestarla, me he preguntado a la vez qué entienden ustedes —pues sin duda se han enfrentado al problema antes de proponérmelo a mí— por “cultura puertorriqueña”.

Me he dicho que tal vez no sea exactamente lo mismo que entiendo yo, y no me ha parecido arbitrario anticipar esa posibilidad porque tengo plena conciencia de que todo lo que diré a continuación presenta el esbozo de una tesis que contradice muchas de las ideas que la mayoría de los intelectuales puertorriqueños han postulado durante varias décadas como verdades establecidas, y en no pocos casos como auténticos artículos de fe patriótica.

Trataré, pues, de ser lo más explícito posible dentro del breve es-

pacio que me concede la naturaleza de esta respuesta (que, por otra parte, no pretende ser definitiva sino servir tan solo como punto de partida para un diálogo cuya cordialidad, espero, sepa resistir la prueba de cualquier discrepancia legítima y provechosa).

Empezaré, entonces, afirmando mi acuerdo con la idea, sostenida por numerosos sociólogos, de que en el seno de toda sociedad dividida en clases coexisten dos culturas: la cultura de los opresores y la cultura de los oprimidos.

Claro está que esas dos culturas, precisamente porque coexisten, no son compartimientos estancos sino vasos intercomunicantes cuya existencia se caracteriza por una constante influencia mutua. La naturaleza dialéctica de esa relación genera habitualmente la impresión de una homogeneidad esencial que en realidad no existe. Tal homogeneidad solo podría darse, en rigor, en una sociedad sin clases (y aun así, solo después de un largo proceso de consolidación).

En toda sociedad dividida en clases, la relación real entre las dos culturas es una relación de dominación: la cultura de los opresores es la cultura dominante y la cultura de los oprimidos es la cultura dominada. Y la que se presenta como “cultura general”, vale decir como “cultura nacional”, es, naturalmente, la cultura dominante.

Para empezar a dar respuesta a la pregunta que ustedes me hacen resulta necesario, pues, precisar qué era en Puerto Rico la “cultura nacional” a la llegada de los norteamericanos. Pero, para proceder con el mínimo rigor que exige el caso, lo que hay que precisar primero es otra cosa, a saber, ¿qué clase de nación era Puerto Rico en ese momento?

Muchos puertorriqueños, sobra decirlo, se han hecho esa pregunta antes que yo. Y las respuestas que se han dado han sido diversas

y en ocasiones contradictorias. Hablo, claro, de los puertorriqueños que han concebido a Puerto Rico como nación; los que han negado la existencia de la nación tanto en el siglo pasado como en el presente, plantean otro problema que también merece análisis, pero que por ahora debo dejar de lado.

Consideremos, pues, dos ejemplos mayores entre los que nos interesan ahora: Eugenio María de Hostos y Pedro Albizu Campos.

Para Hostos, a la altura misma de 1898, lo que el régimen colonial español había dejado en Puerto Rico era una sociedad “donde se vivía bajo la providencia de la barbarie”; apenas tres décadas más tarde, Albizu definía la realidad social de ese mismo régimen como “la vieja felicidad colectiva”.

¿A qué atribuir esa contradicción extrema entre dos hombres inteligentes y honrados que defendían una misma causa política: la independencia nacional de Puerto Rico? Si reconocemos, como evidentemente estamos obligados a reconocer, que Hostos era el que se apegaba a la verdad histórica y Albizu el que la tergiversaba, y si no queremos incurrir en interpretaciones subjetivas que además de posiblemente erróneas serían injustas, es preciso que busquemos la razón de la contradicción en los procesos históricos que la determinaron y no en la personalidad de quienes la expresaron.

No se trata, pues, de Hostos versus Albizu, sino de una visión histórica versus otra visión histórica.

Empecemos, entonces, por preguntarnos cuál fue la situación que movió a Hostos a apegarse a la verdad histórica en su juicio sobre la realidad puertorriqueña en el momento de la invasión norteamericana. En otras palabras, ¿qué le permitió a Hostos reconocer, sin traicionar por ello su convicción independentista, que a la altura de 1898 “la debilidad individual y social que está a la vista parece que hace incapaz de ayuda a sí mismo a nuestro pueblo”? Lo que le permitió a Hostos esa franqueza crítica fue sin duda su visión del desarrollo histórico de Puerto Rico hasta aquel momento. Esa visión era la de una sociedad en un grado todavía primario de formación nacional y aquejada de enormes males colectivos (los mismos que denunciaba Manuel Zeno Gandía al novelar un “mundo enfermo” y analizaba Salvador Brau en sus “disquisiciones sociológicas”).

Si los separatistas puertorriqueños del siglo pasado, con Ramón Emeterio Betances a la cabeza, creían en la independencia nacional y lucharon por ella, fue porque comprendían que esa independencia era necesaria para llevar adelante y hacer culminar el proceso de formación de la nacionalidad, no porque creyeran que ese proceso hubiera culminado ya.

No confundían la sociología con la política, y sabían que, en el caso de Puerto Rico, como en el de toda Hispanoamérica, la creación de un Estado nacional estaba llamada a ser, no la expresión de una nación definitivamente formada sino el más poderoso y eficaz instrumento para impulsar y completar el proceso de formación nacional.

Ningún país hispanoamericano había llegado a la independencia nacional en el siglo XIX como resultado de la culminación de un proceso de formación nacional, sino por la necesidad de dotarse de un instrumento político y jurídico que asegurara e impulsara el desarrollo de ese proceso.

Ahora bien: el hecho es que los separatistas puertorriqueños no lograron la independencia nacional en el siglo pasado y que todavía hoy muchos independentistas puertorriqueños se preguntan por qué no la lograron. Todavía hay quienes piensan que ello se debió a que una delación hizo abortar la insurrección de Lares, o a que los 500 fusiles que Betances tenía en un barco surto en San Thomas no llegaron a Puerto Rico a tiempo, o a que veinte años después los separatistas puertorriqueños estaban combatiendo en Cuba y no en su propio país, o a quién sabe qué otras “razones” igualmente ajenas a una concepción verdaderamente científica de la historia.

Porque la única razón real de que los separatistas puertorriqueños no lograran la independencia nacional en el siglo XIX fue la que dio, en más de una ocasión, el propio Ramón Emeterio Betances, un revolucionario que después de su primer fracaso adquirió la sana costumbre de no engañarse a sí mismo, y esa razón era, para citar textualmente al padre del separatismo, que “los puertorriqueños no querían la independencia”.

Pero, ¿qué querían decir exactamente esas palabras en boca y en pluma de un hombre como aquel, que nunca aceptó otro destino razonable y justo para su país que la independencia nacional como requisito previo para su ulterior integración en una gran confederación antillana? ¿Quiénes eran “los puertorriqueños” a que aludía Betances y qué significaba eso de “no querer la independencia”?

Él mismo lo explicó en una carta escrita desde Port-au-Prince poco después de la intentona de Lares, en la que atribuía esa derrota al hecho de que “los puertorriqueños ricos nos han abandonado”. A Betances no le hacía falta ser marxista para saber que en su tiempo una revolución anticolonial que no contara con el apoyo de la clase dirigente nativa estaba condenada al fracaso. Y en Puerto Rico esa clase, efectivamente, “no quería la independencia”.

Y no la quería porque no podía quererla, porque su debilidad como clase, determinada fundamentalmente —lo cual no quiere decir exclusivamente— por el escaso desarrollo de las fuerzas productivas en la sociedad puertorriqueña, no le permitía ir más allá de la aspiración reformista que siempre la caracterizó.

El relativo desarrollo de esas fuerzas productivas, y por consiguiente de la ideología de la clase hacendada y profesional criolla (lo que más se asemejaba entonces a una incipiente burguesía nacional) entre 1868 y 1887 fue lo que determinó el tránsito del asimilismo al autonomismo en la actitud política de esa clase. A lo que nunca pudo llegar esta, ni siquiera en 1898, fue a la convicción de que Puerto Rico era ya una nación capaz de regir sus propios destinos a través de un Estado independiente.

En el caso de Hostos, pues, la aspiración a la independencia no estaba reñida con una apreciación realista de la situación histórica que vivía. Y fue esa apreciación la que lo llevo a dictaminar en 1898, cuando se enfrentó directamente a la realidad del país después de un exilio de varias décadas, que el pueblo puertorriqueño estaba incapacitado para darse un gobierno propio, y a proponer, para superar esa incapacidad, un proyecto de regeneración física y moral cuyas metas podían alcanzarse, si se aprovechaba bien el tiempo, en plazo de veinte años”.

La situación histórica que le tocó vivir a Albizu no se caracterizó tan solo por el escaso desarrollo de la clase dirigente criolla que él quiso movilizar en una lucha independentista, sino por algo todavía peor: por la expropiación, la marginación y el descalabro de esa clase a causa de la irrupción del capitalismo imperialista norteamericano en Puerto Rico.

Ese proceso lo ha explicado muy bien Ángel Quintero Rivera en sus aspectos económico y político, dejando muy en claro que la impotencia de esa clase para enfrentarse con un proyecto histórico progresista al imperialismo norteamericano en razón de su cada vez mayor debilidad económica, la llevó a abandonar su liberalismo decimonónico para asumir el conservadorismo que ha caracterizado su ideología en lo que va de este siglo.

La idealización —vale decir la tergiversación— del pasado histórico ha sido uno de los rasgos típicos de esa ideología. Pedro Albizu Campos fue, sin duda alguna, el portavoz más coherente y consecuente de esa ideología conservadora.

Conservadora en su contenido, pero, en el caso de Albizu, radical en su forma, porque Albizu dio voz especialmente al sector más desesperado (el adjetivo, muy preciso, se lo debo a Juan Antonio Corretjer) de esa clase. Esa desesperación histórica, explicable hasta el punto de que no tendría por qué sorprender a nadie, fue la que obligó a Albizu a tergiversar la verdad refiriéndose al régimen español en Puerto Rico como “la vieja felicidad colectiva”.

Ahora establezcamos la relación que guarda todo esto con el problema de la “cultura nacional” puertorriqueña en nuestros días. Si la sociedad puertorriqueña siempre ha sido una sociedad dividida en clases, y si, como afirmamos al principio, en toda sociedad dividida en clases coexisten dos culturas, la de los opresores y la de los oprimidos, y si lo que se conoce como “cultura nacional” es generalmente la cultura de los opresores, entonces es forzoso reconocer que lo que en Puerto Rico siempre hemos entendido por “cultura nacional” es la cultura producida por la clase de los hacendados y los profesionales a que vengo aludiendo hace rato.

Conviene aclarar, sin embargo, la aplicación de esta terminología de “opresores” y “oprimidos” al caso puertorriqueño, porque es muy cierto que los opresores criollos han sido al mismo tiempo oprimidos por sus dominadores extranjeros.

Eso precisamente es lo que explica que su producción cultural en el siglo pasado, en la medida en que expresaba su lucha contra la dominación española, fuese una producción cultural fundamentalmente progresista, dado el carácter retrogrado, en todos los órdenes, de esa dominación.

Pero esa clase oprimida por la metrópoli era a su vez opresora de la otra clase social puertorriqueña, la clase formada por los esclavos (hasta 1873), los peones y los artesanos (obreros, en rigor, hubo muy pocos en el siglo XIX debido a la inexistencia de industrias modernas propiamente dichas en el país).

La “cultura de los oprimidos”, en Puerto Rico, ha sido y es la cultura producida por esa clase. (Esa cultura, por cierto, solo ha sido estudiada por los intelectuales de la clase dominante como folklore, ese invento de la burguesía europea que tan bien ha servido para escamotear la verdadera significación de la cultura popular). Y de ahora en adelante, para que podamos entendernos sin equívocos, hablemos de “cultura de élite” y de “cultura popular”.

Lo que importa examinar (aunque sea en forma esquemática, por razones de espacio), para responder a la pregunta de ustedes, es en primer término el nacimiento y el desarrollo de cada una de esas culturas. Lo más indicado es empezar por la cultura popular, por la sencilla razón de que fue la que nació primero. Ya es un lugar común decir que esa cultura tiene tres raíces históricas: la taína, la africana y la española.

Lo que no es lugar común, sino todo lo contrario, es afirmar que, de esas tres raíces, la más importante, por razones económicas y sociales, y en consecuencia culturales, es la africana. Es cosa bien sabida que la población indígena de la Isla fue exterminada en unas cuantas décadas por la brutalidad genocida de la conquista (bien sabida como dato, pero indudablemente mal asimilada moral e intelectualmente, a juzgar por el hecho de que la principal avenida de nuestra ciudad capital todavía ostenta el nombre de aquel aventurero codicioso y esclavizador de indios que fue Juan Ponce de León).

El exterminio, desde luego, no impidió la participación de elementos aborígenes en nuestra formación de pueblo; pero me parece claro que esta participación se dio sobre todo a través de los intercambios culturales entre los indígenas y los otros dos grupos étnicos, especialmente el grupo africano y ello por una razón obvia: indios y negros, confinados en el estrato más oprimido de la pirámide social, estuvieron necesariamente más relacionados entre sí, durante el período inicial de la colonización, que con el grupo español dominante.

También es cosa muy sabida, por documentada, que el grupo español, a lo largo de los dos primeros siglos de vida colonial, fue sumamente inestable: recuérdese que en 1534 el gobernador de la colonia daba cuenta de sus afanes por impedir la salida en masa de los pobladores españoles atraídos por las riquezas de Tierra Firme, al punto de que la Isla se veía “tan despoblada, que apenas se ve gente española, sino negros”.

El ingrediente español en la formación de la cultura popular puertorriqueña lo deben haber constituido, fundamentalmente, los labradores (sobre todo canarios), importados cuando los descendientes de los primeros esclavos eran ya puertorriqueños negros. De ahí mi convicción, expresada en varias ocasiones para desconcierto o irritación de algunos, de que los primeros puertorriqueños fueron en realidad los puertorriqueños negros.

No estoy diciendo, por supuesto, que esos primeros puertorriqueños tuvieran un concepto de “patria nacional” (que nadie, por lo demás, tenía ni podía tener en el Puerto Rico de entonces), sino que ellos, por ser los más atados al territorio que habitaban en virtud de su condición de esclavos, difícilmente podían pensar en la posibilidad del hacerse de otro país.

Alguien podía tratar de impugnar este razonamiento aduciendo que varias de las conspiraciones de esclavos que se produjeron en Puerto Rico en el siglo XIX tenían por objeto —según, en todo caso, lo que

afirman los documentos oficiales— huir a Santo Domingo, donde ya se había abolido la esclavitud. Pero no hay que olvidar que muchos de esos movimientos fueron encabezados por esclavos nacidos en África—los llamados bozales— o traídos de otras islas del Caribe, y no por negros criollos, como se les llamaba a los nacidos en la Isla antes de que se les empezara a reconocer como puertorriqueños.

Por lo que toca al campesinado blanco de esos primeros tiempos, o sea los primeros “jíbaros”, lo cierto es que era un campesinado pobre que se vio obligado a adoptar muchos de los hábitos de la vida de los otros pobres que vivían desde antes en el país, vale decir los esclavos. En relación con esto, no está de más señalar que cuando en el Puerto Rico de hoy se habla, por ejemplo, de “comida jíbara”, se está hablando, en realidad de “comida de negros”: plátanos, arroz, bacalao, funche, etc.

Si la “cocina nacional” de todas las islas y las regiones litorales de la cuenca del Caribe es prácticamente la misma por lo que atañe a sus ingredientes esenciales y solo conoce ligeras (aunque en muchos casos imaginativas) variantes combinatorias, pese al hecho de que esos países fueron colonizados por naciones europeas de tan diferentes tradiciones culinarias como la española, la francesa, la inglesa y la holandesa, ello solo puede explicarse, me parece, en virtud de que todos los caribeños —insulares o continentales— comemos y bebemos más bien como negros que como europeos.

Lo mismo o cosa muy análoga cabría decir del “traje regional” puertorriqueño cuyas características todavía no acaban de precisar, que yo sepa, nuestros folkloristas: el hecho es que los campesinos blancos, por imperativo estrictamente económico, tuvieron que cubrirse con los mismos vestidos sencillos, holgados y baratos que usaban los negros.

Los criollos de clase alta, tan pronto como los hubo, tendieron a vestirse a la europea; y la popular guayabera de nuestros días, como podría atestiguar cualquier puertorriqueño memorioso de mi generación, nos llegó hace apenas tres décadas de Cuba, donde fue creada como prenda de uso cotidiano en el medio de los estancieros.

La cultura popular puertorriqueña, de carácter esencialmente afroantillano, nos hizo, durante los tres primeros siglos de nuestra historia pos-colombina, un pueblo caribeño más. El mayoritario sector social que produjo esa cultura produjo también al primer gran personaje histórico puertorriqueño: Miguel Henríquez, un zapatero mestizo que llegó a convertirse, mediante su extraordinaria actividad como contrabandista y corsario, en el hombre más rico de la colonia durante la segunda mitad del siglo XVIII… hasta que las autoridades españolas, alarmadas por su poder, decidieron sacarlo de la Isla y de este mundo.

En el seno de ese mismo sector popular nació nuestro primer artista de importancia: José Campeche, mulato hijo de esclavo “coartado” (es decir, de esclavo que iba comprando su libertad a plazos). Si la sociedad puertorriqueña hubiera evolucionado de entonces en delante de la misma manera que las de otras islas del Caribe, nuestra actual “cultura nacional” sería esa cultura popular y mestiza, primordialmente afroantillana.

Pero la sociedad puertorriqueña no evolucionó de esa manera en los siglos XIX y XX. A principios del XIX, cuando nadie en Puerto Rico pensaba en una “cultura nacional” puertorriqueña, a esa sociedad, por decirlo así, se le echo un segundo piso, social, económico y cultural (y en consecuencia de todo ello, a la larga, político). La construcción y el amueblado de ese segundo piso corrió a cargo, en una primera etapa, de la oleada inmigratoria que volcó sobre la Isla un nutrido contingente de refugiados de las colonias hispanoamericanas en lucha por su independencia, e inmediatamente, al amparo de la Real Cédula de Gracias de 1815, a numerosos extranjeros -ingleses, franceses, holandeses, irlandeses, etc.—; y, en una segunda etapa, a mediados de siglo, de una nueva oleada compuesta fundamentalmente por corsos, mallorquines y catalanes.

Esta última oleada fue la que llevó a cabo, prácticamente, una segunda colonización en la región montañosa del país, apoyada en la institución de la libreta que la dotó de una mano de obra estable y, desde luego, servil.

El mundo de las haciendas cafetaleras, que en el siglo XX vendría a ser mitificado como epítome de la “puertorriqueñidad”, fue en realidad un mundo dominado por extranjeros cuya riqueza se fundó en la expropiación de los antiguos estancieros criollos y en la explotación despiadada de un campesinado nativo que hasta entonces había vivido en una economía de subsistencia.

Un magnífico retrato de ese mundo es el que nos ofrece Fernando Picó (1979). Esos hacendados peninsulares, corsos y mallorquines, fueron, muy naturalmente, uno de los puntales del régimen colonial español. Y la cultura que produjeron fue, por razones igualmente naturales, una cultura señorial y extranjerizante.

Todavía a fines de siglo los hacendados cafetaleros mallorquines hablaban mallorquín entre sí y solo usaban el español para hacerse entender por sus peones puertorriqueños. Y los corsos, como atestiguan no pocos documentos históricos y literarios, fueron vistos como extranjeros, frecuentemente como “franceses”, por el pueblo puertorriqueño hasta bien entrado el siglo XX. Por lo que toca específicamente a los mallorquines, vale la pena llamar la atención sobre un hecho histórico que merecería cierto estudio desde un punto de vista sociocultural: muchos de esos emigrantes eran lo que en Mallorca se conoce como chuetas, o sea descendientes de judíos conversos.

Lo que tengo en mente es lo siguiente: ¿qué actitud social puede generar el hecho de que una minoría discriminada en su lugar de origen se convierta en brevísimo plazo, como consecuencia de una emigración en minoría privilegiada en el lugar adonde emigra?

Lo mismo podría preguntarse, claro, en relación con los inmigrantes corsos, que en su isla natal eran mayormente campesinos analfabetos o semianalfabetos y en Puerto Rico se convirtieron en señores de hacienda en unos cuantos años. La pobreza de la producción cultural de la clase propietaria cafetalera en toda la segunda mitad del siglo XIX (en comparación con la producción cultural de la élite social de la costa) nos habla de un tipo humano y social fundamentalmente inculto, conservador y arrogante, que despreciaba y oprimía al nativo pobre y era a su vez odiado por este. Ese odio es lo que explica, entre otras cosas, las “partidas sediciosas” que en 1898 se lanzaron al asalto de las haciendas de la “altura”.

He dicho 1898, y eso nos sitúa, después de esta necesaria excursión histórica, en el meollo de la pregunta que ustedes me hacen. Comencé diciendo que para precisar qué era en Puerto Rico la “cultura nacional” a la llegada de los norteamericanos, primero había que dilucidar qué clase de nación era Puerto Rico en ese momento.

Pues bien, a la luz de todo lo que llevo dicho no me parece exagerado en modo alguno decir que esa nación estaba tan escindida racial, social, económica y culturalmente que más bien deberíamos hablar de dos naciones. O más exactamente, tal vez de dos formaciones nacionales que no habían tenido tiempo de fundirse en una verdadera síntesis nacional.

No se sobresalte nadie: el fenómeno no es exclusivamente puertorriqueño sino típicamente latinoamericano. En México y en Perú, por ejemplo, todavía se está bregando con el problema de los “varios países”: el país indígena, el país criollo y el país mestizo; en la Argentina es muy conocido el añejo conflicto entre los “criollos viejos” y los inmigrantes y sus descendientes; en Haití es proverbial la pugna entre negros y mulatos, etc.

Todo lo que sucede es que en Puerto Rico se nos ha “vendido” durante más de medio siglo el mito de una homogeneidad social, racial y cultural que ya es tiempo de empezar a desmontar… no para “dividir” al país, como piensan con temor algunos, sino para entenderlo correctamente en su objetiva y real diversidad.

Pensemos en dos tipos puertorriqueños como serían, por ejemplo, un poeta (blanco) de Lares y un estibador (negro o mulato) de Puerta de Tierra, y reconozcamos que la diferencia que existe entre ellos (y que no implica, digámoslo con toda claridad para evitar malos entendidos, que el uno sea “más” puertorriqueño que el otro) es una diferencia de tradición cultural, históricamente determinada, que de ninguna manera debemos subestimar.

A esa diferencia responden dos visiones del mundo —dos Weltanschauungen— contrapuestas en muchos e importantes sentidos. A todos los puertorriqueños pensantes, y especialmente a los independentistas nos preocupa, y con razón, la persistente falta de consenso que exhibe nuestro pueblo por lo que toca a la futura y definitiva organización política del país, o sea al llamado “problema del status”.

En ese sentido, se reconoce mayor reparo la realidad de un “pueblo dividido”. Lo que no hemos logrado hasta ahora es reconocer las causas profundas —vale decir históricas— de esa división.

El independentismo tradicional ha sostenido que tal división no

existía antes de la invasión norteamericana, que bajo el régimen colonial español lo que caracterizaba a la sociedad puertorriqueña era, como decía Albizu, “una homogeneidad entre todos los componentes y un gran sentido social interesado en la recíproca ayuda para la perpetuidad y conservación de la nación, esto es, un sentimiento raigal y unánime de patria”.

Solo la fuerza obnubilante de una ideología radicalmente conservadora podía inducir a semejante visión enajenada de la realidad histórica. Lo que Puerto Rico era en 1898 solo puede definirse, mitologías aparte, como una nación en formación. Así la vio Hostos, y la vio bien. Y si a lo largo del siglo XIX, como llevo dicho, ese proceso de formación nacional sufrió profundos trastornos a causa de dos grandes oleadas inmigratorias que, para insistir en mi metáfora, le echaron un segundo piso a la sociedad puertorriqueña, lo que pasó  en 1898 fue que la invasión norteamericana empezó a echar un tercer piso, sobre el segundo todavía mal amueblado.

Ahora bien: en esa nación en formación, que además, como sabemos o deberíamos saber, estaba dividida no solo en clases sino también en etnias que eran verdaderas castas, coexistían las dos culturas de que vengo hablando desde el principio. Pero, precisamente porque se trataba de una nación en formación, esas dos culturas no eran tampoco bloques homogéneos en sí mismas.

La élite social tenía dos sectores claramente distinguibles: el sector de los hacendados y el sector de los profesionales. Quintero Rivera ha explicado con mucha claridad cómo se diferenciaban ideológicamente esos dos sectores de la élite: más conservador el primero, más liberal el segundo. Por lo que a la producción cultural se refiere, hay que precisar lo siguiente.

La cultura que produjeron los hacendados fue, sobre todo, un modo de vida, señorial y conservador. Los propios hacendados no fueron capaces de expresar y ensalzar literariamente ese modo de vida: de eso tendrían que encargarse, bien entrado ya el siglo XX, sus descendientes venidos a menos como clase (como clase, entiéndase bien, porque individualmente los nietos de los hacendados “arruinados”, convertidos por lo general en profesionales, empresarios o burócratas, disfrutan de un nivel de vida como el que nunca conocieron sus abuelos). Solo a la luz de este enfoque puede entenderse bien, por ejemplo, el contenido ideológico de un texto literario como Los soles truncos, de René Marqués.

La cultura que produjeron los profesionales en el siglo XIX, en cambio, se materializó en obras e instituciones: casi toda nuestra literatura de ese período, el Ateneo, etc. Y en esas obras e instituciones lo que predominó fue la ideología liberal de sus creadores. A

sí pues —y es muy importante aclarar esto para no incurrir en las simplificaciones y confusiones propias de cierto “marxismo” subdesarrollado—, “cultura de clase dirigente” en la sociedad colonial puertorriqueña del siglo XIX no quiere decir precisa ni necesariamente “cultura reaccionaria”. Reaccionarios hubo, sí, entre los puertorriqueños cultos de esa época, pero no fueron los más ni fueron los más característicos.

Los más y los más característicos fueron liberales y progresistas: Alonso, Tapia, Hostos, Brau, Zeno. También los hubo revolucionarios, claro, pero fueron los menos y, además, en muchos casos, característica y reveladoramente, mestizos: piénsese en Betances, en Pachín Marín y en un artesano como Sotero Figueroa que culturalmente alternaba con la élite.

Mestizos fueron también —¿alguien se atreverá a decir que por “casualidad”?— los autonomistas más radicales: piénsese en

Baldorioty y en Barbosa, tan incomprendidos y despreciados por los independentistas conservadores del siglo XX, el uno por “reformista” y el otro por “yankófilo”. ¡Como si la mitad, cuando menos, de los separatistas del XIX no hubieran querido separarse de España solo para poder anexarse después a los Estados Unidos, espejo de democracia republicana para la mayor parte del mundo ilustrado de la época!

Ahí está, para quien quiera estudiarla sin hacerle ascos a la verdad, la historia de la Sección Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano en Nueva York, donde los separatistas-independentistas como Sotero Figueroa co-militaron hasta el 98 con los separatistas-anexionistas (será contrasentido gramatical, pero no político) como Todd y Henna (y estos dos apellidos, por cierto, ¿no nos están hablando del “segundo piso” que los inmigrantes le echaron a la sociedad puertorriqueña a principios y mediados del siglo?).

Todo esto parecerá digresión, pero no lo es: la “cultura nacional” puertorriqueña a la altura del 98 estaba hecha de todo eso. Vale decir: expresaba en sus virtudes, en sus debilidades y en sus contradicciones a la clase social que le daba vida. Si esa clase se caracterizaba, como hemos visto, por su debilidad y su inmadurez históricas, ¿podía ser fuerte y madura la cultura producida por ella?

Lo que le daba una fortaleza y una madurez relativa era, sobre todo, dos cosas: 1) el hecho de que tenía sus raíces en una vieja y rica cultura europea (la española), y 2) el hecho de que ya había empezado a imprimir a sus expresiones un sello propio, criollo en un sentido hispanoantillano.

Esto último es innegable, y por eso se equivocan quienes sostienen (o sostenían, cuando menos, hace dos o tres décadas) que no existe una “cultura nacional” puertorriqueña. Pero también se equivocaban

y siguen equivocándose quienes, pasando por alto el carácter clasista de esa cultura, la postulan como la única cultura de todos los puertorriqueños e identifican su deterioro bajo el régimen norteamericano con un supuesto deterioro de la identidad nacional.

Tal manera de ver las cosas no solo confunde la parte con el todo, porque esa cultura ha sido efectivamente parte de lo que en un sentido totalizante puede llamarse “cultura nacional puertorriqueña”, pero no ha sido toda la cultura producida por la sociedad insular; sino que, además, deja de reconocer la existencia de la otra cultura puertorriqueña, la cultura popular que, bajo el régimen colonial norteamericano, no ha sufrido nada que pueda definirse como un deterioro, sino más bien como un desarrollo: un desarrollo accidentado y lleno de vicisitudes, sin duda, pero desarrollo al fin.

Y decir esto no significa hacer una apología del colonialismo norteamericano desde la izquierda, como se obstinan en creer algunos patriotas conservadores, sino simplemente reconocer un hecho histórico: que el desmantelamiento progresivo de la cultura de la élite puertorriqueña bajo el impacto de las transformaciones operadas en la sociedad nacional por el régimen colonial norteamericano ha tenido como consecuencia, más que la “norteamericanización” de esa sociedad, un trastocamiento interno de valores culturales.

El vacío creado por el desmantelamiento de la cultura de los puertorriqueños “de arriba” no ha sido llenado, ni mucho menos, por la intrusión de la cultura norteamericana, sino por el ascenso cada vez más palpable de la cultura de los puertorriqueños “de abajo”.

Ahora bien: ¿por qué y cómo ha sucedido eso? Yo no veo manera

de dar una respuesta válida a esta pregunta como no sea insertando la cuestión en el contexto de la lucha de clases en el seno de la sociedad puertorriqueña. Tiempo sobrado es ya de que empecemos a entender a la luz de una concepción científica de la historia lo que realmente significó para Puerto Rico el cambio de régimen colonial en 1898. Y cuando digo “lo que realmente significó”, quiero decir lo que significó para las diferentes clases sociales de la sociedad puertorriqueña.

Es perfectamente demostrable, porque está perfectamente documentado, que la clase propietaria puertorriqueña acogió la invasión norteamericana, en el momento en que se produjo, con los brazos abiertos.

Todos los portavoces políticos de esa clase saludaron la invasión como la llegada a Puerto Rico de la libertad, la democracia y el progreso, porque todos vieron en ella el preludio de la anexión de Puerto Rico a la nación más rica y poderosa —y más “democrática” no hay que olvidarlo— del planeta. El desencanto solo sobrevino cuando la nueva metrópoli hizo claro que la invasión no implicaba la anexión, no implicaba la participación de la clase propietaria puertorriqueña en el opíparo banquete de la expansiva economía capitalista norteamericana, sino su subordinación colonial a esa economía.

Fue entonces, y solo entonces, cuando nació el “nacionalismo” de esa clase, o, para decirlo con más exactitud, del sector de esa clase cuya debilidad económica le impidió insertarse en la nueva situación. La famosa oposición de José de Diego —es decir, de la clase social que él representaba como presidente de la Cámara de Delegados— a la extensión de la ciudadanía norteamericana a los puertorriqueños se fundaba (como él mismo lo explicó en un discurso que todos los independentistas puertorriqueños deberían leer o releer) en la categórica declaración del presidente Taft de que la ciudadanía no aparejaba la anexión ni una promesa de anexión. Y cuando, además de eso, se hizo evidente que el nuevo régimen económico —o sea la suplantación de la economía de haciendas por una economía de plantaciones— significaba la ruina de la clase hacendada insular y el comienzo de la participación independiente de la clase trabajadora en la vida política del país, la retórica “patriótica” de los hacendados alcanzó tal nivel de demagogia que incluso el sector liberal de los profesionales no vaciló en ridiculizarla y condenarla. Solo así se explican los virulentos ataques de Rosendo Matienzo Cintrón, Nemesio Canales y Luis Llorens Torres a los desplantes “antiimperialistas” de José de Diego, el próspero abogado de la Guánica Central erigido en tonante “Caballero de la Raza”.

Y en directa relación con esto último, permítanme ustedes un paréntesis cuya pertinencia me obliga a no dejarlo en el tintero. La crítica —y “criticar no es censurar, sino ejercitar el criterio”, como decía José Martí— a la ejecutoria política de un personaje histórico de la importancia de José de Diego debe entenderse como un esfuerzo por entender y precisar, con apego a la realidad histórica, las razones que determinaron la conducta de todo un sector de clase de la sociedad puertorriqueña en un momento dado.

Esa conducta ha sido mitificada durante medio siglo por los herederos sociales e ideológicos de ese sector. Quienes respondemos o intentamos responder a los intereses históricos de la otra clase social puertorriqueña, o sea de los trabajadores, no debemos combatir esa mitificación con otra mitificación. Y en ese error, me parece, han incurrido dos estimables investigadores de la historia social puertorriqueña como son Juan Flores y Ricardo Campos (1979), quienes en su trabajo oponen a la mitificada figura del prócer reaccionario José de Diego la figura también mitificada del destacado luchador e ideólogo proletario Ramón Romero Rosa.

Si Flores y Campos hubieran recordado que los santos tienen su lugar en la estera de la religión, pero no en la de la política, no habrían callado el hecho de que Romero Rosa, después de prestarle eminentes servicios a la clase obrera puertorriqueña, acabó por ingresar en el Partido Unionista, que era, como todos sabemos, el partido de la clase adversaria.

Flores y Campos seguramente no carecen de los conocimientos necesarios para explicar este hecho, y por ello precisa- mente es de lamentar que su trabajo, muy atendible por lo demás, se resienta de cierto maniqueísmo que no favorece la justeza esencial de sus planteamientos.

La clase trabajadora puertorriqueña, por su parte, también acogió favorablemente la invasión norteamericana, pero por razones muy distintas de las que animaron en su momento a los hacendados. En la llegada de los norteamericanos a Puerto Rico los trabajadores vieron la oportunidad de un ajuste de cuentas con la clase propietaria en todos los terrenos.

Y en el terreno cultural, que es el que nos ocupa ahora, ese ajuste de cuentas ha sido el motor principal de los cambios culturales operados en la sociedad puertorriqueña de 1898 hasta nuestros días. La tantas veces denunciada penetración cultural norteamericana en Puerto Rico no deja de ser un hecho, y yo sería el último en negarlo.

Pero, por una parte, me niego a aceptar que esa penetración equivalga a una “transculturación”, es decir a una “norteamericanización” entendida como “despuertorriqueñización” de nuestra sociedad en su conjunto; y, por otra parte, estoy convencido de que las causas y las consecuencias de esa penetración solo pueden entenderse cabalmente en el contexto de la lucha entre las “dos culturas” puertorriqueñas, que no es sino un aspecto de la lucha de clases en el seno de la sociedad nacional.

La llamada “norteamericanización” cultural de Puerto Rico ha tenido dos aspectos dialécticamente vinculados entre sí. Por un lado, ha obedecido desde afuera a una política imperialista encaminada a integrar a la sociedad puertorriqueña —claro está que en condiciones de dependencia— al sistema capitalista norteamericano; pero, por otro lado, ha respondido desde adentro a la lucha de las masas puertorriqueñas contra la hegemonía de la clase propietaria.

La producción cultural de esta clase bajo el régimen colonial español fue, por las razones que ya hemos explicado, una producción cultural de signo liberal-burgués; pero la nueva relación de fuerzas sociales bajo el régimen norteamericano obligó a la clase propietaria, marginada y expropiada en su mayor parte por el capitalismo norteamericano, a abandonar el liberalismo sostenido por su sector profesional y a luchar por la conservación de los valores culturales de su sector hacendado.

El telurismo característico de la literatura producida por la élite puertorriqueña en el siglo XX no responde, como todavía se enseña generalmente en los cursos de literatura puertorriqueña en la Universidad, a una desinteresada y lírica sensibilidad conmovida por las bellezas de nuestro paisaje tropical, sino a una añoranza muy concreta y muy histórica de la tierra perdida, y no de la tierra entendida como símbolo ni como metáfora, sino como medio de producción material cuya propiedad paso a manos extrañas.

En otras palabras: quienes ya no pudieron seguir “volteando la finca” a lomos del tradicional caballo, se dedicaron a hacerlo a lomos de una décima, un cuento o una novela. Y estirando un poco (pero no demasiado) la metáfora, sustituyeron, con el mismo espíritu patriarcal de los “buenos tiempos”, a sus antiguos peones y agregados con sus nuevos lectores.

Lo que complica las cosas, sin embargo, es el hecho de que un

sector importantísimo de los terratenientes en Puerto Rico a la llegada de los norteamericanos no estaba constituido por puertorriqueños sino por españoles, corsos, mallorquines, catalanes, etc. Esos terratenientes eran vistos por las masas puertorriqueñas como lo que eran en realidad: como extranjeros y como explotadores. Su mundo social y cultural era el que añoraban, idealizándolo hasta la mitificación, las tres protagonistas de Los soles truncos.

Y presentar ese mundo como el mundo de la “puertorriqueñidad” enfrentado a la “adulteración” norteamericana, constituye no solo una tergiversación flagrante de la realidad histórica, sino además, y ello es lo verdaderamente grave, una agresión a la puertorriqueñidad de la masa popular cuyos antepasados (en muchos casos cercanos) vivieron en ese mundo como esclavos, como arrimados o como peones.

Entonces, así como sus valores culturales le sirvieron a la clase propietaria para resistir la “norteamericanización”, esa misma “norteamericanización” le ha servido a la masa popular para impugnar y desplazar los valores culturales de la clase propietaria. Pero no solo a la masa popular -y creo que esto es digno de especial señalamiento—, sino incluso a ciertos sectores muy importantes de la misma clase propietaria que han vivido oprimidos en el interior de su propia clase.

Pienso, sobre todo, en las mujeres. ¿A alguien se le ocurrirá negar que el actual movimiento de liberación femenina en Puerto Rico — esencialmente progresista y justo a despecho de todas sus posibles limitaciones— no es en grandísima medida un resultado de la “norteamericanización” de la sociedad puertorriqueña?

El desconocimiento o el menosprecio de estas realidades ha tenido, entre otras, una consecuencia nefasta: la idea, sostenida y difundida por el independentismo tradicional, de que la independencia es necesaria para proteger y apuntalar una identidad cultural nacional que las masas puertorriqueñas nunca han sentido como su verdadera identidad. ¿Por qué esos independentistas han sido acusados, una y otra vez, de querer “volver a los tiempos de España”? ¿Por qué los puertorriqueños pobres y los puertorriqueños negros han escaseado notoriamente en las filas del independentismo tradicional y han abundado, en cambio, en las del anexionismo populista?

El independentismo tradicional suele responder a esta última pregunta diciendo que los puertorriqueños negros partidarios de la anexión están “enajenados” por el régimen colonial.

El razonamiento es el siguiente: si los puertorriqueños negros aspiran a anexarse a una sociedad racista como la norteamericana, esa “aberración” solo puede explicarse en términos de una enajenación.

Pero quienes así razonan ignoran u olvidan una realidad histórica elemental: que la experiencia racial de los puertorriqueños negros no se ha dado dentro de la sociedad norteamericana sino dentro de la sociedad puertorriqueña, es decir, que quienes los han discriminado racialmente en Puerto Rico no han sido los norteamericanos sino los puertorriqueños blancos, muchos de los cuales, además, se enorgullecen de su ascendencia extranjera: española, corsa, mallorquina, etc.

Lo que un puertorriqueño negro, y un puertorriqueño pobre aunque sea blanco —y nadie ignora que la proporción de pobres entre los negros siempre ha sido muy superior a la proporción entre blancos, entienden por “volver a los tiempos de España”, es volver a una sociedad en la que el sector blanco y propietario de la población siempre oprimió y despreció al sector no-blanco y no-propietario. Pues, en efecto,

¿cuántos puertorriqueños negros o pobres podían participar, aunque solo fuera como simples electores, en la vida política puertorriqueña en tiempos de España? Para ser elector, en aquellos tiempos, había que ser propietario o contribuyente, además de saber leer y escribir, ¿y cuántos puertorriqueños negros o pobres podían satisfacer esos requisitos?

Y no digamos lo que le costaba a un negro llegar a ser dirigente político. Barbosa, claro. ¿Y quién más? Pero, además, no era Barbosa a secas, sino el doctor Barbosa. ¿Y dónde se hizo médico Barbosa?

No en Puerto Rico (donde España nunca permitió la fundación de una universidad), ni en la propia España (donde los puertorriqueños que estudiaban eran los hijos de los hacendados y los profesionales blancos), sino en los Estados Unidos, en Michigan por más señas, un estado norteño y de vieja tradición abolicionista, lo cual explica fácilmente muchas cosas que los independentistas tradicionales nunca han podido entender en relación con Barbosa y su anexionismo.

Pues bien: si el independentismo tradicional puertorriqueño en el siglo XX ha sido —en lo político, en lo social y en lo cultural— una ideología conservadora empeñada en la defensa de los valores de la vieja clase propietaria, ¿a santo de qué atribuir a una “enajenación” la falta de adhesión de las masas al independentismo? ¿Quiénes han sido y son, en realidad, los enajenados en un verdadero sentido histórico?

Por lo que a la cultura popular atañe, hay que reconocer que esta tampoco ha sido homogénea en su evolución histórica. Durante el primer siglo de vida colonial y seguramente buena parte del segundo, la masa trabajadora, tanto en el campo como en los pueblos, estuvo concentrada en la región del litoral y fue mayoritariamente negra y mulata, con preponderancia numérica de los esclavos sobre los libertos. Más adelante esa proporción se invirtió y los negros y mulatos libres fueron más numerosos que los esclavos, hasta que la abolición, en 1873, liquidó formalmente el status social de estos últimos. La cultura popular puertorriqueña primeriza fue, pues, fundamentalmente afroantillana. El campesinado blanco que se constituyó más tarde, sobre todo el de la región montañosa, produjo una variante de la cultura popular que se desarrolló de manera relativamente autónoma hasta que el auge de la industria azucarera de la costa y la decadencia de la economía cafetalera de la montaña determinaron el desplazamiento de un considerable sector de la población de la “altura” a la “bajura”.

Lo que se dio de entonces en adelante fue la interacción de las dos vertientes de la cultura popular, pero con claro predominio de la vertiente afroantillana por razones demográficas, económicas y sociales. Empero, la actitud conservadora asumida por la clase terrateniente marginada desnaturalizó esta realidad a través de su propia producción cultural, proclamando la cultura popular del campesinado blanco como la cultura popular por excelencia.

El “jibarismo” literario de la élite no ha sido otra cosa, en el fondo, que la expresión de su propio prejuicio social y racial. Y así, en el Puerto Rico de nuestros días, donde el jíbaro prácticamente ha dejado de existir como factor demográfico, económico y cultural de importancia, en tanto que el puertorriqueño mestizo y proletario es cada vez más el verdadero representante de la identidad popular, el mito de la “jibaridad” esencial del puertorriqueño sobrevive tercamente en la anacrónica producción cultural de la vieja élite conservadora y abierta o disimuladamente racista.

Así, pues, cada vez que los portavoces ideológicos de esa élite le han imputado “enajenación”, “inconsciencia” y “pérdida de identidad”

a la masa popular puertorriqueña, lo que han hecho en realidad es exhibir su falta de confianza y su propia enajenación respecto de quienes son, disgústele a quien le disguste, la inmensa mayoría de los puertorriqueños. Y han hecho otra cosa, igualmente negativa y contraproducente: han convencido a muchos extranjeros de buena voluntad y partidarios de nuestra independencia de que el pueblo puertorriqueño está siendo objeto de un “genocidio cultural”.

Víctima especialmente lamentable de esa propaganda “antimperialista”, que en rigurosa verdad no es sino el canto de cisne de una clase social moribunda, ha sido el notable poeta revolucionario cubano Nicolás Guillén, quien en su tan bien intencionada cuan mal informada “Canción puertorriqueña” ha difundido por el mundo la imagen de un pueblo culturalmente híbrido y esterilizado, incapaz de expresarse como no sea tartajeando una ridícula mezcla de inglés y español.

Todos los puertorriqueños, independentistas o no, saben que esa visión de la situación cultural del país no corresponde ni de lejos a la realidad. Y hay tantas buenas razones de todo tipo para defender la independencia nacional de Puerto Rico, que resulta imperdonable fundar esa defensa en una falsa razón.

La buena razón cultural para luchar por la independencia consiste, a mi juicio, en que esta es absolutamente necesaria para proteger, orientar y asegurar el pleno desarrollo de la verdadera identidad nacional puertorriqueña: la identidad que tiene sus raíces en esa cultura popular que el independentismo —si en verdad aspira a representar la auténtica voluntad nacional de este país— está obligado a comprender y a hacer suya sin reservas ni reticencias nacidas de la desconfianza y el prejuicio.

Lo que está ocurriendo en el Puerto de nuestros días es el resquebrajamiento espectacular e irreparable del cuarto piso que el capitalismo tardío norteamericano y el populismo oportunista puertorriqueño le añadieron a la sociedad insular a partir de década de los cuarenta.

Vistas las cosas en lo que a mí me parece una justa perspectiva histórica, el evidente fracaso del llamado Estado Libre Asociado revela con perfecta claridad que el colonialismo norteamericano —después de haber propiciado, fundamentalmente para satisfacer necesidades del desarrollo expansionista de la metrópoli, una serie de transformaciones que determinaron una muy real modernización en la dependencia de la sociedad puertorriqueña— ya solo es capaz de empujar a esa sociedad a un callejón sin salida y a un desquiciamiento general cuyos síntomas justamente alarmantes todos tenemos a la vista: desempleo y marginación masivos, dependencia desmoralizante de una falsa beneficencia extranjera, incremento incontrolable de una delincuencia y una criminalidad en gran medida importadas, despolitización e irresponsabilidad cívica inducidas por la demagogia institucionalizada y toda una cauda de males que ustedes conocen mejor que yo porque están viviéndolos cotidianamente.

Hablar de la bancarrota actual del régimen colonial no quiere decir, de ninguna manera, que este régimen haya sido “bueno” hasta hace poco y que solo ahora empiece a ser “malo”. Lo que estoy tratando de decir —y me interesa mucho que se entienda bien— es que los ochenta años de dominación norteamericana en Puerto Rico representan la historia de un proyecto económico y político cuya viabilidad inmediata en cada una de sus etapas pasadas fue real, pero que siempre estuvo condenado, como todo proyecto histórico fundado en la dependencia colonial, a desembocar a la larga en la inviabilidad que estamos viviendo ahora.

Esa inviabilidad del régimen colonial en todos los órdenes es precisamente lo que hace viable, por primera vez en nuestra historia, la independencia nacional. Viable y, como acabo de decir, absolutamente necesaria.

Quienes estamos comprometidos desde dentro y desde fuera del país con un futuro socialista para Puerto Rico —y hablo, como ya deben de saberlo ustedes, de un socialismo democrático, pluralista e independiente, que es el único socialismo digno de llamarse tal, a diferencia del “socialismo” burocrático, monolítico y autoritario instituido en nombre de la clase obrera por una nueva clase dominante que solo puedo definir como burguesía de Estado porque es la auténtica propietaria de los medios de producción a través de un aparato estatal inamovible y todopoderoso—, tenemos por delante una tarea que consiste, ni más ni menos, en la reconstrucción de la sociedad puertorriqueña.

Mi conocida discrepancia con el independentismo tradicional a este respecto es la discrepancia entre dos concepciones del objetivo histórico de esa reconstrucción. Yo no creo en reconstruir hacia atrás, hacia el pasado que nos legaron el colonialismo español y la vieja élite irrevocablemente condenada por la historia.

Creo en reconstruir hacia adelante, hacia un futuro como el que definían los mejores socialistas proletarios puertorriqueños de principios de siglo cuando postulaban una independencia nacional capaz de organizar al país en “una democracia industrial gobernada por los trabajadores”; hacia un futuro que, apoyándose en la tradición cultural de las masas populares, redescubra y rescate la caribeñidad esencial de nuestra identidad colectiva y comprenda de una vez por todas que el destino natural de Puerto Rico es el mismo de todos los demás pueblos, insulares y continentales, del Caribe.

En ese sentido, concibo las respectivas independencias nacionales de todos esos pueblos solo como un prerrequisito, pero un prerrequisito indispensable, para el logro de una gran confederación que nos integre definitivamente en una justa y efectiva organización económica, política y cultural. Solo así podremos llegar a ocupar el lugar que por derecho nos corresponde dentro de la gran comunidad latinoamericana y mundial. En lo económico, esto, lejos de constituir una aspiración utópica, se revela ya como una necesidad objetiva.

En lo político, responde a una tendencia histórica manifiesta: la liquidación de nuestro común pasado colonial mediante la instauración de regímenes populares y no-capitalistas. Y en lo cultural, que es lo que nos ocupa ahora específicamente, es preciso que reconozcamos y asumamos una realidad que aun los más conscientes de nosotros hemos pasado por alto hasta ahora.

El hecho de que en el Caribe se hablen varios idiomas de origen europeo en lugar de uno solo, se ha considerado hasta ahora como un factor de desunión. Y como factor de desunión han utilizado ese hecho, efectivamente, los imperialismos que han hablado a nuestro nombre. Pero, ¿acaso debemos nosotros, los sojuzgados, ver ese hecho con la misma óptica que nuestros sojuzgadores? Por el contrario, debemos verlo como un hecho que nos acerca y nos une porque es un resultado de nuestra historia común.

La gran comunidad caribeña es una comunidad plurilingüe. Eso es real e irreversible. Pero eso, en lugar de fragmentarnos y derrotarnos, debe enriquecernos y estimularnos. Y consideradas así las cosas, sucede que, gracias a una de esas “astucias de la historia” de que hablan algunos filósofos, el imperialismo norteamericano, al imponernos a los puertorriqueños el dominio del inglés (¡sin hacernos perder el español, estimado Nicolás Guillén!), nos ha facilitado, claro está que sin proponérselo, el acercamiento a los pueblos hermanos angloparlantes del Caribe. No hemos de saber inglés los puertorriqueños para suicidarnos culturalmente disolviéndonos en el seno turbulento de la Unión norteamericana —“el Norte revuelto y brutal que nos desprecia”, que decía Martí—, sino para integrarnos con mayor facilidad y ganancia en el rico mundo caribeño al que por imperativo histórico pertenecemos. Cuando al fin seamos independientes dentro de la independencia caribeña mestiza, popular y democrática, no solo podremos y deberemos apreciar y cuidar como es debido nuestro idioma nacional, que es el buen español de Puerto Rico, sino que podremos y deberemos instituir en nuestro sistema educativo la enseñanza del inglés y del francés, con especial énfasis en sus variantes criollas, no como idiomas imperiales sino como lenguas al servicio de nuestra descolonización definitiva.

BIBLIOGRAFÍA

Flores, J.; Campos, R. 1979 “Migración y cultura nacional puertorriqueña: perspectivas proletarias” en Quintero Rivera,, A.G; González, J.L; Campos R.; Flores, J. Puerto Rico: identidad nacional y clases sociales (Río Piedras: Huracán).

Picó, F. 1979 Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo XIX (Río Piedras: Huracán)

Viaje a la semilla de Vieques: el proceso de una identidad nacional hostosiana en Puerto Rico. Marcos Reyes Dávila

Colegas, compañeros, amigos todos… Si me escuchan hablar de amor y de brujos de seguro anticiparán que esto es un «paquete», como le decimos en Puerto Rico a un fraude burdo. Pero León Felipe me enseñó hace mucho que los poetas tienen licencia para ser inoportunos. Una vez, invitado a ofrecer una charla a una comunidad de judíos, terminó exigiéndoles que aceptaran a Jesús como su Dios. Por eso hoy no temo decir que creo que el amor hace más profunda la mirada. Creo que el amor es una herramienta útil en el esfuerzo del conocer, aunque no sea, naturalmente, el único instrumento. Creo que la poesía debe ser verdadera y auténtica, y que para ser eso tiene que huirle a la fama y a los premios porque de otro modo sería solo mercancía que se vende. Creo que el amor tiene sus raíces, su primera residencia, en la tierra-ternura de la cuna. Y así, pues, como puertorriqueño, dos de las querencias más inquebrantables de mi vida han sido la poesía que me toma por sorpresa lo mismo en los ojos de mis hijos o de mi compañera que en un mar de banderas de protesta, y la figura histórica de Eugenio María de Hostos, tan andina como Bolívar, tan oceánica como Martí, tan rebelde como Lautaro, y tan constelación como nuestras utopías. Ambos, poesía y Hostos, amores míos, me han dado lecciones de libertad, de solidaridad, de justicia que llevo marcadas como carimbo en las líneas de mis manos, pues con estos elementos construí las coordenadas de mi universo. Y creo que todo esto se dice con humildad y con silencio. Si en este momento no lo hago así es porque alguna mano generosa me ha puesto en este lugar.

Cuando se me invita a ofrecerles esta conferencia inaugural sólo puedo pensar que aquí, en Chile, gravitan también, sobre todos ustedes, estas mismas lecciones de libertad, de solidaridad, de justicia y de amor, y que la invitación que se me hiciera ponía en evidencia su interés por la libertad de Puerto Rico, su compromiso solidario con los pescadores que en Vieques enfrentan el poder de la Marina de Guerra norteamericana, su amor por aquellas pequeñas porciones de la tierra latinoamericana que aún no caen dentro de la justicia del abrazo de ustedes. No tengo manera de agradecerles este gesto de redención como no sea confesando que se agiganta aún más mi amor por esta tierra de las furias y las penas, del viento en los álamos y las uvas, tierra maestra de tanta ardiente paciencia. Muchísimas gracias…

Como si entre la nueva intelligentsia se permitiera el influjo de los brujos que profetizan periódicamente el fin de los tiempos, acaso no haya mejor momento para las tesis posmodernas sobre el fin de la historia que esos imaginarios fluidos que llamamos fin de siglo. Y como también lo finito que termina va atado a lo finito que comienza, los inicios de los siglos también mueven a colocar etiquetas, accionar resortes y tantear pronósticos. Tenemos la propensión a demarcar los ríos de continuidad histórica, a manera de decir, por ejemplo, en esta fecha, con tal acontecimiento, se inicia el siglo tal y con tal otro acontecimiento se cierra.

Voy a incurrir en este error de etiqueta y categorización porque creo que es inútil sacarle el cuerpo a su seducción, y porque creo que en el fondo es un ejercicio de comunicación útil por su claridad de esquemas. Los esquemas, bien lo sabemos, son sólo, a fin de cuentas, proposiciones, tanteos en el claroscuro -o en el umbral de nuestras certidumbres- que no pretenden fijar verdades sino sólo interpretaciones más o menos informadas en un proceso de diálogo y de acercamiento a la realidad que nunca termina. Pero, además, me mueve el hecho de sentir que no me represento a mí mismo en estas jornadas, sino a los escritores de mi país, Puerto Rico, así como me mueve la certeza de tener que enfrentar equívocos sobre nuestra historia y certidumbres defectibles sobre nuestra realidad cultural y política.

Se piensa, por ejemplo, que consentimos la colonia; se piensa que somos norteamericanos; se piensa que hablamos inglés o que somos bilingües; se piensa que el embajador yanqui en Chile representa a los puertorriqueños. Si este es un encuentro de escritores latinoamericanos, tengo que agradecer, otra vez, a los que han sabido que una representación de Puerto Rico era imperativa, pues no se puede reflexionar sobre las identidades latinoamericanas ni vislumbrar una utopía posible para Nuestra América sin contar con nuestro punto fronterizo.

Frontera imperial desde Colón -y lo digo como homenaje póstumo a Juan Bosch-, el Caribe fue campo de lucha de las potencias europeas durante siglos hasta que los Estados Unidos logró imponer con la guerra del 1898 su hegemonía. Sobre este escenario comenzaron todas las invasiones de América, así como también, todas las rebeliones: todas las venas abiertas de esta América Nuestra. Pero, cierto es también, por el Caribe comenzaron las restauraciones y las reinvasiones. Luego, tras la guerra contra España que le permitió ocupar a Puerto Rico, Cuba y Filipinas, Estados Unidos desarrollaría una ininterrumpida actividad de intervención que le permitiría construir y establecerse en el Canal de Panamá, así como intervenir continuamente en Nicaragua, Guatemala, República Dominicana, Haití, Venezuela, Colombia, Honduras, etc. El Caribe parece haber sido para ser enclave de todos los poderes que aspiran a la hegemonía en Occidente, o, sencillamente, plataforma imprescindible del poder. Acaso por eso mismo, nunca hemos visto un más abigarrado carnaval de identidades que sobre estas tierras quemadas, ni encrucijada donde se enseñoree con mayor tesón una utopía.

500 años después de Colón continúa la reoccidentalización del mundo dentro del marco de una globalización que hasta hoy sólo podemos considerar como un capitalismo imperialista que continúa apoyando, mientras puede, como garantía del poder, a esa economía neoliberal que parece inevitablemente fundida con la corrupción y con cierta versión ya hoy desacreditada de la democracia. Y cuando no puede, apoya la economía neoliberal y el golpe de estado, o la economía neoliberal y la invasión, el bombardeo y la guerra abierta o encubierta.

Quiero recordar aquí, como punto de partida, dos reflexiones que me parecen instrumentales: La primera nos recuerda que la historia de las Antillas es un contrapunteo entre la realidad y el deseo, un imaginario construido no sólo por la esperanza y la utopía sino con la mediación de una imaginación colonizada, pues el caso colonial de las Antillas se prolongó hasta mucho después de lograr su independencia el continente de Bolívar y San Martín. Si Martí afirmaba al borde del fin del siglo XIX que «no hay letras que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar con ella. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya Hispanoamérica», daba al clavo con este problema de la identidad cultural, no sólo antillana -que vislumbraron tempranamente Andrés Bello y el mismo Bolívar-, pues Martí se expresaba sobre el continente todo al referirse al problema de los imaginarios colonizados. Así, pues, tengo que partir de un hecho común a muchos de nosotros, pero especialmente determinante para nosotros en El Caribe: nuestro siglo XX es un siglo de intervención colonial norteamericana.

Problema cardinal, eje ontológico que no se gasta, la invasión norteamericana puso sobre el tapete, según una famosa frase de Pedro Albizu Campos, «la suprema definición: yanquis o puertorriqueños». Sabemos que somos seres históricos y que esta definición albizuista parece ignorar la complejidad y conflictividad del problema. Pero no somos nuevos en este debate del ser o no ser. José Luis González, en un célebre ensayo que tituló El país de cuatro pisos, delineó los planos de un proceso de construcción nacional que en nuestro caso, según expone González, y transcribo aquí a grosso modo, cuajó en Puerto Rico, ya en el siglo XVIII, una primera versión de identidad nacional afrocaribeña -un país de jíbaros negros, como en todo el Caribe-; una segunda versión de reconstrucción de esa identidad impuesta por una inmigración blanca fomentada con toda intención tras la revolución haitiana que se extendía por el Caribe, inmigración que creó en el siglo XIX, en Puerto Rico, un país escindido en clases y etnias; y una tercera versión, ya en siglo XX, inducida por las revolturas del régimen colonial norteamericano, en parte desmanteladoras y en parte modernizadoras. La cuarta propuesta, o «cuarto piso», según González, fue el proceso acelerado de industrialización que liquidó nuestro telurismo e instaló la ilusión del régimen autonómico que se llama aún oficialmente Estado Libre Asociado, nombre esquizofrénico según algunos, que en los años sesenta comenzó a entrar en crisis tras la elección del primer gobernador anexionista.

A lo largo del siglo XIX, mientras España se debatía entre el régimen monárquico y los balbuceos republicanos, las Antillas agudizaron una crisis de identidad que comenzó a enardecer en los palenques de esclavos y entre los cimarrones, y también entre los criollos que adoptando con ironía la voz del jíbaro dejaban traslucir en medio de la censura imperante su creciente impaciencia contra el despotismo. Entre rebeliones de esclavos, fue cuajándose una conciencia antiesclavista que es una de las páginas más heroicas de nuestro siglo XIX. Entre esas páginas figura la presencia enaltecedora de Ramón Emeterio Betances, mestizo que se yergue como líder del antillanismo en el Caribe, como líder de la lucha contra la esclavitud y cómo líder de la lucha por la independencia de las Antillas Mayores. Es el rostro mulato de nuestro primer grito de independencia.

En el 1868 estalló en Lares ese grito planificado por Betances, grito que resultó en un aborto precipitado por una delación, y que parecía estar coordinado con la Revolución republicana triunfante en España y con el Grito de Yara y su secuela, la Guerra de los Diez Años, en Cuba. Se trató de un estado de desazones e inquietudes que no encontró solución hasta que culminó la guerra reiniciada por Martí en el 1895. Manuel Zeno Gandía, médico y novelista, había retratado en La charca la sociedad colonial como aguas estancadas y putrefactas, y al jíbaro enviciado. Hostos había analizado la obra del poeta cubano Plácido, para poner en evidencia a la sociedad colonial como «el cadáver de una sociedad que no ha nacido».

Pero Hostos, Eugenio María de Hostos, defensor de la soberanía antillana desde 1863, conspirador de la Revolución Septembrina española por creer que la nueva República Española reconocería los derechos políticos de sus islas, conspirador en Nueva York y en el Caribe, junto a Betances y Luperón, propagandista por toda la América del Sur de la necesidad para esa América de completar en las Antillas el sueño de Bolívar, artífice de una revolución cultural latinoamericana, primero desde una trinchera dominicana, y luego, en Chile, desde el Liceo de Chillán, y más tarde desde el Liceo Miguel Luis Amunátegui de Santiago, regresa tras un prolongado exilio en el 1898, tras la invasión norteamericana, para encontrar su pueblo en un estado de miseria y absoluta languidez anémica, en el espíritu y en el cuerpo. Muerto Betances, se yergue como protagonista de un caos en el que todo se precipita, y propone a los puertorriqueños la necesidad de unirse en el reclamo de sus derechos naturales como pueblo, y en el reclamo de las prerrogativas a que tenían derecho bajo la constitución federal del país invasor. Por dos años intentó instrumentar una liga de patriotas, e intentó instruir y mover a la opinión inerte. No tuvo éxito. Sin embargo, su demanda de un derecho de plebiscito y del derecho de Puerto Rico a la autodeterminación sigue vigente porque nunca, en los más de cien años transcurridos, el gobierno federal ha instrumentado una votación a esos efectos. Asimismo, sigue vigente su admonición en el sentido de que sólo con unidad de pueblo, y bajo una acción de consenso, puede moverse a actuar el poder imperial.

La existencia de una generación puertorriqueña del 98 es algo que se discute y se cuestiona. Francisco Manrique Cabrera, historiador primero de nuestra literatura, la llamó «generación del tránsito y del trauma». Sin embargo, aunque difícilmente le cuadre el concepto de generación, opinamos que no puede cuestionarse la existencia de una época de ahogos simultáneos en los planos político, económico y social, por los sobresaltos y las expectativas de una identidad cultural sin apoyo real, por los deslizamientos de una ruina repentina, por el eclipse de una caída. Los claroscuros de ese entonces son en nuestro medio mucho más salvajes y dramáticos que los de Ariel, y seguramente van más a tono con el Calibán de Roberto Fernández Retamar. Aunque el modernismo había estrenado en Puerto Rico sus galas en fechas tan tempranas como 1886, lo cierto es que los hechos del 98 le imprimen a nuestro modernismo un matiz muy poco exótico y desarraigado. Antes bien, todo lo contrario. Hablo del modernismo de José de Diego en sus Cantos de rebeldía y sus Cantos de pitirre, y hablo del modernismo de Luis Lloréns Torres en su «Canción de las Antillas». Hay una vuelta a la tierra y una idealización del pasado que harán enaltecer la vida del jíbaro y evocar con nostalgia sin desmanes ni acritud a la madrastra española. Procuramos rescatar los símbolos patrios de la época española, la lengua española, la historia borrada de la insurrección de Lares. Se llegará a evocar, incluso, la vieja felicidad colectiva, que Virgilio Dávila retrató en su Pueblito de antes.

Pero por estos años no dejarán de redefinirse las luchas políticas y sociales, así como los contendientes, pues veremos, entre otras, el brote de un reto obrero, una emigración masiva, la imposición del inglés como lengua oficial y lengua de enseñanza, y la imposición de la bandera imperial que llamamos la pecosa. En actitud de reto crecerá la voz de una vanguardia que busca definir la nación en el verbo expansivo de Evaristo Ribera Chevremont y de Clemente Soto Vélez. La llamada generación del 30, que otros críticos han llamado con mayor precisión «literatura de la crisis social y cultural de la identidad nacional puertorriqueña» (José J. Beauchamp), se autodefine por su propósito de buscar respuesta a la pregunta sobre el ser puertorriqueño, qué somos, cómo somos.

Insularismo, de Antonio S. Pedreira, es seguramente clave en este esfuerzo de búsqueda de una identidad que se define como nacional, aunque está compenetrada de lastres ideológicos de prejuicios de clase, de hispanofilia, y de ese telurismo hijo de los determinismos genético y geográfico que convirtió al jíbaro blanco de la altura en encarnación del ser nacional.

Obras como La llamarada de Enrique Laguerre, Tiempo muerto de Manuel Méndez Ballester o La carreta, años después, de René Marqués, exploran aspectos de una ruralía desvirtuada, de una clase de hacendados destituida de sus atributos, de un mundo sencillamente moribundo. El criollismo que giró en torno al jíbaro de la altura, le atribuyó esa estrecha vinculación con lo telúrico que tuvo el indio latinoamericano, según Mariátegui. Pero el pesimismo no deja escapar la oportunidad de denunciar la presencia perturbadora de los bárbaros que se apoderan de la tierra y del sistema capitalista que los proletiza. No existe en nuestra literatura un drama que exprese mejor ni con mayor altura estética la expulsión del paraíso, la enajenación de la tierra prometida, que Los soles truncos de René Marqués, escrita años más tarde. Así también, tardíamente, Abelardo Díaz Alfaro constituirá en su cuento «El josco», a un toro padrote de nación, pero sustituido por un toro norteamericano y sometido a yugo, como símbolo irredimible de una existencia atribulada, desesperada, y sin redención.

Curiosamente, esa visión grave que otras veces se concretiza en la expresión que alude al puertorriqueño aplatanado, y dócil, se opuso a la arenga insurgente y heroica que el Partido Nacionalista predicaba a partir de la década del treinta en la voz de Pedro Albizu Campos. A pesar de sus rémoras y limitaciones, el nacionalismo albizuista logró poner en jaque al régimen norteamericano. Los documentos entonces secretos, ponen en evidencia que Albizu fue una especie de archienemigo de Edgar Hoover, el siniestro jefe por décadas del FBI. La estrategia para neutralizarlo fue la legalización de la represión política a través de una ley que se conoció como Ley de la mordaza, cuya invocación se utilizó para encarcelar repetidamente a Albizu Campos y a todo el liderato de ese Partido por más de 20 años. Mientras, se inició la práctica del carpeteo que articuló una unidad llamada de inteligencia levantándole un expediente secreto a todo independentista o amigo o simpatizante de independentista, y acosándolos de manera abierta en su lugar de trabajo y en su vecindario, fabricando casos y recurriendo, incluso, al asesinato.

Una de las repercusiones más extraordinarias que tuvo esta represión sistemática ocurrió con el caso inaudito de Francisco Matos Paoli.

Poeta desde la década del treinta, la represión hace presa de sus pocos años cuando se le acusa de cinco delitos: cinco distintos discursos de un poeta de la patria. En la cárcel su razón delira y se pierde en brumas. Sin embargo, escribe en las paredes y en pequeñas hojas de papel que sus familiares logran sacar de la cárcel de manera inadvertida, cantos a la Luz de los héroes, un Canto nacional a Borinquen, y más que nada, su incalificable Canto de la locura, libro en el que la mordaza represora se hace luz de epifanía y en el que el amor a Dios y a la patria corren parejos, mutuamente ungidos, en una apoteósica redención. Pedro Albizu Campos es el segundo rostro mulato de la independencia de Puerto Rico.

Juan Antonio Corretjer fue Secretario del Partido Nacionalista. Es otro de los poetas extraordinarios que se desprenden de este frutecido nacionalismo albizuista, aunque luego evolucionó hacia el socialismo, e incluso fundó una liga política. Nadie como Corretjer expresó de manera más transparente lo que es el amor a la patria y lo que es una vida dedicada, con sólo una pausa para el amor, a la lucha por la liberación y a la lucha social de los trabajadores. Su libro Alabanza en la torre de Ciales contiene uno de sus poemas más conocidos, musicalizado como muchos otros suyos, titulado «Oubao moin», expresión ésta que en lengua de los indios caribes nombra a Puerto Rico como «tierra de sangre». El poema explica cómo la nación fue creada, sin proponérselo, por las manos que trabajaron la tierra, los caminos, el café y el tabaco, y cómo luego, lo que es la parte más importante, la patria liberada misma será una creación irrenunciable del trabajo.

Julia de Burgos, o Julia del Agua, como la llamó amorosamente don Pedro Mir, también pertenece a esta generación hija del nacionalismo albizuista. Siguió, en el aspecto doctrinal, una evolución parecida a la de Corretjer, pero la cifra de su vida es diferente, pues la traspasa la leyenda de un amor trágico. Conocidísimo es su canto al Río Grande de Loíza, su amante río-hombre, que termina con aquella referencia a su llanto para su «esclavo pueblo», pero cargando con las notas de un neorromanticismo más íntimo que desesperado.

La búsqueda de nuestra identidad nacional tomó también otros derroteros de interés cuando Luis Palés Matos apunta en un libro célebre, llamado Tun tun de pasa y grifería, a la negritud. En efecto, el carácter afrocaribeño de nuestra cultura nacional señalado por Palés apuntaba no sólo al rescate del afantasmado rostro negro de nuestra cultura, sino también a la necesaria ubicación de nuestra identidad nacional lejos de los enormes rótulos que apuntaban hacia Occidente y dentro del contexto geográfico de los pueblos del Caribe. Atizado por la maestría del verso inigualable de Palés, en Puerto Rico no olvidaríamos su lección aún cuando se intentase domarla como simple máscara de folclor y carnaval.


«Por la encendida calle antillana va Tembandumba de la Quimbamba -rumba, macumba, candombe, bámbula- entre dos filas de negras caras».
(Majestad negra)               

Pero la mordaza impuesta al nacionalismo tiene también otra historia: la creación y fundación del Estado Libre Asociado. Además de coincidir con el empuje del nacionalismo, coincidió con la historia de la Segunda Guerra Mundial. Si la Primera Guerra Mundial nos trajo entre otras consecuencias la imposición de la ciudadanía de Estados Unidos en 1917, la segunda nos traerá una constitución editada y rectificada por el Congreso estadounidense. Con ella vino la elección del puesto de gobernador, aunque permaneció la autoridad congresional sobre todos los aspectos fundamentales, y la supremacía inapelable del tribunal federal de San Juan. Pero la guerra tuvo también la consecuencia de secuestrar gran parte de nuestras tierras, que pueden ser incautadas para propósitos militares, como en efecto ocurrió con las islas de Culebra y Vieques, ambas municipios nuestros. El ELA, proclamado en 1952, tuvo también como propósito eliminar a Puerto Rico de la lista de territorios a descolonizar por las Naciones Unidas. Su creación está vinculada a un proceso de industrialización y de empobrecimiento de la ruralía que se concretó en un tránsito poblacional descomunal del campo a los arrabales de la capital, y de la capital al ya nutrido exilio neoyorkino. Con este tránsito modernizador, recorrido e impugnado en el drama de René Márques La carreta, se transforma de manera imponderable el país. Es el cuarto piso en el desarrollo de la nación que mencionaba José Luis González.

Precisamente González es uno de los iniciadores de una nueva narrativa que se ubica en la ciudad, con sus personajes y sus miserias. El hilo del asunto llevará a estos escritores a tratar desde la isla el tema del exilio en la urbe neoyorkina. Pedro Juan Soto, recopila varias historias del barrio neoyorkino en el que los puertorriqueños son tratados como spiks, expresión coloquial despectiva que es también el título de uno de estos libros de relatos (1957). Soto será también uno de los que primero novelará la historia del secuestro de Vieques en una novela de 1959 que se titula Usmaíl, nombre trágico-cómico del protagonista, hijo de una negra viequense y de un empleado yanqui del servicio postal USMAIL. Un realismo muchas veces desesperanzador y existencialista anega muchas de estas páginas que se detienen en el examen minucioso de las lacras de la depauperización social, la abulia del lumpen, la anonimia del arrabal, el alcoholismo, la drogadicción, el abuso contra la mujer y los niños, el analfabetismo, y la guerra.

Otro de los aspectos más complejos y dramáticos de esa identidad puertorriqueña que buscamos la constituyen las caras del exilio. Puerto Rico, como país colonial, tiene una proporción enorme de su población que vive desterritorializada. Como Estados Unidos es uno de esos países que rastrea el DNA de la sangre y que exige ser americano viejo, es decir, de nacimiento, de padres y abuelos y bisabuelos norteamericanos, los puertorriqueños que pueden reclamar ciudadanía desde 1917 no se sienten nunca parte de la sociedad norteamericana, y como hablan un español defectuoso y muestran hábitos diferentes a los isleños, tampoco son plenamente aceptados en nuestro país. La parte neoyorkina será rama segregada de la isleña por cuanto parte de otras experiencias, recorre la ruta del desconcierto de una identidad perdida, de la nostalgia, del choque de culturas, del discrimen social, del encuentro de lazos afines extranacionales, como la identificación entre latinos, o la identificación tercermundista con emigrados de otros países colonizados por potencias europeas, o la identificación de clase proletaria. Además, está la ambivalencia ante el idioma y la elección en muchos casos del inglés que entienden muy pocos en la isla y que abre una brecha, acaso irreconciliable, que bifurca la nación. Esa condición híbrida, mezcla de ser y no ser, genera una agonía de muy difícil solución. Algunas historias de la literatura los ignoran o sólo mencionan algunas figuras más destacadas que ya habían ganado su espacio en el país. Otros los incluyen como un sector o grupo aparte, de autores neoyorricans, expresión que no esconde un matiz peyorativo y segregador. No obstante, siempre habrá que reconocerles la necesidad de aprender, como Calibán, la lengua del amo si se aspira a maldecirlo y reclamarle en su lengua un día: «¡Libertad, tirano!».

Pero los años sesenta serán años de cambios radicales en todo el mundo. Abren con el triunfo de movimientos de liberación nacional, la guerra de Viet Nam, el triunfo de la Revolución Cubana y la imagen mítica del cadáver del Che Guevara que sigue triunfando como el Cid. En Puerto Rico, sacude la muerte de Pedro Albizu Campos y el primer triunfo electoral de un gobernador anexionista. La poesía de la generación del sesenta se centrará en el compromiso con la lucha por la libertad de Puerto Rico desde una perspectiva nacionalista-socialista. Este último ingrediente, en cuanto encuadra según el concepto de la lucha de clases muchos elementos culturales de manera diferente, dará espacio para intensas polémicas entre estos poetas con sus mayores. Varios grupos darán respuestas a las inquietudes generacionales, pero de ellas sobresale el grupo de Guajana, nombre de su revista. El telurismo de su nombre, que se refiere, como sabemos, a la flor de la caña de azúcar, disfraza el hecho de que su vocación nacionalista inicial, a la vez continuidad y ruptura, se dirigirá por el cauce, según algunos, de un realismo socialista mesiánico, aunque lo cierto es que este ingrediente es sólo uno, aunque tal vez protagonista, de un registro amplio y diverso de voces y de temas que incluyó la ternura armada, evocadora del tiempo, del amor, del dolor y de la muerte. Entre ellos, Vicente Rodríguez Nietzsche, Andrés Castro Ríos, José Manuel Torres Santiago, Wenceslao Serra y muchos otros.

Por otra parte, la novela se ocupa de denunciar la transculturación y enajenación que amenaza al país (Emilio Díaz Varcárcel), la naturaleza colonial del ELA (César Andreu Iglesias), y la destrucción apocalíptica de Vieques a manos de los nefilim -figuración bíblica de ese mundo hebreo poblado de seres míticos incomprensibles y horribles- que en Vieques representan los marinos del Navy norteamericano (en la novela de Carmelo Rodríguez Torres titulada Veinte siglos después del homicidio).

Pero las lanzas coloradas de la generación del sesenta nutrieron las vertientes de muchas polémicas que se desarrollarían de manera diversa y que desmantelarán poco a poco la ideología sesentista. Algunos llevarán la revolución al plano estético; otros se desplazarán del plano sociopolítico para realizar reinternaciones por una intimidad que se siente marginada y desarraigada de valores y propósitos; otros, recurrirán a refugiarse en una intimidad soledosa y encastillada, vacía en su desencanto; otros, transitarán a través de una realidad anárquica, alucinada y esquiza; algunos despertarán a la luz pública sus pasiones prohibidas homosexuales, y luego la penalidad terrible del sida; otro grupo corresponderá al rescate de las peculiaridades del sexo femenino reprimido y darán cuerpo de mujer a su palabra renacida para retar incluso la obscenidad; otros darán protagonismo, entre la ironía y la parodia, a la voz popular de la calle, y con ella, la del salsero, la del desempleado, la del drogadicto, la del exilio. Son las rutas múltiples de lo que llaman transgresión del canon, que recorren voces maestras como Ana Lydia Vega, Iván Silén y Roberto Ramos Perea, entre tantos otros. José Luis González explica el fenómeno en términos de lo que llama plebeyización de nuestra literatura que resulta en una reafirmación cultural de una identidad nacional que hace causa común con los innumerables rostros de lo popular y que ejemplifica magistralmente Juan Antonio Ramos. Luis Rafael Sánchez se refiere a lo que llama, poética de lo soez. Contrario a Edgardo Rodríguez Juliá que ha hecho la crónica, todo oído, de ese mundo que borbotea sin máscaras su carnaval diario, Luis Rafael Sánchez concreta en La guaracha del Macho Camacho la parodia grotesca, mezcla de realismo y caricatura, de ese mundo colonial enfermo que Manuel Zeno Gandía metaforizó a fines del siglo XIX, respecto a la colonia española de Puerto Rico, como una charca. La charca, aquella novela realista-naturalista, es, como dijimos antes, el festival putrefacto de las aguas estancadas en el que agoniza eternamente un jíbaro irredimible. Entonces se habló de Puerto Rico como el cadáver de una sociedad que no ha nacido. Sánchez le otorga a esa noria donde todo gira como animal amarrado y no va a ninguna parte, una visión que es paradigma de nuestra posmodernidad colonial: un tapón, un embotellamiento del tránsito, un corcho de vino puesto a un culo así enmudecido entre los gritos ensordecedores de la radio, con la violencia de una violación y de un asesinato.

Cierto es que en los noventa, y a tono con eso que se ha dado con llamar posmodernidad, predomina una literatura que reniega de mesianismos y descree de utopías; una literatura virtualmente inerte o sorda a los reclamos de la nación y de lo nacional, y dedicada a individualizar la experiencia, por lo general de tonos pasteles. Algunos de ellos se identifican con lo que han llamado generación soterrada, otros emergente, pero siempre automarginada, que busca autodefinirse sin referencia a sus raíces, pues las han desvirtuado como mero imaginario, metarrelato, virtualidad. José Ángel Rosado se refiere en una antología reciente titulada El rostro y la máscara, a una «suspensión de la continuidad». Otra antología de narrativa antillana recircula ese concepto del brasileño Oswald de Andrade que llama él canibalismo y que se refiere a la propensión a tomar libremente elementos que se aplican a contornos diferentes del original, descontextuándolos y desreferenciándolos de manera que no significan nada.

Algunos de los defensores de la perspectiva posmoderna en Puerto Rico han convertido la historia en metáfora y han convertido la lucha por constituir la nación puertorriqueña en un gato que maúlla a los ángeles caídos. Para nuestra sorpresa, un grupo divulgó un manifiesto en el cual proponían lo que llamaron «estadidad radical» bajo el alegato de que la anexión de Puerto Rico era un hecho irreversible en un mundo globalizado, y de que la tarea posible entonces era radicalizar esa anexión adelantando causas sociales como la feminista, la sindical, la racial.

La tesis posmoderna se produjo en un contexto desalentador. Desde los años sesenta, de las últimas nueve elecciones, cinco de ellas las ganó un partido político que favorece y plantea como causa primera la búsqueda de la estadidad. Contra esa oleada anexionista, uno de los baluartes de la resistencia política de los puertorriqueños fue el que ofreció el mundo de las letras y de la alta cultura. Atrincherados en la poesía, la narrativa, el ensayo, el teatro, las artes plásticas, la música sinfónica y la popular, la producción cultural puertorriqueña siempre enarboló la bandera nacional, aún cuando estuvo prohibida, y rescató de la historia las páginas de orgullo sepultadas, las figuras históricas como Hostos, Betances y Albizu. Atrincheradas, o en la brecha, como dijo uno de nuestros poetas del 98, nuestras artes identificaron nuestros valores y símbolos nacionales, exploraron las causas de nuestros desconsuelos, expusieron las lacras del coloniaje, mantuvieron y recuperaron el ejercicio de un vernáculo que se ha fortalecido en vez de debilitarse. Por eso la tesis de la «estadidad radical» amenazaba con tener un efecto demoledor, pues algunos de sus propulsores eran intelectuales de reputación establecida que habían medrado en ese lindero de las izquierdas. Algunas de las nuevas voces más conocidas y mejor establecidas, como Rosario Ferré, incurrieron en la práctica también «escandalosa» de escribir sus obras en inglés, práctica que hasta entonces sólo habíamos visto en el sector de los nacidos en exilio, pues no cumple en Puerto Rico una necesidad de la comunicación. Hay dos lenguas oficiales, pero más del 80% de la población no domina la conversación en inglés, el 98% reconoce al español como su vernáculo, y no hay una sola comunidad que reclame el inglés, a menos que, como algunos posmodernos sostienen, la población nómada, en el exilio, se considere como una de ellas.

Un cuento de Luis López Nieves publicado en 1983 me viene muy a propósito de la tesis que estoy por enunciar. Se titula Seva: historia de la primera invasión norteamericana de la isla de Puerto Rico ocurrida en mayo de 1898. El largo título busca la confusión con un texto de historia. Se publicó por primera vez en la revista cultural (En Rojo) de un periódico de izquierda (Claridad) sin advertir que se trataba de una ficción. El texto es un collage compuesto por un historiador que dice estar oculto porque teme por su seguridad. La razón: el haber descubierto que hubo una invasión norteamericana anterior a la de Guánica, en un pueblo llamado Seva, donde los puertorriqueños rechazaron y derrotaron a los norteamericanos. Tras la invasión llevada a cabo meses después por Guánica, los norteamericanos destruyeron Seva así como borraron toda referencia documental de su existencia. Muchos lectores no se percataron inicialmente de que se trataba de una ficción, y como ocurrió con la célebre trasmisión de Orson Wells sobre la invasión de los marcianos, el texto causó en muchos una impresión de impacto por significar la certificación anhelada de un heroísmo retroactivo, una épica fantasmal.

Los asombrosos hechos de Vieques no sólo han desmentido la tesis posmoderna de la virtual anexión de Puerto Rico y la pintura despectiva que hizo del nacionalismo puertorriqueño: resultan ser también, de cierta manera, una realización de la heroica hazaña que ficcionalizó López Nieves en Seva .

Digamos de entrada que a todo el mundo sorprendió el intenso y virtualmente unánime consenso que en Puerto Rico generó la muerte de David Sanes. Se trataba de un desconocido guardia de seguridad viequense muerto por una bomba errática lanzada por un avión durante una sesión de práctica de la Marina de Guerra Norteamericana. La Marina de Guerra utiliza a Vieques para sus prácticas de bombardeo desde el aire y desde el mar, así como prácticas de desembarco, desde la Segunda Guerra Mundial. Por más de sesenta años han echado sobre Vieques toda clases de materiales bélicos, detonantes, incendiarios, radiactivos incluso, sobre tierra y en la atmósfera, con absoluta impunidad. Las agresiones a la población civil, la estrangulación de la economía severamente limitada, la contaminación que auspicia alarmantes índices de mortalidad infantil, cáncer, hipertensión, envenenamiento con plomo, mercurio y otros metales, habían caído en los oídos sordos de la población de la isla grande y del gobierno estatal. De vez en vez pequeños davises enfrentaban a Goliat: pescadores en lanchas de muy pocos metros interrumpían las prácticas de portaviones y acorazados. Sin embargo ahora, como antes nunca en la historia política de Puerto Rico, todas las organizaciones políticas, religiosas, sociales habían coincidido en la determinación de parar las prácticas militares. Nunca en la historia política de Puerto Rico se habían hecho manifestaciones más masivas y contundentes, ni nunca se han producido resultados electorales tan definitivos. El fenómeno que se ha producido desborda el organigrama partidista, pues la verdadera fuerza gestora la ejercen los poderes civiles. Acaso por eso, esa fuerza gestora no ha podido ser neutralizada por la Marina de Guerra, que tiene sus mecanismos ocultos para controlar los partidos políticos principales. Por primera vez en nuestra historia, esa nación dividida que es Puerto Rico -casi cuatro millones de almas en la isla y cerca de otros dos en el exilio- ha unido las fuerzas de la banda de allá, la del exilio, con la de acá. La nación puertorriqueña se aglutina como quiso Hostos hace más de cien años y, como lo anticipó Hostos, sólo unido tiene finalmente el país la fuerza de imponerse sobre su destino.

Aunque más tarde que temprano un sector del anexionismo encontró oportunidad de abandonar el barco, lo cierto es que la unión absoluta del pueblo de Puerto Rico logró detener las prácticas y paralizó por más de un año al gobierno federal. Cuando se reactivaron las prácticas detrás de unas directrices promulgadas por el presidente Clinton que permitían las prácticas por tiempo limitado y sólo con municiones inertes, directrices que además llamaban a realizar una consulta al pueblo de Vieques sobre la continuación de las prácticas a cambio de unos cuantos millones de dólares, la desobediencia civil masiva, la incursión en la zona prohibida de centenares de desobedientes civiles, obligó al gobierno a utilizar sin disfraz toda su fuerza bruta. Esta situación que se ha mantenido desde entonces, ha forzado al presidente Bush a cancelar la consulta, pero anunciando el retiro definitivo de la Marina de Guerra en mayo del 2003.

Una última reflexión.

La globalización no es un hecho exclusivamente posmoderno: podemos verlo como un antiguo proceso de expansión incluido en la historia humana desde que partió hace miles de años desde el África ecuatorial hacia el norte. El proceso aprendió a cruzar desiertos, a extenderse por los cuatro puntos cardinales, y bordeó África, e hizo del mundo mundo cuando encontró las Indias Occidentales, y descubrió la unidad básica del género humano y de los derechos civiles; y se situó en el contexto de la evolución de las especies; y se expandió por el espacio; así como descubrió cómo unir el universo cibernético con el universo de las necesidades concretas de cada cual en cada lugar. Estos fenómenos han transformado, varias veces, nuestra manera de pensar y sentir. Son fenómenos verdaderamente poderosos. Pero al hablar de globalización, ¿hablamos verdaderamente de todo esto, o nos limitamos a pensar cómo la red cibernética propulsa la integración -¡jerarquizada!, ¿eh?- de las economías del mundo y con ella el desarrollo de más grandes monopolios, y cómo se distribuye por el mundo la información manipulada y controlada de grandes centros distribuidores massmediáticos, entre los cuales juegan también su papel con dólares y centavos las casas y medios editoriales?

Cierto es que el sujeto se constituye en su lengua y que no hay un sujeto anterior a ésta, pero ello no quiere decir que el sujeto sea sólo una máscara porque una lengua no se quita y se pone como una camisa. Si el problema de la identidad es siempre un problema de sujetos, y si hemos aprendido que los sujetos no pueden ser concebidos aisladamente, sino dentro de una red de relaciones sociales, histórico-culturales y materiales, entonces el planteamiento del problema nos mueve a indagar con quiénes compartimos el espacio, los esfuerzos, la cooperación y los dolores. Es un asunto de afinidades y empatía, de punto de anclaje y de orientación en la rosa de los vientos del porvenir. Démosle los escritores sentido pleno a la expresión que alude a la mujer y el hombre de palabra. La identidad que buscamos no puede ser la de la élite cultural latinoamericana, sino la de nuestros pueblos. Esa fue la gran lección de Pablo Neruda que no quiero ni puedo olvidar. Pero hablar de la identidad de nuestros pueblos es volver al conflictivo y complejo entramado de nuestras naciones que pugnan y pujan, con ardiente paciencia, por un porvenir menos estrecho y más promisorio. Hablar de porvenir con los ojos conmovidos ante la visión de una utopía desesperadamente urgente, que se llama a cacerolazos, con paros, fuego, pancartas y pedradas en Buenos Aires, lo mismo que en Quito, Santiago, Chiapas y San Juan, es colocarnos en trincheras de lucha, asumir bando, reflejar el rostro elegido. Es, en fin, lección de la solidaridad porque siempre, siempre, participamos de la otredad.

En el Primer Encuentro de Escritores Latinoamericanos de Asunción, en 1994, vi irrumpir, literalmente, en el salón de actividades solemnes, a un personaje que encarnaba la voz de la pobreza y la marginación, y protestaba contra la discriminación y la persecución. En Corrientes, Argentina, vi cómo las actividades de las Segundas Jornadas Sobre Educación, Literatura y Comunicación, se desarrollaron en medio de las plazas ocupadas ya por los desempleados y los empobrecidos. En Granada, España, el Congreso de Comunicación Social de la Ciencia parecía desentenderse de los gitanos afuera. En San Felipe y La Ligua, Chile, 1997, una muchedumbre de adultos y adolescentes estudiantes buscaban desesperadamente su propia voz. En mi San Juan de Puerto Rico, centenares de deambulantes, violentados por un sistema excluyente que le huye a la solidaridad, han regresado por una limosna de misericordia, y un grupo de enajenados pide que la Marina de Guerra bombardee ad infinitum las tierras viequenses y nos engañe y defraude mil veces más.

¿Cómo podemos atar, de manera tan imbricada que cobre pleno sentido, todo esto con esa isla de Vieques que el poeta llamó con insondable ternura nuestra Isla Nena? Corretjer, el Secretario del Partido Nacionalista cuando lo presidió Pedro Albizu Campos, escribió hace décadas este hermoso poema que tituló «Día antes»:


«Jugábamos a recrear este mundo. Hacíamos pichinchas, illimanis, aconcaguas, paranás, moctezumas, incas, caupolicanes. Juguetes para niños: cibucos y loarinas, guilartes, asomantes, maravillas. Piedras preciosas: luquillos lapislázulis, hechizadas pargueras nocturnales, amonas de esmeraldas y oro. Un Vieques nada más, color de grito. Un mar: éste lo hice a solas para ti, con una barca que fuese una magnolia. Y muchos peces de colores. Última hora puse en él unas rocas negras para que se hiciese la espuma. En el fondo, con hilos de mis venas, cosí el coral. Alzaste los ojos. Y en el espacio superior, vacío, fulgió el azul. Pero volvió a ocurrir. Se robaron el mundo, las formas, el color. Sembraron la moneda. Rebanaron la tierra. Partieron el mar. Hirieron los montes y raptaron las islas. Paraíso ¡te falta tu habitante verdadero! Para que nazca el que te merece construiremos ¡oh espanto! la guerra, haremos ¡oh gloria! el combate. ¡Hijo del fuego y el amor, lucha! -Tu herencia es el paraíso-».

Perdonen si la ternura por la tala me sonrojó la conferencia. Cosas del amor que les decía. (Por eso les advierto otra vez que lo que acaban de oír es sólo la interpretación antojadiza de un esquema que excluye mucho más de lo que incluye, y que desaprobarán los críticos posmodernos que parecen dominar hoy en San Juan de Puerto Rico). Yo, por lo pronto, de espaldas a cierto mercado de identidades que se compran y se asumen temporeramente, me coloco el rostro de un pescador de Vieques llamado Taso Zenón. Un pescador que conoce las causas de su hambre y de sus miserias y que, es lo importante, hoy milita heroicamente, nuevamente encarcelado, para vencerlas. Por eso repito aquí, ya para terminar, lo que decimos día a día en Puerto Rico, preñado de ese sol hostosiano del mundo moral: ¡Vieques, sí; Marina, no! Muchas gracias.

Kissinger´s contradictions. How Strategic Insight and Moral Myopia Shaped America’s Greatest Statesman. Timothy Naftali. FA. December 2023

After more than six decades on the world’s stage, during which he both brilliantly persuaded and deceived the powerful and created state-to-state relationships that survive him, Henry Kissinger now belongs to the history he helped make. The only American official ever to have held all of the levers of foreign-policy making—for two years he served simultaneously as national security adviser and secretary of state—he has no peers in the history of U.S. foreign relations in the superpower era. President Harry Truman’s secretary of state, Dean Acheson, comes close. But Acheson’s influence, though global, was largely over the shaping of the Western alliance, not the world order. Kissinger’s true equals were advisers to the monarchs of European great powers (Charles Maurice de Talleyrand, Prince Klemens von Metternich, and Otto von Bismarck), which speaks to the uniqueness of his role in the modern age and to the peculiarity of what became a codependent relationship with the elected leader of a democratic superpower. 

Kissinger was a man of contradictions. Gifted with a steely intellect and overweening self-confidence, Kissinger was nevertheless emotional and, at times, gripped by insecurity. A rapacious reader, he could nevertheless be the captive of set ideas. When events contradicted those ideas, Kissinger would descend into pits of anxiety. Although committed to peace and fluent in the language of diplomacy, he was a risk-taker who believed in not only in threatening violence but in applying it, as well. It would take an unusual partner to get the best out of Kissinger. The circumstances that would make his career possible not only required individual genius but chance.

WHEN HENRY MET RICHARD

Although Kissinger, who was born in Fürth, Germany in 1923, was devoted to his adopted country, he nevertheless participated in American government with critical detachment. As a fellow at the Council on Foreign Relations in the mid-1950s, he had written that the trademark American search for certainty, which he felt derived from “American empiricism,” had “pernicious consequences in the conduct of policy.” As he wrote in Foreign Affairs in 1956 (and repeated in his seminal 1957 book, Nuclear Weapons and Foreign Policy),“Policy is the art of weighing probabilities; mastery of it lies in grasping the nuances of possibilities. To attempt to conduct it as a science must lead to rigidity for only the risks are certain, the opportunities are conjectural.” In the same essay, he wrote:

Empiricism in foreign policy leads to a penchant for ad hocsolutions; the rejection of dogmatism inclines our policy-makers to postpone committing themselves until all facts are in; but by the time the facts are in, a crisis has usually developed or an opportunity has passed. Our policy is therefore geared to dealing with emergencies; it finds difficulty in developing the long-range program that might forestall them.

In part, this was a sensible argument for history and not political science as preparation for future leaders. But it was also a call for a U.S. grand strategy, a goal rarely sought by any White House, but the lodestar of the powerful men he studied as a graduate student in diplomatic history.

Kissinger’s first foray into government service would bring disappointment. When the newly inaugurated President John F. Kennedy drafted a team of Harvard all-stars to work for his administration, Kissinger had his first taste of presidential power, working a consultant to the National Security Council. The experience was humbling. “[I]f I cannot work in dignity, and with a modicum of respect” he wrote to his friend Arthur Schlesinger, the Kennedy White House gadfly who had helped bring Kissinger to Washington, “there is no point in continuing.” Threatening to resign would become a leitmotif in Kissinger’s career. The problem for him in 1961 was that Kennedy was exactly the American empiricist that he had spent years critiquing. “I am worried,” he lamented to Schlesinger, “about the lack of an over-all strategy which makes us prisoners of events … the result have been an overconcern with tactics.”

Kissinger feared that Nixon might see him as disloyal.

During that year’s Berlin Crisis, Kissinger complained to Schlesinger of being “in the position of a man riding next to a driver heading for a precipice who is being asked to make sure that the gas tank is full and the oil pressure adequate.” The real problem, however, was that his ideas were not that welcome in Kennedy’s Oval Office. Kissinger shared the culture of boldness fostered by the young president; but unlike Kennedy, Kissinger did not worry about the danger posed by nuclear weapons. As he had written in the 1950s, he not only believed in the possibility of a limited, survivable, nuclear war but argued that planning for the limited use of nuclear war was necessary to deter the Soviet Union. As Kennedy faced his first major superpower crisis, Kissinger sought to implement that concept. In an October 1961 top secret memo entitled “NATO Planning,” which was not fully declassified until 2016, Kissinger wrote that “no action of any kind can be undertaken unless we have decided in advance what to do if it is unsuccessful.” Kissinger suggested planning for a limited use of nuclear weapons in the event that NATO’s conventional forces were overwhelmed in trying to maintain access to divided Berlin. Kennedy, however, wanted to de-emphasize the role of nuclear weapons in U.S. military strategy for defending the allied position in Berlin. Kissinger found himself out of step with the most powerful man in the world.

Eight years later, Kissinger would join forces with a president who proved to be a better fit intellectually. In 1961, Kissinger had described the Kennedy administration as “our best, perhaps our last, hope” with the implication that Kennedy’s opponent in the 1960 presidential election, Richard Nixon, would not have been a suitable alternative. But when circumstances (and Kissinger’s ambitious angling) brought Kissinger into Nixon’s orbit, Kissinger found a chance to work for someone with grand visions when it came to foreign policy. The eight years that began in 1969 were the most consequential for international politics in the second half of the twentieth century (with the notable exception of the period from 1989 to 1991). They witnessed the final years of the Vietnam War, the collapse of noncommunist power in Southeast Asia, genocide in Cambodia, the broadening of a U.S.-Soviet détente, a strategic U.S. opening to communist China, a civil war in Jordan, the Turkish invasion of Cyprus, an Indo-Pakistani War, a military coup in Chile, the Yom Kippur War in Israel, and the ensuing global oil crisis. Right in the middle of this period, Nixon’s presidency began to gradually implode in the wake of revelations of Nixon’s abuses of power and participation in a criminal conspiracy to obstruct justice—which meant that for large segments of this period, Kissinger was flying solo.  

After the disappointment of the Kennedy experience, Kissinger wrote “I have always believed that to be effective, an adviser should either be an intimate of his principal or else he should retain a position of independence.” With Nixon, Kissinger enjoyed neither of those advantages, which made him permanently insecure as Nixon’s partner in building what they called a “structure of peace.” Because he realized he could never become personally close to the president—whether due to Nixon’s antisemitism or inability in middle age to acquire any new intimates—Kissinger feared that Nixon might see him as disloyal, and so Kissinger would often spend as much energy spinning his wheels in ultimately pointless bureaucratic games in Washington as he did trying to extricate the United States from a losing war in Southeast Asia. To prove his own loyalty to Nixon and to detect any betrayals, Kissinger asked the FBI to wiretap members of his own staff when news of the secret bombing in Cambodia leaked to The New York Times. Ironically the staffer who was most disloyal to Kissinger was his deputy, the ambitious Alexander Haig, who would feed Nixon dark interpretations of Kissinger’s motives but who, it appears, was never wiretapped.

AN OBSESSION WITH CREDIBILITY

Kissinger remained as committed to the application of force in the service of international order as he had been in the Kennedy era, and he quickly revealed himself to be the most hawkish member of Nixon’s national security team. Early in the administration, when North Korea shot down an U.S. reconnaissance plane over international waters in April 1969, Kissinger was the lead voice advocating a strike on a North Korean airbase in retaliation. As Nixon’s chief of staff, H.R. Haldeman, recorded in a diary entry, “this is really tough for Kissinger because the risk level is enormous and he is the principal proponent. He feels strongly that a major show of strength and overreaction for the first time in many years by the United States President would have an enormous effect abroad and would mobilize great support here.” According to Haldeman, Kissinger also suggested that if the North Koreans retaliated against the South Koreans, Washington should “go to nuclear weapons and blow them out completely.”

Nixon declined Kissinger’s advice regarding North Korea. But Nixon agreed with Kissinger’s belief in the need to send a message with violence, and decided to launch a wave of secret bombings of North Vietnamese military bases in Cambodia. The Soviets and the Chinese were expected to get the message, even if the American people were kept in the dark. By that point, Kissinger had become obsessed with what he saw as the challenge of maintaining American credibility as the country withdrew from Vietnam. Kissinger never accepted that the war was lost, but he faced stubborn opposition from Secretary of Defense Melvin Laird, a former congressman who understood that in a democracy the government maintained a distant foreign war at its political peril. Laird maneuvered Nixon into accepting that he would have to withdraw an ever-increasing number of servicemen.

Kissinger feared that, for the American public, these withdrawals were proving addictive—the policy equivalent of “salted peanuts,” as he put it. With each withdrawal, Kissinger’s anxiety increased that Washington would lose the capacity to scare the North Vietnamese into negotiating. His solution to the problem was to escalate the air war and, in 1970, to extend the combat zone for U.S. troops into neutral Cambodia.

Kissinger and Nixon also looked for additional sources of pressure on Hanoi. The elaborate “triangular diplomacy” that became the hallmark of Kissinger’s career– détente with Moscow, including the first nuclear arms limitation agreement in history, coupled with the opening of relations with Beijing—began as a way to offset the effects of the U.S. withdrawal from Southeast Asia. After initially doubting the wisdom of Nixon’s suggestion that the United States prepare to re-establish contact with China, Kissinger reveled in the secrecy of the backchannel negotiations with Beijing, and understood the benefits that taking this risk could bring. It is likely that no U.S. diplomat before or since has engaged in the kind of high-wire act that Kissinger pulled off during his many secret meetings in 1971, which paved the way for Nixon’s triumphal visits to China and the Soviet Union the next year. Hanoi had much more agency in the Cold War than Nixon and Kissinger believed; and it would take a decision on the part of North Vietnam’s leadership to break the logjam in the excruciating negotiations between Kissinger and the North Vietnamese leader Le Duc Tho in the fall of 1972; but the triangular diplomacy, which involved Hanoi’s two most important sources of military aid, didn’t hurt.

Even more complex was Kissinger’s shuttle diplomacy following the Yom Kippur War in 1973. The war had frightened Kissinger. He hadn’t predicted the surprise Arab attack on Israel, but was initially certain Israel would easily defeat the Arabs and worried that an Israeli victory would upset détente with the Soviets. When Israel instead teetered on the edge of military collapse, Kissinger supported a U.S. military airlift. Once the tide had turned, Kissinger sought to impose a structure on Israel and its neighbors that would bind them all to Washington and pry them away from Moscow. Kissinger never could push Moscow out of Syria (where it remains today), but Washington gained Egypt as a lasting ally, an achievement that had once seemed impossible given U.S. support for Israel.

DIRTY HANDS

For all his diplomatic genius, Kissinger had a huge moral blind spot. He could see the world only from 30,000 feet—or through the eyes of the powerful. Just as he had viewed the concept of limited nuclear war clinically (and in a way that the two presidents he was serving didn’t share), he did not give much weight to the human consequences of the tactical choices implicit in the strategic architecture that he and Nixon were building. In many ways, despite his experiences as a child immigrant in the 1930s and a U.S. solider in World War II, he remained a cool, antiseptic technician of power.

By the time the United States started the secret bombing of Cambodia in 1969, that country had already been dragged into the Vietnam War: for a decade, the North Vietnamese had taken advantage of the porous border between Cambodia and South Vietnam to supply its forces and its southern allies near Saigon. But the joint U.S.-South Vietnamese invasion in 1970 obliterated what was left of Cambodian neutrality. Although Hanoi’s military support for the Khmer Rouge was the greatest cause of Cambodian instability, the U.S. intervention, first in the form of secret bombing then in the form of an invasion, contributed to the conditions that enabled the rise of what became a genocidal Khmer Rouge regime. And yet, in his memoirs, Kissinger would not accept any responsibility for destabilizing Cambodia. Blaming the U.S. bombing for that outcome made “as much sense as blaming Hitler’s Holocaust on the British bombing of Hamburg,” he scoffed.

Kissinger’s blind spot extended far past Southeast Asia. In 1972, Kissinger engineered U.S. covert action to coordinate Iranian and Israeli support of Kurdish forces fighting the pro-Soviet Iraqi regime of Saddam Hussein, tying down much of Iraq’s army, which Saddam might otherwise have sent to fight Israel. But when the shah of Iran, for his own reasons, decided to settle a border dispute with Iraq and withdraw his support in 1975, Kissinger did nothing as Iraqi forces brutalized the Kurds.

Kissinger was a cool, antiseptic, technician of power.

In Chile, the Nixon administration continued the policy started by Kennedy of deploying covert action to prevent the socialist Salvatore Allende from ever becoming president. In September 1970, Kissinger supervised the CIA’s efforts to arrange a military coup to prevent Allende, who had just received the largest number of votes in a national election, from becoming president that year. “I don’t see why we have to let a country go Marxist,” Kissinger announced to the board that recommended U.S. covert action to Nixon, “just because its people are irresponsible.” Known as “Track II,” this covert action failed to produce the desired outcome. Three years later, there were no American puppet-masters in the military coup, led by the brutal Augusto Pinochet, that brought down Allende. But Kissinger welcomed the result and refused to apply any pressure on the new, pro-U.S. regime to prevent human rights abuses—indeed, Kissinger did the opposite. In June 1976, after the Pinochet’s junta had detained thousands of innocent Chileans, torturing an estimated 30,000 and executing at least 2,200 of them, Kissinger told Pinochet in a private meeting that “My evaluation is that you are a victim of all left-wing groups around the world, and that your greatest sin was that you overthrew a government which was going communist.”

In Iraq and Chile, Kissinger was arguably one step removed from clearly immoral and illegal acts. But nothing separates him from the slaughter of civilians in North Vietnam in 1972 in what became known as “the Christmas bombings.” This military operation remains one of the ugliest U.S. foreign policy decisions of the Cold War. By the fall of 1972 Kissinger had brilliantly negotiated a framework with Hanoi for an American withdrawal from the war, but his efforts had met with sharp disapproval from South Vietnam. To signal to Saigon that Washington remained a reliable ally, Kissinger advocated bombing North Vietnam.

There was no justification for this assault, which involved 729 sorties by B-52s that dropped 15,000 tons of bombs. The assault killed an estimated 1,000 Vietnamese civiliansbut had no impact on either side’s military strength or negotiating position. Nixon, as president, deserves ultimate responsibility, but as declassified documents and secret recordings that Nixon made would reveal decades later, Kissinger had pressed a reluctant Nixon to unleash violence on Vietnamese civilians in the north for purely symbolic reasons. A throughline in Kissinger’s complex career was the conviction that whenever American credibility was at stake, the blood of foreign citizens had to be shed.

Such disregard for the value of individual human lives was typical of the statesmen who served the imperial monarchies of the eighteenth and nineteenth centuries, long before the entrenchment of liberal values in Western societies. In the case of Talleyrand’s brutality toward the enslaved population of Haiti, for example, the blind spot was societal, as opposed to personal. Kissinger, serving a liberal democratic republic in the second half of the twentieth century, had no such excuse for his amorality.

AN EXTRAORDINARY MAN

Kissinger’s influence didn’t ebb after he left the State Department in 1977. He almost became secretary of state again as part of a co-presidency briefly considered by former California Governor Ronald Reagan and former U.S. President Gerald Ford during the Republican Convention in 1980. But even without a cabinet post, Kissinger remained available for high-level presidential commissions and routinely provided advice to subsequent presidents. Most importantly, he continued to tend the garden of the extraordinary power elite he had worked with by passing messages, sharing analyses, connecting people, and remaining relevant in an ever-changing world.

Long after others might have left matters alone, Kissinger remained obsessed with his legacy. Kissinger’s three-volume memoir would become the first stop for students of the tumultuous period in global affairs that lasted from 1969 to 1977. Kissinger’s version of events massaged way his emotionalism, his preference for the use of force, his indifference to human rights, and the moral compromises he had to make to keep close to a paranoid and bigoted leader such as Nixon.

And yet even if one corrects for the self-serving elisions of Kissinger’s accounts, there is no denying the extraordinary nature of his accomplishments. He achieved immortality in global affairs, building relationships for the United States that endure. And he leaves a legacy briming with cautionary tales for future practitioners of American power. As he implied in 1957, when he warned of the dangers of dogma for policymakers, there were no rules to his realpolitik. It was as idiosyncratic as the men—Nixon and Kissinger—who implemented it. It was also largely foreign to the American tradition of statecraft. Bereft of any sense of politics or human empathy, it was an approach so dissonant with the institutions of a liberal democracy that it had to be carried out in secret. Ironically, Kissinger’s positive legacy derives from those instances where his genius for elite interactions, his ambition, and his exceptional stamina led to negotiated agreements that made the use of violence in defense of realpolitik more difficult.

Estados Unidos obliga Bukele a retroceder y lo seduce con mejorar su economía. Ricardo Valencia. El Faro. 16 de noviembre de 2023

El presidente Nayib Bukele, como buen líder autoritario, pocas veces ha dado marcha atrás a sus decisiones. No tiene por qué hacerlo: controla todos los poderes del Estado y tiene atemorizados a sindicatos, empresarios y ciudadanos críticos. Pero un acto tan minúsculo para el poder casi ilimitado de Bukele, sugiere que el presidente está atorado en un laberinto económico y que ha decidido salir de este besando la mano que alguna vez quiso morder: la de Estados Unidos. Este acto fue denegar parte de la “ley mordaza” por parte del congreso oficialista salvadoreño, que era una reforma legal que permitía llevar a la cárcel a periodistas que publicaban temas de pandillas.

Este reacomodo no solo indica que Bukele puede buscar un camino más “convencional” para pagar su creciente deuda externa, sino que el mandatario se muestra abierto a negociar una alianza con Washington para regular el entorno digital y, a cambio, Bukele afloja la soga que ha colocado -desde su entrada en el poder- en los cuellos de periodistas independientes y disidentes.  Esta negociación abre la puerta a algo que parecía sagrado en el  credo cripto de Nayib Bukele.

En conversaciones que he tenido con funcionarios de Washington, ellos predicen que el talón de Aquiles del régimen es la economía. La economía de El Salvador es mediocre en el mejor de los casos. El Salvador es el país que menos crece en Centroamérica y, el que menos recibe inversión extranjera. Sumado a esto, Bukele ha enviado la deuda externa salvadoreña a niveles nunca vistos desde los acuerdos de paz en 1992 y recortado cuanto gasto social le sea posible. Los únicos rubros en el presupuesto oficial que siguen creciendo son los de publicidad y propaganda.

El Salvador sigue siendo el mismo país pobre que recibió Bukele en 2019: solo el 42% de sus ciudadanos tiene acceso a sistema de alcantarillados y en áreas rurales, la amplia mayoría no tiene sistema de agua potable. Las Naciones Unidas se ha mostrado preocupada de que el país no tenga suficiente alimento para nutrir a su población en los próximas años. El mandatario salvadoreño no es el único culpable de una economía pequeña y desigual, pero las ha exacerbado con el uso de las finanzas públicos como dinero para sus proyectos caprichosos.

La palmaditas de Estados Unidos en la espalda del presidente salvadoreño vinieron en forma de comunicado de la embajada americana en el que felicitaba al gobierno de Bukele por “un paso positivo”. Todo esto sucedió días después de lo que parece ser una tregua entre Bukele y la administración de Joe Biden: una reunión entre Brian Nichols, subsecretario de Estados de Estados Unidos para el hemisferio occidental, y Bukele.

Primero Washington dio un giro de 180 grados al declarar que la reelección inconstitucional de Bukele era un “debate” tras dos años de compararlo con el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro. 

El turno de Bukele para el viraje ocurrió cuando el congreso salvadoreño reformaba “ley mordaza” con la notable ausencia de uno de sus defensores, el diputado oficialista que ha sido sancionado por Estados Unidos, Christian Guevara. El 10 de noviembre Washington y San Salvador firman un acuerdo para incursionar en el territorio sagrado de Bukele, el digital. Ambas naciones firman un pacto para convertir a El Salvador en un “centro tecnológico regional” con un “entorno regulatorio digital sólido. “Washington mira a El Salvador de Bukele como una pieza de su agenda regional por dos razones: inmigración y en la construcción de un muro digital contra la influencia de China y Rusia.

Para Bukele, suavizar su posición contra Washington parece ser una de sus únicas alternativas. Ya trató con China de la que soñaba recibiría una catarata de dinero e inversión del gigante asiático. Ya intentó con la adopción del Bitcoin, con la que se calcula gastó cerca de $425 millones, lo que equivale la mitad del presupuesto que se destina para salud pública en un país pobre como El Salvador. Ambas fracasaron.

La adopción de la criptomoneda no solo succionó buena parte de dinero público, sino que le heredó una relación incomoda con la empresa  cripto Tether, que ha sido señalada por congresistas estadounidenses de ayudar a lavar dinero de la organización terrorista, Hamas. A Tether, Bukele le dio poder político dentro de su administración tras nombrar a los esposos, Stacy Herbert y Max Keiser, como representantes de su gobierno salvadoreño. Los planes de Bukele de lanzar bonos soberanos cifrados en Bitcoin – bonos volcán- y construir una ciudad para los bitcoiners en el oriente del país han sido sepultados. El gobierno salvadoreño tiene problemas tan básicos como pagar sueldos de empleados públicos y proveer de medicina a hospitales públicos.

La tregua entre Bukele y Washington sugiere que el mandatario salvadoreño apostará por un elixir económico provenientes las instituciones en las que Estados Unidos tiene influencia como el Fondo Monetario International (FMI). El gobierno ha reiniciado negociaciones con el FMI por un crédito de $1.3 mil millones  que se estancó después que, en 2021, el congreso leal a Bukele  destituyó ilegalmente al fiscal general y a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia.

Bukele podría estar a las puertas de un viraje económico– a regañadientes- para acercarse a Washington. La solución que pasa por el FMI implicaría casi con seguridad que Bukele realice políticas impopulares y condicionamientos políico y tributarios. La cruel realidad de El Salvador es que compite con Honduras para convertirse en la segunda más pequeña de Centroamérica después de Nicaragua. Con propaganda y mercenarios de la comunicación, Bukele ha tratado de proyectar un país que existe solo en su propaganda. Bukele es un tigre de papel. 

Washington lo sabe y le ha ofrecido un sueño americano hecho a su medida, solo tiene que hacer limitadas concesiones políticas como, tal vez, sacrificar la influencia de los cripto Bros en su gobierno, dejar de perseguir periodistas y disidentes, endurecer su política migratoria y dejar atrás su flirteo con China. Bukele tiene poco de donde escoger, pero algo es mejor que nada.

Batalla de tigre suelto contra burro enterrado.Eugenio Chicas. 29 de noviembre de 2023

La candidatura para la reelección inconstitucional impuesta por Bukele resume el más severo retroceso democrático que sufre El Salvador después de la guerra civil y la firma de los Acuerdos de Paz, gesta que contó con todo el aval y respaldo internacional. Hoy Bukele desconoce estos acuerdos, generando el mayor descalabro en materia de Derechos Humanos. Hay decenas de miles de inocentes encarcelados, sin las más elementales garantías procesales; persecución de opositores, de organizaciones de la Sociedad Civil y de la prensa independiente. El prolongado Régimen de Excepción anula libertades democráticas en pleno desarrollo de la campaña electoral. El régimen ejerce un absoluto control sobre todas las instituciones del Estado. Se eliminaron todos los mecanismos de transparencia y acceso a la información gubernamental. Es en este contexto en que se ejecutan las “elecciones libres” de 2024.

Una elección justa, libre y democrática exige de un marco jurídico y procedimental, con normas claras y estables para una competencia equilibrada. Sin embargo, el Gobierno de Bukele y su partido torcieron las reglas de competencia: eliminaron el articulo 291-A del Código Electoral que impedía reformas a menos de un año de celebrarse elecciones; separaron la elección en dos fechas, juntando la presidencial y legislativa para inducir votos en cascada. Redujeron arbitrariamente el número de municipios de 262 a tan solo 44. Así mismo, sin argumentos redujeron el número de escaños legislativos de 84 a 60. Cambiaron la fórmula repartidora de escaños del sistema Hare a un D’Hondt, eliminando la representación de minorías para concentrar más pode. El voto electrónico presencial del exterior no tiene un padrón de electores. Además, concentran arbitrariamente los votos legislativos del exterior en el departamento de San Salvador. Y el colmo, el Gobierno niega a la oposición el financiamiento de campaña que por ley corresponde a los partidos.

Lo peor fue la decisión del TSE de inscribir la candidatura de Bukele para la reelección presidencial, una decisión que viola siete artículos constitucionales, que de manera concatenada, armónica y clara impiden la reelección presidencial continua (75, 87, 88, 131, 152, 154, 248). Esta maniobra por la reelección inició con el asalto y disolución (1° de mayo de 2021) de la Sala de lo Constitucional, cuando colocaron magistrados sin el procedimiento del Consejo Nacional de la Judicatura. Estos magistrados impuestos son dóciles al régimen. Acto seguido, destituyeron al fiscal general, sin un procedimiento de antejuicio, imponiendo a otro afín al poder. El flamante árbitro electoral es el TSE, que, en papel, es la máxima instancia en materia electoral (art. 208 Cn), pero en la práctica aparece débil, doblegado y dócil al régimen de Bukele.

La organización Acción Ciudadana, especialista en temas de transparencia, publicó una investigación sobre el desempeño publicitario de las campañas electorales. Este detalla que el monto de inversión en propaganda durante los meses de septiembre y octubre alcanza $2,845,964.00 de dólares. De estos, la oposición en conjunto pautó a penas $65,000.00; mientras el Gobierno y su partido pautaron más de 2,7 millones en anuncios radiales, prensa, tv, vallas y redes sociales. Mucha de esta pauta la vimos en el prolongado y masivo spot “Recuerdas esto…”, un material sobre pandillas, la mega cárcel, y la acusación contra la oposición sobre que de llegar a triunfar, liberaría a los criminales.

La fecha del montaje del concurso Miss Universo fue calculada por el Gobierno dentro del periodo de la campaña electoral, entrelazando, de manera aviesa y descarada, la millonaria “comunicación gubernamental”, con su campaña electoral presidencial. En esta aparece el candidato/presidente Bukele en pleno evento, prevaliéndose de los multimillonarios recursos del Estado para promover su candidatura inconstitucional, amparado en el silencio cómplice del TSE.

El Gobierno y el candidato/presidente Bukele, acaparan el 97% del espacio publicitario, y controlan una basta y oscura red de cuartos de guerra con troles, youtubers, influencers y opinadores afines que ejecutan una guerra sucia de ataques contra la oposición. En tanto el TSE, sin regular la desigual competencia, falazmente convoca a los partidos contendientes a la firma de un “Pacto de entendimiento para las buenas prácticas en las campañas electorales y LA NO VIOLENCIA”.

Ya es hora en que los candidatos presidenciales de oposición y los partidos acuerden exigir un paquete de garantías democráticas para salvar la elección y acercarla a estándares internacionales. De lo contrario, considerar el retiro de la campaña presidencial.

Una economía criminal. Ricardo Ayala. Noviembre 2023

Sin posibilidades de ser procesada por el régimen de excepción imperante en el país, la economía criminal campea impunemente por los barrios y cantones donde viven los trabajadores y trabajadoras, víctimas de la explotación que esta genera en complicidad con el poder oligárquico nacional y extranjero y el gobierno actual.

Hace 10 días, una maquila transnacional radicada en el país desde 1994, pero de capital extranjero, HanesBrands Inc., anunció el despido escalonado de 1592 trabajadores salvadoreños y salvadoreñas, que en este venidero diciembre no tendrán fuente de la cual proveer de alimentos a sus familias, condenados a una triste navidad. Argumentando incertidumbre en el entorno económico mundial y una baja exportación de las mercancías producidas en El Salvador, esta empresa de origen estadounidense y líder en la venta de ropa, cierra una de sus plantas sin disimulo alguno luego de tres décadas de explotar la mano de obra barata, que en 2023 le permite ser la empresa industrial con mayor exportación en el país por valor $717.6 millones en prendas desde El Salvador, mismo logro que mantiene desde hace una década después.

Parecería un exceso este ejemplo, aparentemente aislado, para considerarlo entre los crímenes cometidos por esta economía salvadoreña, pero a este súmele que entre miércoles y sábado, el Cuerpo de Agentes Metropolitanos (CAM) de San Salvador, sofocaron intentos de los vendedores ambulantes por instalarse en las calles del remozado Centro Histórico capitalino, en espera que la navidad sea abundante para todos tras el ansiado fin de los espectáculos del gobierno, en especial de Miss Universo, que acaparó todos los intentos del Ejecutivo por embellecer las calles del centro capitalino, aunque esto significara desalojar a quienes hacen del comercio informal su fuente de ingresos a falta de un empleo estable.

Para ocultar esas rebeliones, el Ejecutivo no tardó en desplegar su maquinaria publicitaria para disipar cualquier opinión pública adversa manejando la tendencia de las redes sociales. No se trata de negar la estética que hoy luce el corazón de San Salvador, motivo de turismo de nacionales y extranjeros, pero una cosa no puede negar lo otro: este importante sector requiere de soluciones inmediatas, reales y sostenibles para ganarse su pan de cada día.

Estos ejemplos no son más que pruebas de la criminal economía salvadoreña que, según la CEPAL, ha condenado de 2019 a 2022 a más de 200 mil salvadoreños a la pobreza extrema, según reveló un estudio presentado el jueves pasado por dicho organismo que, a diferencia, señala que la pobreza y la pobreza extrema en América Latina se ha mantenido por niveles parecidos durante esos cuatro años. Sin embargo, para el caso salvadoreño ha evidenciado un aumento de personas en condición de pobreza extrema, quienes no tienen los recursos suficientes para adquirir los productos de la canasta básica familiar. Esto fundamenta los resultados del informe presentado por el MINSAL en el cual reconocía las más de 200 personas que han fallecido por desnutrición severa en el mismo período.

Coincide también con el período durante el cual este gobierno ha desmantelado los programas de beneficio social dirigidos a los sectores populares más vulnerables pese al aumento de la desigualdad social y al alto costo de la vida. Coincide, pues, con el gobierno de Nayib Bukele.

Para quienes en defensa del oficialismo puedan argumentar que esto es efecto de la pandemia, la guerra en Ucrania o cualquier otro factor externo, sírvase recordar que el mismo informe detalla que en América Latina los niveles de pobreza relativa y extrema no han variado mucho. Es decir, el resto del continente ha mantenido invariables los índices de pobreza relativa y extrema, pero en El Salvador hay más pobres en condiciones paupérrimas.

Otro dato que recuerda la CEPAL es que, de 2014 a 2019, es decir, durante el segundo mandato del FMLN, la pobreza en El Salvador disminuyó en más 5 puntos porcentuales, y pasó de 11.7% en 2014 a 5.6% en 2019. Sin embargo, a partir de ese año 2019 la pobreza extrema creció nuevamente en más de 3 puntos, de 5.6% a 8.7% en 2022.

Estas son pequeñas cifras para demostrar la culpabilidad de esta criminal y macabra economía, cuyos orígenes en nuestro país se remontan a casi cinco siglos desde la esclavitud, explotación y vejación colonial sobre nuestros pueblos mesoamericanos, y dos siglos de explotación capitalista como república. Cadena perpetua es lo menos que debería pagar esta injusta y cruel estructura económica, que hace de la vida del pueblo salvadoreño y la naturaleza su principal objeto de mercancía.

La necesidad de otra lógica de producción, distribución, intercambio y consumo es urgente para el pueblo salvadoreño, basada en la solidaridad y la complementariedad de los sectores populares, pero esta solo puede ser obra de la creatividad y la osadía de este pueblo, cansado de los crímenes económicos cometidos en su contra.

Necropolítica, racismo y  música hip hop en Estados Unidos de Amerikkka durante los años noventas: ready to die. Lena Brena Ríos. 2023

En este artículo exploro las expresiones necropolíticas del racismo y muerte de los afroamericanos en Estados Unidos, a través de una breve ojeada de algunos raperos del género del hip hop, en Estados Unidos en la década de los noventa. Me interesa contextualizar este análisis en los años noventa por dos razones. Primero, por el entorno político en Estados Unidos expresado en las explosiones sociopolíticas en contra de la brutalidad policiaca y el racismo hacia los afroamericanos y, segundo, porque los años noventa marcan el rumbo en el que surgen y convergen múltiples variantes del género de forma comercial y masiva. 

Este no es un artículo que profundice en la musicología, la etnomusicología o bien en una historiografía del género, se trata de un acercamiento, desde la sociología política, a pocas pero significativas expresiones del hip hop en la década de los noventa, en donde se encuadra y materializa la lógica necropolítica de las poblaciones negras y la segregación territorial que están presentes en las canciones. Parto de explicar qué es la necropolítica y por qué nos ayudará a entender que el hip hop se convirtió en su relato cotidiano, posteriormente, la vinculó con el racismo como expresión instrumental de la necropolítica, aunado a la correspondiente descripción de las técnicas de violencia racista que se expresan en las líricas del género.                          

NECROPOLÍTICA: DEATH CERTIFICATE

Achille Mbembe, filósofo camerunés, explica que la soberanía consiste “en el poder y capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir” (Mbembe, 2011, p.21) ese poder soberano no le pertenece al Estado solamente, sino a una multitud de agentes que hacen demostraciones de esa capacidad en los espacios del tercer y del cuarto mundo (es decir los lugares de los excluidos en el primer mundo).

Esta potestad soberana requiere de algunas condiciones para poder realizarse, como son: generar un discurso sobre la raza que posibilite imaginar que los pueblos extranjeros o la población se puede dividir biológicamente en una línea de inhumanidad a la que debe dominarse o en términos de Foucault, de quién Mbembe retoma sus discusiones para complementarlas, permitir el ejercicio soberano de matarlas. 

Un elemento más es la configuración del Otro (el sujeto racializado) como un dibujo ficcionalizado de amenaza o peligro, que para evitar que represente una amenaza a mi propia seguridad, debe ser eliminado. 

Los procesos de exterminio o eliminación de poblaciones son posibles por los estereotipos racistas que se universalizan y por pretender dar una respuesta a los fenómenos sociales en términos racistas. Por ejemplo, que las personas de cierta población son más propensas al crimen, al alcoholismo, etc. O que la violencia en un espacio se debe a la presencia de migrantes, minorías étnicas, etc.

En términos históricos, Mbembe explica que un lugar donde se expresa el terror de las tecnologías de muerte son las plantaciones, donde tenía lugar la cotidianidad del esclavo en los espacios coloniales. Los esclavos fueron forzados a habitar esos espacios mientras perdían el hogar, los derechos sobre el cuerpo y el estatus político y así fueron dominados desde su nacimiento hasta la muerte (Mbembe, 2011, p.32).

Sin embargo, pese a estas formas de existencia violentas a las que es sometido el esclavo, éste va desarrollando capacidades para explicarse y vivir el mundo a través de formas de para entender el mundo, el tiempo y sobre sí mismo. Una forma que el esclavo encontró para manifestarse fue mediante la música y el cuerpo, sobre este punto volveremos cuando analicemos cómo el hip hop es un mecanismo de recuperar la voz y la expresión que para los afroamericanos estaba limitada o estereotipada culturalmente.

Por otro lado, el lugar o territorio donde se operacionalizan estas tecnologías de violencia y terror contra las poblaciones esclavizadas son las colonias, que se convierten en espacios geográficos y políticos en donde el estado de derecho es suspendido o está ausente y opera la violencia de estado al servicio de la civilización y el derecho a matar no se somete a reglas. (Mbembe, 2011, p.39).

El espacio se compartimentaliza, como dice Mbembe respecto a la definición de Franz Fanon, esto es, que se imponen límites y fronteras internas, “una ciudad agachada, hambrienta” donde la soberanía define quién tiene valor y quién es sustituible. (Mbembe, 2011, p. 45) En resumen, lo que Mbembe llama necropoder es la fragmentación territorial, la imposición de límites, el control de los movimientos y como resultado, la segregación de las poblaciones indeseables y la implantación de múltiples espacios de violencia. Con esta dominación del territorio por parte del poder colonial se conforma un estado de sitio.

HISTORIA Y PANORAMA DEL HIP HOP EN LOS NOVENTA

Ahora bien, cada segregación tiene su lógica y contexto de acuerdo con las características de la ciudad o territorio controlado, en el caso de los afroamericanos esta segregación se expresa en la vida de los ghettos y en la experiencia carcelaria de las minorías (2). Los ghettos negros y cárceles en Estados Unidos, son la expresión moderna y concreta de las plantaciones, en donde los afroamericanos también sufren de la pérdida del hogar, de sus derechos sobre el cuerpo y estatus político y la vida se vive en un estado de sitio permanente. Conforme vayamos adentrándonos en la temática del hip hop, veremos cómo los exponentes del género nos van describiendo la vida del ghetto y las condiciones carcelarias de la población negra. 

Estados Unidos venía de experimentar en los ochenta la política del reaganomics, una versión neoliberal de la política económica, Reagan disminuyó el gasto público y aumentó el gasto militar. En los años noventa con la llegada del demócrata Bill Clinton, con una fórmula que los expertos llaman una “tercera vía” liberal más moderada, se siguió con la carrera armamentista, y se pretendió extender los beneficios sociales, sin mucho éxito. 

Clinton quiso acercarse a la comunidad negra acudiendo a tocar el sax al show de Arsenio Hall, un popular presentador negro. En su mandato Toni Morrison, laureada escritora afroamericana ganó el premio Nobel y lo apoyó, Jesse Jackson fue su confesor y se creía que Clinton apoyaría a los afroamericanos. Clinton, tuvo su episodio con el rap cuando se enfrentó a la rapera, activista y académica Sister Souljah

Comencemos por aclarar que el hip hop son diversas culturas, expresadas en grafitis, música, baile, estilos de vestir, industria cultural, etc. Sobre el origen del hip hop podemos rastrear algunas fuentes académicas y documentales que dan cuenta de su surgimiento. De acuerdo con Morgan y Benett, “Hip-hop se refiere a la música, las artes, los medios de comunicación y el movimiento cultural, la comunicación y comunidad desarrollada por la juventud negra y latina a mediados de la década de 1970 en la costa este de los Estados Unidos”. (Morgan y Benett, 2011, p.176) 

De tal forma, el hip hop no se refiere solo a la lírica hablada como en el caso del rap, sino que se configura por una serie de elementos que lo constituyen como un estilo de vida, en donde confluyen identidades estéticas, políticas y sociales. Existe el término “hip hop nation” para referirse a los miembros, ciudadanos de esta identidad en común que es multiétnica, multirracial, globalizada y diversa en clase, género e identidad sexual. 

El hip hop y los intérpretes musicales del género son unos actores y estructuras discursivas que no se conformaron en sus inicios en la década de los setenta, por circuitos elitistas, sino que formaron una comunidad que se erigió como un ethos que se basaba en el respeto por sus pares y con reminiscencias al pasado africano.  El hip hop es un movimiento cultural tan relevante en Estado Unidos que existen programas académicos dedicados a estudiarlo.

El 11 de agosto de 2023, el hip-hop celebró 50 años, desde que en la noche de 1973 el ya icónico DJ Kool Herc protagonizó una fiesta en su casa en el Bronx con sus tocadiscos y provocó un movimiento cultural que contagió a MC’s (master ceremonies) y bailarines, el propio Clive Campbell, su nombre real, fue influenciado por las fiestas callejeras con DJ’s en su barrio: el Bronx. DJ Kool Herc inspirado por James Brown, a su vez entusiasmo a la agrupación Afrika Bambaataa y a los pioneros de este movimiento cultural y político surgido en New York. 

El hip hop le estaba dando a los afroamericanos la oportunidad de usar su cuerpo y su voz en el canto y la alegría de la fiesta de los barrios pobres, donde cada celebración era un acontecimiento para la comunidad, esa festividad no tiene nada que ver con los estereotipos acerca de los negros enojados y violentos, o de las angry black woman (3).

No solo la industria sino la academia estadounidense, voltearon a ver al hip hop como objeto de estudio en los años noventa con la clásica publicación de la socióloga Tricia Rose, Black Noise, desde entonces, como hemos dicho, los estudios culturales y étnicos le han dado un lugar central en sus agendas académicas.

Las feministas y activistas negras, Angela Davis y bell hooks se han manifestado sobre el hip hop, en charlas con raperos como Ice Cube. En 1991 Davis se reunió con Ice Cube miembro del colectivo Niggas With Attitude, N.W.A, por intermediación de la publicista Leyla Turkkan, donde hablaron de feminismo, racismo y tuvieron polémicas importantes sobre feminismo y hip hop y el devenir negro en Estados Unidos.

En este escenario, desde la emergencia cultural comunitaria en el Bronx, y de los cinco distritos neoyorquinos, hasta el éxito comercial del género musical, pasando por el interés sociológico, no se puede negar la importancia del hip hop, no solo como identidad cultural sino también política. 

Sin embargo, la pregunta a la que nos acercamos es ¿cómo expresa la música de los raperos del movimiento del hip hop la naturaleza necropolítica en la vida de los afroamericanos? Articulando las categorías necropolíticas con los discursos de las líricas de los raperos de la escena musical de los años noventa, vamos a encontrar algunas constantes que refieren a lo que al principio del texto sistematizamos como el necropoder que propone Mbembe. 

En primer lugar, vamos a hablar de las tecnologías de violencia como la brutalidad policiaca y el racismo institucional y cultural de la espacialidad, seguido de la vida de ghetto y las condiciones de vida de los afroamericanos. 

¡THAT’S THE SOUND OF DA POLICE, THAT’S THE SOUND OF DA BEAST!

Desde A Tribe Called Quest, Wu Tang Clan, Sister Souljah  hasta N.W.A (Niggas With Attitude), pasando por  Ice Cube, Tupac o Public Enemy, de la costa Oeste a la costa Este, hablar en las canciones del barrio y la situación de los afroamericanos, de Bronx, Harlem, Queens, Brooklyn o Los Angeles, South Central y Compton, ha sido un recurso  que describe las condiciones de sus vecindarios: desempleo, la vida en las pandillas, proxenetas en las esquinas, vendedores de drogas, policías haciendo redadas y detenciones, falta de servicios, malas escuelas, etc.

En el género del rap y el hip hop, se da un proceso que empieza en la reivindicación de la multiculturalidad afrocéntrica, del rap funk de los años ochenta, a una denuncia de las amenazas cotidianas y la hostilidad en la que se vive en los barrios marginales en las grandes ciudades de Estados Unidos del gangsta rap de los noventa que, en cierta medida, glorifica la vida de las pandillas a la vez que hace crítica social.

Cuando N.W.A, lanzó la canción Fuck the police en el año de 1988, no era ni la primera ni la última vez que se denunciaba la violencia de la policía contra los negros. La canción fue considerada una incitación a matar policías y los músicos fueron amenazados por los policías de llegar a sus conciertos. 

En The Message, canción de 1982, interpretada por Grandmaster Flash and the Furious Five, se describe la vida del barrio, del ghetto y el video de la canción, cierra con la llegada de policías a detener a jóvenes negros que caminaban y bailaban en la banqueta.

La década de los noventa, abre con Fight the power de Public Enemy, es festiva, es revolucionaria, es una denuncia y es un llamado a preguntarse si las cosas están realmente bien, si los negros están representados en la cultura, en la política.

En 1992 en la ciudad de Los Angeles, ocurrieron los indignantes hechos de la detención y paliza del taxista Rodney King, por parte de cuatro policías que fueron absueltos por un jurado, desencadenando los llamados “Disturbios de Los Angeles”, manifestación que respondió no solo al caso de King, sino a la violencia racista sistemática,  ejercida por la policía del Departamento de Los Angeles que implementó la llamada Operation Hammer (4) en 1987, para acabar con las pandillas desde una perspectiva de perfilamiento racial que culminó en la detención de miles de jóvenes negros y latinos. La muerte es la regla y no la excepción, a través de la muerte se disciplina a las poblaciones indeseables. 

360 Degrees of Power, de 1992 fue un disco de Sister Souljah producido con la participación de Public Enemy y Ice Cube, el disco es un prodigio en cuanto a la denuncia del racismo, la violencia contra los afroamericanos, y también muy polémico en cuanto a las ideas del poder negro, de ahí vino su controversial momento con el candidato Clinton, episodio que fue llamado como el Sister Souljah Moment (5).

Simplemente en la canción The final solution: “slavery ‘s back in effect, Sister pareciera un llamado a la acción política radical:       “The war drum is soundin, the tool is the record. The will and the skill of the black man, exact man.  Giving a hand to his brotherman A word to the wise and I’ll tell you once again. Know your enemies from your friends” [El tambor de guerra está sonando, la herramienta es el disco. La voluntad y la habilidad del negro, del hombre exacto. Dándole una mano a su hermano Una palabra al sabio y te lo diré una vez más. Conoce a tus enemigos de tus amigos”]. (6).

También Sound of da Police, canción KRS-One del año 1993 se convirtió en una crítica directa a la acción de la policía en los barrios neoyorquinos “The overseer rode around the plantation”. “The officer is off patrolling all the nation. The overseer could stop you what you’re doing. The officer will pull you over just when he’s pursuing” [El oficial está patrullando por toda la nación. El supervisor podría impedirte lo que estás haciendo. El oficial te detendrá justo cuando te esté persiguiendo].

Los álbumes de Ice Cube en solista Amerikkka´s Most Wanted de 1990 y Death Certificate de 1991, han sido clasificadas como la expresión del rap con conciencia o political rap,  al referirse a la brutalidad policiaca en Los Angeles, la experiencia carcelaria, el racismo institucional y se anticipan a lo que sucedería dos años después en la ciudad, con un tema controversial como  Black Korea, donde habla de la presencia de tiendas de coreanos en los ghettos negros y un llamado a los incendios de estos como respuesta al asesinato en 1991 de Latasha Harlins de 15 años,  por el dueño coreano de una tienda, suceso que también fue detonante de los disturbios de Los Angeles.

Ice Cube ironiza cuando dice en It was a good day del año 1993:Plus nobody I know got killed in South Central LA” [Fue un buen día del año 1993: [Además, nadie que yo conozca fue asesinado en el Centro Sur, de Los Ángeles]. South Central es una zona angelina, donde comenzaron los disturbios del año de 1992.

To Live And Die In L.A. canción de Makaveli aka Tupac del año 1996 explica cómo la violencia en Los Angeles continua, no obstante, los sucesos de 1992: “South Central LA can’t get no stranger. Full of drama like a soap opera. On the curb watchin’ the ghetto bird helicopters. I observe so many niggas gettin’ three strikes, tossed in jail” [El Centro sur de Los Ángeles no puede ser un extraño. Lleno de drama como una telenovela. En la acera observando, los helicópteros como pájaros del gueto. Veo a tantos negros recibiendo tres strikes y encarcelados].

GHETTO BOYZ

La vida de los ghettos, del hood, como llaman sus líricas al barrio, escenifica la materialización de los deficientes o ausentes derechos sociales que se les proporcionan a las minorías étnicas en los barrios. Esta precarización se expresa en cómo los cantantes recuerdan la vida en su infancia, sus carencias, el recurrir a la venta de drogas para subsistir, y cómo sus letras denotan la forma en que el hip hop es una forma de ascenso social, etc. 

The Notorious B.I.G en Juicy, canción del año 1994, dice: “I made the change from a common thief, to up close and personal with Robin Leach, and I’m far from cheap, i smoke skunk with my peeps all day”continua “I never thought it could happen, this rapping stuff I was too used to packing gats and stuff , now honeys play me close like butter play toast” [Hice el cambio de un ladrón común a una relación cercana y personal con Robin Leach (reportero de la vida de ricos y famosos), y estoy lejos de ser tacaño, fumo shunk ( Shunk es un tipo de cannabis)  con mis amigos todo el día” continúa “Nunca pensé que podría suceder, esto del rap].

Changes  de 1998 or Keep  ya head up  de 1993  de 2pac o Tupac,  también  hablan de la vida de las madres solteras en el ghetto, de la violencia hacia la mujer, de los jóvenes, de las drogas y de los cambios que no se dan “Is life worth living? Should I blast myself?” I’m tired of being poor and, even worse, I’m black, my stomach hurts so I’m looking for a purse to snatch, cops give a damn about a negro pull the trigger, kill a nigga, he’s a hero, “give the crack to the kids: who the hell cares?” [¿Vale la pena vivir la vida? ¿Debería dispararme?” Estoy cansado de ser pobre y, peor aún, soy negro, me duele el estómago así que busco un bolso para arrebatar, a los policías les importa un comino que un negro apriete el gatillo, matar a un negro, es un héroe, “dale crack a los niños: ¿a quién diablos le importa?].

Por otro lado, Jay Z en 1998 presenta la canción Hard knock live (ghetto anathem), describiendo también la vida del ghetto y la experiencia de una persona que sobrevive en las calles de la venta de drogas: “I flow for those ‘dro’ed out. All my niggas locked down in the 10 by 4, controllin’ the house. We live in hard knocks, we don’t take over, we borrow blocks. Burn ’em down and you can have it back, daddy, I’d rather that I flow for chicks wishin’, they ain’t have to strip to pay tuition” [Fluyo por aquellos ‘dro’ed out (un tipo de cannabis hidropónica) Todos mis negros encerrados en el 10 por 4, controlando la casa. Vivimos en tiempos difíciles, no nos hacemos cargo, tomamos prestados bloques. Quémalos y podrás recuperarlo, papá, prefiero que fluya para las chicas que lo deseen, no tendrán que desnudarse para pagar la matrícula].

Trapped canción de Tupac de 1991 habla específicamente de la vida carcelaria de los afroamericanos, el acoso policial, y su experiencia en la cárcel donde, por cierto, leyó El príncipe de Maquiavelo y luego adoptó el alias Makaveli, además del de 2pac.  Es paradójico que la madre de Tupac, Afeni Shakur, miembro de las Panteras Negras, estuviera embarazada de Tupac mientras se encontraba encarcelada, acusada de actos terroristas.

Raekwon y Ghostface Killah, miembros de Wu Tang Clan, lanzan en 1995 Heaven and hell, describiendo lo difícil es sobrevivir en los barrios de New York, entre tiroteos, pobreza, violencia: “Ninety-four, takin’ niggas to war.  What do you believe in, heaven or hell? You don’t believe in heaven cause we’re living in hell. What do you believe in, boy, heaven or hell? You don’t believe in heaven ’cause we’re living in hell” [Noventa y cuatro, (1994 puede referirse a las incursiones estadounidenses en ese año en Irak, Haiti o Kosovo) llevando negros a la guerra. ¿En qué crees, el cielo o el infierno? No crees en el cielo porque vivimos en el infierno. ¿En qué crees, muchacho, el cielo o el infierno? No crees en el cielo porque vivimos en el infierno].

La expresión de la precariedad se ve exaltada en sus canciones por su reverso, la excentricidad, los excesos materiales y en el hiperconsumo de cuerpos, objetos, sustancias, la vida de lujos de los cantantes. El hip hop encumbró la palabra nigga o black para mostrar la opresión de esta población, eso le dio otro significado respecto al uso despectivo de la palabra nigger que se usaba antes de la segregación, antes de las leyes Jim Crow, palabra que a generaciones de afroamericanos les significó racismo, muerte, desprecio, terror y muerte.

Después de todo: nigger es el negro al que le pusieron la soga al cuello, cuando era un esclavo rebelde, y así mostrar en las ejecuciones públicas, lo que no se debería hacer, y nigga o black es el negro que usa las cadenas de oro en el cuello y ha logrado romper con la opresión de la pobreza, aunque no del racismo y la violencia.

La necropolítica hacia la población negra ha sido variable en cuánto a las formas y técnicas de ejecutar las políticas de muerte sobre estos grupos considerados inhumanizados, pero el objetivo ha sido el mismo desde que el proyecto colonial los secuestró del continente africano: explotarlos, desecharlos, eliminarlos y si no funciona de forma directa este mecanismo articulado de muerte, dejarlos que se mueran deliberadamente. 

 Ready to die es el título de un álbum de The Notorious B.I.G, que se lanzó en el año de 1994, contiene una canción del mismo título donde expresa: “I’m ready (Yes, I’m ready) Time to go, we gon’ put you out your misery motherfucker Niggas definitely know what time it is (Yes, I’m ready)”.

[Estoy listo para morir y nadie puede salvarme. Sí, estoy preparado, es hora de irse, te vamos a sacar de tu miseria hijo de puta. Los negros definitivamente saben qué hora es]. 

REFERENCIAS

Morgan, M., Bennet. D.(2011).Hip-Hop & the Global Imprint of a Black Cultural Form. Daedalus, Vol. 140, No. 2, Race, Inequality & Culture, volume 2, 176-196.

Mbembe. A. (2011). Necropolítica. España: Melusina.

Motro, D., Evans, J. B., Ellis, A. P. J., Benson, L. (2022, 31 de enero). The “Angry Black Woman” Stereotype at Work. https://hbr.org/2022/01/the-angry-black-woman-stereotype-at-work 

United States Holocaust Memorial Museum. “Los ghettos”. Enciclopedia del Holocausto. https://encyclopedia.ushmm.org/content/es/article/ghettos [Último acceso: 23 de agosto de 2023].

NOTAS

(1) En este texto se usarán las tres k, en la palabra América, en referencia al Ku Kux Klan, secta fanática racista responsable de innumerables actos de necropolítica contra afroamericanos. En diversas canciones del género, se hace referencia al Klan en la palabra América con las tres k para denotar al país racista y fascista, de la misma forma yo retomaré ese uso.

(2) “El término “ghetto” viene del nombre del barrio judío de Venecia, establecido en 1516. Durante la Segunda Guerra Mundial, los ghettos eran distritos urbanos (a menudo cerrados) en los cuales los alemanes forzaron a la población judía a vivir en condiciones miserables. Los ghettos aislaban a los judíos, separándolos de la población no judía, así como de las otras comunidades judías. Los nazis crearon más de 400 ghettos”. (United States Holocaust Memorial Museum). 

(3) Motro, D., Evans, J. B., Ellis, A. P. J., Benson, L. (2022, 31 de enero). 

(4) https://www.blackpast.org/african-american-history/operation-hammer-1987-1990/ 

(5) https://time.com/4108879/sister-souljah-hillary-clinton-midnight/

(6) Traducción propia. La traducción al español de todos los extractos de canciones que contiene este artículo fue realizada por la propia autora.

¿Fue 1991 el año más importante de la música popular? Victor Lenore. 2021

¿Cuantos años verdaderamente revolucionarios conocen ustedes en la música popular? Se suele empezar citando 1968, primer verano del amor hippie, que transformó por completo la atmósfera del planeta pop. También 1977, que renovó el rock a ambos lados del Atlántico gracias a la suciedad del punk. Seguramente el último gran año fuese 2004, con una tormenta sonora titulada “Gasolina” que marca el declive del pop anglosajón y el ascenso de la música cantada en español. Lo que no suele destacarse es el enorme tsunami de creatividad que supuso 1991, que pasamos a analizar en Vozpópuli.

Acontecimiento clave: Niggaz4life, tercer disco de los angelinos N.W.A. le quita el primer puesto de la lista de ventas de Estados Unidos al aclamado Out of time, de los rockeros universitarios R.E.M. Los dos grupos estaban bautizados con siglas, pero no podían ser más diferentes: los últimos representan a la América blanca y ‘progre’ más complaciente mientras los segundos encarnan la fuerza de los guetos, duramente azotados por la epidemia de crack. De repente, el hip-hop se volvió tan popular que algunos periodistas musicales temieron que el pop y el rock nunca volvieran a recuperarse. Y algo de eso hubo.

Existe otro fenómeno importante, que explicó muy bien el periodista Derek Thompson en la revista digital The Atlantic en 2015. Resumiendo mucho su tesis: las listas de ventas de EE.UU -el mercado principal del mundo, el que marca tendencia- empezaron a ser fiables en 1991 . Antes se basaban en un ‘sistema de honor’, confiando en la palabra de dueños de tiendas de discos y de discjockeys radiofónicos. El problema es que ambas partes tenían motivos para mentir: “Imagina que se hubieran agotado los discos de AC/DC en tu negocio, pero tenías una pila de Springsteen en el almacén. Lo honesto era decirle a Billboard, encargados de confeccionar la lista, que lo más vendido era AC/DC, pero lo inteligente era comentar que te quitaban los de Bruce de las manos para animar a los compradores”, recuerda.

1991: la revolución de los desarrapados

Los locutores de radio, aunque dijeran la verdad, ya estaban recibiendo incentivos constantes de las discográficas para pinchar sus ‘discos objetivo’. En la antigua lista, solían salir ganando géneros como el rock y perdiendo otros como el country y el rap. Entonces cambiaron las tornas: la lista Billboard Hot 100 dejó de confiar en la palabra de los locutores y contrató a una empresa independiente para escuchar las emisoras y apuntar las veces que sonaba cada canción. También comenzaron a auditar tiendas para conocer realmente cuánto se había vendido de cada título. De ahí que cayeran los poperos R.E.M. y subieran los raperos gángster N.W.A. El hip-hop se fue convirtiendo en el rey de los géneros hasta que fue desbancado a mediados de los dosmiles por el Electronic Dance Music (EDM).

La industria discográfica necesitaba mejores datos. ¿Saben ustedes cuántas copias se imprimieron inicialmente del disco Nevermind de Nirvana? No se lo van a creer, pero fueron solamente 50.000. La demanda desbordó tan claramente a Geffen Records, que no supieron acercarse a ver el enorme potencial del grupo. Para navidades, solo tres meses después de su lanzamiento, Nevermind ya habría despachado un millón de copias y desbancado del número uno a Dangerous, el carísimo álbum del rey del pop, Michael Jackson. Para cuando terminó la década, Nirvana habían vendido diez millones.

El rock cochambroso de Nirvana, además, liquidó por completo la escena hair metal que había dominado los años ochenta, haciéndoles parecer artificiales, complacientes y algo ridículos. A partir de Nevermind, se impusieron sonidos más radicales y oscuros como Hole, Nine Inch Nails y Rage Against the Machine (bueno, también bandas abiertamente ‘retro’ como Pearl Jam y Smashing Pumpkins). Los únicos heavys clásicos capaces de no despeinarse con el terremoto Nirvana fueron los gigante de estadio Guns N’ Roses, que arrasaban en todo el planeta con su doble lanzamiento Use por Illusion I y II. Luego se desplomarían solos.

Por último, la música electrónica comenzaba a asomar la cabecita como la próxima gran tendencia que iba a conquistar el planeta pop. Lo olieron U2 de la mano del alquimista Brian Eno y por eso cocinaron juntos Achtung baby, reforzando sus guitarras con bases electrónicas. También supieron interpretarlo los rockeros Primal Scream, que se lanzaron a la psicodelia pastilleras con su disco más exitoso y hedonista, Screamadelica. Superventas como EMF, Technotronic y The KLF asaltaron las listas de éxitos con himnos de electrónica clubera (cuando no directamente rave).

Recuerdo entrevistar al carismático Bob Stanley (del grupo St. Etienne) uno de los grandes teóricos del pop británico, que describía impresionado algún cambio cultural sísmico de aquellos años. “Los hooligans ingleses, los mismos que habían provocado la tragedia del estadio de Heysel en 1985, descubrieron el extásis a finales de los ochenta y comenzaron a escuchar canciones house sobre la importancia del amor. Para 1991 ya estaban todos en ello y actuaban como Los Osos Amorosos”. Otro triunfo cultural del año que cambió todo.

Hip-Hop y movimiento sociales. Intercollnet. 2018

Vector de testimonios de las luchas sociales y políticas y de las batallas cotidianas en los barrios populares, el hip-hop es una herramienta de denuncia, de reivindicación y de promoción de los movimientos sociales. Al igual que el rap, la danza o el grafiti, el hip-hop permite canalizar los mensajes y visibilizar la solidaridad internacional y las luchas por la igualdad y contra todas las formas de dominio y discriminación. La aparición de este movimiento musical, cultural y social refleja una cierta democratización de la música gracias a nuevas formas de expresión de las clases populares.

Originario de los barrios pobres, el hip-hop ve la luz del día a inicios de la década de 1970, inicialmente en Nueva York para, más adelante, expandirse a lo largo y ancho de Estados Unidos. A través de influencias musicales diversas (jazz, funk, soul…), los habitantes de los guetos transmiten un mensaje social y político. No hace falta ser músico o cantante, ni disponer de instrumentos. Se trata esencialmente de reutilizar estándares musicales para hablar de la realidad cotidiana de los barrios, de la pobreza, del racismo y de la violencia policial; una forma de emanciparse de la violencia estatal.

Desde sus inicios, las reivindicaciones afroamericanas que se encuentran en las letras hablan de temas similares a los abordados en su momento por el Partido Pantera Negra. La influencia del movimiento revolucionario de los Panteras Negras sobre el hip-hop también se puede encontrar en relaciones de filiación como es la del rapero 2Pac y su madre Afeni Shakur, miembro del partido.

Puesto que la esencia misma del hip-hop es social y política, el sistema actual ha logrado recuperar una parte de la cultura hip-hop. Si bien esta recuperación y el desarrollo de la industria discográfica han permitido crear un mercado para el rap de concienciación o de protesta, estos fenómenos también han hecho posible la emergencia de un rap edulcorado respecto de su faceta reivindicadora. Y la llegada de estas «majors» despolitizadas a la industria musical va a provocar conflictos importantes, como la rivalidad bien conocida entre los raperos de la costa Este y los de la costa Oeste. Lejos de estar silenciado, el mensaje adoptado se hace oír gracias a grupos como Public Enemy.

A continuación, el movimiento se exporta por todo el mundo a partir de la década de 1980, lo que favorece la solidaridad internacionalista y el desarrollo de escenarios locales en todo el mundo, al tiempo que se establecen puentes con otras influencias (como con el hard rock y el reggae).

Aunque desde la llegada del hip-hop en Francia algunos grupos comprometidos, como NTM y Assassin, se inscriben en esta línea, el movimiento también va a conocer el mismo fenómeno de recuperación comercial. Por otra parte, se desarrollan discográficas y productoras independientes. Esta esencial social y política podrá encontrarse en los mensajes adoptados, cualquiera que sea su forma, contra el racismo, la violencia policial, los asesinatos en los barrios…, pero también con la solidaridad hacia los presos políticos, encerrados, por ejemplo, en Estados Unidos, como Mumia Abu-Jamal y Leonard Peltier. Si bien Assassin ha desaparecido hoy de la escena, otros grupos y colectivos hacen perdurar esta contracultura del hip-hop independiente, que aúna la contestación del sistema, la solidaridad, la convergencia y la memoria de las luchas.

El alcance del hip-hop, un fenómeno internacional e internacionalista, no para de crecer como música popular. Para algunos, como reacción al sistema capitalista, esta cultura hip-hop es un instrumento vinculado a las luchas sociales y políticas, a la solidaridad o a la reivindicación de un derecho a la autodeterminación de los pueblos oprimidos.

Es el caso, entre otros, de lo que ocurre en las Américas, por ejemplo, con los pueblos autóctonos, que luchan por reafirmarse como actores de la sociedad con una identidad cultural propia, ligada en este caso a la defensa del medioambiente y la Madre Tierra. En Palestina, el hip-hop es una herramienta para denunciar la ocupación ilegal por parte de Israel, pero también una herramienta de emancipación y reivindicación de libertad por parte del pueblo. En África, el hip-hop conoce un auténtico auge y, en él, se mezclan diferentes culturas. En Senegal, por ejemplo, el hip-hop puede ser considerado como un contrapoder cuya influencia permite alterar la situación política. En América Latina, los colectivos que pertenecen a la corriente del hip-hop militante se reconocen como uno de los componentes de los numerosos movimientos sociales que sacuden el territorio con la puesta en práctica de la organización autónoma de los barrios populares y con la manifestación de las preocupaciones sociales relativas a las temáticas feministas, antiautoritarias y libertarias.

El hip-hop es el medio para que las clases populares y la juventud de los barrios puedan expresar su rabia y su desobediencia. Es importante analizar el hip-hop y su cultura a través de un prisma social, pues aquél acompaña desde su nacimiento a numerosas luchas populares de todo el mundo. Descubramos juntos el sonido de la revolución…